Ana de España nació a los cuarenta y cuatro años de edad, hija de sí mismo, palpable reinvención del verbo o intangible resurrección de la carne. "Algo así como cosa de transustanciación hubo de ser, fruto de algo divino que sin duda ha de haber en mí, querida niña, que de la noche a la mañana vime convertido a todos los efectos en Ana de España", como explicaría una noche don Ramiro Suárez de Montealegre, atrabiliario personaje de turbia reputación y autentico protagonista de esta historia, a la dulce meretriz con la que yacía en pecaminosa coyunda. "Ande usted, don Ramiro, que tiene más cuento que Calleja --reconvino la muchacha, acostumbrada como estaba a los desvaríos mentales y a las florituras discursivas que seguían indefectiblemente al desahogo carnal del contumaz cliente-- …y no me fume usted esos puros en la cama, que se queman las sábanas y luego doña Carmelita me lo descuenta a mí", continuó la barragana, en clara demostración del poco respeto que le merecía el caballero, pese a los abultados dineros que cada mes dejaba en las arcas de la casa de lenocinio. Costumbre esta del puterío, pecaminosa y condenable según todos los saberes, que a poco habría de abandonar Ramiro para siempre.
uno
entretenimiento entre bambalinas
El padre de Ramiro Suárez de Montealegre había sido bautizado con el buen nombre de Leandro, y aparte de otras aventuras sin mayor relevancia ni interés que acontecieron en su vida, llegó a sargento chusquero en la guerra de Cuba.
Retornó el hombre de aquella batalla con un brazo menos, una condecoración de latón dorado, y el eterno agradecimiento de la familia del capitán don Ramiro de Montealegre Jiménez, abuelo por rama materna de nuestro protagonista, al que salvó de la muerte en una emboscada de un grupo de guajiros –si bien no pudiera impedir su posterior fallecimiento, víctima de una fiebres palúdicas que le enterraron en quince días-- y con cuya hija, Teresita, habría de casarse Leandro al poco de volver de las colonias, cumpliendo así el último deseo del héroe, expresado por carta a su familia. Casamiento que fue ampliamente comentado por la buena sociedad en general y considerado un braguetazo de antología por la soldadesca, buenos conocedores del sargento salvador y del salvado capitán, pese a lo que a nadie se le ocurrió invitarles a la boda.
De tal linaje habría de nacer tal hijo: Ramirín. Llamado así, qué duda cabe, en recuerdo del malogrado militar, padre de la madre y abuelo del nieto, al que hubiera conocido, y del que hubiera disfrutado --"pobrecillo, con lo orgulloso que hubiera estado el capitán", lamentaba de vez en cuando su inconsolable viuda--, de no ser por el mentado paludismo que le condujera a la muerte en la lejana colonia sin que su futuro y póstumo yerno pudiera hacer nada esta vez para evitarlo.
Gordinflón, malcriado, chapucero, glotón y mentiroso, Ramirín consumió su infancia en el vetusto caserón que la familia materna tenía en un poblacho de Guadalajara. Espectador atónito de los frecuentes soponcios de su madre cada vez que su padre realizaba uno de sus continuos viajes a Madrid para"resolver unos asuntos", y sometido a la férrea dictadura de un ama bigotuda y feroz, que ponía los almohadillados glúteos del chiquillo al rojo vivo al menor signo de rebeldía, desobediencia o descuido, quienes le conocieron en aquellos años ya hacían lenguas de la rareza del muchacho y del futuro incierto y desafortunado que sin duda le aguardaba.
Se hizo mayor el niño. Consiguió al fin que le llamaran Ramiro. Fue a la universidad. Y como se vivían tiempos de revuelta social y de intranquilidad generalizada, y los obreros paseaban por las calles orgullosos de sus monos azules como si fueran chaqués, y los sables de los guardias daban unos redobles que partían el alma, y en verano hacía calor y a Ramiro no le hacían caso las chicas, un día del estío del año 33, en el que lucía un sol que rompía las piedras, acudió al Teatro de La Comedia a escuchar hablar a José Antonio Primo de Rivera.
Escuchando el verbo acalorado del Jefe, Ramiro sintió nacer en su interior un no menos acalorado orgullo de no sabía muy bien qué. Fue un orgullo repentino y profundo que le recorrió entero, como el latigazo del electroshock que le habían dado de adolescente, cuando se subió a lo alto del campanario del pueblo y se exhibió frente a la concurrencia a misa de doce tal y como si acabara de llegar al mundo y luego fue llevado al médico de la cabeza y dijeron que loco no, pero que algo raro si era el chico. Aquel encuentro le produjo un estremecimiento del alma que no podía explicar, que nunca pudo, pero que le confirió una extraña sensación de poder que tan bien cuadraba a su natural ambicioso y díscolo.
Al día siguiente fue a una sastrería y se encargó un juego de tres camisas azules, en las que una costurera que frecuentaba su madre bordó con mano segura y conciencia intranquila, pues presumía la remendona de acrisolada militante del sindicato de la aguja de la UGT, un yugo y unas flechas de restallante oro.
Era Ramiro por aquellas fechas un joven en edad de merecer, aunque sus merecimientos resultaran poco visibles a los ojos de las jóvenes decentes que conocía, aquellas que estaban naturalmente destinadas a formar familia fecunda y duradera con alguien de su nombre y posición.
Siempre achacó el joven a la natural cerrazón de las mujeres los motivos del contumaz rechazo que sus propuestas amorosas obtenían, sin caer en la cuenta de que aquel despego de las jovencitas casaderas tal vez tuviera que ver, más que con moralidad femenina alguna, con el aumento visible de su circunferencia, que le había hecho pasar sin solución de continuidad de adolescente rechoncho a adulto irremediablemente gordo. Tampoco relacionó Ramiro ese desaire continuo en que vivía con el cada vez más aflautado tono de su voz, que salía de su enorme corpachón como el fino silbido de un globo pinchado con un alfiler, aunque, a diferencia del globo, el volumen físico de Ramiro no se redujera ni un milímetro con la expulsión del aire.
No amilanaron al muchacho los fracasos; y ya que las decentes no le hacían caso, el joven, que desde niño era de condición fogosa y talante imaginativo y calenturiento, decidió, por consejo de un vecino zanquilargo y rijoso, hijo de un alabardero de palacio viudo, iniciarse en el amor en brazos mercenarios. Brazos de mujeres poco o nada decentes, es cierto, pero en las que descubrió una antigua sabiduría que le deslumbró y con las que habría de compartir cama y jolgorio durante el resto de su poco edificante vida.
Ese trance del conocimiento carnal a que nos referimos tuvo lugar entre los lúbricos brazos de una avejentada meretriz que sentaba sus reales allá por el pueblo de Fuencarral antes de que Ramiro se hiciera falangista; que resulta preciso ajustar el orden cronológico del relato si queremos entender luego cuanto de extraordinario ha de sucederle todavía a nuestro protagonista.
Aquello del primer coito fue antes incluso de la muerte de Leandro, el antiguo sargento de Cuba, fallecido de manera inesperada una noche de 1932, cuando se encontraba en pleno trance de consumir placentera coyunda con una furcia de altos vuelos, a la que visitaba en su bombonera roja de Santa Engracia 28. Sólo uno más de aquellos supuestos negocios que tan a menudo llevaban a Madrid al progenitor de Ramiro.
Como fuera que los negocios de Leandro --que pese a sus muchos esfuerzos nunca consiguió el don, y eso le dolía más que ninguna otra cosa a su hijo-- eran más con cupletistas y cantaoras, vedettes y pelandruscas, que le esquilmaban y empobrecían, que con fabricantes, tenderos o bolsistas, que le hubieran dado fama y fortuna, la muerte del padre significó, a más de la orfandad, la ruina del hijo. Sólo gracias a los buenos oficios y dineros de su tía Visitación, hermana de su madre y casi una madre misma para él, estuvo a punto de finalizar los estudios de derecho, que había iniciado dos años antes del óbito paterno sin mayor entusiasmo ni esfuerzo que los precisos para recibir mensualmente la renta familiar, que le permitía residir en la capital entre juergas y francachelas.
Y decimos que estuvo a punto de finalizar los estudios porque nunca llegó a hacerlo. El yugo y las flechas se interpusieron en medio de su carrera, y lo que estaba previsto había de ser un abogado penalista de tímida verborrea, se convirtió, en este primer estadio de su vida en que nos encontramos, en un propagador entusiasta y constante de la fe recién adquirida.
Así, quien nunca había levantado una voz por encima de otra, desató imparable la fuerza torrencial de su palabra. Primero habló en las aulas, luego en los claustros y en los estrados, en las plazas de los pueblos y en los patios de los conventos. Habló y habló hasta convertir su verbo en un acerado instrumento de provocación o en un sinuoso vehículo de convicción, según conviniera al caso y al momento. Pese a ello, sus discursos nunca alcanzaban el objetivo deseado. Sus palabras eran acertadas e incluso inspiradas, su gesto justo, su ritmo impecable y su dicción perfecta, pero no le acompañaban ni el físico ni la voz: su cara fiera daba miedo a los niños, su cuerpo redondeado hacía reír a las mujeres, y su fina voz, que insistía en mantenerse siempre en las notas más agudas, movía a la rechifla y la maledicencia entre los hombres, pese al abundante mostacho que se había dejado crecer como prueba palpable de su, por otra parte, indudable hombría.
Ante tal realidad se vio obligado a prescindir de la erótica de las tribunas, a la que había resultado especialmente sensible, como lo constata aquella vez que mojó los pantalones en el momento culminante de un mitin celebrado en Cuenca, la provincia por la que José Antonio había salido diputado en el 33 y en la que siempre tuvo nuestro tribuno auditorio fiel y entregado.
Como era hombre práctico, abandonó pronto Ramiro la oratoria y decidió encerrar su verbo en los márgenes más estrechos, pero igualmente precisos, de la palabra impresa. Escribió proclamas, redactó artículos, confeccionó panfletos, realizó llamamientos e ideó consignas. Sus servicios a la causa fueron muchos y variados, algunos no tan sencillos --y desde luego no tan limpios-- como darle a la pluma o a la lengua, siendo recompensado por ello con la promesa de un futuro esplendoroso al frente de algún Gobierno civil cuando triunfara la idea y un presente más bien mísero y desordenado.
dos
arriba el telón
Por una cruel casualidad del destino, el 18 de julio de 1936 pilló a nuestro héroe durmiendo y en Madrid.
De resultas de una historia pasional con una joven del barrio de Cuatro Caminos se encontraba Ramiro en el inesperado tránsito de pasar a engrosar las estadísticas de la paternidad, idea que no hacía feliz al joven. Porque, en general, no era el matrimonio una institución que le resultara atractiva --a base de rechazos se había vuelto reticente y aquello amenazaba boda--, y también porque el casamiento con la moza, lozana y fresca, cierto, pero analfabeta y de humilde condición, le resultaba inimaginable.
Para acallar a la muchacha, y conseguir al tiempo que acudiera a una partera medio bruja que podía deshacer con un poco de perejil y una aguja de calceta el mal fruto de su pasión --y también para evadir de esa manera radical y clandestina la ira del padre de la chica, un tranviario de cuerpo menguado pero crecida mala leche, que podía caer sobre él en forma de hachazo en la cabeza a poco que se descuidara el galán y el tranviario se apercibiera del embarazo de su vástaga--, se encontraba Ramiro en Madrid cuando hubiera debido estar en otra parte. En Sevilla, por ejemplo, que también allí tenía Ramiro una jovencita medio gitana que le sorbía el seso y el bolsillo en un burdel de la calle de las Tres Cruces. O en Salamanca, que aunque ningún lío hubiera tenido jamás en tan docta ciudad castellana, al menos allí su seguridad no hubiera peligrado, estando como estaba en manos de los rebeldes desde el principio de la sublevación.
Pero no fue el caso. Desde una ventana del cuarto piso de una casa de la calle Bailén hubo de asistir Ramiro al temible espectáculo de las turbas sanguinarias asaltando el Cuartel de la Montaña. Y a decir verdad, pocas ganas le vinieron de bajar a unirse a la resistencia, acto heroico que, si bien hubiera cuadrado con el alto sentido del honor que profesaba, le hubiera resultado ciertamente pernicioso para la supervivencia. Y eso era algo que Ramiro tuvo claro desde el mismo momento en que el sonido del primer disparo le pilló en la cocina desayunando chocolate con picatostes: sobrevivir o morir, tal era el dilema. Y sobrevivió.
Tras pasar por la buhardilla de un anciano matrimonio de merceros que conocía por vía familiar; un prostíbulo famoso del que hubo de escapar por la ventana una mañana que los milicianos de la CNT decidieron cerrar el vergonzoso comercio y redimir a sus dependientas; la habitación de la criada de un compañero de universidad, que aunque rojo era compasivo; y el sótano de una carnicería propiedad de un paisano del pueblo, al fin consiguió Ramiro escapar de Madrid una bochornosa madrugada de finales de agosto.
Enfundado en un mono azul que parecía iba a estallar por cada costura, con barba de tres días y una mugrienta boina descansando en precario equilibrio sobre su descomunal cabeza, como negro halo de santo a punto de cometer pecado mortal, se metió en un Hispano Suiza con las siglas UHP pintadas en el techo. La hora era tan temprana que aún no habían pasado las burras de leche, pues incluso en aquellos agitados primeros días de la guerra seguían tan nobles bestias anunciando con su rebuzno que el amanecer llegaba a la ciudad, como hacían en el campo los gallos con su destemplado kikirikí.
Conducido el coche por un antiguo sacristán, y en compañía de dos curas de la Iglesia de la Almudena, a los que la tonsura de la nuca denunciaba el oficio, y de un rentista timorato y amariconado, que no dejaba de comprobar con la mano que la barba le había crecido lo suficiente como para parecer un obrero en armas, se pasó Ramiro en el Alto de los Leones a las huestes sublevadas sin sufrir mayores males que una diarrea, que aún habría de atormentarle sin compasión los primeros días de residencia en territorio liberado.
Recibido en Burgos como un héroe por sus correligionarios, no hemos de relatar ahora los actos, homenajes, cenas, saraos y festejos a los que hubo de asistir --con sumo gusto, señalémoslo-- el recién evadido del terror rojo. Pero si bien los agasajos fueron numerosos y las felicitaciones sinceras, la verdad es que duraron poco: justo hasta que arribó a la reciente capital del Nuevo Imperio un nuevo tránsfuga con suerte, que eclipsó con su hazaña la oronda y verborreica figura de Ramiro.
No obstante, no le costó encontrar acomodo al hombre, pues en hombre hecho y derecho, aunque esférico, se había convertido ya el mofletudo niño que antaño jugara a pirata y bandolero por los páramos de Guadalajara. Amigos de tiempos anteriores buscaron a nuestro héroe destino acorde con sus facultades. La tinta de los periódicos y las voces de los locutores llevaron hasta los últimos rincones de España la siempre fecunda palabra de Ramiro Suárez de Montealegre, comentarista político, panfletista egregio y vate huracanado y sin par.
"¿Has leído la columna de Ramiro Suárez?", se preguntaban los reclutas en la peluquería del campamento antes de que la maquinilla del peluquero mondara al uno su patriótica cabeza. "¿Qué ha dicho hoy don Ramiro en su Charla desde las trincheras?", inquiría el ama de casa a su vecina tras haberse perdido la alocución radiofónica del inspirado charlista por culpa de un niño con varicela al que había estado atendiendo toda la mañana. "¡Qué inspiración y gracejo tiene este hombre! Recuérdame que esta noche le lleve a Carmen el periódico", aseguran que comentó una vez el mismísimo Caudillo a su ayudante de campo tras leer unos ripios en los que el inmenso vate arremetía contra Alberti, Lorca, Bergamín, Machado, Hernández, Prados, Cernuda, Altolaguirre y otros poeticastros comunistoides y masones.
Y es que no tenía rival nuestro personaje en los insultos rimados ni en las inflamadas proclamas que diariamente daba a las ondas y a las páginas de los periódicos desde su monacal habitación en un antiguo convento de la capital facciosa. Alférez Provisional desde tan sólo unas horas después de haber puesto pie en la capital de la Nueva España, supo, pese a ello, nuestro Ramiro nadar y guardar la ropa en el mar revuelto de la guerra. Un mar en el que el rumbo era la batalla y el puerto la muerte.
Enchufado en el Servicio de Información Militar gracias a las buenas artes de amigos y correligionarios, sorteó Ramiro con singular pericia no sólo los escollos del alistamiento directo, sino también los muchos arrecifes de la política interna y el enfrentamiento cuartelero, que tan incómodos y confusos le resultaban. Con igual pasión se enfrentó en las ondas a la barbarie roja como defendió el decreto de unificación de Falange o justificó la caída en desgracia de Ramiro Ledesma, su tocayo y, hasta ese mismo momento del tropezón, amigo. Nadar y guardar la ropa se convirtió en una marca de la casa.
Su verbo barroco e incisivo le salvó de ir al frente, lugar horrible donde morían con igual dolor bravos y cobardes. Y ese mismo verbo le trajo honores, reconocimiento y fama, aunque a punto estuvo la fácil relación que Ramiro mantenía con las palabras de ser su ruina y condenarle a morir heroicamente por la patria. Todo por un desliz de faldas que, en realidad, no había sido otra cosa que una forma de sortear el aburrimiento de una ciudad en la que misas y adoraciones, novenas y rosarios, eran las máximas diversiones.
tres
interludio musical: el fauno y la novicia
La noche del 24 de diciembre de 1938, en el transcurso de la misa del gallo, que se celebraba en la catedral por la buena finalización de la contienda y el exterminio de los enemigos, ya cercanos, el Alférez Provisional Ramiro Suárez de Montealegre, a la sazón hombre talludo con merecida fama de incombustible charlista y mujeriego impenitente, conoció a la señorita Purificación Redondo y Valdeiglesias, Purita para las amigas y la familia, que no era otra sino la muy respetada hija de don Eutiquio Redondo Sánchez, teniente coronel de intendencia, hombre de recto e inflexible proceder y cristiano viejo de bigotes casi tan frondosos y engominados como los del propio Ramiro.
Era la tal joven de abundantes carnes y reconcentradas vergüenzas, tímida y asustadiza como una novicia, pura como su nombre e inmaculada como el más blanco de los lienzos blancos de cualquier altar. Pero bajo esa aparente calma reposaba un volcán de pasiones que la presencia de Ramiro, su fama y su verborrea, desataron en tan sólo unos minutos de conversación en el atrio de la Catedral.
Fue el de Purita un enamoramiento súbito y desesperado. Súbito por lo repentino, que ella siempre achacó a la intervención de la Virgen, a la que en el momento de verle por primera vez rezaba en el templo, y desesperado, por el miedo que la joven, rondando ya la treintena y soltera recalcitrante y reconocida, sentía ante la previsible inevitabilidad de un futuro en soledad perpetua.
Aunque no tan profundo y sí más interesado, el amor de Ramiro era igualmente cálido. Respondía este amor tanto al aburrimiento del entorno --roto tan sólo por las esporádicas visitas que a lejanas y ocultas casas de lenocinio efectuaba con su compañero de intrigas y francachelas, el capitán Eric Von Austelbrok, agregado del alto mando alemán a los servicios de información de Burgos--, como al temor a que la inminente vuelta de los heroicos combatientes, cargados de medallas, heridas y honores, supusiera una competencia desleal que le impidiera acabar con éxito su particular cruzada: hacer boda ventajosa con hija de buena familia y conseguir así la seguridad y fortuna que su escaso patrimonio le negaba.
Los primeros encuentros de los recién enamorados fueron castos y románticos escarceos que discurrieron plácidamente bajo los soportales de la Plaza Mayor y los aledaños catedralicios, en los que, ante el arrobo de Purita, el galán leía a su enamorada versos de Pemán, Ridruejo y Becquer. Pero no hicieron falta muchos encuentros para que la pasión de la muchacha, escondida pero no por ello menos viva, unida a la inveterada concupiscencia de Ramiro, acrecentara la intimidad de la pareja hasta el punto de hacerles perder todo sentido del pudor y la moral. Una relación que abocó a lo irremediable el día que el impúdico vate remedó a Espronceda declamando a su ruborizada musa aquello de “me gustan las queridas / tiradas en los lechos / sin chales en los pechos / y flojo el cinturón”.
Nada hubiera sucedido, no obstante, si, justo en la primera cita secreta de los enamorados, tras la consumación del ejercicio literario, no hubiera irrumpido el irascible teniente coronel en la mísera habitación de Abundia, la criada, que prestándoles su catre se había hecho cómplice del contubernio --y ello la llevó a la calle de inmediato--, en el preciso momento en que Ramiro se disponía a ofrendar a la dolorida Purita con la primera muestra tangible de su masculinidad.
Sorprendiose el alférez, pillado literalmente con los pantalones en los tobillos, y escondió la niña su voluminoso cuerpo bajo las sábanas del desvencijado camastro, gesto que apenas sirvió para tapar un tercio de su monumental anatomía, dejando al descubierto una pierna torneada en gelatina y un pecho como un globo bamboleante de enorme pezón negro.
El teniente coronel, aún más indignado por la exhibición de las desnudeces de su hija que por las rotundas nalgas del mancebo, clamó al cielo, que no le oyó, desenfundó la pistola, que aunque del cuerpo de intendencia también llevaba, tal vez para contar las judías que distribuía entre la tropa, y no acabó allí mismo con la existencia de Ramiro Suárez de Montealegre y, por consiguiente, con esta historia, gracias a que la presencia de doña Águeda, madre de Purita y esposa del ofendido militar, hizo prevalecer la razón en tan esperpéntica escena.
Calmados los ánimos, aunque no aplacada la severidad de don Eutiquio, hubo reunión de familia. Se abrieron entonces para Ramiro dos caminos complementarios que le producían sentimientos encontrados. Por un lado, la boda, que no era al fin y al cabo sino la culminación de sus aspiraciones y que le llenaba de satisfacción; pero por otro, le enfriaba el ardor amoroso la expresa condición que había impuesto el padre para el casorio: que antes del himeneo, debería el novio limpiar en el campo de batalla la mancha de honor que sobre la familia había echado con su felonía prenupcial.
Según dictaminó en juicio sumarísimo el teniente coronel, juez y parte en tan delicado sumario, el amor y el honor debían reconciliarse en el frente de batalla ya que la retaguardia los había divorciado. Y al frente se encaminó Ramiro con una secreta mancha negra en su hasta entonces brillante, aunque poco belicoso, expediente.
Pero tuvo suerte el maldito una vez más. Fue al poco de bajar del tren que le conducía a la batalla, mientras tomaba una taza de achicoria en la garita del jefe de estación, cuando escuchó por la radio el histórico parte que a él le cayó como llovido del cielo:
"CUARTEL GENERAL DEL GENERALISIMO. ESTADO MAYOR. Parte Oficial de Guerra correspondiente al día de hoy. En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1º de abril de 1939. Año de La Victoria. EL GENERALISIMO FRANCO"
cuatro
ambigú en el entresuelo
Hecho ya todo un hombre, aun sin haber llegado a vivir la experiencia embriagadora de la batalla, Ramiro Suárez de Montealegre fue desmovilizado con la misma rapidez con que había entrado en filas y por los mismos motivos. El borrón de tinta indeleble que había echado en su expediente la interrumpida aventura con la hija del teniente coronel de intendencia, general nada más terminar la contienda, hizo imposible su permanencia en el ejército, posibilidad que hubiera agradado a Ramiro, ahora que la paz le había quitado hierro a la milicia. Enfrentado pues a la inevitabilidad de su licencia, y llevando siempre en la espalda la inquisitorial mirada del padre de Purita, que ni renunciaba ni accedía al casorio, pues aún no consideraba saldada la cuenta de honor que le había impuesto al galán, hubo de pensar el mozo con seriedad en su sustento y la forma de ganarlo.
Sin oficio ni beneficio, amoral y libertino público en un país en el que la virtud era ley y el disimulo costumbre, se las vio y deseó Ramiro para encontrar trabajo. Zascandileó de acá para allá durante unos meses embarcado en negocios poco claros, chalaneó después con asuntos de tierras y antigüedades, escribió algún tiempo de crímenes y nacimientos en un periódico de Palencia, y, al fin, gracias a los buenos oficios de un camarada que, quizá por haber compartido con él pecados y francachelas, no atendió la consigna de postergamiento lanzada por el airado general, pudo al fin lograr empleo en el recién creado servicio de lectura de la censura española.
Se sintió frustrado aunque tranquilo. De torrencial conjurador del arte de la palabra había pasado a inconmovible supresor del peligro de las frases. Parecía un triste destino, y ciertamente lo hubiera sido de no haberle estado aguardando a Ramiro días aún más aciagos en el futuro. Pero en aquel momento el cargo fue para él como una bendición del cielo, pues aunque el sueldo era magro, el trabajo no resultaba agobiante, y Ramiro había hecho de la pereza santo y seña de su vida.
Era aquel de censor oficio respetable aunque oscuro. El parco sueldo con que le premiaban tachaduras y supresiones le proporcionaba los duros suficientes para vivir con apretado decoro y permitirse una cierta prestancia en el vestir y el aseo personal, cosas ambas de las que gustaba nuestro hombre. Con un poco de suerte, pensaba, pronto llegaría el momento en que don Eutiquio, viéndole trabajar dignamente, consideraría redimido el desliz, y le permitiría contraer nupcias con la rotunda Purita, a la que apenas veía fuera de las lejanas miradas de los domingos en la iglesia de los Jerónimos durante la misa de ocho, pero con la que intercambiaba ardorosas epístolas amatorias utilizando como alcahueta a una criadita andaluza recién llegada a la casa.
Entre dimes y diretes, funciones religiosas en los Jerónimos, e idas y venidas de la mucama, pasaron dos años de reprimido noviazgo. Ramiro desesperaba de su suerte entre tachón de línea y supresión de párrafo. Don Eutiquio, tozudo como una mula con orejeras y justiciero como la reencarnación del arcángel San Gabriel, persistía ante el desesperado pretendiente en la necesidad de ganarse el perdón con un acto de naturaleza tal que le hiciera digno marido de su hija. Empezando el verano del 41, mientras Purita pasaba la temporada estival en Zarauz con la rama femenina de la familia, surgió al fin la oportunidad de blanquear el manchado honor del militar.
Nunca en su vida olvidaría Ramiro la expresión adusta y las tajantes palabras con que le recibió el general de intendencia don Eutiquio Redondo Sánchez cuando, enfundado en una camisa azul recién planchada, fue a visitarle un templado día de junio con el objeto inocente de conseguir su autorización para visitar a Purita durante los días que, él también, pensaba pasar veraneando en el norte.
--Caballero --le dijo el general sin levantarse del sillón de orejas donde ojeaba las fotos de viriles soldados alemanes que publicaba el último número de la revista Signo--, es usted hombre inteligente, no me cabe duda, y algo ha de querer a mi hija cuanto tantas molestias se toma para conseguirla, máxime sabiendo que yo no accederé así como así a tan desproporcionada pretensión. Al menos hasta que demuestre usted ser digno de tal gracia y lave con largura la afrenta que su ignominiosa acción, ofensiva a Dios y a la moral, causó a mi familia toda y a mi querida hija en particular. No quiso el Altísimo que en aquel momento mi pistola hiciera justicia. Sus razones debió tener el Señor para impedirme hacer uso de ella, pero también fue su designio que usted pagara por su infame proceder. Todavía no lo ha hecho, pero es probable que haya llegado al fin el momento de lavar su afrenta.
El general realizó en este momento una breve pausa valorativa que a Ramiro le pareció un siglo de incertidumbre. Se rascó el pretendiente la oreja y se atusó el bigote, a la espera de que el militar siguiera su perorata.
--Señor mío, de nuevo la barbarie roja azota con su flagelo demoníaco la civilización cristiana. Ahora es en Alemania como antes lo fue en España, y hoy como ayer, los buenos españoles han de estar dispuestos a defenderse con las armas en la mano de la furia asesina que pretende aniquilarnos. El Generalísimo ha tenido la feliz idea, preclara y acertada, como todas las suyas, de enviar en ayuda de los hermanos teutones voluntarios españoles que defiendan frente a los rusos el honor y el valor de la patria. No le digo más, Ramiro. Espero de su sabio entender que me haya comprendido y que la próxima vez que le vea pueda llamarle hijo y entregarle la mano de Pura, mi hija más querida, para que la haga su esposa. Y esto porque ella, inocente como es, le quiere, amor al que espero que usted corresponda, que si así no fuera, todavía tengo la pistola bien engrasada en el cajón de la cómoda por si acaso la defrauda alguna vez. Adiós, caballero, y buenas tardes.
Ni una palabra de más ni una de menos. Ni un gesto ni un saludo, sólo la envenenada sugerencia.
"Qué le den morcilla al carcamal ese y que zurzan a la cursi de su hija. Si quiere casarla que lo haga con un ciego, que sólo se dará cuenta del volumen del regalo después de la boda, pero a mí no me ven más el pelo. Antes la miseria y la soltería que la guerra. ¡Faltaría más!", cavilaba para sí Ramiro mientras paseaba Castellana abajo tras la visita. "Claro, que si me escaqueo, ese animal es capaz de partirme el alma. Él o su hijo, que bien me lo dijo el niñato la última vez que intenté acercarme a Purita en el hipódromo", continuaba su razonamiento el pobre infeliz Ríos Rosas arriba, cercano ya a la pensión de Santa Engracia donde vivía.
Sintiéndose acosado, y más temeroso al fin de las iras del general que de las balas comunistas, lo siguiente que se sabe de Ramiro es que se le vio desfilar marcial al aire del Oriamendi. Un mar de camisas azules le rodeaba. Queda testimonio de aquel momento en una foto que se publicó en el semanario 7 Fechas. Destaca en ella el aguerrido militar, casi perdido en medio de la multitud en el ángulo inferior izquierdo, por su estatura poco normal y su voluminoso abdomen, y también porque lleva en la mano izquierda una pancarta en la que se puede leer si se utiliza una lupa: "Voluntarios Falangistas contra Rusia".
Poco podemos relatar de su particular expedición punitiva a tierras de infieles. De hacer caso a lo que el mismo Ramiro contaba a su vuelta con abundancia de gestos, pasmos y bufidos, fue aquel un viaje infernal y peligroso en el que sólo su elevado espíritu patriótico y acendrado entusiasmo salvaron a la tropa de la desesperación y la muerte.
Apenas transcurridos tres meses de la partida estaba ya de regreso el voluntarioso combatiente, con tan sólo una perceptible cojera como recuerdo. Cojera que él achacaba a una peligrosa mina antitanque que le había explotado en el momento en que, jugándose la vida al frente de su compañía, avanzaba por las heladas estepas con Moscú como próxima parada. Otras versiones menos interesadas, de las que sólo han llegado a este cronista rumores y comadreos, cuentan que la cojera fue simple consecuencia de un mal tropiezo, dado al intentar subir en Berlín al tren que le conducía al frente oriental, tras una noche especialmente disipada compartida con su antiguo amigo de los servicios secretos, Eric Von Austelbrok, ya por aquellas fechas mayor de las SS.
Aparte de eso, poca noticia puede darse de la odisea alemana de Ramiro Suárez de Montealegre excepto dos detalles: que la inmovilidad forzada de aquellos tres meses de hospital, fuese cual fuese el origen primero de la caída, redondeó hasta extremos poco habituales el ya de por sí robusto cuerpo de nuestro héroe, y que allí apareció por primera vez en su vida el nombre de Ana de España.
El olor a alcohol, linimentos, pomadas y desinfectantes le atacaba las fosas nasales y la maternal y gélida amabilidad de las frauleins enfermeras le partían el alma de aburrimiento. En esas condiciones, cualquier variación en la dieta le hubiera levantado el alma, y exactamente eso sucedió con la llegada al hospital de una carta a su nombre. Estaba firmada por Ana de España, un seudónimo, sin duda. Desde la lejana Patria la desconocida comunicante se ofrecía como bálsamo para sus heridas y paño de lágrimas para sus penas.
Madrina de guerra, confesora, confidente, amiga y cuanto hizo falta fue Ana para el alicaído Ramiro durante aquellos largos meses de recuperación en el sanatorio berlinés. Amantes no, que las relaciones epistolares son poco dadas a la realización de los deseos lúbricos, aunque no faltaran en la correspondencia de la pareja insinuaciones y requiebros, tan explícitos en ocasiones que nos ruborizaría conocerlos.
Ramiro sabía que aquel amor era flor de un día, desahogos de tiempo de guerra en los que el propio anonimato de la mujer, bien guardado por su patriótico seudónimo y el apartado de correos 203 de Sevilla, eran la prueba más evidente de la imposibilidad de su continuidad. Pero no por ello dejó de calarle menos hondo.
Ana de España, o al menos cuanto de ella se imaginaba Ramiro, era síntesis y conjunción de las más precisas virtudes que el eterno libertino admiraba en la mujer que le hubiera gustado disfrutar como esposa: maternal y coqueta, decente y pasional, calculadora y frívola. Señora y prostituta en fin, ambas en una. La correspondencia despertó en el hombre una sensación de presencia casi palpable de aquella mujer desconocida, tan lejana en la geografía como próxima en la comprensión de sus males. Cogido epistolarmente de su consoladora mano soportó las interminables curas de los médicos, que con paciencia infinita intentaban recolocarle los maltrechos huesos del pie, y a su lado dejó que el mortecino sol teutón le acariciará los párpados durante las largas siestas en el jardín del sanatorio. Ella fue el aliento que le mantuvo vivo en medio del terrible aburrimiento de la convalecencia.
cinco
la estatua del comendador
Una decisión heroica, aunque equivocada, un mal paso, y las múltiples roturas de una pierna poco firme habían conducido a Ramiro a esos meses de inmovilidad y hastío. Ni una sola postal recibió de Purita en todo ese tiempo. Sólo Ana de España supo romper con sus misivas el enclaustramiento y sólo a ella guardó agradecimiento Ramiro, grabando para siempre en su memoria el poético nombre del que jamás habría de renegar.
Vuelto a la vida civil, aún hubo de jugarle el destino peores pasadas que las muy malas que ya le había jugado. Purita, su Purita, no le había escrito, pero había estado justificado con largura su silencio. Aunque Ramiro no se enterara de ello hasta su regreso de Rusia: un inoportuno corte de digestión mientras se bañaba en la playa de La Concha se llevó para siempre el alma de la joven aquel mismo verano en que Ramiro se había alistado tan valerosamente en la División Azul.
Perdida definitivamente Purita, tanto para el padre como para el pretendiente, el general Redondo Sánchez, que pudo haber sido su suegro pero no lo fue, admiró la valentía del alférez y le devolvió la palabra. Ramiro se lo agradeció serio y apesadumbrado, aunque lamentó para sus adentros que el reconocimiento que con toda justeza le ofrecía el general no fuera extensible, a más de a la palabra devuelta, a la ingente fortuna con que había soñado en su destierro alemán.
Vióse de nuevo el mancebo, cada vez mas talludito, sumergido en la vida de la ciudad y en su vorágine, a la que contribuyó con un Fiat-Balilla comprado por cuatro cuartos a un diplomático italiano, con el que pronto estableció negocios poco claros, y, lo que es peor, no demasiado provechosos, que a punto estuvieron de dar con sus huesos en una celda de la Dirección Generalde Seguridad con vistas a la calle del Correo.
Inventor, con el italiano, que permaneció en el anonimato, de una supuesta gasolina sin petróleo que prometía poner fin a las penurias energéticas del país, Ramiro llegó a interesar en su proyecto al mismísimo Caudillo. Qué cauces, influencias, amistades, chantajes o sobornos hubo de utilizar para llegar a tan alta instancia es algo que nunca sabremos, y que, de saber, no nos atreveríamos a difundir.
Cuando al fin se descubrió que la fórmula, a base de pepinos fermentados, polvo de pirita, azufre y algunos otros ingredientes igualmente estrambóticos, no era capaz de mover motores ni turbinas, la indignación, más de los intermediarios que del propio Caudillo, quien tenía en la cabeza preocupaciones más urgentes, bien hubiera podido costarle al ex-divisionario el futuro tan duramente pagado día a día. Tan sólo el conocimiento de turbios pasados, infidelidades ideológicas, chanchullos económicos y promiscuidades amorosas de ciertos prohombres del régimen, temas en los que Ramiro era un archivo inescrutable, le permitieron salir libre, aunque deshonrado, del trance.
Su impresionante figura, siempre enfundada en la camisa azul y cubierta por una capa negra de descomunales proporciones; su poderosa cabeza, coronada por una boina roja que parecía formar parte de ella, pues nunca, ni al aire libre ni bajo techado, se destocaba; y su fiero y rubicundo rostro de ojillos pequeños, nariz aguileña, enhiestos bigotes y cuadrada barba de húsar que se había dejado crecer en Alemania, pronto formaron parte de la geografía de la ciudad, junto a los coches de gasógeno, las colas del racionamiento y las revistas de Celia Gámez. De esa guisa llegaba Ramiro a Chicote o a la Venta del Gato o a Casa Falcó, en la Cuesta de las Perdices, o a la discreta casa de Doña Carmelita en la Corredera Baja, donde había plantado el barbián sus cuarteles de invierno, y con él entraban por la puerta las bromas y las risas, envueltas en un halo de aire helado o ardiente, según fuera la temporada de la visita, acompañando aquel verbo torrencial que Dios le había concedido y para el que ahora no encontraba tribuna ni papel en que derramarlo con su generosidad acostumbrada.
En el momento más bajo de su arrastrada existencia, malvivió Ramiro durante algún tiempo de pequeños trapicheos en el mercado negro y de no más grandes actuaciones como figurante en películas históricas de CIFESA; de la redacción de la sección heráldica de 7 Fechas, que firmó durante algunos meses con el seudónimo de Duque del Rhin, y de los restos de la pequeña herencia que le había dejado tía Visitación al morir y que se agotó con celeridad entre copas de champán en Pasapoga, Winston de contrabando en el Café Lyón, y coloretes de Mirurgia y medias de cristal en algún cuarto mercenario con bidet incorporado.
Una mañana de agosto de 1949 su amigo Cosme de Santiago, viejo compañero de conspiraciones y francachelas en Burgos, que a la sazón dirigía una emisora de radio del Movimiento, le sacó como por ensalmo de la indigencia en que se hallaba, abriéndole un horizonte de bonanza que ni él mismo supuso en un primer momento hasta dónde le arrastraría.
Recién marcaba las once el despertador cuando llamó a la puerta el providencial amigo. Ramiro aún dormía, pues era hombre trasnochador y la velada anterior había mantenido con una de las pupilas de doña Carmelita una sesión especialmente intensa que le había dejado exhausto. La casa que por aquel entonces mantenía no sin penurias en la calle de Narciso Serra, junto a Pacífico, estaba, como siempre, toda tirada: los platos de comida renegridos en el fregadero, los libros y revistas hacinados en el salón, formando pila encima de la mesa y de las sillas, la ropa revuelta de cualquier manera con las sábanas de la cama, y mugre de meses empalideciendo cuadros, aparadores y vitrinas vacías. Ramiro hizo sitio en una de las sillas apartando un montón de periódicos atrasados y Cosme se dispuso a contarle el motivo de su visita después de tomar asiento y resollar los cinco largos tramos de escalera que acababa de subir.
-Ramiro, tengo un trabajo para ti que ni hecho de encargo.
-Un trabajo siempre es bien recibido, que no están los tiempos para despreciar un dulce. Aunque ya sabes mi filosofía: todo lo que cansa es malo.
-No te preocupes, que con éste no te vas a deslomar.
-Pues, ¡a sus órdenes, mi teniente!
Cosme se repantigó en el asiento, sacó un cuartillo de picadura de Caldo de Gallinay un papelillo y se lió un cigarro. Tras encenderlo y enrarecer aún más el cerrado ambiente de la habitación con una calada que nubló de humo la escasa luz que conseguía atravesar los sucios cristales de la ventana, le explicó su proyecto a un expectante Ramiro, que en el entretanto había aprovechado la visita para liarse un pito con el tabaco del amigo, pues a él, ni para restos de colillas le alcanzaba el pecunio.
-En la emisora hemos pensado poner en marcha un consultorio femenino, que ahora funcionan muy bien, pero no encontramos quien pueda hacerse cargo de él con discreción y eficacia. Incluso hemos hablado con el Patronato de Protección a La Mujer y las Damas Redentoristas, pero no sirven. Discreción tienen más que escapularios, que una docena me llevé de la cita, pero les falta mano izquierda. No conocen el mundo. Tras mucho cavilar, y con el argumento de que no hay mejor moralista que el que antes fue libertino, he terminado por recalar en la carta que hace unos meses me envió el camarada Morales contándome tu situación y preguntándome si podría hacer algo por ti. Así que aquí estoy para ofrecerte el puesto. Si te atreves con ello, y te sientes capaz de hacerlo con seriedad, es tuyo.
Pocas cavilaciones precisó Ramiro para decidirse. Aunque no fuera aquello de dar consejos a las señoras cosa que le moviera al entusiasmo, el sueldo no era malo y el trabajo no era mucho. Además, firmaría el programa con seudónimo, con lo que su amor propio, que aún en las peores circunstancias había mantenido en gran estima, no se vería afectado públicamente.
Dado el carácter del encargo, el seudónimo había de ser femenino. Ni que decir tiene que en ese preciso momento el nombre que le vino a Ramiro a la cabeza no podía ser otro que el de aquella anónima fuente de consuelo que durante los meses de hastío alemán le había reconfortado y que, aunque por breve tiempo, se había convertido en su musa y modelo, el perfecto inalcanzable de la mujer hispana: Ana de España.
Llegó el otoño, se inició el programa, y todavía pasados muchos años recordaría Ramiro palabra por palabra la primera carta a la que hubo de dar contestación:
CONTROL.- Sintonía programa. A Primer Plano y baja a fondo.
LOCUTORA 1.- "Querida Ana de España:
No sabe cuánto me alegra su aparición en la radio, pues así podremos tener las mujeres españolas alguien de confianza a quien consultar nuestros problemas con la seguridad de recibir respuestas juiciosas y cristianas.
Mi caso, querida Ana, no es distinto al de tantas otras españolas. Tengo veintiocho años y llevo varios de relaciones con un novio al que quiero y que, según creo, también él siente lo mismo por mí, teniendo pensado casarnos dentro de poco. El caso es, querida señora, que desde hace algún tiempo mi novio me lleva a bailar a un salón que han abierto en mi ciudad y aprovecha la circunstancia para frotarse conmigo y hacer ciertas cosas que me parecen indecorosas. Lo he hablado con él, pero insiste en que eso es normal en una pareja que tiene la boda apalabrada. Yo dudo, y por eso le escribo a usted para que me indique lo que debo hacer. Esperando su orientadora respuesta queda de usted siempre amiga. Indecisa. Zaragoza.
CONTROL,- Música. Rondalla folklórica de Burgos. "Jota de la boda". Ráfaga a PP y B a F.
LOCUTORA 2.- Estimada indecisa ¿has prestado atención a la copla de la bonita jota que acabamos de escuchar?: "Qué bien parecías tu / arrodillada en las gradas / Parecías una rosa / del rosal recién cortada". Y así debe ser una novia al casarse: una rosa recién cortada del rosal, con toda su juventud y pureza intactas, sin que nadie haya puesto las manos sobre sus frescos pétalos, sin que nadie haya osado mancillarla. Y no sólo debe parecerlo, sino también serlo: pura y casta como una rosa, pero igual de espinosa que la flor.
CONTROL.- Misma canción. Breve ráfaga a PP y B a F.
LOCUTORA 2.- Con preocupación observo, querida mía, que tan sustancial principio corre peligro en tu caso, quizás por la lubricidad de tu novio, quizás por tu propia indecisión para decirle lo único que una mujer en tu situación puede decir al hombre que la asedia: que espere al sagrado día del matrimonio para poner su mano sobre la dulce rosa que es la mujer.
CONTROL.- Misma canción. Breve ráfaga a PP y B a F.
LOCUTORA 2.- Pero, estimada indecisa, permíteme que te diga que el mayor peligro que te acosa está en la forma que habéis elegido para divertiros: el baile, una costumbre que puede llegar a ser tan licenciosa que sea causa de terrible pecado. No te hablaré con mis palabras, que pueden ser torpes, sino con las de un santo varón que tiene motivo y conocimiento para saber más que tú o que yo. Escucha con atención lo que escribe el padre Jeremías de las Sagradas Escrituras en su libro "Grave inmoralidad del baile agarrado", cuyo solo título debería ser faro que guiara a las jóvenes inexpertas e indecisas: "Todo baile en el que se ejecuten actos inmorales será también gravemente inmoral. Eso son parejas de hombres y mujeres cosidas de pecho y vientre, con la conciencia hecha jirones, embriagándose de lujuria por plazas y calles de día y de noche. Todas estas inmoralidades son consecuencia de la pérdida de pudor en el baile agarrado. No se podrán evitar mientras no se le destierre".
Creo, querida indecisa, que está claro. Primero has de renunciar a esos bailes que excitan con su inmoralidad la concupiscencia de tu novio. Si él insiste en no aguardar a la boda para libar el polen de tan dulce rosa, sólo tienes que ponerle de patitas en la calle, pues poco te merece quién tan poco te respeta. Lo que una mujer necesita es un buen marido, no un marido cualquiera.
seis
último acto, telón y fin
Veinte años después de haber escrito aquella primera contestación a la primera carta que recibió, todavía recordaba Ramiro su contenido palabra por palabra, letra por letra. Y la veía en su memoria así como la había escrito, en forma de guión radiofónico. Habían pasado tantos años y el recuerdo no se había borrado de su mente. Y es que desde aquella primera salida al aire de Ana de España algo le había sucedido a Ramiro Suárez de Montealegre que él nunca supo explicar y que habría de cambiar su vida.
Fue como si Ana de España se apoderará de él. "Cosa de transustanciación o algo así", que explicó un día Ramiro de forma harto blasfema a aquella putilla de doña Carmelita una tarde que andaba demasiado cargado y la putilla no le hizo caso, aunque también ella escuchara en la radio a Ana de España antes de llegar los primeros clientes y alguna vez le hubiera consultado algún pequeño problema de amores quizá imaginarios.
No sucedió de golpe, naturalmente. Esa transustanciación, o posesión, o embargo de su alma, se fue dando poco a poco, sin que Ramiro se apercibiera hasta mucho después de iniciado aquel viaje sin retorno. Para ser exactos, sólo ahora, mientras escucha en la radio su propia despedida, ha comprendido la inmensidad de esa transformación, la manera sinuosa en que su invención ha terminado por apoderarse de él.
CONTROL.- Chopin, nocturno. Ráfaga a PP y B a F.
LOCUTORA 2,- Queridas amigas. Queridísimas amigas. Ante todo permitidme en primer lugar que os llame así, queridísimas, pues ¿de qué otra manera puedo referirme a quienes durante tantos años han confiado en mí, en mi torpe palabra y en mi pobre consejo, la solución de sus problemas? ¿Cómo puedo llamar a quienes durante todo este largo tiempo han sido mis amigas, mis confidentes, mis hermanas, mi única vida? Han sido veinte años de amor, en los que sólo he sido una española más, alguien como vosotras. Una mujer común que por un azar de la vida tuvo la suerte de poder hablar a sus compatriotas y ofrecerles consuelo, ayuda y luz en este tortuoso y complicado camino que es la vida, y que al ir haciéndolo, ha llegado también a redimirse por vosotras, a través de vosotras...
Ramiro Suárez de Montealegre escucha su despedida después de veinte años. La suya no, pues se trata de la despedida radiofónica de Ana de España. Pero ¿acaso en todo este tiempo no han llegado a ser lo mismo Ana y Ramiro? Es media tarde de un día blando y gris de febrero. Ramiro está sentado en su vieja mecedora frente al aparato de radio. No escucha la voz, que nunca la ha tenido por suya, sino que con los ojos cerrados va siguiendo las palabras que sabe escritas en el guión. La locutora que lee los textos se limita a poner voz de mujer falsa a la mujer auténtica que ha llegado a ser Ana de España. Ha habido muchas confusiones con ese tema, aunque Ramiro nunca haya dicho una palabra sobre ello. En realidad apenas ha hablado del asunto, aparte de aquella vez con la putilla que no le hizo caso y achacó la confidencia a la borrachera y no a su deseo de verdad. En su ser más íntimo, ese al que nadie ha podido acceder en todos estos años, Ramiro ha sentido siempre que Ana de España era él mismo, su verdadero yo, que había aflorado poco a poco y al que ha cuidado con mimo y dedicación.
...¿Cuántas noches no habré permanecido en vela en busca de la solución para alguno de los problemas que me consultabais? Porque, queridísimas amigas, vuestros problemas y vuestras dudas han sido mías durante todos estos años, vuestras alegrías y penas me han acompañado a lo largo de todo este tiempo como si formaran parte de mi propia vida. Y con el mismo empeño que si fueran propias me he dedicado con cariño y comprensión a solucionarlas.
Así, he debido enfrentarme a través de vosotras a los complejos y difíciles problemas de la mujer de hoy, a sus angustias y esperanzas, y en ellos me he sentido identificada, sumergiéndome en sus vericuetos y remansos para realizarme yo misma y encontrar mi propio camino a la felicidad.
Vosotras me habéis hecho participe de aquello que os preocupaba y habéis aceptado mis modestos consejos y mis personales indicaciones con respeto y cariño. En complemento perfecto, yo he vivido con cada una de vosotras las pequeñas y grandes peleas de la vida, me he admirado de vuestra fortaleza y he llorado con vuestras debilidades y renuncias. De esa forma, he sentido en carne propia el triunfo de la virtud cuando alguna me ha escrito privadamente para contarme la buena solución de lo que le preocupaba, y de igual manera he sufrido con las decepciones de quienes no han tenido la fortaleza necesaria para afrontar los problemas con entereza y buen tino. De todas he aprendido, y por eso os doy las gracias más sinceras y emocionadas...
Aunque ya desde la primera vez que puso el nombre de Ana de España al final de uno de los guiones sintió una sensación especial, al principio aquello no fue para Ramiro sino un trabajo más que no varió su forma habitual de vivir. Sus borracheras siguieron siendo célebres en los bares de Cuatro Caminos y Atocha, de Lavapies y Vallecas, sus chistes celebrados por amigos y enemigos en bailongos, boites, cabarés, cenadores, ambigús, tugurios y burdeles como siempre lo habían sido. Su atrabiliaria personalidad era motivo de mofa y escarnio y su vida privada desataba la maledicencia de vecinas y conocidos. Pero aquello fue cambiando poco a poco, suavemente, sin que él mismo fuera consciente de la transformación, que, no obstante, le iba calando hasta lo más hondo.
Por un lado se fue avejentando. Las canas aparecieron en su barba y se extendieron por ella como un ejército de invasión bien pertrechado, el peso del cuerpo llegó a ser superior a la resistencia de sus piernas y la potencia de su lujuria acabó por buscar refugio en la imaginación tras ser desterrada del maltratado órgano varonil, que hasta aquel entonces había dirigido su existencia toda. Con una cierta tristeza, pero también con una satisfacción que sin duda provocaba la parte de Ana que ya había crecido en su interior, comprobó este hecho y se avino a convivir con él.
Otrosí estaban las cartas. Cartas que cada vez llegaban en mayor abundancia, cartas que un día dejaron de ser anónimas entre la anónima multitud de mujeres españolas para tener nombres y apellidos y pedirle contestaciones privadas porque el calibre del problema se salía de los estrechos límites que podían tratarse a través de las ondas: aquella muchacha de Córdoba que tenía trato antinatural con su padrastro; aquella esposa y madre de Jaén fugada con un novillero y abandonada con un niño del pecado en sus entrañas tras una tarde triunfal en la plaza de Úbeda; aquella viuda de Sabadell entregada al carnicero de la esquina para poder dar de comer a su numerosa familia... ¿Cuántos como estos y otros problemas no le habían llevado a sentir que ya no era él, Ramiro Suárez de Montealegre, tarambana, putañero y vividor, quién aconsejaba a las acongojadas remitentes; sino ella, Ana de España, mujer, esposa y madre, serena y comprensiva, sabia y virtuosa, quién escribía una a una las palabras sobre el papel y, lo que es más importante, sobre las conciencias?
Pronto se dio cuenta que Ana de España era respetada en la misma proporción en que Ramiro Suárez era rechazado. Comprendió lentamente la importancia de su trabajo. Pero no del suyo, simple escribano mercenario, sino del de Ana de España, lejana e inaprensible consejera. Y sin apercibirse, dejó de ser quién fue. Abandonó poco a poco las viejas costumbres libertinas y las antiguas amistades dejaron de verle por los sitios que antaño frecuentara a menudo. Se quedaba en casa, escuchaba la radio, leía las cartas que le enviaban y las contestaba con tal dedicación que se olvidaba de sí mismo y no existía otro mundo para él.
Al principio, los conocidos se extrañaron de no encontrarle en los lugares habituales y preguntaron por él, pero poco a poco le fueron olvidando, hasta que Ramiro Suárez de Montealegre no fue otra cosa que un carnet de identidad y una paga a fin de mes. Olvidados quedaron en el pozo de un tiempo más apresurado el voluminoso físico y la risotada aguda y estridente.
...Ha pasado ya tanto tiempo que también yo he ido envejeciendo y he de retirarme y dejaros. Vivimos tiempos modernos, nuevas costumbres, distintas formas de vivir. Tantas cosas diferentes que acosan con sus peligros la integridad de la mujer española, la unidad de la familia, la felicidad de los niños, que no puedo por menos que sentirme entristecida de que ya nunca más volvamos a estar en contacto. Pero también estoy contenta, porque sé que ahora, como a lo largo de todos estos años, no va a venceros la debilidad ni la mentira. Porque la virtud no está en las ondas de la radio, sino en el interior más profundo de cada una. Y si bien es verdad que estas "conversaciones de mujer a mujer" ya llegan a su fin, también lo es que nuestra amistad, porque de amistad se trata, es ahora tan profunda que ni vosotras ni yo vamos a olvidarla nunca. Tantas y tantas palabras como hemos compartido alrededor del eterno y difícil tema de la vida humana han quedado marcadas de manera indeleble en mí y estoy segura que también en vosotras. Con eso me doy por satisfecha. Espero que no olvidéis a esta Ana de España, que tampoco os olvidará y que con vosotras y por vosotras a aprendido a ser mujer.
Suena la sintonía por última vez, una sonata de Chopin que durante veinte años ha abierto cada día, de lunes a viernes, "Conversaciones de mujer a mujer", el consultorio sentimental de Ana de España en las ondas de la Cadena de Radiodifusión Española. Ramiro apaga el aparato y se queda meditando un momento. El pequeño cuarto atestado de papeles, cintas magnetofónicas, periódicos y libros, tirados por cualquier sitio o archivados en los enormes armarios que ocupan la pared, se hace pequeño de repente.
Ramiro siente que nunca ha participado en ninguna guerra, ni siquiera como testigo, que nunca ha estado a punto de casarse con una joven llamada Purita y tampoco recuerda que nunca haya ido a ninguna casa de lenocinio, ni que haya robado, estafado, mentido o engañado nunca, ni que se haya emborrachado jamás ni que jamás haya fornicado o practicado la gula o la pereza. Y se siente feliz como nunca se ha sentido.
Levanta su enorme cuerpo de la mecedora en la que habitualmente descansa; una mecedora vieja y desfondada que amenaza con romperse a cada movimiento que hace sobre ella. Se acerca al aparador, abre uno de los cajones y saca de él una pequeña caja de plata hábilmente trabajada por un orfebre toledano. La abre. Extrae una tableta blanca que como recuerdo le había regalado en otra vida Eric Von Austelbrok, quien fuera mayor de las SS y sabe Dios dónde acabaría. Llena un vaso de agua en el fregadero y se dirige a la cama deshecha de la pequeña habitación que le sirve de dormitorio.
Cuando se ha tendido en el lecho salta sobre su vientre Santa María, la última de las gatas que le queda viva de las tres que han compartido su retiro durante tantos años. Le acaricia la cabeza. La gata ronronea y entrecierra los ojos. Con la mano que le queda libre se coloca la pastilla en el paladar, saborea un segundo su amargura y luego la traga acompañándose de un largo sorbo de agua. Reposa la cabeza sobre la almohada y continúa acariciando a la gata.
Ahora se sabe limpio y libre. El verbo se hizo carne y habitó en Ramiro Suárez de Montealegre. La carne se hizo verbo y parió a Ana de España. Como una transustanciación o como quién sabe qué, pero al fin el hombre intuye que ya no tiene que buscar más, ni preocuparse más, ni sufrir más. Cierra los ojos y la mano fofa abandona a la gata y resbala suavemente sobre el vientre hasta posarse en la sábana. El animal abre los ojos y con una de sus patas araña suavemente el rostro de su amo reclamando la caricia inconclusa.
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
Blasco y Valentino
1. Un personaje de novela
Novelista, editor, periodista, político y aventurero, quizás el escritor español de mayor éxito internacional en las décadas a caballo entre los siglos XIX y XX, Vicente Blasco Ibáñez, nacido el 29 de enero de 1867 en la valenciana calle de Jabonería Nueva, hijo de un pequeño comerciante y de una mujer devota y severa, y fallecido en 1928 en su mansión de la villa francesa de Menton, quizás fue también el primer intelectual y novelista español, el más importante y exitoso en cualquier caso, que demostró un verdadero interés por aquel nuevo invento que fue el cinematógrafo.
A él dedicó desde el principio, cuando para otros artistas de su época aún era tan sólo un simple entretenimiento de barraca de feria, una atención que le llevaría a acabar considerando las películas no sólo un medio en el que podía expresar su talento, sino, sobre todo, la forma artística por excelencia del nuevo siglo naciente, fiel representación de una era regida por el maquinismo y la modernidad. Contar esa historia es el objetivo de estas notas. Veremos a ver cómo va saliendo la cosa.
Blasco retratado por Sorolla
A estas alturas del siglo XXI parece lógico preguntarse por qué este interés en un escritor (y en lo que aquí nos toca cineasta) que hoy está, mucho me temo, prácticamente olvidado, excepto por una pequeña lista de estudiosos, víctima de una infravaloración crítica que apenas le ha considerado en las últimas décadas poco más que un autor de folletines inspirados. No voy a entrar en ello, aunque sea una valoración que me parece absolutamente injusta. Sin duda Blasco Ibáñez no fue un gran novelista, a la manera de un Galdós, fecundo como él, o de un Clarín, autor esencial de una sola obra, aunque sí existen grandes novelas entre su muy extensa producción. Pero que nadie se preocupe, que no entraré en esa cuestión, porque no está la reivindicación literaria del autor en los orígenes de estas líneas, que no hablan tanto de sus novelas, sino de lo que el cine hizo con ellas. Este interés por la faceta cinematográfica nace motivado tanto por la curiosidad por esta actividad poco conocida del escritor como por su propia personalidad humana, que como se verá le convirtió en todo un personaje.
También existe, lo reconozco, una querencia personal hacia el tema, porque Blasco Ibáñez fue mi primer descubrimiento literario en una ya lejana adolescencia, pasadas ya las épocas, nunca conclusas, de Mortadelo y Filemón y Hazañas Bélicas o la posterior de Salgari, Verne y Zane Grey. No creo yo que esto pueda interesar mucho a quien se meta en estas líneas, pero como el blog es mío, saco la varita mágica del capricho y lo introduzco aquí. También porque creo que sugiere lo que Blasco Ibáñez significó para alguna gente en un determinado momento de la historia de España.
Flash-back en blanco y negro
La acción tiene lugar a comienzos de los años 60 del siglo XX, y transcurre en la cola de la taquilla del cine Espronceda, sito no en la calle del mismo nombre, sino en la aledaña de Alonso Cano, Madrid. Era una sala de barrio, de programa doble, ante la que esperaba su apertura acompañado de alguno de aquellos viejos amigos de la infancia, que ya se han perdido en el calendario pero que no se olvidan. Para entretenerme leía un libro. Una señora que también esperaba se fijo en el título, y me recriminó --la verdad es que en mi recuerdo no sé si con cariño o con soberbia-- que aquella no era lectura para niños. Yo, con la fatuidad de los 14 años que bien podía tener ya, le respondí sin dudarlo: “me lo ha regalado mi papá”, y debo suponer que seguí al tema que me regalaba la novela, que era de Blasco Ibáñez y que debía ser “Entre naranjos”, que contiene un apasionado romance del protagonista con una casquivana cantante de ópera que, inmerso el país en la moralidad más pacata, no debía ser adecuada para la tierna mente de un adolescente pajillero.
No mentía yo a la señora, el dios en el que ya no creía entonces me libre. Mi padre, un veterano rojo que en su juventud se había imbuido hasta las cejas del republicanismo radical del escritor, admiraba a Vicente Blasco Ibáñez, al que probablemente conocía más por sus ideas que por su literatura. Queriendo traspasarme esa admiración, me regaló algunas de las novelas del ciclo valenciano, las que entonces eran más fáciles de encontrar y que constituyen probablemente lo más destacado de la obra del valenciano. El viejo hubiera querido comprarme “La Catedral” o “La Araña Negra”, que él había leído, pero su anticlericalismo militante las había hecho víctimas de la censura.
Lo mismo hizo con otros autores y libros que él había ido descubriendo a lo largo de su vida con ese hambre de cultura que caracteriza a los buenos autodidactas. Comprábamos, porque le gustaba que le acompañara, en librerías, pero preferentemente en la Cuesta de Moyano o en el Rastro, en el que un viejo amigo, maestro depurado, malbarataba su biblioteca para completar el mezquino sueldo que le daban en la academia en la que daba clases a repetidores. Era la manera en que unos determinados españoles, los perdedores de una guerra que aún estaba insultantemente presente en todos los rincones, podían leer y aprender lo que en la escuela se ocultaba.
En mi caso personal, aquella insistencia paterna me permitió acceder a edad muy temprana a libros, historias e ideas que, en otras situación, hubiera tardado mucho más en descubrir o no hubiera descubierto nunca: Vargas Vila, que le gustaba especialmente, “La busca” de don Pío, que encontró entusiasmado, Zola, Machado y Lorca, Galdos… O “Las Ruinas de Palmira”, el panfleto del Conde de Volney, que para él constituía la prueba irrefutable de la falsedad de las religiones y del que no entendí un pijo, aunque lo leí con la máxima atención. Recientemente he vuelto a intentarlo, pues lo encontré en esta cosa de internet, pero no he sido de pasar de la página 20, y eso ya creo que es mucho. De todos ellos, Vicente Blasco Ibáñez fue el que más me impresionó, el que más ventanas me abrió, no ya a las ideas y a la literatura, que también, sino a la vida.
novelista, periodista y editor
En la Casa-Museo de Valencia dedicada al escritor, reconstrucción del viejo chalet de la playa de la Malvarrosa en la que vivió Blasco, encima de la falsa mesa de despacho en la que escribía, de la misma época pero no exactamente la misma, se conserva un folio sobre el que, escrito por su propia mano, figura un aforismo que, personalmente, me parece toda una declaración de principios sobre el arte del buen vivir, en el que don Vicente fue un maestro. "El trabajo es virtud, la holganza es salud", reza, en una clara contradicción entre sus aspiraciones y la realidad, porque pocos escritores hay en España que trabajaran más en su vida, tanto que desarrolló tal actividad que casi alcanza la extravagancia. No sólo en su obra literaria, sino en otros muchos afanes, unas veces complementarios de la escritura y en otros totalmente ajenos a ella, hasta el punto de poder llegar a afirmar que Vicente Blasco Ibáñez, valenciano, vividor y escritor, hubiera sido, de haber escrito sus memorias, el más novelesco de todos los personajes de sus novelas.
Ante todo don Vicente fue novelista. En su bibliografía figuran más de cincuenta libros, la mayor parte novelas, unas excelentes y otras infumables, pero también divulgación histórica, algún ensayo o panfleto y varios y destacables libros de viajes que aún hoy pueden leerse con provecho. En línea con ese empeño literario, también fue editor, creando con algún socio la editorial Prometeo en 1914. En ella publicó sus propios textos, pero no exclusivamente, convirtiendo su editorial en una de las más importantes de España, poniendo al alcance de los españoles del momento buena parte del pensamiento más racionalista y progresista de la humanidad. A él se deben, por ejemplo, las primeras ediciones en España de "La evolución de las especies", de Darwin, o las primeras "Greguerías" de Gómez de la Serna, a más de los dramas completos de Shakespeare, que tradujo él mismo, al parecer plagiando, y que por primera vez aparecían completos en español, Homero, Esquilo, Sófocles o Dante, en colecciones dedicadas a los más distintos temas: teatro, historia, geografía, ciencia, clásicos de la literatura y novelas populares de autores contemporáneos, que se publicaron en la colección por entregas de "La novela literaria" a precio barato. Su idea como editor, aparte de ganar dinero, cuestión que también le interesó toda su vida, era poner al alcance de las clases populares la mejor literatura del mundo y los libros de pensamiento más avanzados. Publicar mucho, barato y de calidad. Una hermosa aventura en la que anduvo toda su vida y que le sobrevivió, interrumpida sólo a la toma de Valencia por los rebeldes al final de la guerra civil, ya muerto Blasco 11 años antes.
En esta misma vocación divulgativa habría que inscribir la creación, en 1894, el diario El Pueblo, en cuyo primer número comenzó también la publicación en forma de folletín de “Entre naranjos”, iniciando su ciclo de sus novelas valencianas. El periódico sería desde el primer momento el más importante de los órganos de prensa valencianos, con gran repercusión también en toda España, instrumento de difusión y agitación de los principios republicanos, anticlericales y obreristas que constituían las bases ideológicas y políticas del escritor.
Activista político
Entre las cosas en las que Blasco Ibáñez fue un adelantado a su tiempo figura en lugar destacado la de constituir un ejemplo de escritor de lo que con el tiempo llegarían a ser los intelectuales comprometidos, “engagé” siempre hasta las cachas. Más que lo fueran Zola o Víctor Hugo, sus modelos de literato, porque su compromiso no se quedó sólo en los libros o en actuaciones políticas puntuales. Muy por el contrario, para Blasco la política fue, especialmente hasta que llegó a la cuarentena, una actividad paralela a la literaria a la que se entrego con similar energía que la que dedicaba a sus novelas, las mejores de las cuales escribió, precisamente, en esta etapa de su vida.
Vicente Blasco Ibáñez se inició en las luchas políticas cuando apenas con 15 años ingresó en la Universidad de Valencia para estudiar Derecho, que acabó pero no ejerció, y se implicó en las algaradas de 1882 contra la monarquía, que se había restablecido siete años antes, tras el finiquito del sexenio liberal y la primera República. A partir de ahí, en lo que hoy llamaríamos un rápido proceso de concienciación, su nivel de compromiso fue acrecentándose y concretándose. Racionalista irredento como era, se integró en la masonería y se adhirió al Partido Republicano Federal de Pi y Margall, la rama más a la izquierda del republicanismo de la época (recuerden que andamos allá por los tiempos de la guerra de Cuba, a la que nuestro autor se opuso con firmeza). Sin embargo duró poco esa militancia, porque Blasco no era hombre de andar detrás de otras banderas que no fueran las propias. Así, creó en Valencia lo que primero sería Unión Republicana, y luego, otra vez en su papel de precursor, Partido de la Unión Republicana Autonomista, que gobernó en la ciudad durante largos años y por que fue elegido diputado en las Cortes madrileñas en seis ocasiones.
No fue el suyo un partido cualquiera, a la manera de las agrupaciones de notables, o de caciques, que entonces administraban España, porque gobernarla, lo que se dice gobernarla, aún la gobernaba Alfonso XII, servido en dulce alternancia por liberales y monárquicos. Lo que Blasco construyó --en línea con lo que entonces estaban haciendo en Barcelona Lerroux con su Partido Radical—fue, y no es moco de pavo histórico, la primera organización política de masas, cuando el socialismo y el anarco sindicalismo aún andaban en pañales. Un partido con una extensa red de militantes y simpatizantes, organizado en cada pueblo a través de una completo entramado de ateneos y centros republicanos, centrados en la política, pero también en la cultura, llegando en este terreno a fundar incluso una Universidad Popular.
Tal fue la influencia de Blasco Ibáñez en la política española de finales del siglo XIX y comienzos del XX que incluso llego a bautizar una corriente ideológica, el blasquismo, que aún hoy es reconocido incluso en wikipedia. Una ideología embrionaria de lo que vendría después, decididamente basada en la idea de la necesidad del protagonismo político de las masas subyugadas, republicana y anticlerical de raíz, en la convicción de que el despotismo monárquico y el oscurantismo religioso eran la base de la incultura y la miseria de las clases populares. Populista en su expresión y caudillista en su funcionamiento; burgués, prelibertario y protosocialista.
No puedo reprimir el transcribir aquí, aunque se alargue la historia, el retrato que de él hizo alguien que le conoció de adolescente en aquellos años de esplendor literario y político de Blasco. Hombre, como él, de la novela y el cine. Máx Aub, aquel francés hijo de padres judíos que en su peregrinar le llevaron a Valencia todavía niño, ya en el exilio mexicano, en 1945, en su novela “Las buenas intenciones” puso en boca de uno de sus personajes:
“Era un dios, ¿me oís?, un dios, y además lo parecía: alto, fuerte, casi hercúleo, el pelo ensortijado, la cara de dios griego, un poco grueso tal vez... ¡Y una voz! ¡Qué voz!... Vosotros no habéis conocido a Blasco, el verdadero Blasco, era un dios. Hablaba de todo: de poesía, de libros que nadie había leído —por lo menos los que le escuchábamos—, de historia, de geografía ¡y le entendíamos! Yo he visto a una multitud enorme no sólo escucharle con la boca abierta, horas y horas, sino repetir, palabra por palabra, lo que iba diciendo... Es muy fácil decirlo, y no parece nada, pero ver, como yo lo vi, cientos y cientos de caras, levantadas hacia él y repitiendo lo que escuchaban, como si fuese una oración. ¿Vosotros qué sabéis?... Yo le he oído hablar en una plaza de Valencia —todavía lo estoy viendo—, en el balcón de un centro republicano —no me acuerdo cuál, yo era muy chico entonces—-. Los salones estaban a reventar, a reventar la plaza y las calles de al lado. Llegó la guardia civil de a caballo dispuesta a despejar aquello ¡y se tuvo que regresar sin poder hacer nada! Aún estoy viendo a Don Vicente, con su barba de profeta joven, arengarlos, en el balcón, entre las luces de las antorchas. Se agigantaba, todos aquellos hombres hubiesen dado hasta la última gota de sangre por él”.
Todo lo que se conoce de Vicente Blasco Ibáñez confirma que fue tal y como le dejó retratado Max Aub. Nadie me negará que podía haber sido personaje en una de sus novelas, aunque aquí todavía personaje secundario. El protagonismo le llegará, lo comprobaréis, al completar el puzle de su vida.
La facilidad de Blasco para llegar a la gente y la verdad de su mensaje le ayudaron a convertirse en un político de éxito, por mucho que tampoco resultaran ajenos a ese triunfo su prestigio como novelista y la influencia que le permitía ejercer el contar con un medio de propaganda propio como era el diario El Pueblo. Sin embargo, probablemente no hubiera disfrutado del fervor popular del que disfrutó de no habérselo ganado paso a paso con su participación en las luchas populares y callejeras de Valencia, que le acarrearon no pocas dificultades y que sus seguidores supieron apreciar, aceptándole como uno más de ellos, siempre dispuesto a todo por la causa.
El activismo de Blasco le llevó a participar directamente en algaradas y enfrentamientos de los que no siempre salió bien parado. En tres ocasiones dio con sus huesos en presidió, aunque siempre por pocos meses, y en dos debió exiliarse para salvar el pellejo. La primera de ellas tuvo tintes de aventura digna del celuloide.
En 1890 --recordemos, Blasco tenía 23 o 24 años--, visitó Valencia en gira de mítines Antonio Cánovas del Castillo, líder conservador, muñidor de la reciente restauración borbónica, inventor del bipartidismo y Presidente del Consejo de Ministros. No había otra que tal personaje le cayera mal al joven periodista, que desató una dura campaña en contra de la visita desde las páginas de La Bandera Federal, el semanario que había fundado recientemente, poco más en realidad que una hoja volandera. Como consecuencia de sus proclamas y alentada desde la revista, se organizó una masiva y agitada manifestación, en la que Blasco se dirigió a la muchedumbre en plena calle. Cargaron los guindillas, que se lanzaron directos contra orador, pero cuando la policía intento detenerle le protegieron los propios manifestantes, que le rodearon y le ayudaron a escapar, escondiéndole un amigo en una barraca de la playa en la que hubo de permanecer oculto varios días. Cuando despejó la tormenta, una gabarra de pescadores amigos le llevó hasta Argel, desde donde saltó a Marsella y de allí a Paris. ¡Ríanse ustedes de las fugas del telón de acero!
Incluso a un duelo a pistola le condujo a Blasco su actividad política. El contrincante fue un teniente del ejército, Alestuei de nombre, con el que intercaló tres disparos sin consecuencia. La cuarta bala salido del arma del militar acertó al escritor en el vientre, aunque por fortuna chocó con la hebilla del cinturón, lo que le permitió conservar la vida pero no le evitó caer herido al suelo. Aunque el duelo era a muerte, ahí se acabo el tiroteo. ¿De película o no?
Aventurero por el mundo
Por si aún no ha quedado claro el carácter aventurero de nuestro personaje, aún restan un par de historias que dejan patente esta faceta de Blasco Ibáñez, viajero impenitente y buscalíos profesional como fue toda su vida. Ahí quedó para la historia la vuelta al mundo que emprendió desde el puerto de Nueva York en septiembre de 1923, cuando con 58 años de edad ya no era precisamente un chaval. Pocas personas habían realizado un viaje similar en aquellos años. Personalmente sólo conozco a dos, Blasco y Phileas Phog, aunque el primero no pusiera en el empeño tan sólo 80 días, sino dos años. Tampoco utilizó el escritor en esta trashumancia globos aerostáticos ni vapores autodestructivos, sino que dio la vuelta al Globo en el cómodo camarote de un lujoso transatlántico de la American Express. Aún así atravesó ocho océanos, navegó por el Ganges, el Nilo y el río Amarillo y conoció las cinco razas en los cinco continentes.
Y todo ello, cuentan, realizado con toda naturalidad, como si la cosa le resbalara y dar la vuelta al mundo fuera algo que se hacía cada día, como ir al trabajo, visitar a la familia o tomarse unos vinos en la taberna de debajo de casa. Algo que él parecía haber realizado con una normalidad y modestia que, por otra parte, no eran sino el enmascaramiento del orgullo que sentía por la hazaña realizada. “Cuando baje del tranvía y me pregunten de dónde vengo, diré: de dar la vuelta al mundo”, respondió a la pregunta de un periodista en el momento de la partida. “Como otros vienen de comprar el periódico”, apostilla su biógrafo, Ramiro Reig, que refiere la anécdota. El resultado del periplo fue “La vuelta al Mundo de un novelista” (1925), cuyos tres volúmenes constituyen todavía hoy una lectura apasionante a trozos, siempre ilustrativa y desde luego esclarecedora de la personalidad del autor.
Pero si algo define el carácter aventurero del escritor son sus afanes de pionero colonizador de tierras vírgenes. En 1912, en el transcurso de su primer viaje a Argentina, unos amigos le habían convencido de que aquel era el país de las oportunidades, lugar de acogida y triunfo de inmigrantes de todo el mundo. Ni corto ni perezoso, Blasco compró amplios terrenos y pensó en los campesinos valencianos que pasaban hambre y que allí podrían transformar su miseria en prosperidad. Regresó a Valencia, reunió a 70 familias y con ellas atravesó el mar, cruzó el desierto y se estableció con ellos en medio de la pampa. La aventura duró tres años y acabó como el rosario de la aurora: las tierras no eran tan fértiles como había pensado, las hermosas viviendas prometidas no estaban construidas y los colonizadores debieron alojarse en ínfimos barracones sin ninguna comodidad. Además, los campesinos valencianos, acostumbrados a la fertilidad de la huerta, no encontraban la forma de adaptarse a la aridez del desierto y hacerlo producir. Total, un fracaso que se saldó con importantísimas deudas para el promotor, que, eso sí, pagó religiosamente aunque tardara tiempo en arreglar sus cuentas.
Aún así, aquella aventura descubridora de Blasco dejó huella en Argentina y en su historia a través de las dos colonias que fundó, aún existentes hoy en día con el nombre con que él mismo las bautizó. Primero fue Nueva Valencia, situada a 1.100 kilómetros de Buenos Aires, en lo que ahora es el municipio de Riachuelo, en el departamento de Corrientes, y que cuenta con una población de 1.965 habitantes. La otra, Cervantes Río Negro, está en el norte de la Patagonia, en el departamento General Roca. Sus 3.552 habitantes celebran anualmente en ella la fiesta regional del mate y en diciembre se lleva a cabo la Fiesta Provincial de la Jineteada. Buenos lugares, incluso ahora, para escapar del mundo y convertirse en los vagabundos de “El tesoro de Sierra Madre”.
Como Blasco no disparaba con salvas, y no había historia que no dejara luego en negro sobre blanco, de la desdichada aventura argentina salieron dos novelas: “Los argonautas” (1914) y “La tierra de todos” (1922), que no figuran entre lo más apasionante de su obra, pero que dieron buenos frutos en la pantalla, sobre todo la segunda de ellas, que serviría para cimentar la ascensión al estrellato nada menos que de Greta Garbo.
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
El deslumbramiento cinematográfico de un novelista
La primera exhibición cinematográfica en Valencia tuvo lugar en el Teatro Apolo el 10 de septiembre de 1895, apenas seis meses después de que los hermanos Lumiere proyectaran aquellas mismas películas en París y unos ocho meses antes de que se pusieran en Madrid. Vicente Blasco Ibáñez tenía, pues, 28 años. Era ya un adulto, aunque todavía joven, que se enfrentaba con ojos vírgenes al nuevo invento.
Dada su precocidad creativa, ya había publicado a esas alturas nada menos que siete libros. Siete títulos cuya enumeración da idea de las distintas preocupaciones e intereses del escritor. Había entre ellos un monumento de tres gruesos y profundamente ilustrados volúmenes cobijados bajo el nombre de “Historia de la Revolución Española” (1892/93) --¡Ahí es nada!--, un texto de viajes: “París, impresiones de un emigrado” (1893), en el que venía a contar su primer exilio en Francia, un panfleto político-didáctico en dos volúmenes: “El catecismo del buen republicano federal” (1892), las muy curiosas e iniciales novelas anticlericales “La araña negra”, un violento ataque contra los jesuitas, y “La Catedral”, y, sobre todo, “Arroz y tartana” y “Flor de mayo”, las dos primeras de sus cinco novelas valencianas. También hacía un año que había fundado el periódico El Pueblo. Vamos, que cuando Blasco vio por primera vez aquellas sombras que se movían sobre una pantalla, era ya un escritor que comenzaba a ser respetado y un político prometedor, toda una personalidad de la sociedad valenciana, a la que escandalizaba, agitaba y admiraba en proporciones similares.
El interés de Blasco por el cine debió ser inmediato, si tenemos en cuenta lo pronto que le veremos metido en él de hoz y coz. ¿Cómo descubrió el nuevo invento, dónde aprendió a disfrutar de él y cuáles debieron ser las primeras películas que le llamaron la atención? Si le imaginamos como le describen sus biografías, podemos suponer que varias facetas de su personalidad le acercaron al cine como a un imán del que le resultaba imposible huir.
En primer lugar, su curiosidad intelectual, que siempre fue grande y le tuvo toda la vida preocupado por los nuevos inventos, los adelantos más modernos y las ideas más avanzadas. En segundo, tal vez, su carácter jaranero y vividor, que bien permite imaginarle como asiduo de los barracones de feria, los cafés cantantes o los teatro de varietés en los que, mezcladas con cuplés, números de circo, chistosos y bailarinas, se exhibían las películas en aquellos primeros años del cine. También, seguramente, su fino olfato comercial, que le habría llevado a descubrir un nuevo campo en el que realizar sus ambiciones. En cualquier caso el flechazo debió ser intenso, rápido e instintivo, teniendo en cuenta que su primer contacto profesional con las películas, como veremos, tuvo lugar en fecha tan temprana como 1914, y que no fue hasta 1917 cuando se inauguró en Valencia el primer cine dedicado exclusivamente a proyectar películas, de manera coetánea con otros lugares del mundo.
Por fortuna, existe un texto de Blasco que resulta esclarecedor de los porqués de su temprana atracción hacia el cinematógrafo. Aunque no se den en él referencias concretas sobre sus gustos en cuanto a películas se refiere, sí que aclara su posición ante el nuevo fenómeno e indica de manera patente por dónde iban sus intereses en el asunto. En 1922, con motivo de la publicación de “El paraíso de las mujeres”, la primera de sus novelas cinematográficas --genero de su propia invención con el que pretendía escribir historias cuyo destino final no fuera el libro, sino la película--, incluyó un prologo de 12 páginas sobre la cuestión, que vamos a citar extensamente dado su interés para conocer el tema que tratamos. De momento comenzaremos con una afirmación que contiene tal escrito y que se podría decir premonitoria:
“Dentro de un siglo las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que hubo escritores que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella, apreciándola como una diversión pueril y frívola, buena únicamente para el vulgo ignorante”.
Precisamente por esa extrañeza que causa hoy el desprecio inicial de tantos intelectuales y biempensante hacia el cinematógrafo, pienso que resulta aún más interesante conocer las razones por las que novelistas o intelectuales como Blasco pudieron sentirse automáticamente atraídos por las posibilidades que prometía aquel nuevo medio, entonces todavía una atracción de verbena, recuérdese. Al comenzar el prólogo de 1922, el escritor se definía cinematográficamente situándose claramente en contra de los detractores del invento, los del momento en el que escribía, pero también los que lo habían rechazado ocho años antes, cuando él lo descubrió asombrado en las ferias de su tierra:
“…Yo admiro el arte cinematográfico—llamado con razón el «séptimo arte»—, por ser un producto legítimo y noble de nuestra época. Como todo progreso, ha encontrado numerosos enemigos, que fingen despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de las condiciones necesarias para servir á este arte, aunque lo deseasen. (…)
Cuando se inventó la imprenta, una gran parte de los literatos de entonces también la consideraron como algo populachero y ordinario, que nunca podría gustar á los espíritus escogidos. Fue preciso el transcurso de algunas decenas de años para que todos se convenciesen de que el libro impreso, aunque menos hermoso que el códice escrito a mano y con letras capitulares artísticamente iluminadas, servía mejor á la difusión de las ideas y al mejoramiento intelectual de la humanidad. (…)
Conozco todas las objeciones contra el cinematógrafo y su creciente difusión. Son las mismas que todavía á estas horas formulan algunas devotas, en el fondo de las provincias, contra la novela y contra el teatro, creyéndolos la perdición de la humanidad y la causa de todas las inmoralidades existentes…”
Para Blasco, y en eso reside la claridad premonitoria de su mirada sobre aquel primer cine, aún tosco y sin desarrollar, la importancia del nuevo invento no residía en lo que ya había dado de sí, sino en lo que él presentía que podía dar en el futuro:
“…Si la cinematografía no hubiese de dar en el curso de su desarrollo otras cosas que el sainete grotesco é inverosímil que hace reír con payasadas de clown, ó las historias de ladrones y detectives, yo abominaría de ella, como lo hacen muchos. Pero el nuevo arte está todavía en los primeros vagidos de su infancia; no tiene más allá de veinticinco años de existencia—que equivalen á veinticinco minutos en la historia de un invento útil—, y nadie sabe hasta dónde pueden llegar el desarrollo de su juventud y el esplendor de su madurez.
También la novela dio en distintos períodos de su vida una floración de libros que tuvieron por héroes á bandidos «simpáticos» ó tenebrosos y a policías «providenciales», y á nadie se le ocurre decretar por ello la supresión de dicho género literario. Al lado de la novela psicológica y de observación directa existirá siempre la novela de folletín. Y lo mismo puede decirse del teatro. Juntos con el drama y la comedia, atraerán siempre a una gran parte del público el melodrama espeluznante ó la farsa grotesca…”
Sobre las películas que pudieron haberle despertado la afición y que pudieron incitar su imaginación, la verdad es no hay muchas en el catálogo hasta ese 1914 en el que por primera vez su literatura sirvió de base a una de ellas, especialmente teniendo en cuenta que, como veremos luego, el cine que le interesaba, no era el documental o el cómico, que estaba comenzando a dar excelentes cintas, sino el que podríamos denominar como narrativo-dramático. Y en aquellos años había pocas películas de esas que pudieran dar a Blasco deseos de emulación.
Quizás conociera el valenciano, que ya había viajado por Italia y Francia, alguno de los films de Griffith, que para esa fecha aún no había dirigido “El nacimiento de una nación” (1915) ni “Intolerancia” (1916), pero que ya había dado a la luz películas que podían haber sido del gusto de Valle si las hubiera visto. Igual podía suceder con la obra inicial de Cecil B. de Mille. O el “Ben Hur” (1907) de Sidney Olcott (aunque no el de Fred Niblo, que no se estrenaría hasta 1925, tres años después de haber adaptado “Sangre y Arena” del valenciano). O quizás había visto, porque era hombre viajado y ya conocía París, los primeros dramas sociales de Abel Gance, que aún estaba lejos de “Napoleón” (1927), pero que ya había abordado con rigor, por ejemplo, los prejuicios raciales en “Le Nègre blan” (1912), o “La pagoda” 1913), del alemán Joe May, “La cabaña del tío Tom” (1910) de, yanquee E. S. Poter o, incluso “Mala raza” (1913) del pionero catalán Fructuoso Gelabert. Es imposible saberlo, aunque lo que se puede suponer con cierto fundamento es que en aquel 1914 tuvo que acudir necesariamente a ver la superproducción italiana “Cabiria” y que debió salir encantado de la proyección, porque había en ella muchas de las cosas que a Blasco le hubieran gustado para sus propias películas, si es que entonces ya ambicionaba hacerlas.
En 1914 Italia era no sólo uno de los centros industriales cinematográficos del mundo, con clara ventaja entonces sobre Hollywood, sino un territorio que conocía bien el escritor, que había estado exiliado allí ya en 1896. Era probable que hubiera tenido ocasión de las primeras superproducciones históricas italianas. Películas como “¿Quo vadis?” (1913), de Enrico Guazzoni, “Julio César”, de Martoglio, o “La caída de Troya” (1910), de Giovanni Pastrone. Éste último fue aquel mismo año en que debutó cinematográficamente Blasco el director de “Cabiría”, película que consiguió un gran éxito internacional y que influyó decisivamente, como cuentan los estudiosos, en las grandes superproducciones de Griffith y del consiguiente monumentalismo hollywoodiense.
“Cabiria” contaba con todas las bazas para entusiasmar a Blasco. Era (y es, porque aún hoy puede verse íntegra en youtube), una superproducción a todo lujo, con decorados monumentales, bellas odaliscas, espectaculares batallas, cientos de caballos y grandes masas que, además, contaba la importante historia de la lucha de Roma contra Cartago y en la que aparecían personajes míticos como Aníbal, que atravesaba los Alpes a lomo de sus elefantes, o Maciste. No resulta disparatado imaginarse al valenciano viéndola, embobado mientras desfilaban ante sus ojos las imágenes imaginarias de algunas de las historias que había contado hasta entonces, entre las había que había algunas que parecían concebidas con el mismo estilo grandilocuente, histórico y lujoso de la superproducción italiana. “Sonnica la cortesana”, 1901; “La maja desnuda”, 1906; o, sin ir más lejos, “Los Argonautas”, que andaba escribiendo ese año, no son malos ejemplos. O, “Sangre y Arena” (1908). que era otra cosa, como el tiempo demostraría.
Había, además, un nombre en “Cabiria” que sin duda hubo de llamar su atención y concitar su respeto hacia la película. Se trataba de Gabriel D’Annunzio, ya entonces gran pope del Decadentismo literario, que firmaba el guión y, naturalmente, los textos de los intertítulos. No los había escrito él, sino el director, Giovanni Pastrone, pero el gran novelista, poeta y dramaturgo italiano había accedido a firmarlos con su acreditada rúbrica a cambio, es de suponer, de una buena cantidad de liras. Según testimonio posterior de Blasco fue el propio D’Annunzio quien le animó a meterse en el mundo de las películas. Y aún hay otro nombre de la ficha técnica de “Cabiria” relacionada con el valenciano, el aragonés Segundo de Chomón, creador de los muy novedosos efectos especiales de la película y un imprescindible pionero del cine español que sería productor de alguno de los intentos cinematográficos del escritor valenciano.
Con este posible y especulativo bagaje como espectador, el primer acercamiento entre Blasco y el cine, ya lo hemos dicho, tuvo lugar en 1914. Recordémoslo, una fecha en la que el cine en Valencia todavía acompañaba en los programas de variedades a cupleteras y funambulistas, por mucho que el escritor no fuera precisamente un intelectual provinciano que no había salido de su provincia, todo hay que decirlo, sino ya una figura internacional, conocido en todo el mundo y que ese mismo año había instalado casa en Francia, movido a salir de España por los amores de una mujer y el desamor de la política.
Primeros pinitos cinematográficos
Sea como sea, en 1914 (o en 1913, que los historiadores discrepan) se adaptó por primera vez al cine un texto de Blasco Ibañez. Para esa época ya existía en Valencia una incipiente industria cinematográfica, que contaba incluso con una productora propia, Casa Cuesta. Había nacido de la mano del pionero Ángel García Cardona a partir de una antigua droguería que vendía cámaras y material fotográfico, aunque hasta ese momento prácticamente no hubiera filmado otra cosa que escenas típicas locales, como “Escenas de la huerta” (1905), y fiestas y sucedidos, tales como “Procesión de nuestra excelsa patrona, la Virgen de los desamparados” (1904), o “Visita de su majestad el rey” (1906).
Tal vez con la idea, muy extendida por aquel entonces en todo el mundo, de atraer prestigio cultural a un fenómeno que ya dejaba la barraca de feria para pasar a los teatros, los productores decidieron transformar en película un texto literario previo, un modelo cinematográfico que comenzaba a florecer también en España. Y puesto que estaban en Valencia, quien mejor que su gloria literaria más importante para llevarlo a cabo. Aunque hay donde se indica que tomaron como base para el experimento la novela “La Barraca”, obra fundamental de Blasco publicada 16 años antes, en realidad parece ser que la obra elegida fue el relato “Dimoni”, con el que se abría la edición de “CuentosValencianos” de 1896.
El resultado fue un breve drama rural de ambiente valencianista al que finalmente dieron el título de “El tonto de la Huerta”. Se desconoce prácticamente todo de él, dado que el cortometraje desapareció y no se conserva copia alguna. Por ejemplo, hay quien le atribuye la dirección a Antoni Cuesta, que bien pudiera ser tan sólo el productor, o al propio director de la productora, Ángel García Cardona, aunque la película no figure en su filmografía. Sin embargo, lo más probable es que la productora valenciana recurriera al cineasta catalán José María Codina, con mayor experiencia en el tema, ya que un par de años antes había rodado “Lucha de corazones”, basada en “Maria Rosa”, obra teatral de Ángel Guimerá de gran éxito en la época, que ya había sido adaptada en 1909 por Fructuoso Gelabert, pionero entre los pioneros, quién, por cierto, fue el camarógrafo de esta segunda versión de Codina.
Entre las cosas que se ignoran de “El tonto de la huerta” está si Blasco colaboró o asesoró de alguna manera el rodaje, aunque lo que sí se sabe por los periódicos de la época es que quedó satisfecho del resultado. Tanto que decidió implicarse directamente en la producción y dirección, llegado el caso, de sus propias películas. Se dirigió para ello a la productora catalana Hispano Films, en las que, entre otros, figuraba como socio Segundo de Chomón, entonces el cineasta español de mayor proyección internacional, que aparte de realizar sus propios filmes había aprendido la elaboración de efectos especiales directamente de Georges Melies y se había ocupado recientemente de los espectaculares trucos visuales de “Cabiria”, la monumental producción italiana que hemos aventurado más arriba que podía haberle gustado a Blasco hasta el punto de influirle en su visión de lo que podía ser el cine.
Fruto de esa colaboración entre el escritor y la productora catalana sería “La tierra de los naranjos” (1914), versión de “Entre naranjos”, la primera de sus novelas valencianas que había publicado en 1900. De la dirección se ocupó uno de los socios de Hispano Films, Alberto Marro, que ese mismo año había rodado los ocho episodios de “Barcelona y sus misterios”, uno de los clásicos de los seriales cinematográficos españoles. En esta ocasión la implicación de Blasco Ibáñez fue mayor, según indica el historiador Ricardo Blasco en su “Introducció a la història del cine valencià” (Publicaciones del Archivo Municipal del Ayuntamiento de Valencia, 1981), que señala:
“Marro dirigí la película assessorat en tot moment per Blasco Ibáñez i cercà d'imitar l'estil deliqüescent dels films passionals italians que tant complaïen aleshores als publics internacionals”.
Cargado con este bagaje de experiencia, Blasco Ibáñez decidió abordar el cine directamente, afrontado sus dos siguientes experiencias ya como codirector, según figura en los títulos de crédito, y productor. De su entusiasmo dan cuenta las declaraciones, no sin buenas dosis de vanidad, que debía ser marca de la casa, realizadas en agosto de 1916 al diario madrileño El Imparcial:
"Fue hablando un día con D'Annunzio, cuando se me ocurrió lanzarme al cine como un muevo camino del arte. Los dos habíamos sido traducidos en todos los idiomas y casi en todos los dialectos; pero no es sólo la letra la que pierde en las traducciones, sino el alma misma de la obra; que siempre sufrieron quebranto los vinos en el trasiego. Pensamos en el cine, hecho, intervenido, mejorado por nosotros, matiz nuevo de nuestro propio espíritu.
El cine estuvo hasta ahora en manos de fotógrafos y empresarios que se ceñían a los cuentos mágicos, a los folletines policíacos y plañideros, o a los idilios con acompañamiento de violoncello.
Comienza el período literario. “Sangre y arena”, mi novela, será la primera película pensada y ejecutada por mí. Está traducida a todos los idiomas y el cine completará la traducción. ¡Cuántos y cuántos empresarios de los Estados Unidos, de Inglaterra, de Francia y de Rusia me han hecho proposiciones para impresionar mi novela, que no he admitido temeroso de que hiciesen una españolada más, poniendo en ello todos los enojosos anacronismos zurcidos con majas de Batignoles y toreritos de Chicago! Yo iré a buscar todos nuestros espectáculos castizos: la calle de Alcalá y la puerta, en tarde fanfarrona y rutilante de corrida; las piedras gloriosas de Granada y los rincones toreros de Sevilla. Detrás de mí hay tres grandes empresarios y uno yanqui para poner en “Sangre y arena” toda la pompa española, esa pompa de la monarquía, de los duques, de las corridas y de las procesiones que nos han hecho famosos!..."
Tras la cámara
Así pues, la primera de las cinco adaptaciones cinematográficas de “Sangre y arena” (una de ellas correspondiente a una serie televisiva brasileña realizada en 1968) resulta que no fue la muy famosa realizada en Hollywood por Fred Niblo y protagonizada por Rodolfo Valentino, sino ésta del propio escritor, ignorada en general por los historiadores anteriores a 1998, fecha hasta la que la película anduvo desaparecida y en la que fue recuperada y restaurada por la filmoteca valenciana, fijando entonces los datos de autoría que hasta ese momento eran confusos e imprecisos.
“Sangre y arena”, publicada en 1908, era ya, sin duda, la más famosa de las novelas de Blasco Ibáñez, que había conseguido con ella una gran repercusión, no sólo en España, donde hasta 1924 se venderían nada menos que 136.000 ejemplares, sino también en Francia, país en el que residía en aquellos momentos y en el que era considerado una primera figura de las letras. No resulta extraño este éxito, pues la novela constituye un trabajo literario de primer orden que, al hilo de la ascensión y caída de Juan Gallardo, un torero inspirado al parecer en El Espartero (1865/1894), se desarrolla sobre dos ejes paralelos. Por un lado, el mundo de la tauromaquia de finales del XIX, que el autor retrata con justeza y extraordinaria plasticidad literaria, y una trama de claro tinte melodramático alrededor de la historia amorosa, que coloca al protagonista entre dos mujeres, su esposa, Doña Carmen, y Doña Sol, una mujer fatal de la que se enamora pasionalmente y que al final causará su desgracia.
Tal fue el interés del escritor por este proyecto cinematográfico que incluso creó su propia productora para llevarlo a cabo, a la que dio el nombre de Prometeo, el mismo de la editorial que había creado dos años antes. Colaboró en la dirección el francés Max André, del que no hemos encontrado mayores referencias. La película obtuvo un cierto éxito, tanto en España, donde permaneció nada menos que siete meses en las carteleras madrileñas, como en Francia, para la que se “dobló” una versión específica, y donde se sabe que se estrenó en El Hipódromo, centro de reunión y asueto de la buena sociedad parisina.
A la hora de llevar su historia al cine, parece ser que Blasco elaboró una especie de guión o tratamiento cinematográfico de 12 páginas que tras el estreno de la película llegó a editarse en un opúsculo que se vendió al precio de 10 céntimos con el título de “Argumento de la novela cinematográfica Sangre y Arena”, que hoy se conserva en la Biblioteca Nacional. Dividido en seis partes, o secuencias, cada una de ellas compuesta de uno a siete cuadros (I. La carrera de Juan Gallardo; II. Amores aristocráticos; III. En la cumbre; IV. Semana santa en Sevilla; V. Hacia el ocaso; VI. La tragedia), el texto constituye, aparentemente, un simple resumen argumental de la novela, aunque se añade alguna escena que no estaba en el original. Blasco denominó el breve texto como novela-cinematográfica, adelantándose en seis años a la definición del concepto que teorizaría en el prólogo de “El paraíso de las mujeres”.
No se trata, sin embargo, de una simple reducción del argumento de la novela, sino de una verdadera adaptación fílmica del texto literario, en la que llega incluso a cambiarle el nombre a la protagonista, que pasa de doña Sol a Elvira. En primer lugar, Blasco altera el tiempo en el que se narra la historia y su ordenación en la trama, contando en un orden rigurosamente cronológico lo que en la novela se estructura en base a capítulos más o menos temáticos. Por otro, se añade un episodio que no figuraba originalmente, que transcurre en Granada y que, aparte de para sintetizar facetas de los personajes que en la novela aparecen dispersas a lo largo del texto, sirve sobre todo, para acentuar una de las facetas más destacadas de la película: su carácter documental.
Quizás la característica más valiosa de “Sangre y arena” sea aún hoy la habilidad del escritor para integrar el drama amoroso en el contexto del mundo del toreo y, en general, de la España del momento, algo que ya destacaba notablemente en la novela base y que siempre está presente en su mejor literatura. Debió considerar que plasmar la historia en la pantalla le permitía no sólo explicar ese contexto, sino mostrarlo directamente tal como era. No dejarlo al albur de la imaginación del lector, sino fijarlo en el celuloide como testimonio vivo de la realidad. La intención de Blasco queda clara al ver el detenimiento casi etnográfico con el que fijó la cámara en tipos y personajes, atuendos y actitudes, y, sobre todo, en la atención que prestó a los ritos y manifestaciones de la cultura popular, desde las procesiones al flamenco. Y a los escenarios reales, de La Alhambra a las plazas y calles de Sevilla pasando por los cosos taurinos. Pero muy especialmente se denota esa vocación documental en su acercamiento al mundo cerrado del toreo, del que muestra sus momentos de heroísmo y belleza, pero del que tampoco oculta su violencia y crueldad con impactantes imágenes de sangre y muerte. Una faceta verista que se destacó en la propia publicidad del filme, en la que se valoraba:
“Una pródiga suma de detalles da al espectador la más aproximada idea de lo que es la realidad de una corrida de toros, con su animación en los tendidos, con el vistoso paseo y, antes, con el solemne momento de la plegaria en la capilla de la plaza, de contenida emoción”.
El visionado de la película y la lectura del opúsculo, o del análisis que de él ha realizado la profesora suiza, permite hacerse una pregunta que creo pertinente a la hora de intentar conocer los motivos por los que un escritor de éxito, que estaba a punto de entrar en la cincuentena, deseaba ser director de cine en tan temprana etapa del desarrollo del nuevo arte. Tal vez la respuesta haya que buscarla en el prólogo ya citado de “El paraíso de las mujeres”, la que oficialmente sería la primera novela cinematográfica de Blasco, escrita en 1922 por directa petición de la industria hollywoodiense tras el éxito internacional de las primeras adaptaciones de “Sangre y arena” y “Los cuatro Jinetes del Apocalipsis”. Decía allí:
“La cinematografía no es el teatro mudo, como creen muchos; es una novela expresada por medio de imágenes y frases cortas. El teatro tiene convencionalismos de lugar y de tiempo, impuestos por los breves límites de un escenario, y de los cuales no puede librarse. En cambio, la acción de la novela no reconoce limites; es infinita, como la del cinematógrafo, y puede componerse de tres ó cuatro historias diversas, que se desarrollan á la vez, y al final vienen á confundirse en una sola; puede tener por escenario los lugares más diversos de nuestro planeta.
Una obra teatral llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus decoraciones quince ó veinte veces: pero le es imposible ir más allá. Una novela, lo mismo que una historia cinematográfica, puede disponer de tantos escenarios como capítulos, tener por fondo los más diversos paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.
(…) La multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el escultor, ni el músico (…).La expresión cinematográfica puedo proporcionar a la novela la universalidad de un cuadro, de una estatua o de una sinfonía. Los rótulos del film y la necesidad de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo importante es la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos, valiéndose del gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas. Gracias á este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece a un país determinado puede tener por patria intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres de todos los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los límites de un salvajismo recién abandonado.
(…) Además hay que hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente en todas las naciones. (…) Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando el novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera a los pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que él. Todos los resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y mortecinos de tanto funcionar; todas las situaciones emocionantes, todos los caracteres salientes, todos los tipos de humanidad, están casi agotados. La originalidad novelesca va siendo cada vez más ilusoria. (…) Los novelistas se agitan infructuosamente en busca de novedad; el público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando pretende en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de novela, y aburre al lector…. Y en esta crisis, que es universal, nadie columbra la solución.
Yo no afirmo que el cinematógrafo sea un remedio único y decisivo; reconozco además como indiscutible que la novela impresa será siempre superior á la novela expresada por el gesto, pues esta última no puede disponer con la misma amplitud que la otra de la sugestión inmaterial del «estilo»; pero creo que si los novelistas empiezan a intervenir directamente en el desarrollo del «séptimo arte», monopolizado hasta hace poco por personas sin competencia literaria, su esfuerzo servirá cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una segunda juventud y haciendo más extensos sus dominios actuales”.
La cita es larga, pero, cómo he perdido ya el miedo a las longitudes, me parece pertinente. A las alturas a las que escribió este prólogo (recordemos: 1922, escritor universal, conferenciante estrella, idolatrado en Hollywood y humilde huertano a punto de dar la vuelta al Mundo) Blasco había dejado atrás todas sus pretensiones, fueran las que hubieran sido, de ponerse él mismo detrás de la cámara. Tras recordar en el texto el altísimo coste de las películas, la complejidad de su producción y las maravillas de su distribución en todo el mundo, el escritor reconocía humildemente que el cine era americano:
“Así se comprende que los cinematografistas americanos, sin salir de su país, puedan cubrir todos sus gastos, que son inauditos, y realizar ganancias. El producto del resto del mundo es para ellos á modo de una propina”.
Pero volvamos atrás, que aún no hemos llegado a ese momento en que nuestro personaje cayó fascinado ante el poderío americano. De nuevo estamos en 1917. Un año después de “Sangre y Arena”, Blasco había vuelto a ponerse detrás de la cámara, otra vez en compañía de Max André, para llevar a la pantalla un relato que había escrito especialmente para la película. Se trataba de “La vieja del cinema”, que luego publicaría en el libro de cuentos “El préstamo de la difunta” (1921). La cinta consiguiente, que él mismo produjo a través de Prometeo Films, ha desaparecido, así que poco he encontrado sobre ella, aparte de que se rodó en Madrid y Sevilla y se montó en París, donde a la sazón residía el escritor.
Al no conservarse el filme, cuesta imaginar su relación final con el relato original del escritor, pero la lectura de éste sirve para hacerse una idea. No sólo de la historia en sí, sino de la forma de contarla y, especialmente, del protagonismo que en ella adquiere el propio cine y el simbolismo que sobre él encierra. Un protagonismo que no sólo se patentiza en la sala de cine en la que transcurre buena parte de la acción, sino también en la estructura del relato, que parece destinada a permitir la inclusión de numerosos flash-back en la cinta, y, sobre todo, en su significado metafórico sobre la realidad y la ficción en el cine, un tema que ya había abordado en “Sangre y arena” con la importancia que había dado a las imágenes documentales.
Las 18 páginas del relato “La vieja y el cinema” cuentan la historia conmovedora de una anciana vendedora de hortalizas, que declara ante un comisario de policía sobre la extraordinaria bronca que ha provocado en un cinematógrafo. Toda la primera parte es, en exclusiva, la larga confesión de la detenida, que para llegar al escándalo final le relata antes al policía su estrafalaria vida, cual si fueran flash-back narrados.
Llegado el primer momento cumbre, así cuenta al final de la declaración el momento en el que su sobresalto hizo estallar la acalorada discusión que la ha llevado a comisaría, introduciendo entonces el tema fundamental del relato:
“—Un señor que estaba detrás de mí y parecía muy entendido en esto del cinema, daba en voz baja sus opiniones á los vecinos.... De pronto, la alsaciana se iba al frente, huyendo de su perseguidor, y empezaban a verse las trincheras con muchos soldados, las cocinas, los cañones. El señor entendido decía que estas vistas no pertenecían en realidad a la historia; que eran, ¿cómo diré yo? lo mismo que retales que le habían puesto al film. ¿Me explico bien, señor comisario? Cosas viejas de la guerra que habían aprovechado; algo así como los remiendos que se echan á la ropa para que parezca mejor.... Pero yo no entiendo de esto, y las vistas me han parecido magníficas.
De pronto salió en el telón el interior de una trinchera, con muchos soldados descansando. Uno de ellos escribía una carta sobre sus rodillas, puesto de espaldas al público. Poco á poco volvió la cabeza y sonrió a las gentes. Yo dudé, creyendo que veía mal. Luego debí gritar. ¡Era mi nieto!...”
Efectivamente, la anciana ha reconocido en la pantalla (sede de la ficción) el rostro de su nieto soldado (principio de realidad), y en ese momento el relato da un giro que tiene que ver con lo mágico y con el cine. La protagonista confunde la imagen cinematográfica del nieto con la propia persona del desaparecido, y su visita al cinematógrafo, al que arrastra también a la esposa e hijo del ausente, se convierte en una diaria cita familiar para reencontrarse con el nieto, esposo y padre que ya no está. La historia tiene un final amargo. La guerra acaba, y la sala que proyectaba la película cambia la programación. “Me lo han matado por segunda vez”, lamenta en un intertítulo la anciana, que llora, pero que, no obstante continúa persiguiendo el recorrido de la película de sala en sala, siempre buscando al nieto perdido:
“Y haciendo un esfuerzo supremo, se levantó y siguió marchando en pos del fantasma por las calles interminables, negras, heladas....
Como marchamos todos á través de las asperezas de la vida, guiados por nuestros recuerdos, al encuentro de la Ilusión”.
The end
Proyectos inconclusos
A tenor del rastro que ha dejado en la prensa “La vieja del cinema” (o “La vieille du cinema”, que parecer ser fue el título original con el que se estrenó en Francia) la película no debió tener la repercusión y el éxito que había conseguido “Sangre y arena”. Pese a ello, Blasco Ibáñez siguió empecinado en dirigir cine, y puso en marcha dos nuevos proyectos, también con su propia productora, que, por desgracia no consiguió llevar a cabo, aunque llegó a tenerlos muy avanzados.
El primero de ellos era la adaptación de una novela propia, “Flor de mayo” (1895), una historia de adulterio, celos y venganza cuyo mayor atractivo sigue siendo el retrato que hizo en ella de un pueblo valenciano de pescadores real, El Cabanyal, descrito con calidez y exactitud en sus distintos aspectos, de la pesca al contrabando, como Blasco hacía siempre con los temas y los ambientes que conocía de cerca. Incluso llegó a convocar a través de la prensa un “casting” público para encontrar los tipos que precisaba para el retrato realista que quería hacer. No llegó a buen fin, al parecer, según alguna información, por el estallido en España de la Gran Huelga Revolucionaria de 1917, que acabó como el rosario de la aurora, con un saldo negativo para los huelguistas de 71 muertos, 200 heridos y 2.000 detenidos. Parece un motivo creíble, sobre todo si se tiene en cuenta que el escritor residía en París y debió ver las cosas negras en su tierra. No obstante, no queda claro por qué no la retomó después.
“Flor de mayo” no llegó a la pantalla, pero Blasco dejó escrito lo que parece un guión muy detallado de la película, en el que incluso figuran los textos de los intertítulos previstos ya antes del rodaje. Lo he encontrado, al menos un fragmento, en la biografía de Ramiro Reig sobre el escritor (Espasa Calpe, 2002), y reproduzco lo que correspondería a una secuencia, complicada por demás, en tanto cuenta, plano a plano, el naufragio de una barca de pescadores en medio de una furiosa tormenta, todo ello desde el punto de vista de sus paisanos que les contemplan y sufren desde la playa. Pienso que viene bien para dar una idea del estilo dramático que Blasco pretendía dar a su cine, además de mostrar cómo se escribían los guiones en aquellos lejanos tiempos de las películas silentes.
INTERTITULO: Al día siguiente estalló una tempestad
La playa. Día brumoso. Mar agitada. Un grupo de marineros viejos, junto a una barca en seco, examinan el horizonte. Grupos de mujeres. Gestos de inquietud. Van llegando barcas. Los hombres que desembarcan son acogidos con abrazos y grandes extremos de alegría. Escenas de ternura. Madres abrazan a hijos; mujeres abrazan maridos; niños se abrazan a las piernas de sus padres. Los marinos acogen todo esto sin emoción, como gentes habituadas al peligro. Tona, con sus dos hijos, va de un lado a otro con ansiedad. Pregunta a los viejos. Mira inútilmente hacia el mar, esperando la barca, que no llega. Se desespera. Se lleva una mano a la cabeza. Luego se persigna y reza.
El mar. Rompiente de olas. La barca del tío Pascual se tumba. Naufraga. Los tripulantes salen a nado. Las aguas arrastran cestos, toneles y otros objetos de la barca.
El mar visto de la orilla de la playa. La barca medio volcada en el agua, tocando la arena con su fondo. Mucha gente en la playa. Un grupo de marineros, medio desnudos, se meten en el agua, registran la barca y sacan de su fondo el cadáver del tío Pascual. Lo llevan en brazos hasta la orilla. Tona se abalanza como una loca hacia él, con los cabellos sueltos. Quiere verlo. Las amigas la detienen, especialmente la corpulenta Tía Picores, que le cierra el paso. Al fin se desmaya. Los niños lloran.
El segundo proyecto inconcluso, aunque llegó a estar muy adelantado, muestra que las pretensiones de Blasco como director y productor de cine iban más allá que las de ser un escritor que ilustraba con imágenes en movimiento sus propias novelas. Nada más y nada menos que filmar “El Quijote”. No era la primera vez que se haría una película de la novela de Cervantes, que contaba ya, al menos, con ocho versiones en España, Francia, Italia y Estados Unidos, una de ellas, convertida en cortometraje por Georges Melies en 1909. Según parece, Blasco tenía la idea en mente desde antiguo, incluso desde antes de realizar “Sangre y arena”, según se desprende de sus declaraciones a El Imparcial de 1916:
"Mi obra [cinematográfica] no será Sangre y arena, que se pondrá en octubre, sino el Quijote. Sí, sí el ingenioso hidalgo lanzado al cine con toda su grandeza.(...) Hemos presupuestado un millón de pesetas. Entrarán ocho mil personas. La entrada del caballero manchego en Barcelona será algo de resonancia en el mundo de la cinematografía."
Es una pena que no la hiciera, porque Blasco quería filmar, según declaró a la prensa, una película espectacular y monumental, en la línea de su admirada “Cabiria”. Una película que de haberse hecho hubiera inaugurado en España, o poco menos, las superproducciones históricas y para la que decía contar nada menos que con un millón de pesetas, una pasta en un país en el que Adria Gual –quizás el intelectual español de prestigio que, con Blasco, primero dirigió películas-- no hacía tres años que había adaptado “La gitanilla” (1914) de Cervantes por 6.000 pesetas. Y todo ello en un momento en que Griffith acababa de rodar “El nacimiento de una nación” (1915) e “Intolerancia” (1916), pero cuando aún quedaban diez años hasta el “Napoleón” (1927) de Abel Gance. Un experimento que hoy resultaría, sin duda, digno de verse. Pero Blasco decidió tomar el camino internacional, con primera parada en París y destino Hollywood. Una decisión provechosa y feliz, como se irá viendo.
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
Entre las ruinas de la guerra
3. Rumbo a Hollywood con escala en París
De igual manera que, en contra de lo que se piensa, la primera versión de “Sangre y arena” no fue realizada en Hollywood, sino en España, como hemos visto, la primera adaptación al cine de “Los cuatro jinetes del apocalipsis”, que alcanzó fama mundial cuando en 1921 la llevó al cine Rex Ingram, tampoco fue americana, sino francesa. Y de fecha tan temprana como 1916, el mismo año de la publicación de la novela. No tiene nada de extraño esta celeridad. Para aquel entonces Blasco Ibáñez era ya un escritor respetado y de éxito en Francia, país que conocía bien, en el que residía desde antes de la guerra y que ya en 1906 le había mostrado el máximo reconocimiento de la nación al nombrarle Comendador de la Legión de Honor junto a su paisano y amigo Joaquín Sorolla.
Poco recuerdo ha quedado de aquel filme, pues acabó perdido, excepto que se tituló “Debout les morts!”. Existen sobre ella, no obstante, algunos datos sueltos que pienso reveladores para el tema que nos interesa. El hecho de haber sido producida por Gaumont, la primera empresa cinematográfica fundada en todo el mundo y en esos momentos una de las más importantes de Europa, da idea de que se trató de una película de cierto empaque. De la realización se ocuparon nada menos que tres directores, cuya mayor virtud compruebo ahora no es otra que su fecundidad creadora: André Heuzé llegó a dirigir casi una cincuentena de películas hasta que se retiró en 1938, cuatro años antes de su muerte. La filmografía de Léonce Perret supera el centenar de títulos de toda ralea. Y Henri Pouctal, actor, dramaturgo, guionista, productor y director supera el record con alrededor de 400 títulos entre 1909 y 1935. Ninguna de tantas cintas parece ser que logró el menor relieve.
Hay, sin embargo, un dato en la ficha artística de “Debout les morts!” que merece ser resaltado, porque coincide con una de las características más llamativas de las adaptaciones cinematográficas de textos de Blasco Ibáñez: su utilización por las productoras para el lanzamiento de nuevas estrellas, tal como sucedería luego con Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Rita Hayworth, Mae Murray, Beba Daniels, Stan Laurel o, por hablar de España, Concha Piquer. Una circunstancia que constituye un valor añadido de los respectivos filmes y que se da ya en la primera producción internacional sobre una novela de Blasco, con la que él, aparentemente, no tuvo nada que ver, aparte de negociar los derechos, tarea en la que cuentan que se movía con soltura y exigencia.
La estrella a lanzar en esta ocasión era una francesa de origen español, que aunque ya no era una niña, tenía por aquel entonces 35 años, era la segunda vez que se ponía delante de una cámara interpretando a la protagonista del drama. Se llamaba Lucie Marie Marguerite Monceau Moreno, pero había adoptado el apellido materno para acortar su nombre artístico a Marguerite Moreno. Antes del cine había pertenecido como actriz de carácter al elenco de la Comedie-Française, cumbre del teatro galo, y había llevado una vida aventurera, amiga de intelectuales, artistas y poetas hasta el punto de ser conocida como la musa de los simbolistas, aquella panda de borrachos inspirados que reunía a Mallarme, Valery, Baudelaire y compañía en alegres francachelas de las que salieron algunos de los más altos versos de la poesía universal. Con la compañía de Sarah Bernard había viajado a Buenos Aires, donde se había quedado siete años dando clases de francés, entre otros a Victoria Ocampo. Durante la primera guerra mundial, mientras trabajaba como enfermera voluntaria en un hospital de Lyon, se metió en el cine, encarnando a la protagonista creada por Blasco, y desde entonces no se apartó de él. Cuando se retiró en 1948 con “L’assassin est à l’ecoute” se había convertido en la gran señora del cine galo y reunía más de una sesentena de títulos en su filmografía. No debió ser una mala Marguerite Laurier, papel que luego harían Alice Terry e Ingrid Thulin. Y a estas sí podemos verlas, porque sus películas no se han perdido.
Descubriendo El Dorado
La adaptación hollywoodiense de “Los cuatro jinetes del apocalipsis” en 1921 obtuvo, casi no hay ni que decirlo, mucho más éxito que el intento francés, y convirtió a Blasco en un novelista rico y admirado en todo el mundo. No fue un éxito casual, porque la novela que escribió sobre la I Guerra Mundial es quizás la última de sus grandes novelas y una historia pintiparada para los gustos de la época, con todos los rasgos de realismo, ambientación, intención política y melodrama amoroso y familiar que los tiempos requerían.
Blasco se había instalado en Paris en 1914, tres meses antes del conflicto bélico, frente al que inmediatamente se situó en el bando aliado, decidido enemigo del Kaiser y los teutones invasores. El escritor, que había salido de España hastiado de la política local y empujado por un amor otoñal, estaba en Francia en busca de tranquilidad, quizás por primera vez en su vida, y, sin embargo, se vio inmerso de repente en una vorágine que le puso en marcha inmediatamente. Visitó el frente, o al menos lo más cerca del frente que se permitiera entonces llegar a aquellos corresponsales de bombín, pantalones bombachos y prismáticos. Fruto de ello fueron las numerosas crónicas que envió a su propio periódico, El Pueblo, pero también a El Gráfico, La Esfera, El País y otros. Incluso llego a poner en marcha el ambicioso proyecto de una “Historia de la guerra europea” en fascículos de 32 páginas, con grabados y una gran lámina central, que se venderían al precio de 50 céntimos. Aunque no llegaron a salir a la calle las entre 150 y 200 entregas que estaban previstas, en las que publicaron, él se ocupó de prácticamente todo; de la escritura de los textos a la maquetación, de la selección de las ilustraciones a la publicidad, ideando para 1915 un calendario de regalo a los suscriptores con la leyenda, en varios idiomas, “Los aliados os desean felicidades en 1915”.
Pero tal vez a Blasco toda esta actividad le supo a poco. O se lo pareció al mismísimo Presidente de la República, Raymond Poincaré, que aún ocuparía el mismo cargo en dos legislaturas posteriores y que habría sido, de acuerdo al propio escritor, quien le habría animado a escribir una verdadera novela sobre la guerra, en lugar de perder el tiempo en simples crónicas periodísticas. Sea como sea, en 1916, aún en plena conflagración, se publicó la novela, que, por fortuna, no siguió los pasos de la primera idea que el autor tuvo para ella, que dejó plasmada en un esquema capaz de levantar urticaria en quien lo imagine convertido en novela:
“He pensado una gran novela popular, una especie de novela histórica interminable, todo lo larga que se quiera. Pasaría en Alemania, Inglaterra, Bélgica, en Francia, en Serbia, en los Dardanelos. Habrá ciudades incendiadas, fusilamientos, raptos, violaciones, palos, tiros, cuchilladas. El folletín más estupendo que se habrá hecho. Será una especie de Rocambole de la guerra: la lucha entre un gran policía inglés, discípulo y heredero de Sherlock Holmes (que ya estará viejo y retirado) y el jefe de los policías alemanes. Los héroes irán a pie, a caballo, en automóvil, en aeroplano, en navio y en submarino”
Pues no. Ni Rocambole ni Holmes alguno hay al final en “Los cuatro jinetes del apocalipsis” , que es una novela cosmopolita, de acción variada y personajes perfectamente definido en sus fortalezas y debilidades, con múltiples peripecias argumentales que Blasco relata con lenguaje directo y una narración ajustada y casi alejada de cualquier derroche didáctico o retórico, que tanto lastran otros textos suyos menos inspirados y menos vividos, aunque alguno queda. Pero sobre todo, lo que confiere el verdadero carácter a la novela es su profundo significado moral e histórico, expresado en el enfrentamiento entre las dos familias que la habitan y la toma de conciencia que explica la progresión del personaje principal, el joven Julio Desnoyers, en lo que no constituye sino una elección básica entre civilización y barbarie. Una elección aparentemente simple, pero que arrastra a la muerte y al dolor, ante la que el autor coloca al personaje con la pretensión de que también se la plantee cada lector.
La novela apareció como folletón en El Heraldo de Madrid durante 1916, mientras en los campos que rodeaban la ciudad de Verdún se combatía ferozmente en una batalla crucial de la guerra, que finalizaría en diciembre de ese año. Había comenzado en febrero, y dejaría un saldo de un cuarto de millón de muertos y alrededor de medio millón de heridos entre ambos bandos. “Los cuatro jinetes…” se publicó inmediatamente como libro en España y en Francia, con una buena acogida, de la que da prueba la casi instantánea adaptación de “Debout les morts!”, pero tampoco espectacular. En concreto, hasta 1924 se habían vendido en España 164.000 ejemplares. No era poco en un país todavía con altos niveles de analfabetismo, pero todavía eran cifras que correspondían a un autor europeo de éxito, no a una figura mundial de las letras.
El acabose llegó con la publicación, en julio de 1918, de “Los cuatros jinetes del apocalipsis” en Estados Unidos, traducida por Charlotte Brewster Jordan, novelista ella misma, que había conocido a Blasco en Argentina, donde había residido unos años y aprendido el español, y que no sólo se hizo famosa con su traducción, sino rica. Blasco, que había dado muestras de buen negociante en sus publicaciones en Valencia, debió sentirse humilde ante el gigante americano, o tenía muchas ganas de introducirse en su mercado, y vendió los derechos de la traducción de la novela en apenas 300 dólares (hay biógrafos que calculan 1.000), que aunque fueran dólares de 1918, no dejaban de ser una ridiculez para un libro que sólo en un año vendería más de 300.000 ejemplares, cantidad que creció exponencialmente al estrenarse la película dos años después. Hay que decir que el primer año, el editor le envió una compensación extra de 20.000 dólares. Un detalle.
Con esa especie de respeto reverencial que el Nuevo Mundo ha sentido tradicionalmente hacia el Viejo --sus ancestros, poseedores de lo que a ellos les falta, la historia--, en Estados Unidos estalló un fenómeno que bien se podría definir como blascomanía, similar a lo que cuarenta años después despertarían The Beatles, por poner un ejemplo conocido. Según Ramiro Reig, uno de sus biógrafos, en las tiendas americanas se vendían corbatas, pañuelos, ceniceros o pisapapeles con imágenes de los cuatro jinetes, la editorial recibía cientos de cartas y todo el mundo estaba deseoso de conocer a la estrella; aunque la estrella no fuera una rubia curvilínea sino un señor bigotudo que sobrepasaba ya la cincuentena, valenciano para más señas.
Tanta fue la fama que, como luego a las estrellas del rock y antes a otros escritores, como Dikens o Maeterlinck, sin ir más lejos, se le organizó una gira de presentaciones y conferencias por todo Estados Unidos que resultó un éxito total. Blasco estuvo en América entre octubre de 1919 y julio de 1920, y ofreció actuaciones en universidades de Nueva York, Filadelfia, West Point, Chicago, San Antonio, Alburquerque, Los Ángeles y San Francisco, por lo menos. Un editorial del New York Times lamentaba que no hubiera sido americano, porque entonces podría haber escrito la gran novela sobre el beisbol, el gran deporte nacional, signo de identificación popular, a la manera que había hecho en España con los toros. El 23 de febrero de 1920 Vicente Blasco Ibáñez fue nombrado Doctor Honoris Causa de la Universidad George Washington y al día siguiente fue recibido por los congresistas en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. William Miller Collier, director de la Universidad y ex embajador en España, le calificó como “el primero de los novelistas vivos” y alabó las razones del honor concedido:
“Habéis comprendido el espíritu irresistible de la época. Amante de la libertad universal y de la igualdad de oportunidades para todos, sentís, como el poeta romano, que nada de lo que pertenece a la humanidad os es indiferente. Os saludamos, pues, como ciudadano del mundo. Habéis descrito con la mayor intensidad el bestial horror de la guerra y revelado con la mayor sencillez la gloria sublime del sacrificio. Habéis esgrimido una pluma mucho más poderosa que diez mil espadas”.
Blasco, del que no se puede decir que no tuviera buena labia e inteligencia despierta, contestó demostrando ser conocedor de dónde le pica la pulga al pulgoso y qué teclas de la vanidad hay que pulsar pata tener contento al anfitrión:
“Materialista y amigo del dólar, el error universal se imaginaba a vuestro país como un Sancho Panza incapaz, de moverse sin preguntar antes: ¿Cuánto voy ganando? Y sin embargo, bastó la simple convicción de que la libertad y el progreso moral del mundo estaban en peligro para que os lanzaseis generosamente. Don Quijote se cansó de vivir en Europa y está ahora en América”.
Sin embargo, la visita más provechosa de Blasco en este viaje triunfante a los Estados Unidos de América --la nueva capital del universo, según él había sabido ver muy bien-- fue la que realizó a Hollywood, y más en concreto a los estudios de la Metro Pictures Corporation, que tres años después se convertiría en la Metro-Goldwyn-Mayer, en los que ya se andaba en pleno rodaje de “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”. El valenciano debió quedar boquiabierto al ver desplegarse frente a él a los miles de extras que representaban a los soldados de la batalla del Marne, que tan ajustadamente había descrito en la novela, escena a cuyo rodaje asistió. Allí podía presentir que al fin se haría realidad una película suya --como tal debía considerarla, pues él había creado la historia-- que fuera como esas superproducciones que ya se habían producido y que constituían su ideal cinematográfico. Allí había dinero y se notaba.
Dos años después, en la novela “La reina Calaifa” (1923), que transcurre en parte en una imaginaria ciudad bautizada como Camaleón-City, Blasco incluyó una descripción de un estudio cinematográfico que bien podía responder a la primera impresión que le causó la Meca del cine:
“Cada estudio ocupaba vastos terrenos guardados por vallas, y en esta planicie cerrada, arquitectos y hábiles manipuladores del cemento armado construían y destruían en el curso del año toda clase de poblaciones... Pero de pronto, cuando sus acompañantes abrieron la puerta de una de las casas y le invitaron a pasar adelante, no pudo contener una exclamación de asombro. La casa no continuaba. La calle estaba hecha simplemente de fachadas”
No es una mala reflexión sobre el cine esa de la fachada que no da paso a una realidad, sino a la nada. Expresa a la vez admiración y desprecio, a más de la vieja cuestión cinematográfica del escritor sobre el dilema entre ficción y realidad. Pero fuera como fuera, Blasco Ibáñez salió de Hollywood, y de la experiencia de la película, con una clara conciencia de lo que quería ser de mayor. En octubre de 1921 le escribió a su amigo Martínez de la Riva, expresando por primera vez una idea sobre la que teorizaría posteriormente en el citado prologo de 1922:
" El cinematógrafo llena el mundo, pero todavía no ha llegado nadie a ser un novelista universal cinematográfico. El puesto está vacío. Voy a ver si el que lo ocupa por derecho de conquista es un español. Puede uno, gracias al cinematógrafo, ser aplaudido en la misma noche en todas las regiones del globo... esto es tentador y conseguirlo representaría la conquista más enorme y victoriosa que puede coronar una existencia..."
La impulsora de “Los cuatro jinetes…”, como lo sería un año después de “Sangre y arena”, fue la guionista June Mathis, a quien dedicaremos media docena de líneas, pues es un personaje interesante. Esta mujer, que tenía entonces 32 años, había llegado a Hollywood en 1919, tras una vida pintoresca que la había llevado de subir a los escenarios como bailarina e imitadora a estudiar en Nueva York escritura y cine. Ya en Hollywood no sólo siguió con su profesión, escribiendo casi una treintena de guiones hasta 1939, entre ellos el de “Codicia” (1924), la mítica película de Erich von Stroheim, sino que llegó a ser la primera mujer ejecutiva de la Metro, y la directiva mejor pagada del cine, siendo votada en 1926 como la tercera mujer más influyente de Hollywood, solo precedida en ese poder por Mary Pickford y Normal Talmadge. Los historiadores destacan, y eso es lo que más cuenta, que la importancia de June Mathis radica, no obstante, no en su fulgurante carrera, sino en haber sido la primera en incluir en los guiones que escribía no sólo la acción y los textos de los intertítulos, sino también apuntes e indicaciones sobre la planificación o la dirección de escena, abriendo el camino a los guiones contemporáneos.
Mathis escogió para dirigir la película a Rex Ingram, un irlandés que había sido coronel del ejército en la aún reciente Gran Guerra y que ya había colaborado con la guionista anteriormente. A esas alturas había realizado una quincena de películas y aún le quedaba volver a colaborar con Blasco (“Mare Nostrum”, 1926) y dirigir las primeras versiones de “El prisionero de Zenda” (1922), “Scaramouche” (1923), “Ben-Hur” (1925) o “El jardín de Allah” (1927).
La brillantez de guionista y director, la magnificencia de los decorados o las multitudes de extras, no se correspondían, no obstante, con la categoría del reparto, en el que no había ninguna estrella destacada, aunque, eso sí, escondía una bomba de explosión instantánea. “Los cuatro jinetes del apocalipsis” representa uno de esos momentos mágicos de la historia de la cinematografía en los que un hasta entonces desconocido o desconocida pasa de repente a convertirse en ídolo de multitudes, modelo de comportamiento humano y mito del cine. Y sucedió así, de la noche a la mañana.
Pietro Filiberto Raffaelo Guglielmi di Valentina, que es el nombre que le dieron en la pila bautismal al que andando el tiempo acabaría siendo Rodolfo Valentino, estaba en la flor de la vida cuando June Mathis le eligió para protagonizar la nueva gran producción de la Metro, “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”. Había nacido en el pueblo italiano de Castellaneta 24 años atrás, y desde los 17 andaba dando tumbos, primero en París, luego en Nueva York y finalmente en Hollywood, intentando hacerse un hueco en el mundo del espectáculo. Había sido camarero y jardinero, había dormido en la calle y vivido de la caridad de sus compatriotas, emigrados como él. También había ejercido de gigoló, pues, como se demostraría después, una de sus cualidades fundamentales como estrella era el tremendo atractivo sexual que desprendía. Pero los malos tiempos parecía que empezaban a terminar.
En un principio encontró acomodo como bailarín, comparsa más bien, en diferentes espectáculos de vodevil, llegando incluso a formar parte de la compañía de Al Jolson, con la que llegó a Los Ángeles en 1918. Y allí se quedó, haciendo de forajido o de granuja en diversas producciones sin mayor relevancia, siempre en papeles secundarios, esperando una oportunidad que se presentaba difícil, porque Valentino no respondía en absoluto a los modelos de galán de la época, que bien podían representar tipos tan varoniles y tan americanos como Wallace Beery o Douglas Fairbanks.
Rodolfo (Rudolf en los títulos de crédito) Valentino no era ese tipo de hombre, y fue June Mathis quien supo ver su atractivo y explotarlo hasta convertirle en un prototipo. La guionista y autentica madre de la película parece ser que había visto al desconocido actor en uno de aquellos films de debutante --hay quien asegura que era “Ojos de juventud” (1919)-- y se empeñó en que protagonizara la película que estaba preparando. Le costó conseguirlo, porque a la Metro le parecía demasiado arriesgado apostar por un novato desconocido para una producción en la que se jugaban tanto.
La apuesta se saldó con un pleno total. “Los cuatro jinetes…” se convirtió en la película de mayor recaudación del año (y hay quien dice que de todo el cine mudo, aunque aquí los datos difieren) y, además y sobre todo, lanzó a los cielos a una estrella que aún dejaría mucho dinero en las arcas de los estudios durante los cinco años que le quedaban de vida.
Entiendo que ver entera en estos tiempos, en los que los lenguajes del cine han cambiado tanto, una película como esta resulta un ejerció de masoquismo difícilmente aconsejable (pese a lo que aquí va el enlace para verla), pero recomiendo efusivamente echar un vistazo a la breve secuencia, que por sí sola contiene ya los elementos esenciales que convirtieron a Valentino no solo en estrella, sino en un mito erótico de carácter universal y pervivencia en el tiempo, el del Latin Lover, que aquí tuvo su primera plasmación cinematográfica.
Al bailar este tango ante los ojos asombrados de todas las mujeres del globo, y seguramente de una buena parte de hombres (nada menos que “La cumparsita”, aunque el añadido de la música debe ser posterior), Rodolfo Valentino dejó fijadas para la eternidad las esencias de un modelo de amante masculino, mítico, cierto, pero también real, que habría de quedar marcado para la historia como latin lover, amante latino.
Un personaje exótico, pero civilizado, que en la película aparece elegante y sofisticado con su esmoquin en la cosmopolita París y arrebatador en su traje de gaucho en la Argentina. Agresivo y tierno, sensual y romántico, sincero y misterioso, salvaje y hermoso, masculino, pero con un suave tinte de ambigüedad. A su entierro dicen que acudió un millón de fans adoloridas. El cine le sacaría mucho juego posteriormente al modelo, haciendo repetirlo a actores como Ramón Novarro, su inmediato sucesor, César Romero, o incluso, nuestro José Luis de Vilallonga en “Desayuno con diamantes” o, cuando el tipo ya no existía, en “Nacional III”.
No cabe duda que al descubrimiento del atractivo sexual de Valentino contribuyó al tremendo éxito de “Los cuatro jinetes…”, que no se hubiera podido alcanzar de no haber sido por la poderosa historia y el nítido y fuerte personaje creado por Blasco en su novela. Algo de eso debieron entender los millonarios dueños de los estudios hollywoodienses, porque un año después recurrieron de nuevo a un texto del valenciano para fijar definitivamente el mito recién nacido. Entre medias, Valentino protagonizó un par de películas, de las que fue todo un éxito su caracterización de jeque árabe que enamora a una dama británica en “The Sheik”. Sin embargo, no alcanzó ni con mucho el que le llegaría un año después con “Sangre y Arena” (1922).
Otra vez fue June Mathis quien volvió a reunir a Valentino y Blasco, encargando en esta ocasión la dirección de su propia adaptación de la novela a Fred Niblo, que llegaba avalado por los recientes éxitos de sendas adaptaciones literarias: “La marca del zorro” (1920), en la que Douglas Fairbanks puso por primera vez rostro cinematográfico al justiciero mexicano, y “Los tres mosqueros” (1921), de nuevo con Fairbanks haciendo de D’Artagnan. Aun estaba por dirigir “Ben Hur”, con Ramón Novarro, el sucesor de Valentino, que dirigiría pasados tres años.
En “Sangre y arena”, Valentino añadía un nuevo rasgo al prototipo de amante latino en que acabó convertido: el de su coqueteo con el riesgo físico, incluso con la muerte, el estar en el filo de la navaja en el que le situaba la profesión torera del personaje. Lo que los aperos gauchescos habían significado para definir el lado oscuro del mito Valentino, sus atractivos más inquietantes y hasta peligrosos, en “Los cuatro jinetes…”, tienen aquí su correlación en el traje de luces, sólo que la danza no es ahora un rito de amor y sexo con la mujer, sino de muerte con el toro, y la apuesta va a todo o nada. Ese rito contradictorio de amor y muerte, de crueldad y belleza que es el toreo debía ser tema controvertido en los Estados Unidos (aunque también de oculta atracción, a tenor de los resultados de la película) si consideramos el primer y larguísimo intertítulo con el que se advierte a los espectadores:
“A lo largo y ancho de este mundo, la crueldad ha sido disfrazada de deporte para satisfacer el ansia del hombre por nuevas emociones. Desde el principio de los tiempos, la humanidad se ha congregado para ver medir sus fuerzas al hombre y la bestia. Para los españoles, el amor por el toreo es innato. Una herencia de barbarie. Sus héroes personifican la valentía de los caballeros de antaño. Nuestra historia es la de un torero, un hijo del pueblo que llego a ser un ídolo para los suyos. Y la soleada Sevilla es su tierra natal”.
Sería interesante estudiar atentamente las diferencias y similitudes entre la versión hollywoodiense y la del propio escritor de seis años antes, aparte de las evidentes de medios y de presupuesto. Constituye una tarea ardua y seguramente tediosa que me (os) evito. Sin embargo, así a bote pronto, hay dos diferencias que destacan por su significado. Por un lado, la versión americana prescinde totalmente de cualquier alusión social o anticlerical, que abundan en la novela y que son sustanciales para reflejar el sentido profundo de la historia: Por otro, la adaptación de June Mathis no tiene nada que ver con el fuerte carácter documental que el propio Blasco había imprimido a la primera versión, hasta el punto de que ni un solo plano está rodado en Sevilla, donde supuestamente transcurre la acción, que siempre se sugiere mediante carteles pintados. Sólo las tomas generales de las corridas se habían rodado en Madrid, que no era Sevilla pero estaba más cerca de la realidad, montándose luego los primeros planos del torero tomados en el plató.
Blasco Ibáñez también cosechó un gran éxito en su segunda salida a la arena de Hollywood, situándose “Sangre y Arena” entre las películas más taquilleras de 1922 y, sobre todo, consolidando definitivamente el mito Valentino. Es curioso constatar que en España, donde se estrenó en 1928, la acogida, si no del público, sí de la crítica, resultó muy diferente. En un artículo publicado en ABC, titulado significativamente “Españolismo y españoladas en el cinematógrafo”, el escritor Antonio Hoyos y Vinent, aristócrata, dandy, homosexual e izquierdista, al tiempo que alababa “La hermana San Sulpicio”, que Luis Lucia había estrenado ese mismo año basada en una novela de Armando Palacio Valdés, ponía “Sangre y Arena” como chupa de dómine. La consideraba falsa, ridícula y cursi, denostaba las inexactitudes de ambientación o vestuario y acusaba a la película de dar una imagen deformada y tópica de España. A Blasco Ibáñez le recriminaba personalmente sus tragaderas, por haber consentido “una tan arbitraria y fea interpretación de una obra suya ni aún atropella por el mercantilismo yanqui”.
“Sangre y Arena” (1921)
Por la parodia hacia el triunfo final
Si leyó esta crítica Blasco Ibáñez --que ya vivía en la lujosa villa, Fontana Rosa, que se había comprado en los Alpes Marítimos, a un paso de Monte Carlo, con el buen dinero que había ganado en Hollywood-- seguramente se sentiría dolido en su orgullo, pero es poco probable que lo lamentara demasiado, pues las cosas al otro lado del Atlántico iban viento en popa. Prueba de la inmensa popularidad que había conseguido “Sangre y Arena” es que inmediatamente se produjeron dos parodias cómicas. Y no, precisamente, a cargo de dos comicuchos del montón.
La segunda de ellas estaba producida por Mark Sennet. Mítico creador de los Keystone Studios, en los que ejércitos de pícaras bañistas convivían con escuadrones de bigotudos guardias, que había elevado la pelea de tartas a icono cinematográfico y que había descubierto a actores como el propio Chaplin, o Mabel Norman, Gloria Swanson, Bing Crosby y W. C. Fiels, estaba aún en todo lo alto de su poder, que iría declinando hasta desaparecer con la llegada del sonoro. En 1924 produjo “Bull and sand” (“Toro y Arena”), un corto de 17 minutos en el que colocó como director a un tal Del Lord, prácticamente un debutante que seguiría en la industria cinematográfica y televisiva hasta mediados de los cuarenta.
“Cuenta las peripecias de un chofer (Adonis) que llega a conquistar el amor de una princesa lidiando un toro, luchando después con otro y acabando por amedrentar a la multitud oculto bajo la piel de un cornúpeta”.
Una sinopsis que se completa perfectamente si añadimos un párrafo encontrado por algún lugar de internet del que no recuerdo el nombre:
“sin contar un científico que ha inventado un cohete, su ayudante, que cae en el patio de la cárcel de Adonis, un gran escape con Adonis y el asistente disfraza de toros, un segundo de secuestro de la princesa - pero, esta vez para el justa causa del amor -, una persecución salvaje y un vuelo final a otro planeta”.
Si alguien puede dar más en 17 minutos, que dé un paso al frente.
Más interés tiene, no obstante, la primera de las parodias a que nos referimos. Por lo que significó en la carrera del actor que la protagonizaba y, por tanto, en la historia del cine. Stan Laurel, bautizado con un nombre que delata un origen, Arthur Stanley Jefferson, había nacido en Inglaterra, como Chaplin, había llegado a Estados Unidos en 1910, en el mismo barco de Chaplin, formando parte ambos de la compañía de Fred Carno, poderoso empresario y actor teatral británico, uno más que desapareció con el sonoro. Al igual que Chaplin, Stan Laurel había recorrido todos los teatros de vodevil del nuevo país y desde hacía unos cuantos años había participado en una veintena de cortos cinematográficos, ensayando el personaje que pudiera singularizarle como actor cómico y que todavía no había encontrado. Ese era el elemento esencial que le distanciaba de Chaplin, quien para esas alturas ya había definido perfectamente los rasgos fundamentales de Charlot y era una estrella por derecho propio.
“Mud and Sand” (“Barro y arena”), la parodia de “Sangre y Arena” que Stan Laurel protagonizó en 1922, el mismo año del estreno del original, le ayudó significativamente a encontrarse con ese personaje que estaba ensayando. Simón Louvish, en su monumental y documentadísima biografía de el Gordo y el Flaco (“Stan&Ollie. Las raíces de la comedia”. T&B Ediciones. Madrid, 2003) dedica tres páginas a esta película, desvelando así su importancia. Varios datos lo confirman. “Mud and Sand” es la película más larga rodada hasta entonces por Laurel, tres rollos, 40 minutos, con la que obtuvo un mayor éxito personal y en la que su personaje encontró por primera vez los rasgos disparatados de acróbata y caricato, pero también una sutil poética de la inocencia y la torpeza que habrían de identificarle en el futuro. También recibió por primera vez críticas buenas de verdad. “Desde hace tiempo aparece un hombre en la pantalla que ‘continua’ siendo un idiota, que parece –observado con indiferencia—tan sólo un bobo que hace de payaso, pero que, pensándolo mejor, se muestra como un artista de lo más raro, un verdadero bufón con el don de hacer reír hasta casi soñar”, escribieron en Motion Picture News. Y en Kinematograph Weekly remataron: “Stan Laurel es un cómico de payasadas que sabe actuar de verdad”. En ambas críticas se le relacionaba positivamente con Chaplin.
Además, y por si todo lo anterior fuera poco, “Mud and Sand” resultó ser la última película que Laurel rodaría para su compañero hasta entonces, Broncho Billy Anderson, quedando libre para fichar casi inmediatamente con Hal Roach, mítico y exitoso productor que lanzaría a la fama una miríada de estrellas del cine mudo. El feliz encuentro con Roach permitiría a Stan Laurel coincidir cinco años después con un gordo llamado Oliver Hardy, que ya llevaba tiempo trabajando en el estudio, y constituir la pareja, cómica o no, más importante no ya del cine mudo, sino de la totalidad de la historia de la cinematografía mundial.
La parodia de Stan Laurel sigue sus normas clásicas de toda parodia, tomar el original y darle la vuelta. En “Mud an Sand”, el comediante interpretaba a Ruibarbo Vaselino, un joven de la España rural, despierto y aventurero, del que se cuenta el ascenso en su carrera taurina hasta convertirse en un ídolo del toreo. Todo ello, enfrentado a la disyuntiva de elegir entre el amor sagrado de su santa esposa, Caramel, novia desde el colegio, o la más fatal de todas las femmes fatales de la cinematografía, Pavaloosky la Rusa, interpretada, por cierto, por la propia esposa del actor, Mae Dahlberg-Laurel, con la que trabajaba por primera vez y que ya estaba demasiado abundante para el papel. La anécdota que sirve para el lucimiento de Stan Laurel recorre paso a paso la trama argumental de la película base, distorsionada por la torpeza del protagonista, y sólo el final se distancia de su origen, renunciando a cualquier tono trágico para cerrar la parodia con una calculada ambigüedad. Ruibarbo Vaselino no muere corneado por el toro, sobre el que triunfa en el ruedo con todos los honores, sino que cae al suelo como consecuencia del ladrillazo involuntario que le lanza desde el tendido su amante. Y allí se queda, con la cuadrilla intentando reanimarle, hasta que aparece en la pantalla el último cartel explicando la ambigua e irónica moraleja de la fábula: “Si quieres vivir mucho tiempo –y ser feliz—torea el toro”.
Stan Laurel “Mud and sand”
De todas las novelas de Blasco Ibáñez es “Sangre y Arena” la que ha tenido mayor número de volcados a la pantalla. Nada menos que ocho, sumando las parodias y la telenovela brasileña, de nada menos que 135 capítulos, que con el título de “Sangue e areia” se emitió en 1967/68. Habrá que hablar de ella en su momento, porque tal vez merezca la pena, ya que fue una de las iniciadoras de tal género televisivo.
En 1941, cuando el escritor llevaba en la tumba 13 años, el director Rouben Mamoulian --que ya tenía en su haber filmes de la calidad y éxito de “Las calles de la ciudad” (1931), primigenia obra maestra del cine negro, “La reina Cristina de Suecia” (1933) o “La feria de la vanidad” (1935)-- dirigió una tercera versión de “Sangre y Arena”, que muchos consideran la mejor de todas. Como había sucedido con la adaptación de Fred Niblo, también en esta ocasión la película contribuyó de manera decisiva al lanzamiento de una nueva estrella, aunque en menor proporción de lo que había sucedido antes con Valentino. La despampanante y hermosísima Doña Sol a la que dio vida Rita Hayworth, nuestra Margarita Cansino teñida de rojo, no sólo fue su primer papel protagonista, sino su mayor éxito hasta el momento, afianzando así su camino al estrellato tras la buena acogida que había tenido dos años antes su participación secundaria en “Sólo los ángeles tienen alas” (Howard Hawks, 1939).
Mucho menos interés tiene la versión que en 1989 realizó el español Javier Elorrieta, un frustrado intento de producción internacional a lo grande por el que pasean sin mayor gloria una joven Sharon Stone en compañía de Chris Rydell y Ana Torrent.
Pese a esta larga lista de versiones fílmicas de “Sangre y Arena”, se podría concluir dolorosamente que ninguna de ellas constituye realmente una adaptación fiel de la novela de Blasco. Quizás con la excepción de su propia película, que con sus intentos documentales y veristas del mundo que describe, no sólo del drama amoroso, se acerca más a las intenciones del texto primigenio. En el resto de los casos (desconozco la telenovela), el deslumbramiento de los adaptadores por el colorido de la fiesta y por la intensa trama melodramática de la relación triangular de los protagonistas, les condujo a volcarse hacia el mero tipismo exótico, que quizás pensaron, no sin razón, que constituía el mayor filón comercial del texto.
El coste del triunfo fue la desaparición de todas las connotaciones sociales o religiosas que contiene la novela, que son muchas, siempre enfrentadas desde postulados progresistas, y especialmente del esencial contenido anti-taurino que explicita “Sangre y arena”, también en este terreno fiel expresión de las ideas del autor. Así lo había visto Hoyos y Vinent en la versión de 1921 en la crítica de ABC que ya hemos citado, y así lo vio en 1993 el crítico J. A. Rámirez en “La arquitectura del cine. Hollywood, la Edad de Oro” (Alianza Editorial, 1993), quien ha dejado escrito sobre la versión de Mamoulian:
“El anticlericalismo mordaz e irónico de la descripción de la procesión de la Semana Santa por Blasco Ibáñez, es vuelto espiritualidad y exotismo en un tratamiento esteticista, destacable sobre todo en la versión de Mamoulian para la 20th Century Fox. El pasaje de la capilla en la plaza de toros al final de la novela, donde Blasco critica la falsedad de la Iglesia, donde el fervor y el rito se ridiculizan y la capilla es una estancia pobre y destartalada, es convertido en un momento lleno de espiritualidad religiosa y la capilla mamouliana posee el colorido y el estilo pictórico del Greco”.
Ayer falleció Antonio Resines. Cuarenta años de mi propia vida, momentos de amistad y trabajos compartidos, quedan ya sólo en mi memoria.
Pero de los que se van nos queda lo que han hecho.
En agosto del año pasado, la última vez que pasó unos días hicimos este vídeo, poniéndole imágenes a una composición instrumental de Antonio, “El reflejo del bosque en el lago”. Esta mañana me he atrevido a añadirle unas palabras, cuatro versos quizás, y aquí lo dejo.
En otros tiempos, esta misma música de Antonio me sugirió otro poema:
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
En "Fontana Rosa"
4.- Vicente, Irving y Greta. Construyendo la mujer de hielo y fuego
No deja de ser cuando menos curioso que las novelas de Blasco Ibáñez, a más de servir a Hollywood para definir el mito erótico y cinematográfico del amante latino, sirvieran igualmente para sentar las bases del modelo contrapuesto que representó nada menos que Greta Garbo, quien debutó en el cine americano con sendos personajes extraídos de textos del valenciano. Parecería lógico pensar que el carácter esencialmente mediterráneo y sureño de Blasco resultaba ideal para expresar el tipo de masculinidad representada por Rodolfo Valentino, pero mucho menos de una femineidad procedente de la fría Suecia, tan lejana a él.
Hay muchas cosas que separan a los tipos humanos recreados por ambas estrellas hasta convertirlos en prototipos. Frente al modelo delatin loverrepresentado por Valentino --basado en la extroversión de los sentimientos, que facilita la conquista, y la fisicidad de su pasión amorosa, que expresa con su constante actividad física--, el de Garbo se establece a partir de la interiorización sentimental y el estatismo inescrutable de sus personajes. Ambos, no obstante, comparten una característica que Blasco tenía especial habilidad en mostrar en sus novelas y que los adaptadores supieron trasladar a la pantalla: el misterio que emanan sus personajes.
"Torrent". Las dos caras del mito
Tanto en un caso como en otro, bajo la aparente claridad lineal del modelo que definen se encierra una buena dosis de sentimientos sugeridos, contrapuesta y complementaria de la imagen exterior, física. Una complejidad interior que aleja a sus personajes respectivos (y a los mitos correspondientes) de cualquier tentación a la simplificación; sometidos, como están, a una tensión permanente entre ambas partes de su personalidad, la sumergida y la visible, siendo el enfrentamiento interior de esas sensibilidades contrapuestas lo que conduce y condiciona la acción compleja de las novelas de Blasco y de sus adaptaciones al cine, especialmente en las películas protagonizadas por Garbo y Valentino. El arrollador galán también tiene su corazoncito y la fina actriz sueca no es sólo un bloque de hielo. Es esa contradicción íntima de sus personajes, esa tensión entre la realidad y el deseo, ese misterio, lo que los distingue de las estrellas al uso del momento y lo que a mi entender convirtió a Valentino y Garbo en estrellas y, aún más en mitos cinematográficos y en buena medida también eróticos. En un caso y en otro, que se certifique, ahí estaba la creatividad de Blasco Ibáñez para permitirles nacer y desarrollarse.
Francisco Ayala, miembro de una generación literaria, la de la República, que había nacido con el cine, como se encargó de poetizar uno de ellos, dedicó a Greta Garbo uno de capítulos de su “Indagación del cinema”, libro primerizo que publicó en 1929 en el que explicaba su amor por un arte que acababa de entrar en el sonoro. Comenzaba el artículo con una definición lapidaria e inspirada que no necesita posteriores explicaciones:
“Greta Garbo es un alma ardiente como la nieve”
Por eso, cuando la risa de Ninotchka derritió el hielo y permitió que apareciera en pantalla su alma ardiente, rendida de amor y pasión por Melvyn Douglas, se rompió el mito y la actriz abandonó al personaje para sumergirse en su yo más íntimo lejos de las cámaras.
Hollywood, tierra de promisión
La que luego acabaría siendo gran diva del cine universal ayudada por su habilidad para adaptarse al sonoro que ya casi estaba ahí, había llegado a Estados Unidos casi por casualidad en 1925 con tan sólo 20 años mal contados. Como es bien sabido, o sí no basta darle a un par de teclas para comprobarlo, se llamaba en realidad Greta Lovisa Gustafsson y había nacido en Suecia, donde ya había hecho sus primeros pinitos en la interpretación, alcanzando una cierta resonancia con su papel en “Te saga of Gosta Berling” (1924), basada en una novela de Selma Laguerlof y dirigida por uno de los más respetados cineastas suecos, Mauritz Stiller, que la rebautizaría con el apellido Garbo y se convertiría en su mentor. Sin ningún interés sexual por ella, quizás convenga aclararlo que hay mucho malpensado, pues se trataba de un notorio homosexual. También había recibido la joven actriz una buena nota por su interpretación en “Bajo la máscara del placer”, película del alemán (ahora sería checo, pues nació en Bohemia) Georg Wilhelm Pabst, otro nombre histórico del cine europeo que empezó mejor que acabó.
Durante toda su historia, Hollywood, que es como decir la industria cinematográfica estadounidense, ha sido un abductor de talentos en cualquiera de las especialidades en la realización de películas, de actores a escenógrafos, de directores o escritores a expertos en efectos especiales o a músicos o diseñadores de videojuegos. Así ha sido siempre, desde el bieloruso Louis B. Mayer o el húngaro Adolf Zukor, que pusieron las primeras piedras de los primeros estudios de lo que entonces era unmiserientopueblo del desierto, hasta el español Bardem o el mexicano Iñárritu, último y flamante Oscar del tinglado peliculero, pasando por el retorcido Hitchcock.
Sin embargo, hay diferencias importantes entre los emigrados según las épocas. Si a partir de mediados del siglo XX la contratación de profesionales extranjeros era para las grandes productoras una cuestión esencialmente comercial, en los años 20 se trataba, prácticamente, de una cuestión de supervivencia. En sólo un par de décadas las películas habían cambiado por completo la manera en que la gente disfrutaba de su tiempo de ocio, habiéndose convertido el cine en la primera forma de entretenimiento popular, desplazando al vodevil, el circo, el cabaret y otras formas escénicas que hasta ese momento habían sido las hegemónicas. Ese crecimiento vertiginoso había dado lugar al nacimiento de una industria, ya poderosa, pero aún consolidándose, que por si fuera poco disputaba el control de la exhibición mundial a las todavía poderosas productoras alemanas, italianas o francesas. En tales circunstancias, en pleno boom comercial, que exigía más y más celuloide para devorar, y en guerra con la competencia, es de comprender que Hollywood necesitara sacar talento hasta de debajo de las piedras, porque el talento era el petróleo que la mantenía en movimiento. Así, fueron apareciendo en los títulos de crédito de las cintas de Hollywood, más o menos cambiados o disimulados, apellidos franceses como Tourneur, alemanes como Lubisch, Murnau o von Stroheim, británicos como Maugham, polacos como Negri o italianos, como Valentino. O suecos, como Garbo.
En una de sus operaciones de caza de talentos de Louis B. Mayer --todopoderoso señor de las alturas de la Metro-Goldwyn-Mayer, que acababa de crear a partir de la Metro Pictures Corporation (recuérdese, la productora que había filmado “Sangre y Arena” y “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”)-- decidió contratar a un prestigioso director sueco. Tal era el mismo Mauritz Stiller al que ya nos hemos referido más arriba, quien debió quedar encantado con la propuesta del Emperador del Cine Americano pero puso como condición para cruzar el charco que le acompañara su pupila, la misma Greta Lovisa Gustafsson que él ya había renombrado Garbo.
Al llegar así, casi por casualidad a Hollywood, Greta Garbo tuvo la suerte de caer en la MGM y que Mayer la pusiera en manos de su jefe de producción, un joven de 27 años que estaba llamado a convertirse en una leyenda del cine y que merece un breve párrafo de presentación, pues aunque personaje secundario en esta historia, no es sólo un figurante.
Thalberg, un inventor de mitos que vivió deprisa
Irving Grant Thalberg --que bien podía haber prescindido del segundo nombre para abreviar y llegar así antes a la posteridad, dada la celeridad con que vivió su corta vida--, había nacido en Nueva York en 1899 y apenas con 20 años se había introducido en la cosa de las películas a través de su tío, el no menos mítico Carl Laemle, dueño de los Estudios Universal.
En ese mundo en vertiginosa expansión, el joven debutante tardo tan sólo un año en ser productor ejecutivo. Tan atrevido debía ser que al siguiente se atrevió a echar del rodaje de “Los amores de un príncipe” nada menos que a Erich Von Stroheim, ya un director prestigiado y de éxito, con el que no obstante seguiría colaborando en obras maestras como “Avaricia” (1923/25), o “La viuda alegre” (1925), siempre, eso sí, con conflictos y discrepancias. En realidad se trataba de una batalla privada entre director y productor para dirimir quién era el verdadero autor y dueño de la película. Una pelea que acabó ganando Thalber, que le hizo la vida imposible al austrohúngaro, y cuyo resultado le permitió implantar un nuevo concepto en la cinematografía, el de productor-autor, controlador directo de todos los procesos técnicos, argumentales y artísticos, responsable último, y prácticamente único, del éxito o fracaso de la película en cuestión. De ahí que el Oscar a la mejor película se entregue al productor. Un sistema que llegó a su cima en 1939, con “Lo que viento se llevó”, cuya autoría real nadie duda en atribuir a su productor, David O. Selznick, y que en el Hollywood de hoy parece haberse convertido en autoparodia, con directores de marketing ejerciendo de productores y las películas en manos de los técnicos de efectos especiales. A Irving Thalberg, desde luego, el modelo le dio buenos resultados en la creación de un buen número de excelentes filmes, que en conjunto le consiguieron 13 nominaciones al Oscar a la mejor película, de las que se llevó a casa tres estatuillas. Claro que llegó a producir alrededor de 90 antes de morir con 37 años.
Tal es el hombre en cuyas manos cayó Greta Garbo al poco de llegar a Hollywood y quien decidió que las dos primeras películas con las que se iba a presentar la nueva actriz al público americano, ambas rodadas y estrenadas en 1926, estuvieran basadas en sendos personajes e historias creadas por Vicente Blasco Ibáñez. Según algún historiador del tema, la intención inicial de Thalberg nada más conocer a Garbo, antes incluso de haber realizado la primera película, era que encarnara el personaje de una “mujer joven, pero mundana”, una caracterización que parece ser que no era del gusto de la actriz, pero cuya dualidad entre la inocencia de la juventud y la experiencia mundana se convertiría, cuando la perfeccionaron, en la base que permitió a Greta Garbo ser una estrella del cine y alcanzar la dimensión de mito.
Ingenua + vampiresa= mujer fatal
En esta época ya avanzada del cine mudo, a apenas un año de la irrupción del sonido en las pantallas, se podría decir el nuevo arte del siglo XX se encontraba en plena madurez expresiva, poseedor ya de un completo y complejo sistema de técnicas y signos que permitía desarrollar en las películas cualquier tema que les viniera en gana. Excepto el sonido, todo lo fundamental del lenguaje cinematográfico estaba ya inventado, del trávelin, la grúa y los efectos especiales al primer plano, el flashback o el montaje en paralelo. Existía, sin embargo, un territorio en el que las cosas no habían avanzado tanto.
Pickford
Cuando Greta Garbo llegó a Hollywood, los personajes de las grandes estrellas femeninas podían encuadrarse en dos categorías únicas y bien delimitadas: las ingenuas y las vampiresas. Ambos modelos (digamos, para entendernos, Mary Pickford o Lillian Gish en un lado y Gloria Swanson o Theda Bara en el otro) respondían a sendas catalogaciones del carácter y el papel de las mujeres de acuerdo a una idealización plenamente masculina. En un rincón, tierna y conmovedora, la mujer inocente y sumisa, fiel y entregada, futura madre amorosa de una caterva de hijos. En el contrario, la devoradora de hombres, apasionada y un tanto cruel, capaz de destrozarle la vida a cualquier en el éxtasis de un amor alocado. Un tiempo más tarde Antonio Machín expresaría esa doble fantasía de macho de manera inigualable:“¿Cómo se puede querer dos mujeres a la vez?”.
Swanson
Aunque Thalberg no hubiera oído al sonero cubano, que por la época estaba debutando en los cafetines habaneros, muy bien pudo caer en el tema y aventurar que tal vez la solución para no volverse loco estuviera en que ambas mujeres, la esposa y la amante, la ingenua y la vampiresa, se fundieran en una sola, uniendo cara y envés en un único personaje, confiriéndole esa mezcla de inocencia juvenil y mundana experiencia que ya hemos dicho que había pensado para lanzar a su nueva estrella.
No era una idea banal, porque a partir de ella los personajes hasta entonces planos de la ingenua o la vampiresa tomaron cuerpo y volumen humano, y las mujeres de la pantalla pasaron a ser de carne y hueso, contradictorias, múltiples y complejas, por mucho que la mirada que sobre ellas echara la cámara siguiera siendo estrictamente masculina. Si al nuevo personaje se le añadía misterio y atractivo sexual, ya estaba servido el mito de la mujer faltal.
“Torrent”. Una valenciana sueca antes de que las suecas aterrizaran en Valencia
Sin duda el éxito de “Los cuatro jinetes…” y “Sangre y arena” --añadido al de otros argumentos de Blasco Ibáñez, que para 1926 ya se habían filmado y a los que nos referiremos pronto-- contribuyó a que Thalberg eligiera “Entre naranjos”, una de sus novelas del ciclo valenciano que ya se había llevado al cine en España 12 años antes, para la primera película de Garbo en América. Lo que debió convencerle, sin embargo, tuvo que ser que el texto del valenciano contenía un personaje que parecía escrito ex profeso para ensamblar esa confrontación inocencia-experiencia que tenía en mente, aunque para ello introdujo numerosas variantes en la historia original.
En la novela[2], Rafael, un joven de buena familia, destinado a alcanzar, como su padre, grandes metas en la política y la industria naranjera, regresa a Alcira tras su estancia en la universidad añorando una vida más romántica y variada que la que le espera. En esas, cae rendidamente enamorado de Leonora, una misteriosa y famosa cantante de ópera, oriunda del lugar, con la que vive un apasionado romance que la familia desaprueba, presionándole para que finalmente la abandone. Han pasado ocho años. Ya casado, Rafael sobrelleva una aburrida vida de diputado en Madrid cuando se reencuentra casualmente con Leonora y todo vuelve a estallar de nuevo. Pero ya es demasiado tarde y sólo la soledad es posible
La adaptación fílmica --realizada, como las de “Los cuatro Jinetes…” y “Sangre y arena” por una guionista femenina, Dorothy Farnum en este caso-- muestra, ante todo, una inversión en la relevancia de los dos personajes protagonistas, pasando el femenino a ser el dominante y cambiando, por consiguiente, el punto de vista de la película. También le da una vuelta de tuerca a Leonora, resaltando su ingenuidad juvenil, que en la novela es un rasgo poco explicitado del personaje. Para conseguirlo, Leonora no es ya una cantante famosa desde el principio de la película, sino una joven de origen humilde que vive con Rafael un amor repudiado por la familia. Ella huye de Alcira, y sus facultades para el canto la convierten en la sensación de los escenarios de París, donde disfruta de la vida mundana que le da numerosos admiradores y amantes pero que también la endurece. Se hace llamar La Brunna, nombre de mujer fatal donde los haya. A la muerte de su padre regresa al pueblo, pero, igual que en la novela, ya es tarde para retomar el amor con Rafael.
“Torrent”, que es el título que le dieron a la película en alusión a una tormenta que pusieron en medio, fue dirigida por Monta Bell, que realizó con ella su obra más recordada. Recaudó al parecer 668.000 dólares en todo el mundo, dándole al estudio una ganancia de 126.000, lo que era un buen pellizco, aunque no un éxito espectacular. A anotar en el capítulo de singularidades la presencia como coprotagonista de Ricardo Cortez, una nueva imitación de Valentino, aunque éste había nacido en Nueva York, hijo de una familia judía de origen austriaco y húngaro. Y es que en el Hollywood de la época pesaba más la facha que la raza.
En cualquier caso, “Torrent” ya ofrecía la doble cara del personaje que Thalberg había pensado para Garbo, aunque todavía fueran dos personalidades sucesivas, explicitas ambas y no excesivamente intrigantes, a las que aún les quedaba integrarse en una sola imagen simultánea y misteriosa para ser merecedoras de la definición que hemos visto que Francisco Ayala le dio por aquellos años de mujer de hielo y fuego.
“Torrent”
“The Temptress”. Una nórdica entre Argentina y París
El estreno el 10 de octubre de 1926 de “The Temptress” (“La seductora”), también basada en un texto de Blasco Ibáñez, supuso un paso más en la creación del personaje definitivo que habría de elevar a Greta Garbo al estrellato.
La novela original, que lleva el título de “La tierra de todos” (1922), utilizado también en la distribución de la película en los países de habla hispana, la había escrito Blasco ya con la intención directa de ser llevada al cine, aunque la idea venía de antiguo. Pensada inicialmente para formar parte de la tetralogía sobre Argentina que había anunciado que iba a escribir cuando acabó su estancia en aquel país en 1914, de la que sólo había publicado aquel mismo año “Los Argonautas”, la idea le acudió de nuevo a la cabeza cuando se sintió acuciado por la industria cinematográfica para que elaborara nuevos argumentos, adaptándola, es de suponer a lo que él consideraba que resultaba más adecuado para el cine.
“La tierra de todos” cuenta una historia de amor maldecido por la fatalidad que transcurre entre el contexto épico y social de la Argentina profunda y la sofisticada vida social de París. Pasión y aventura era su fórmula, pues de fórmula se podría hablar aplicándolo al conjunto de novelas que escribió bajo el concepto de cinematográficas, y que, como nota valorativa, debe advertirse que constituyen lo más endeble de la obra literaria de Blasco Ibáñez.
La acción de la novela transcurre entre dos continentes, América y Europa, y narra la vida del Marqués de Torreblanca, un vivido noble de origen toscano, ahora terrateniente y comerciante argentino que añora París, donde disfrutó años de sofisticación y farra y en la que conoció a la Bella Elena, ahora la señora marquesa, cuyo destino fatal parece ser atraer el mal sobre los hombres que ama. Como se puede ver, un territorio en el que todos los melodramas, exotismos y excesos argumentales tienen cabida, de cuya explicación nos abstendremos.
La adaptación cinematográfica, debida de nuevo a Dorothy Farnum, tiene numerosas diferencias argumentales con la novela, destinadas, también en este caso, a poner en valor el personaje femenino sobre el masculino y, por tanto, a destacar el papel estelar de Greta Garbo, lo que exigía hacer prevalecer los elementos dramáticos de la historia amorosa y llevar al terreno de la anécdota y el tipismo los componentes épicos y sociales de la novela original, que son muchos. No hay que profundizar mucho para entenderlo. Basta comparar el título de una, “La tierra de todos”, y el de su consecuencia cinematográfica, “La seductora”, para ver de qué va la cosa.
En cualquier caso, y pienso que eso es lo importante, La Bella Helena le permitió componer a Greta Garbo un personaje prototípico de vampiresa trágica, atormentada por la culpa de la capacidad destructiva de su amor. Una mujer fatal de libro, aunque todavía le falten al personaje algunos quilates de misterio, que son los que construyen el mito. Tal vez el problema estuviera, precisamente --y es una impresión a lo mejor apresurada--, en uno de los elementos básicos de los personajes aportados por Blasco: su condición latina. Francamente, resulta difícil asimilar la carnalidad de una valencia apasionada o una exultante argentina con el físico estilizado y frío de una diosa nórdica.
En esa insistencia en la latinidad de estos iniciales personajes femeninos de Garbo debió pesar, sin duda, el éxito previo de Valentino y del modelo de amante latino que había dibujado con la ayuda del escritor valenciano, haciéndo moverse a ambos personajes, masculino o femenino, en el mismo terreno de confrontación del exotismo con la civilización y del enfrentamiento del romanticismo íntimo con el erotismo exterior. Tal vez para acentuar ese carácter, Irving Thalberg escogió esta vez un coprotagonista hispano de verdad, y no impostado, como el anterior. Merece un párrafo, porque, al menos para los españoles, ofrece un rasgo distintivo con el que identificarse: era paisano.
Manuel, el personaje enamorado de Elena, primero en París y luego en el reencuentro argentino, y competidor por su amor con el Marqués, está interpretado por Antonio Moreno, un madrileño que había emigrado a Estados Unidos de adolescente acompañando a su madre y que se había dedicado desde joven al cine. En la ola de entusiasmo que suscitó el éxito de Valentino se le incluyó en la pléyade delatin loversque intentaban emularle, territorio en el que consiguió una pronta aunque efímera fama, que en el momento de coprotagonizar “The temptress” estaba en su apogeo. Llegó a formar pareja, aparte de con Garbo, con Gloria Swanson, Alice Terry o Clara Bow, entre otras muchas estrellas del firmamento, y acabó como actor de carácter con una filmografía de más de un centenar de títulos. Su último papel en 1955, cuando tenía ya 68 años y faltaban 12 para su fallecimiento, fue el de Emilio Figueroa, una de los mexicanos de la patrulla de “Centauros del desierto”, la obra maestra del maestro John Ford. Antonio Moreno volvería a interpretar, como veremos, un personaje de Blasco Ibáñez.
Para dirigir “The temptress”, Thalberg eligió a Mauritz Stiller (recordemos, el director sueco cuya tozudez obligo a la Metro a fichar a la Garbo), que desde que llegara a Hollywood acompañado por la actriz había permanecido inactivo. La cosa acabó malamente. El carácter nórdico del director, que por otra parte apenas hablaba inglés, al parecer tropezó inmediatamente con el latino del protagonista, con quien mantuvo acalorados enfrentamientos desde el primer día. El productor se decantó por la estrella y puso de patitas en la calle a Stiller, que no se recuperó del golpe y regresó a Suecia dos años después, tras buscar el éxito con cuatro películas que no lo consiguieron. Así pues, el descubridor del mito no pudo compartir su gloria. Le sustituyó Fred Niblo, un veterano de toda confianza que ya había dirigido “Sangre y arena”, lo que suponía sin duda una eficaz recomendación. “The temptress” casi llegó al millón de dólares de recaudación, de los que aproximadamente un tercio fueron a parar a la cuenta de beneficios de la productora.
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
Con Antonio Moreno y Rex Ingram
5.- Cuatro películas desaparecidas para estrellas que apagó el sonoro
La ayuda prestada por los personajes y las historias de Blasco Ibáñez a la creación de los mitos representados por Rodolfo Valentino y Greta Garbo constituye, a mi entender, la mayor aportación al cine por parte del escritor valenciano. Pero no fue la última. Entre los dos filmes de Valentino y los dos de Garbo, Blasco aportó cuatro nuevos argumentos al cine de Hollywood, dos de ellos extraídos de sendas novelas previas (“Los enemigos de la mujer”, 1923, y “Mare Nostrum”, 1926) y otros dos escritos directamente para el cine y, que yo sepa, nunca publicados en libro (“Argentine Love” y “Circe, the enchantress”, ambas de 1924). Excepto algunas bobinas incompletas de “Los enemigos de la mujer”, que se conservan, parece ser, en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, estas cuatro películas están desaparecidas, así que poco se puede hacer con ellas, salvo imaginarlas, en la medida de lo posible, que es poco.
Por el escaso rastro que han dejado se puede colegir que no tuvieron demasiado éxito ni repercusión, pese a ser todas ellas producciones lujosas de alto coste, estar protagonizadas por auténticas estrellas del momento, aunque con el tiempo hayan caído en el olvido, y contar con directores solventes e incluso brillantes. Por lo que se puede deducir leyendo las sinopsis argumentales que he podido rastrear aquí y allá, estos cuatro filmes insisten en las mismas características estructurales y argumentales (un tanto desmelenadas, eso sí) que habían conducido al éxito de “Los cuatro jinetes…” y “Sangre y arena”, y que inmediatamente se lo darían a “Torrent” y “The Temptress”, aunque no les sirvieron de mucho.
Según la ya citada carta a Martínez de la Riva de octubre de 1921, los productores comenzaron a proponerle que elaborara argumentos originales inmediatamente después del éxito estreno de “Los cuatro jinetes...” y recién producida “Sangre y Arena”.Blasco escribió, no sin una cierta petulancia de provinciano triunfador en la capital del mundo:
"En este momento trabajo muchísimo..., pero es escribiendo novelas cinematográficas para las dos casas más grandes y poderosas de los Estados Unidos, y como es natural del mundo entero: la Metro y la Famous Pley (sic). Hasta ahora habían sacado films de mis novelas. En el presente momento escribo novelas inéditas, directamente para el cinematógrafo. El cinematógrafo llena el mundo, pero todavía no ha llegado nadie a ser un novelista universal cinematográfico."
Tango trágico para Bebe Daniels
Los primeros que produjeron un argumento original de Blasco fueron los históricos pioneros de Hollywood Adolph Zukor, austrohúngaro emigrado, y el californiano Jesse L. Lasky, fundadores de las empresas Famous Players-Lasky, a la que incorrectamente se refería el escritor en su carta, y Paramount Pictures. Ellos fueron los productores y distribuidores de “Argentine Love”, que es el título USA de la película y que en la versión hispana se tradujo por “Tango trágico”, que parece resumir bastante bien la esencia de la cinta.
No he encontrado otro resumen argumental que una breve reseña publicada en Nueva York a raíz del estreno en diciembre de 1924. En ella, aparte de calificar a Blasco de “capitán del romance”, se adelanta que la acción transcurre entre Argentina y Estados Unidos y que se cuenta la historia de Consuelo, una joven “española” (hay que suponer que quieren decir argentina) amada por dos hombres, un terrateniente de la pampa y un ingeniero estadounidense. La chica se escapa con el norteño a su país la víspera de su boda con el pampero, pero pasa el tiempo y vuelven a encontrarse, lo que da lugar a una marimorena que no he conseguido desentrañar pero que tiene toda la pinta de ser tremenda.
Del papel de Consuelo, la mujer fatal de turno, se encargó Bebe Daniels, actriz de largo recorrido que había empezado como niña actriz y que para esos años ya llevaba una cincuentena de películas a sus espaldas, a las que hay que sumar las otras tantas que aún le quedaban por delante. Su mayor éxito, por el que debería ser recordada para siempre, lo obtendría en 1933 como protagonista del musical de Busby Berkeley “La calle 42”. Entre tanto ajetreo aún tuvo tiempo para escribir sus propios programas de radio, producir películas de otros e incluso ser heroína de la II GuerraMundial, que pasó en el Londres bombardeado. Algo importante debió hacer porque en 1948 el presidente Harry S. Truman la condecoró de propia mano con la Medalla de la Libertad. En 1963 Daniels sufrió una apoplejía que la retiró totalmente hasta su muerte por hemorragia cerebral ocho años después, cuando ella tenía 70. Y es que hay muchas películas en las películas.
Dwan, con gorra, en su traveling
También tuvo una carrera de largo recorrido el director, Alan Dwan, un canadiense que, además de inventarse el trávelin para rodar un plano que sin él hubiera sido imposible, llegaría a sobrepasar el centenar de títulos rodados en sus 50 años de actividad cinematográfica, de 1911 a 1961. Ninguno de ellos es una obra maestra, pero todos tienen un algo, una simpatía y una viveza, que los hace atractivos y, según quienes saben, una solvencia técnica a prueba de bomba. Cuando se retiró, o le retiraron, aunque le quedaban 20 años de vida (murió a los 86), que dedico a legar a quien quisiera entrevistarle sus impagables recuerdos del Hollywood clásico y su chispeante sentido del humor, propio del viejo sabio que acabó siendo.
La cinta que produjo el ciudadano Kane
Lo más destacado de “Enemies of woman” (1923), la película que siguió inmediatamente a “Sangre y arena” (1922), es la figura de su productor y la trágica historia de la actriz que la protagonizó. Él era el magnate periodístico y cinematográfico William Randolph Herarst (sí, el mismísimo Kane de Welles), que siguiendo su gusto por la ostentación no ahorró un dólar en la producción, realizando todo el rodaje en Montecarlo y sus casinos, donde transcurre una acción entre personajes que Ramiro Reig define con un escueto “duques y condes de diversas nacionalidades”. No creo que hagan falta más explicaciones sobre el ambiente de lujo de la película. Quien lo desee puede leer directamente la novela original, “Los enemigos de la mujer”,que se había publicado en 1919 y que se puede encontrar en internet. Comienza con un axioma categórico: “El príncipe repitió su afirmación: --La gran sabiuría del hombre es no necesitar a la mujer”. A partir de ahí todo es posible.
Según una de las versiones que circulan sobre “Enemies of woman” bien podría ser que Hearts hubiera organizado todo el tinglado para ayudar a la protagonista, Alma Rubens, de la que se había convertido en protector, bien por haber tenido una historia amorosa con ella o bien por ser la actriz íntima amiga de la fiel amante del magnate, Marion Davis. O por las dos cosas a la vez, vaya usted a saber. Rubens, que tenía entonces 27 años y llevaba 10 en el cine, había interpretado ya una cuarentena de papeles en otras tantas películas de todo tipo de géneros y gozaba de un cierto renombre, especialmente desde el éxito que había obtenido con “Humoresque” (Frank Borzage, 1920). Pese a ello, un dolor vital le asomaba en los ojos.
El problema de Alma (premonitorio nombre para una vida atormentada) era la heroína y las drogas en general, a las que llevaba años enganchada y que la convirtieron en una persona inestable y una actriz conflictiva. Se retiró derrotada en 1929 y sus dos últimos años de vida debieron ser un infierno. Fue detenida y juzgada por tráfico de drogas, y un resfriado convertido en neumonía la hizo caer en estado de coma y fallecer el 22 de enero de 1931. Tenía 33 años y se llamaba Alma Genevieve Reubens. Cuando cambió, o le cambiaron, el apellido por el más artístico de Rubens, el Estudio la lanzó como descendiente, es de suponer que lejana, del pintor flamenco.
Con todo el despliegue de medios que realizó Hearst en la producción de “Enemies of woman”, quizás el mayor lujo de la película fuera, no obstante, su protagonista, Lionel Barrymore, gran señor de la escena y el cine norteamericanos que en aquel momento estaba en la cumbre de la fama, en lo alto de un podio que sólo aspiraban a disputarle sus propios hermanos, Ethel y John.
Como dato anecdótico, aunque gracioso, señalar que en el reparto estuvieron, sin acreditar, dos actrices que darían que hablar en el futuro: Clara Bow, ya conocida por sus escándalos y amoríos y que cuatro años después protagonizaría “Alas” (William A. Wellman, 1927), el primer Oscar de Hollywood a la mejor película, que cuya ficha aparece como “chica bailando sobre una mesa” y la insigne Margaret Dumont (“belleza francesa”), ya por entonces la hilarante dama seria de los vodeviles de los Hermanos Marx, papel que inmortalizaría luego en el cine.
La filmación de esta película es probablemente la que más de cerca siguió el propio Blasco, que ya residía en su lujosa residencia de la Costa Azul, comprada con los dineros ganados en Hollywood, y se trasladó durante buena parte del rodaje a Montecarlo, donde al parecer asesoró al director, Alan Crosland, en distintos aspectos no especificados. Hay testimonio directo de ello.
En el último relato de sus “Novelas de la Costa Azul”, publicado en Valencia en 1924, un años después del estreno de la película, contó la experiencia de un rodaje que, por primera vez había vivido tan de cerca. Lo título “Cómo los americanos cinematografían una novela”, y le dio un cierto tono de crónica novelada o de ficcionalizaciónde la realidad, como si presintiera que ahí estaban, en el horizonte, Truman Capote o Tom Wolf para cambiar la novela y el periodismo. Nuestro escritor tenía sin duda sentido dramático. Léase, como prueba, la primera página del cuento-reportaje, que así reproducida tiene todo su sabor:
Los que irrumpen en la tranquilidad franciscana del escritor, no constituyen, como dice haber temido en el primer momento, “una invasión de fascistas que hubiera atravesado la frontera” (recuérdese que Musolinni acababa de tomar el poder y que Blasco era un antifascista prematuro), sino una troupe de cómicos del cine con sus “caballeros vestidos de smoking y damas elegantes y hermosas, escotadas, en traje de soirée”. Uno de ellos se adelanta a los demás y le da la mano, campechano, mientras le suelta sin más ni más:
“-Mister Ibáñez: venimos de Nueva York, enviados por la Cosmopolitan Productions para filmar su novela “Los enemigos de la mujer”… Al saber que estaba usted en casa nos hemos dicho: ‘vamos a ver a míster Ibáñez’. Y aquí nos tiene”.
Quien se muestra tan efusivo es el actor Pedro de Córdoba, que interpreta un importante papel en la película y que es el principal interlocutor del autor. Blasco se muestra exultante en el relato, admirado y fascinado por el proceso de rodaje y todo lo que lo rodea. Le asombra la incansable actividad de los yanquis, que desde las seis de la mañana están en pie contratando figurantes o músicos y organizando las tomas para acabar de madrugada jugándose los cuartos a la ruleta. “¡Qué disciplina y qué salud!”, escribe, embobado y quién sabe si envidioso. Le fascina su facilidad para hacer posible lo imposible. “Cuando hay dinero para gastar, ¿sabe usted? Cuando hay plata abundante, nada es imposible”, le aclara el susodicho actor cuando Blasco se sorprende porque el director anuncia que se rueda a las seis de la madrugada de lo que ya es ese mismo día. Le deslumbra, sobre todo, su capacidad, la de aquellos peliculeros y la del cine, para transformar la realidad y el tiempo mediante los decorados, la ambientación o los cientos de extras vestidos de otra época. Incluso cambiando la hora del reloj de la torre. No obstante, Blasco es ya demasiado mayo y no puede eludir su vieja preocupación por la realidad y la ficción:
“El orden de los años también parecía invertirlo, lo mismo que el de las horas. Era la plaza del Casino tal como yo la había visto durante la guerra. Oficiales convalecientes paseaban, formando grupos. Varios inválidos con gorra de cuartel tomaban el sol en los bancos. Toda esta muchedumbre era fingida, o dicho con grosera exactitud, era una muchedumbre pagada”.
Pero lo que de verdad fascina a Blasco en aquellos felices días del rodaje de exteriores en el principado monegasco son los actores. En ellos, asegura, ve personificados los personajes que él había imaginado. Su creación puesta en pie:
“Al aproximarme al Casino me fueron saliendo al encuentro los principales personajes de “Los enemigos de la mujer”. Besé la diestra de una gran señora que bajaba las gradas vestida lujosamente. Era la duquesa Alicia representada por la hermosa artista californiana Alma Rubens. Un gentleman puesto de frac se echó atrás las alas de su capa negra y banca para saludarme. Sólo podía ser el príncipe Lubimoff. Y reconocí los ojos felinos y misteriosos, el gesto de Hamlet del gran actor americano Lionel Barrymore, héroe de los teatros de Nueva York”.
Deslumbrado y entregado, Blasco reconoce:
“En estos días no escribí ni hice otra cosa que seguir a Crosland, sirviéndole de intermediario, poniendo a su disposición todos los conocimientos y experiencias que han podido proporcionarme varios años de vida en la Costa Azul.”
Adorando a la encantadora Murray
En 1924 –o el anterior, porque esta es la fecha de estreno-- la actriz Mae Murray y su marido, el director Robert Z. Leonard, le pidieron a Blasco un argumento original para la próxima película que pensaban realizar con Tiffany Productions, su propia productora. El escritor decidió meterle mano a la mitología, un tema que, como la historia, le apasionaba, y se sacó de la manga “Circe, the enchantress” (“Circe, la hechicera”, aunque en España se tituló “La encantadora Circe”, que más bien trastoca el sentido original del título).
Circe es un mito bien conocido. La hija de Helios, el mismísimo Sol, y de Perseis, parida por el océano, cuyo poder para convertir en animales a los enemigos y saciar de amor a los queridos tanto juego había dado a Homero y tantos placeres y sufrimientos a su Ulises. ¿Cómo tradujo Blasco esa mitología tan mediterránea al argumento contemporáneo de una película de Hollywood? Resultaría interesante saberlo, pero no parece posible, porque la película está desaparecida, o yo no la he encontrado, y no existe, o yo no conozco, copia de aquel guión-escenario. Sólo pueden consultarse algunas breves sinopsis que apenas sirven para hacerse una idea de por dónde va el drama, que, por otra parte, parecen tener numerosos puntos en común con otras historias de Blasco, especialmente en el prototipo de protagonista femenina que presenta, una mujer inocente y buena que ante un hecho dramático de la vida se da al libertinaje, para acabar comprendiendo demasiado tarde que ese camino sólo la conduce a la infelicidad. Una y otra vez Blasco repitió en sus mujeres fatales el proceso moral de transgresión, culpa, arrepentimiento y expiación, todo muy judeocristiano pese al anticlericalismo feroz del escritor.
Circe se llama en la película Cecile Brunner (¡cómo le gustaban a Blasco los nombres sonoros y centroeuropeos para sus heroínas!) y es un jovencita virtuosa que tras la muerte de su madre se convierte en una auténtica vampiresa. El libertinaje y el exceso son ya su única norma y el placer su única moral, hasta el punto de ser incapaz de reconocer al amor cuando se le presenta, rechazando la declaración amorosa del doctor Wesley Van Martyn, que le reprocha su estilo de vida y le pide dejarla. Cecile se sumerge más aún en su círculo desenfrenado, centrado al parecer en el mundo alocado que rodeaba ese nuevo ritmo que estaba naciendo, el jazz, lo que debería haber conferido al filme un interés documental especial. Cecile se marcha lejos, donde sigue haciendo de las suyas hasta acabar hastiada de tanta juerga y disipación. Se arrepiente, pero queda inválida al ser arrollada por un coche en su intento de salvar a un niño del atropello. En su desgracia, es doctor Wesley, que al parecer reaparece, quien la salva y cuida.
De interpretar a Cecile Brunner se encargó Mae Murray. Era una actriz veterana, ya con una buena cantidad de películas a sus espaldas, que se encontraba en la cima de una exitosa carrera que llegaría a lo más alto al año siguiente con su interpretación de “La viuda alegre”, obra maestra de Eric von Stroheim que la introduciría en la historia del cine. Sin embargo, y aunque ella no lo supiera, estaba dando sus últimos pasos cinematográficos. El sonoro que llegaría un año después la devoraría como a tantas otras estrellas del mudo, si bien parece que también contribuyó a ello la violenta disputa que mantuvo con el superproductor Louis B. Mayer, quien la incluyó en su particular lista negra y la impidió trabajar con cualquier otra productora a partir de 1931. Según la crítica del New York Times de diciembre de 1924, cuando se estrenó la película en cuestión, todo en Circe-Murray era “exótico, elegante, delicado y esbelto”.
No se tiene noticia del éxito de “Circe, the enchantress”, pero alguno debió tenerlo, al menos en medida moderada, ya que el filme se distribuyó por toda Europa, aunque tuvo problemas con la censura en algunos países. En Italia, por ejemplo, sede de la central católica del Vaticano y en la que Mussolini hacía dos años que había tomado el poder, se suprimieron varias escenas de orgias y se prohibió para menores de 15 años. Un dato para anotar es la presencia en la ficha técnica, como escenógrafo, de Cedric Gibbons, histórico director artístico de la Metro, que firmó los decorados de alrededor de 1.500 película, por las que fue nominado al Oscar en 28 ocasiones y premiado en 11.
Una de espías
De “Mare Nostrum”, la última de estas películas desaparecidas de Blasco Ibáñez, o basadas en sus escritos, se puede decir, así a botepronto, que quizás se trate de la primera película específicamente de espías de la historia del cine, realizada nueve años antes de que Hitchcock pusiera de moda el género con “Treinta y nueve escalones” (1935). Aunque quizás no sea del todo cierto, francamente, tampoco es mentira del todo.
En 1918, tras el éxito que ya había obtenido “Los cuatro jinetes del apocalipsis”, Blasco decidió dedicarle dos novelas más a la Gran Guerra que acababa de terminar. Las tres se llevaron al cine, aunque ninguna de las dos últimas alcanzara, ni de lejos, la altura literaria o cinematográfica de la primera. Una fue “Los enemigos de la mujer”, que ya ha salido por aquí, y la otra “Mare Nostum”, que ahora entra. Pese a lo declarado por el propio escritor sobre sus intenciones, ninguna de ellas es, en realidad, una novela sobre la guerra y su horror, como sí lo era “Los cuatro jinetes…”. En “Los enemigos de la mujer” el enfrentamiento bélico no es sino un telón de fondo sobre el que transcurre la trama amorosa que en la película apenas se notaba. En “Mare Nostrum” --que sí tiene una importante trama de intriga política con la que Blasco muestra una vez más sus simpatías por los aliados-- priman también los componentes románticos sobre los históricos.
Blasco Ibáñez era un experto en buenos inicios, intrigantes y rápidos, de golpe inmediato e impacto seguro. El de “Mare Nostrum” es espectacular. Como un brochazo adelantado de realismo mágico o un eco de las mil y una noches:
“Sus primeros años fueron con una emperatriz. Él tenía diez años y la emperatriz seiscientos. Su padre, don Esteban Ferragut –tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia--, admiraba las cosas del pasado”.
Pero a partir de ahí, la única magia del relato está en las constantes alusiones didácticas a la mitología y las leyendas mediterráneas, farragosa costumbre de lo peor de la literatura de Blasco que en esta ocasión resulta un tanto indigesta. En su biografía, Ramiro Reig se muestra demoledor:
“A mi juicio, las disgresiones sobre mitología e historia (Anfitrite, Tritón, los navegantes genoveses) revelan el gusto de un decorador de salones del Segundo Imperio. Blasco, antes de tener gustos de nuevo rico en la vida real los cultivó en la literatura, como si quisiera demostrar que no era un novelista de la berza, sino un excelso parnasiano”.
Punto en boca. Pese a esos excesos discursivos, que es de suponer se rebajarían en la película, la trama tenía todos los ingredientes necesarios para arrebatar el gusto de los espectadores de la época. O al menos el autor, las estrellas, el productor y el director así debieron considerarlo. Había de todo: pasión y traición, intrigas internacionales, drama, persecuciones, peligro, exotismo, batallas marinas, efectos especiales, pulpos, un valenciano entre el amor y el deber y una espía alemana modelo Mata-Hari. ¿Se puede pedir más?
El mismo Reig ha resumido la trama de manera tan clara y sucinta que me alivia de ponerme a la labor:
“La trama amorosa, que sigue las pautas que ya nos son conocidas, va unida a un argumento de novela de aventuras. Freya pertenece a una organización secreta alemana que quiere destruir el mundo y trabaja a las órdenes de un malísimo doctor, que es la viva estampa del doctor No en una novela de James Bond, y de una doctora no menos perversa, que acumula en su persona todos los tópicos sobre este tipo de mujer. Es sabia, fea, fanática y varonil. (…) El papel de Freya es seducir a Ulises, el marino más experto de todo el Mediterráneo, para que realice la difícil misión de aprovisionar de combustible a los submarinos alemanes. Arrastrado por la pasión, traiciona a sus ideales y, poco después, se entera que el barco donde viajaba su hijo ha sido hundido por los submarinos a los que ayudó. La organización secreta que, como está mandado en asuntos de espías, no quiere tener testigos incómodos, entrega a Freya a los enemigos y persigue a muerte a Ulises. El mejor Blasco reaparece aquí, cuando se trata de describir escenas duras, trágicas. La del fusilamiento de Freya, inspirada en la historia de Mata-Hari, es de una emocionante belleza. Ulises muere también a lo griego. Sabiéndose condenado, decide afrontar la muerte cara a cara, pilotando su barco y desafiando los torpedos enemigos, para que sea el mar quien le acoja”.
“Mare Nostrum” no debió tener la recepción que esperaban sus responsables, incluido el propio Blasco, quien también asistió al rodaje, que tuvo lugar una vez más en la Costa Azul y en la propia España. Aliviado de sus componentes más discursivos, algo que es de suponer llevo a cabo el guionista Willis Goldbeck, la historia de amor y espionaje ofrecía atractivos suficientes que bien podían garantizar el éxito, como demostraría la posterior versión de la novela que daría lugar en 1948 a una producción hispano-mexicana dirigida por Rafael Gil y protagonizada por María Félix y Fernando Rey, de la que hablaremos cuando llegue el momento. Sin embargo, la revista Variety, biblia de la industria cinematográfica yankee, la califico de “unquestionably draggy”, algo así como “definitivamente pesada” o “tonta”. Por algo debía ser, aunque a la vista de los títulos de crédito parezca difícil entenderlo, porque el filme no solo reunía amor, acción y aventura sino, sobre todo, una buena cantidad de talento.
De la dirección y la producción, para la MGM, se ocupó Rex Ingram, director, guionista y productor irlandés que cinco años antes había introducido a Blasco en América con “Los cuatro Jinetes…” y gozaba de gran prestigio. Erich von Stroheim, nada dado a las adulaciones le había calificado como "el mejor director del mundo”, y Dore Schary, el mítico productor le colocó el segundo en su particular lista de los directores más creativos de Hollywood, después de D. W. Griffith, e inmediatamente antes de Cecil B. DeMille, y Erich von Stroheim.
El sonoro acabó con la carrera de Ingram, como acabó igualmente con la de la protagonista de “Mare Nostrum”, Alice Terry, que también había participado en aquel debut cinematográfico en América del valenciano. Terry e Ingram estaban casados, e hicieron lo mejor de sus respectivas obras en colaboración, montando un tándem actriz-director que funcionaría perfectamente en películas como “El prisionero de Zenda” (1922), “Scaramuche” (1923) o “The arab” (1924), en las que la actriz emparejó con Ramón Novarro, y “The Garden of Allah” (1927), cuya versión hablada de 1936 protagonizaría Marlene Dietrich.
Desde unos años antes la pareja residía en Europa, muy cerca de la villa del escritor, concretamente en Niza, donde Ingram y Terry habían fundado una pequeña empresa, Victorine Studios, con la que produjeron varios filmes para la Metro Goldwyn Mayer, entre ellos “The Garden of Allah” y la propia “Mare Nostrum”. Terry parece ser que quedó muy satisfecha de su película con Blasco, que algunos historiadores dicen que era la preferida entre todas las que había hecho y sobre la que luego declaró a la prensa que había sido “La única que me dio la posibilidad de actuar”.
También era de campanillas el protagonista masculino, el español Antonio Moreno, en su momento más alto de apasionado amante latino, del que ya hemos visto que ese mismo año fue partenaire de Greta Garbo en “The Temptress” (“La tierra del todos”).
Todo ello no sirvió para nada a la hora del éxito. La película terminó perdiéndose en algún almacén inadecuado de celuloide rancio.
Balance americano
Hasta aquí llega la presencia directa de Vicente Blasco Ibáñez en el cine de Hollywood. Entre “Los cuatro jinetes…”(1921) y “La tierra de todos” (1926) habían transcurrido únicamente cinco años en los que se habían producido nada menos que ocho películas sobre textos del valenciano, seis novelas y dos argumentos originales. Si no fuera porque no he averiguado nada sobre el tema podría decir que ocho adaptaciones de un mismo escritor en tan corto espacio de tiempo es un record cinematográfico mundial. El balance de resultados fue, además, extraordinario. Es cierto que la mitad de esas obras se han perdido prácticamente en el olvido, pero la otra mitad no sólo consiguieron grandes éxitos en su momento, sino que con el tiempo han acabado convertidas en hitos de la historia del cinematógrafo, mojones que marcan significativos cambios cualitativos en la construcción del cine considerado como lenguaje, cultura e industria a un tiempo.
Antonio Moreno, Rex Ingram, Blasco Ibáñez, Alice Terry. 1926
“The four horsemen of the Apocapypse” (“Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, 1921) “Blood and sand” (“Sangre y Arena”, 1922), “Torrent” (“Entre naranjos”, 1926) y “The Temptress” (“La tierra de todos”, 1926) son todavía hoy cuatro películas que se dejan ver con interés y aprovechamiento. Por mucho, claro está, que los usos y modos del espectador hayan cambiado tanto desde entonces, haciendo que enfrentarse ahora con una película muda obligue a un considerable esfuerzo de concentración, exigencia que prácticamente ha desaparecido del cine actual.
Cuatro películas con las que los personajes y las historias concebidas por Blasco Ibáñez sirvieron para fijar (o poner las primeras piedras) los dos primeros y más importantes mitos cinematográficos de la historia, que han permanecido en el tiempo, incluso hasta convertirse en tópico y lugar común de sendos modelos eróticos, masculino y femenino. El Amante Latino y la Mujer Fatal a los que dieron Forma Valentino y Garbo, y eso es lo que cuenta en esta historia, constituyen quizás los dos primeros mitos contemporáneos que sólo el cine, y no otras formas artísticas, podía crear en tan poco tiempo, gracias, sobre todo, a su inmenso poder de penetración en el imaginario colectivo del siglo XX. Pues bien, en el momento justo y el lugar adecuado estuvo nuestro protagonista, que en el año concreto de 1926 en el que aún estamos, se encontraba en su momento de mayor popularidad y éxito internacional, aunque bien es cierto que también en el declive de su carrera literaria y, lo que es peor, recorriendo el último tramo de su vida.
Andanzas cinematográficas de un literato en la corte de Hollywood
6.- Fundido a negro
A la vejez, viruelas, dice el saber popular en un refrán que bien puede recordarse al hilo de los últimos años de vida del protagonista de esta historia.
Alguna cosa debía roerle la cabeza a aquel Blasco que gozaba de fama internacional, riqueza y una lujosa villa desde la que, como hemos visto, podía “oírse el latido y la respiración de la Naturaleza en reposo”, porque no obstante y que rondaba ya la sesentena decidió, así como de pronto, retomar con ardor juvenil la lucha política, de la que todos los datos parecen asegurar que estaba totalmente alejado desde que en 1907, hacía ya casi una veintena de años, había dimitido de su cargo de diputado. Sin embargo, ahora había un hecho novedoso que sin duda debía revolver las tripas del viejo republicano radical que era el escritor. El 13 de septiembre de 1923 un militarote malencarado y autoritario había tomado el poder en España mediante un golpe de Estado que había contado con la aquiescencia de Alfonso XIII, estableciendo una extraña Dictadura con Rey que a Blasco le debía resultar realmente indigerible.
Con José Benlliure en Fontana Rosa
El escritor se metió en la batalla con todo entusiasmo, lanzando desde su villa de Mentón una virulenta campaña de ataques contra Primo de Rivera y la dictadura con el mismo ardor juvenil y la misma intuición que le habían hecho comprender en su Valencia natal que la propaganda era un arma política de primera magnitud. Además, entre aquellas luchas juveniles y estas de la senectud, Blasco había corrido mucho mundo. Había estado en América y allí había conocido las modernas técnicas de promoción de las películas, los productos en general, y decidió aplicarlas en su campaña de oposición. Se reunió con otros antimonárquicos, en especial con su amigo, y competidos en temas políticos, Miguel de Unamuno, dio conferencias de prensa, escribió en periódicos y revistas españolas y francesas, y publicó panfletos y folletos (o folletos-panfleto). Habrá que detenerse un poco, porque me parece una historia apasionante y educativa, que nos devuelve, en este fundido a negro, al Blasco aventurero y peleón de sus años mozos, que podía haberse amainado con la buena vida pero que, en cualquier caso, no se había perdido del todo.
“Vivo hace años alejado de la política, pero la situación actual de España me obliga a salir de mi retiro, empujándome otra vez a unas luchas que creí abandonadaspara siempre.
Confieso que he vacilado mucho antes de adoptar tal resolución. Mis gustos de novelista se complacen mejor en una existencia aislada y laboriosa. Mas por deber es preciso que combata como en otros tiempos, y sabido es que el deber resulta las más de las veces de un cumplimiento áspero y cruel.
Nada voy a ganar con la actitud de ataque que adopto ahora, y, en cambio, tal vez pierda mucho. Había yo llegado a la mejor situación que puede conquistar un escritor. Los más de los españoles eran amigos míos, agradeciendo, por solidaridad nacional, el prestigio más o menos grande que he podido obtener en el extranjero. Ahora tendré que renunciar a la amistad de algunas personas que, por interés o por convicción, transigen con el estado presente de España. Siento mucho apartarme de ellas: pero cuando se trata de cumplir un deber, el hombre honrado no debe vacilar entre los efectos individuales y las imposiciones de su conciencia.”
Así explicaba Blasco su vuelta a la política activa en “Una nación secuestrada (El terror militarista en España)”, el primero de los tres panfletos que dirigió contra la dictadura. En el mismo texto diagnosticaba son singular buen ojo clínico los males del país que justifican su regreso al campo de la lucha política:
“España es hoy una nación que vive secuestrada. No puede hablar porque su boca está oprimida por la mordaza de la censura. Le es imposible escribir porque tiene las manos atadas. El instinto de conservación impide que las gentes salgan a la calle para protestar contra tal esclavitud. Un ejército poseedor de todos los medios destructivos oprime al país y le es fácil borrar con fusiles y ametralladoras las quejas de la muchedumbre desarmada.”
Otro elemento que diferencia la última incursión política de Blasco de las ardientes batallas de su juventud. Si en aquellas primeras luchas el escritor-político contó con el apoyo popular directo que le daba el haber organizado el primer partido de masas, en este caso la batalla la dio solo, desde su casa de Mentón. Eso sí, ya no era un agitador provinciano y un autor principiante, sino una figura internacional de la literatura y el cine, una circunstancia de la que era muy consciente y que aprovechó convenientemente:
“Por azares de la suerte, tal vez más que por los propios méritos, mi nombre es conocido en una gran parte de la tierra... Llevo recibidas centenares de cartas pidiéndome que hable para que el mundo conozca la vergonzosa situación de España... Me ha sido imposible callar más. Cuando tantos españoles se ven imposibilitados de hablar dentro de su país, yo debo hablar por ellos.”
Parecería un poco como si Blasco volviera al ruedo a petición de los tendidos, pero, aún con cierta autocomplacencia, era verdad lo que decía. Su popularidad le permitía ejercer un papel y de una manera que de ninguna manera podría tener la misma eficacia si fuera un arriesgado soldado que luchara en el campo de batalla. De sus intenciones y de sus métodos de lucha daba buena cuenta, otra vez con una buena dosis de exageración y espíritu novelero, daba cuenta la cabecera del primero de sus panfleto, que quizás mejor que transcribirla sea verla directamente en imagen.
¿De verdad había editado dos millones de panfletos? ¿De verdad había “adquirido” dos aeroplanos tripulados por sendos “hombres de buena voluntad” ¿Y qué sucedía después del aterrizaje? ¿Contaba con una legión de fieles que repartieran los panfletos o esperaba una especie de sublevación espontánea en la que el pueblo fuera por sí mismo llevando la buena nueva de pueblo en pueblo hasta el último rincón de España?
Parece todo un poco novelesco, mismamente como sacado de “Mare Nostrum”, pero algo de cierto ha de haber en ello, porque Blasco siempre fue hombre dispuesto a gastarse los cuartos por una buena causa. El hecho real, comprobable, es que los panfletos entraron en España y se extendieron por ella de una manera que, teniendo en cuenta la fuerte censura de la dictadura, no podía ser sino clandestina. Escondidos en valijas y equipajes, vendidos en las traseras de las librerías, transmitidos de mano en mano, leídos en voz alta en las reuniones obreras y republicanas los panfletos fueron transmitiendo el mensaje de Blasco hasta crear un conflicto político de primer orden.
A pesar de sus ya más de diez años de residencia en Francia Blasco mantenía un enorme prestigio en España, especialmente entre los de ideas republicanas. Un respeto por su figura y su obra, que no procedía tanto de sus colegas escritores --que le consideraban, pero con los que a menudo había tenido enfrentamientos literarios y políticos y que no debían dejar una cierta envidia por el éxito internacional del valenciano--, sino de la masa de ciudadanos humildes, que recordaban de él su valentía personal, su radicalidad política y la enorme importancia educativa que para las clases populares había tenido su labor editorial. Arturo Barea, el mejor novelador de la república y la guerra civil quizás junto a Max Aub (al que ya hemos leído recordando a Blasco), le rememoraba así en su obra magna, “La forja de un rebelde”:
“Hay un escritor valenciano, que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Entonces dijo: yo voy a dar a leer a los españoles, y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a millares, y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos y allí los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído a Dickens y a Tolstoi, a Dostoievski, a Dumas, a Victor Hugo, a muchos otros”
Aunque no todos pensaban como Varea o Aub, Quien tiene tan fieles admiradores ha de tener, también contumaces adversarios. Blasco era hombre de totales. Quien le quería, le quería de verdad, pero quien le odiaba lo hacía con saña. En un artículo de 1950 publicado en Arriba, el diario del movimiento, el contumaz reaccionario que siempre fue Eugenio D’Ors se despachaba a gusto con quien había estado en sus antípodas literarias y políticas:
“Nacido casi a la vez que Unamuno, Valle-Inclán o Benavente, aquel ochocentista retrasado no pudo ilusionar más que a sus contemporáneos de poco aviso o a gregarias muchedumbres extranjeras, trabajadas por la venalidad y el reclamo...”
A favor de unos y contra los otros, Blasco siguió su labor agitativa. A “Una nación secuestrada” le siguieron, en 1925, “Lo que será la república española (Al país y al ejercito)” y “Por España y contra el rey (Alfonso XIII desenmascarado)”. A diferencia del primer panfleto, que era ante todo un virulento ataque al rey y a Primo, en estos dos últimos la pretensión de Blasco era ofrecer un programa completo de actuación para cuando llegara la II República, que él veía inminente. En ello reside la importancia histórica de estos dos escritos, en tanto en cuanto era quizás por primera vez que aparecía así esbozado unos objetivos completos, detallados y hondamente republicanos. No una declaración ideológica, sino prácticamente un programa de gobierno, como se puede colegir con la simple lectura del índice de “Por España y contra el Rey”:
I.- El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.- Al ejército.
III.- A los contribuyentes
IV.- A los trabajadores
V.- Los tributos y el progreso del país
VI.- La república y el separatismo
VII.- La Iglesia
VIII.- Los hombres que gobernarán nuestra República
IX.- Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones
X.- La República tiene un ideal
Ante estos ataques, la dictadura, que sabía bien el daño que le causaban, no sólo por su influencia del autor en las masas españolas, sino también por la inmensa repercusión que alcanzaban sus palabras en todo el mundo, respondieron con virulencia. Los voceros gubernamentales pusieron en marcha una auténtica campaña de injurias y desprestigio. José María Carretero Novillo, que con el seudónimo de El Caballero Audaz había puesto de moda sus protoeróticas novelas de tono sicalíptico, publicó “El novelista que vendió a su patria o Tartarín revolucionario”, y un desconocido Federico Vergara le lanzó a la cara “La vuelta al mundo en 80.000 dólares”, en los que ponían a caldo a Blasco. Incluso el propio rey se metió de hoz y coz en la pelea, refiriéndose en un discurso ante las autoridades de Córdoba a la “campaña difamatoria” que contra él había desatado el valenciano. Debía tenerle ganas:
“Quien así habla fuera de España, sin haberle ofrendado su sangre, vertiendo injurias y especies calumniosas, es un enemigo de su bandera. ¡Que Dios ilumine a ese mal patriota y le perdone el daño que hace a España! ¡Valiera más que, en vez de esas campañas, empleara su pluma en cánticos gloriosos a la epopeya, siempre noble, de su país!”
La respuesta del escritor, que la hubo en forma de declaraciones periodísticas, no fue la del y tú más, sino que agradeció la actitud de Alfonso XII, que irónicamente consideró “democrática”, al haber accedido todo un rey a debatir con un simple ciudadano y no un preboste poderoso, aunque no lo hiciera por propia convicción, sino porque nadie más le defendía. Era listo Blasco.
Pero la cosa no acabaría en insultos insidias y difamaciones. En consonancia con esa acusación real de mal patriota, poco menos que traídos a la Patria, se le incoaron sendos procesos, uno militar y otro civil, en los que pretendieron castigarle por “injurias al jefe del Estado” y “atentado al orden público”. No pudieron condenarle, porque vivía en Francia, pero, quizás para compensar, incautaron sus bienes y detuvieron a su hijo Sigfrido, que seguía residiendo en Valencia, ciudad que retiró su nombre de la calle que tenía dedicada.
Aún fue más lejos la estupidez dictatorial, pues una auténtica estupidez era la forma en que había respondido a las provocaciones de Blasco. No contentos con haberle empapelado en España, también pretendieron que se le juzgara en Francia, mandado una requisitoria en tal sentido a los tribunales galos pidiendo que le procesaran por injurias a un jefe de Estado extranjero, de acuerdo a una ley no ley de prensa no derogada de los tiempos de Napoleón III.
Ni que decir tiene que fue mucho más eficaz la campaña de Blasco que los contraataques de la dictadura. Cuanto más le atacaban, más se crecía el escritor, y más se sentía apoyado por la solidaridad que le mostraban intelectuales, periodistas, escritores y políticos de todas partes. La exigencia a Francia para que le procesaran provocó tan escándalo que el caso de Blasco llegó a ser tratado en una sesión de la Asamblea Francesa, en cuyo transcurso los diputados que hablaron no cesaron de alabarle, recordando el respeto y colaboración que siempre había demostrado hacia su país de acogimiento. El embajador español hubo de retirar la absurda demanda.
Josep Pla, entonces un escritor primerizo que trató a Blasco en estos años finales de Mentón, le dedicó posteriormente uno de sus “Homenots”, en el que el viejo reaccionario en que se había convertido el catalán hacía un cariñoso retrato del viejo republicano que había conocido cincuenta años antes:
“Blasco desentonaba en aquel ambiente. Cuanto más lo miraba, más difícil me resultaba separar su figura de la noble raza de labradores de la huerta de Valencia. Era voluminoso, vital y duro; sus facciones y su gesticulación eran inseparables, a mi entender, del paisaje que le había visto nacer y que tan exactamente había descrito... Vivía en este mundo en medio de un proceso alternante de melancolía depresiva y de exaltación verbal. Tan pronto parecía un murciélago moribundo como un emperador romano enfebrecido. Era un mundo totalmente ininteligible para él, como él era ininteligible para el mundo que le rodeaba... Los únicos momentos de relajación auténtica los tenía cuando llamaba a su puerta de Mentón algún republicano de las tierras de Valencia que le había conocido en los tiempos heroicos. Entonces Blasco lo dejaba todo, suspendía toda su actividad, digamos, pública, y se apoderaba del visitante como si fuera una presa magnífica. Algunas veces se armaba entre ellos una discusión que parecía el preludio de unas bofetadas fatídicas, pero no pasaba nada. Cuanto más levantaban la voz en la discusión, más de acuerdo parecían estar los vociferantes”.
Vicente Blasco Ibáñez falleció en Mentón, Francia, el 28 de enero de 1928. Un día antes de cumplir 61 años. De una neumonía. Antes de expirar debió echar la vista atrás. “Es Víctor Hugo. Que pasé”, cuentan que susurró, y orgulloso ante su maestro de lo que había conseguido el discípulo le mostró el lugar: “Es el jardín” fue lo último que dijo. Como el Cid Campeador, también Blasco ganó batallas después de muerto. Y las perdió.
Hay versiones distintas sobre esto. Para unos, su biógrafo Ramiro Reig, al que hemos citado profusamente, entre ellos, el escritor había mostrado su específico deseo de que se le enterrara en un cementerio de Valencia, última voluntad que no se pudo cumplir por la prohibición de la dictadura de que su cuerpo entrara en España, Para Otros, en cambio, habría sido su propia voluntad la que hubiera exigido que su cuerpo no regresara a España hasta que no se hubiera instaurado la republica. Sea como sea, en ese destierro postmorten Blasco fue enterrado, con todos los honores merecidos por el insigne personaje que había merecido la Legión de Honor, en el mismo Mentón, dentro de un ataúd que había esculpido Mariano Benlliure, amigo y correligionario de Valle en el republicanismo y la masonería.
Pero la historia no se para y da vueltas y vueltas, a veces sobre sí misma. El 28 de enero Miguel Primo de Rivera recogió el petate y se fue al garete, sustituyendo a su dictadura la dictablanda de Dámaso Berenguer. El 14 de abril de 1931 el voto de esa masa de ciudadanos humildes y explotados que admiraban y respetaban a Blasco permitió que al fin hondeara la tricolor en todos los balcones. 14 de Abril de 1931. Tan sólo a tres años, dos meses y 17 días de la muerte de Blasco. No es difícilmente imaginárselo en el balcón del Ayuntamiento de Valencia proclamando la buena nueva a sus conciudadanos. Como Antonio Machado en Segovia, Lluís Companys en Barcelona o Manuel Azaña en Madrid.
Quizás en ese momento imaginario --en el que el escritor está sustituyendo a quien realmente proclamó la República en Valencia desde el balcón del diario El Pueblo, que él había criado, y que no era otro que su propio hijo menor, Sigfrido Blasco-Ibáñez, su sucesor al frente del Blasquismo--, Blasco hubiera pronunciado unas palabras que no se diferenciarían mucho de las que había dejado escritas en uno de los últimos panfletos:
“El que tiene un ideal, aunque este no llegue a realizarse, resulta más digno de respeto que las gentes sin otra ambición que la de apoderarse de lo del vecino. La República tiene un ideal y creyendo en ese ideal quiero vivir y morir”
Desde la misma instauración de la República se iniciaron las gestiones para la repatriación de los restos del escritor, aunque no pudo conseguirse hasta pasados más de dos años. Al final, el 28 de octubre de 1933 el crucero de la Armada Española Jaime I, acompañado por dos destructores que lo habían escoltado desde Francia, amarraba al puerto de Valencia con los restos mortales de Blasco. La recepción fue espectacular, como dejan testimonio las numerosas fotos que se tomaron aquel día. Miles de personas le esperaban en el muelle, haciendo pequeño al mismísimo Presidente de la República y a los ministros que se habían desplazado para el recibimiento. Los pescadores del Grao bajaron a hombros el féretro. Los mismos, quizás, de “Flor de mayo” o que le escondieron en su juvenil huida clandestina a Francia. Así, en el ataúd de madera como si fuera su particular Babieca, Vicente Blasco Ibáñez reconquistó la ciudad de Valencia.
El cortejo mortuorio recorrió a hombros de los conciudadanos del escritor las calles de la ciudad entre gritos y cánticos de la multitud que las abarrotaba. El féretro de madera de caoba que había esculpido Belliure era una pieza colosal que tenía la forma del lomo de un libro apoyado en otros seis libros pequeños. Pesaba la friolera de 700 kilos, y los porteadores debieron de pasarlas moradas transportándola. Tanto, que se habían organizado 52 equipos de 20 hombres que se relevaban cada 200 metros.
La comitiva, siempre encabezada por el Presidente de la República, cargo en el que Alejandro Lerroux acababa de suceder a Manuel Azaña, recorrió todo Valencia, con una parada especial en la puerta del periódico El Pueblo, que él había fundado y que ahora dirigía su hijo Sigfrido. El féretro fue finalmente depositado en La Longa, a la espera de la construcción de un gran mausoleo, que se encargó al arquitecto Javier Gorlich Lleó, y un nuevo féretro, esta vez de bronce, para poder resistir las inclemencias del aire libre, que a imagen del anterior también esculpió Benlliure.
Nunca se acabó aquel mausoleo. La inminente guerra civil y los largos años de dictadura aún habrían de darle una vuelta más a los restos de Blasco Ibáñez, a la difusión de sus novelas y a las adaptaciones cinematográficas que de ellas se siguieron haciendo. Pero, como dijo aquel, esa historia es otra historia que no voy a historiar ahora.
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
“La bodega” (1929), un film post-morten entre el mudo y el sonoro
Hasta el momento de su muerte el cine español había mostrado poco interés por la literatura de Blasco Ibáñez, hasta el punto que no se había realizado ninguna película de ninguna de sus novelas desde que en 1916 el propio Blasco dirigiera aquella primera versión de “Sangre y arena”. Bien es verdad que Hollywood ya se había encargado de evitarlo comprando los derechos de las obras más destacadas del escritor. Hubo que esperar a su muerte para que un año después un joven que con el tiempo habría de jugar un papel importante, aunque contradictorio, en el cine español rodará en estudios franceses y localizaciones españolas “La bodega” (1929).
Las novelas consideradas “sociales” --que el mismo Blasco definió, mucho más acertadamente, como “novelas de tendencia y rebeldía”-- constituyen la continuidad la lógica de sus obras de tema valenciano, a las que siguen en la cronología. Cuatro títulos componen el ciclo: “La catedral” (1903), “El intruso” (1904), “La Bodega” (1905) y “La horda” (1905). El propio autor dejó bien claras lo que pretendía con ellas:
“La novela de nuestro tiempo debe ser social... Con el despertar político de los pueblos y el advenimiento de la democracia, ha cambiado totalmente el valor de los sujetos novelables. Antes, los amores, las alegrías y las tristezas de unos cuantos millares de seres perezosos e inactivos, que forman la alta clase social, bastaban para llenar la novela... La revolución social ha abierto nuevas ventanas para examinar la vida. Hay algo más allá de las voluptuosidades, placeres y penas, de las contadas gentes que ocupan la cima del bienestar. Toda una humanidad se agita abajo, en la sombra, rugiendo de dolor al salir de un ensueño de siglos, atropellándose por encontrar la senda que conduce a lo alto, y sus miserias, sus anhelos, son materia de arte”
En su estudio sobre los novelistas sociales de comienzos del XX (Galdós, Baroja y Blasco), que recomiendo, el alemán Hans Jörg Neuschäfer lo concreta más, y escribe sobre “La bodega” estas consideraciones que son aplicables al resto del ciclo:
“Es una novela donde el problema social está presentado como antagónico, mejor dicho como lucha de clases. (…) En Blasco Ibáñez, por fin, la imagen del pueblo es contrastada críticamente con la imagen de la clase dirigente, que reaparece. Aquí, pues, se establece una verdadera relación entre ambas clases, quedando así patente que la situación de una no puede ser apreciada sin compararla con la situación de la otra”
Con estas intenciones previas en la cabeza (y la opinión posterior del erudito) no resulta difícil entender el punto de vista del escritor sobre los temas que aborda en estas novelas, de muy diferente calidad. En “La catedral” se enfrenta de manera un tanto farragosa con la Iglesia (ya hemos hablado de su acendrado anticlericalismo), denunciando cómo la rigidez impuesta de sus dogmas impedía el avance de España hacia una sociedad más moderna y libre. Pese a lo mucho que había en ella de las ideas de Blasco, el escritor la apreciaba poco, llegando a considerarla uno de sus peores trabajos.
En “La horda” se habla de los cinturones de miseria que rodean las grandes ciudades, en este caso Madrid, previniendo ya uno de los conflictos sociales más agudos de la era industrial, aún hoy sin solucionar. Pese a sus buenas intenciones, se trata de una novela deficiente, que en su tiempo fue muy atacada por el parecido que ofrecía con la excelente “La busca”, que Pío Baroja había publicado un año antes, casualidad que, al parecer, el vasco no dejaba de recordarle al valenciano cuando la ocasión lo requería.
Más interés tiene “El intruso”, cuya acción se sitúa en la industrializada Bilbao y en la que introduce directamente como trama principal el enfrentamiento entre el capital y el trabajo. Aunque a veces resulte un tanto discursivo, aún hoy es especialmente lúcido y agudo el análisis que realiza sobre la esencia del naciente nacionalismo vasco bizkaitarra, expresado en el enfrentamiento que muestra entre al mundo industrial y moderno, representado por los obreros industriales y sus sindicatos, y el vasquismo ancestral, de raíz rural y fruto, según él, del foralismo carlista más reaccionario y clerical. Un enfrentamiento entre modernidad y tradición ante el que Blasco se posiciona decididamente a favor de la primera.
Pero sin duda la novela de mayor calidad de todo el ciclo es, precisamente, “La bodega”, de la que Ramiro Reig ha dejado escrito:
“Hay algo de injusticia en que a Blasco se le cite como al autor de “La barraca” y no de “La bodega”, una novela con una riqueza de personajes y de situaciones, y con un ritmo narrativo tan calculado y, a la vez, tan intenso, que se lee sin desfallecimiento alguno. “La bodega” habla de esas cosas tremendas que conmueven el corazón humano, del hambre, de la callada dignidad de los oprimidos y de su justicia, de la muerte de una gitanilla inocente, de la rebelión y ¿por qué no?, de la venganza, pero también del perdón”
Como buena parte de la novelística de Blasco, “La bodega” mezcla dos tramas diferentes, pero complementarias. Una historia colectiva, social, y otra personal, amorosa, que se entremezclan, siendo el resultado de la segunda consecuencia de lasde las circunstancias sociales en que se desarrolla ese amor. En este caso, la trama coral se anuda a través de la descripción de una huelga en las bodegas de Jerez, donde transcurre la acción. Se trata de una historia inspirada, al parecer en las grandes movilizaciones campesinas que en la misma localidad habían tenido lugar en 1883 (recuérdese que la novela es de 1905), mostradas en la novela alrededor del personaje de un profeta anarquista, santo y laico, nombrado Fernando Salvatierra, cuyo modelo real fue, al parecer, Fermín Salvochea, uno de los primeros difusores de las ideas libertarias en España. La historia amorosa tiene, como tanto le gustaba a Blasco, un fuerte componente melodramático y está centrada en la pareja formada por Rafael, un jornalero, su novia María Luz y el hermano de esta, Fermín. La violación de la muchacha por parte de uno de los hijos de los Dumont (¿los Domecq?), una rica y poderosa familia bodeguera, desata la tragedia y la venganza, que acaba con Fermín en el cadalso, María Luz sola y Rafael uniéndose a unos contrabandistas con los que está dispuesto a tomar por su cuenta lo que la injusticia le ha quitado:
“Quería declararle la guerra a medio mundo, a los ricos, a los que gobiernan, a los que infunden miedo con sus fusiles y son la causa de que los pobres se vean pisoteados por los poderosos. Ahora que la gente de Jerez andaba loca de terror, y trabajaba en el campo sin levantar la vista del suelo, y la cárcel estaba llena, y muchos que antes querían tragárselo todo iban a misa para evitar sospechas y persecuciones, ahora empezaba él. Iban a ver los ricos qué fiera habían echado al mundo al destrozar uno de ellos sus ilusiones”
Si alguien se detiene a ver los 30 minutos que de “La bodega” se pueden encontrar en youtube y que enlazo al final, apreciarán haber conocido la mitad colectiva de la novela antes de ver la película, porque no aparece prácticamente en ella, centrada, sobre todo, en el conflicto melodramático. Hasta tal punto se ningunea el aspecto crítico del texto original que el nombre de Salvatierra (simbólico dónde los haya) ni siquiera aparece en el reparto. Parecería talmente que Benito Perojo, que es quien la adaptó y dirigió, hubiera querido imitar las producciones hollywoodenses que tanto éxito habían conocido en los años precedentes. Los valores del film de Perojo, su significación histórica, que la tiene, no están pues ni en su calidad ni en la fidelidad al texto de Blasco, sino en otras circunstancias que lo rodearon.
Ante todo, “La bodega” es una película fronteriza entre dos épocas del cine español y mundial, situándose en ese punto justo del paso del mudo al sonoro, que en España, como es fácil comprender, llegó un poco después de aquel 4 de febrero de 1927 en el que Al Jolson asombró a los primeros espectadores americanos que le oyeron soltando su chorro de voz desde la pantalla. Un momento que los españoles no pudieron vivir plenamente hasta el estreno de la película correspondiente, “El cantor de Jazz”, en 1931 con el título de “El ídolo de Brodway”, si bien anteriormente, en 1929, ya se había proyectado el film, aunque sin sonido, un método que se utilizó con muchos de las primeras películas sonoras ante la falta en las salas de los equipos necesarios.
“La bodega” se había rodado muda, y como tal se estrenó en primera instancia, aunque el inmediato auge de las películas habladas obligó a retirarla de los cines y a volver a montarla añadiéndole música y dos canciones, sincronizadas a partir de grabaciones discográficas. Un experimento que ya se había realizado con otros filmes estadounidenses, pero que en España (y en Francia, donde se produjo) resultaba totalmente novedoso. El propio Perojo se lo contó así a Fernando Vizcaíno Casas en 1969:
“Pensamos que era importante seguir la gran innovación y pedimos unos discos de Conchita Piquer, que era la protagonista, y con estos grabamos unos playbacks. Claro que teníamos que sincronizarlos un poco a ojo; de todas formas, dimos la película con dos canciones”
Perojo-Peladilla
Benito Perojo, que con los años llegaría ser a uno de los directores y productores emblemáticos del cine franquista, tiene una historia que contar. Hijo de una familia acaudalada había estudiado ingeniería eléctrica en Londres, lo que no le impidió apasionarse por el cine, en el que había empezado como actor y director en 1915, incorporando a un personaje, Peladilla, creado a imagen y semejanza de Charlot. Cuando realizó “La bodega” tenía 35 años y residía en París, donde en 1926 ya había debutado en el cine dramático al dirigir la primera adaptación de la novela de Alberto Insua “El negro que tenía el alma blanca”, a la que regresaría en 1934 con una versión musical. Más adelante dirigiría aún alguna película interesante, como “La verbena de la paloma” (1935) o “Goyescas” (1942), aunque su cine fue derivando de su amor inicial por el tipismo a los tópicos españolistas más evidentes. Después sería productor de “Novio a la vista” (1954), la deliciosa y corrosiva película de Berlanga, y de algunos filmes de Marisol, su gran bombazo económico, entre otra veintena sin mayor relevancia. Fue condecorado por Franco con la Gran Cruz del Mérito Civil el 18 de julio de 1966, en conmemoración de 30 aniversario de glorioso alzamiento contra la República.
En el reparto de la película de Perojo hay un par de nombres que merecen cita. En primer lugar, la protagonista, Concha Piquer, Conchita entonces, Doña Concha luego. Aunque estaba llamada a ser la más importante de las tonadilleras españolas, figura mítica de la canción popular española, el cine y los papeles que para él interpretó tuvieron mucho que ver en su lanzamiento inicial, haciéndole un hueco en la historia de la cinematográfia. Ya en fecha tan temprana como 1922, cuanto tan sólo contaba 16 inocentes añitos, había realizado su primer y exitosa gira por Estados Unidos, durante la que participó ese mismo año en una primitiva prueba de cine sonoro, hablando, cantando y bailando en una cinta experimental, de 11 minutos de duración y dirigida por Lee DeForest, que se perdió y no fue recuperada hasta 2010[1].
Hay, incluso, quienes la han descubierto en la primera película sonora, “El cantor de jazz”, en el niño (sí, niño) que en un momento canta, en inglés, acompañado al piano por el protagonista, Al Jolson. La historia tiene toda la pinta de ser un rumor, pero es bonita y en caso de creer en ella hay datos para apuntalar su verosimilitud. El nombre de Conchita Piquer no aparece en los créditos del filme, ni en ninguno de los repartos que he podido consultar, así como tampoco queda constancia en sus biografías más o menos oficiales ni en los estudios sobre el tema. Sin embargo, algunos hechos comprobados sugieren, al menos, que no es necesariamente imposible.
En su larga estancia de cinco años en Estados Unidos, entre 1922 y 1927, la muy joven Conchita había tenido ocasión de aprender inglés, idioma en el que llegó a cantar sobre los escenarios, y había obtenido un importante éxito que la llevó a compartir musicales de Brodway con figuras de la talla de Jeanette MacDonald, Eddie Cantor o el propio Al Jolson, entre otros. En uno de esos espectáculos, según contó la cantante a Manuel Vicent en 1981, hubo que improvisar un número que tiene puntos en contacto con lo que luego podría haber hecho en “El cantor de Jazz”:
“Era un pregón de un muchacho andaluz; yo salía vestida de chico con una cesta de esas con que venden mariscos en Sevilla, pero con flores. Y como no tenía ropa ni nada, me puse unos pantalones del maestro Penella que era pequeño y delgadito, una guayabera de dril que me hizo mi madre en unas horas, un pañuelito rojo y una gorrita, y aquí me tienes que aprendí la canción en una noche y al día siguiente en el ensayo general fue un clamor. Paré el espectáculo”.
Por cierto, que en la misma entrevista cuenta una anécdota que tiene que ver con el protagonista de nuestra historia, de la que sin duda debió acordarse durante el rodaje de “La bodega”: “En Nueva York me quedé sola, y para sentirme más cerca de mi gente, de mi tierra, leía novelas de Blasco Ibáñez, a quien conocí un día comiendo”. Fuera como fuera, alguien está convencido de que es ella el niño cantor y ha colgado el fragmento en internet, dejándonos a los demás la opción de identificarla o no. Merece la pena verlo, por si acaso.
Cantara o no en “El cantor de jazz”, donde sin ningún género de dudas si se pudo escuchar cantar a Concha Piquer, aunque fuera mediante un malabarismo técnico, fue en “La bodega”.
Otro nombre del reparto de la película de Benito Perojo que pasaría a la posteridad es el de Carmen Amaya. La que estaba llamada a convertirse en una figura emblemática del baile flamenco también participó, normalmente en papeles secundarios como bailarina, en casi una veintena de películas. Los interesados pueden elegir para ver la última de ellas, la excelente “Los Tarantos” (Francisco Rovira-Veleta), rodada en 1963, poco antes de su muerte, y en la que daba muestra no sólo de su maestría como bailaora, sino también como actriz. En “La bodega”, con sólo 11 años de edad, ya dejó patente su arte subida encima de una mesa.
Los resultados finales obtenidos por Perojo de la novela de Blasco no debieron ser muy satisfactorios, sin que funcionara la melodramatizaciónhollywoodiense de los textos originales. Dado su carácter de coproducción, la película se proyectó en Francia y en España, cosechando, en lo que se conserva, críticas negativas. A raíz de su estreno en Madrid, Mateo Santos, un crítico de ideología libertaria que acabaría en el exilio tras la guerra civil, escribió en Popular Films, la revista que dirigía:
“Cuando más urge apartar la producción nacional de la pandereta, la productora española, en colaboración con Perojo, fabrica una película con lidia taurina y cornada final (...), pero ese afán de asegurar el éxito con la españolada y la pandereta (...) convierte “La bodega” en una cinta más, sin una significación digna para el cine hispano”.
Claro, que este juicio, que parece ajustado a la realidad, venía precedido por una afirmación que, a tenor de lo que ya había hecho el cine con la novelística de Blasco y a la espera de lo que aún habría de hacer, suena un tanto peregrino. Según él, las novelas del valenciano eran poco adecuadas para el cine:
“El estilo del glorioso novelista, estilo brillante, cuajado de bellas imágenes literarias, pero retórico y ampuloso en exceso, es todo lo contrario del dinamismo, la vivacidad y la sensación cinematográfica”
En alguna próxima entrega de este culebrón veremos lo que hay de cierto y de falso en este aserto, que ambos contrarios contiene el cine inspirado por Blasco Ibáñez. El anterior y el posterior a su muerte.
[1]Para ser justos, hay que incluir a otra española entre aquellas pioneras de las primeras pruebas del cine sonoro. Se trata de Raquel Meller, que en 1926 rodó en Nueva York varios cortos con canciones en castellano y catalán.
Próxima entrega:
El cine de Blasco en aquella España del franquismo
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
El cine de Blasco en aquellos años del franquismo
Pasados once años del fallecimiento en Francia de Vicente Blasco Ibáñez y seis después de que sus restos mortales regresaran a Valencia con el advenimiento de la República, la sublevación militar de 1936 acabó finalmente con la democracia en España, imponiendo una dictadura cruel y sanguinaria que habría de durar casi cuarenta años. Aunque no debería ser necesario explicarlo, quizás a los jóvenes que hoy estudian los programas escolares de historia convendría aclararles que a ese periodo es a lo que sus cebolletas correspondientes se refieren cuando hablan del franquismo.
Los vencedores, que nunca perdieron la conciencia de haberlo sido y procuraron que tampoco lo olvidaran los vencidos, fueron implacables en su venganza. Contra masones y comunistas, socialistas, anarquistas o simples demócratas, de los que asesinaron a cuantos pudieron (que no pudieron ser todos, como hubiera sido su deseo, expresado en tantos escritos, porque algunos se les pasaron por alto y otros pudieron salir al exilio); pero también contra todo lo que significara una cultura y un arte entendidos como forma de pensamiento, crítica o disensión. La inteligencia resultaba subversiva y peligrosa. Como en un remake de la inquisición medieval, se quemaron en hogueras libros que ya estaban publicados y se idearon férreas exigencias censoras para los que quedaban por publicar.
Para Franco y sus cómplices Vicente Blasco Ibáñez era un problema. Menos problema muerto, como estaba, que vivo, como pudiera haber estado a poco de haber llegado a los 80 años, pero un problema al fin y al cabo. Por un lado, se trataba de un escritor de gran prestigio internacional pese a estar muerto, y la dictadura ya sabía lo que acarreaba matar a un poeta como para suponer lo que, aún victoriosos, podría implicar la prohibición total de la obra de un escritor tan famoso, al que odiaban, pero que nada directo había tenido que ver con la República derrotada, cuyos supuestos desmanes había sido la excusa de la sublevación. En la balanza opuesta, Blasco había sido uno de los precursores fundamentales de aquella República que a su entender tantos males había traído a España, influyendo no sólo en los intelectuales de su época, sino sobre todo en aquellas masas populares a las que los vencedores consideraban ejecutoras directas de la barbarie republicana y a las que estaban decididos a someter por el adoctrinamiento y el garrote. Además, muchas de las novelas de Blasco no sólo eran subversivas, sino también amorales, procaces y descaradas, puro pecado. Conclusión: ni para ti ni para mí.
La edición y difusión en España de la literatura de Blasco Ibáñez durante el franquismo fue selectiva e irregular. Poco a poco se fueron editando las novelas del ciclo valenciano, probablemente lo mejor de su obra, y otros textos igualmente importantes, “Los cuatro Jinetes…”, “Sangre y arena” o “La vuelta al mundo de un novelista”. Eso sí, para encontrar otros de sus escritos había que bucear en los montones informes de la Cuesta de Mollano y El Rastro o en las trastiendas oscuras[1] de algunas librerías (las viejas librerías siempre eran oscuras, en contraste con la luminosidad de las actuales). Allí, con suerte se podía tropezar con algún amarillento ejemplar de sus virulentas novelas anticlericales (“La Catedral” o “La araña negra”), de sus escritos o históricos (por ejemplo, el segundo volumen de su inicial “Historia de la Revolución Española” que yo mismo encontré) o, y eso era más de agradecer, de las estupendas novelas que componen su ciclo de temática social (“El intruso”, “La bodega” y “La horda”), también entre lo mejor de la literatura de Blasco, especialmente las dos primeras.
Un claro indicativo, y así volvemos al tema, de la actitud de la dictadura ante la herencia cultural de Blasco Ibáñez está en el escaso número de películas que se hicieron en los años franquistas adaptando sus novelas. Dato especialmente significativo si tomamos en consideración que para el cine de aquellos años negros los textos literarios constituyeron una de sus principales fuentes de inspiración. Las novelas, aún las más añejas, daban prestigio al celuloide, al que aportaban argumentos ejemplarizantes y lacrimógenas historietas que apuntalaban las bases ideológicas y morales del régimen. Pero había escritores y escritores, y Blasco era de los de la cáscara amarga. Baste un breve panorama comparativo para comprobarlo.
Tomamos en cuenta sólo a aquellos escritores que podríamos considerar coetáneos de Blasco cuya obra tiene una cierta consistencia literaria que les hace merecedores del recuerdo. Ni que decir tiene que la palma se la llevan los novelistas o autores dramáticos directamente adscritos a la sublevación desde el principio. En lo alto del escalafón están, faltaría más, los hermanos Álvarez Quintero, de probada eficacia popular, de cuyas obras salieron nada menos que 20 películas y una serie televisiva en esos 35 años franquistas. De Carlos Arniches, que nunca había sido reaccionario, pero no se había significado políticamente, se llevaron a la pantalla 19. Y así sigue una larga lista de cantidades descendentes pero nunca insignificantes. Con textos de Pedro Muñoz Seca --fusilado, recuérdese, por milicianos republicanos en Paracuellos de Jarama-- se filmaron 10 cintas, 15 del fino humorista Wenceslao Fernández Flórez, 10 de Armando Palacio Valdés y 8 de Alejandro Pérez Lugín (¡Ay! esas cinco versiones de “La casa de la Troya”).
También se puede decir que los represores se mostraron generosos con quienes, habiendo sido tibios republicanos, confesaron sus pecados, que les fueron perdonados. De la obra de Jacinto Benavente, premio Nobel de 1922, eximia gloria del teatro nacional, aunque a menudo también meliflua, se sacaron nada menos que 19 películas y cuatro series de televisión.
De la imaginación de Blasco Ibáñez, que, quizás excepto a Benavente, superaba de lejos a los demás en calidad literaria y gloria internacional, tan sólo salieron dos películas y media en los casi 40 años de dictadura. Luego explicaremos el porqué de esa media, que nos servirá para aclarar un malentendido, vamos ahora con las dos enteras, que al menos una de ellas tiene interés por sí misma y por el éxito internacional que alcanzó. Se trata de sendas coproducciones, lo que parece indicar la intención de sus responsables de que se distribuyeran internacionalmente, para lo que la firma de Blasco Ibáñez implicaba ya una buena recomendación. Ambas contaron con directores que si bien no pasaban de correctos y profesionales, disfrutaban de gran prestigio y una situación privilegiada en el cine español de aquellos años del franquismo intermedio, posterior al extremadamente represivo de la inmediata postguerra y previo al desarrollismo y el consiguiente aperturismo. Sus repartos, especialmente el de la primera, contaban con verdaderas estrellas. Hispanas, eso sí.
“Mare Nostrum” (1948). La primera película española sobre la II Guerra Mundial
Cesáreo González fue, probablemente, el productor cinematográfico más importante de los años franquistas y, desde luego, un pionero en rodar películas en coproducción con otros países, no sólo para completar la financiación que siempre necesitaba sino también para conseguir la difusión internacional que siempre buscaba. Este gallego, que casi en la adolescencia había emigrado a Cuba y México en busca de fortuna, no se interesó por el cine hasta 1941, después de haber ejercido otros negocios y funciones, entre ellos ser presidente del Real Club Celta de Vigo, la ciudad a la que había regresado tras su estancia americana. Desde entonces no se dedico a otra cosa que a hacer películas.
En 1947 creó la firma Suevia Films, cuyo logo se convertiría en poco tiempo en una presencia habitual en las pantallas españolas junto al de Cifesa. Produjo alrededor de un centenar de películas de todo tipo. Descubridor de Joselito, el niño cantor que hizo las delicias de la España todavía rural y autárquica de los cincuenta, con cuyas películas (dirigidas, por cierto, por el comunista Antonio del Amo) se forró, no le hizo ascos, cuando fue necesario, a abrirse a los nuevos directores de clara intencionalidad crítica, produciéndoles películas a Juan Antonio Bardem, Luis García Berlanga y al más joven Miguel Picazo, entre otros. O esta primera adaptación que se rodó en la España franquista de una novela del apestado Blasco Ibáñez.
En cuanto creó Suevia Films, Cesáreo González intensificó sus planes de expansión internacional, y resulta lógico que a la hora de afrontar ese reto acudiera a un argumento como el de “Mare Nostrum”, que le ofrecía varias ventajas muy convenientes. En primer lugar, la historia de amor, aventuras y espionaje que contaba llegaba ya testada por el éxito, relativo, pero éxito, obtenido por la versión de 1926, lo que era una garantía en unos tiempos en que ya se estaban volviendo a cosechar buenos éxitos las viejas películas del cine mudo rodadas de nuevo con sonido. En el caso concreto de nuestro escritor, Hollywood había vuelto a realizar en 1941 una nueva y exitosa adaptación de “Sangre y Arena”, y en México se había producido ya, en 1944, “La barraca”, de las que hablaremos en su momento. Por otro lado, el nombre de Blasco Ibáñez seguía manteniendo un gran prestigio literario, personal y político, especialmente en Argentina y México, los dos mercados más importantes de Latinoamérica y las industrias cinematográficas de habla hispana más potentes, donde el escritor valenciano todavía estaba presente en las decenas de miles de españoles que se habían exiliado tras la guerra en esos países y en el conjunto de sus sociedades.
La coproductora con Suevia Films de “Mare Nostrum” no fue, sin embargo, mexicana, país que no mantenía relaciones diplomáticas con España, sino italiana. Se trataba de una empresa peculiar, que había iniciado su trabajo durante el fascismo, bajo el que había producido película de propaganda, pero también algunos de los primeros filmes de Jean Renoir (“Tosca”, 1941), RobertoRossellini (“La nave bianca”, 1942) o Vitorio de Sica (“I Bambino ci guardano”, 1944), y que cerraría su andadura en 1952 coproduciendo el “Otello” de Orson Welles. El acuerdo debió ser esencialmente instrumental, para facilitar la distribución internacional, pues ningún rastro italiano aparece entre el equipo técnico ni en el reparto, aparte de un par de actores en papeles muy secundarios, Nario Bernardi y Osvaldo Genazzani, que, por otra parte, residían por aquel entonces en España.
La otra baza ganadora de Cesáreo González fue la contratación como protagonista femenina de María Félix, mujer de armas tomar y actriz de extraordinaria presencia y señorío, que de haber nacido en Brogdem, Carolina del Norte, en lugar de en Sonora, Ciudad de México, bien pudiera haber disputado duelos a florete con Ava Garner, pues pertenecían a la misma estirpe de divas capaces de cantarle las cuarenta a cualquier macho que se les pusiera por delante. Tanto es así que el pueblo le había otorgado el título de “La Doña”, sacado del papel de mujer fuerte y dominante que había interpretado en “Doña Bárbara” (Fernando Fuentes y Miguel M. Delgado, 1943), adaptación de la novela homónima del venezolano Rómulo Gallegos que la lanzó al estrellato.
En 1948, cuando Cesáreo González la reclutó para “Mare Nostrum”, el nombre de María Félix era ya marca de éxito seguro en toda América latina y, por supuesto, también en España, donde sus películas habían obtenido gran éxito a pesar del modelo de mujer tan moralmente incorrecto que solían interpretar en ellas. El productor gallego realizó una verdadera campaña de lo que hoy se llamaría marketing promocional para popularizar fichaje y la película aún antes incluso de rodarla. Le organizó un recibimiento populoso a su llegada al aeropuerto de Barajas, que reflejó el NODO, y la mantuvo rodeada de periodistas durante toda la filmación, que, como correspondía a tal producción internacional, se realizó en Valencia, pero también en Nápoles, Pompeya y Paestum, los escenarios reales en los que transcurría la novela de Blasco.
Para acompañar a la diva mexicana González se decidió por un actor español, todavía un novato pero que ya mostraba buenas maneras que el tiempo habría de confirmar. Ese mismo año Fernando Rey, pues de tal se trata, había triunfado con la imagen ambiguamente arrogante que le había conferido al Felipe el Hermoso de “Locura de amor”, que de las manos de Juan de Orduña había realmente enloquecido al público español de la época. Con “Mare Nostrum” se inició su despegue internacional, terreno que en el que llegaría a alcanzar altas cotas de respeto.
También en el terreno de la dirección actuó sobre seguro Cesáreo González, poniendo la película en manos de Rafael Gil, un profesional solvente que, además, mantenía una ambigüedad ideológica que resultaba que ni pintiparada para este proyecto. Gil había participado de la vida cultural avanzada de la República dedicado a la crítica cinematográfica, y durante la guerra civil había debutado como cineasta, con tan sólo 23 años, realizando para el ejército republicano varios cortometrajes con títulos tan evidentes como “Soldados campesinos” o “Salvad la cosecha”.
Pese a este origen, su implicación política no debía ser excesiva, porque el mismo 1939 volvió a ponerse tras la cámara para dirigir otro documental, este vez de signo contrario, “Flechas”. Había debutado en la ficción en 1942 con un éxito, “El hombre que se quiso matar”, adaptación de Wenceslao Fernández Florez, y ese mismo 1948 había dirigido “La calle sin sol”, según los expertos primer intento, fallido pero interesante, de neorrealismo español. A él pues, como guionista de la película, junto a Antonio Abad Ojuel, se le deben achacar los cambios realizados en la adaptación. Alguno de ellos confiere a “Mare Nostrum”, al margen de su posible calidad fílmica, que no he tenido ocasión de comprobar, una significación histórica y política nada desdeñable.
Como Vicente Minelli haría 16 años después con “Los cuatro jinetes del apocalipsis”, también Rafael Gil trasladó la acción de “Mare Nostrum” de la primera a la segunda guerra mundial. Ese simple cambio de fechas aporta ya un dato significativo sobre la importancia histórica de la película, pues se trataría, si alguna información que desconozco no lo desmiente, de la primera producción española centrada en ese periodo histórico, sobre el que el cine patrio de la época y el franquismo en general procuraron pasar sobre puntillas, no fuera que alguien viniera a recordarles su apoyo activo al nazismo.
Curiosamente, la participación franquista en aquella guerra reaparecería tímidamente a mediados de los cincuenta, con unas cuantas películas centradas en la División Azul: “La patrulla” (Pedro Lazaga, 1954), “La espera” (Vicente Lluch, 1956) y sobre todo “Embajadores en el infierno”, que José María Forqué dirigió en 1956 y que fue la de mayor repercusión popular[2]. Para entonces, Franco ya había firmado en 1953 sus acuerdos con unos Estados Unidos en plena guerra fría. Aquellas películas venían a certificar que el dictador ya había sido un implacable enemigo del comunismo, al que había ido a combatir hasta la mismísima Rusia, aunque fuera formando parte del ejército nazi, por lo que ahora no hacía sino cambiar de aliado para poder seguir con su vieja obsesión de caza al rojo.
“¡Oiga señor–debió decirle Franco a Eisenhower aquella fría tarde de diciembre de 1959, mientras recorrían Madrid a bordo de un haiga descapotable tras haberle recibido en la ya base yankee de Torrejón--, que nosotros fuimos los primeros. A ver si ahora nos van a dejar sin una parte del pastel¡”. Y el dictador acabó comiéndose su trozo de tarta; que otra cosa no, pero ladino sabía ser.
Pero cuando Rafael Gil rodó “Mare Nostrum” ese momento del idilio en el descapotable todavía no había llegado. Para entender el sentido de la película tal vez sea conveniente situarla con cierta precisión en los dos momentos cronológicos en que se sitúa: 1939, el tiempo histórico en el que transcurre la acción fílmica, y 1948, el tiempo real en el que se filmó. Empecemos por el segundo, que quizás permite aclarar el porqué del primero.
En 1948 hacía tan sólo tres años que los ejércitos aliados habían acabado con la entente nazi-fascista representada por la alianza del Japón imperial, la Italia fascista y el nazismo alemán, apoyados, en la medida de sus escasas fuerzas, por una exhausta España franquista recién salida de su propia guerra civil. Aunque la derrota del fascismo no supuso, como deseaban tantos republicanos españoles, exiliados o no, libres o encarcelados, que las fuerzas democráticas vencedoras impusieran el final de Franco, la dictadura se encontraba en su momento de mayor debilidad internacional. No sólo se le había negado la entrada en la ONU cuando se creó en 1945, sino que el organismo internacional había condenado expresamente en varias ocasiones al régimen franquista, considerándole una amenaza potencial para la paz mundial, situación que aún se mantendría hasta 1955.
Mientras se rodaba "Mare Nostrum", hacía tan solo dos años, en 1946, que Francia había cerrado temporalmente sus fronteras con España como consecuencia del fusilamiento del guerrillero comunista Cristino García, héroe de la resistencia francesa, y todavía un buen número de países, México y todos los del área comunista, seguían sin mandar embajadores a Madrid, rotas todas las relaciones diplomáticas. En aquellos momentos concretos de 1948 el propio presidente Truman excluyó personalmente a España de los millones del Plan Marshall que regaron el resto de Europa. Por otro lado, la situación interna no era mejor. Pese a la represión inmisericorde de toda resistencia, con las cárceles llenas, los fusilamientos aún a la orden del día y el terror instalado en la mente de cualquier ciudadano disconforme, los guerrilleros seguían dando la batalla en el monte y el rojerío no acababa de hundirse en el infierno.
En medio de aquel complicado paisaje político, cualquier intento de abordar la historia de un español en la guerra recién acabada encerraba unos riesgos de los que Rafael Gil debía ser muy consciente. Ante todo, se debía evitar cualquier referencia al pasado colaboracionista de España con los nazis, al tiempo que había que insinuar que los españoles, representados por el Ulises Ferragut de Blasco, tras haber sido engañados por los alemanes habían acabado luchando contra ellos. De alguna manera, “Mare nostrum” venía a ser la primera jugada propagandística internacional del régimen franquista, encaminada a desvincularle de sus orígenes más netamente fascistas e intentar acabar con el aislamiento que sufría. Todas estas consideraciones debieron influir en la decisión de situar la acción de la película en 1939. Y no en un momento cualquiera de ese año, sino en un mes concreto, septiembre, cuando la guerra aún no había comenzado realmente y cuando todavía se podía simular no conocer las mayores atrocidades nazis que ya se estaban cometiendo.
Desde una perspectiva actual, sabiendo ya lo que sucedió posteriormente, el significado de los acontecimientos de septiembre de 1939 aparece claro y cristalino, pero mientras todo estaba sucediendo la situación debió ser terriblemente confusa. El día uno de aquel año y de aquel mes las tropas nazis había comenzado la invasión de Polonia, que concluiría el 6 de octubre. Tras la ocupación de Checoslovaquia en marzo, aquella nueva agresión era, no cabía duda, la prueba definitiva del objetivo hitleriano de anexionarse toda Europa, y como tal lo vieron los gobiernos de Francia e Inglaterra, que declararon la guerra a Alemania, rompiendo así la política de apaciguamiento de la fiera nazi, que se había iniciado con la no intervención en la guerra española y rubricado en los pactos de Múnich de un año antes. Por si fuera poca la confusión que aportaba la timorata y consentidora posición mantenida por Inglaterra y con menor intensidad por Francia, en agosto la Unión Soviética había firmado su propio acuerdo de no agresión con Alemania, el famoso pacto Ribbentrop-Mólotov, que sumió en una flagrante contradicción a la militancia comunista, hasta ese momento la más concreta y sacrificada oposición a Hitler en toda Europa.
Bien se podría decir que en aquel mes de septiembre de 1939 en el que el capitán Ferragut caía en los brazos de Freia, la espía alemana, accediendo a transportar materiales para los nazis en su barco, con las desastrosas consecuencias que ellos les acarrearía a ambos, como ya se ha contado al hablar de la adaptación de 1926 de la misma novela de Blasco, la auténtica guerra aún no había comenzado. Tanto era así, que a aquellos primeros meses se les denominó en la propia Francia la “drôle de guerre” o la “guerra en broma”. Un momento histórico propicio a todas las ambigüedades, y ya se sabe que en aguas revueltas ganancia de pescadores.
Sería interesante saber cómo respondió Rafael Gil a todos estos condicionantes a la hora de afrontar “Mare Nostrum”. Y escribo que lo sería, porque no he podido comprobarlo, ya que no he encontrado copia de la película, ni física ni etérea. De haberla visto, podría contestarme a mí mismo algunas de las preguntas que me parecen pertinaces. Por ejemplo: ¿se hace en algún momento referencia a la guerra española, que apenas hacía seis meses que había acabado, y en ese caso cómo? ¿Qué explicación se sacaba de la manga para que un español que teóricamente vivía en España --hay que excluir que el protagonista fuera un exiliado-- acabará implicándose contra los alemanes, considerando que eso suponía una violación directa de la política oficial del franquismo en ese preciso momento? ¿Había motivos políticos en el cambio de bando de Ulises Ferragut o todo se debía a razones personales? Y, sobre todo, ¿se mantuvo la escena del acuario y los pulpos, que tan buen jugo parece que supo sacarle Rex Ingram y que en la novela constituye el momento cumbre en el que el marino comprende por fin dónde se ha metido, en un capítulo de gran fuerza expresiva y valor simbólico?:
“Entre sus escaparates acuáticos prefería el marcado con el número 15, dominio exclusivo de los pulpos. Un vago presentimiento le avisaba que en dicho lugar iba a desarrollarse algo importante para su vida. Siempre que Freya visitaba el Acuario era con el deseo de ver comer a esas bestias repulsivas y ávidas. (…) Su estúpida crueldad le pareció un reflejo del carácter de aquella mujer incomprensible que le repelía huyendo de él y al mismo tiempo dejaba en su sonrisa y en sus palabras algo semejante a un hilo suelto para mantenerle prisionero.
(Freya besa a Ulises) Este se estremeció, sintiendo que se había enroscado a su cuerpo un anillo de temblona presión .Los actos de aquella desequilibrada, habían acabado por excitar sus nervios. Creyó que un monstruo de la misma clase que los del estanque, pero mucho mayor, un pulpo gigante de los fondos oceánicos, se había deslizado traidoramente a sus espaldas, echándole de pronto uno de sus tentáculos, sentía la presión de esta garra en su cintura, cada vez más apretada, más feroz “.
Fuera como fuera, “Mare Nostrum” se estrenó con éxito en Madrid el 21 de diciembre de 1948 y tuvo una importante distribución internacional no sólo en la América de habla hispana, que en principio constituía su primer objetivo, sino también en Europa, como confirman los carteles en francés o italiano encontrados. En España, el Círculo de Escritores Cinematográficos le concedió a Rafael Gil el premio al mejor director y a Fernando Rey el de mejor actor, y el Sindicato Nacional del Espectáculo la premió con una mención especial como mejor película del año. Muchos años después, en una lista de esas a las que tan aficionados son los cinéfilos, publicada en Decine21.com y seleccionada por los propios lectores, aparece en el puesto 78 de las 100 mejores películas de espionaje de la historia del cine. No es un galardón como para echar las campanas al vuelo, pues la selección parece un tanto caprichosa, pero sirve al menos para certificar la pertenencia de la historia de Blasco Ibáñez al género de espías, modelo cinematográfico que prácticamente se inauguraba en España con esta versión de su novela, como lo había inaugurado en todo el mundo con la de Rex Ingram de 1926.
[1]Hace años, un viejo librero catalán me relató la manera en que él solucionaba el problema de las posibles e inesperadas visitas policiales. Probablemente la solución más ingeniosa de que tengo noticia y una historieta que al fin tengo la ocasión de relatar.
En la trasera de la librería, la literatura prohibida, política sobre todo, pero en su caso también erótica y pornográfica (cuanto le debemos algunos a aquellos apóstoles clandestinos de la sexualidad), estaba expuesta sobre un tablero, pero que no se sustentaba sobre sus correspondientes patas, sino que estaba suspendido del techo y mediante poleas se podía subir hasta arriba cuando se barruntaba la presencia de los grises, dejándolo fuera de su ojo, que jamás miraba hacia arriba, siempre buscando huecos ocultos en el suelo.
[2]En declaraciones a Sergio Alegre, queha escrito sobre el tema, Forqué conto la recepción oficial de la película, ofreciendo un testimonio significativo de por dónde iban las cosas que no me resisto a reproducir, aunque se salga del tema: “Luego durante un tiempo breve estuvo prohibida. Lo cual era coherente si tenemos en cuenta quién la prohibió ya que pasó de ser una película de exaltación de un partido a ser un poco una exaltación de los militares. Más de una bandera nacional que de una bandera de partido. La vieron unos ministros en una sala del NO-DO: el Ministro de la Falange, Arrese; el del Ejército, Muñoz Grandes; y el de Información y Turismo, Arias. Estábamos en la sala de pruebas, Eduardo Lafuente, que era el director de producción, y yo, que nos colamos un poco. Vieron la película. Al terminar estaban muy conmovidos. La película tenía, en aquel entonces, un gran poder emocional porque correspondía a hechos inmediatos, vividos por todos y un ministro dijo: "La cabronada es que la película es buena". Me acuerdo de la frase porque en cierto modo me halagó. Al encender las luces se dieron cuenta de nuestra presencia y nos echaron. La película se prohibió. Dieron una resolución de que se incorporará una voz en "off' al principio que no tiene sentido, diciendo que la guerra de Rusia era una continuación de la Guerra de Liberación de Franco, si no, no la autorizaban. Cortaron algunas cosas, exactamente no me acuerdo qué. Tuvimos que poco el tributo al partido y a los primeros voluntarios que formaron la División Azul. Yo defendí que no se pusieran ya que me parecía completamente absurdo que unos prisioneros de los comunistas, y entonces no hay que olvidar que era un comunismo duro, pudieran lucir los emblemas políticos de sus países o de ideologías opuestas. Es como si en un campo de prisioneros españoles dejaran llevar la hoz y el martillo. Me parece absolutamente absurdo. Me dijeron que no opinara y que lo pusiera. Y claro, lo pusimos”.
“Cañas y barro” (Juan de Orduña, 1954), una traición de película
Cuando en 1954 se llevó a la pantalla “Cañas y Barro”, la segunda película que se rodaba en la España franquista sobre una novela de Blasco Ibáñez, Juan de Orduña debió hacer auténticos juegos malabares para conseguirlo, por mucho que fuera uno de los directores de mayor prestigio y clara afinidad con el régimen, o precisamente a causa de ello. Tantos malabarismos que en el vuelo de los bolos se perdió el sentido fundamental del texto literario, que no es sólo una minuciosa descripción de la vida y el trabajo en la Albufera valenciana a caballo entre dos siglos ni una historia de amores desgraciados, sino ante todo, una reflexión sobre el pecado (o su versión laica de la aberración moral), la culpa y la expiación. Un tema, por otra parte, muy querido del autor, que aunque anticlerical convicto parece que no podía olvidar su ascendencia judeocristiana.
Para esas fechas, la censura en España, aunque rígida e implacable, carecía de unas normas concretas que establecieran los límites de lo que se podía contar y lo que estaba prohibido, regularización que no llegaría hasta las normas dictadas en 1963, ya con Manuel Fraga Iribarne al frente del ministerio correspondiente. La censura, además de castradora era arbitraria, una condición que debía conocer bien Juan de Orduña, no tanto porque la hubiera padecido, sino por ser partícipe de los rígidos principios que la orientaban. Sabía, pues, que en una película española debían suavizarse pecados tales como el adulterio o la maternidad fuera del matrimonio y, eliminarse por completo crímenes tan atroces como los amores incestuosos, el parricidio o el suicidio, aberraciones condenadas desde el altísimo y temas todos ellos que constituyen la base del conflicto moral de la novela de Blasco. La solución adoptada por el director y su guionista, Manuel Tamayo, fue tan sencilla como radical, quitó de la película cuanto estorbaba y si te he visto no me acuerdo.
Blasco Ibáñez publicó “Cañas y barro” en 1902 como cierre de su ciclo de novelas valencianas. Se trata, sin duda, de una de sus obras magnas, que confirma las cualidades narrativas que ya había demostrado cuatro años antes con “La barraca”, una obra maestra que, como ya veremos, también tuvo adaptación cinematográfica. En ambas destacan las mejores cualidades del autor: El aliento poético y la precisión descriptiva de acciones, ambientes y lugares, los personajes dibujados con claridad y contundencia en su complejidad, la facilidad para imbricar las historias personales en su contexto social y el intento conseguido en sus mejores novelas de expresar una concepción progresista, dinámica y nada simple del mundo y de la vida.
“Cañas y barro”, además, marca un punto culminante en la evolución del estilo literario de nuestro autor que merece la pena destacar. El discípulo de Zola que era Blasco, que en 1894 había adoptado el modelo naturalista del maestro francés al escribir por primera vez sobre su Valencia natal en “Arroz y Tartana”, llegaba, seis años después, a la última novela del ciclo convertido en un escritor plenamente “realista”. Para Blasco, como aún lo era para Zola, que murió ese mismo 1902, el ser humano seguía siendo esencialmente un ser social, pero ya no eran sólo los condicionantes sociales, biológicos o hereditarios los que marcaban su vida, sino, en gran proporción, también la propia personalidad íntima de cada uno, su sicología, su carácter único e irrepetible, que viene a ser algo así como la huella digital de la mente. Este viaje del exterior al interior de sus personajes es lo que transforma a Blasco en un escritor realista contemporáneo que pretende expresar la realidad en toda su contradictoria complejidad. Una evolución estilística que, por otro lado, no constituye una cualidad homogénea en toda la obra del valenciano, pero que brilla con fuerza en sus mejores novelas, entre las que sin duda se encuentra la que tratamos.
Como en la mayor parte de la obra novelística de Blasco --no tanto en las adaptaciones cinematográficas que de ellas se hicieron--, en “Cañasy barro” conviven dos tramas que se realimentan mutuamente. Una colectiva y otra personal. En la primera, se cuenta la evolución social de una comunidad, la de la Albufera valenciana, en el proceso de cambio de sus formas de vida y supervivencia (sus modos de producción, hubiera escrito en otros tiempos). La pesca, de la que habían vivido malamente hasta el momento, está dando paso a la agricultura, de la que malviven ahora. Ese cambio está provocando una transformación social que afecta tanto a los usos y costumbres cotidianas, a la cultura tradicional, como a las relaciones entre las clases sociales en formación. Un momento histórico de cambio profundo expresado a través de la lucha de la tierra por apoderarse del mar, un enfrentamiento que a veces adquiere tonos titánicos, como en la dramática escena en la que Tono, el padre Paloma, literalmente se desangra en la desecación del lago para convertirlo en tierra de labranza. La historia se desarrolla a través de la vida de tres miembros de una misma familia, LosPaloma, abuelo, hijo y nieto, mediante una variada sucesión de situaciones y con una rica cantidad de personajes poderosos, como Sangonereta, el sacristán borrachín que, adelantándose a “La grande bouffe”, muere de un atracón, o el usuriento Cañamel o la Borda, patética y conmovedora, desesperada por un amor de todo punto imposible hacia su medio hermano, al que sólo podrá besar ya muerto.
La columna vertebral que estructura y organiza todo lo demás es, sin embargo, la relación entre Tonet el Cubano y Neleta, dos personajes que responden a una tipología reconocible en los protagonistas de otras novelas de Blasco. Conviene detenerse en ellos y su historia para comprender mejor el muy distinto sentido que adquirió en su traslación a la pantalla.
Historia de un crimen
Toner es el más joven de Los Paloma, un hombre débil e inseguro bajo su acusada masculinidad y su carácter aventurero, más dado a la holganza que al laboreo, a la facilidad del dinero del contrabando que a la dureza del trabajo en el mar o el sembrado, a la botella que al libro:
“Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el más guapo de toda la Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que contar.
--¡Adios, bigot!—le gritaron familiarmente.
Le daban ese apodo a causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuando trabajaba”.
Ella, Neleta, no es una mujer de deslumbrante belleza, aunque sí decidida, de fuerte personalidad y, sobre todo, acusada sensualidad. También es ambiciosa, egoísta y calculadora. Caliente en la cama pero extremadamente fría fuera de ella.
“Era pequeña; pero sus cabellos, de un rubio claro, crecían tan abundantes que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro antiguo, descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez transparente, surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo, ofrecía lejana semejanza con las tencas del lago. Sus ojos eran pequeños, de un verde blanquecino, brillantes, como el ajenjo que bebían los cazadores de Valencia. (…) La avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta con una fogosidad capaz de los mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban con envidia la riqueza de los que poseen campos y venden vino a los pobres, apoderándose lentamente del dinero”.
Tonet y Neleta tienen un apasionado romance siendo apenas unos adolescentes, con iniciación sexual incluida, que acaba cuando él, alocado como es, se marcha sin avisar a vivir aventuras en la guerra de Cuba. Al regresar varios años después, se encuentra con que Neleta se ha casado con el tío Cañamel, el rico usurero del pueblo, un avaro explotador que se cobra con lo que los pobres se gastan en su taberna el dinero que antes les ha prestado a tan alto interés. La pareja reinicia su antigua relación, ahora totalmente adulterina. El viejo Cañamel fallece, acosado de celos por las habladurías de las malas lenguas del lugar. Lo que podría ser la salvación de la pareja, ahora ya libres de hacer con sus vidas lo que quieran, se convierte en su perdición. Neleta ha quedado embarazada de Tonet, circunstancia que la impedirá disfrutar del poder recién adquirido gracias a la herencia recibida del muerto, quien ha dejado escrito que para poder disponer de ella la mujer ha de mantenerle fidelidad post-morten, prohibiéndole relaciones con ningún otro hombre. El amor, que debe seguir clandestino, se agria y la pasión, enfrentada al interés, se acaba.
“Las entrevistas de los amantes durante la noche eran borrascosas. Parecía que "Cañamel" se vengaba resucitando entre los dos para empujarlos el uno contra el otro. Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de su desgracia. Él era el culpable, por él veía comprometido su porvenir. Y cuando con la nerviosidad de su estado se cansaba de insultar al "Cubano", fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que, libre de la opresión a que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de los extraños, parecía crecer cada noche con una monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con furor salvaje al ser oculto que se movía en sus entrañas, y con el puño cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera aplastarlo dentro de la cálida envoltura”.
Durante el embarazo, la mujer oculta su situación con rígidos corsés apretados de manera inmisericorde, pero llegado el parto no hay disimulo posible, y en su desesperación no encuentra otra salida que deshacerse del cuerpo del delito. Le encarga la razón a Tonet, que confuso y temeroso la acepta y se escapa al lago con el niño entre los brazos.
“Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos bogasen a su espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre el barquito, tendiendo una mano a aquel envoltorio de trapos del que salían furiosos chillidos, y la retiró inmediatamente. Pero al enredarse la barca en unas raíces, el miserable, como si quisiera aligerar la embarcación de un lastre inmenso, cogió el envoltorio y lo arrojó con fuerza, por encima de su cabeza, más allá de los carrizos que le rodeaban. El paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se agitaron un instante en la penumbra del amanecer, como las alas de un pájaro blanco que cayese muerto en la misteriosa profundidad del carrizal”.
Abrumado por la enormidad del crimen que acaba de cometer, Tonet cae rendido en el fondo de la barca y se queda dormido, tal vez queriendo huir por el sueño de la monstruosidad de su acto. Pero el sueño es una pesadilla permanente e intenta borrar con el vino la culpa y el remordimiento que le atormentan. Sale a cazar. Se acerca con la barca a un carrizal.
“Tonet se irguió, con la mirada loca, estremecido de pies a cabeza, como si el aire faltase de pronto en sus pulmones. Vio junto a la borda de su barca un lío de trapos, y en él algo lívido y gelatinoso erizado de sanguijuelas: una cabecita hinchada, deforme, negruzca, con las cuencas vacías y colgando de una de ellas el globo de un ojo; todo tan repugnante, tan hediondo, que parecía entenebrecer repentinamente el agua y el espacio, haciendo que en pleno sol cayese la noche sobre el lago.”
Ante los restos de su hijo, el hombre descubre de repente el monstruo que anida dentro de sí mismo y no encuentra otra forma de redimir su atrocidad moral que descerrajarse un tiro con la escopeta.
“El pie descalzo subió dulcemente a lo largo de la culata buscando los gatillos, y una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, que de todos lados salieron revoloteando las aves locas de miedo.”
Todo ha terminado. La debilidad de Tonet le ha condenado a la última cobardía del suicidio. Neleta ha de sobrevivir cargada con su culpa, que no se sabe si encontrara suficiente paliativo en el cumplimiento de sus egoísmos. Como si Blasco hubiera leído el tremendista “Pascual Duarte”, el estilo es seco y entrecortado, el lenguaje crudo, descarnado y a veces hiriente, aunque cargado de una extraña poética de la oscuridad de los abismos humanos. El último párrafo se vuelve lírico, con un lirismo desesperanzado que nos habla, una vez más en Blasco, de la imposibilidad del amor a través de la insatisfecha pasión incestuosa de la Borda.
“Y mientras el lamento del tío Toni rasgaba como un alarido de desesperación el silencio del amanecer, la Borda, viendo de espaldas a su padre, inclinóse al borde de la fosa y besó la lívida cabeza con un beso ardiente, de inmensa pasión, de amor sin esperanza, osando, ante el misterio de la muerte, revelar por primera vez el secreto de su vida”.
Imposible es lo que no puede ser
No resulta difícil de entender que la historia de Tonet y Neleta, tal y como Blasco la había escrito, resultara de todo imposible como argumento de una película española de los años cincuenta, fuera cual fuera el capricho inquisitorial de los censores de turno, y no es de extrañar que Orduña tuviera que cambiarla de arriba abajo si quería llegar al menos a la fase de rodaje. En la adaptación de “Cañas y barro” hay numerosas supresiones de pasajes de la novela. Algunas, tales como las minuciosas descripciones de lugares o acciones secundarias, resultan absolutamente lógicas, en cuanto se trata de trasladar el lenguaje literario al fílmico.
Otros cambios responden más claramente a razones censoras, como ocultar el origen usurario de la fortuna del tío Cañamel o quitar toda referencia a los antecedentes alcohólicos de la familia de Sangonera, el sacristán borrachín, que en su encarnadura cinematográfica es dicharachero y sentencioso, pero no tan bebedor ni tan comilón como en la novela. Tampoco muere de un atracón. Resulta lógico, la usura y la embriaguez congénita eran dos lacras sociales que no tenían existencia oficial en la España del franquismo y comer o beber hasta reventar resultaban inimaginables en un servidor de la iglesia.
Estas supresiones, entre otras, constituyen una censura importante, porque implican una reducción significativa del carácter social y testimonial de la novela, de su realismo, pero en última instancia no suponen momentos imprescindibles para la comprensión de la historia principal de Tonet y Neleta, que es la que centra el conflicto moral de la novela y le da su sentido más profundo. Es al transformar en una nadería melodramática el tremendismo de la novela cuando se está traicionando, y no simplemente adaptando, la creación de Blasco Ibáñez.
En “Cañas y barro”, coproducción hispano-italiana de 1954 dirigida por Juan de Orduña hay, aunque convenientemente dulcificado, adulterio y el consecuente hijo ilegítimo. También la necesidad de ocultarlo. Pero a partir de ahí todo es completamente diferente, en un intento, conseguido, de evitar las dos aberraciones más condenables: el parricidio y el suicidio. Para que Neleta (que aquí se llama simplemente Nela) pueda disfrutar de la herencia, sigue siendo obligatorio que el niño desaparezca, pero en concordancia de la dulcificación de la tragedia, ni ella es tan egoísta y ambiciosa como en la novela, ni él tan débil y cobarde, ni el amor entre ambos queda tan deteriorado por el embarazo y sus posibles consecuencias. Así pues, el niño no muere asesinado por el padre en un crimen exigido por la madre, sino que es entregado a una amiga para que se ocupe de él. Un cambio, que además, permite que el niño pueda estar presente en la última secuencia, en la que juega un papel esencial en la moralina final de la película.
Salvado el hijo, ya no hay motivo, culpa o remordimiento que haga necesario el suicidio del que ya no es un parricida. No obstante, es necesario que muera. Porque el drama así lo exige y porque, en cualquier caso, el adultero debe pagar su pecado. Para conseguirlo, Orduña se saca de la manga un personaje que no está en la novela: Jaime, un sobrino de Cañamel que odia a Tonet, al que culpa, instigado por su madre, la Samaruca, de haberle puesto los cuernos a su tío, habiéndole provocado con ello la muerte. Es él quien acaba con Tonet de un tiro en medio de una violenta pelea, cometiendo lo que bien podría ser considerado un homicidio involuntario o, incluso, en defensa propia. Jaime se pierde en el lago y nunca sabremos si la justicia, humana o divina, castigará su acción, porque desaparece en la bruma para siempre jamás.
En la última secuencia, Juan de Orduña reúne a todo el reparto en un final que constituye un monumento a la tergiversación ideológica:
“La tensión melodramática alcanza el clímax. Mientras Tío Toni cava la fosa para enterrar a su hijo en el arrozal arrebatado a las aguas del lago, Marieta (nombre cinematográfico de la Borda) llora desconsolada junto al cuerpo inerte de su amado hermano. Nela, enlutada, se aproxima en una barca guiada por Sangonera. Un plano de conjunto recoge el arrebatado dolor de los personajes, en una representación pictoricista característica del cine de Orduña, en esta ocasión haciendo un guiño a la estética de Millet en sus escenas de campesinos orantes. Nela dirige sus súplicas, primero al cuerpo inánime de su amante y después a un invisible dios, reconociéndose culpable de la tragedia y solicitando perdón. Al escuchar el llanto del niño abandonado entre las cañas, Tío Toni lo rescata y lo retiene para sí, pero cede al gesto reclamante de la madre que lo acoge en su seno con un inesperado gesto maternal. La voz en off de Tonet niño musita: Si tienes miedo mira las estrellas. Son almas que nos libran de los malos pensamientos Nela compone un icono mariano, con el niño en brazos y, alzando la mirada al cielo hacia el mismo dios invisible, pronuncia un prosopopéyico Te Deum. Un plano de conjunto muestra el amanecer sobre el lago”.
A la vista de este final, cabe preguntarse qué es lo que lleva a una persona a utilizar la obra de otro para acabar traicionándola de tal manera. Aparte de la censura, que es cosa que siempre se puede superar escribiendo exactamente la historia que se quiera contar y no tomándola de otro. O del renombre que pueda tener el autor original, que se solventa eligiendo otra novela menos conflictiva, aunque en el caso de Blasco no haya en su obra demasiados textos amables o libres de pecado a los que acudir. Personalmente me cuesta entenderlo, pero sea por una razón u otra, la traición de la película “Cañas y barro” al espíritu y a la letra de la novela “Cañas y barro” resulta palmaria. No es que las versiones anteriores de otros textos hubieran sido especialmente fieles a la literatura del autor, de la que, en general, habían ignorado su dimensión más social o colectiva en beneficio del melodrama amoroso, pero en este caso el asunto tiene más miga.
Entre el final desesperanzado de la novela y la salvación mística y trascendente que impone la película media un abismo, que no es sólo el que va de la tragedia a la lágrima mística. Es un cambio que implica maneras distintas y enfrentadas de ver la vida. En un caso, es el ser humano el único responsable de sus actos, consecuencia de las circunstancias sociales y de sus propias miserias morales, sin otro horizonte de superación que la asunción de la realidad. En el otro, un ser supremo juzga, premia y castiga a los mortales, desde la otra vida, terreno en el que confluyen todas las esperanzas de salvación.
Naturalismo, realismo y neorrealismo
Pero los cambios realizados en el texto original de la novela no afectan sólo al espíritu o el significado de la película, sino también a su modelo estético. Más arriba he especulado brevemente sobre lo que “Cañas y barro” supuso en la evolución del autor del naturalismo inicial a un realismo más profundo. A mi entender, la película de Orduña devuelve la historia al terreno estético del que provenía Blasco, el naturalismo, pese a sus expresos deseos de que su versión de la novela fuese un ejemplo del realismo español con denominación de origen. Una superación, incluso, del entonces recién nacido neorrealismo.
En una doble página del diario ABC del 15 de diciembre de 1954, el periodista Andrés Travesi entrevistó a Juan de Orduña con motivo del estreno de “Cañas y Barro”. La conversación-- que se celebró en la casa del director, descrita por el cronista con primor telegráfico: “Un lujoso saloncito. Un mueble-bar. Un magnífico cuadro italiano. Filigranas de plata sobre una mesita”—es superficial, como corresponde al medio y la época, pero aporta algunos datos interesantes sobre la intencionalidad con que se realizó el film.
Según el periodista, Orduña la consideraba “su obra más difícil, y, al propio tiempo, la más importante”, y la enfrentaba, curiosamente, al neorrealismo italiano. Un enfrentamiento que en aquellos momentos resultaba totalmente lógico y que no era ya sólo estético sino también ideológico, en la medida en que el neorrealismo italiano --seguramente la mayor innovación del lenguaje cinematográfico de la postguerra-- era creación de cineastas de izquierda, a los que se oponía esta especie de realismo tradicional, de origen, faltaba más, español, y claramente de derechas. La frase es confusa, seguramente debido a la obligación de resumir la transcripción, pero se entiende:
“Cañas y Barro” es tremendamente realista. Creo que en este sentido supone un gran paso. Los italianos, en realidad, no han hecho cine ‘neorrealista’, sino simplemente realista”.
Contradictoriamente con el desprecio del neorrealismo, contrasta que Orduña considerara que los cineastas españoles debían hacer
“el cine que Italia y Francia han realizado para imponerse a los públicos”
Aunque fuera consciente, tómese nota de ello, de que
“quizás la dificultad estribe en los temas que ellos abordan y que para nosotros son inaccesibles”.
En el cierre del artículo, Andrés Travesi extrae la moraleja de la conversación:
“Una hora de charla con Juan de Orduña ha servido para aclarar muchos puntos y sobre todo para comprender que el cine español no es caduco ni antañón”.
Efectivamente, “Cañas y barro” se ofrecía justo como lo contrario de un cine caduco y antañón. Debía ser vista como un filme moderno y arriesgado, la versión made in spain (un eslogan que aún no se había inventado) de la modernidad, que trataba un tema local pero universal, crudo y dramático, que en todo el mundo debía ser admirado. Así lo declaraba la publicidad que se le hizo y que hemos reproducido más arriba. Tras destacar que se trataba de una película “de alta calidad y de fuerte humanismo, basada en la mejor novela de Blasco Ibáñez”, y antes de indicar que estaba prohibida para menores de 15 años, la definía con contundencia:
“Por su valentía, es la película más trascendental realizada en el cine español. ¡Realista!... ¡Pasional!... ¡Inquietante!... ¡Sobrecogedora!”
"Cañas y barro” pretendía ser la continuidad fílmica del realismo español. Formar línea con ese hilo sutil que enhebra las perlas de Cervantes, la picaresca, Velázquez, Goya, Galdós, y así hasta Solana o nuestro Blasco Ibáñez. O, ya para esa época, hasta el Buñuel de “Tierra sin pan”; aunque como Buñuel no existía en aquella España de entonces, mejor olvidarlo. Las pretensiones, pues, eran altas, pero constituían un intento inútil. No tanto por la falta de capacidad de Juan de Orduña, un director experimentado y técnicamente eficaz, para llevarlo a cabo, sino porque el cine español no estaba para experimentos realistas.
Al eliminar toda referencia a la atrocidad del parricidio y su consecuencia moral, el suicidio, e ignorar la desesperanza final, la pelicula se convierte en un simple melodrama sobre el adulterio; un pecado, silenciado o no, tan habitual en los tiempos en que se escribió la novela como en los que se realizó la película e incluso hoy mismo. A mi entender, esa trivialización argumental sepultaba cuanto había en la novela de Blasco de inmersión en el lado más oscuro y desagradable de sus protagonistas, en la realidad más profunda de Tonet el Cubano y Neleta, convirtiéndolos en personajes planos y, por consiguiente, esquemáticos e idealizados. Ese ocultamiento del monstruo que todo ser humano lleva dentro hacía imposible cualquier conflicto moral profundo en la película, cuyo enfrentamiento principal no era ya el de la persona con la sociedad y consigo misma, sendas realidades, sino entre la virtud y el pecado, meras categorías morales y, en este caso, religiosas. Una idealización, pues, de la realidad, contraria en todo punto y medida a la intencionalidad y la estética del novelista.
El verismo como estética
Pese a lo dicho, “Cañas y barro” no es una película despreciable. Juan de Orduña supo dirigirla con mano firme y buen pulso narrativo. El reparto, en el que brilla una buena nómina de respetados actores españoles del momento (Aurora Redondo, José Nieto, Félix Fernández o un joven Joan Capri), está encabezado, no obstante, por dos figuras foráneas, aunque ya integradas en el cine español, el galán portugués Virgilio Texeira y la italiana Ana Amendola, que ese mismo año había trabajado con Jean Renoir en “French Cancan”, en un pequeño papel, eso sí.
Sin embargo, el trabajo más destacado de la película es el de José Fernández Aguayo, uno de los grandes de la fotografía cinematográfica española. Aguayo, que durante la guerra civil había ejercido como reportero para la República, motivo por el que le costó reintegrarse a la profesión, sería posteriormente el responsable de fotografiar joyas como “Viridiana” (1961) y “Tristana” (1970), los dos goles que Franco le metió al régimen, o “El extraño viaje”, la obra maldita de Fernán Gómez.
Las imágenes que Aguayo consiguió en “Cañas y barro”, tanto en los exteriores, rodados en la misma Albufera en la que transcurría la acción, como en los interiores, construidos en estudio por otro grande del oficio, Sigfrido Burmann, contribuyó a darle a la película su total apariencia verista. Un verismo de gran eficacia estética, pero que, y eso tiene que ver ya con el director, poco tiene que ver con el realismo excepto en lo que toca a la apariencia.
[1]Saco la descripción de un trabajo de clase anónimo de la Facultat de Filología de la Universitat de València, que cuenta la película prácticamente plano a plano.
Es bien sabido y comprobado está que si quieres información sobre cualquier tema en internet se encuentra casi todo lo que necesitas. Pero hay que tener cierta prevención, porque a veces encuentras más de lo que buscas y algunos de esos descubrimientos no solicitados pueden ser dardos de falsedad. Hablo por experiencia propia. Al plantearme escribir estas notas sobre la relación entre Blasco Ibáñez y el cine, que no debían tener más allá de una docena de páginas y ya supera las 100, tenía sobre el tema la idea que pudiera tener cualquier persona curiosa a la que le gustara el autor y que hubiera visto algunos de las películas basadas en su obra, las más recientes o las clásicas más populares y exitosas. No pasaban de una docena, series televisivas incluidas. Comencé la indagación por lo que tenía más a mano, la biografía del novelista escrita por Ramiro Reig, varias veces citada aquí y que desde hacía años esperaba en los estantes el momento de servir para algo más que para ofrecer buena lectura. Ya encontré en ella muchas cosas que desconocía y como me supieron a poco, di el salto a internet en busca de nuevos datos. Encontré tanto, fragmentario, parcial e inconexo, eso sí, que el trabajo se ha ido extendiendo hasta el momento presente y lo que le queda. Tanto encontré que en algún caso me quisieron dar gato por liebre.
Primero fue en una filmografía incompleta que, no obstante, citaba como extraída de la literatura de Blasco Ibáñez una película de la que no tenía noticia y que me llamó poderosamente la atención:
“Ya en el cine sonoro, sus obras fueron casi olvidadas, aunque sobresale uno de sus cuentos de terror convertido en película, “Los muertos andan” (1936) donde el célebre director Michael Curtiz ("Casablanca") dirigía al gran Boris Karloff en una obra no muy aplaudida en su momento pero interesante”
Al poco, me lo confirmó la entrada biográfica del escritor en la sacrosanta Wikipedia:
“Ya en el cine sonoro, sus obras fueron algo olvidadas, aunque sobresale una de sus historias de terror convertida en película: Los muertos andan (1936), donde el célebre realizador Michael Curtiz (Casablanca) dirigía a Boris Karloff”
Dos frases prácticamente iguales que también encontré reproducidas en otras webs. ¿Quién se la había copiado a quién? ¿Quién había realizado el importante descubrimiento? ¿Por qué nadie aportaba nuevos datos a los del párrafo inicial? Era para mosquearse, pero, en cualquier caso la noticia tenía su miga. Nada menos que Michael Curtiz, tan prolífico que es imposible abarcar todos sus títulos, había sido el primero en llevar al cine sonoro una historia de Blasco, una historia de terror, además. Interpretada, por si fuera poco, por Boris Karloff, mi monstruo cinematográfico preferido, con permiso de Lon Chaney. No debí dudar de su veracidad, porque la curiosidad acaba matando la ilusión.
Es cierto que Michael Curtiz dirigió en 1936 la película “The Walking Dead”, que en España se tituló, como corresponde, “Los muertos andan”. También lo es que Blasco Ibáñez había publicado en 1909 la novela “Los muertos mandan”, lo que sin duda puede alimentar la confusión, pese a la leve diferencia de los títulos que, sin embargo, indica ya la distancia que hay entre novela y película.
Ninguna referencia al escritor valenciano aparece en los créditos de la película de Curtiz, en los que está perfectamente identificados los responsables del guión así como el autor del relato original en que se basa. Se trata de Ewart Adamson, un escocés trasplantado a Hollywood que llegó a firmar 122 películas en 22 años de carrera, acompañado por Peter Milne, Robert Andrews y Lillie Hayward. La historia original es del propio Adamson en colaboración de un tal José Campos, del que aparte del origen hispano que delata su nombre nada más he podido saber. Para saciar la curiosidad de los curiosos, diremos que, aparte de Boris Karloff --que para esa fecha ya había dado a la pantalla sus mejores monstruos: “La momia” (Karl Freund, 1932), “Frankenstein” (James Whale, 1931) y “La novia de Frankenstein” (James Whale (1935), o había protagonizada obras maestras de la categoría de “Scarface” (Howars Hawks, 1932) o “La patrulla perdida” (John Ford, 1934)--, figuraban en el reparto otros dos nombres que algo, aunque lejano, tienen que ver con la historia que contamos. Uno era Ricardo Cortez, aquel americano que se hispanizó el nombre para triunfar como amante latino, al que ya nos hemos referido como el acompañante de Greta Garbo en “Torrent”, el debut hollywoodiense de la actriz sueca en 1926. El otro, de parentesco aún más colateral, era un casi joven Edmund Gwenn, que exactamente 20 años después llegaría de repente al “Calabuch” de Berlanga en la piel de un sabio pacifista.
Nada de esto tiene que ver con el escritor valenciano, pero siempre podía ser que los guionistas yankees, considerando el sistema de escritura de pélículas en el Hollywood de la época, utilizaran alguna idea o situación de la novela de Blasco y no hubieran considerado necesario acreditarlo. Ni por esas. De ninguna manera se parecen los argumentos de la película y la novela. En “The walking dead” (“Los muertos andan”, en España, aunque más claro título hubiera sido “Los muertos vivientes”) se narra la historia de un médico que, habiendo sido injustamente ejecutado en la silla eléctrica por un crimen que no cometió, resucita y se dedica a vengarse de sus ejecutores-asesinos. En la película, pues, los cadáveres literalmente andan, e incluso beben y comen. En cambio, nadie se traslada de un lugar a otro ni nadie asesina a nadie en la novela de Blasco. El mando que en ella ejercen los muertos sobre los vivos no es una cualidad real, sino una referencia metafórica a la pervivencia en las nuevas generaciones de las ideas morales, las costumbres y los prejuicios de las anteriores, perviviendo así el pasado y la tradición en la vida presente, llegando incluso a impedirla evolucionar. Ni por el forro.
Al final no hay moraleja para la historia de este equívoco, aunque sí un curioso estrambote. “Los muertos andan”, película de Michael Curtiz, no tiene nada que ver con “Los muertos mandan”, novela de Vicente Blasco Ibáñez. Eso está claro. No obstante, sí que existe una adaptación cinematográfica de esa novela del valenciano, lo que podría explicar la confusión. La realidad aclara, sin embargo, que en este caso no se trata de una película americana, sino española, realizada en 1950 (aunque se estrenó dos años después) por Miguel Iglesias Bonns, un peculiar cineasta del que luego comentaremos algo, y con título diferente al del modelo literario: “La ley del mar”. Por razones que no he sabido desentrañar, esta película apenas tuvo distribución comercial, pese a estar producida dentro de la mayor ortodoxia del cine comercial de la época, y desapareció de la circulación al poco de estrenarse, hasta el punto de darla por perdida, situación en que se mantuvo hasta que fue recuperada en 2005 por el Arxiu d´Imatge i So del Consell d’Eivissa.
Una novela sociológica
Blasco había escrito "Los muertos mandan" en 1909 con la intención de retratar de la manera más fiel posible la sociedad ibicenca y mallorquina de comienzos del siglo XX, para lo que se documentó viajando a las islas exclusivamente con tal fin. A tenor de lo que acabó escribiendo, lo que encontró el escritor constituía una sociedad pobre y laboriosa, aislada y encerrada en sus costumbres y usos tradicionales, que Blasco describe con lirismo y prodigalidad, en la que el peso de la estructura social del pasado, sus normas sociales y prejuicios morales seguían pesando sobre la vida de sus habitantes hasta el punto de hacer imposible cualquier evolución hacia la modernidad. La postura de Blasco hacia esa realidad que cree detectar está cargada de un cierto fatalismo, en concordancia con el título que dio a la novela.
“¿A qué luchar con el pasado?... ¿Cómo libertarse de su cadena?...Cada uno, al nacer, encuentra marcados el sitio y gesto para todo el curso de su existencia, y es inútil querer cambiar de situación y de postura [...] Los vivos no están solos en ninguna parte. Los rodean los muertos en todos los sitios, y como éstos son más, infinitamente más, gravitan sobre su existencia con la pesadez del tiempo y del número. No, los muertos no se van aprisa, como cree el refrán popular. Los muertos se quedan inmóviles al borde de la vida, espiando a las nuevas generaciones, haciéndoles sentir la autoridad del pasado[...] La casa en que vivimos la construyeron los muertos; las religiones ellos las crearon; las leyes que obedecemos las dictaron los muertos[...] La moral, las costumbres, los prejuicios, el honor, todo obra suya[...] Los hombres que se esfuerzan por decir cosas nuevas no hacen más que repetir con diversas palabras lo mismo que los muertos dijeron hace siglos y siglos[...] El alma de los muertos llenaba el mundo. Los muertos no se van, porque son los amos. Los muertos mandan, y es inútil resistirse a sus órdenes”
Quien reflexiona con tal impotencia es Jaime Febrer, un personaje que bien podía ser pariente, tal vez lejano, del Príncipe Salina de Lampedusa o el Don Antonio de Villalonga. Como ellos, es un noble arruinado consciente de su propia decadencia y la de la clase a la que representa, incapaz, por otro lado, de romper con ella y con los prejuicios que a ella le encadenan. La situación de Febrer es, sin embargo, más acusada que la de sus posteriores referentes, pues se encuentra realmente en la fase terminal de su caída, rodeado por las paredes de un palacio que se desmorona y, fuera de él, envuelto en unas convenciones sociales que le asfixian y a las que desprecia.
El protagonista de “Los muertos mandan”, incapaz de trabajar, pues no ha trabajado en su vida, no encuentra otra salida a su situación que las mujeres. Dos mujeres sucesivas a las que se acerca por interés a la una y por amor a la otra. Dos mujeres de muy distinta condición a la suya. La primera es chueta, judía de descendencia mallorquina, una joven poco agraciada pero con padre rico, del que el noble arruinado espera provisión para toda la vida. La otra es una joven de clase humilde, hija de un antiguo peón, que le enamora a primera vista. En ambos casos los prejuicios, racistas en el primer caso y clasistas en el segundo, impiden que la relación llegue a buen término.
Ferber es el protagonista de la novela; sin embargo, su historia apenas es otra cosa que una excusa para exponer las verdaderas intenciones del autor, que no son otras que investigar una realidad social concreta y extraer consecuencias sobre su atraso histórico. Más que una novela en sentido estricto, “Los muertos mandan” es básicamente un reportaje novelado. En ese tono documental que tanto le gustaba, Blasco describe con minuciosidad decorados, paisajes y ambientes, se remonta al origen de la discriminación hacia los chuetas, resucita el romance de George Sand y Chopin en Valdemosa, se detiene en las labores de labranza o de pesca, describe costumbres, ritos y bailes como el festeig de pagès, hoy declarado Patrimonio Cultural de las islas, desvela la historia de piratas y comercio de las Pitiusas, todo ello a través de la mirada lúcida y algo cínica de Jaime Febrer, que además de malvivir sus amores, reflexiona, analiza y cuenta sobre el mundo que le rodea.
Cuesta un poco imaginar cómo teniendo otras novelas de Blasco a disposición, se eligiera esta precisamente para llevarla al cine, pero así fue. De la labor se ocuparon dos cineastas entonces principiantes, aunque ambos tendrían larga carrera posterior. Rafael J. Salvia, que debutó en ella como guionista, sería luego el escritor de películas de tanto éxito popular como “El día de los enamorados” (1959), “La gran familia” (1962), “Atraco a las tres” (1962),” Sor Citroen” (1967), “La tonta del bote” (1970), “¡Se armó el belén!” (1970), entre otras muchas que le convirtieron en un paradigma de la españolada cinematográfica. Incluso dirigió dos que todavía ponen repetidamente en las televisiones: “Manolo, guardia urbano” (1956) y “Las chicas de la Cruz Roja” (1958).
Más curiosa y singular es la figura del director, Miguel Iglesias Bonns fue un cineasta de la estirpe de Jess Franco, aunque menos fecundo e intenso, amante del simple hecho de rodar películas y capaz de hacer cualquier cosa que le permitiera seguir con su oficio y satisfacer algunos de sus peculiares gustos artísticos. También como a Franco le atraía el cine de género, fuera policiaco, de terror, aventuras o erótico. Entre las alrededor de 40 películas que componen su filmografía hay algunas de títulos arrebatadores, que sugieren historias incalificables en películas de serie Z: “Tu marido nos engaña” (1960), “Agente Z-55, misión Coleman” (1967), “Tarzán y el misterio de la selva”, “La maldición de la bestia” (1975), que protagonizó otro inclasificable, Paul Naschy, “Kilma, reina de las amazonas” (1975), “La diosa salvaje” (1975) o “La isla de las vírgenes ardientes” (1977). Se despidió en 1980 con la que probablemente sea el más prometedor de sus trabajos, “Barcelona Connection”, un thriler con guión de José Luis Garci y Andreu Martín protagonizado por Sergi Mateu. Con esta película de despedida parecería que quería volver a sus comienzos, cuando realizó las que todos los expertos consideran sus dos mejores obras, “El fugitivo de Amberes” (1954) y “El cerco” (1955), incluibles ambas en aquel cine negro catalán de los años cincuenta, tan peculiar, tan censurado y tan interesante.
En 1950, cuando rodó “La ley del mar”, tenía 33 años y era un cineasta principiante que probablemente quería hacer un cine personal y de cierta calidad, aún dentro de la raquítica industria española del momento. Lo intentó adaptando a Vicente Blasco Ibáñez, y aunque el crédito le duraría para realizar sus dos siguientes filmes policiacos, la verdad es que la película resultante no le debió servir de mucho en su carrera, pues se esfumó inmediatamente en el aire.
Especulaciones ciegas
En este preciso momento, de ser esto un estudio serio y documentado del cine de Blasco Ibáñez, debería cerrar el ordenador y salir de inmediato para Ibiza a ver la película, en cuyo archivo de imagen y sonido se conserva, reconstruida en 2005 a partir de diversos fragmentos encontrados en la Filmoteca Nacional. Pero el avión cuesta una pasta, el viaje da mucha pereza y, sobre todo, esto no pretende ser un estudio serio y documentado, sino la satisfacción de una curiosidad por algunas de las historias que hay dentro de La Historia. Así que continuaré, especulando a ojo de buen cubero, que como se sabe es el que construía cubas, con los cuatro datos rescatados del proceloso mar de internet, buen territorio de pesca, aunque a veces salgan zapatos en el anzuelo.
A tenor de los pocos datos disponibles, breves fichas o notas de prensa publicadas tras su recuperación en 2005, Miguel Iglesias conservó el carácter documental de la novela, llegando, incluso, a contratar a sendos asesores históricos, el musicólogo y folklorista José Tur Riera, Pepet des Sereno, y el historiador de la tierra Manuel Sorá. La sensación se acentúa al comprobar que se rodó en escenarios naturales, como los pueblos ibicencos Santa Eulalia , Sant Josep de Sa Talaia o Puig de Missa, cuyos habitantes participaron en la película como figurantes, desempeñando ante la cámara sus oficios reales o, incluso, interpretando breves papeles. Una mezcla de documento y ficción que sin duda hubiera sido del gusto de Blasco Ibáñez.
Ángel Comas, en su “Diccionari e llargmetratges: el cinema a Cataluya y durant la segona República, la guerra y el franquisme. 1930-1975” (Cossetània Edicións, 2005), hace una breve sinopsis de la película que resalta ese aspecto:
“En un pequeño puerto de Ibiza se produce una violenta discusión entre los patrones de dos embarcaciones de pesca. Uno acusa al otro de ir contra la ley y las reglas del mar utilizando dinamita. El hijo de un rico terrateniente de la isla consigue poner paz inicialmente, pero la situación se complicará: aparte de la dinamita hay también una historia de amor, de pasión y de celos. Un drama pasional que sirve a Iglesias para hacer un film costumbrista que respira autenticidad. Rodada en Ibiza.”
Como se verá, el resumen, que por brevedad ha de resultar necesariamente incompleto, pone el acento sobre los pescadores, destacando su conflicto colectivo (la pesca con dinamita, que no aparece en la novela, donde la actividad ilegal es el contrabando) sobre el amoroso. Cómo se puede ver, en la ficha no hay rastro de los chuetas y su discriminación ni de la tesis principal de la novela acerca de la dictadura de lo viejo sobre lo nuevo. Pudo ser por la censura, para la que sin duda ambos temas resultaban cuando menos incómodos, pero todo parece indicar que los cambios se debieron más bien a la idea inicial de Salvia e Iglesias de llevar la película por los caminos de ese costumbrismo cargado de autenticidad a que se refiere el diccionario. Guionista y director debían ser bien conscientes, no obstante, de que esas supresiones y cambios contradecían expresamente las intenciones de Blasco al escribir la novela. Tal vez por ello en lugar de titular la película con el original “Los muertos mandan”, más metafórico e ideológico, decidieron cambiarlo por el más explícito y descriptivo de “La ley del mar”.
En cualquier caso, cuando tras su recuperación en 2005 fue presentada públicamente, la nota de prensa emitida por el departamento correspondiente de la Generalitat Balear le daba una nota alta en cuanto a su interés etnográfico se refiere:
“La película es un verdadero documento histórico de una época de penurias y dificultades en una Eivissa fuertemente deprimida desde el punto de vista socioeconómico”
Fuera como fuera, la película debió tener problemas desde el principio, pues se rodó en 1950 y no se estrenó hasta dos años después. No parece haber motivos para ello. “La ley de mar” se había realizado dentro de los más estrictos cánones industriales. Aunque la produjo una pequeña empresa catalana, Producciones ACOR, sobre la que apenas he encontrado referencias, contaba con una distribuidora de postín. Nada menos que Universal Films Española, filial del mítico estudio hollywoodiense Universal Pictures, lo que implicaba contar con una distribución nacional de gran experiencia y profesionalidad y un importante contacto con el resto del mundo y especialmente Estados Unidos, donde, téngase en cuenta, aún se recordaba el gran éxito en 1941 de la cuarta versión de “Sangre y arena”, que había protagonizado Tyrone Power y lanzado al estrellato a Rita Hayworth. Hablaremos de ella.
El filme de Miguel Iglesias Bonns tenía además un par de nombres destacados en el reparto, por lo demás poco conocido, que aunque no eran estrellas que rompieran taquillas, si contaban con prestigio y popularidad, especialmente entre el público que gustaba del cine más o menos culto e intelectual que se podía hacer en aquella España en general bastante casposa. Se trataba de padre e hija (o hija y padre si consideramos su lugar en el reparto), Isabel y Félix de Pomés. Ella había destacado ya trabajando para Rafael Gil (“Huella de luz”, 1942) y en la muy jaranera y exitosa primera versión de “Botón de ancla” (Ramón Torrado, 1948), pero también había estado en las vanguardistas y un tanto insólitas “La sirena negra” (Carlos Serrano de Osma, 1947), “Vida en sombras” (Lorenzo Llobet Gracia, 1948), o “La torre de los siete jorobados” (Edgar Neville, 1944). Él, que había vivido más, tiene una biografía fabulosa que merece párrafo aparte, pues bien podría ser un buen personaje secundario de alguna novela de Blasco. Si Blasco le hubiera conocido, lo que cronológicamente no resulta imposible.
El Johnny Weismuller español
Veamos. Félix de Pomés, que a la sazón tenía 57 años, era sobrino del Conde de Santa María de Pomés, había estudiado en los Escolapios, y formaba parte de la mejor sociedad catalana, destinado a ser un procer. Algo se debió interponer en su curriculum, porque ya muy joven se le pudo ver en los estadios de fútbol como integrante profesional del Barça y el Español y, además se combatir en el ring como boxeador, represento a España en la disciplina de esgrima en las olimpiadas de 1920 y 1928, aunque se quedó sin medalla. Se había licenciado de abogado, pero prefirió cambiar el ejercicio de la carrera por la profesión periodística, especializándose en la crítica de cine en diversos periódicos y revistas. Según cuentan, también era (¡ojo al parche!) experto en medicina y farmacia, y otra de sus artes fue la plástica, terreno en el que dejó dibujos y pinturas que en su tiempo tuvieron reconocimiento público y se vendieron bien. Un personaje no ya renacentista, sino inabarcable, que además ejercía de dandy, gustaba del lujo y conocía idiomas.
Con esas condiciones y en aquel mundo lleno de novedades y movimiento de los años de entreguerras, ¿qué mejor lugar de destino podía alcanzar un personaje como el que hemos descrito sino el del cine, el más novedoso y movido de los inventos? Y Félix de Pomés, que además de guapo y hablar idiomas estaba en la flor de la vida y era arriesgado, a la hora de meterse en eso de las películas pensó quizás que había que empezar por lo más alto y se marchó a Alemania, donde el expresionismo estaba rompiendo las barreras cinematográficas. Allí representó papeles destacados en distintas producciones, llegando a trabajar en “Die Grobe abenteuerin” (“El amante aventurero”, 1928) con Robert Wiene, que ocho años antes había aportado nuevas dimensiones al cine con “El gabinete del doctor Caligari”.
Al darse cuenta, recién nacido el sonoro, por dónde iban los vientos de la industria del cine, saltó el charco y se instaló en Hollywood, convirtiéndose uno de los primeros actores patrios en participar en las dobles versiones en español de los éxitos del momento. Entre otros, interpretó personajes que en los originales habían correspondido a Walter Huston, Fredric March o, sobre todo, Humphrey Bogart, al que replicó en uno de sus primeros éxitos, el de “Body and Soul” (Alfred Santell, 1931).
Ya de vuelta a España, pasó la guerra civil en Barcelona, donde llegó a dar vida a un obrero en paro, personaje totalmente alejado de su personalidad real, en “Aurora de esperanza” (1937), un film producido por la CNT. Tras vencer los sublevados no le hizo ascos a salir en películas claramente propagandísticas del nuevo régimen ni en las comedias más anodinas, aunque también dejó su presencia, normalmente en compañía de su hija, en películas tan avanzadas para la época como las de Llobet Gracia, Edgar Neville o Fernán Gómez. Cuando España se convirtió en un plato de rodaje para el cine americano, le vimos en algunas de las más renombradas producciones visitantes, desde “Orgullo y pasión” (Stanley Kramer 1957), hasta “Salomón y la reina de Saba” (King Vidor, 1959), o “Rey de Reyes” (Nicholas Ray, 1961),producción de Samuel Bronston y en la que daba vida a José de Arimatea, ya se sabe el dueño del sepulcro en el que depositaron a aquel Jesús tan imposiblemente guapo que hacía Jeffrey Hunter. Falleció en 1969. Dada su condición de gimnasta y actor, en la época le llamaron el Johnny Weismuller español. Una biografía merecería, no sólo cinco párrafos como secundario.
Sé que me he apartado del tema, pero las historias de La Historia, y esta pretende serlo, tienen meandros, recovecos, remansos e incluso, islotes que solo de refilón tienen que ver con lo que los circunda. Volviendo al tema que nos ocupa, ni siquiera la apasionante historia que traía ya a sus espaldas Félix de Pomés sirvió para darle popularidad a “La ley del mar”.
La película se estrenó en 1952, dos años después de su realización, y encima en un cine de provincias, el Actualidades de Bilbao, tardando todavía más de un año en llegar a Madrid, donde se proyectó en los cines Tívoli y Sol. Luego desapareció todo rastro. Según datos que he encontrado en alguna parte del ciberespacio, y por los que no pondría la mano en el fuego, la vieron 3.050 espectadores y recaudó 68.556 pesetas. Digo que no son de fiar, porque según esas cifras cada entrada salió por unas 20 pesetas, precio exorbitado en una España en la que, poco después, en el Cine Montija de Cuatro Caminos aún se podía ver un programa doble por sólo 2,50, medio duro, y además, llenar el sueño de cáscaras de pipas.
El equívoco de una maja goyesca
Y para acabar esta entrada, volvemos al principio y a otra adjudicación equivocada. Una vez más el acontecimiento se anunciaba con una simple frase que también se repite de un blog a otro hasta perder su origen:
“… Y en Hollywood se adapta una floja versión de “La maja desnuda” (1958), con Ava Gardner y Tony Franciosa, que pasó sin pena ni gloria”
Pues no. La película existe, pero no tiene nada que ver con “La maja desnuda”, novela también existente que Blasco Ibáñez había publicado en 1906 y en la que se narraba los inicios de un joven pintor, Renovales, en la España de principios del siglo XX. Ni sombra de parecido con la película de igual título (“The naked maja”) pero distinta trama a la que se refiere la nota, que sí tenía que ver con la historia del pintor aragonés y su amante y modelo, de acuerdo a lo que en su novela del mismo título había imaginado el escritor estadounidense Noel Bertram Gerson, prolífico autor que con distintos seudónimos publicó algo así como 325 títulos. Entre ellos está la novela que dio lugar a “55 días en Pekín”, la película producida por Samuel Bronston y dirigida por Nicholas Ray que se rodaría unos años después en aquellos espectaculares decorados chinos que se levantaron en Torrelodones y que han hecho historia.
En mayo de 1935, hace ahora justo 80 años, Santa Cruz de Tenerife se convirtió en la capital mundial del arte de vanguardia del siglo XX. No es exageración patriotera ni cuestión opinable. Simplemente es un hecho. El 11 de aquel mes y año se inauguró en el Ateneo de la ciudad canaria la primera y única exposición del grupo surrealista de París que llegó a celebrarse en España antes de que los tiempos se tiñeran de sangre y todo surrealismo resultara un sarcasmo. No fue cualquier cosa, pues se trataba también de la segunda gran exposición surrealista organizada fuera de Francia (la primera había tenido lugar en Bruselas el año anterior) en la que participaron los grandes nombres del movimiento. Aquella exposición, aparte de su gran relevancia histórica y cultural, silenciada durante largos años por razón de la dictadura, también supuso una singular aventura humana y política que, aunque hoy haya salido de la oscuridad en la que reposó durante tanto tiempo, especialmente en Canarias, donde se han publicado ya numerosos textos sobre ella y lo que la rodeó, aún pienso que no goza del suficiente conocimiento, y reconocimiento, fuera del perímetro isleño.
Además, es una historia tan bonita, retrato de unos personajes singulares que viven una historia única en un momento irrepetible, que simplemente me apetecía escribirla.
André Breton contemplando Tenerife desde el balcón del hotel
Acompañando a los cuadros se trasladó desde París a Canarias el gran patriarca del surrealismo, André Breton, que guardaría la llama sagrada y subversiva del movimiento, y que tal vez con aquel viaje quería comprobar la magia exótica y lejana de las islas, de la que le había hablado su colega Óscar Domínguez, al que encontraremos más adelante, y que había añorado antes de conocerla en el poema que le acababa de dedicar en su último libro, “L’air de l’eau”
“Se me dice que allá abajo las playas son negras
Por la lava que fue hacia el mar
Y se extienden al pie de un inmenso pico de humeante nieve
Bajo un segundo sol de canarios silvestres
Cuál es, pues, este país lejano
Que parece sacar toda su luz de tu vida
Y tiembla muy real en la punta de tus pestañas
Dulce a tu encarnación como un lienzo inmaterial
Recién salido de la maleta entreabierta de los tiempos
Detrás de ti
Lanzados sus últimos resplandores sombríos entre tus piernas
El suelo del paraíso perdido
Cristal de tinieblas espejo de amor
Y más abajo hacia tus brazos que se abren
Con la prueba de la primavera
DESPUES
La inexistencia del mal
Todo el manzanar en flor del mar”
Acompañaron a Bretón en el viaje a canarias su esposa, Jacqueline Lamba, cuyos vestidos a la moda parisién y su actitud desprejuiciada parece que encandilaron a los paisanos isleños, y Benjamin Pèret, también poeta y viejo compañero desde los tiempos dadaístas. Permanecieron en Tenerife hasta el 27 de mayo, aprovechando para dar diversas conferencias sobre arte y política. También llevaron con ellos en el barco una copia de la película de Luis Buñuel y Salvador Dalí“La edad de oro”, que se quería proyectar para recaudar fondos con que pagar los gastos de la exposición, y cuya prohibición se convirtió en el mayor escándalo de la aventura, con una fuerte polémica que incluso llegó al Congreso de los Diputados de Madrid.
La exposición la había organizado la revista cultural de vanguardia “gaceta de arte” (así, con minúscula. Las mayúsculas no existían en sus páginas), que con los 38 números que editaron entre 1932 y julio de 1936 (el estallido de la guerra civil acabó con ella) se convirtió en una de las publicaciones de referencia en el campo de la vanguardia artística internacional de aquellos años. Al frente de ella estaba un grupo de jóvenes intelectuales y artistas canarios, encabezados por Eduardo Westerdahl, director de la publicación, y entre los que se encontraban Domingo Pérez Minik, Oscar Domínguez, Agustín Espinosa, Pedro García Cabrera, Domingo López Torres y Emeterio Gutiérrez Albelo. Tras la represión de la posguerra, que incluso condujo al asesinato del poeta López Torres, todos ellos acabarían por convertirse en nombres señeros de la cultura española en sus respectivos campos de actuación.
El resultado concreto del encuentro entre el grupo francés y el español fue la publicación del segundo Boletín Internacional del Surrealismo, que se editó en Tenerife y París entre otras ciudades, y que pasó a formar parte de la historia del movimiento surrealista.
Cabe preguntarse desde el presente de hoy, y más aún desde el tiempo mismo en que ocurrió, qué es lo que explica aquella exposición y aquel viaje de lo más moderno de la modernidad parisina a unas islas lejanas, tan lejanas que para llegar a ellas eran obligados varios días de travesía marítima. Intentaremos dar algunos datos que ayuden a comprenderlo; pero, antes de nada, debe tenerse en cuenta una consideración general sin la cual nada resulta explicable.
Las Islas Canarias, tierra de emigrantes que en diversos momentos de su historia debieron abandonarlas para buscarse la vida en otros lares, han sido también desde tiempos inmemoriales, como tales islas que son, punto de llegada o partida de descubridores, piratas o comerciantes, de huidos políticos y simples viajeros, de naturalistas, aventureros, poetas, frailes, artistas y pensadores. Punto de cruce de vidas, centro de fusión de culturas, lugar de descubrimiento para los curiosos, de temprano turismo para extranjeros, de luna de miel para los recién casados peninsulares. El mar, que aísla, también une.
De esa característica intrínseca con su propia condición insular nace, entiendo yo, la vocación cosmopolita del isleño, que a menudo ha conocido, asimilado y practicado las ideas y formas artísticas más avanzadas antes y con más profundidad que en otros lugares aparentemente más cercanos al “centro” cultural de cada época. Quizás el ejemplo más claro y de mayor repercusión de esta apertura a los vientos del mundo sea el de la exposición de la que hablamos y el del grupo de personas que la organizó.
En definitiva, aquel 11 de mayo se cumplía lo que ya había enunciado en 1930 en el diario tinerfeño “La Tarde”, el poeta Pedro García Cabrera, que estuvo de principio a fin en la aventura y que hubo de pagar precio por ello:
“a nosotros, por nuestra geografía y manera de sentir, nos es más asequible ir directamente a lo universal, sin la escala intermedia –cada vez más difícil—de la fusión nacional”.
O, como explicaría posteriormente de forma más precisa Domingo Pérez Minik en su libro “Facción española surrealista de Tenerife” (1975), del que pasaremos a hablar inmediatamente:
“Entre nosotros ha habido una poesía de tierra adentro y otra de puertos cosmopolitas. Los contactos con el extranjero fueron siempre constantes. El extranjero podía ser un pirata, un comerciante, un huido político. Pero cualquier aislamiento exige una comunicación permanente con el que llega de fuera, amigo o adversario, da lo mismo, se necesita del prójimo, nos urge la presencia del diálogo con el que nos va a enseñar otras maneras de hacer, vivir o cantar. No tiene nada de extraño que, en los años, treinta, Tenerife, la juventud que la habitaba después de los nacionalismos más o menos folklóricos de una dictadura política, que hasta la isla llegaba de un modo muy debilitado, se colocara frente al mar con los pies en el agua hasta abrir todo tráfico de ideas e in augurar una buena libre plática con toda clase de navíos”.
En la exposición, que se inauguró el 11 de mayo de 1935, se colgaron un total de 76 obras, firmadas por los nombres más importantes del arte de vanguardia del momento, lo que es decir los más destacados del arte del siglo XX. Jean Arp, Giorgio di Chirico, Giacometti, Dalí, Óscar Domínguez, Max Ernst, René Magritte, Miró, Picasso, Man Ray, Marcel Duchamp o Yves Tanguyformaron parte de un total de 20 artistas que mostraron su obra. Pero mejor es reproducir el catálogo original, que contiene lista completa y, además, aún conserva el aire de la época.
Continuará, que he sido incapaz de acabarlo para la fecha del aniversario.
Nunca fui antiamericano porque siempre supe que había americanos como Ronnie Gilbert.
Ni siquiera en los tiempos más sectarios, cuando el antiamericanismo era carne ideológica de cualquier rojo del mundo que se preciara. Porque existían en América muchas Ronnie Gilbert.
Por supuesto que estaba contra la guerra de Vietnam, el racismo, el bloqueo de Cuba, las bases en España y todo aquello del american way of life, símbolo de adocenamiento, comodidad y venta a plazos que entonces era moda foránea y hoy está instalado en nuestros cerebros. Me manifesté en contra de ello, repartí panfletos, pinté yakees go home en las paredes y me acordé mil veces de la familia de Johnson o Nixon. Pero nunca fui antiamericano. Siempre supe que en el vientre de la bestia, en las tripas mismas del sistema resistían americanos como Ronnie Gilbert. Y tantos otros que hoy no nombraré.
En 1968, casi da vértigo escribirlo, un amigo mayor que yo, Fernando Santos Fontela, que con el seudónimo de Ramón Padilla había publicado un libro que sería fundamental para mi formación, “Canciones de protesta del pueblo Norteamericano”, me prestó el primer disco que escuche en mi vida de The Weavers. Y allí estaba Ronnie Gilbert, dándole con el flaco Pete Seeger, el gordo Lee Hays y el elegante Fred Hellerman las buenas noches a Irene por recado del viejo Leadbelly. Me dejaron fascinado, y la clara voz femenina del cuarteto, una clara y cálida voz de contralto, transparente y perfectamente modulada, se instaló en mi memoria para siempre.
The Weavers fueron el primer grupo norteamericano que consiguió el éxito universal interpretando música folklórica y canciones de contenido social y político del todo el mundo. No tengo el libro delante, pero aún recuerdo con que retintín un tanto amargo le contaba Seeger a Padilla el nacimiento del grupo. Todos sus integrantes eran veteranos músicos comprometidos, cantantes habituales en manifestaciones, huelgas y centros sindicales. Militantes del canto y de la política, tenían que ver, no obstante, cómo a la hora de montar grandes recitales solidarios o para recoger dinero se les ignoraba para aprovecharse de la fama de los que, menos politizados, disfrutaban de mayor éxito. Crearon entonces The Weavers, que inmediatamente triunfaron al mayor nivel con un repertorio insólito hasta ese momento en un grupo estadounidense. Sus versiones de "Darling Corey", "Greensleeves". "Kisses Sweeter Than Wine", "Around the World", "Rock Island Line", “Suliran”, “tzena, tzena,tzena” o “Wimowhe”, entre tantas otras, son memorables.
Especial emoción me provocó escucharles aquella vieja canción de la guerra civil española que mi padre me cantaba en la infancia. Por lo bajines. Quizás al tiempo que me contaba ycontaba de aquellos americanos de la Brigada Abraham Lincoln que atravesaron el océano para pelear por la República. Como Ronnie Gilbert.
Pero Joe McCarthy debía ser un canalla pero no un tonto. Pronto se dieron cuenta los inquisidores de que cantando lo que cantaban The Weavers no podían ser trigo limpio. Conocieron las prohibiciones, los boicots, los juzgados y las listas negras. El macartismo acabó con el grupo, que se disolvió siguiendo cada uno su camino.
Ronnie Gilbert se casó, tuvo una hija, se trasladó a California, estudió sicología, trabajo de terapeuta, participó como actriz en importantes proyectos de teatro alternativo y siguió cantando contra la guerra, por la causa feminista, a favor del mantenimiento del planeta, por la solidaridad internacional. Como siempre.
Cuando en los años ochenta, ella andaba ya por la sesentena, conoció a una joven cantante, Holly Near, buena como ella, contestataria como ella, regresó a los estudios de grabación y realizó, en dúo y en solitario algunos de sus mejores trabajos musicales.
En 2004, reiniciando su vocación de pionera, se casó en San Francisco con Donna Korones, que había sido su compañera de vida y manager durante tres décadas. Fue uno de los primeros matrimonios homosexuales de Estados Unidos. Ronnie Gilbert tenía 78 años.
Ronnie Gilbert falleció el pasado sábado, 6 de junio de 2015, a los 88 años de edad. Nunca he sido antiamericano porque supe de Ronnie Gilbert. Los que luchan toda la vida siempre me han conmovido.
Los años centrales de la década de los setenta fueron en España tiempos de confusión y contradicciones. De miedo y esperanza, de represión y lucha. Franco murió el 20 de noviembre de 1975, pero desde antes era convicción generalizada la inmediatez de su fallecimiento de un momento a otro, un hecho ante el que se reaccionó de forma muy diversa según se estuviera a un lado u otro de la raya divisoria del franquismo, según se perteneciera a una de las dos Españas machadianas.
Unos, que aún manejaban los mandos del régimen, temblaban ante la inseguridad de su futuro una vez desaparecido el Caudillo, bajo cuyo capote militar habían llenado estómago y faldriquera mamando de las ubres de la dictadura. Otros, que llevaban casi cuarenta años esperando que ese acontecimiento llegara de un momento a otro, exultaban entusiasmo, esperando que tras la muerte del dictador se hundiera también el edificio de la dictadura y nada volviera a ser lo mismo. “Cuando llegara el momento/ que las agüitas vuelvan a sus cauces/ y las calles con sus nombres / ni reyes, ni santos, ni roques ni frailes”, había contado José Menese en un ansia de justicia histórica.
Tal situación dio lugar a efectos paradójicos. En su evidente debilidad, el régimen decidió sacar a relucir su fuerza, desatando una ola represiva de gran dureza. El conglomerado de fuerzas antifranquistas, que se había sido desangrado durante dos décadas con ejecuciones y encarcelamientos, iba dejando paulatinamente la clandestinidad más estricta para derramarse en infinidad de movimientos de masas, más o menos ilegales, que encauzaban las olas de entusiasmo en una continuidad de luchas ya irreprimibles, por mucho que se cebara en ellas la represión. En este contexto se movía la canción popular, que vivió una profunda evolución en aquellos años.
Barajas, septiembre 1973. Comunicando a Mercedes Sosa
la muerte de Víctor Jara
Entre 1973 y 1977, que vienen a ser los tiempos en los que nos movemos, tomaron la hegemonía musical en España nuevos movimientos musicales que, aun habiendo surgido con anterioridad y teniendo ya un buen peso cultural y político en algunos casos (de los cantautores hablo), llegarían en esos años a su momento de máximo esplendor. Numerosos fueron los cantautores y grupos de rock progresivo o de folk que grabaron entonces sus primeros discos –vendidos con un éxito a veces espectacular--, que participaron en festivales y macro-conciertos, que empezaron a salir regularmente en la radio y la televisión y que encontraron, al fin, el público que les correspondía. En paralelo, la censura recuperó la dureza de sus peores tiempos y muchas fueron las canciones y los recitales prohibidos, las multas, e incluso la detención de alguno o alguna no por otra cosa que cantar (En Elisa Serna pienso).
Los años inmediatamente previos a la muerte de Franco fueron también los del descubrimiento de nuevas músicas que se hacían fuera de España y que sólo rara vez habían llegado hasta aquí. Sucedió con lo que podríamos llamar, generalizando demasiado, rock progresivo anglo-americano, de los que se comenzaron a editar discos a porrillo y cuyos protagonistas empezaron a considerar España un lugar normalizado dentro de su mercado internacional. Sucedió también –y esa es la parte que me toca-- en el campo de la música latinoamericana, de la que se conocía en España algún artista relevante (pongamos Atahualpa, pongamos pocos más), pero que en esos años conoció una gran popularidad a través de la edición de sus discos y las visitas personales de unos cuantos de sus nombres más representativos.
1974. Con Manuel Lobao presentando
a Eduardo Falú a la prensa
Tal fue el caso de Mercedes Sosa, Eduardo Falú, Jaime Torres, Cuarteto Cedrón, Daniel Viglietti, Horacio Guarany o Alfredo Zitarrosa. También los hubo, más jóvenes, que se exiliaron en España cuando las dictaduras llegaron a sus países y aquí se quedaron, formando parte de la música española para siempre. Hablaremos de ellos más adelante.
De todas las músicas procedentes de la América de habla hispana las que mayor sensación de novedad y mayor impacto produjeron, creo yo, fueron las de Chile y Cuba, países en los que no sólo había excelentes artistas, sino que además se presentaban en forma de sendos movimientos cohesionados, La Nueva Canción Chilena y La Nueva Trova Cubana.
No cabe duda de que las consideraciones políticas tuvieron mucho que ver con la gran aceptación en España ambos movimientos, y especialmente sus artistas más destacados. En la estimación generalizada de sus admiradores, Pablo Milanés y Silvio representaban la música de una revolución triunfante; como Carlos Puebla, que también se publicó en GONG por esos años, pero de otra manera. Víctor Jara, Quilapayún o la propia Violeta (que había nacido antes, pero ahí estaba, viva en sus canciones) eran, por su parte, los símbolos de un intento de revolución muy distinto, aunque derrotado por las armas, lo que desataba una ola de identificación solidaria de un pueblo que sabía bien lo que era la derrota militar tras un intento democrático de gobierno popular. Además, las canciones chilenas que llegaban no eran las desconsoladas de la derrota y el exilio, que aún no se habían compuesto, sino las entusiastas que se habían escrito antes del golpe, durante el gobierno de la Unidad Popular o inmediatamente antes. Si las canciones cubanas aportaban a España la visión de la revolución ya realizada, del sitio al que se quería llegar (fuera equivocada o no la percepción que de la revolución cubana se tenía, así era), las chilenas representaban a un pueblo que luchaba por establecer un sistema de democracia profunda, un mensaje que necesariamente tenía que calar en una sociedad como era la española en aquel momento de desintegración de la dictadura y de esperanza en el futuro. Sí, la política tuvo importancia, pero también existieron en aquel irrumpir de chilenos y cubanos otros elementos de influencia formales y estéticas que fueron esenciales.
La Nueva Canción y La Nueva Trova, chilena y cubana respectivamente, también aportaban experiencias enriquecedoras en el terreno musical. En mayor o menor medida unos que otros, más los chilenos que los cubanos, la música que traían planteaba una novedosa manera de afrontar la creación como continuidad de la tradición, es decir, el viejo tema de la evolución contemporánea del folklore, que en España también era cuestión de plena actualidad entre los interesados por la canción popular, que se enfrentaban a problemas musicales similares, aunque se anduviera más atrasados que los vecinos de enfrente. Igualmente planteaban sus canciones las formas de construcción de la canción de autor desde una perspectiva de mezcla de géneros y de adaptación de los modelos tradicionales (Brassens, Guthrie o Yupanqui, por ejemplo) a la música popular contemporánea. De ahí la sorpresa al descubrir de forma masiva las canciones de Pablo Milanés, Víctor Jara, Quilapayún o Silvio Rodríguez, por poner cuatro nombres que rompieron la pana.
Llegamos ya a las notas de contraportada que luego reproduzco. También en esos años se instauró en las ediciones discográficas españolas la costumbre de incluir en las contraportadas un breve texto de algún crítico, radiofonista o entusiasta del artista que se preciara y que dijera en unas cuantas líneas algo que pudiera explicar o situar el disco. Me tocó escribir unas cuantas, especialmente de música latinoamericana, que ya he dicho que era mi tema, aunque seguramente fue por haber caído en el sitio justo en el momento preciso.
Algunas de esas notas van más abajo. La mayoría de los discos correspondientes no los conservo, o no sé en qué caja cerrada pueden estar, pero San Internet es misericordioso con sus adoradores y me las ha puesto a la vista en una página anglo que no sé yo por qué viciosa perversión se dedica a coleccionar estas cosas. Pensé, en un principio, colgarlas aquí como un ejercicio exhibicionista o como un post ligero de verano; pero releídas, veo que en conjunto pueden contribuir a hacer un retrato parcial de aquel momento de la canción popular española. Así pues, le he añadido estas notas a las notas, y adelanta con los faroles. Leídos hoy, aquellos escritos me parecen un tanto toscos, simplificadores y con tantas imprecisiones lingüísticas que a veces sonrojan. Sin embargo, tomadas en su conjunto encuentro en ellos planteamientos y preocupaciones que sigo sintiendo. En línea con ello, me satisface, por ejemplo, que en aquellas breves notas, que pretendían ser esencialmente didácticas y contextualizadoras, no sólo prestara atención a los aspectos políticos del tema, sino también a los musicales y estéticos.
1983. Con Carmen Saavedra entrevistando
a Rodolfo Parada (Quilapayún)
El golpe del 11 de septiembre de 1973 había conducido a los integrantes de la entonces llamada Nueva Canción Chilena al exilio. Los que no consiguieron escapar, fueron detenidos, como Ángel Parra, o asesinados, como Víctor Jara. Sin embargo, ninguno de sus artistas significativos se instalaron en España, que aún era una dictadura de la que desconfiaban. Su obra era prácticamente desconocida en Españ, fuera de algunos pequeños círculos, por más que en los medios emergentes en los que algunos colaborábamos, radios o prensa, nos rompiéramos los cuernos por intentar difundirla a partir de los discos que nos habían llegado en la maleta de algún amigo.
Un año después, en 1974, nació en España GONG, el sello discográfico pagado y distribuido por Movieplay que se inventó Gonzalo García Pelayo y en el que me enroló, convencido que aquellos cantautores que yo conocía y aquellos sudamericanos que tanto alababa debían grabarse. Recuerdo, supongo que con lagunas y contradicciones, aquel primer contacto con el sello discográfico chileno DICAP (Difusora del Canto Popular), que editaba todos aquellos discos que teníamos semiclandestinos y que queríamos publicar en España.
Debió ser en el otoño de 1974, pues ya se habían publicado los primeros discos de GONG. Alguien, no sé quién, nos sopló que el grupo Quilapayún iba a hacer una escala en Barajas en un vuelo internacional determinado, y ni cortos ni perezosos hasta el aeropuerto nos fuimos Gonzalo y yo en un taxi (gozosos tiempos en los que el taxi era nuestra oficina). Contra todo pronóstico los encontramos, pese a que iban sin poncho y con ropa de colores. Creo recordar con bastante precisión que hablamos especialmente con Rodolfo Parada y Willy Odo, dos de los miembros del grupo que luego mejor me cayeron, pero también debió estar presente Eduardo Carrasco, que por algo era el jefe.
Fuera como fuera la propuesta les pareció estupenda, y en poco tiempo se puso en contacto con nosotros Alejando Caloguerea, que dirigía, o algo parecido, el sello desde París, y que con el tiempo se convertiría en vecino madrileño, regentando un local de actuaciones de Malasaña hasta que regresó a Chile tras el final de Pinochet. El trato con él fue estupendo, pues era hombre amable e inteligente, y pronto se llegó a un acuerdo económico y se puso en marcha la cosa. A finales de año ya habían llegado los masters de los primeros discos, que no eran, por cierto, los originales, que no se habían podido sacar de Chile en la desbandada, sino copias en cinta de los disco de vinilos, que sí habían conseguido llevar al exilio.
Hay otra anécdota que ilustra bien los tiempos y los modos en que transcurría todo esto. No recuerdo la fecha exacta, aunque sí que coincidió con un atentado del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico). Consultado el tema, la cosa debió suceder el 14 de julio o el 16 de agosto de 1975, fechas en las la organización armada asesino en Madrid, respectivamente, al policía Lucio Rodríguez y al guardia civil Antonio Pose.
Faltaban apenas cuatro meses para la muerte de Franco y la situación estaba tensa a más no poder. Alejando había llegado la noche anterior a Madrid para cobrar el primer pago por los derechos de los discos. Al día siguiente por la mañana nos debimos reunir con Carlos Guitart, directivo de Movieplay que personalmente había producido ya los discos de Joaquín Díaz, Nuestro Pequeño Mundo, Patxi Andión y Adolfo Celdrán, que le entregó un cheque. Al salir de la reunión nos enteremos del atentado, y ni que decir tiene que nos entró a todos un canguelo de muerte, especialmente a Alejandro, militante destacado de PC chileno, que estaba, prácticamente, realizando una acción clandestina e ilegal. Con el miedo a cuestas fuimos al banco a cobrar el cheque, y con el millón de pesetas en el maletín (esa era la cantidad, que aún recuerdo lo que abultaban todos los billetes juntos, un espectáculo al que no he vuelto a asistir) le acompañamos al aeropuerto, donde atravesó la aduana sin el menor impedimento. Luego lo comentaríamos a menudo en las ocasiones posteriores en las que hablamos.
Los dos primeros discos de la nueva canción popular chilena que se editaron fueron “Te recuerdo Amanda”, de Víctor Jara, y “Basta”, de Quilapayún, que tienen licencia de edición de 1974 y debieron publicarse en los últimos meses e ese año. En ambos casos hubo problemas de censura, por lo que se tuvieron que sustituir las canciones prohibidas por otras procedentes de discos distintos, lo que tuvo el efecto indeseado de que uno y otro constituyan hoy en día ediciones únicas.
Para la presentación española de Víctor Jara se había pensado publicar su trabajo “El derecho de vivir en Paz”, del que se utilizó el dibujo de portada, que había aparecido en Chile en 1971 y que constituía un intento serio de dotar de nuevos sonidos a las canciones de Víctor utilizando las instrumentaciones que aportaba el conjunto de música progresiva andina Blops, una especie de rock con raíces que también practicaban Los Jaivas, grupos que tenín un correlato español con Smash, o después, Triana.
La censura, sin embargo, se cargó temas como “El derecho de vivir en paz”, un canto a la lucha de liberación vietnamita y a su líder Ho Chi Minh, “A Cuba”, una alabanza de la revolución, o “Brigadas Ramona Parra”, un himno para esta organización de jóvenes comunistas chilenos. Abocados a la necesidad de sustituir canciones se optó por conformar el disco con material procedente de dos distintos, separándolos además nítidamente. En la cara B se incluyeron, pues, seis canciones de “El derecho…” y para la cara A se utilizaron temas de “Pongo en tus manos abiertas”, un álbum editado en 1969 con el acompañamiento musical de Quilapayún y que contenía “Te recuerdo Amanda”, la obra maestra de Víctor Jara, que acabó dando nombre genérico al nuevo álbum y que inmediatamente se convertiría en una canción mítica y popularísima en cuyo honor se bautizarían muchas amandas en esos años y posteriores.
VICTOR JARA
“Te recuerdo Amanda”
Movieplay/Gong, 1974
“Canto que mal me sales
Cuanto tengo que cantar espanto…
V.J.
Víctor Jara es un cantante poco conocido en nuestro país. Con el silencio de los hombres verdaderos su canto hacía su trabajo allí donde debía hacerlo: en su tierra, con su gente. La dolorosa noticia de su muerte nos golpeó en lo más hondo, y como en una caja de resonancias su nombre se lanzó al mundo como ejemplo de cantante, de hombre, de militante. La muerte a veces nos golpea así, cuando menos lo esperábamos, aunque en esta ocasión cada día nos lanzáramos sobre el periódico para, a falta de otra posibilidad, leer las noticias amargas que nos llegaban de Chile.
Víctor Jara había nacido en 1938 en Chillan. De familia campesina, se ocupó desde muy joven en el estudio y la interpretación del folklore, aunque sus estudios y sus primeras actividades le llevaron inicialmente al terreno de la dirección teatral, en el que destacó como resposable de obras importantes del teatro progresista mundial. Formó parte del conjunto Cuncumen, junto a ese otro gran cantante y compositor que fue Rolando Alarcón, y desde 1966 a 1969 ejerció de director musical de los entonces nacientes Quilapayún. Paralelo a todo esto desarrolló su propia actividad como compositor y cantante que ha quedado reflejada en discos que son una muestra del buen hacer del cantor popular, de su responsabilidad histórica y estética, de su compromiso con el pueblo y de la coherencia de su pensamiento. Tenía esposa y dos hijas. El 16 de septiembre de 1973, en el Estadio Nacional Santiago de Chile, donde tantas veces había cantado en vida y entonces convertido en campo de concentración, encontró la muerte.
Este primer disco de Víctor Jara que ahora se edita en España recoge varias de las más hermosas muestras de su trabajo como compositor y cantante, de su aguda sensibilidad como músico y su coraje y su fuerza de letrista. Nada más lejano a Víctor Jara que la búsqueda infructuosa de palabras bonitas. Sus canciones son, ante todo, directas, inmediatas y hermosas. Tratan de los problemas y las alegrías del pueblo chileno, pero no se encierran en él, sino que se abren a todas los países del mundo, mostrando una de las características más hermosas de la Nueva Canción Chilena: su internacionalismo. Canta aquí Víctor canciones de Uruguay (“A desalambrar”), de México (“Juan sin tierra”), de Períu (“A la molina no voy más”), de Centroamérica (“Duerme negrito”) o de España (“El niño Yuntero”). Todas ellas adquieren sentido universal en su voz.
Pero hay otro aspecto en este disco que no conviene olvida porque nos daría una imagen incompleta del cantor popular: es lo que tiene de búsqueda de nuevas formas, de nuevos caminos dentro del folklore latinoamericano. No olvidando su raíz folklórica, sino profundizándola, Víctor Jara, como otros miembros de la Nueva Canción Chilena, ha investigado y profundizado en las formas musicales del siglo XX, y ha encontrado nuevas formas de comunicarse con el pueblo. El resultado de ello es la segunda cara de este disco, en el que canta canciones acompañado por Angel Parra y el conjunto Blops.
“…Espanto el que vivo
Como que muero de espanto.”
V. J.
“Te recuerdo Amanda”
El disco inicialmente pensado para el debut discográfico de Quilapayún tampoco superó la prueba del algodón censor. Se trataba de “Basta”, publicado originalmente en 1969 y del que se conservó el título y la impresionante foto de de portada con un pájaro muerto. Las canciones fueron otra cosa. De algunas de ellas no había ni que pensar que fueran autorizadas. ¿Cómo se iba a consentir en aquel año de agonía de Franco y el franquismo que sonaran temas como las de Violeta “La carta”, apología de la huelga, o “Qué dirá el santo padre”, condena del asesinato de Julián Grimau? ¿era pensable que se diera el visto bueno a una canción tan subversiva y anticlerical como “Porque los pobres no tienen”, también de Violeta, o a la misma que daba título al disco, “Basta ya”, un canto anti imperialista de Yupanqui? Imposible, no hubo manera de que se publicaran y fueron sustituidas por temas de otros discos. Aún así, el álbum español contenía composiciones tan duras como “Patrón”, del uruguayo Aníbal Sampayo, una versión, que hubo que mutilar, del italiano “Bella ciao”, ya conocido en España por la versión de Adolfo Celdrán de 1969, o, muy especialmente, “La muralla”, otro himno mítico de la transición.
QUILAPAYÚN
“Basta”
Movieplay/Gong, 1974
“Este lugar de combate ha sido ocupado
Por artistas, cuyos nombres están ya para
Siempre confundidos con la lucha de
nuestro pueblo; el primero: Recabarren,
los últimos: Violeta Parra y Pablo Neruda.
El ejemplo que nos han dado es la luz que nos guía”.
QUILAPAYÚN
En el conjunto de la canción folklórica chilena Quilapayún ocupa, sin duda, un lugar preponderante. Aunque es importante señalar que nno podemos hablar de un solo hombre, de un solo conjunto, que no podemos señalar a éste o aquel, porque la importancia global es de todo el movimiento, de toda la Nueva Canción Chilena que es ya desde hace años el más importante movimiento de canción popular del continente americano en cuanto a calidad y coherencia se refiere.
La importancia de Quilapayún y de todo el movimiento de la Nueva Canción Chilena ha sido encontrar las vías de comunicación popular, manteniéndose fieles a los principios y las necesidades de su pueblo y desarrollando un trabajo musical del más alto nivel artístico, desmontado con ellos las especulaciones de los que afirman y perjutan que el arte poplar comprometido ha de ser necesariamente pobre y de mala calidad. Commo si no hubieran podido comprobar a lo largo de la historia que la única forma de permanecer el artista es afferrándose día a día a los hemos y acciones de su pueblo, a sus organizaciones, participando en ellas como uno más.
Esta es a mi entender la gran lección de Quilapayún, y de ella han surgido las canciones que integran este disco. Un disco que no tiene barreras, que se cierra sobre sí mismo, como una obra perfectamente acabada, sino qu se abre para todos en un ramo de sugerencias artísticas. Aquí se demuestra que un grupo de folklore de un país puede acudir a otros folklores, a otros países, para expresarse y para encontrar su propio canto en otro idíamo. Que un grupo de canción “comprometida” puede también componer e interpretar temas instrumentales de bran belleza estética. Que se pueden tener hermosas voces y no utilizarlas para rizar el rizo del perfeccionismo.
Existe, quizá, una sola palabra para definir la acción de Quilapayún a lo largo de toda su carrera. Una palabra que pese a ser tan simple solo unos cuantos pueden utilizar, y esta palabra es “verdad”. Las canciones de Quilapayún, sus interpretaciones, sus actuaciones, sus discos, por encima de cualquier otra consideración, están llenas de VERDAD, y la verdad, como todos sabemos, hay que cantarlo bien, porque si no puede parecer que es mentira. Los Quilas lo hacen bien y se nota.
“La muralla”
También sufriría el hachazo del censor el primer disco de Violeta Parra, que no publicó en este caso Gong, sino CBS. Se trata, además de una grabación con historia que merece la pena ser contada. Las canciones pertenecían a una serie de grabaciones relizadas entre 1961 y 1963 para el sello francés Arión, que no obstante no las había editado y que aún permanecían inéditas a la hora del suicidio de Violeta Parra el 5 de febrero de 1957. En 1971 se publicaron en Chile con el título de “Canciones reencontradas en París”. Eran ocho títulos, que con el añadido de uno nuevo y dos interpretaciones de Ángel e Isabel Parra dieron lugar a la edición francesa de 1974 de la propia Arión, que fue la que dio origen al disco español. Cuatro e las canciones se quedaron en el camino, víctimas del lápiz rojo.
Dos de ellas también se habían prohibido en la versión de Quilapayún por razones obvias, “Qué dirá el santo padre” (“Entre más injusticia,/ señor fiscal,/ más fuerzas tiene mi alma/ para cantar./ Lindo se dará el trigo/ en el sembra’o,/ regado con tu sangre, /Julián Grimau”) y “La carta” (“también tengo nueve hermanos/ fuera del que se engrilló/ los nueve son comunistas/ con el favor de mi Dios”. Igualmente cayeron bajo la guillotina “Un río de sangre” (“Así el mundo quedó en duelo/ y está llorando a porfía/ por Federico García/ con un doliente pañuelo;/ no pueden hallar consuelo/ las almas con tal hazaña./¡Qué luto para la España,/ qué vergüenza en el planeta/ de haber matado a un poeta/ nacido de sus entrañas!”) y la herética “Ayúdame Valentina” (“Qué vamos a hacer con tanto/ tratado del alto cielo,/ ayúdame, Valentina,/ ya que tú volaste lejos,/ dime de una vez por todas/ que arriba no hay tal mansión;/ mañana la ha de fundar/ ya el hombre con su razón”). Las he enlazado porque escuchándolas se comprenden perfectamente las razones de que fueran prohibidas y, además, porque son sendas obras maestras.
Tras la poda quedaron en el disco cinco canciones de Violeta Parra, que se completaron con las dos interpretaciones de sus hijos, que ya estaban en la edición francesa, y cinco temas de Los Calchakis que estaban en el disco “El canto de los poetas revolucionarios”, cuyas nota se reproduce más abajo. La edición original completa se recuperó tras la llegada de la democracia.
VIOLETA PARRA
Angel e Isabel Parra y Los Calchakis
Cantan a Chile
(Arión/CBS, 1974)
En 1955 Violeta Parra viaja por primera vez a Europa, llega hasta Varsovia representando a la juventud de su país, y a la vuelta para en París y traba contanto con el mundo artístico europeo. Fue una estancia llena de añoranza que en sus “Décimas autobiográficas” Violeta describió de manera magistral con verso dolorido:
“Viví clandestinamente
Con tres chilenos gentiles,
Lavandoles calcetines
Cuatro días justamente.
De noche pacientemente
Voy de boliche en boliche
Para pegar el afiche
Del nombre de mi país:
Me abre su puerta París
Como una mina caliche.”
Posteriormente, Violeta vuelve a parís y aunque nunca consiguió el total reconocimiento hasta después de muerta, graba y canta en numerosas ocasiones. En una de ellas dejá registradas para Ariane Segal, directora de Discos Arión, ocho canciones de las más hermosas entre las suyas. En 1978 su hija Isabel las recupera para todos y las edita en Chile en un disco póstumo. Aún más tarde, el LP aparece editado en Europa. Cinco de aquellas canciones son las que ahora tenemos entre las manos. Cinco pequeñas obras maestras llenas de sensibilidad, de ternura, de amor.
Violeta Parra había nacido en San Carlos, provincia de Nuble, Chile, el 4 de octubre de 1917, hija e una modista, Clara Sandoval, y de un maestro rural, Nicanor Parra. A los doce años la pequeá Violeta compone sus primeras canciones y se lanza a actuar por los caminos y los pueblos, debajo de la carpa de un circo, en una taberna, en un cabaret. Hasta que en 1952 le entregan el premio “Caupolicán” a la mejor folklorista de su país. Desde entonces para acá su vida es más conocida: sus luchas, sus sufrimientos, también sus alegrías, y sbre todo sus canciones, que junto con sus hermosísimos tapices son el legado artístico que nos ha dejado.
Pocos cantantes hay en el mundo como Violeta Parra. Esto ya es un tópico, pero a riesgo de caer en él hay que recalcarlo. Esta pequeña muestra no es todo su talento, pero si es un cumplido ejemplo de su arte.
Violeta Parra decidió acabar con su vida un domingo del mes de febrero de 1967, el día 5 exactamente. Era poco antes del crepúsculo y se encontraba sola en la carpa que había levantado para cantar las canciones de su pueblo.
Este disco se completa con otras aportaciones. La primera de ellas es la de los propios hijos de Violeta, Ángel e Isabel, máximos representantes de la nueva canción chilena. En esta ocasión cantan dos temas tradicionales. El primero es un verso a lo divino, una de las formas más antiguas de la tradición folklórica chilena, en la que trata de Dios y del cielo. El segundo es una copla popular también, “Teneme en tu corazón”, con el amor como protagonista.
Y para terminar, este homenaje chileno acaba con varias canciones de Los Calchakis. Un conjunto internacional que en esta ocasión tiene como denominador común sus cantos dedicados a Chile. Cantos de diferentes países y de diversos autores. Desde sus propias canciones hasta los poemas del cubano Nicolás Guillén o del peruano César Vallejo. Las voces y las guitarras de Los Calchakis se convierten aquí en homenaje, y su homenaje es el canto solidario del mundo entero. Así, lo que comienza con Violeta Parra sigue con voces solidarias de todo el mundo y no acaba nunca.
Según el favor del viento
VIOLETA
por
ISABEL Y ÁNGEL PARRA
(Movieplay/GONG, 1975)
Este disco es un homenaje, pero es mucho más que el homenaje escueto. Es un recuerdo estremeció de dos hijos hacia su madre, pero es también un abrazo de amor y solidaridad con el pueblo que ella cantó y que ellos a su vez cantan ahora.
Violeta Parra murió el 5 de febrero de 1967, pero aquella tarde de domingo tan sólo se apagó la vida terrenal de Violeta Parra, porque algo de ella permaneció. No sólo en sus canciones, que están aquí para recordárnoslo, sino en sus hijos, en sus discípulos, en su pueblo. Y aunque no nos sirva de consuelo, hemos de reconocer que cuando al morir se deja una tal herencia, no hay que temer a la muerte.
Violeta Parra murió cuando algo estaba naciendo, algo que la pertenecía exclusivamente a ella, como esos hijos físicos, carnales, que son Isabel y Ángel, como esos otros espirituales, sus discípulos, sus amigos: Víctor Jara, Patricio Manns, Rolando Alarcón, Inti Illimani, Quilapayún, etc. Aquello que estaba naciendo era la NUEVA CANCIÓN CHILENA.
Cuando la esperanza brillaba en los ojos y cantaba en las guitarras de los cantores, Ángel e Isabel grabaron este homenaje. Hoy, cuando andan recorriendo errantes los caminos del mundo, este disco está más vivo que nunca. Este homenaje que va naciendo diariamente en cada tierra donde posan los pies, en cada aire al que sueltan su canto.
Si hemos de hablar de Ángel y de Isabel Parra, si de alguna manera tenemos que reparar en un punto de su vida que sea descubrimiento y continuidad al mismo tiempo, hemos de escribir un hombre: “Peña de los Parra”, ese entrañable local que ya no existe en la calle Carmen 340, Santiago de Chile, la ciudad donde de momento nadie escribe su nombre en las paredes llenas de tanto amor roto. De aquel pequeño café salieron al mundo tantos y tantos “hijos de Violeta” para recordarnos que el canto es vida y no muerte, que la muerte no puede nada contra el canto, que vive con el pueblo, contra todo y contra todos. Pese a todo y pese a todos. Ahora, dentro y fuera. Aquí, en este disco.
Casamiento de negros
CALCHAKIS
El canto de los poetas revolucionarios
(Arión/CBS, 1974)
En la rue Monsieur le Prince de París, en un local llamado “La candelaria” nacieron los Calchakis para intentar mostrar a Europa la música de los pueblos andinos. Era como el año sesenta y uno y fue el punto de partida de algo que llegaría a convertirse en una moda: la de las flautas andinas. Moda que sólo en algunos casos, como el de los Calchakis ha sido necesidad expresiva e intento serio de comunicación
Al mismo tiempo se daba en Europa el triunfo de otra rama importante de la música latinoamericana. El éxito de Atahualpa Yupanqui nos trajo la canción del payador, del cantante y autor que desparrama sus ideas envueltas en notas de su guitarra solitaria. Y éste fue el estilo que triunfó en España. En muchas otras voces, pero especialmente en la voz de esa gran humanidad que es Jorge Cafrune.
En septiembre del setenta y tres, Europa ve llegar un nuevo éxodo de músicos latinoamericanos. Es La Nueva Canción Chilena que en el exilio intenta continuar la más fecunda de las aventuras actuales de la canción popular del mundo. Los Calchakis, que siempre --y a pesar de su especial dedicación a los aspectos instrumentales del folklore-- habían estado ligados a los problemas más acuciantes de su continente de origen, se unen a esta hermosa aventura con el disco que tenemos en las manos.
Aunque anteriormente ya habían utilizado los Calchakis la voz en sus canciones (y hay que insistir que en su canto jamás ha sido refugio de vaguedades, sino testimonio de su tierra y su gente), es con este LP con el que se lanzan al canto reivindicativo con todas sus consecuencias. Y no han podido elegir mejor los temas que interpretan. No son sólo los poemas de Neruda, Vallejo o Guillén. Son también las voces airadas de Víctor Jara, de Ariel Petrocelli y de Armando Tejada Gómez las que están aquí presentes. Y entre todas las canciones buenas que hay, quiero destacar especialmente “Para un presidente muerto”, de Alfredo de Robertis y Sergio Arriagada, el chileno del conjunto, un conmovedor recuerdo y la primera canción del Chile posterior a septiembre del 73 que conozco grabada en disco. En estas canciones de amor y fe, de amor en el hombre y fe en el mañana. El canto de Los Calchakis se solidariza con el pueblo triste de Chile, con el llanto del exilado y con el silencio de los muertos.
Sus voces, como las de Quilapayún, como las de Inti Illimani, perteneces ya a la vanguardia de la música popular latinoamericana, como antes lo fueron sus instrumentos. Vamos a escribir sus nombres propios para que quede constancia de los que han hecho este hermoso disco: Nicolás PÉREZ GONZÁLEZ, paraguayo, Sergio ARRIAGADA, chileno, Rodolfo DALERA y Fernando VILDOSOLA, argentinos, y, sobre todo, Héctor MIRANDA, también argentino, fundador y director del grupo. Siempre lejos y siempre cerca.
“Para un presidente muerto”
La publicación en Gong de los discos de la Nueva Trova Cubana no necesitó de ninguna cita a ciegas en ningún aeropuerto, sino que fue propuesta por la propia Movieplay, que disponía de los derechos y no sabía muy bien qué hacer con ellos. Ni que decir que la idea fue acogida con alborozo.
Se pensó en abrir la edición con tres discos que sirvieran para presentar el movimiento, haciendo hincapié en los dos artistas señeros, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez y dando una especie de panorámica general con un álbum colectivo en homenaje a Chile en el que participaban, aparte de los ya señalados, Amaury Pérez, Argelia Sánchez, Miriam Ramos Martín Rojas, Enrique Núñez y los grupos Los Cañas, Moncada y Tema IV. Mi memoria me sopla al oído que los tres trabajos se publicaron al mismo tiempo, aunque me surge una duda, porque las fechas del depósito legal son distintas, indicándose como 1975 el año en que se presentaron los álbumes de Silvio y el colectivo y 1976 el de Pablo Milanés.
Sea como sea, la cosa importa poco. En cualquier caso, los discos aparecieron tras la muerte de Franco, lo que no les libró de la censura, para la que el deceso del dictador no había tenido consecuencias algunas a corto plazo y mantenía las tijeras tan afiladas como antaño. El único que no sufrió alteración alguna, creo recordar, fue el de Pablo Milanés, que se tituló “La vida no vale nada” y que contenía composiciones tan políticamente significativas, y tan excelentes, como “Yo pisaré las calles nuevamente” o “A Salvador Allende en su combate por la vida”, que fueron autorizadas
El álbum colectivo, sin embargo, tuvo que sufrir cambios desde el mismo título, que en la edición cubana, editada un año antes, era, sin ambigüedad alguna, “Jornada de solidaridad con la lucha del pueblo de Chile” y que en España pasó a llamarse de forma menos definida “Hombre con hombro”, tomado de la canción que interpretaba el grupo Moncada. Se prohibió “Santiago de Chile”, de Silvio, pese a que se autorizó la mucho más explícita “A Salvador Allende en su combate por la vida”, de Pablo. También cayeron “Chile”, un poema de Nicolás Guillén musicalizado y cantado por Enrique Núñez y “Chile presente”, de Martín Rojas. Fueron sustituidas por dos temas de Silvio, “El mayor” y “La oveja negra”, y “Pobre del cantor”, una composición emblemática de Pablo.
También el disco de Silvio Rodríguez, que se tituló “Te doy una canción” sufrió transformaciones. Desaparecieron dos canciones, que creo que no se sustituyeron, pues quedaban 11 más. Aunque los temas desaparecidos volvieron al disco en ediciones sucesivas, cuesta, oídas aquellas canciones hoy, entender las razones del censor para prohibirlas. En una, “Días y flores”, la verdad es que no encuentro ni un solo verso censurable, a no ser “la rabia, imperio asesino de niños”, que ya hay que tener papo para pasarle el lápiz rojo por encima. En la otra, “Santiago de Chile”, que también se prohibió en el disco colectivo, pese a lo directo del tema, el tono es tan lírico que únicamente una leve alusión al ejercito (“Eso no está muerto/ no me lo mataron/ ni con la distancia/ ni con el vil soldado”) podía herir la sensibilidad del censor, que en su neurosis postfranquista quizás vio en ella una alusión al golpe militar que había dado paso a la dictadura que acababa de fallecer.
SILVIO RODRÍGUEZ
Te doy una canción
(Movieplay/Gong, 1975)
Silvio Rodríguez, como Pablo Milanés, como Amaury Pérez, como Vicente Feliu, como Noel Nicola o como Sara González, como todos los compañeros de la Nueva Trova Cubana, pertenecen a la generación de jóvenes cubanos que se encontraban en su primera adolescencia el 1 de enero de 1959 y que han crecido, se han hecho hombres, con la revolución. Han vivido la reforma agraria, la campaña de alfabetización, el trabajo voluntario en la zafra de los diez millones, cuando apenas eran hombres vivieron la experiencia de Bahía Cochinos, y con todo ello han ido construyendo su arte, sus canciones.
Eso es algo que se nota, que se puede paladear al escucharles cantar. Silvio Rodríguez --como todos ellos, porque quizás lo más hermoso de su aventura es que se trata de una aventura colectiva-- está creando una nueva canción sin parangón en la historia musical de América Latina. Sus experiencias, sus constantes, sus historias son las de la construcción del hombre nuevo, las de la constatación de un pueblo en marcha y las de la entrega internacionalista. Un tipo de canciones que eran absolutamente impensables antes de la revolución. Y para ello le ha sido necesario acudir a un caudal de músicas y de instrumentos hasta entonces desconocidos en el flolklore cubano, sin perder nunca el sentido de orientación ni la raíz cubana de su canta, dejando bien claro en todo momento donde está la esencia y la forma primigenia de su ser. Entroncado a folklore tradicional de Cuba, su canto da un salto adelante que engarza con todos los avances de la música de una generación, la de aquellos que hoy, en todo el mundo, tienen entre veinte y treinta años. Un aporte de riqueza melódica, instrumental y rítmica fundamental para comprender la originalidad de la Nueva Trova Cubana y de manera muy especial la de Silvio Rodríguez.
Este primer disco que se edita en España de Silvio Rodríguez y es también el primer disco LP de toda su carrera, porque hasta ahora sus canciones han estado dispersas en obras colectivas, en los filmes del ICAIC (Instituto Cubano de Artes e Industrias Cinematográficas), para el cual trabaja, en las emisoras de radio, y en los recitales; sobre todo en los recitales en fábricas, universidades, centros de trabajo… En el viento y en el pueblo. Esto, que para un cantante español sería muestra de inmadurez o e falta de importancia, no lo es para Silvio Rodríguez, porque en una sociedad como la cubana, el disco, la canción no tiene el valor de cambio que alcanza entre nosotros, no es un objeto que se usa y se tira o cambia por otro nuevo, sino un vehículo de comunicación, una obra cultural, un instrumento de esclarecimiento de la verdad. Y la obra de Silvio Rodríguez, que cumple todos estos requisitos, nos llega con toda su hermosura en el momento justo, ahora, en este disco.
“El mayor”
VINICIUS DE MORAES
Maria Creuza y Toquinho
En la fusa
(CBC, 1974)
Vinicius de Moraes ya no es ningún chiquillo, cuenta en la actualidad sesenta y un años, y se ha dedicado a lo largo de su vida a ocupaciones tan diversas como poeta, cineasta y diplomático. Que además de todo eso cante, no es sino la demostración palpable de que hay gente con el don de la eterna juventud, o que el bulo difundido por algunos de que la canción es cosa de jovencitos no es sino una simple mentira. También puede servirnos para comprobar que la canción es una cosa tan divertida que hasta pueden dedicarse a ella los serios, o tan seria que sirve de ocupación a los que saben divertirse.
Intentar siquiera esbozar la vida de Vinicius de Moraes es dedicarse a una tarea inútil. Por eso vamos a pasar por encima de ellas. No obstante, sí que convendría apuntar algunas cosas sombre su inmensa figura de poeta y de hombre. Esa misma humanidad contenida que derramas sus poemas se encuentra también en sus canciones. Su figura de hombre de bien ha ejerció un magisterio constante sobre toda la generaciones de jóvenes cantantes y músicos bahiano. Y esto no es fácil, especialmente en estos tiempos en los que el magisterio no es tarea fácilmente consentida.
El papel que desempeña Vinicius de Moraes en la nueva música de Brasil es el de un poeta respetado por todos que presta sus textos a los más jóvenes compositores. De ahí sus numerosas canciones con Badem Powell, Chico Buarque de Holanda o Antonio Carlos Jobin. De ellos ha aprendido la fuerza avasalladora que tiene la canción popular y a ellos les ha dado la sabiduría y la profesional de su poesía. Pero un buen día Vinicius se decidió también a cantar sus propios poemas, que ya no estaban sólo en sus libros. Rodeado siempre de acompañantes de primera fila, su personalidad de poeta y cantante ha ido rodando por los escenarios internacionales, amor en todo y hacia todos. A cambio ha recibido una juventud recuperada en el aplauso caluroso del público más joven.
En este disco se hace acompañar por María Creuza, de lo que solo podemos decir que es la acompañante ideal del maestro. De Toquinho, constante guitarrista y amigo, hemos de decir que no se trata de uno más, sino de los mejores guitarristas de esa cantera inacabable de grandes instrumentistas que ha dado el folklore brasileño. Con él, la voz de Vinicius de Moraes se siente totalmente acompañado, sabiendo el cantante que la guitarra está esperándole en todo momento, dispuesta dispuesta a llevarle por cualquier camino. Toquinho es un gran virtuoso de la guitarra, María Creuza una cantante de dotes extraordinarias, y Vinicius de Moraes es una personalidad realmente fuera de serie. ¿Qué más podemos esperar? Precisamente ese “más” es lo que enamora de este disco.
“Garota de Ipanema”
Por obvias razones de idioma compartido, las relaciones entre las canciones de Latinoamérica y España han sido intensas desde tiempos inmemoriales, estableciéndose entre ellas desde la misma conquista un entramado de influencias mutuas que contribuyeron a la creación de los cancioneros populares respectivos. Ya en el siglo XX, con la canción convertida en una industria, fueron muchos los cantantes de América, de Antonio Machín a Carlos Acuña, que vivieron regularmente en España y que aquí consiguieron fama y fortuna.
Verano 1969. Refrescando con Gabriel Salinas
y Vicky Torres
En el terreno específico de los movimientos de nueva canción, quizás los primeros en llegar a España fueron los chilenos Gabriel Salinas, hermano del director de Inti Illimani, Horacio Salinas, y su compañera Vicky Torres, que a finales de los sesenta vivieron unos años en Barcelona, sometido él a tratamiento en la Clínica Barraquer, pues había quedado ciego siendo niño como consecuencia de la explosión accidental de una bomba enterrada. Allí grabaron en el sello Als 4 Vents, el mismo que editaba los discos de el Grup de Folk o la música progresiva de Maquina, dos álbumes fundamentales que sirvieron para descubrir a los españoles las canciones de Violeta Parra especialmente, pero también las de Eduardo Falú, Daniel Viglietti, Patricio Manns o Aníbal Sampayo, autores perfectamente desconocidos entre nosotros en aquellos años. Ellos fueron los primeros en coontarnos que al otro lado del mar estaban surgiendo nuevos cantantes y compositores, nuevos movimientos de los que hasta entonces apenas se tenía noticia y en hacernos descubrir joyas como “Casamiento de negros” o “Hace falta un guerrillero”, “Canto a mi América” o “Canción del jangadero”.
Sin embargo, tanto Gabriel y Vicky como otros incipientes cantautores latinoamericanos que llegaron a España por esas fechas, piénsese en Carlos Montero o Quintín Cabrera, vinieron más por razones personales que políticas, fueron inmigrantes individuales. Por el contrario, los golpes militares que condujeron a la dictadura en Chile, Uruguay o Argentina provocaron una verdadera oleada de exiliados a España, entre los que se encontraban una buena cantidad de músicos y cantantes. Algunos, lo hemos indicado más arriba, eran ya figuras reconocidas y señeras de la música de sus respectivos países, que se quedaron algún tiempo en España pero que, pese a gozar de un gran éxito desde el principio, apenas se relacionaron profesionalmente con los compositores y cantantes españoles. Otros eran jóvenes que apenas habían comenzado su carrera y que, en el mejor de los casos, llegaban con su único disco bajo el brazo en busca de asilo y trabajo.
Fueron muchos los que entonces vivieron y cantaron regularmente en España: Omar Berruti, Jorge Cardoso, Indio Juan, Nicolás Caballero, Norma Peralta, Queimada y Mate, Luis Barros, Roberto Darvin, Víctor Luque, entre otros. Algunos tuvieron la suerte de publicar inmediatamente sus primeros discos españoles, en algún caso reedición de los que ya habían editado en sus países de origen, en otros directamente grabados ya en la tierra de asilo. Tal fue el caso de Rafael Amor, Quintín Cabrera, Claudina y Alberto Gambino, Alpataco o Manuel Picón y Olga Manzano. En todos los casos fueron artistas se integraron perfectamente en la actividad y los problemas de sus compañeros españoles, hasta el punto de formar un todo de intereses y preocupaciones.
La presencia de tantos nuevos cantantes y músicos latinoamericanos tuvo algunas características y efectos paradójicos. En aquellos tiempos contradictorios y confusos que hemos contado que vivía España, en los que la censura y la represión se volcaron contra la canción, el principal movilizador popular del momento, parecería que alguna especie de incapacidad de entendimiento asaltó a los censores, o tal vez fuera simple despiste, porque autorizaron a los recién llegados composiciones que en caso de haberlas escritas un español de cualquiera de sus nacionalidades se hubieran prohibido. Hablaban, claro, de situaciones, rebeliones y realidades de sus respectivos países y no debieron parecer peligrosas en otro contexto diferentes como el español, pero no fueron capaces de calibrar que precisamente en aquel momento que vivía España, finalizando una dictadura y anhelante de libertad, aquellas canciones, escritas en general en la libertad de la que gozaron los países de Cono Sur latinoamericano antes de los respectivos golpes militares, parecían especialmente destinada a servir de símbolo y bandera de enganche del nuevo país que se sentía ya tan cercano. Bien se podría decir que muchos de los cantos que se entonaron en España durante los años de la primera transición reclamando amnistía, libertad y democracia tuvieron acento sudamericano.
Por otro lado, la irrupción de cantantes y músicos que venían de sus países con una larga tradición de peñas musicales, en las que muchos de ellos se habían forjado como artistas, provocó en España un fenómeno similar. En breve tiempo comenzaron a aparecer bares y locales en los que se ofrecía música latinoamericana en directo y en los que empezaron a actuar los recién llegados con una resonante acogida. Los hubo en toda España, pero cito alguno de los madrileños a los que tanto acudí en aquellos tiempos para dejar memoria de ellos: Las varias Peñas (I, II y III), Candombe, La Carreta, el Rincón del Arte Nuevo, que aún sobrevive, La Barranquilla, Vihuela o Toldería, tal vez el más representativo de todos ellos. Fundada en 1974 por Shary Mendoza y Gonzalo Reig, valenciano que había formado parte de Los Calchakis en París y aquí crearía un grupo del mismo nombre que el local, estaría en funcionamiento más de 20 años, y por su oscuro semisótano de la calle Caños Viejos, junto al viaducto, pasaría la plana mayor de la música latinoamericana, la que se quedó en España y la que la visitaba regularmente. Paradójicamente, aquel entramado de locales, que existía por toda España, pero especialmente en Madrid y Barcelona, permitió a los músicos exiliados contar con un circuito regular y remunerado, por poco que fuera, de actuaciones y un público fiel que garantizaba su supervivencia, una infraestructura de la que carecían en aquel momento los cantautores españoles.
A algunos de ellos me tocó, más por razones amistosas que por otras, escribirles las notas de la contraportada de sus primeros discos.
ALPATACO
(CBS, 1975)
No vamos a descubrir nada original hablando de la Nueva Canción Argentina (o, mejor aún, de la novísima, puesto que la “nueva” pasó ya hace algún tiempo). En ella se han conformado una serie de grupos, compositores y cantantes que han venido a dejar bien claro que la aventura del folklore y la canción popular ni se había acabado ni se había quedado estancada. Varias líneas madres se desprenden de todo esto movimiento más o menos articulado, pero entre todas es posible distinguir lo que hace Alpataco como una aportación enriquecedora. No es que lo que ellos hacen no se parezca a nada de lo existente y pueda considerarse sin ninguna influencia. Ese concepto de lo original es absolutamente falso y mistificador, y por supuesto que Alpataco se encuentra más cerca de la línea de recuperación folklórica de Huerque Mapu, por ejemplo, que de la satírica de Les Lutihers, pero hay elementos que permiten decir que su música, sus composiciones, nadie las había hecho antes en Argentina ni en toda América Latina.
¿Cuáles son estas características? Como nos gusta sintetizar, aquí van, debidamente ordenadas.
A.- Musicalización de poemas. Por supuesto que antes que ellos mucha gente había puesto música a poemas ya existentes, debidos a autores conocidos. Pero hasta ahora nadie se había acercado a ellos tomando como base la perspectiva de la música andina. La riqueza rítmica e instrumental de la música del altiplano andino confiere a los poemas una nueva dimensión, un arraigo popular difícilmente alcanzado en otros casos, y sobre todo suponer un alejamiento de la figura ya clásica del cantautor.
B.- Recuperación de la historia. Según la visión de Alpataco, la historia tiene dos posibilidades radicalmente distintas e incluso enfrentadas: la que se cuenta en los libros de texto y la que el pueblo canta en sus poemas, en sus canciones, en su folklore. Alpataco toma los temas de la historia y los canta según esta segunda visión, situándolos en una óptica popular y dándoles, además, una forma musical que arranca de las antiguas comunidades indias para situarse en una absoluta actualidad. El pueblo, su historia y sus ritmos están vistos desde el punto de vista del hombre del siglo XX.
C.- Renovación semántica. Pero no se debe pensar que la única actualización está en los temas que Alpataco interpreta. En absoluto, también está en el lengua, en la forma utilizada para cantar esos temas. Si “Saqueo” es un poema de Ernesto Cardenal que da la vuelta a los libros escolares, los bailecitos, los huaynos, toda su música es también una mucha hecha con la más absoluta pureza, pero aportando todos los conocimientos y recursos musicales que el siglo XX ha aportado. Para decirlo con palabras de C. Tolaba: “la utilización de instrumentos folklóricos no convencionales y muchas veces injustamente olvidados, como son erke, erkencho, tarka, sikus, pinkillo, etc… les proporciona una riqueza tímbrica singular, añadiendo a eso el uso de escalas e intervalos inusuales en los conjuntos de proyección folklórica”.
Todo esto realizado por un grupo de músicos que, aunque recientes en su unión, lleva ya una larga carrera como profesionales. Alpataco se formó como grupo en junio de 1973, y después de una etapa de actuar en Argentina, e inmediatamente después de la grabación de su primer LP (que ahora se edita en España), se trasladaron a Europa, donde han actuado en varios países y principalmente en España, en la que ya llevan un tiempo viviendo. En la música del grupo se une un crisol de influencias que viene dado principalmente por las anteriores ocupaciones de sus miembros, desde la pureza folklórica de conjunto de Jaime Torres, en el que han estado Lidia Tolaba y José Ramírez, hasta el tango moderno del Cuarteto Cedrón, con el que durante tiempo ha tocado Jorge Sarraute, pasando por el canto polifónico de Buenos Aires 8 y el Coro Polifónico Nacional, de los que formó parte David Kulloch. Todo eso da al conjunto una gama de posibilidades expresivas de las que muy pocos pueden hacer gala.
Desde los poemas quechuas hasta Miguel Hernández hay un largo camino. A muchos les sorprenderá escuchar a un poeta tan español como Hernández a ritmo de taquirari o de huayno, pero esto no es sino la prueba de la universalidad de un poeta “tan nuestro”. Como son universales los poemas anónimos quechuas y nos resultaría natural escucharlos un día musicalizados por un cantante español. Sólo lo que sale de lo particular y concreto puede llegar a ser de todos.
Para final he dejado explicar que “alpataco” es una voz araucana da nombre a una hierba de la Pampa Argentina, espinosa y de flor roja. Cuenta la leyenda que cuando indio bravo moría en batalla se convertía en alpataco. Ellos lo explican así en cada recital, pero es una historia tan hermosa que no podía menos que cerrar con ella estas líneas.
“La rendición de Manuel”
“Fulgor y muerte de Joaquín Murieta”, la obra de Pablo Neruda musicalizada por el uruguayo Manuel Picón y publicada en España en 1974, constituye una obra maestra dentro de terreno de las cantatas populares, que inaugurado por la de Santa María de Iquique tanto éxito y predicamento tuvo en la música de los años 70, no sólo en Latinoamérica.
Manuel Picón había tenido que salir de Uruguay, su país natal, a raíz del golpe militar de 1973 para instalarse en Buenos Aires, donde siguió sus incipientes labores artísticas y donde conoció a Olga Manzano, desde entonces su compañera de canto y de vida hasta el fallecimiento del músico en 1994. Las amenazas y presiones de los turbios años que condujeron en 1966 a la dictadura argentina les obligaron otra vez a tomar el camino del exilio, esta vez en dirección a España, a la que debieron llegar en 1974 con su hijo Tabaré casi recién nacido.
Supongo ahora que habían traído el proyecto de cantata ya compuesto. Recuerdo perfectamente cuando nos vimos por primera vez, tal vez puestos en contacto por Claudina y Alberto Gambino, en una cafetería frente a la librería Rafael Alberti, en la calle Tutor en la que yo vivía por entonces, y me lo contaron, con el niño en su cochecito (o en los brazos de Olga, que a tanto detalle no me llega la memoria). Incluso debían tener ya montado el grupo de músicos que debían grabarla. La idea me entusiasmó al momento. A mí y a Gonzalo García Pelayo, a quien se la comuniqué inmediatamente. Tanto fue así que “Fulgor y muerte de Joaquín Murieta” fue una de las primeras grabaciones, si no la primera, que se hizo para el sello GONG. El éxito fue inmediato, más aún cuando la cantata se interpretó sobre los escenarios, estando no sé cuántos meses, pero unos cuantos, en varios escenarios de Madrid, a lleno diario de las dos funciones que se realizaban, y dando lugar a una larga gira por toda España.
MANUEL PICÓN Y OLGA MANZANO
ALPATACO
VÍCTOR VELÁZQUEZ
Fulgor y muerte de Joaquín Murieta
(Movieplay/Gong, 1974)
Realidad y leyenda se configuran en la persona de este bandido chileno. Unos lo dan como mexicano. Algunos le otorgan poderes casi sobrenaturales. Lo cierto es que Joaquín Murieta, emigrado chileno en California, existió en la realidad y murió el 23 de julio de 1853. También se sabe que fue bandido, y que, cierta o falsa, su figura reivindicativa ha recorrido el mundo como señal de rebeldía y de rebelión a la injusticia.
Atraídos por la fiebre del oro que dominaba California, y en general todos los nuevos Estados de la Unión, estas tierras fueron durante todo el siglo XIX, y especialmente en sus años centrales, un hervidero de emigrantes. Atraídos unos por el dinero fácil y otros, la mayoría, por la posibilidad de un puesto de trabajo que su propio país les negaba. Aunque Pablo Neruda haga alusión en su obra teatral sobre el justiciero bandido chileno al Ku Ku Klan como agente del racismo causante de su asesinato, no cabe duda de que comete un ligero error histórico, puesto que el Klan no existió hasta 1865, doce años después de la muerte de su protagonista. Podemos encontrar, no obstante, las causas del racismo, en la aún reciente guerra de 1846-48, donde Estados Unidos arrebatara a la fuerza toda la alta California al Estado de México. Ello generaría en los ocupantes yankees un exterminio sistemático de los oriundos mexicanos, exterminio y odio que se extendió sin duda a cualquier otro extranjero, especialmente si era de piel cobriza y habla hispana.
Fulgor y muerte de Joaquín Murieta. Obra teatral
Pablo Neruda (1904-1973), sabía que la leyenda (el folklore, por llamarlo de otra manera) es la manera popular de escribir la historia y sabía, también, que la historia se repite y tenemos que aprender de ella. Tal vez con esta idea se puso a escribir una obra teatral: «Fulgor y muerte de Joaquín Murieta», cuya primera edición es de 1966, y que en su versión escénica contó con canciones musicalizadas por Sergio Ortega, canciones que luego fueron grabadas por gente como Inti-Illimani, Víctor Jara, Quilapayún. También sobre el mismo tema del bandido justiciero, y con casi prácticamente los mismos versos, escribió un largo poema escénico.
Fulgor y muerte de Joaquín Murieta para canto y recitado
Aunque ya en el folklore sudamericano y en el argentino en particular se habían utilizado los ritmos folklóricos para extenderse en forma de relato sobre un argumento cualquiera (recordemos a este respecto «Las coplas del Payador perseguido», de Yupanqui), o se habían compuesto canciones con una intención común, y como parte de un conjunto más amplio (caso de «Mujeres argentinas» o «Cantata sudamericana», de Ariel Ramírez y Félix Luna), la cantata, como forma narrativa de canto y recitado, con base en el folklore popular, había sido utilizada por primera vez por el músico Luis Advis y el conjunto Quilapayún en su «Cantata de Santa María de Iquique», y luego en otras obras («Canto para una semilla», «La fragua», «Canto al programa, «Vivir como el Van Troi», etc.), pero siempre dentro del marco geográfico de Chile y de las coordenadas de la Nueva Canción Chilena.
Este «Fulgor y muerte de Joaquín Murieta», sobre texto de Pablo Neruda para canto y recitado, supone una total novedad en el campo de la música sudamericana de origen no chileno, y, sobre todo, en el marco de la música española, en donde nunca se había compuesto, grabado y editado nada de parecidas características.
Manuel Picón adaptó el texto original de Neruda, encuadrándolo en los límites de duración que ahora conserva, también le puso música, y junto a sus compañeros (Olga Manzano, Lidia Tolaba, David Kullock, Ricardo Steimberg y Víctor Velázquez) pusieron en pie esta cantata que ahora es disco.
La interpretación de esta obra es el fruto de la unión de tres elementos distintos del canto sudamericano. Por una parte, un dúo: Manuel Picón y Olga Manzano que, cuando no hacen la cantata, llevan adelante un rico muestrario de ritmos y formas de Uruguay y Argentina. Luego el trío Alpataco, que forman David, Ricardo y Lidia. A ellos se debe, sin duda, la riqueza instrumental de la cantata, una riqueza que es el desafío a la música popular de todo el mundo: Es la quena, los sikus, el moseño, el erke, las mil formas de percusión, un desafío de sonoridad que ya estaba en América antes de la llegada de los españoles y que ha sabido no solo mantenerse, sino mostrarse más nuevo cada día. Es la historia de una cultura que tampoco cuentan los libros de texto. Y un solista: Víctor Velázquez, la voz de un cantor de larga experiencia que al día siguiente de acabar la grabación volvía a Argentina y era sustituido en esa continuidad diaria de este disco que es su representación en los escenarios, por el Indio Juan.
Muchas cosas habría que destacar de esta cantata. Pero esto es todavía la portada, y es oyendo el resto como debemos darnos cuenta de ello. Sin embargo, no conviene poner el punto final sin insistir en que esta hermosa historia de bandido, de injusticias y de venganza, esta lección de historia popular, es también un canto de diaria solidaridad, de hermoso recordatorio de perenne actualidad. No conviene olvidarlo si queremos que mañana sigamos estando al día.
Cantata completa
Quintín Jorge CabreraBeduchaud había llegado a Barcelona en 1968, tras haber abandonado su Uruguay natal un año antes y haber recalado en el I Encuentro Internacional de la Canción Protesta de Cuba, evento fundacional de la Nueva Trova. Le conocí al poco de su llegada, llevado por la mano de Julia León, en un pub de Barcelona en el que cantaba; y tal vez por aquello tan engañoso de la buena química personal nos hicimos amigos desde el primer encuentro.
1980. En Canarias con Quintín y más
Aunque ya en 1973 habían aparecido dos canciones suyas en el disco colectivo “Todo está muy negro”, fugaz lanzamiento del grupo Las Madres del Cordero, cuyos temas ocupaban la mayor parte del LP, no realizó su primera grabación individual hasta 1975. En todos esos años, Quintín no sólo había recorrido la gran cantidad de locales sudamericanos de Barcelona, sino que había actuado en cientos de recitales en parroquias progres, asociaciones de vecinos, centros culturales y círculos sindicales semiclandestinos.
Hablamos mucho, y discutimos casi tanto, Quintín y yo en aquellos años. De la vía cubana o la chilena, de gastronomía, política, amores y desamores, de tú me descubres a Carlos Molina y yo te descubro a Janis Ian, de tango, candombe y rock and roll. Cuando me pidió un texto para la contraportada de su primer LP pensé en darle forma epistolar y contestar en público la carta que me había mandado hacía algún tiempo en la que se plateaba preguntas sobre la vieja cuestión de la delgada línea que separa el estar dentro o fuera del sistema industrial de la música y la utilidad que pudiera tener una cosa u otra.
QUINTÍN CABRERA
Yo nací en Montevideo
(Le Chant du Monde/Edigsa, 1975)
Madrid, mayo del 75
Querido Quintín: Vamos a pensar que esta es la contestación a esa carta tuya en que me planteabas tan seriamente algunas cuestiones fundamentales para este camino de la canción popular en que ambos estamos metidos de alguna manera y que tantas vueltas dio antes de llegar a mis manos.
Me decías allí lo duro que era continuar después de tanto tiempo al pie del cañón, y es verdad. Sabemos que el tiempo va pasando, que pasan los años, que nos volvemos más viejos y que tenemos la obligación de seguir en el mismo sitio, sin dar un paso atrás. Nos ha tocado (a ti que estás con la guitarra mucho más que a mí) la suerte de permanecer al lado e nuestro pueblo, y esto es siempre una tarea ingrata, aunque yo pienso que hermosa, con toda la hermosura de saber que no estás solo.
Aquí continúas, con la guitarra recorriendo los barrios, los pueblos, los centros culturales, aquellos sitios que nos quedan para estar juntos. Has elegido el camino más difícil, el de no llegar presumiendo de cantante, sino de persona, y por eso tenemos que darte las gracias, porque ya estamos cansados de tantos profetas disfrazados de cantantes que nos venden recetas infalibles por duros contantes y sonantes.
Sabemos tu y yo, y por fortuna también muchos más, que el camino está ahí, en esos recitales diarios, cotidianos, en los que no se encuentra la fama ni el orgullo de ser reconocido por la calle, sino el abrazo solisario y el ir tirando cada día comprando los zapatos del mayor, las cuerdas de la guitarra y los potitos “bledine” de Daymán, que hace unos días, en un día tan hermoso, ha cumplido un año.
Pero hay veces, Quintín, y también eso me lo decías en tu carta, en que uno sabe que no es suficiente con cantar donde se debe cada día. Que si de verdad se quiere cumplir con la función de cantor popular hay que tener el poder de convocatoria que necesitamos. Y entonces es necesario saltar a los surcos del disco, y a las páginas de los diarios, y hacer televisión y radio, y saber utilizar eso como tú lo utilizas, como lo hacen también otros amigos: sin apartarse nunca de los nuestros.
En fin, amigo, supongo que debería acabar estas líneas deseándote suerte, pero no creo que se trate de eso. Prefiero desearte justicia, que ahora sepamos pagarte debidamente todos estos años en que nos has ido entregando tus canciones.
Espero que algún día no lejano vuelvas a visitar el Liceo Nocturno Dos. Ese día me gustaría estar contigo y que nos tomáramos un vasito de grapa en cualquier boliche de Montevideo. Con Carlos Molina, con Anibal Sampayo, con Marcos, con Daniel, Héctor, Roberto, con Pepe y con Alfredo, en fin, con todos, y que cantarais juntos una merecida canción en libertad.
Actuaciones musicales de los veranos de 1984 y 1985 según se dio noticia de ellas en el diario El País
Jimmy Cliff
No se trata, ni mucho menos, de sacar a colación aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor, ese tópico estúpido que la historia desmiente. Muy por el contrario, y aunque lo que aquí cuelgo hoy sean materiales y datos antiguos, de hace 30 años nada menos, propongo hacer una lectura contemporánea de ellos, poniéndolos en relación con la actual situación de la música popular en España.
Son cuatro artículos publicados en El País en 1984 y 1985, dos de ellos escritos en colaboración con Fernando Martín y Santiago Alcanda, en los que se informaba de las actuaciones que iban a tener lugar a lo largo de ambos veranos y en las fiestas madrileñas de San Isidro del primero de ellos. Aparte de lo que puedan decir los textos, que veo que inciden en temas que me siguen preocupando, como el papel que deben jugar las instituciones públicas en la distribución de la cultura y en la creación de circuitos de actuaciones, la simple contemplación de los listados de actuaciones, necesariamente incompletos, resultan buenas piezas de reflexión. Dudo que hoy se de la variedad y calidad de artistas que en ellas quedaron reflejados, sin entrar ya en la cantidad de recitales, que me temo se ha reducido sensiblemente.
Destacaré sólo un par de datos que apuntan en esa dirección. Las actuaciones musicales de las fiestas de San Isidro contaron con cuatro escenarios complementarios. Tan sólo en uno de ellos, el del Palacio de los Deportes, se ofrecieron en 1984 seis recitales, en los que participaron el grupo británico de folk-rock Fairport Conventión, el bluesman B. B. King, la sudafricana Miriam Makeba, el panameño Rubén Blades y el bretón Alan Stivell, además de los españoles La Banda, Ana Belén y Víctor Manuel, Joan Bautista Humet, Pegasus, La Trinca y Luis Eduardo Aute. Sólo a lo largo de junio de ese mismo año actuaron en Toledo Dinarama, Golpes Bajos, Labordeta, Nuevo Mester de Juglaría, Luis Eduardo Aute, Suburbano y La Trinca.
Es cierto que por esas fechas corrían tiempos de aparente bonanza económica. El PSOE acababa de alcanzar el Gobierno y estaba en pleno proceso de convencer a la ciudadanía de que ellos eran la viva encarnación de España, una, moderna y reluciente. También amnésica, para qué engañarnos, de todo cuanto hubiera ocurrido en la historia fuera de su campo de acción, hasta ese momento bastante reducido.
Que hoy hay menos dinero que hace 30 años es un hecho que a nadie se le escapa, y que ello repercute sobre la música popular y la cultura en general, una evidencia. Sin embargo, no es la cuestión monetaria la realidad más importante que muestran esos listados. Por encima de ella, se constata la actitud de respeto y reconocimiento mostrada por los medios de comunicación, que como El País dedicaban artículos de dos páginas a informar sobre las actuaciones de músicos y cantantes que entendían su trabajo como una forma personal de expresión, relacionada con el arte y la cultura y no sólo con el simple mercadeo. El declive de esa buena consideración cultural, social y mediática de la canción popular, aplicable también a otras formas artístico-culturales, es a mí entender el signo más claro del cambio de los tiempos.
Fairport Convention
Antonio Gómez. El PAÍS. 15 MAYO 1984
Abundancia de actos musicales en las fiestas de San Isidro de este año, que se decantan hacia el terreno de la canción de raíces folklóricas o similares, con detrimento de otros géneros —rock y pop fundamentalmente—, aunque de todo haya un poco. Cuatro escenarios van a funcionar casi simultáneamente, con una cierta especialización en cada uno de ellos.
El Palacio de los Deportes se ha escogido como sede de los grandes actos. Allí, entre otras cosas, actuarán el mítico grupo de folk-rock británico Fairport Convention, el bretón Alan Stivell y los españoles La Banda (día 12); Ana Belén y Víctor Manuel, que compartirán la escena con el catalán Joan Baptista Humet (día 13); Pegasus, que ofrecerá su técnicamente perfecto jazz-rock, y B. B. King, un clásico del blues al que será interesante ver qué derroteros lleva últimamente (día 14); Rubén Blades, el salsero dominicano residente en Nueva York, máxima figura del género, y la siempre apreciable cantante africana Miriam Makeba (día 15); La Trinca, dispuestos a poner patas arriba los convencionalismos con su humor corrosivo (día 17), y Luis Eduardo Aute, que presentará sus últimos trabajos recién grabados (día 19). Todos a las 10 de la noche.
En el Paseo de Camoens del parque del Oeste, desde las nueve de la noche, se darán cita los grupos rockeros y otros, con preponderancia española. Los ingleses Leval 42 y los españoles Pistones (día 12); un concierto folk que incluye a algunos de los mejores grupos de España: los vascos Oskorri, los gallegos Milladoiro y los valencianos Al tall, entre otros (día 13); Chunguitos, Ramoncín y Un Poquito de Todopodrán formar un atractivo programa de rumba, rock y salsa (día 14); Objetivo Birmania (día 15); el cantautor rockero Joaquín Sabina, los polémicos La Mode y el veterano Eduardo Bort (día 16); Alarma, que antes fueron Cucharada, y Alaska y Dinarama (día 17); Derribos Arias y Nacha Pop (día 18); Gabinete Caligari y Golpes Bajos, dos grupos en alza (día 19), y Radio Futura, junto a Hilario Camacho y los catalanes de la Orquesta Platería(día 20), cerrarán las actuaciones en este escenario.
En los jardines de Las Vistillas se han reunido básicamente las orquestas de baile con algunas actuaciones de interés musical evidente, como la de Luis Pastor y Frutos Tropicales (día 14), Coyotesy la Canal Street Jazz Band (día 18), V Congreso (día 19) y Objetivo Birmania, que repetirán actuación el día 18. Empezarán a las nueve de la noche.
En la Plaza Mayor se harán también distintos espectáculos, desde orquestas y danzas goyescas hasta un recital del Orfeón Vasco en Madrid, incluyéndose el día 17, a las 19.30 horas, un recital de cantautores con inclusión de Pablo Guerrero, José A. Labordeta, Emilio Cao, Javier Ruibal, Marina Roselly Carlos Cano.
Salvo variaciones motivadas por el tiempo o cambios de última hora, éstas serán algunas de las actuaciones que a priori pueden resultar más interesantes. Aunque hay para todos los gustos y diferentes estilos entre los que elegir, difícil lo van a tener los amantes de la música, especialmente los que creen que ésta no se divide por géneros sino sólo entre buena y mala, porque hay muchas cosas interesantes entre las que optar.
Golpes bajos
Bob Dylan y Carlos Santana
Antonio Gómez/Santiago Alcanda. EL PAÍS. 10 JUNIO 1984
Verano caliente para las actuaciones musicales en España. Ya están lejanos los tiempos en que los primeros grupos internacionales incluían tímidamente a España en sus giras. Este año será quizá cuando mayor cantidad de artistas vengan a visitarnos.
El número de conciertos internacionales de verano ha aumentado en España en los dos últimos años, y sobre todo si se cumplen las previsiones, en el presente. España —sin olvidar Portugal— es el país europeo con menor número de conciertos masivos al año. Cualquiera de los grandes grupos o artistas que realizan su gira europea siempre tienen más de dos o tres actuaciones en un mismo país, mientras que en España hacen o sólo una para Madrid o Barcelona o dos para ambas ciudades. Así sucedía hace un par de años con las giras de Springsteen, Neil Young, Talking Heads o David Bowie, quien se sigue negando "a ir a África".
En este mes de junio, de los tres acontecimientos rockeros que se esperan --después de los recitales ya celebrados de Elton John y Johnny Thunders-- sólo se repite la presencia de Orchestral Manoeuvres in the Dark, que ya estuvieron en mayo de 1983. OMD, que acaban de editar su último elepé, Junk Culture, tocarán el 15 en León; el 16, en Burgos; el 17, en Zaragoza; 19 y 20, en Madrid; 21, en Benidorm; 22, en Valencia, y 23, en Barcelona.
The Psychodelic Furs, él grupo inglés que con su cuarto disco, Minar moves, empieza a entrar en los mercados europeos, principalmente por el maxi-single Heaven y Heartbeat, actuará los días 23,24 y 25 de junio en Rock Ola, y quizá en Burgos, con La Mode e Incidentes Genuinos como teloneros, el 27. El día 25 coincidirán con el concierto de Bob Dylan, que se presentará con Carlos Santana el 25 en Madrid y el 26 en Barcelona. Dylan vendrá con Míck Taylor (ex Stones) a la guitarra, Ian Mac-Laen a los teclados y Collin Alleny Gregg Sutton en la basé rítmica.
Se habla de la posibilidad de que los irlandeses U2 (Gloria y New year's day) y los franceses Virgin Pruns también vengan a la Península a finales de junio.
Las dos o tres primeras semanas de julio aparecen, por el momento, vacías de eventos rockeros, pese a que la mayoría de los potenciales espectadores --los estudiantes-- tienen concluidos los exámenes y disponen de mucho más tiempo libre para desplazarse con comodidad a las ciudades donde se concentran las actuaciones. Curiosamente, estos conciertos se celebran en las zonas de más densidad demográfica, como Madrid, Barcelona y el País Vasco, y no en las costas, donde se supone confluye el grueso de los veraneantes de todo el país.
Así, uno de los festivales de jazz más importantes de Europa --y, desde luego, el primero de España-- tiene lugar en San Sebastián, donde esta temporada se ofrecerán dos conciertos cuyo estilo supera el concepto del jazz: Weather Report, el grupo de Zawinul, que ya estuvo hace un año en España, con Víctor Baily al bajo y Omar Hakim a la batería, en lugar de Jaco Pastorius y Peter Erskirne, respectivamente, que actuarán el 22 de julio; al día siguiente, Miles Da-vis, que ya hechizó a más de 8.000 personas que llenaron el Palacio de los Deportes de Madrid durante el festival de jazz, en septiembre del pasado año, también pisará el escenario del velódromo de Anoeta.
En Barcelona, el 24 de julio, y en Madrid, el 26, actuará Yes, el grupo británico que ha renacido con la formación primitiva: Jon Anderson, Chris Squire, Alan White, Trevor Rabbin y Tony Kaye. Yes ha acertado comercialmente con el nuevo estilo del grupo en las canciones Owner of a lonely heart y Leave it, los dos sencillos de éxito que se incluyen en el álbum 90125.
Jimmy Cliff estará el 27 de julio en la sala Niza, sita en el barrio madrileño de Usera; no está confirmado su concierto en el polideportivo de San Sebastián, el 28. Jimmy Cliff, siempre fiel a su personal reggae, ha logrado cierto éxito en España con el sencillo Reggae night, de su último elepé, Power of glory. Se asegura que los británicos Blue Bells, que con un pop estilo Aztec Camera han logrado su éxito Kath, actuarán en Rock Ola en el primer mes del estío. Se anuncia, también sin confirmar, que el cuarteto que encabeza el joven Chris Thomson, Friends Again, tocará en Rock Ola temas de su esperado elepé, tras los éxitos obtenidos con su sencillo, sobre todo su State of art. Además, se dice sin certeza que a lo largo del verano, quizá en julio, The Boomtown Rats pueden actuar en España.
Van Halen efectuará una gira por Europa a lo largo del mes de julio. No se ha hablado nada, por el momento, de su actuación en España. Conciertos como éste pueden pasar inadvertidos, como ha sucedido con Matt Bianco o Mink Deville, y como puede pasar con The Pretenders, que el 16 de junio actuarán en Irlanda, en Bel-fast; el 20 y 21 estarán libres de contratación, y el 22, 23 y 24 tocarán en Holanda. Para quiénes pueda interesar, Bobby McFerrin, el saxofonista David Sanborn o el quinteto Step Ahead actúan en la mayoría de los festivales europeos. Sólo se conoce la fecha de uno de sus conciertos, el que tendrá lugar en la capital de Austria el 14 de julio.
El mes de agosto es cuando realmente se anima el calendario y se amplía el mapa de las actuaciones, hasta entonces limitado al triángulo Barcelona-Madrid-País Vasco. Stevie Wonder tocará el 14 de agosto en Marbella; el 20, en Madrid, y el 22, en Barcelona. Las fechas de Wonder parecen definitivas, después de varios cambios causados por la indecisión y tardanza del genio negro en terminar su nuevo elepé.
Spandau Ballet recorrerán casi todo el mapa español entre el 11 y el 21, en Toledo, Santander, Gerona, Salou, La Coruña, Málaga, Ibiza, Palma de Mallorca, Benidorm, Valencia y San Sebastián, como ciudades posibles.
Mike Oldfield volverá a tocar una vez más en Barcelona, el 25, y en Madrid el 27, para animar la expectación de su última grabación, que ha tenido como flojo sencillo el tema Crime of passion, una mala repetición de Moonlight shadow. El rumor más interesante para el mes de agosto es la venida de Elvis Costello and The Atractions.
Grupos como The Alarm, que ha tocado en Estados Unidos como telonero de The Pretenders, o The Fleshtones se barajan como posibles visitantes para el mes de junio. The Lords of The New Church, que tocarán en Francia el 7 de julio y el 12 de agosto, bien podrían pasarse por España en torno a las fechas mencionadas. Para finales de verano y hasta el inicio del otoño se rumorea la posible contratación de grupos como los INXS, los de Original Sin, Big Country, Spear of Destiny, y la más esperada de Bruce Springsteen. Y en octubre, SOS Band también.
Stevie Wonder
Quitando la visita que hace algo más de dos años efectuaron a España algunos de los más importantes nombres de la Fania All Stars (Willie Colon, Pete Conde Rodríguez, Celia Cruz y Rubén Blades entre ellos), la salsa sigue siendo bastante desconocida en nuestro país a pesar del esfuerzo de algunos grupos españoles por interpretarla (Orquesta Platería, Salseta del Poblé Sec, Sardineta o Caco Señante, por citar sólo unos cuantos). Ahora vamos a tener ocasión de resarcirnos, al menos en las ciudades por donde pase la gira organizada por el Ministerio de Cultura.
La salsa tiene su origen en los músicos latinos que llegaron en los años cuarenta y llenaron las orquestas norteamericanas de baile o los conjuntos de jazz con tumbadoras, timbales y bongos. La mayoría de ellos se trasladaron desde Cuba e importaron al vecino del Norte los ritmos de la isla basados en el clásico son cubano. Eran Pérez Prado, Xavier Cugat, Benny Moré o Machito. Luego se instalaron generaciones más jóvenes en Nueva York, y allí nació el sello Fanía o Valla Records.
Tres programas recorrerán España con música salsera: el panameño Rubén Blades, que finalmente no actuó en San Isidro en Madrid ni en otros sitios el mes pasado, tal y como se había anunciado con su conjunto Seis del Solar, formará equipo con la orquesta cubana Van-Van; la orquesta de Tito Puente, un veterano mítico, con la cubana residente en Estados Unidos Celia Cruz, una de las voces básicas del género, y el panameño Azuquita, que tocará con el grupo residente en España Un Poquito de Todo, componen el segundo programa, y el gran músico brasileño Milton Nascimento, que si bien no es específicamente salsero sí se trata de un gran músico, será el tercero.
Pasarán por Sevilla (29 y 30 de junio y 1 de julio), Cádiz (30 de junio, 1 y 3 de julio), Santa Cruz de Tenerife (3,4 y 5 de julio), Madrid (6,7 y 8 de julio) y Alcalá de Henares, donde actuará solamente Milton Nascimento (6 de julio). Si quedan fechas libres y se concretan los contactos, también podrían actuar en alguna otra ciudad castellana, que sería Salamanca, Burgos o Segovia.
La música suramericana está pasando por un bache en España estos ultimos años, y en cualquier caso sus giras se anuncian con más premura y menos tiempo de margen. Por eso todavía no hay fechas marcadas, aunque se anuncia la visita de Pablo Milanés y otros cubanos. En cualquier caso, los amantes de este tipo de canción tendrán ocasión de escuchar en el Parque de Atracciones de Madrid a Quilapayún--que siguen poniendo fuerza, hermosura y solidaridad en sus recitales-- los días 21 y 22 de julio. También Los Calchaquis, el excelente grupo dirigido por Héctor Miranda, que desde París han difundido con calidad y sensibilidad la música del altiplano andino, actuarán en el mismo local a finales de verano, el 6 y 7 de septiembre.
Rubén Blades y Seis del Solar
Todos los géneros musicales tienen su público fiel y en muchos casos exclusivista. La música celta, ese aroma marítimo, viajero y refrescante que se desarrolla en Irlanda, Escocia, Gales, la Bretaña francesa y Galicia, cuenta con una amplia gama de adeptos que saben que la música no se divide en anticuada y de moda, sino en buena o mala. Ellos y cuantos estén dispuestos a degustar buenos sonidos musicales están de enhorabuena, porque el festival de Ortigueira, que el año pasado se anunció que se celebraba por última vez, convoca de nuevo a su veterana cita anual los días 21 y 22 de julio.
En ese bello y acogedor rincón gallego volverán a escucharse las gaitas y bombardas por las calles, se bailará al son del pandero y se podrá disfrutar del placer de beber un vaso de buen vino mientras se hacen nuevos amigos.
Los veteranos irlandeses Chieftains y los escoceses de la Butterfield Bandserán los números fuertes. Además de ellos, actuarán los bretones Pnennou-Skoulm y el conjunto de gaiteros Bishop Briggs. Por parte gallega estarán Milladoiro --que no han faltado a ninguno de los festivales organizados en Ortigueira en todos estos años--, el grupo de baile Fiadeiro, Na Lúa y, claro está, la Escola da Gaitas del lugar.
La misma Escola da Gaitas estará en el festival que se celebrará unos días después, del 24 al 29 de julio, en Vigo. Compartirán cartel con los gaiteros escoceses de la Kebren Breft Str. Mark, los danzarines escoceses del Cowhie Iris Dance, los galeses Cromlech, los bretones Sonerien Du y, representando a Asturias, el grupo Beleño.
En el Mediterráneo, en Vilanova i la Geltrú concretamente, habrá música folk los días 27, 28 y 29 de julio. Kornog--de Escocia--, Jaky y Patrik Molard --de Bretaña--, Joe y Antoinette McKenna–irlandeses--, la corsa Elena Ledda y los alemanes del Blok Leyer Musick completan el programa. También se anuncia en este mismo festival la presencia de Alan Stivel, cuya calidad tuvimos ocasión de volver a comprobar recientemente en San Isidro, aunque aún está por confirmar.
Chiefteins con Van Morrison
Parece que ha pasado un siglo, y sin embargo hace sólo 11 años que Gay, un joven que ha terminado por convertirse en el más importante de los organizadores de conciertos internacionales en España, convocaba a los aficionados en el Alcalá Palace para escuchar a King Crimson, entonces y ahora uno de los grandes del rock mundial. Los españoles nos asombrábamos ante las inmensas columnas del equipo de sonido, que parecían murallas para las subdesarrolladas condiciones en que se movían nuestros rockeros.
Y acudíamos con cara de papanatas a preguntar en las ruedas de prensa a Leonard Cohén sobre Víctor Jara, entonces recién asesinado por la Junta de Pinochet, y nos interesábamos ante un Carlos Santana impolutamente vestido de blanco por su apasionado amor, el gurú de turno. Descubríamos a los Chalchaleros en el Colegio Mayor San Juan Evangelista --que tanto y tan bueno ha hecho por la música en este país--, y a Mercedes Sosa o Les Luthiers en el escenario del Marquina.
Autorizaban a Quilapayún en Barcelona y lo prohibían al día siguiente en Madrid. Y es que los censores no eran tontos del todo: veían una colilla y enseguida se daban cuenta de que allí había fumado alguien. John McLauglin nos sorprendía con su guitarra en el Monumental y la policía detenía a los acompañantes de Daniel Viglietti, y al propio cantante, cuando salían del teatro.
Ahora las cosas han cambiado, naturalmente. Paulatinamente. Primero con timidez y luego con más decisión, las grandes figuras del rock y la canción comenzaron a incluir a España en sus giras internacionales. Nos fuimos haciendo grandes, y, aun faltando auditorios y locales adecuados, aun teniendo que sufrir polémicas con los dueños de los campos de fútbol --que siguen pensando que las grandes masas que acuden a un concierto de rock o a un acto solidario son salvajes que se comen el césped como si de ensaladas de lechuga se tratase--, las cosas se han ido normalizando.
Primero fueron particulares arriesgados que se jugaban el dinero a una carta y en ocasiones le sacaban buena plusvalía. Luego, con la democracia recién estrenada y aún titubeante en su política cultural, el Ministerio de Cultura y los ayuntamientos se han convertido, quizá, en los principales contratantes de unos conciertos cada vez más abundantes, masivos y rentables. Los precios están por las nubes, alrededor de las 2.500 pesetas, para los que han visto a Elton John este fin de semana o pretenden presenciar la actuación de Dylan y Santana dentro de unos días.
El rock impera, como era de suponer, después de la baja de la canción suramericana, más comprometida. Los grandes cantantes siguen exigiendo que se les habilite un camerino con bufé, aromas orientales y velas íntimas. Pero, pese a estas excentricidades, las cosas se van normalizando y se acepta todo a cambio de buena música. Aunque a veces nos sigan dando gato por liebre, y nosotros, incautos y pueblerinos al cabo, continuemos quedándonos boquiabiertos ante las superestrellas que nos llegan de allende los mares.
Los Chalchaleros conMercedes Sosa
Orquesta Mondragón
Antonio Gómez/Fernando Martín. EL PAÍS, 17 JUNIO 1984
Los grupos y los cantantes españoles recorren la geografía tras el paréntesis invernal, en el que preparan sus actuaciones en los locales de ensayo o graban sus novedades en los estudios, intentando dar al público lo mejor de su arte. Las giras son la principal fuente de ingresos de quienes se dedican a la música, porque estos ingresos les van a permitir resistir los inviernos, donde las ocasiones de actuar son siempre menores y más esporádicas.
Intentar hacer una guía exhaustiva de todas las actuaciones que se producen los meses de junio, julio, agosto y septiembre es un trabajo casi imposible. Muchos factores influyen en ello. Desde los managers con que trabajan los cantantes, más o menos comunicativos, más o menos poderosos e influyentes, con mayor o menor profesionalidad --no siempre coincidente con la que demuestran los grupos que representan--, hasta las dificultades para localizar a cantantes que figuran al margen de los grandes promotores, y oficinas de contratación, pasando por la infinidad de actuaciones que se van acordando a lo largo del verano, de las que todavía no se tiene constancia, y que salen después a la palestra casi sobre la marcha.
Por eso la guía que ofrecemos en estas páginas no es completa ni podía serlo. Significa tan sólo un intento aproximativo de indicar por dónde van los tiros de las actuaciones veraniegas más relevantes en los principales puntos de España. Faltan, claro está, nombres significativos y actuaciones que, sin duda, se producirán y que, por diversos motivos, no están anunciadas todavía. No están todos los que son, la cosa es clara, pero sí que hay un número significativo de los cantantes y grupos, de todos los estilos y géneros, desde el rock más moderno al folk o los cantautores, desde los nombres consagrados hasta otros teóricamente menos conocidos, que, sin embargo, en muchos casos, dan la sorpresa de contar con un número insospechado de actuaciones. Son cantantes y grupos que pretenden ofrecer música de calidad, expresar su mundo a través del trabajo que hacen, lo que consiguen con mayor o menor fortuna, aunque sí con un notable nivel artístico, que muestra que España está en un buen momento de creación en el terreno de la música, especialmente la música popular.
Dos primeras figuras
Serrat y Aute son, sin duda, las figuras del verano. Treinta y nueve actuaciones ya contratadas va a ofrecer el primero de ellos y otras tantas el segundo, cuando todavía les falta por concretar un número importante de recitales, que aumentarán, lógicamente, la cifra citada más arriba.
Las razones de estas macrogiras son evidentes. El éxito y la calidad de sus trabajos, la veteranía y su arraigo popular serían los más claros, aunque tampoco hay que olvidar la eficacia de sus oficinas de contratación y la dedicación de sus managers, que saben aprovechar la demanda para ofrecer un producto que gusta y que, en cierta manera, va estableciendo ya los caminos para el año siguiente.
Condiciones, especialmente las empresariales, con las que no cuentan, lógicamente, otros grupos de rock y otros cantautores que se mueven más al día, con menor antelación en sus programaciones. Eso explica el desequilibrio entre unos y otros. La ausencia este año en los escenarios de Miguel Ríos, el otro gran actuante de los veranos pasados, y la negativa de la oficina de Víctor Manuel y Ana Belén, que ahora se encuentran de gira por Cuba, Brasil, Chile y Argentina, a comunicarnos las fechas de las actuaciones de la pareja en España nos ha dejado sin poseer ese dato, importante en quienes son también figuras con giras largas y pobladas de fechas y lugares por toda nuestra geografía nacional.
Varias cosas destacan al mirar el cuadro presente. La primera de ellas es el equilibrio que se da entre las actuaciones de grupos de rock y cantautores ó grupos de folk. En esa lucha entre la modernidad y la veteranía, entre la adolescencia y la carrocería, las cosas no son tan graves como algunos apocalípticos y profetas de una u otra cosa nos las presentan. Hay público para todo tipo de canción, y eso es un dato significativo y esperanzador. Cada uno acude a ver la música que le gusta, y este verano va a tener ocasión de elegir lo que se encuentre más cerca de sus apetencias, sus gustos, sus estados de ánimo, sus posibilidades económicas o, incluso, del lugar que haya elegido para veranear.
Si se lee entre líneas, en la lista que ofrecemos se pueden rastrear las influencias geográficas de las oficinas de contratación y observar cómo unas dominan ciertas zonas y otras las contrarias, cómo tales grupos o cantantes, representados por el mismo manager, actúan de manera sistemática en las mismas áreas.
Una última característica que destaca, y que, desde luego, no es la menos importante, es la triste constatación de que el centralismo sigue perviviendo como un síntoma más de la ficticia integración de las culturas de las diferentes nacionalidades y regiones del conjunto de España. Los cantantes catalanes, gallegos, canarios, aragoneses, andaluces --por no hablar de los vascos, cuyas dificultades, no sólo de integración, sino de conocimiento de lo que hacen, son más agudas--, actúan fundamentalmente en su propio ámbito geográfico, con esporádicas y escasas salidas fuera de él, lo que sólo varía en los casos de cantantes más conocidos y de prestigio. En contrapartida, las grandes giras que se organizan desde Madrid llegan a todos esos sitios y con una presencia en muchos casos abrumadora. Si la canción ha sido, y es todavía, uno de los medios fundamentales de comunicarse los pueblos entre sí, éste es, sin duda, un dato preocupante para todos.
Oskorri
Desde hace unos años se está dando un dato importante en la escena española de la música popular: el papel asumido por los ayuntamientos, gobiernos autónomos, diputaciones o cabildos insulares en la organización de recitales, coincidentes, en la mayoría de los casos, con las fiestas patronales. Éste es un hecho importante y encomiable, que se debe agradecer en la justa medida, por cuanto amplía las posibilidades de actuación de numerosos grupos y cantantes y permite programaciones más variadas, en las que participan artistas de más difícil salida en otros circuitos, y porque pone al alcance del público actuaciones a precios más asequibles, cuando no gratuitas.
Pero eso no es suficiente. Estamos en la difícil y engorrosa política cultural de organizar las cosas en orden de caída, basándose todavía, en muchos casos, en criterios gratuitos o particulares de tal o cual consejero o concejal de Cultura. Los espectáculos se organizan mal en demasiados casos, con escenarios deficientes colocados en lugares improcedentes. Se utilizan, excepto en los casos de los artistas consagrados, que pueden elegir por contrato las condiciones, equipos de sonido muchas veces insuficientes, que se consiguen con el cicatero criterio de ahorrar unos tristes duros.
Esto, junto a incomprensibles retrasos en las horas de comienzo de las actuaciones y tantos otros problemas.
Se continúa practicando un tercermundismo que perjudica a músicos y a público, y que demuestra tanto una falta de respeto a unos y otros como una incomprensión de que la buena música, de un estilo u otro, bien sea para escuchar o para bailar y gozar, sólo se puede ofrecer en las mejores condiciones. Cuando el concejal de Cultura de Madrid explicaba recientemente que su política cultural es no tenerla, está incurriendo en un contrasentido sin salida. Política cultural no es ordenar y reglamentar el arte en general y la canción en particular; es crear la infraestructura que permita actuar en condiciones óptimas. Y eso se olvida con una frecuencia que raya, a veces, la ineptitud. O acabamos con el tercermundismo, o éste, el tercermundismo, terminará por acabar con la música en vivo.
Luis Eduardo Aute
El cartel que las grandes figuras de la música popular internacional tienen en España no se corresponde a la inversa. La presencia de nuestros grupos y cantantes fuera del territorio español es más testimonial que eficaz y programada. Son más los cantantes veteranos que actúan fuera que los nuevos; los cantautores y grupos de folk, que los rockeros. Y tiene su explicación. Se mueven los primeros en circuitos no directamente comerciales, que cuentan con una tradición consolidada y un prestigio que han adquirido con los años. Los segundos, más recientes, tienen que competir con figuras internacionales de primera línea que hacen el mismo tipo de música y que están promocionadas por las multinacionales desde el lugar de origen, el Reino Unido o Estados Unidos.
A pesar de ello, se pueden contabilizar algunas actuaciones, como las de Paco de Lucía en Canadá del 25 al 28 de junio; en Turquía, del 6 al 7 de julio; en Israel, del 24 al 29 de julio, y en Suiza, en el prestigioso festival de Montreux, el 14 de julio. Barón Rojo irán a Suramérica en septiembre y octubre, después de su gira española, que razones de tiempo nos han impedido meter en el cuadro adjunto, y luego seguirán por varios países europeos.
En el festival del periódico Avante, órgano del PC portugués, actuarán, el 9 de septiembre, Aute, Suburbano y Luis Pastor, quien realizará en ese mismo mes actuaciones en Nicaragua con otros artistas tan dispares como Ramoncín, Joaquín Sabinao Labordeta, aunque alguna de estas presencias esté por confirmar. Rosa Leónse encuentra de gira por Argentina, y Víctor Manuel y Ana Belén están actuando por Cuba, Brasil, Chile y Argentina.
El grupo valenciano Al Tall lo hará el 14 de septiembre en Vitrolles (Francia). Labandase traslada el 22 de junio a Kiel (Alemania), para actuar en el prestigioso Festival de la Unión Europea de Radiodifusión. Amancio Prada cantará en Tokio y otras ciudades japonesas en noviembre. María del Mar Bonetcantará en Martiguez (Francia) el 20 de julio. Lluis Llach estará en Nyon (Suiza) el 21 de julio. Serrat, que el 20 de julio dará un salto a Andorra, irá de nuevo a Argentina en la primera quincena de octubre.
Paco de Lucia con Jorge Pardo
Joaquín Sabina
Antonio Gómez. EL PAÍS, 23 JUNIO 1984
Llega el verano, y con el buen tiempo los grupos y cantantes salen de sus refugios invernales para recorrer la carretera en busca de su público. Cantautores y heavies, rockers y modernos, folkies y poperos, pegados a sus guitarras en noches de interminable circular de una actuación a otra, se disponen a refrescar el bochorno estival de residentes y veraneantes.
Hoy, igual que antes, siguen siendo las plazas de los pueblos el centro de la reunión. Es en ellas donde se celebra la fiesta y el baile; es sobre ellas, sobre su cálida extensión de arena o cemento, donde se levanta el tinglado de la farsa, el tablado sobre el que se acumulan los miles de watios necesarios para hacerse oír, los altavoces, micrófonos, amplificadores e instrumentos que han de servir para celebrar el rito siempre insuficiente de la diversión.
Este año se presenta como un verano abundante en recitales y actuaciones de todo tipo y para todo tipo de públicos. Apoderados, empresarios y cantantes han estado preparándose durante los meses invernales para ofrecer su mercancía en las mejores condiciones posibles. Los nombres más conocidos, los que arrastran la fama y el éxito de sus últimas producciones discográficas y los que aún recuerdan el triunfo de las giras del año pasado son quienes acumulan mayor número de recitales en su agenda aún inacabada, que irá completándose conforme avance la temporada. Luis Eduardo Aute, Objetivo Birmania, Amancio Prada, la Orquesta Mondragón, Joaquín Sabina o Alaska y Dinarama, entre otros cuantos elegidos, no van a parar en estos meses. Un día estarán actuando en Galicia y al otro en Andalucía, hoy en Levante y mañana en Extremadura, cargados con esa extraña mezcla de sueño, cansancio y pasión que conlleva siempre el contacto diario con el público.
Pero no son ellos los únicos que ofrecen recitales con continuidad y regularidad. Quizá es que han terminado los tiempos en que los gustos del público eran unidireccionales y se volcaban hacia un solo artista favorito, tal vez sea que la crisis y los conflictos mueven a buscar la diversión allá donde se encuentra, sin exclusivismos, con el único afán de sentirse representados durante unas horas por quien está encima del escenario; en cualquier caso, la nómina de grupos musicales y cantantes es más extensa que nunca, y la oferta musical, más rica y variada.
Junto a los nombres consagrados surgen otros que pueden ser una sorpresa para quienes acostumbran a seguir la carrera desde la cómoda barrera de los medios de comunicación. Por encima de modas y etiquetas, el público se niega a dejarse encasillar y se abre a experiencias nuevas que muchas veces son tan viejas como el tiempo, aunque las desconozcamos. Grupos que hasta hace poco permanecían encerrados en los márgenes de una geografía o un área lingüística determinada rompen las fronteras de su aislamiento para darse a conocer en toda España. Casos como los de los vascos de Oskorrio los aragoneses José Antonio Labordetay Puturrú de Fuá pueden resultar significativos, en la extensión geográfica de su trabajo o en el mantenimiento de una línea de actuaciones regular y continuada.
Recitales de todo tipo, en toda la geografía española, de todos los estilos y a todos los precios imaginables. Desde la gratuidad de los festivales que organizan ayuntamientos y comunidades hasta las 1.100 pesetas que ha venido costando el superespectáculo de Miguel Ríos en las plazas de toros --lo que bien podría ser una de las causas de las dificultades con que ha tropezado--, se extiende una gama de precios que puede tener la media en las 400 pesetas y se debate entre las 200 por las que se han podido escuchar los recitales españoles de la final del concurso de rock Villa de Madrid y las 700 pesetas que, como media, está costando asistir a una actuación de Luis Eduardo Aute.
Una vez más, y siguiendo la tónica inaugurada años atrás, Ayuntamientos, Ministerio de Cultura, Comunidades Autónomas y Administración en general se han convertido en los principales organizadores de recitales. El encarecimiento de los equipos de sonido, cada vez más potentes y sofisticados; los costes de las giras, en constante aumento; el riesgo que implica la organización de cualquier espectáculo y la falta de locales adecuados son las principales causas de esta acentuación de la oferta pública del espectáculo. Dato que no estaría nada mal si no fuera porque así se está intentando paliar el defecto principal de una organización cultural, la musical, aún incipiente y en cualquier caso desbordada por las circunstancias: la falta de infraestructuras.
En muchos casos, las condiciones de organización de los recitales son inseguras e inadecuadas; los escenarios, mínimos y mal montados; los equipos de sonido, insuficientes, y las condiciones de escucha y de acomodación, incómodas. Se sigue actuando en circunstancias precarias, intentando paliar con voluntarismo o derroche la falta de locales; se continúa improvisando recitales en campos de fútbol, cosos taurinos, plazas de pueblo y otros sitios igualmente inapropiados, no previstos para menesteres musicales, todo lo cual va en detrimento de la calidad intrínseca de los espectáculos que se ofrecen.
La obligación de llegar a públicos cada vez más numerosos, única manera de equilibrar la balanza de gastos e ingresos, está creando una cierta deformación en la música popular española. Por un lado, forzando una innecesaria carrera por ofrecer el espectáculo más vistoso y deslumbrante, con su consiguiente encarecimiento; por otro, obligando a una distorsión en la manera de escuchar y disfrutar la música --en su creación, por tanto--, que si en muchas ocasiones necesita del barullo de la fiesta, exige en otras el recogimiento y la audición atenta, imposibles de encontrar en estas circunstancias.
De todas formas, la fiesta veraniega ha empezado. A la espera de que sea realidad un amplio circuito de locales que permita que la música, en todos sus estilos y modalidades, sea un hecho cotidiano y real durante todo el año, los músicos y cantantes se han lanzado a la carretera a bordo de desvencijadas furgonetas o autocares con aire acondicionado. Cualquier día pueden estar actuando justo al lado de donde vivimos o de donde veraneamos, en el pueblo vecino o en la plaza de tres manzanas más abajo.
NOTA. En 1990, bajo el seudónimo de La Bestia del Lago, Herminia Bevia, Antonio Resines y yo mismo, guionizamos y dirigimos para La 2 de TVE la serie “España en Solfa”, un intento de contar la historia de la música popular española del siglo XX mediante la mezcla de documental y ligeras tramas de ficción. Ricardo Solfa protagonizó las 12 emisiones del programa. Se abordaron desde el folklore o la copla hasta el pop y el rock, los cantautores o el underground patrio, pasando por la canción durante la guerra civil o los intercambios musicales entre España y Sudamérica y acabando en las primeras muestras de hip-hop nacional.
Para preparar los guiones realizamos un cierto trabajo de documentación que quedó plasmado en un largo rimero de folios que hacer unos meses encontré en una caja y que ahora pienso que pueden tener una cierta utilidad. Al final se reunieron alrededor de, no sé, entre 600 y 800 páginas llenas de datos, análisis, cronológicas, bibliografías, biografías, discografías y más sobre cada uno de los temas que se abordaron en la serie. Ni que decir tiene que hoy se puede encontrar en internet, una auténtica hemeroteca virtual que entonces no existía, muchos más detalles de los que nosotros recogimos, pero la verdad es que no he encontrado todo este volumen de información junto, reunido e inter relacionado en un sólo trabajo. Sirvan pues estos “cuelgues” como una aportación a la historia de la música popular española del siglo XX, es decir de su proceso de transformación del folklore a canción contemporánea, un tema aún por estudiar en su sentido más amplio y completo.
Dada la fecha en que se realizó el trabajo (insisto: 1990) y las condiciones en que se ha conservado, pienso que se debe tomar cuanto en él se asegura con las prevenciones correspondientes a no conservar las citas que justifican cada afirmación. Aunque no se concrete, los datos que se ofrecen se extrajeron de las respectivas bibliografías de cada capítulo. Se recomienda que, caso de utilizarse, se confirmen por otras vías, que hoy en día son fácilmente accesibles
El Gobierno sabe muy bien lo que hace al poner al frente de RTVE a José Antonio Sánchez, que ya la dirigió entre 2000 y 2004, quizás el periodo en el que la televisión estatal alcanzó sus más altas cotas de manipulación y servilismo político. Y eso en una televisión acostumbrada a ser utilizada con descaro partidista por unos y otros como instrumento propagandístico habitual desde que nació bajo el franquismo en 1956; quizás con las únicas excepciones de los escasos meses que Fernando Castedo fue director general en 1981 y los años, de 2004 a 2012, que Fran Llorente dirigió sus informativos.
A Sánchez, que ya en su etapa de reportero de ABC había estado a sueldo del PP, según se deduce de las cuentas secretas de Luis Bárcenas, le tocó lidiar con los múltiples problemas de la última legislatura de José María Aznar, entre los que figuran en lugar destacado el escándalo del Prestige, la guerra de Irak, el ce-ce-o-o de Alfredo Urdaci (ahora en la cadena de los obispos, válganos dios) o los atentados del 11M, en todos los cuales RTVE se constituyó en el aparato de propaganda partidista gubernamental más importante.
Cubriendo en aquellos años la información televisiva para EL PERIÓDICO DE CATALUNYA, me tocó coincidir con José Antonio Sánchez con cierta frecuencia, especialmente en sus comparecencias ante la comisión de control parlamentario que, teóricamente, controla las actividades de RTVE. Campechano y dicharachero como era (y supongo que sigue siendo) el personaje, un tipo simpático, daba muestras en aquellas comparecencias de un cinismo realmente sin igual, limitándose a ignorar las preguntas de los diputados que no le gustaban y a salirse por los cerros de Úbeda en las respuestas. Casi le envidiaba por su descaro.
Durante la guerra de Irak, en medio de la ola de protestas generalizadas que recorría España, me fijé un día concreto, no recuerdo exactamente cuál, en que los informativos de TVE habían ignorado por completo tres actos contra la guerra, que los demás medios, televisivos, radiofónicos y escritos, habían destacado como informativamente merecían. No conseguí hablar con él por teléfono para escribir sobre el tema, así que le seguí en AVE hasta Sevilla, donde iba a presentar algo relacionado con la programación de la cadena, y al final del acto le pregunté sobre los criterios profesionales que había utilizado para explicar su silencio. Sánchez, un maestro en el regate corto, me dio unas palmaditas en la espalda y, encogiéndose de hombros, me dedico una frase que no recuerdo en su literalidad pero que venía a decir algo así como “pero hombre, con lo mayor que eres y el tiempo que llevas en esto, ¿aún no sabes cómo funcionan las cosas?
Los sabía. Lo sabía y lo sé, por eso pienso que el nombramiento de José Antonio Sánchez es todo un gesto de coherencia política gubernamental. En los próximos dos años, España ha de enfrentarse con elecciones locales, autonómicas y generales que pueden ser fundamentales para el futuro del Estado y a las que el partido gobernante se enfrenta en condiciones de franco deterioro, además de con conflictos tan peliagudos como las exigencias catalanas de independencia, a las que no sería extraño se sumara pronto Euzkadi, y Gobierno y PP necesitan de manera imperiosa que TVE sirva a sus intereses a jornada completa. ¿Quién mejor, pues, para dirigirla que alguien que ya ha probado ser la perfecta voz de su amo?
Además, Sánchez llega de una cadena, Tele Madrid, en la que ha dado pruebas fehacientes y concluyentes de su fidelidad, consiguiendo reducir la tele autonómica, en trabajadores y audiencia, a la mínima expresión, dejándola a punto de nieve para su extinción o privatización. Nada de extraño resulta pensar que también puede haber llegado a TVE para cumplir una misión similar.
Soy un firme defensor de la televisión pública, que entiendo debe ser un medio equilibrador y compensador de los desmanes, trivializaciones y mercantilismo de las cadenas privadas. Un instrumento potente de estricta profesionalidad, que debe ofrecer a los españoles información veraz y rigurosa, entretenimiento digno y difusión de la cultura.
Es evidente que TVE --con algunos, pocos, momentos mejores, y casi todos peores, en su historia-- no ha cumplido esa función. Una traición a sus principios éticos y profesionales que de ninguna manera es achacable a sus excelentes profesionales, sino a las sucesivas vampirizaciones propagandísticas de los gobiernos que la han dirigido y manipulado en su estricto beneficio político. Ahora ha llegado Sánchez, y de eso sabe mucho. Esperemos que esta vez se llegue a tiempo de impedir el crimen, que no será en Granada, sino en Torrespaña.
De cómo Allan Dwan contó a Bogdanovich que él había inventado el tráveling, Griffith el primer plano y el efecto que produjeron en sus contemporáneos
La primera vez que sucede algo siempre provoca desconcierto, desconfianza e incluso rechazo, máxime en el terreno de las invenciones humanas. Y sin embargo, con la perspectiva del tiempo y cuando los inventos se han convertido ya en parte del lenguaje común, esos momentos iniciáticos del descubrimiento resultan fascinantes, al menos para mí.
En el cine, por ejemplo, eso es lo que sucedió como consecuencia de los primeros planos insertos en las películas, que introdujo D.W. Griffith, o del primer seguimiento a un actor por medio de lo que luego sería el tráveling, debido al también veterano director Allan Dwan, que así se lo contó a Peter Bogdanovich (“El director es la estrella”, Vol I, T&B Editores. Madrid, 2007):
“En esa película (“David Harum”, 1915) movimos la cámara por primera vez. No nos lo apreciaron mucho, sólo recibimos insultos. Fue en la escena en la que David Harum caminaba por la calle hablando con la gente que se iba encontrando, para demostrar que conocía a todo el mundo. Era un tratante de caballos, un viejo zorro, muy sociable. Iba por la calle saludando a éste, parándose a hablar con aquél. Entonces pensé que si situaba la cámara en un extremo de la calle mientras el actor echaba a andar por el otro, no se vería nada; se vería una mancha cada vez más grande. Cuando llegara a la altura de la cámara diríamos: «Ah, es David Harum» pero el resto no valdría para nada. Por eso, ese trabajo de ambientación habría que hacerlo en una serie de escenas cortas: el personaje avanzaría hasta un punto, bajaríamos la cámara, avanzaría un poco más, y así todo el rato. Pero entonces pensé que en lugar de bajar la cámara cada vez, por qué no hacer que ésta retrocediera con él. Le pregunté al operador: «¿cómo podemos mover la cámara?» Se me rió en las barbas.
Porque en aquellos días las cámaras estaban sujetas o encadenadas a un trípode, para que no vibraran. «Podríamos levantarla y cargar con ella», dijo. Pero aquello era una mole. «No, pero podemos hacerla rodar sobre ruedas», dije yo. «Vamos a ver, ¿qué tipo de ruedas podrían servirnos?» Sólo se nos ocurrió el coche Ford. Y el cámara dijo: «Bueno, pero ¿no se bamboleará?»
Conseguimos una rasqueta agrícola y la pasamos por toda la calle, le quitamos todos los resaltos. Luego suavizamos las llantas para que no saltaran, bloqueamos los muelles y atamos la cámara con unos alambres, la aseguramos bien para que no basculara, y funcionó a la perfección. Seguimos al actor mientras caminaba por la calle y se encontraba con la gente, parándonos cuando él se paraba, moviéndonos cuando se movía, hicimos una toma muy larga, de unos setecientos pies.
Cuando la montamos, insertamos rótulos allí donde había que explicar algo. Era una buena escena, pero cuando la proyectamos en los cines, resultó que a la gente le molestaba el movimiento, según nos dijeron los gerentes de las salas. Dijeron que se mareaban. Algunos se agarraban a las sillas porque pensaban que eran ellos los que se movían. Nunca habían visto una cosa igual. O sea que en lugar de aplausos, nos llevamos reprimendas. Pero perfeccionamos el sistema y lo utilizamos con frecuencia.
Cuando Griffith inventó el primer plano pasó lo mismo. Griffith empezó por la vía convencional, como todos los demás, mostrando figuras completas. Luego, supongo que vio algunos retratos de Rembrandt (como hice yo más tarde, buscando efectos de iluminación) y se dijo: «Qué rostro magnífico. Voy a filmar caras». Mostraba la figura completa, o de tres cuartos, y luego el primer plano; era como hablar con una persona y que de repente te inclinaras hacia ella y tuvieras su cabeza en las narices. Era un efecto curioso: no era una transición fluida; la cámara no se acercaba, saltaba y te sobresaltaba (igual que ocurre hoy en día, con ese estilo de montaje histérico que se ha puesto de moda otra vez. Bang, bang, bang. Absurdo). Pero en Griffith era arte. Y al público no le parecía mal lo de las cabezas, pero cuando se daban la vuelta o se movían a otro punto, se partían de risa y se enfadaban muchísimo. Decían: «¿pero qué es toda esa gente que corre sin piernas? Cabezas andando por la pantalla. Es absurdo. Si se mueven hay que verles los pies». Pero cuando empecé a hacerlo yo, en vez de saltar al primer plano, hacía un encadenado, o acercaba la cámara, le ponía unas ruedas y pedía al operador que aprendiera a cambiar de foco mientras yo acercaba la cámara.”
Y como no paro en mi afán retro por volver a los orígenes, quizás con la esperanza de un nuevo renacer, aquí os dejo dos películas extraordinarias que no deberían dejar de verse y asombrarse. Para disfrutarlas, eso sí, hay que desaprender todo lo aprendido, y enfrentarse a ellas como un niño que comienza de nuevo a andar o a deletrear sus primeras lecturas.
D. W. Griffith: “El nacimiento de una nación” (1915)
En 1990, bajo el seudónimo de La Bestia del Lago, Herminia Bevia, Antonio Resines y yo mismo, guionizamos y dirigimos para La 2 de TVE la serie “España en Solfa”, un intento de contar la historia de la música popular española del siglo XX mediante la mezcla de documental y ligeras tramas de ficción. Ricardo Solfa protagonizó las 12 emisiones del programa. Se abordaron desde el folklore o la copla hasta el pop y el rock, los cantautores o el underground patrio, pasando por la canción durante la guerra civil o los intercambios musicales entre España y Sudamérica y acabando en las primeras muestras de hip-hop nacional.
Para preparar los guiones realizamos un cierto trabajo de documentación que quedó plasmado en un largo rimero de folios que hacer unos meses encontré en una caja y que ahora pienso que pueden tener una cierta utilidad. Al final se reunieron alrededor de, no sé, entre 600 y 800 páginas llenas de datos, análisis, cronológicas, bibliografías, biografías, discografías y más sobre cada uno de los temas que se abordaron en la serie. Ni que decir tiene que hoy se puede encontrar en internet, una auténtica hemeroteca virtual que entonces no existía, muchos más detalles de los que nosotros recogimos, pero la verdad es que no he encontrado todo este volumen de información junto, reunido e inter relacionado en un sólo trabajo. Sirvan pues estos “cuelgues” como una aportación a la historia de la música popular española del siglo XX, es decir de su proceso de transformación del folklore a canción contemporánea, un tema aún por estudiar en su sentido más amplio y completo.
Dada la fecha en que se realizó el trabajo (insisto: 1990) y las condiciones en que se ha conservado, pienso que se debe tomar cuanto en él se asegura con las prevenciones correspondientes a no conservar las citas que justifican cada afirmación. Aunque no se concrete, los datos que se ofrecen se extrajeron de las respectivas bibliografías de cada capítulo. Se recomienda que, caso de utilizarse, se confirmen por otras vías, que hoy en día son fácilmente accesibles. (Bajar documento en pdf)
2.- Cuplé, copla, tonadilla, canción española y demás
CRONOLOGÍA
En los años 20, 30, 40 e incluso 50 del siglo XX ser cupletista o tonadillera (o torero, que era profesión aún más arriesgada), aparte de una forma de cumplir una vocación artística, era también una manera de huir del hambre, como también lo sería ser boxeador, ciclista o futbolista. En una España en plena transformación sociológica, económica, política y cultural, la música popular vivió momentos claves en su evolución del folklore a la canción industrial contemporánea, siguiendo un camino que estuvo marcado, también, por los avatares políticos de aquellos años, que si en todo el mundo fueron convulsos, en España resultaron especialmente dramáticos.
Un país recién salido de la pérdida de sus colonias cubana y filipina, últimos restos de lo que otrora fuera un imperio en el que nunca se ponía el sol, se vio sumergido sucesivamente en una monarquía corrupta e insensible que metió al país en una nueva guerra en Marruecos, una dictadura que no fue nada comparada con la que estaba por venir, una breve República que apenas tuvo tiempo de respirar, violada por una sublevación militar y una cruel y sanguinaria guerra civil que concluyó en una segunda dictadura, esta vez sí cargada con las peores condiciones dictatoriales, que duró casi 40 años. En ese mismo periodo, la sociedad española protagonizó un proceso migratorio que la hizo pasar del ruralismo decimonónico a una industrialización que, aún raída y subdesarrollada, la transformó, sustituyendo una cultura popular campesina de origen tradicional, por otra urbana y novedosa, dando lugar al surgimiento de las primeras organizaciones obreras, fuertemente reprimidas antes de consolidarse, y estableciendo unas clases medias cada vez más presentes en la vida del país.
No es moco de pavo esa historia con la que se vio obligada a convivir la transformación de la canción popular, que quedó profundamente marcada por todo ello. En ese contexto, cumplieron un papel esencial en la evolución musical del país el surgimiento de un nuevo público masivo, avivado en el amor hacia sus ídolos por la popularidad que otorgaban nuevos inventos como las grabaciones discográficas, la radiodifusión o el cine sonoro. Todo ello supuso la progresiva profesionalización de cantantes y músicos, que incluso llegaron a sindicarse en los años republicanos, lo que estableció una relación entre el artista y su público cuantitativa y cualitativamente diferente a la que habían mantenido hasta el momento.
1900/1931
Monarquía
Al comenzar el siglo XX el género musical de mayor éxito era la tonadilla escénica o sainete lírico, que posteriormente evolucionaría en zarzuelas, revistas y comedias musicales, que se representaban en los teatros, y el cuplé y las variedades, propias de salas de menos aforo y categoría social. No obstante, también el folklore popular, aún trivializado y descontextualizado, gozaba de aceptación permanente y muchos locales alternaban distintos géneros. Así, en la famosa Sala Romea, junto a las cupletistas Bella Chelito o Fornarina, por ejemplo, ocupaban el escenario figuras de la canción y el baile andaluces como Pepita Sevilla, Pastora Imperio o Amalia Molina. En los años 20 abundaban cuplés y coplas, y el ritmo más popular era la habanera. A mediados de la década los bailes de moda eran el charlestón y el fox, ambos importados.
Muchas fueron las cupletistas apadrinadas por hombres ilustres, literatos músicos, políticos, nobles, que en ese acercamiento al segmento menos reconocido del arte buscaban, quizás, una bajada a los infiernos o, por el contrario, un ascenso a los cielos. Algunas artistas, como Isabelita Bru, alentada por los maestros Chapí y Quintero, unían la competencia profesional a la recomendación, ya que al parecer, según las crónicas, sabía cantar acompasadamente con la orquesta y representar un papel sobre el escenario. Muchas de las vicetiples del llamado género ínfimo habían comenzado en la zarzuela, como es el caso de La Criolla, La Bella Rosina, Pilar Cohen o La Fornarina. Unas cuantas, tales como La Bella Chelito o Amalia Molina, llegaron a destacar por su esbeltez, en un medio en el que la mayor parte de sus compañeras eran decididamente obesas, incluso para los gustos de la época. Desde principios de siglo las colecciones de postales inmortalizaron a una buena parte de las cupletistas de mayor éxito: Pepita Sevilla, Candelaria Medina, Pilar Monterde, Bella Belén, Eulalia Franco, Solea la Morena, Herminia la Negrita, Pepita Martínez, Trini González, Luisa Rubí, Paquita Vera, Concha Norro, Luzbelina, Angelita Solsona, María Reina, Mariquita Reyes, Pura Martín, Mirka, Carmen Díaz, Sagrario Álvarez, Elisa Romero, Trinidad Picó, África Lázaro… Como se ve, el cuplé es un género estrictamente femenino. Los hombres componían las canciones y se divertían con ellas, pero aún no las cantaban, al menos en los escenarios.
No eran pocas las que disimulaban su verdadera identidad haciéndose nombrar simplemente La Guadita, La Gardenia, La Gaditanao La Tarifeña. Otra moda en el género eran las parejas: Las Trebolinas, Las Hermanas Domedel, Las Giraldas, Isabelita y Julia Esmeralda. Hubo, incluso, más de una artista de abolengo aristocrático. El caso más comentado era el de la Marquesa de Villareal del Tajo, que además de reunir belleza y facultades ostentaba sin rubor su título en los escenarios, y que algo de renombre debió tener porque llegó a actuar en sitio tan lejano, entonces que se viajaba en barco, como el Teatro-Circo Cuyás, de Las Palmas de Gran Canaria, donde también expusieron su arte Raquel Meller, La Goya o Amalia Isaura.
Algunas de aquellas cupletistas protagonizaron historias dignas del cinematógrafo que estaba naciendo. Carolina Otero, por ejemplo, sería la primera estrella del cine ruso mudo en 1898. Ese año estaba en San Peteersburgo actuando en su sala más famosa, el Aquarium, al mismo tiempo que acudía a la ciudad un colaborador de los hermanos Lumiere, Félix Mesguish, con el encargo de rodar las primeras imágenes documentales en Rusia. La estrella española sugirió al realizados la pequeña historia que se filmó (un encuentro entre ella misma, que baila en el cabaret, y un oficial que la abraza). Llevó hasta tal punto su implicación en la peliculita que en su primera proyección tocó las castañuelas y llevó el ritmo con los tacones para poner música a su interpretación en mudo. Cleo de Merode sería noticia en los años 50, cuando tras la publicación de “El segundo sexo” de Simone de Beauvoir, se querelló contra la autora, demandando justicia desde la prensa internacional oponiéndose a que se la encuadrara en el libro entre las cortesanas.
Desde mediados de los años 20 aparecen nombres que se mantuvieron en el candelero hasta los 60. La música popular española se va alejando cada vez más del cuplé, que entra en decadencia dejando su papel hegemónico a la canción española y la copla, géneros que dominarían prácticamente la escena musical española hasta finales de los años 50. Concha Piquerregresó a España desde Estados Unidos en 1926, reapareciendo en Madrid ese mismo diciembre. Otras muchas cantantes hicieron las américas en aquellos años: Carmen Flores, Tina de Jarque, Consuelo Hidalgo o Amalia Molina, que actuó con gran éxito en Estados Unidos en 1924. Otros nombres populares de la segunda mitad de esa misma década fueron los de Conchita Prado, Custodia Ramírez, Blanquita Suárez, Mercedes Serós, Margarita Beltrano, Encarnita Marzal, Salud Ruiz y Paquita Garzón. El maestro Padilla viajó en 1926 a París, donde ya era conocido por sus temas “La violetera”, “El relicario”, “La flor del mal” o “La bien amada”.
En 1922 se produce en Granada un hecho sustancialmente significativo para la evolución de la canción popular española. Intelectuales, poeta y artistas como Manuel de Falla, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Joaquín Turina, Ramón Pérez de Ayala, Fernando de los Ríos, Andrés Segovia, Hermenegildo Giner, Oscar Esplá, Adolfo Salazar y Enrique Díaz Canedo, entre otros, escriben un manifiesto y convocan un Concurso de Cante Jondo, algo inédito hasta el momento que supuso un gran impacto, no sólo en el mundo cultural español, sino también entre los musicólogos extranjeros que acudieron al concurso y escribieron de él. Allí se escuchó la voz ancestral deManuel Torre, de quien Lorca escribió que era “el hombre con mayor cultura en la sangre que he conocido”, y jóvenes valores como La Niña de los Peines, Tomás Pavón, José Cepero o un casi niño Manolo Caracol.
Para conmemorar el cincuentenario de aquel acontecimiento, el musicólogo Francisco Almazán, maestro de críticos noveles en las muchas mesas de café sobre las que desparramó sus múltiples sabidurías, realizó en la revista Triunfo el siguiente balance:
“Si para los organizadores de entonces, paternalistas bienintencionados y necesarios, suponía una toma de contacto con el pueblo y lo popular, que serviría para crea un teatro de inspiración autóctona, pasado por el tamiz culto del isabelismo, surrealismo, Gongorismo y, lo que es mejor, la intuición genial de García Lorca, y para poner en marcha la escuela musical nacionalista a semejanza de las que en Rusia y otros países existían con base en las creaciones populares tradicionales, para otros grupos disidentes o adversarios, representaba la ‘españolada’ o el ‘jipìo’ tabernario y del ‘pingo’ en tablado canalla. Si el cuplé viene simbolizando el medio popular nacional de expresión, a nivel culto sería la música nacional aquella producción de inspiración andaluza habían realizado los compositores extranjeros contribuyendo a la formación y desarrollo de una parte esencialísima de la música moderna rusa y francesa”.
Aparte de lo que aquel concurso de cante jondo supuso de reencuentro con la raíz de su inspiración nacionalista para los músicos cultos que se implicaron en él, Falla, Esplá, Turina, Segovia o el propio Lorca, que en 1931 grabó von La Argentinita sus adaptaciones de canciones populares, la cita de Granada también tuvo una importante influencia en la otra música, la popular, que ya había comenzado a dejar de ser folklore y era cada vez más industrial. La repercusión del acto despertó el interés de los avispados empresarios músico-teatrales por los nuevos valores que allí habían cantado, que se aprontaron en subirlos a los escenarios, llegando a inventarse en 1927 la llamada Ópera Flamenca, en realidad espectáculos de variedades con equilibristas, chistosos y malabares trufando las canciones, que elevaron al estrellato a los cantaores que habían actuado en Granada, a los que pronto se añadirían muchos otros, estableciendo el modelo de espectáculo musical que dominaría las tres décadas siguientes y abriendo el camino a los que pronto sería la copla o la canción andalucista aflamencada. A partir de entonces, el cuplé era ya cosa del pasado.
1931/1936
República
El 14 de Abril de 1931 llegó la ansiada República, como consecuencias de la derrota monárquica en las elecciones municipales previas, que forzaron la huída del rey Alfonso XIII la noche del 13. El entusiasmo popular despertado por el nuevo régimen tuvo su correlación en la canción popular profesional del momento, dando lugar a la composición, interpretación y grabaciones que, no obstante, el triunfo de la sublevación militar 1939 arrumbó al olvido. Cupletistas como Goyita, Enriqueta Serrano o Carmelita Aubert, el humorista Paco Galleguito, los joteros José Oto y Felisa Galé, los cantaores flamencos Manuel Vallejo, José Cepero, el Niño de la Huerta, Corruco de Algeciras o el Chato de las Ventas, y hasta orquestas de del inicial jazz español, como la Demon’s Jazz de Barcelona, bandas musicales e incluso el mexicano Guty Cardenas dejaron placas fonográficas en las que saludaban al nuevo régimen, recordaban a sus héroes Galán y García Hernandez y daban muestras de su fervor republicano.
Ya en 1931 tanto Imperio Argentina como Rosita Díaz Jimeno actuaron en París en las primeras películas sonoras de la Paramount rodadas en Europa. Ese mismo año, alguna pluma ilustre, como la de Margarita Nelken, protestó desde la prensa contra la españolada en el arte, reclamando un criterio de mayor calidad. En 1932 Estrellita Castro, Dora la Cordobesita y La Argentinitacompartieron cartel. Esta última actuó por última vez en España en 1935, tras lo que viajó a Estados Unidos, donde ya había actuado en 1931. Republicana de pro, el estallido de la guerra civil la pilló en Nueva York, ciudad en la que falleció ese mismo 1936, no sin que antes el gobierno republicano la condecorara con la gran cruz de Isabel la Católica, máxima distinción española que por primera vez se entregaba a una persona no nacida en España (era originaria de Buenos Aires). En abril de 1935 también reaparece en España Raquel Meller, que volvía de una larga temporada de actuaciones en El Cairo, Bruselas y Nueva York. Otra figura de la época, más olvidada, es Rocío Moreno, que también triunfaba en Francia e Inglaterra.
1936
Guerra
Aunque la canción constituyó durante la guerra civil, al menos en el campo republicano, un importante medio propagandístico y aglutinador popular, las numerosas canciones que se compusieron y se cantaron quedaron no fueron expresión de interpretes profesionales, sino que quedaron como parte del acervo popular, hasta el extremo de que quizás se trate del último momento de la historia de la música española en la que se dieron las condiciones convencionales marcadas por el folklore y la tradición: composiciones que pasan por anónimas, aunque muchas fueran escritas por conocidos poetas, y se retransmiten por el sistema boca-oído, sin intervención industrial. Eso no quiere decir que los cantantes profesionales no tuvieran, y a veces mostraran, convicciones políticas, habiéndolos quienes como Miguel de Molina, Amalia de Isaura o Angelillo expresaron su solidaridad con la República y otros que, tales que la cupletista y actriz de revista Celia Gámez, la tonadillera Imperio Argentina o el tenor Miguel Fleta, que en 1932 había grabado el Himno de Riego, se volcaran por los sublevados. No obstante, y al menos de las ideas más o menos difusas que tuviera cada cual, su posición política quedó marcada sobre todo por qué el territorio en el que estuvieran hubiera quedado a un lado u otro de la línea del frente.
A comienzos de 1936, antes de la sublevación militar, triunfaban artistas como el popular imitador de estrellas Currito Sevilla. Los dos espectáculos de canción más exitosos eran “La novia del cante”, que triunfaba en el teatro Apolo con Estrellita Castro y el Niño de Utrera, y “Al pie de la Giralda”, que presentaba en el Teatro Circo Price el entonces muy famoso Niño de Marchena, acompañado de un nutrido elenco de bailaores, cantaores, guitarristas y palmeros. Otra figura muy admirada era Ofelia de Aragón, reputada como la mejor intérprete de folklore español, desde jotas a canciones populares castellanas, extremeñas, montañesas o andaluzas, sin olvidar el cuplé. En agosto de ese año, nada más estallada la guerra, vuelven a actuar en Madrid dos nombres muy populares: María Antinea y Amalia de Isaura.
En el Heraldo de Madrid se denuncia a los artistas “fugados”. En su mayoría se encuentran en Sudamérica, por donde andaban de gira y en donde decidieron quedarse a la espera de cómo transcurrían los acontecimientos. Carmen Amaya monta allí el espectáculo “Un jirón de España”, con Paquita Reixach, Pastora Romero y la Niña de Córdoba. Otros que alcanzarían notoriedad fuera de España durante esos años bélicos serían Niño Sabicas, que fuera de España quedaría, convirtiéndose en el principal guitarrista flamenco de su época, José Pena, José y Paco Amaya, Pepe Duartey El Pelao, entre otros.
En julio de 1938 siguen actuando en Madrid, además de vicetiples de Revista como Laura Pinillos o La Yanquee, numerosos cantantes y bailaores, interpretes en su mayor parte de canción española y cuplé. Algunos de los nombres que se mantienen casi permanentemente en las carteleras madrileñas son los de Carmen Flores, Pastora Imperio, Mercedes Sevilla, Caracol (padre e hijo), Canasteros de Triana, Pastora Pavón (Niña de los Peines), Carmelita Sevilla, Consuelo Zamora, Fina Odeón, Celia Ripoll, Rosario la Cartujana, Lolita Granados, Pepe Medina, La Jerezana, Elvira Copelia, Pepe Lucena, Miguel de Marchena o Lolilla de Triana.
En Zaragoza y en toda la zona ocupada por los sublevados actuaban bailaoras como Lolita Benavente, canzonetistas como Dorita Sánchez o la folklórica Paulina Castro. Otros nombres en el espectáculo musical de la España Nacional fueron Pastora Soler, Encarnita Iglesias, Pepita Ruiz, Elisa de Landa, Niña de Linares, Lola Cabello o Carmen Cuenca.
En realidad, ningún artista pudo elegir el bando para el que cantaba, dependiendo su permanencia en una zona u otra de dónde le hubiera pillado el 18 de julio. En algunos casos, la popularidad de los artistas pareció diluir las sangrientas diferencias entre ideologías, y así los hubo que actuaron en ambas zonas. Tal les sucedió a Miguel de Molina o Pastora Imperio,La Yankee o Laura Pinillosentre los que se declararon republicanos, o Celia Gámez y Selica Pérez Carpio entre quienes eligieron lealtades distintas. Las canciones eran las mismas en una zona u otra, la diferencia la ponía el himno que se tocaba al final de los espectáculos, el de Riego en un lado, el monárquico en otro.
1939
Dictadura
Al finalizar la guerra civil, con sus secuelas de muertos en combate, fusilados, encarcelados, exiliados, represaliados y silenciados, la copla y la canción andaluza se convirtieron no ya en la principal expresión musical del país, sino prácticamente la única, ya con el cuplé en plena decadencia, aunque en los años 60 tendría un repunte de popularidad con figuras como Sara Montiel o Lilián de Celis. La autarquía decretada por el caudillo no era sólo económica, sino también cultural y especialmente musical. Prácticamente desaparecieron de los escenarios, la industria discográfica, que comenzaba su primer desarrollo, y las emisoras de radio todo rastro de músicas extranjeras, en un intento de reafirmar los valores nacionales que definiría un panorama en el que la copla ocupaba el puesto más alto del escalafón.
A pesar de que hubo en la profesión algunos encarcelados y exiliados, con las figuras de Miguel de Molina o Angelillo entre los más destacados, la mayor parte de los profesionales hubieron de sobrevivir en el nuevo régimen, que se volcó en la difusión de su arte coplero como la más alta y directa representación de las esencias patrias. Curiosamente, la operación facilitó una edad de oro para la copla andaluza, al menos en cuanto a popularización y éxito de sus intérpretes se refiere, aun a costa de la esclerotización y trivialización del género, que perdió en la operación algunas de sus aristas morales y sociales más afiladas. Esta situación de hegemonía de la copla y sus derivados cubriría al menos dos décadas de la música popular española, hasta que desde finales de los años cincuenta y, sobre todo en la década siguiente fueran llegando a España canciones de otros países, Italia o Francia, que culminarían con la entrada del rock y el pop anglosajones, que tuvieron un reflejo nacional fulgurante y exitoso entre la juventud española, y posteriormente los cantautores o la renovación folklórica, basada en sus orígenes, paradójicamente, en la reivindicación de la música tradicional más pura frente a las adulteraciones comerciales de los años anteriores.
A partir de los años sesenta, aunque todavía triunfaran en los escenarios copleras y copleros de esencias seudoflamencas y andalucistas, sus canciones dejaron de ser las únicas que se escuchaban, y sus intérpretes pasaron a ser la imagen estereotipada de una España que iba desapareciendo. Los artistas que surgieron a partir de entonces, de Manolo Escobara Rocío Jurado o Isabel Pantoja, al margen de los éxitos o las cualidades canoras de cada uno de ellos, o de los otros varios que les acompañaron en la aventura, no dejaron de ser islas musicales en un panorama general que navegaba por otros derroteros. Sólo en los 90, con la reconversión del cantautor Carlos Cano en reivindicador de lo mejor de la copla y autor él mismo de nuevas composiciones, o la aparición de Martirio aportando una visión irónica y desmitificadora del género, se vislumbraría la posibilidad de que la copla volviera a ser una música de significados contemporáneos.
Una de las primeras figuras de renombre que regresó a los escenarios madrileños tras la derrota popular fue Raquel Meller, que actuó en noviembre de aquel año en Madrid y en Diciembre en Zaragoza. A petición de Millán Astray, Preciosillaactuó en Madrid para celebrar la entrada de Franco en la capital. La primera noticia de actuaciones de Concha Piqueren Madrid tras la guerra se registra en mayo de 1940. Otros nombres del espectáculo de este año son los de Carmen Flores, Mirco, Rosicart, Conchita Páez y Conchita de Triana. Pese al éxito que obtienen, los estrenos de espectáculos musicales comienzan a reducirse a partir de estas fechas, al tiempo que hay un incremento de los deportivos, especialmente el fútbol, los toros y el cine. Quizás se trate de una simple percepción, al dedicárseles en la prensa mayor espacio a estos últimos. Especialmente a las películas, cuya producción va aumentando de forma vertiginosa.
Algunos artistas se resistieron a esta decadencia, protestando en la radio y la prensa por la poca atención que prestaban a la canción y al arte popular. En 1945 Julio Trenas entrevistaba en Radio Nacional a Pastora Imperio y a Antonio Cruz, el Niño de Marchena, y ambos se quejaron del poco cante español que se escuchaba en la radio y de cómo la poca música española que se programaba era a petición de los radioyentes. Otros, como Vicente Escudero, figura mayor del baile español, pareja de Argentinita en sus giras por Europa y América, expresaba su opinión de que tanto el público como los medios eran “imbéciles” y no apreciaban sino lo comercial, siendo eso lo que acaban por darles los artistas, pues que lo quieren.
1942
Dos grandes figuras se presentan de nuevo en Madrid: Raquel Meller con su espectáculo “La violetera” y Conchita Piquer, que actua en el Reina Victoria. En marzo actuará Imperio Argentina. Otros populares esa temporada, entre los que empiezan a aparecer nombre nuevos, son Marujita Díaz, Carmen Vivó, Pepita Molina, Ana María de los Reyes, Paquita Díaz y Marienma.
1945
Algunos artistas en las salas madrileñas son Consuelo de Nieva, Niño de Marchena, Lina Santamaría. Recuperando el formato de la ópera flamenca, los espectáculos musicales constituyen generalmente grandes montajes con gran número de artistas aparte de las cabezas de cartel, incluyendo desde un cantaor flamenco a un cuadro de baile, un chistoso o un intérprete de canción melódica, que ya empiezan a triunfar.
1946
Se producen gran cantidad de espectáculo musicales en la capital. Los más importantes son los de Sara Montiel, Gracia de Triana, Gitanillo de Bronce y Juanito Valderrama. Raquel Meller se incorpora al reparto de la opereta vienesa “Melodías del Danubio”, en la que interpreta dos temas.
1948
Este año y el siguiente Concha Piquerpasea por toda España los espectáculos “Tonadilla” y “El cuento de María Millones”, con los que saldrá de gira por Sudamérica en 1950.
1949
Juanita Reina presenta “Solera de España”, que llevará de gira por el país durante dos años.
1950
Pepe Blanco y Carmen Morell están en Barcelona con un espectáculo de título bien patriótico, “En el corazón banderas”. Vicente Solerse presenta con “Flores naturales”. En San Sebastián actúa Juanito Valderrama con “Caravana de coplas”. En la misma ciudad está también Antonio Machín, el cubano que había llegado a España de vacaciones en 1939 y había decidido quedarse, con el espectáculo “Melodías de color”. “Rueda de coplas” también está de gira por España con Pastora Quintero, Roberto Font, Patrocinio Rico, Agustín de la Serna y otros. Y los más grandes, Manolo Caracol y Lola Flores, tienen en cartel “La maravilla errante” de Quintero, León y Quiroga. Se trata de un sainete musical que cuenta también con la presencia de Nati Mistal y Tony Leblanc. Tras terminar sus actuaciones en Andalucía, salen de gira para América. Allí, precisamente en México, está también Sara Montiel, para quien Agustín Lara, el célebre autor de “Madrid”, “Granada”, “Solamente una vez”, “Mujer” o “Farolito”, escribe un pasodoble. Concha Piquer está actuando en Buenos Aires.
En general los montajes musicales de la época son de escasa calidad, excepto, quizás, los de las grandes estrellas, aunque sólo sea porque su simple presencia se la da. Incluso los mejores autores han abusado de su capacidad de trabajo. El maestro Quiroga, por ejemplo, declara este año que lleva escritas más de dos mil canciones, además de diecisiete zarzuelas, treinta y tres espectáculos folklóricos, un buen número de sainetes y otras obras variadas. Demasiado repertorio para un solo artista, por mucho que contara con valiosos colaboradores.
1951
El mundo de la canción vive varios acontecimientos tristes este año. Muere el maestro Guerrero y se retira Pastora Imperio, para la que Falla había escrito su “Amor brujo”. Desde Niza llegan noticias de que Carolina Otero, una de las reinas del cuplé de anteguerra, se ha arruinado con el juego. También en Francia está retirada Raquel Meller. Se separan Manolo Caracol y Lola Flores. Ella se marcha en solitario, por primera vez, para actuar en América. Imperio Argentina está trabajando en México y Estados Unidos, y Estrellita Castro realiza una gira triunfal por el otro lado del charco. Pepe Marchena tira para el sur más inmediato, y regresa ese año de una gira por Marruecos.
En Madrid triunfan Antoñita Moreno con “Sortija de oro” y Amalia Molina y Tomás de Antequera con “Pandereta española”. Gracias al mucho cine que hacen, son sumamente populares los rostros, las sonrisas y los cantares de Paquita Rico, Sara Montiel, Marujita Díazy Carmen Sevilla.
1952
El año en que se firman los acuerdos con Estados Unidos para poner bases militares americanas en España, Imperio Argentinase ha marchado a Caracas y doña Conchaestá actuando en Nueva York. Lola Flores, que anda otra vez haciendo las Américas, anuncia su boda en México con el galán de moda, Rafael Romero Marchent, aunque por fortuna el enlace no llegó a realizarse. Otros que actúan este año en América son Carmen Olías y el popular intérprete de coplas Agustín de la Serna. La prensa recoge el triunfo en Nueva York de Los Chavales de España y sus éxitos “Canción del olé”, “Capote” y “Lisboa antigua”. De una gira americana con parada final en Cuba regresan Carmen Morell y Pepe Blanco.Según cuenta los gacetilleros del momento, su souvenir más preciado es una bandera cubana firmada por el dictador Fulgencio Batista, que siete años después huirá de la isla obligado por los barbudos de la Sierra. Unos meses más tarde llevan, ya en España, un nuevo montaje a los escenarios: “Aventuras del querer”.
En los escenarios madrileños están Carmen Amaya, Fina de Granada, las tonadilleras Pastora Quintero y Ana Mª Parra, además de Antoñita Moreno, que gusta de definirse como “cantatriz”, aceptando la categoría que le había concedido el maestro Ochaita. Junto a ellos, y en las habituales giras por provincias, actúan algunas de las parejas que tan de moda se han puesto: Emilia Escudero y Manolo Corrales con su espectáculo “Embrujo”; los popularísimos Juanito Valderrama y Adelfa Soto con “Alegrías de Juan Vélez”, de Quintero, León y Quiroga; y Manolo Caracol, Luisa Ortega y Enrique Ortega con “La copla nueva”, de los mismos autores, que no paran. Luisa Ortega, la hija de Caracol, se convierte en primera figura con sus interpretaciones de “No puedo vivir contigo”, “Con tus propios ojos” y “Pena, penita, pena”.
Pepe Marchena actúa en Zaragoza. Juanita Reina prepara un nuevo espectáculo: “El puente de mis amores”. También estrenan Antonio Molina, “Así es mi cante”, y El Príncipe Gitano, “Su alteza el pirata”, de Ochaita, Valerio y Solano. Los intérpretes más populares del género declaran que sus autores favoritos son Quintero, León, Quiroga y Ochaita.
Hasta Jorge Sepúlveda, que había hecho del bolero su principal arma artística, monta con Mercedes Borrull un espectáculo musical, “La Gitana blanca”, con el que recorren Cataluña, Levante, Andalucía y Madrid. Sepúlveda es el artista de mayo éxito de la compañía discográfica Odeón. Borrull, su compañera en el escenario, había actuado durante largo tiempo en las mejores salas de París y ese año grabaría “Abrázame así” y “La mare mía”. Antonio Machín comparte con Sepulveda la fama en la llamada canción moderna y melódica. Muere Preciosilla, que no actuaba desde 1939.
1954
Nati Mistral, más cupletista que coplera, realiza no obstante una gira por Europa interpretando folklore, aunque también ella se vaya inclinando cada vez más por un repertorio de temas actuales de variada procedencia. Antoñita Moreno, que acaba de regresar de Cuba, estrena “Dolores la Macarena”, del trío de autores habitual. Antes de finalizar el año marchará a Venezuela nuevamente. Tras siete años fuera de España, en una interminable gira, según se dice, regresa Gracia de Triana.
Carmen Morell y Pepe Blanco estrenan “Me debes un beso”, obra esta vez de Perelló, Llabrés y Codoñer. Moreno Torroba trabaja en la música de otro montaje folklórico, “Guitarra”, para Gloria Romero. Antonio Molina presenta en Madrid “Hechizo”, con canciones de Perelló, Montero y Gómez, y ElPríncipe Gitano recorre los teatro de España con “Cariño de legionario”; le acompañan en el escenario su hermana Dolores Vargas, la famosa bailaora. Otros dos espectáculos populares esta temporada son “Su Majestad el Folklore”, con Manolo Castellano, Lola Pastor y Antoñita Andalucía, Y “Luces de feria”, del maestro Quiroga, que estrenan en Madrid Rafael Farina y Emilia Escudero. Carmen Amaya se presenta con un espectáculo de cante y baile grande, como corresponde, de título claro: “Seguiriya”.
Lola Flores regresa de América, a la que viajó tras su separación de Manolo Caracol, quien sabe si para olvidarle. La ha recorrido de arriba abajo y el éxito ha sido extraordinario, llegando a protagonizar hasta 11 películas en México. El viaje ha llegado hasta Nueva York, donde cuentan los periódicos que ha actuado en la televisión por el increíble caché de 10.000 pesetas de la época, que eran muchas pesetas. En esa visita el crítico del New York Times deja escrita una definición que la retrata entera, a ella y a su arte: “Lola Flores una artista española. No canta ni baila, pero no se la pierdan”. Recién llegada a España monta un nuevo espectáculo de Quintero, León y Quiroga, “Copla y bandera”, en el que, además de con su hermana Carmen Flores, cuenta por primera vez con un joven e inspirado guitarrista que desde entonces tendrá un lugar en su vida: Antonio González, El Pescailla.
Sin embargo, el autentico bombazo son los dos espectáculos que ese año presentan Manolo Caracol y su hija Luisa Ortega, la pareja artística más cotizada del momento: “Torres de España” y “Color moreno”, en el que se encuentra un tema que se hará popular, “Limosna de Amores”.
El cuplé está en decadencia, aunque en su transformación en Revista Musical sigue triunfando en los escenarios. Bella Dorita, Amalia Molina y Antonio Amaya se juntan en un espectáculo que hace que la crítica se cebe en ellos calificándolos de “vulgares”.
La vuelta a España más sonada del año es la de Angelillo, tras 18 años residiendo en Buenos Aires, donde estaba de gira en 1936 y donde se quedó. El recorrido emocionado que hace por su barrio de Vallecas es titular de la prensa, que soslaya la conflictiva pregunta de rigor sobre los motivos de tan larga ausencia.
La necrológica musical de 1954 lleva el nombre de Modesto Romero, autor de cuplés tan sonados como “Mi caballo murió”, “Besos fritos” o “La peliculera”, que habían sido popularizados por Raquel Meller, La Goya, Adelita Lulú o Paquita Escribano. Su composición más conocida e interpretada en esos momentos era, no obstante, el “Himno de la Legión”.
1955
Como se verá son estos años mediados de los cincuenta los de una extraordinaria repercusión de la copla española en el extranjero, especialmente en Latinoamérica, en donde, no por nada, entienden lo que se les canta. Todos los que vuelven de alguna gira allá así lo certifican en las entrevistas con que se les recibe, asegurando que en el mundo hay verdadera fiebre por lo español. Exhiben como prueba, desde la proliferación de academias en las que se enseña baile andaluz que han encontrado en Estados Unidos. O la procedencia casi española, por hispana, de algunos grandes mitos que triunfan en Hollywood, de Rita Hayworth a Dolores del Río o María Montez. Nadie dice que la gran cantidad de exiliados y emigrados españoles en Latinoamérica también puede influir en ello.
El maestro Quiroga, por no ser menos que otros autores, declara que lleva escritas en 12 años más de 3.000 canciones (descansando los fines de semana, prácticamente una diaria) y 63 espectáculos del género (cinco al año y le sobraban tres).
Tienen interés las declaraciones del conocido tenor Luis Sagi Vela, que en la cumbre de su arte con 40 años de edad, anuncia la muerte de la zarzuela, sosteniendo que la mayor parte de ellas son, en realidad, comedias liricas o sainetes. Personalmente, él ha decidido dedicarse a la comedia musical. Por otro lado, la también insigne soprano Pilar Lorengar confiesa en una entrevista en la prensa lo mucho que sufrió al tener que cantar hacía años boleros y otros bailables en las salas de fiesta bajo el nombre de Loren Gar.
Años 60
Desde finales de los años cincuenta se han ido incorporando a los espectáculos de teatro musical aflamencado intérpretes de canción lírica y moderna, que están comenzado a triunfar entre el público. Será una suplantación paulatina, o, mejor aún, una ruptura del práctico monopolio estilístico que la copla había mantenido durante casi 30 años en la música popular española. Primeros fueron los cantantes melódicos, pero les seguiría el pop, el rock, los cantautores y un largo etcétera de modelos que disolverían las características formales del género, que, evolucionaría en años posteriores en la obra de cantantes como Rocío Jurado o Isabel Pantoja. También en Carlos Cano o Martirio, pero esa es otra historia.
No obstante, durante los años sesenta los de siempre siguen triunfando. En 1961 Juanito Valderrama forma pareja con Dolores Abril, que han constituido feliz y definitivo matrimonio, y arrasan. También lo hacen Pepe Mairena y Pepe Marchena, Caracolillo, Pastora de Córdoba, Paqueray Montoya. Se les une Juanita Reina, ya en sus últimos estertores artísticos, con “Coplas de Rosa Pinzón”. Dos temas populares de ese año son “El beso”, de Morcillo, y “España cañí”, de Marquina. Lolita Sevilla triunfa con un espectáculo, que o era un esperpento o se adelantaba a su tiempo, titulado “Andalucía en Rock”. Caracol y su hija están trabajando en Madrid. Farinapresenta un nuevo espectáculo: “Solera del cante”. Triunfan en los escenarios Imperio de Triana, Lola Flores, que ya comienza a interpretar un repertorio modenizado, El Príncipe Gitano y la Niña de Antequera.
En esos años, José Guardiola, paradigma de la canción melódica española, triunfa en España y América. Uno de sus temas de mayor éxito, símbolo de su modernización, es “Rock entre nubes”, versión de “Rockin' Little Angel” de Jimmy Rodgers. Guardiola había empezado tocando el violín y más tarde el saxo en una orquesta de baile, pero unos compañeros le animan a cantar. Se convirtió en un auténtico ídolo de jovencitas.
Se conocen en España, gracias sobre todo al festival de San Remo y sus premios, a muchos interpretes italianos, como Jimmy Fontana, Milva, Gino Paoli, Adriano Celentano, Tony Dalara, Mina. Y Doménico Modugno, un maestro. En los festivales de canción, que comienzan a proliferar, se mezclan los temas denominados rock, aunque no lo sean, con los boleros, el fox, la canción española o el melodismo italiano. En España empiezan a destacar las dos Conchitas más modernas, Velasco y Bautista.
En 1961 Raquel Meller cantó por última vez ante el público, aunque fuera con pantalla interpuesta. Fue en un programa de TVE e interpretó dos temas, “La violetera”, de Padilla, y “Zapatitos viejos”, de Kaps y Algueró. Con su fallecimiento un año después se puede decir que desapareció virtualmente una larga etapa de la historia de la música española.
Martirio, “Tatuaje”
BIOGRAFIAS
AUTORES
Francisco ALONSO (1887/1948). Autor de Revistas, chotis, habaneras, también hizo cuplés ("El monago Andrés" para Salud Ruiz).
Luis BARTA. (1887/1967). Provisto de enormes bigotes, ya a los seis años tacaba el violín. También dirigió y compuso Zarzuelas. Con letra de los hermanos Quintero compuso "La confesión picaresca". También escribió "Rosa de Madrid", chotis con letra de Soriano que estrenó Mercedes Serós, "La gitana Caireles", "La peinadora", "Duquesa frívola", "Vengo de Hungría", "La borlita de polvos", "Soy muy castiza"...
BOLAÑOS, JOFRE Y VILLAJOS. Citados así, en trío, como corresponde, fueron los creadores de canciones pegadizas, como "Canta, guitarra". Importaran a España el charlestón, creando títulos que se hicieron tremendamente famosos y que aún hoy se recuerdad, como “Al Uruguay” o "Cómprame un negro", para La Yankee.
José Juan CADENAS. Granadino. Fue funcionario y periodista, así como bigotudo y moreno caballero.Adaptador de operetas, traductor, comediógrafo, periodista, organizador de espectáculos, empresario, y algo más: amigo íntimo de La Fornarina(Cadenas fue el exclusivo proveedor de los cuplés que aquella extraordinaria artista difundo por España y el mundo).Su momento álgido fueron los años previos a la primera guerra mundial, encontrando inspiración en los espectáculos franceses de la época.Entre sus composiciones más celebradas se encuentra la colaboración con Retana para la letra de "Polichinela", a la que puso música el maestro Quinito Valverde. También compuso “Clavelitos”, que tanto juego daría a las tunas a partir de entonces, o “Machicha de don Procopio”, que popularizó La Fornarina, entre muchas otras.
Manuel FONT de ANTA. (1899/1936) de familia musical. A los dieciseis años dirigía ya una orquesta. Colaboró especialmente con Montesinos, con el que compuso "Su majestad el chotis", "La nieta de Carmen", "La cruz de mayo" y otras muchas que sumaron alrededor de 4.000 canciones. Hombre de derechas, fue fusilado en Paracuellos del Jarama el 20 de Noviembre de 1936, el mismo día que morían Primo de Rivera y Buenaventura Durruti, y 39 años antes de que lo hiciera el Caudillo. Había compuesto para, entre otras de menor renombre, Raquel Meller, La Argentinita, La Goya y Pastora Imperio. También fue autor de obras clásicas, como la “Suite Andalucía” para piano o el oratorio “Jesús del Gran Poder”, con texto de los hermanos Álvarez Quintero.
Esmeralda. “Su majestad el chotis”
Enrique GARCIA ALVAREZ. (1873/1931)Comediógrafo y dramaturgo, también escribió cuplés para artistas del género, como "La siesta", para La Bella Chelito, o "La rosenda" para Amalia de Isaura.
Rafael de LEÓN (1908/1982). Autor de los textos de obras maestras de la canción española, se trata sin duda del letrista más importante del género, en el que marcó un canon que fue imitado hasta el cansancio, no siempre con su talento. Poeta de estirpe lorquiana, lo mejor de su obra, no obstante, no quedó en los libros de poemas que publicó, sino en sus canciones, que interpretaron la plana mayor de la copla, de Concha Piquer y Juanita Reina a Isabel Pantoja o Rocío Jurado. Jamás ejerció la carrera que había estudiado, Derecho. Al estallar la guerra civil, fue detenido en Barcelona, donde se encontraba temporalmente, acusado de derechista y monárquico, pero fue puesto en libertad tras alegar en su defensa la amistad que le unía con hombres de acrisolada fidelidad republicana como García Lorca, Alberti y Machado.
Aunque sus colaboradores más frecuentes fueron Antonio Quintero y Manuel Quiroga, con los que escribió una extraordinaria colección de coplas maestras (“Ojos verdes”, “Lola la Piconera”, “La niña de Puerta Oscura”, “Y sin embargo te quiero”, “La Zarzamora”, “No me quieras tanto”, “Reja de mi soledad”, “Ay, Malvaloca”, “Maldito sea el querer”, “Una cantaora”, “Romance de la otra”, “Ay pena penita pena”, “Romance de valentía”, “La Salvaora”, “Limosna de amores” y más), tampoco fue manca la cosecha cuando el maestro Valverde sustituyó a Quintero en el terceto (“Ay, Maricruz”, “Rocío”, “Ojos verdes”; “Te he de querer mientras viva” (solo con Quiroga), “María de la O” (solo con Valverde) o formó pareja con Juan Solano (“A tu vera”, “Tengo miedo”). A veces le perjudicó el exceso de obra, que superó las 1000 canciones.
Miguel Poveda. “Ojos verdes”
Juan MARTÍNEZ ABADES.(1862/1920) Pintor laureado (sus cuadros pueden encontrarse en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid), también compuso cuplés y canciones, algunas de ellas extremadamente conocidas y de exito: "Agua que no has de beber", "Agua que va rio abajo", "Mimosa, "Flor de te", "¡Ay Cipriano!”, "Amor de muñecos", "Mala entraña".
Genaro MONREAL. (1894/1974) Nacido en Tarazona, fue un niño prodigio, propietario de una excelente voz que le convirtió en niño cantor. Sus facultades le valieron una condecoración que le impuso Alfonso XIII.Tocaba como flautista en el Salón Madrid cuando decidió dedicarse a componer canciones, entre ellas algunas tan conocidas como “Las tardes del Ritz”, que estrenó el transformista Edmond de Bries, “Pasodoble, te quiero, “Clavelitos”, “Campanera” o “Me pedías un beso”, “Ni se compra ni se vende” que cantaron numerosas artistas, entre ellas Mercedes Serós, Preciosilla, Adelita Lulú y Ofelia de Aragón, llegando hasta Marisol o Lola Flores, para quien escribió el famoso “Lerele”, que la lanzó al estrellato. También compuso Zarzuelas. Tiene más de 1.000 obras inscritas en la SGAE.
Eduardo MONTESINOS. (1868/1929) Andaluz, de Granada. Fue empleado del Ayuntamiento madrileño. Traductor en un principia de couplets creados más allá de los Pirineos, también compuso numerosas canciones propias, sobre todo los textos. Fue redactor de "La Cotorra", apelativo que se daba al diaria conservador "La Época", propiedad del Marqués de Valdeiglesias. Escribió letras para unos mil cantables, entre ellos, la versión española de "La Pulga", "La Violetera", con música de José Padilla, "La nieta de Carmen", “Sus picaros ojos", "Colón", "La Balbina" y muchas otras.
José Antonio OCHAITA(1905/1973) Estudió Filosofía y Letras, siendo alumno de Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca, y aunque fue poeta laureado, periodista y dramaturgo, a más de maestro, sus mayores glorias las consiguió como letrista de canciones. Formó equipo durante breve tiempo con Rafael de León y el maestro Quintero, de cuya colaboración nacieron coplas clásicas, como “Eugenia de Montijo” o “La Lirio”, para pasar a trabajar posteriormente y durante largo tiempo con Xandro Valerio y Juan Solano en canciones que les situaron en el panorama de la canción española más exitosa. A ellos se deben composiciones como “Cinco Farolas”, que estrenó Concha Piquery años después le dio uno de sus éxitos más sonados a la primera Rocío Jurado, “Tientos del remordimiento”, “Tu ropita con la mía”, “Sortija de oro”, “Cuchillito de agonía”, “La isla se queda sola” o “Si me engañas me muero”.
Ángel ORTIZ de VILLAJOS. (1899/1952) Tocaba el pianos y el violín, instrumentos con el que ofreció su primer concierto a los 7 años de edad, aunque estudió ingeniaría de caminos. En el Olimpia de Lavapiés, Preciosilla estrenó su primera canción: "La mansión de los dioses". Murió en 1952 tras haber creada más de mil canciones, que no fueron suficientes para garantizarle la vida, pues ejerció de oficial de telégrafos durante buena parte de su vida y hasta su muerte en el pueblo madrileño de Guadarrama. Escribió para Luisita Esteso, La Yankee, Tina de Jarque o Conchita Leonardo, para las que creó músicas como las de "Canta guitarra", "El niño de las monjas", "Amores lagarteranos", "Cómprame un negro""Al Uruguay", "Yo quiero ver Chicago"... En los años 40 abrió una academia de canto en la que estudiaron Pepe Blanco, Lilian de Celis, Antoñita Moreno y una jovencísima Lola Flores.
José PADILLA. (1889/1960) Escribió "La violetera" con la colaboración de Montesinos en la letra) y "El relicario", ambas para Raquel Meller, con la que tuvo problemas por el intento de la artista de ignorar al autor. Igualmente fue coautor de "Valencia", "Flor de mal” o “C’est París”, que llegó a interpretar Maurice Chevalier. En 1926 visito París, donde era bien conocido por sus temas interpretados par Raquel Meller y otras artistas. También compuso títulos como “La manicura moderna”, (al alimón con Montesinos) para Blanquita Suárez, "Golondrina de mi alero", para Raquel Meller, o "La de los ojos azules", con letra de Fernández Palomero. Desde que Chaplin utilizó, con malas artes y queriendo usurparle la autoría, “La violetera” en “Luces de la ciudad”, su música, que ha sido declarada por la UNESCO patrimonio cultural de la Humanidad, se puede escuchar en más de trescientas películas, entre cuyos directores se encuentran Federico Fellini, Ernst Lubisch, Woody Allen, Ridley Scorr o Yasujiro Ozu.
Charlie Chaplin. “La violetera”
Ramón PERELLÓ (1903/1978). Nacido en Cartagena. Fue el autor de "Herencia gitana", que Imperio Argentina interpretaba en "Morena Clara". Con Alberto Mostaza compuso para Miguel de Molina “La bien paga", que inmortalizo Miguel de Molina. También “Mi jaca”, para Estrellita Castro, “Falsa monea”, “Échale guindas al pavo” o “Los piconeros”.
Fidel PRADO. Nació en 1891. Fue colaborador literario de diversas publicaciones literarias, en 1914 fue ganado por el cuplé y termino después de la guerra escribiendo son seudónimo novelas del oeste o policiacas. Puso letra española a éxitos internacionales como "Chiquita", "Ramona" o "El Danubio azul". Entre su extensa y dispar obra musical se encuentran "La cruz de guerra", "Todo comprendido" (con Ramuncho colaborando en la letra y Beltrán Reyna en la música), "El novio de la muerte" con Manolo Dercas, o "En Aragón son así".
Antonio QUINTERO (1895/1977). Comediógrafo sobre todo, fue el responsable de la parte dramática de los muchos espectáculos que creó con Rafael de León como letrista y Manuel Quiroga encargado de la parte musical (Se pueden ver los títulos de algunas de las canciones que hicieron juntos en la entrada de Rafael de León). Pero antes de todo eso fue, curiosa profesión para un artista, contable. En 1928 les ofreció a Angelillo y Pepe Marchena su primer gran éxito con el espectáculo “La copla andaluza”, y a partir de ahí siguió trabajando con los más grandes del género, desde Lola Flores y Manolo Caracol, para los que el trío de autores hicieron “Zambra”, a Concha Piquer (“Puente de coplas” o “Tonadilla”), Antoñita Moreno (“Dolores la Macarena”) o Juanita Reina (“Soleras de España”), entre otras muchas.
Manuel QUIROGA (Manuel López Quiroga). Nació en Sevilla el 30 de enero de 1.899, su padre tenía un taller de grabardor y ese fue el primer oficio Pdel maestro. Al mismo tiempo ejercía como organista de la iglesia de los Jesuitas de la calle de Jesús del Gran Poder y estudió para maestro. En 1.955 declaraba haber escrito más de 3000 canciones en 12 años y 63 espectáculos de género. Según la prensa de la época, Quiroga cobraba de tres a cinco mil pesetas diarias por derechos de autor. En 1929 se trasladó a Madrid donde comenzó a concebir el nuevo estilo de "canción española" del que llegaría a ser máximo representante.
Pese a ello, también frecuentó otros géneros, incluso algo tan parisino como "Bajo los puentes del Sena" para Raquel Meller. En colaboración con Rafael de León escribió para todos los grandes del género: Concha Piquer, Imperio Argentina, Miguel de Molina, Angelillo, Manolo Caracol, Tomás de Antequera, Juanito Valderrama, Lola Flores, Juanita Reina, Marifé de Triana, etc... Sus canciones siguen siendo interpretadas hasta hoy en día por artistas como Rocío Jurado, Martirio o Carlos Cano.
Entre sus composiciones más famosas están; "Tatuaje"(con León y Valerio), "Ojos verdes" (con letra de Valverde), "Coplas de Luis Candelas" (con León), "María de la O" (con letra de Valverde), “No me quieras tanto”, "Maruja Limón", "La zarzamora", "Francisco Alegre", “Y sin embargo te quiero”, "A la lima y al limón" (con León), "Romance de la otra” (con Quintero y León), "No te mires en el río" (con León), “La Salvaora” (con Quintero y León), "La niña de fuego" (con Quintero y León), "la parrala" ( con León y Valerio), "Pena mora" (con Quintero y León), "Antonio Vargas Heredia" (con quintero y León). “Capote de grana y oro”, (con Quintero y León), “Romance de Valentía" (con Quintero y León), "Romance de la Reina Mercedes" (con Quintero y León), "La lirio" (con León y Ochaita), etc...
La última aparición pública del maestro Quiroga tuvo lugar en enero de 1986, fecha en la que la sociedad General de Autores le tributó un homenaje en el que La Orquesta Nacional de España interpretó 22 temas suyos con arreglos y dirección a cargo de Carmelo Bernaola, Fernando García Morcillo, Tomás Marco, Luis Cobos, José Nieto y Teddy Bautista. Falleció a los 88 años en Madrid.
Olga Román y Joaquín Sabina. “Y sin embargo te quiero”
Vicente QUIRÓS. (1893/1969) Casado con la cupletista Rosita Fontana, fue autor de números populares como "Sus picaros ojos", con letra de Montesinos, "Bartola si vas al cine", “La Zamorana”, “La maja del Romero”, “Capote torero” o “Peleles”. También escribió canciones en catalán: “Els focs artificials” o “Focs de l’ombrel·la”.
Álvaro RETANA. (1989/1967) Pintoresco personaje pintoresco de la bohemia literaria madrileña sobre el que corrieron numerosos bulos y leyendas. El mismo aseguraba que había nacido en un barco frente a 1as costas de Ceylan durante un viaje de placer de sus padres en 1988; la realidad es que lo hizo un año después en el poblado filipino de Batangas. Murió en Torrejón de Ardoz. Desde muy joven se dedicó a la pintura, el periodismo y la novela de tinte erótico, además de otras ocupaciones entre las que llama la atención la de diseñador de vestuario escénico. Hombre de vida disoluta y desordenada, fue detenido por ello durante la dictadura de Primo de Rivera, y posteriormente, en 1933, por la República.
Sin embargo, quizás el terreno en que su obra ha pervivido mejor es en el de la composición de numerosos cuplés, habiendo escrito las letras o músicas, a veces ambas cosas a la vez, para canciones tan significativas como: "Las delicias de Brasil", para Carmen Caballero, "Amor japonés" y "Brindis Trágico" , para Raquel Meller, "Ven y ven" y "La Tirana de Tripili", para La Goya, "Un paseo en coche", "El ricito de pelo", "La noche de novios", para La Chelito, "La modista militar", para Mercedes Serós, "La hora del te", para Adelita Lulu, "La maja goyesca" y "La duquesa torera" , para Carmen Flores, "El bibelote", para Nita Solbes, "Fado blanquita", para Blanquita Suarez, "Las tardes del Ritz" y "Un capricho de Cleopatra" para Edmon de Bries. Una envidiable lista de canciones y canzonetistas. Entre sus novelas figuran algunas de títulos tan sugerentes como “Al borde del pecado”, “El Encanto de la Cama Redonda”, o “Historia de una vedette contada por su perro”. También publicó varias obras sobre el cuplé: “Historia de la canción española” (1967), “Historia del Arte Frívolo” (1964) o “Estrellas del cuplé” (1963), que han resultado muy útiles a la hora de elaborar estas notas.
Pink Milk “Las Tardes del Ritz”
Modesto ROMERO (1883/1954). Pianista, compositor y espíritu selecto, al principio aporreaba el piano del Romea para artistas que, como La Fornarina, empezaban a despuntar. Más tarde compuso cuplés y tonadillas para La Bella Chelito, Amalia de Isaura, La Goya y Raquel Meller. Tras su etapa del cuplé volvió la vista hacia las formas y ritmos folklóricos, creando innumerables composiciones para Antonia Mercé, Laura de Santelmo o La Argentinita, entre otras. También para ellas creo inspiradas coreografías. Entre sus creaciones figuran: "Mi caballo murió", “Chucherías”, "Besos fríos" a "La peliculera".
Juan SOLANO (1922/1992) Hijo de un librero cacereño, estudió música en el Conservatorio de Sevilla y muy pronto se instaló en Madrid para intentar triunfar como compositor. Lo consiguió al formar equipo con Xandro Valerio y Jose Antonio Ochaita y, posteriomente, con Rafael de León. Con ellos escribió una buena parte de las mejores coplas de postguerra (“A tu vera”, “Cinco farolas”, “Tengo miedo”, “El clavel”, “La niña de Puerta Umbría” o “Esclava de tu amor”. También creo la música de películas como “Bienvenido Mr. Marshall”, “El último cuplé” o “Carmen la de Ronda”. Autor de largo recorrido, comenzó su carrera en los años 40 componiendo para Miguel de Molina y Concha Piquer y la mantuvo hasta bien entrados los setenta aportando muchas de las canciones de los primeros repertorios de Rocío Jurado e Isabel Pantoja. En 1960 escribió para Manolo Escobar nada menos que “El porompompero”.
Xandro VALERIO (Alejandro Rodríguez Gómez. 1896/1966). Poeta ultraísta, fue coautor con León y Quiroga de "Tatuaje" y escribió letras para muchas otras canciones. Entre ellas alcanzó especial resonancia “La Parrala”, de la que primero salió una comedia teatral y luego una película, pero también puso texto a temas tan conocidos como “La casa de papel”, “Dolores la Petenera”, “Cuchillito de Agonía” o “Cinco Farolas”, que interpretaron todos los grandes de la copla.
Quinito VALVERDE (Joaquín Valverde Sanjuán, 1875/1918). Hijo del también compositor Joaquín Valverde, autor de "La Gran Vía", fue hombre bohemio y sin un duro. Barbudo y desaliñado, según se cuenta, era asiduo perseguidor de cupletistas y féminas en general. Fue compositor predilecto de Preciosilla, para la que compuso numerosos cuplés. También para La Fornarina: "Clavelitos”, con Cadenas, su obra maestra, "El polichinela", "Juan Español", "¡Sarasa!", "La canción del Rhin", "La corrida", para Antoñita Mercé, o "Te has caído, chaquetón”.
Salvador VALVERDE(1895/1975). Aunque de procedencia andaluza, nació en Buenos Aires, donde vivió la infancia y donde murió, tras haberse exiliado allí al acabar la guerra civil. Antes y después compuso más de mil canciones, muchas de las con el maestro Quiroga de quien fue uno de sus letristas preferidos (casi como Rafael de León, con quien también colaboró en algunas letras). Con ambos escribió en la década de los 30, en la que fueron el trío compositivo de moda, "Ojos verdes", "María de la O", "María Magdalena", "Maricruz", "Triniá", que estrenó Concha Piquer, y "Llora la guitarra", entre otras. Con otros autores se pueden recordar, entre casi mil canciones, "La cruz de mayo" y "Sol de España" con Font de Anta, o "Si vas a Calatayud" y "Castillo de arena" con Ramón Zarzoso. Fue coautor con Rafael de León de las comedías "Magdalena"(1937) y "María de la O", llevada al cine en 1939 interpretada por Carmen Amaya y Pastora Imperio.
Manolo VILLACAÑAS. Compositor de formación académica, en 1921 era quizás el más conocido de los compositores de cuplés. Acabó su vida en Madrid dirigiendo una tienda de pianos. Durante la guerra civil permaneció en Madrid componiendo y dando clases en su academia en la calle Jardines. Compuso para todas 1as grandes del género. Para Pastora Imperio hizo "Canasteros de Triana" (en colaboración con el profesor García Matos, luego eximio folklorista). Para Amalia de Isaura escribió, junto a Amadeo Vives, las "Canciones epigramáticas". También compuso "Marisol", "La calle 22", con letra de Raffles, y "Varietés”.
Ricardo YUST (1891/1967). Creador de composiciones como “Tápame, Tápame”, con letra de Lorenzo Monis y Francisco Yust, “La hora del te”, “Agua que no has de beber”, “La magia goyesca”, ”Balancé”, “Una duquesa torera” y “Un paseo en Auto”. Virtuoso del piano, también interpretó música “seria”, y se cuenta que en más de una ocasión acudió a Palacio para ofrecer conciertos a la Infanta Isabel de Borbón, conocida por el alias cupletero de La Chata.
Tia Anica la Piriñaca. “Tápame, tápame” por bulerías
https://www.youtube.com/watch?v=lIcQwTr6Hrk
INTERPRETES
ANGELILLO (Ángel Sampedro Montero. 1908/1973). Probablemente el primero de los cantores masculinos de la luego llamada Canción Española. A los 14 años ganó un concurso de cante en su barrio madrileño de Vallecas, por lo que se llevó a casa nada menos que diez duros. Antes de hacer la mili ya era un cantante popular, un éxito que refrendaría posteriormente hasta convertirse en una de las figuras fundamentales de la llamada Ópera Flamenca, obteniendo una fama que se incrementó con las películas que interpretó durante los años republicanos. En 1935, dirigido por José Luis Sáenz de Heredia y producido por Luis Buñuel rodó “La hija de Juan Simón”, con Carmen Amaya, la más destacada de su filmografía.
De ideología republicana, durante la guerra civil se exilio, vía Orán, a Argentina, y aunque regresó a España en un par de ocasiones para canta, la primera de ellas en 1954, siempre regresó a su residencia en Buenos Aires, donde murió cuando le estaban operando de úlcera de estómago. Dejó en herencia una buena colección de canciones, entre las que merece la pena recordar algunas tan célebres como “La hija de Juan Simón”, “Tengo una hermanita chica”, “Pobre presidiario”, “Dos cruces” y “Camino verde”.
Angelillo. “La hija de Juan Simón”
Tomás de ANTEQUERA(1920). Soldado de cupo del ejército republicano durante la guerra civil, para el que organizó veladas artísticas, al acabar giró por España en varias compañías. Ayudado por el exilio de Angelillo, y, sobre todo, de Miguel de Molina, al que imitaba hasta en diseñar su propio vestuario, triunfó con canciones como El romance de la Reina Mercedes”, “Doce cascabeles”, “La Macarena” o “Zambra de mi soledad”, que otros muchos cantaron, pero que él lo hizo primero. Prácticamente olvidado a mediados de los años 70, en los que llegó a cantar en algún local semi-porno, fue reivindicado por una parte de la juventud más moderna en los últimos años 80.
Imperio ARGENTINA(Magdalena Nile del Río, 1910). Hija de una malagueña y un gibraltareño emigrados en Buenos Aires, comenzó su oficio, como toda esta generación de artistas, muy joven en América, para establecerse en España a partir de 1924. Cuando en 1931 inició su carrera interpretando la versión muda de “La hermana San Sulpicio” bajo la dirección de Florián Rey, nació un doble idilio, con el director, con el que haría sus mejores trabajos y con el que acabó casándose en boda civil, y con el cine. Las muchas películas que realizó, como las que hizo en Argentina con Carlos Gardel o algunas españolas tan exitosas como “Nobleza Baturra” o “Morena Clara” fueron el medio por el que se popularizaron hasta lo indecible sus interpretaciones de “Rocío”, “El día que nací yo”, “Falsa monea”, “Échale guindas al pavo”, “Antonio Vargas Heredia”, “Carceleras del Puerto” y otras muchas canciones.
LA ARGENTINITA (Encarnación López, 1898/1945). Nacida en Buenos Aires, hija de emigrantes, y fallecida en el exilio de Nueva York, Encarnación López, La Argentinita, es un nombre fundamental en la historia del cante y el baile español. Pisó España por primera vez con seis años y a los ocho ya debutó sobre un escenario, comenzado a partir de ese momento una fulgurante carrera, que se inició en el terreno del cuplé con “Niña, ¿de qué te las das?”,de Susillo y Font de Anta, y que fue uno de sus éxitos.
Sus inquietudes artísticas y culturales la condujeron, a través de sus amores con el torero Ignacio Sánchez Mejías, a mantener una íntima relación con los poetas de la generación del 27, dándole acceso a un repertorio que de otra manera quizás no habría encontrado. En 1931 grabó, con García Lorca al piano, las canciones populares armonizadas por el poeta, entre las que se hayan joyas musicales como “Nana de Sevilla”, “El café de chinitas”, “Canción antigua de las morillas”, “Romance de los mozos de Monleón”, “Anda jaleo”…
Un año después, el 6 de mayo, cantó en el Teatro Español ilustrando la conferencia de Rafael Alberti “La poesía popular en la lírica española”. También en esa ocasión la acompañó Lorca al piano, delante de un decorado que habíann realizado Santigo Ontañón y Salvador Bartolozzi. Semanas después volvió a actuar con Lorca en una charla sobre Granada que el poeta ofreció en la Residencia de Estudiantes. Reestrenó en Cádiz “El amor brujo”, de Falla, que luego lleva al Teatro Español de Madrid, para montar poco tiempo después una representación en la Residencia de Estudiantes. En el reparto estaban también Vicente Escudero, Pastora Imperio y Miguel de Molina.
Mantuvo una tórrida relación amorosa con el torero y poeta Sánchez Mejía, un hombre casado. A su muerte en los ruedos en 1934, a las cinco en punto de la tarde, Encarnación acudió a la capilla ardiente, pero la familia oficial no la dejó pasar. Se murmuraba entonces que habían sido sus dispendios económicos los que habían llevado al torero a volver a torear, y, por consiguiente, a la muerte. Agobiada por problemas personales y por la situación de guerra, actuó por última vez en España en 1935.
Cuando falleció en Nueva York el 24 de septiembre de 1945, la propia prensa franquista destacó que unos días antes la habían visitado el Doctor Castroviejo e Indalecio Prieto, eximios republicanos exiliados, junto a los que cuentan que estuvo escuchando música española a través del canal exterior de Radio Nacional de España. También aquel día, ante tan ilustres huéspedes, parece ser que La Argentinita bailó por última vez.
“Nana de Sevilla”. La Argentinita con Lorca al piano
LA BELLA CHELITO (Consuelo Portela, 1985/1969). Otra “Bella” que también era hija de guardia civil, aunque en este caso naciera en Cuba. Cuentan que era amante del lujo en el escenario y del color blanco, por lo que salía siempre a cantar las enormidades sicalípticas que cantaba adornada por un collar de brillantes y vestida de tules y oro. Hizo famosas canciones como “Un paseo en auto”, que le escribieron Retana y Yust, “La noche de novios”, o “Las pantorrillas”, de Montesinos y Badía, pero su mayor éxito consistió en buscarse “La pulga” mientras picareaba en el escenario.
“Vino tito con sifón”. La Bella Chelito
LA BELLA OTERO (1868/1965) (conocida también como Carolina Otero, su verdadero hombre era Agustino Otero Iglesias). Víctima de una agresión sexual en la infancia, cambió de nombre y se fugo de su pueblo, Valga, en Pontevedra, al que no volvió nunca. Su vida estuvo llena de casualidades y aventuras que la situaron en el vértice de la Belle Epoque parisina. En 1909 se convirtió, por pura casualidad, en la primera estrella del cine mudo ruso. Estando actuando en el cabaret Acuarium, de San Petesburgo, apareció por allí un colaborador de los hermanos Lumiere, de nombre Félix Mesquish, con la intención de rodar las primeras imágenes documentales de Rusia. Cuando la Otero le conoció le sugirió incluir una pequeña historia, que se filmó. Era tan sólo un encuentro entre ella, bailarina en un cabaret, y un oficial, que la abrazaba. Apenas nada, pero ella estaba allí, y se implicó tanto en la película que llegó a tocar las castañuelas en el estreno como acompañamiento musical junto a su zapateado.
Bailarina ante todo, actuó en el Folie Bergere, llevó al escenario “Carmen” de Bizet y diversas piezas teatrales. También su vida amorosa fue agitada y exitosa, siendo considerada una cortesana de lujo. Entre sus amantes figuraron Guillermo II de Alemania, Nicolás II de Rusia, Leopoldo II de Bélgica, Alfonso XIII de España y Eduardo VII del Reino Unido. Una ristra de cabezas coronadas que no le sirvieron de mucho cuando a mediados de los años 50 cayó en plena decadencia, arruinada en los casinos, para morir totalmente olvidada y sin un duro.
Pepe BLANCO y Carmen MORELL. Pareja histórica de la canción española, en la que tuvieron gran éxito en los años en que las parejas estaban de moda. 1949: “Una canción y un clavel”. 1950: Presentan “En el corazón banderas”, de Quintero, León y Quiroga. En Octubre visitan Cuba. 1952: Vueltos de Cuba, presentan “Aventuras del querer”. 1954: representan “Me debes un beso”. 1955: estrenan “Dos amores vienen cantando”, que se anuncia como “espectáculo folklórico vestido de smoking”.
Edmon de BRIES (Asensio Marsal, ). Transformista a imitador de estrellas, entre sus imitadas estuvieron La Goya, Chelito o Fornarina. También estreno algunos cuplés propios, como “Tardes del Ritz”, un clásico que le escribieron Álvaro Retana y H. Lorenzo. Llegó a ganar un concurso de belleza femenina en Berlín. Ni que decir tiene que su carrera terminó con el final de la guerra civil.
Estrellita CASTRO (1.915/1983) Sevillana que a los doce años ganó un concurso de canción, llevó con orgullo el caracolillo capilar más famoso de España. Debutó en su ciudad natal en una gala organizada por Sánchez Mejías y tras una gira por provincias llegó a Madrid, desde donde extendió su éxito a toda España y a América. Protagonizó un total de 21 películas, entre ellas dos históricas: “Rosario la cortijera” y “Mariquilla terremoto”, que interpretó en Berlín durante la guerra bajo las órdenes de Benito Perojo. Entre las muchas canciones que popularizó figuran "María de la O", "La morena de mi copla", "Mari Cruz", “Mi jaca”, "Los tientos del reloj", “Suspiros de España” o "María Magdalena".
Manolo CARACOL (1909/1973). De estirpe gitana noble, era biznieto de Curro el Dulce, tataranieto (según dicen) de Antonio Monge el Planeta y sobrino de Enrique el Mellizo. Figura fundamental del cante andaluz, tanto en su faceta de canción aflamencada como en la del más puro cante hondo. Cantaor de portentosas facultades, con 12 años ganó el histórico Concurso del Cante Jondo celebrado en Granada en 1922. En el jurado figuraban Lorca, Zuloaga, Falla, Andrés Segovia y Antonio Chacón.
En 1942 emparejó, artística e íntimamente, con Lola Flores, a la que lanzó a la fama con espectáculos como “Cabalgata”, el primero, “Zambra”, o “La maravilla errante”. Uno de los sketches cómicos de este último lo interpretaban Nati Mistral y Tony Leblanc. Se separaron en 1952 y al año siguiente ya montó “La copla nueva”, con su hija, Luisa Ortega. Se lo habían escrito Quintero, León y Quiroga. También compartió escenarios y espectáculos con Pastora Imperio, La Argentinita, Custodia Romero y Concha Piquer. En 1957, en un acto en Sevilla en el que, entre otros, participaron La Niña de los Peines y Pepe el de la Matrona, se le entregó un disco de oro conseguido por suscripción popular al cumplir los 36 años de profesión. Grabó una infinidad de discos que hoy son joyas de la cultura.
Manolo ESCOBAR (1931/2013). Se trata, probablemente, del cantante fronterizo entre la copla pura de los años 30, 40 y 50 y las nuevas corrientes musicales que, también en la canción andalucista, caracterizaron la música popular española de la década de los sesenta en adelante. Bien se podría decir que si Concha Piquer, Antonio Molina o Marifé de Trianaexpresan en sus canciones, cada quien con sus talentos propios, la España de la autarquía y el aislamiento internacional, cuyo declive sociológico y político se podría fechar en la firma en 1952 de los acuerdos con EEUU de 1952 para la instalación de bases americanas en territorio español, las canciones de Manolo Escobar conforman la quintaesencia de una cierta visión de la España del desarrollismo, que sería una realidad a partir de 1962, con el nombramiento de Manuel Fraga Iribarne como Ministro de Información y Turismo y su promoción del “España es diferente”, que llenó las playas españolas de vikingos rubicundos y exuberantes vikingas en bikini.
Las canciones más representativas y exitosas del repertorio de Manolo Escobar apuntan en esa dirección. Desde el inicial “Porompompero” (debido, no se olvide a la inspiración de Ochaita, Valerio y Solano), con el que triunfó definitivamente en 1960, hasta “Mi carro”, “La minifalda”, “Yo soy un hombre del campo” o “Y viva España”, su canto es la voz de una España aún ruralista y tradicional, enfrentada a la modernidad y convertida en propagandista de unas esencias patrias en trance de desaparición.
En ese momento de profundo cambio social, también cambiaron los destinatarios de esta nueva canción españolista de Escobar. Las mejores coplas de las décadas anteriores tenían como primeros y principales oyentes a los propios españoles (con la extensión sudamericana incluida) y surgían de un medio social, moral y cultural que era el mismo que retrataban, unas veces con hondura y pasión, otras, demasiadas, trivializado y convertido en tópico. El arte de Manolo Escobar, sea el que sea, retomaba, en primer lugar, ese mismo público de origen rural de la copla, pero ahora asentado en los barrios-colmena que habían surgido alrededor de las grandes ciudades, consecuencia de la masiva emigración interior, al que inducía a añorar las supuestas bondades del mundo del que procedía. Por otro lado, esos mismos valores expresados en las canciones (y su manera más “moderna” de interpretarlas), las convirtieron en valiosas propagandistas de aquella España diferente que se querían vender a los cada vez más numerosos turistas: sol, playa, jamón, toros, y sobre todo, alegría a chorros.
Esa dualidad pasado-presente del cantante queda explicitada, más aún que en sus canciones, en las películas que protagonizó, especialmente en las cinco que hizo, entre 1967 y 1971 con Concha Velasco, icono entonces de la canción moderna, ligeramente pop, del país. Sus simples títulos constituyen ya toda una declaración de principios: “Pero… ¿en qué país vivimos?”,“Relaciones casi públicas”, “Juicio de faldas”, “En un lugar de La Manga” y “Me debes un muerto”.
Manolo Escobar había comenzado a cantar en concursos de verbenas veraniegas, donde cuentan que le escuchó Raquel Meller, quien le auguró un prometedor futuro. En 1957 grabó su primer disco, un EP de cuatro canciones, y en 1961 debutó en Madrid con gran éxito. Entremedias, en 1960 había grabado “El porompompero”, una canción destinada al Príncipe Gitanoque éste no llego a grabar por problemas con su sello discográfico. Ahí estalló el principio de la inmensa fama de que gozaría en los años siguientes, que en 1973 le llevarían a vender seis millones de ejemplares de su “Y viva España”.
Tal vez fuera su íntima identificación con la España más profunda y su carácter de pregonero de los más superficiales valores patrios lo que hizo que cuando, ya en la democracia, intentó variar su imagen y su mensaje, interpretando, por ejemplo, “Qué bonito es Badalona”, de Joan Manuel Serrat, o más aún “Andaluces de Jaén”, de Paco Ibáñez sobre un poema de Miguel Hernández, no fueran comprendidos por su público y no le aportaran tampoco público nuevo.
Una faceta de Manolo Escobar que también muestra esa contradicción, esta vez de manera más personal e íntima, es la de coleccionista de obra plástica contemporánea, terreno en el que, según los entendidos, mostró un ajustado sentido crítico y un clara intuición, además de una dedicación constante, apostando siempre por las obras estéticamente más avanzadas y rompedoras.
Manolo Escobar. “Andaluces de Jaén”
Rafael FARINA (Rafael Antonio Salazar Motos, 1923/1995). Comenzó a cantar desde muy niño por los bares de su Salamanca natal. En 1948 pasó a integrarse en la compañía de Concha Piquer, con la que recorrió España y América a lo largo de seis años. Posteriormente también acompañó a Lola Flores. Entre sus compañeras femeninas de escenario también figura una jovencísima Esperanza Roy, que en 1956 formó parte del cuerpo de baile de su espectáculo “El cante ya tiene rey”, que le escribieron Ochaita y Valerio.
LA FORNARINA (Consuelo Vello Cano, 1884/1915). Madrileña hija de guardia civil y lavandera, se inició en la zarzuela como chica de coro y llegó a ser una de las grandes del género ínfimo. En un principio utilizó su propio nombre, hasta que actuando en el Salón Japonés, uno de los templos del género, el periodista Javier Betegón la comparó con Margarita Lutti, musa del pintor italiano del Renacimiento Rafael, a la que llamaban La Fornarina, cuyo sobrenombre adoptó. Era mujer culta, lo que resultaba poco habitual en su época y en su medio, por lo que huyó de toreros y señoritos y frecuentó a los hombres de letras, poetas e intelectuales, entre los que seleccionó sus múltiples amantes.
En 1907 estrenó la canción “Clavelitos” en el Apollo Theatre de París, y en el Kursal Central dio a conocer “Aventuras de don Procopio en París”, que le habían escrito Retana y Cárdenas, dos creaciones que han atravesado el tiempo. También fue la primera intérprete de una canción con tanta historia posterior como “El Polichinela”. Falleció el 17 de julio de 1915, con sólo 31 años y poco después de haber estrenado su última creación, “El último cuplé”.
La Fornarina. “La Machicha”
LA GOYA (Aurora Purificación Mañanos, 1891/1950) Bilbaína. Cupletista que aportó decencia al género ínfimo, que con ella empezó a ser conocido como “variedades”. Debutó en 1911con el en el Trianón Palace, famoso coliseo madrileño que se inauguró ese año. Casada con el escritor y periodista Tomças Borras, frecuento los ambientes intelectuales, muchos de cuyos integrantes escribieron laudatoriamente sobre ella, desde Pedro de Répide, Martinez Sierra o Linares Rivas hasta Cansino Aséns y Valle Inclán, aficionado como este era al cuplé y las cupletistas. Se hizo famosa, ante todo, por haber popularizado números tan famosos como “Ven y ven”, “Tápame”, adaptación de una canción popular portuguesa, o “La cruz de mayo”. Se retiró definitivamente en 1927.
Lola FLORES (1923/1995) Se trata, quizás, de una de las más talentosas y personales de las intérpretes de canción flamenca, y desde luego la de más prolongada carrera, siempre acompañada del éxito. Era acertada aquella valoración del crítico estadounidense que en los cincuenta aseguró que Lola no sabía cantar ni bailar, pero que había que verla; porque en Lola Flores (como dicen que sucedía con Raquel Meller, por ejemplo, el arte más auténtico esta en ella misma. Ella es, con sus imperfecciones o sus heterodoxias a la hora de cantar y bailar, o precisamente a causa de ellas, su propia obra de arte, que así se convierte en único.
Desde niña tenía claro que quería ser artista, y se preparó para ello, primero en su Jerez natal con Nicolás Sánchez, y luego, ya en Sevilla, con el maestro Realito, aparte de contar desde muy pronto con el consejo y la ayuda del Maestro Quintero. Todo ello mientras se iba haciendo un nombre en los medios flamencos jerezanos, en los que empezó a despuntar con 13 años. Cuando llega a los 16 al terminar la guerra civil, el director y productor cinematográfico Fernando Mignoni para interpretar el papel de una joven gitanilla en su película “Martingala”, con la que Lola inicia una larga y triunfal carrera cinematográfica que la llevaría a rodar cerca de 40 películas, muchas de éxito y algunas incluso importante, como “Embrujo” (1947), un acercamiento apasionado a la pasión del flamenco y a la pareja que ya formaba la cantante con Manolo Caracol, coprotagonista de la historia, que dirigió Carlos Serrano de Osma.
Existe controversia sobre el momento en el que Lola Flores conoció a Manolo Caracol, con el que formaría la pareja sentimental y profesional de mayor éxito y calidad durante los ocho años que estuvieron juntos. La versión más oficial dice que fue en 1939 en el Teatro Villamarta, de Jerez, donde el ya famoso cantaor estaba actuando y donde se presentó Lola, que le admiraba, con su madre para cantarle “Bautizada con manzanilla”, que había popularizado Pastora Imperio, su modelo en aquellos inicios. Para otros el encuentro fue cuatro años después en el bar Pinto de Sevilla. Lo que sí se sabe es que en 1943 el empresario de Lola, que estaba teniendo un buen éxito con el espectáculo de Quintero, León y Quiroga “Cabalgata”, llamó a Caracol para contratarle, por lo que él pidió 6.000 pesetas diarias, que se le concedieron. El espectáculo se estrenó en 1944 y constituye un punto de referencia del género. Se tituló “Zambra”. El flechazo entre ellos y de ellos con el público fue inmediato. Ella tenía 20 años y el 35, y esa unión entre la mujer joven, pero poderosa, tentadora, y el hombre maduro y experimentado, que en escena se cargaba de oscuros reflejos eróticos, rompió la pana. Juntos grabaron discos y protagonizaron espectáculos y películas que forman parte de la historia de la música española.
La separación de la pareja, que condujo a Lola Flores a su primera gira y larga gira por América en 1952, no supuso, sin embargo, ninguna merma de su popularidad en España, que muy al contrario se vio incrementada cuando dos años después reapareció con el espectáculo “Copla y Bandera”. A las seis de la mañana del 27 de octubre de 1957 Lola se casó con el guitarrista Antonio González, El Pescailla, en el Monasterio de El Escorial, dando lugar a una pareja que si en lo personal duro toda la vida, en lo profesional no tuvo la continuidad que los buenos trabajos que hicieron juntos merecía. En cualquier caso, la arrolladora artista se convirtió en la principal estrella femenina de España, una fama que continúo inalterable hasta hoy en día, en base a su capacidad de adaptación a las modas de cada momento sin perder el pellizco de su arte.
Ya en la madurez empezó a añadir galardones y premios a su popularidad, como el premio al mejor artista extranjero que le otorgó la crítica neoyorkina en 1979, cuando tenía 56 años. También en esos años realizó sus mejores labores interpretativas dando vida a sendas matriarcas gitanas, llenas de humanidad y de vida, en la película de Miguel Hermoso “Truhanes” (1983) y la serie televisiva “Juncal”, dirigida por Jaime de Armiñan y protagonizada por Francisco Rabal.
Lola Flores. “Ay, pena, penita, pena”
Pastora IMPERIO (Pastora Rojas Monje, 1887/1979). Una grande del arte español, que como Tórtola Valencia o La Argentinita, fue ante todo una bailarina que también le dio al cante. Nacida en el barrio sevillano de La Alfalfa, era hija de La Mejorana, cantante y bailaora, y de un sastre de toreros, a los once años se trasladó con su familia a Madrid, donde muy pronto se integró en los ambientes artísticos con un repertorio muy variado, que incluía muestras de folklore de toda España y cuplés. En 1914 triunfó en París y muy pronto cruzó el océano para hacerse popular en toda América. Una prueba indudable del prestigio de que gozó desde el principio es que ya en 1915 Manuel de Falla compuso para ella “El amor brujo”, que posteriormente también interpretaría La Argentinita. Se retiró definitivamente en 1962.
Mujer de vida agitada, en 1911 se casó con el afamado torero Rafael Gómez, el Gallo, en un matrimonio que pese al amor que se tenían los conyugues apenas duró un año. Pese a ello, el diestro demostró su categoría humana al reconocer años después como propia a su hija Rosario, pese a ser hija, como más tarde se supo, de Fernando de Borbón, Duque de Dúrcan, primo de Alfonso XIII.
Amalia de ISAURA (1894/1971) Madrileña, actriz y cantante. Para ella escribió Amadeo Vives en 1915 sus “Canciones epigramáticas”, de largo recorrido. Fue la compañera escénica prefería de Miguel de Molina, y juntos permanecieron fieles a la República durante la guerra civil, durante la que actuaron en la retaguardia de Madrid o Valencia y en los mismos frentes de combate. En 1937, como homenaje a García Lorca, protagonizó “Mariana Pineda” en el teatro de las Juventudes Socialistas Unificadas. Tras la derrota republicana siguió en España y se integró en la compañía de Concha Piquer. Popularizó las canciones “Cotilleos”, de Retana y Vidal Iragán, “Cabeza de cholito”, de Sánchez Carrere y Juan Rica, “El último figurín”·, “Kiss-me”, “La chalequera” y otras muchas. Ya casi al final de sus días apareció en televisión interpretando la obra teatral de Antonio Gala “El sombrero”.
Raquel MELLER (Francisca Marqués López, 1888/1962). Dijo de sí misma: “No soy cupletista, tampoco soy cancionista; soy Raquel”. Una valoración que aún cuando pueda considerarse vanidosa no fue ella la única que se consideró así. Con motivo de su serie de 30 actuaciones en Madrid en 1921, cuyas entradas para todo el mes se agotaron, pese a que tenían el entonces enorme precio de entre 10 y 13 pesetas, Manuel Machado escribió: “juro que es la más grande actriz que ha visto el mundo”, una opinión que según parece compartía con la gran actriz Sara Bernhardt, que calificó a nuestra Raquel de “la mejor”. El famoso crítico del New York Times J. Brooks Atkinsons escribió de ella cuando visitó Estados Unidos en 1926: “En vez del brillo asociado comúnmente a los artistas de Music-Hall, Raquel Meller se mantiene constantemente alejada de todo lo que significa halago al público o coquetería: triunfa por la realidad y la fuerza que da a sus distintas creaciones”. ¿Sería demasiado señalar que la crítica londinense la califico como “un alma que canta”?
Nacida en el pueblo aragonés de Tarazona, hija de un herrero y de una empleada de ultramarinos, Raquel Meller encontró en Barcelona el sitio desde donde extendió por el mundo su arte personalísimo, no sólo de cupletista ni actriz. Por influencia de la cantante Marta Oliver, quien la tomó como pupila, allí debutó en el salón La Gran Peña en 1908, y fue allí donde obtuvo su primer gran éxito en su debut en 1911 en el teatro Arnau, en el que interpretó ya dos de las piezas a las que daría fama internacional y que posteriormente serían interpretadas por toda cupletista que se preciase: “El Relicario” y “La Violetera”, ambas del maestro Padilla. Luego los éxitos se sucedieron por todo el mundo a velocidad vertiginosa. En Madrid ya había triunfado en su presentación en 1911, en Paris lo haría en 1919 y año siguiente en Londres. Aunque hubo de esperar siete años, cuando llegó a Nueva York en 1926 se reprodujo el fervor popular que había ido despertando hasta entonces allá por donde pasaba.
Su estancia en Estados Unidos dio lugar a una de las anécdotas más jugosas de las muchas que se podrían contar de Raquel Meller. Charlie Chaplin se sintió fascinado por la artista española, y según parece la propuso interpretar alguna de sus películas. En los periódicos españoles se publicó que el genio anglo-americano le había propuesto a Raquel participar en una cinta sobre Napoleón, que nunca llegó a filmarse. Otros aseguran que el papel ofrecido a nuestra cupletista era el de “Luces de la ciudad”, que aunque no se estrenó hasta 1931 ya estaba comenzando a preparar en 1926. Al final el personaje fue para Virginia Cherrill (con la que, por cierto, Chaplin se llevó fatal), pero en la película quedó un reflejo del amor del cineasta por la cantante en la utilización como leiv motiv musical del film de “La violetera”. Eso sí, al director se le olvido poner en los títulos de crédito que el autor era José Padilla, lo que le valió una demanda por plagio y la correspondiente condena.
Raquel Meller se casó muy joven con el escritor Enrique Gómez Carrillo, en una boda en la que hizo de padrino el mismísimo Conde de Romanones. La felicidad duró poco y se separaron al año. Tras su divorcio la cupletista se volvió a enmaridad con un rico industrial. Parece ser que la artista era de carácter fuerte y tenía malas pulgas, lo que la llevó a un fuerte enfrentamiento con La Argentinita, también hembra de armas tomar, de la que se ganó una bofetada y con la que no volvió a hablarse. Tras la guerra volvió a recuperar el éxito de los años 20 y 30, aunque ya nunca fue lo mismo. Se retiró en 1946 pero sólo pudo aguantar 10 años, reapareciendo tras ese tiempo en Barcelona y agotando entradas todos los días. En el mismo año de su muerte actuó en el Paralelo barcelonés y en TVE. La República Francesa le había entregado su Legión de Honor y el Gobierno Español la Gran Cruz de la Orden de Alfonso XII.
Raquel Meller. “La violetera”
Antonio MOLINA (1928/1992). En 1949 ganó en Radio España un concurso para noveles que le permitió grabar un primer disco y hacerse un hueco en la canción española, que se amplió a partir de su debut en 1952 en el Teatro Fuencarral de Madrid formando parte del espectáculo “El agua del avellano”, al que siguieron otros, ya con él encabezando el cartel, que, junto a la enorme difusión radiofónica de sus discos y las varias películas que protagonizó, le hicieron disfrutar de una enorme popularidad. “Soy minero”, “Adiós a España”, “Cocinero, cocinero”, “Yo quiero ser mataor”, “Soy un pobre presidiario” y “Maria de los Remedios” son algunas de las muchas canciones que popularizó.
Miguel DE MOLINA (Miguel Frías de Molina, 1908/1993). Con Angelilloes, y no sólo cronológicamente, el primer cantante masculino de copla, un género hasta entonces reservado a las mujeres; como el cuplé, por otra parte, que hasta los hombres que se atrevieron a cantarlo debieron hacerlo travestidos. Ambos compartieron, también, ideas republicanas, que les valieron el exilio.
El lanzamiento como cantante de Miguel de Molina, que antes se había dedicado a organizar espectáculos musicales, tuvo lugar, además, en un año tan destacado como el de 1931, por lo que bien se puede decir que si no el hombre, el artista y la República son coetáneos. Su éxito fue fulgurante, triunfando con temas como “El día que nací yo”, “Triniá”, “Te lo juro yo”, y, sobre todo esas dos joyas de la música mundial que son “La bien pagá”, de Juan Mostazo y Ramón Perelló y “Ojos verdes”, de Quintero, León y Quiroga.
Durante la guerra civil permaneció en zona republicana, formando pareja con Amalia de Isaura, con la que visitó con frecuencia los frentes de batalla actuando para los soldados. A partir de 1939 hubo de enfrentarse a los censores franquistas, no sólo por sus ideas, sino también y sobre todo por su homosexualidad, que no ocultaba más allá de lo estrictamente obligatorio, llegando a presentarse en una procesión adornado con mantilla y peineta. Esa actitud provocó el odio que le profesaban algunos próceres del régimen.
En 1942, al salir de una de sus actuaciones fue secuestrado por tres falangistas, que le llevaron a un descampado y le propinaron una fuerte paliza. Ese mismo año se exilio en Argentina, viviendo en Buenos Aires hasta su muerte, con un paréntesis que pasó en México, y recorriendo toda América con sus canciones y sus llamativos trajes, que diseñaba y cosía él mismo. Regresó a España en alguna ocasión, pero siempre por motivos laborales, como en 1944 para rodar los mediometrajes “Luna de sangre”, “Chuflillas” y “Manolo Reyes”, con música y canciones de León, Padilla y Quiroga, o para realizar una gira en 1957. Consciente de la decrepitud que provoca el tiempo, se retiró de los escenarios en 1960, a los 52 años; “no hay que exhibir la vejez de lo que antaño fue hermoso”, declaró posteriormente.
Miguel de Molina. “La bien pagá”
Sara MONTIEL (María Antonia Alejandra Vicenta Elpidia Marina Rosalía Esther Judith Isidora Abad Fernández, 1928/2013). Hasta en la pila bautismal fue excesiva Sara Montiel, actriz y cantante que tampoco sabía actuar ni cantar demasiado pero poseedora de una fuerte personalidad, aunque no alcanzará la brillantez de otras artistas similares, ella sí únicas, como Raquel Meller o Lola Flores.
Aún no había cumplido los 15 años cuanto uno de los dueños de la empresa cinematográfica CIFESA se fijó en su belleza y su talento al escucharle cantar una saeta en la Semana Santa de Orihuela, donde se había trasladado su familia a vivir desde Campo de Criptana, donde nació la artista. Tras algunas apariciones mínimas en varias películas interpretó su primer papel de cierta importancia en uno de los clásicos del cine histórico español, “Locura de amor”, que fue el inicio de una carrera fulgurante que incluyó películas como “La mies es mucha” (1948), “Pequeñeces” (1949) y “El capitán veneno” (1950). No obstante, la joven actriz buscó espacios más amplios para su arte, y en 1950 ya estaba en México, donde aparte de trabar amistad con algunos ilustres exiliados, como el poeta León Felipe, que le mostró su admiración en verso, participó en 14 producciones cinematográficas en cuatro años.
Pero México también se le quedó pequeño y acabó por dar el salto a Hollywood en 1954. Su entrada en el cine estadounidense no pudo ser mejor, al interpretar un papel episódico, pero destacado, en “Veracruz”, un western fronterizo de Robert Aldrich en el que dio la réplica nada menos que a Gary Cooper y Burt Lancaster. En la siguiente producción, “Serenata”, un musical protagonizado por Mario Lanza y Joan Fontaine, se enamoró del director, Anthony Mann, con quien se casó, viviendo enmaridada con él seis años.
De regreso en España para disfrutar de unas merecidas vacaciones, Sara aprovechó para protagonizar una pequeña película dirigida por Juan de Orduña. “El último cuplé” fue un bombazo absoluto, del que la artista se enteró cuando había vuelto a Hollywood para rodar con Samuel Fuller “Yuma”. Además, se trataba de una película musical, en la que interpretaba una buena cantidad de viejos cuplés que Raquel Meller, que fueron grabados en disco con gran éxito. Sara Montiel no se lo dudo y abandonó su prometedora carrera americana para ascender al cielo de las estrellas de la canción española. Hay que decir que Raquel Meller, en quien estaba inspirado ligeramente el film, no quedó muy contenta, asegurando que Sara, “además de imitarme y cantar mis canciones, tiene voz de sereno”. La verdad es que la nueva estrella, que no disponía de un gran registro vocal, puso de moda una forma de susurrar las canciones que rompía con los modelos anteriores y que posteriormente sería imitada hasta la saciedad. Declinante su carrera desde los años 70, su popularidad, no obstante, se mantuvo hasta convertirla en un mito.
Sara Montiel. “Ven y ven”
Emilio el MORO (Emilio Jiménez Gallego, 1924/1987). Nacido en Melilla, se inició en el flamenco hasta que un día le dio un falso toque árabe a su cante y, ante el éxito obtenido, decidió dedicarse al humor cantado y adoptar el sobrenombre por el que se hizo muy famoso en una España deseosa de reír. Aunque creo un estilo propio, que ponía en solfa autocrítica el propio género, no ha dejado ninguna canción memorable, aunque los títulos de algunas de ellas den claras pistas sobre por dónde iba su arte de la autoparodia: “Sevillanas rociadas”, “Seguirillas del mocoso”, “Limones podríos” o “Colombianas de Colon” son algunos de ellos. Practicamente inventó un género propio, la canción-parodia, remedando desde el humor canciones de gran fama, como “El emigrante”, “El relicario”, “Si vas a Calatayud”, “Romance de valentía” o “Mi suegra me la robaron”. Carlos Cano, que vivió de niño su época, le dedicó en 1984 “Las murgas de Emilio El Moro”.
Emilio el Moro. “El emigrante”
Concha PIQUER (1906/1990). Si Raquel Meller fue la reina del cuplé y Lola Flores de la canción andalucista, sin duda Concha Piquer ocupó el trono correspondiente a la copla. Su interpretación de “Tatuaje”, ese tema escrito en estado de gracia por León, Valerio y Quiroga es una obra maestra, aunque no le vayan a la zaga sus versiones de “Ojos verdes”, “La bien pagá”, “Romance de la Reina Mercedes”, “La otra”, “La niña de la estación”, “Y sin embargo te quiero” o tantas otras de su repertorio. Se peodría decir que la Piquer comenzó su carrera como Conchita y la terminó, prematuramente, siendo ya Doña Concha.
Su padre era albañil y su madre modista, y como tan ejercían en Valencia cuando nació la cantante, que fue niña prodigio y empezó de niña en el oficio, como tantas otras hijas e hijos de clase menesterosas, que debían empezar a contribuir al mantenimiento familiar desde que tenían posibilidad de hacerlo, explotando para ello sus facultades, fueran estas las de cantar o las de conducir mulas. Debutó a los 11 años en teatro Sogueros de su ciudad natal, extendiendo su gracia juvenil por los escenarios de la zona en los siguientes cuatro años.
En 1920, tenía ya 15 años, conoció al maestro Penella, que se encaprichó de ella y ni corto ni perezoso se la llevó de Valencia a Nueva York sin aplicarle anestesia alguna. Allí la hizo participar en las representaciones de “El gato montés”, la opereta en tres actos que ya el músico había estrenado en Valencia en 1917, y que dejó para el futuro el popular pasodoble que le daba título. Las representaciones se prolongaron durante tres meses en el teatro Park Theatre y en ellas participó también Pastora Imperio, ya toda una figura. Su estancia americana la sirvió para entrar en contacto con Hollywood, que entonces estaba en los primeros balbuceos del cine sonoro y sus protagonistas. En el Winter Garden de Brodway compartió escenario nada menos que con Al Jolson y Eddie Cantor en la revista musical “The dancing girl”.
Aunque el primer film sonoro se atribuye a Jolson y su “El cantor de jazz”, por ser la primera que se estrenó comercialmente en 1923, ya antes se habían realizado diversos intentos de ponerle voz a las imágenes mudas en movimiento, y Concha Piquer protagonizó una de ellas. El cortometraje de once minutos, en el que la española interpretaba una jota, un cuplé y un fado dando muestras de singular desenvoltura ante la cámara, tuvo la mala suerte de que se utilizara un sistema de sonorización, el Phonofilm, que fracasó rotundamente, y que el director fuera un tal Lee de Forest, su inventor, antes un ingeniero que un cineasta, lo que hizo que la peliculita se perdiera, hasta que fue rescatada hace unos años y pasó a formar parte del archivo de la Biblioteca de Washington.
Regresó a la patria en 1926, ya convertida en una figura en la distancia, categoría que certificó en sus actuaciones españolas, lo que le valió que en junio de 1927 el diario ABC la galardonara con su premio de belleza por una foto que había sido portada de periódico. Pero el gusanillo internacional había anidado en el interior de la artista y un año después puso rumbo a París, donde también triunfó, incursionando de nuevo en el cine con la versión muda de “El negro que tenía el alma blanca”, la novela de Alberto Insua adaptada por Benito Perojo, que volvió a contar con ella cuando realizó en 1935 la versión sonora, en la que la acompañaron Angelillo y Antoñita Colomé.
Desde entonces su nombre quedó estampado en el firmamento de la canción española, triunfando repetidamente en España y América convertida ya en una autentica estrella. En 1933 se casó con el torero Antonio Márquez, del que tuvo una hija, Conchita Márquez Piquer, también cantante, aunque de menor fuste. El estallido de la guerra civil la pilló en Madrid con su marido, aunque en cuento pudieron viajaron a París, para instalarse luego en la Sevilla tomada por Queipo de Llano, desde donde recorrió la geografía tomada por los sublevados, cada vez más amplia.
Acabada la guerra, en 1940 se presentó por todo lo alto en Madrid en una actuación organizada por la Asociación de la Prensa en la que también intervinieron La Niña de los Peines, La Macarrona, Pericón de Cádiz y Melchor de Marchena. Fundamental en su trabajo fue el encuentro en estos años guerreros con Rafael de León, del que ella mismo contó en 1981 una anécdota en El País que no tiene desperdicio: “Yo trabajaba en el teatro de la Exposición, en Sevilla; me estaba una tarde maquillando; de repente llaman a la puerta del camarín y oigo una vocecita dulce: «¿Se puede?». Pase. Y entra Rafael vestidito de soldado. Se quita la gorrita y me dice con el cuello torcidito: «¿Usted es Conchita Piquer?». Y yo le contestó: «Y usted es maricón?» «¡Huy! ¿En qué lo ha notado usted?». «En la gorra». Y allí mismo nos hicimos amigos, y luego hemos pasado la vida juntos, como dos hermanas. Y, claro, yo a veces le contaba cosas de mi vida, cosas que me pasaban, ya digo, como una hermana, y él sacaba de eso tema para sus canciones. Así que todas las que ha hecho Rafael tienen algo mío”.
Tan enemiga de hacer bises, porque decía que las canciones repetidas perdían su gracia, como amiga de viajar con numerosos baúles, lo que pasó a ser motivo del famoso dicho popular, Concha Piquer también fue expeditiva a la hora de retirarse. Lo hizo en 1958, sin previo aviso. Estaba actuando en el pueblo de Reina Cristina cuando sintió que le fallaba la voz, al acabar bajó del escenario con la decisión tomada, que cumplió, de no volver a subir a él, aunque sí grabó posteriormente algunos discos.
Cocha Piquer. “Ojos verdes”
PRECIOSILLA (Manuela Tejedor Clemente, 1893/1952). De Calatayud, como la famosa Dolores, a los 15 años debutó en el Petit Palace, luego Teatro Infanta Isabel, un amigo suizo le puso el sobrenombre artístico por su belleza, que comparó con la del personaje de Cervantes. De la mano de su descubridor, el maestro Quinito Valverde, marchó a Paris, en donde combinó la actividad artística con los devaneos eróticos, de los que parece ser que supo sacar buenos beneficios económicos. Al estallar la Gran Guerra actuaba en el Paralelo Barcelonés por la friolera de 150 pesetas diarias, que entonces daban para mucho.
Alcanzó su mayor popularidad en los años 20 y 30, y fue un paradigma de lo que se llamó Belle Epoque, llegando a grabar decenas de discos de pizarra. Hay en su vida una circunstancia que tal vez mereciera la pena investigarse, pues tiene un punto de contradicción que le confiere emotividad. Mujer de derechas y de fuertes creencias religiosas, pese a su vida disipada, la guerra civil la pilló en Madrid, donde permaneció durante toda la guerra actuando en teatros y para los soldados, es de suponer que haciendo de tripas corazón. Tras la ocupación por las tropas franquistas, y aunque contaba ya con 46 años a sus espaldas, bien hubiera podido aprovecharse de las circunstancias, especialmente teniendo en cuenta que durante la contienda había tenido que afrontar denuncias y acusaciones. No lo hizo. Muy al contrario, se retiró totalmente de los escenarios y dedicó lo que le quedaba de vida hasta su fallecimiento en 1952 a los negocios, que según parece no se le dieron mal, y a las obras caritativas.
Los títulos de algunas de las canciones con las que triunfó dan una idea de la orientación de su arte: “El diábolo francés”, “¡Ay! ¿qué me haces?”, “Una noche feliz”, “La danza del oso”, “Preciosilla”, “El muñeco mecánico”, “El amor y el vitriolo”, “Lock-out”, “El pijama”, “La maja, el rey y el torero”, “La manicura ideal”, “La rana del placer”, “Los pecados de Juanita”, “Su Alteza La Rumba”, “Ya s’ha constipao”...
EL PRINCIPE GITANO(Enrique Castellón Vargas, 1928/…) Gitano era, de familia chamarilera valenciana, para más señas, y el apelativo de príncipe se lo gano por su apostura y un desparpajo sin igual, que le condujo a interpretar sin el mayor pudor canciones tan alejadas del gitanismo como el “Obladi, Oblada” beatleliano, o el “In the guetto” de Presley, que cantó en inglés y español. Quiso ser torero, pero los cuernos le impresionaban demasiado. Debutó en 1946 y se mantuvo en primera línea hasta comienzos de los 70, con números populares como “La Tani”, “El reloj”, “Rosita de Alejandría”, “Cariño de legionario” o “Mimbrales”. Su éxito fue inmenso, aunque quede poca memoria de él, llegando a montar cerca de 60 espectáculos y grabando unas 1.800 canciones. Él fue el primero en cantar el luego famosísimo “Porompompero”, aunque no pudo grabarlo por problemas entre sellos discográficos y derechos. Manolo Escobar, entonces un joven aspirante a estrella que actuaba en su compañía, se lo pidió prestado, el Príncipe, que por algo lo era, se lo cedió, y ahí quedan los millones que se llevaron el nuevo intérprete, los autores (Solano, Ochaíta y Valerio) y la casa discográfica. Fue hermano de la gran bailaora Dolores Vargas, La Terremoto.
Juanita REINA (1925/1999). Sevillana del barrio de la Macarena, aprendió a bailar en la famosa academia de Enrique el Cojo y a mediados de los años cincuenta ya se destacaba en la prensa que cobraba medio millón de pesetas por cada película que protagonizaba, entre las que figuran “La blanca paloma”, con la que había debutado en 1941, “La lola se va a los puertos” (1947) o “Lola la piconera” (1951). Su primer espectáculo lo pagó con un préstamo su padre, que se convertiría en su representante y empresario. Tuvo fama por no interpretar canciones que estuvieran en el repertorio de otras cantantes, aunque muchos de sus temas tuvieran luego numerosas versiones, como “Francisco Alegre”, “Capote de Grana y Oro” o “Y sin embargo te quiero”. Ni que decir tiene que colaboró con el trío de oro, Quintero, León y Quiroga y que viajó por toda América.
Enriqueta SERRANO (190?/1958) Catalogada como triple cómica, interpretó desde muy joven numerosas zarzuelas y operetas, aunque no le hizo ascos al simple cuplé, género en el que marcó un hito, al cantar en 1931 el muy significativo “Viva la República”, con el que daba la bienvenida al nuevo régimen. Anduvo por América, en donde formó parte de la más importante compañía de revistas de Buenos Aires y entró en contacto con la Paramount, que a su regreso a Europa la contrató para participar en las versiones españolas de los filmes estadounidenses que se rodaban en París.
Estando trabajando en 1932 en el estreno de la opereta “Katiuska” en el teatro-cine Rialto de Madrid, conoció a Pablo Sorozabal, ya entonces famoso músico, compositor de la obra, con quien se casó en 1933 y quien le impuso, siguiendo la tradición de los maridos artistas y pese a su ideología progresista, a retirarse de las tablas, aunque la permitió seguir grabando discos. Tuvieron un hijo, el también compositor, y progresista, Pablo Sorozabal Serrano, autor muy posteriormente, con Agustín García Calvo de letristas, del Himno de la Comunidad Autónoma de Madrid. Al él se debe este admirativo y cariñoso retrato de la artista: “Sus capacidades profesionales eran notables. Muy miope, en el escenario no podía ver al director de orquesta, pero jamás, al cantar, cometió fallo alguno de ritmo. Su voz era corta pero bien timbrada, con una impostación natural. No era bailarina, pero bailaba con gracia y estilo adecuados a los requerimientos de cada pieza.”
En el Teatro Lope de Vega de Madrid se despidió definitivamente de la profesión en 1955 protagonizando “Brindis”, la única revista compuesta por su marido.
Enrique Serrano. “Manuel Azaña”
Carmen SEVILLA (María del Carmen García Galisteo, 1930). Triunfó en todas las ramas del espectáculo, aunque la variante en la que más destacó, sin olvidar la canción, fue la de actriz, llegando a conseguir, especialmente en su mediana edad, algunas actuaciones notables. En otra cinematografía bien podría haber sido una Lollobrigida o una Pampanini (una Loren no, sería demasiado), para lo que ofrecía una belleza de nuevo tipo, menos racial, mucho desparpajo y talento suficiente, pero tuvo que conformarse con ser una folklórica más, aunque con especial capacidad de supervivencia.
Subió por primera vez a un escenario, con 12 años, en un espectáculo de Estrellita Castro, y desde ese momento no lo dejo. En 1947 debutó en el cine de la mano de Juan de Orduña para pasar a convertirse en la década siguiente en la más popular de las actrices españolas. Protagonizó algunas de las películas más representativas de un cine que, sin dejar de lado la tarjeta postal del andalucismo más rancio, intentaba una cierta modernidad, que a veces se conoció con alguna de las muchas coproducciones en las que participó.
Protagonizó filmes tales como “Cuentos de La Alhambra” (1950), de Florián Rey sobre el libro de Washington Irvin, “Violetas imperiales” (1952), de Richard Pottier con Luis Mariano, con quien coprotagonizó varias películas, “La Pícara molinera” (1954), de León Klimovsky, “La fierecilla domada” (1955), de Antonio Román, “El Amor De Don Juan” (1956). De John Berry, con el frances Fernandel, “Pan, amor y Andalucía” (1958), de Javier Setó con Vittorio de Sica. En 1957 protagonizó con Jorge Mistral y Raff Vallone“La venganza”, dirigida por Juan Antonio Bardem, la primera película española que optó al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, aunque no se lo llevó porque ese año también se presentaba “Mi tío”, de Jacques Tati, que se alzó con la estautilla. A partir de cumplir los cuarenta intentó ampliar sus registro, colaborando con Eloy de la Iglesia (“El techo de cristal”, 1971), José María Forqué (“La cera virgen”, 1971), Pedro Olea (“No es bueno que el hombre esté solo”, 1972) o Gonzalo Suárez (“La loba y la paloma”, 1973, y “Beatriz”, 1976).
Su faceta musical resulta hoy más intrascendente, lo que no le impidió grabar una buena cantidad de discos llenos de canciones del más variado jaez que, en general, ya había popularizado otras artistas: “El relicario”, “Violeta Imperiales”, “Con el catapún…”, “La luna y el toro”, “Romance de la otra”, “El morrondongo” o “Coplas de Luis Candelas”.
Lolita SEVILLA (Ángeles Moreno Gómez, 1935/2013). Aunque con el tiempo se ha convertido en una mera comparsa de la canción andalucista, merece pasar a la historia de la música española aunque sólo sea por haber adornado con su presencia y su voz musical “Bienvenido Mister Marshall”, la película de Luis García Berlanga que en 1952 le valió al nuevo cine español el certificado de nacimiento.
Aunque ya había cantado desde niña en su Sevilla natal, Lolita Sevilla debutó en Madrid con 13 años, y a los 17 pudo disfrutar de su momento de gloria interpretando el personaje de Carmen Vargas, “la gran estrella de la canción andaluza” según su representante, el orondo Manolo Morán, en la película de Berlanga. La verdad es que el papel de la estrella, que había sido impuesta por el productor como única condición para pagar la película, no tenía mucho texto, apenas algún “ozú”, “ele” o “digo”, pero en cambio Lolita Sevilla interpretaba cuatro canciones que pasarían a la historia, especialmente “Coplillas de las divisas”, más conocida por “Americanos”, quizás la primera muestra de canción de sátira política de la España franquista.
Circula una extraña confusión sobre la autoría de estas canciones, cuya parte literaria a menudo se atribuye a Miguel Mihura, que sí fue coguionista, junto al propio Berlanga y a Juan Antonio Bardem, pero nada tuvo que ver con las susodichas composiciones, cuyas letras se deben a José Luis Ochaita y Xandro Valerio y las músicas al maestro Solano.
Lolita Sevilla protagonizó otras películas, como “La Chica del Barrio” (1956) o “Tremolina” (1956, con Angelillo), e incluso obtuvo un buen éxito acompañando a Antonio Molina en “Malagueña” (1955), pero ninguna fue como la de su debut. En cualquier caso siguió cantando y grabando largo tiempo. En su último trabajo de 1996, cuando contaba ya 61 años, incluyó los que se dice son las tres últimas canciones compuestas por Rafael de León y Juan Solano, que hasta ese momento permanecían inéditas.
Lolita Sevilla. “Americanos”
GRACIA DE TRIANA (Gracia Jiménez Zaya, 1918/1988). Sevillana de Triana, de ella escribió Álvaro Retana en 1954 que era “la estrella folklórica más enterada de lo que es el cante jondo”. En su infancia también era conocida como “La Calentito”, un apelativo que le vino de la falsa creencia de que su padre tenía una churrería, es decir, una “calentería”, cuando en realidad era tejedor. Cosas de aquellos tiempos y de gente de clase baja. Se hizo inmensamente popular con “Ovejitas blancas”, la canción de Perelló, Palma y Monreal que interpretaba en la película “Castañuela”, dirigida por Ramón Torrado en 1945, con la que obtuvo una gran popularidad que ya no la abandonó. Intervino en siete películas más, entre las que son reseñables “Escuadrilla” en la que había debutado, “Malvaloca” o “La cruz de mayo”. Algunas de sus coplas más reconocidas fueron “Qué buena soy”, que incluyó en su primer disco de 1941, “Cantillanera”, “La hija de don Juan Alba” o “Los aceituneros”. Cuando falleció regentaba una pensión en la madrileña calle de la Luna. Está enterrada en el cementerio de La Almudena.
Marifé de TRIANA (María Felisa Martínez López, 1936/2013). Huérfana desde los nueve años, tuvo que buscarse las habichuelas desde niña. Andaba por los doce o trece años cuándo la introdujo en la profesión, ofreciéndola cantar en un programa de Radio Nacional, el periodista David Cubedo, que también la bautizó artísticamente. A los trece se sacó el carné de artista profesional, aunque oficialmente hubiera que haber cumplido los 16 para poder acceder a él. En sus inicios actuó en varias compañías de variedades, como el mítico Teatro Chino de Manolita Chen. Con el aval de profesionales destacados, como Álvaro Retana y La Niña de los Peines, el gran éxito de sus trabajos iniciales en los teatros la llevaron a grabar su primer disco en 1956 con una canción de Lladrés, Gordillo y Sarmiento que llegaría a ser extremadamente famosa, “Torre de arena”, una auténtica joya de la copla. Con la pasión y el ansia de popularidad de los recién llegados declaró “Lola Flores no tiene voz para sacar adelante cantes tan difíciles como las alegrías y las serranas”. A lo mejor tenía razón, aunque no supiera valorar la enorme personalidad artística de la ya famosa cantaora.
Su popularidad fue inmensa y sus espectáculos de éxito se sucedieron año tras año. Viajó por América y, naturalmente, hizo sus pinitos en el cine, medio que le hubiera gustado frecuentar más pero que no le fue propicio, pese a que se la llego a llamar “la actriz de la copla”, por el dramatismo que imprimía a sus canciones. Aunque estrenó más de 500 canciones, buena parte de ellas compuestas por el trío mágico de Quintero, León y Quiroga, quizás la más conocida de su repertorio sea “María de la O”, que ya había sido popularizada por Estrellita Castro antes de la guerra civil. Otras composiciones que le dieron fama son "La loba", "13 de mayo", “Te he de querer mientras viva”, “Esclava de tu amor”, "Romance de Zamarrilla" o "Quién dijo pena".
Marifé de Triana. “Torre de arena”
Juanito VALDERRAMA(1916/2004). Él mismo se tenía por el primer cantautor español, en cuanto a la cronología se refiere, lo que no está lejos de ser verdad, considerando que fue autor de buena parte de su repertorio. Especialmente destacada es su canción “El emigrante”, que escribió en 1949, según su propia explicación posterior, en homenaje a los cientos de miles que españoles que habían tenido que salir de su patria a raíz de la derrota republicana. No es extraño. Valderrama, que ya había comenzado a cantar antes de la guerra civil, se unió voluntario al estallar la guerra a un batallón anarquista, con el que combatió en el frente. Se cuenta de “El emigrante”, y es anécdota famosa, que habiéndola cantado ante Franco en una de aquellas actuaciones, obligatorias y colectivas, de La Granja, se emocionó tanto el dictador al escucharla que le pidió un bis, algo sumamente raro en aquellas veladas artístico-musicales.
A pesar de no contar con un físico de galán, protagonizó siete películas, de las que fueron sumamente famosas “El emigrante” (1959) y “El padre coplillas” (1968), compartiendo cartel en varias de ellas con la también cantante Dolores Abril (1939), con la que formó pareja artística y sentimental hasta el fin de sus días. Si la parte artística dio lugar a un montón de grabaciones y espectáculos conjuntos, entre los que destacan sus singulares “Peleas en broma”, que adelantaban con mucho más humor las que décadas después protagonizarían el dúo Pimpinela, la relación personal tiene su miga.
Oficialmente la pareja se casó por lo civil en 1981, pese a que convivían maritalmente desde 1954, para acabar pasando por la iglesia para certificar la santidad de su unión, o para cumplir con un acto social establecido, en 1989, cuando ya tenían dos hijos. Valderrama, que contaba en su haber con un primer matrimonio y tres hijos anteriores, no consiguió la nulidad hasta la llegada de la democracia, en 1979. El hijo de la pareja, Juan Valderrana, también se ha dedicado a la copla, intentando darle al género una perspectiva contemporánea.
Juanito Valderrama. “El emigrante”
FILMOGRAFIA
1.914
La danza fatal. Película muda. Dirección: José de Togores. Con Pastora Imperio.
1.916
Flor de Otoño. Película muda. Dirección: Mario Caserini. Con Encarnación López “La Argentinita”.
1.917
Gitana Cañí. Película muda. Dirección: Armando Pou. Con Pastora Imperio.
1.923
Rosario, la cortijera. Película muda. Dirección: José Buchs. Con Elisa Ruiz Romero “la Romerito” y Encarnación López “La Argentiniza”. Drama folklórico basado en la zarzuela de Manuel Paso y Joaquín Dicenta, con música de Ruperto Chapí. Hay una versión de 1935 protagonizada por Juanita Reina
Cortometraje de prueba cine sonoro. Concha Piquer, Rodada en Estados Unidos, sin distribución comercial.
1.927
El negro que tenía el alma blanca. Primera versión muda. Director: Benito Perojo. Con Concha Piquer. Rodada en París.
1.928
La venenosa. Muda. Realizada en Paris por Roger Lion con Raquel Meller, inspirada en una novela de El Caballero Audaz.
1.929
La bodega, rodada en París por Benito Perojo sobre una novela de Vicente Blasco Ibañez, con Concha Piquer. Sonora.
1.932
La hermana San Sulpicio. Dirección Florián Rey. Sonora. Con Imperio Argentina, que ya había protagonizado la versión muda de 1927.
1.934
El novio de mamá. Dirección Florián Rey. Con Imperio Argentina.
El negro que tenía el alma blanca. Segunda versión, sonora. Direccion: Benito Perojo, con Antoñita Colomé y Angelillo.
La verbena de la Paloma. Dirigida por Benito Perojo con Raquel Rodrigo. Segunda adaptación, primera sonora, de la zarzuela de Tomás Bretón. En 1921 se había rodado una versión muda y en 1963 Sáenz de Heredia dirigiría la tercera, con Concha Velasco.
1.935
Rosario la Cortijera. Dirección: León Artola. Debut cinematográfico de Estrellita Castro. Con Niño de Utrera y Niño Sabicas.
La hija de Juan Simón. Dirección: José Luis Sáenz de Heredia. Productor ejecutivo: Luis Buñuel. Con Angelillo. Hay versión de 1957 protagonizada por Antonio Molina.
Nobleza Baturra. Dirección Florián Rey. Con Imperio Argentina.
Rataplán. Dirección Francisco Elías. Con Antoñita Colomé.
Yo canto para ti. Dirección: Fernando Roldán. Con Concha Piquer.
Currito de la Cruz. Dirección: Fernando Delgado. Con Angellillo. Adaptación de la novela taurina de Alejandro Pérez Lugin.
1.936
Morena Clara. Dirección: Florian Rey. Con Imperio Argentina. Fue la película más taquillera de la República. Se siguió proyectando en ambos bandos, hasta que en el republicano se retiró en 1937. Hay versión de 1954 protagonizada por Antonio Molina.
María de la O, de Francisco Elias, con Pastora Imperio y Carmen Amaya.
El bailarín y el trabajador. Dirigida por Luis Marquina. Con Antoñita Colomé.
1.937
Centinela Alerta. Dirección: Jean Gremillón, supervisada por Luis Buñuel. Con Angelillo.
1.938
El barbero de Sevilla. Dirigida Benito Perojo, con Estrellita Castro. Rodada en Alemania.
Mariquilla terremoto. Dirigida por Benito Perojo. Con Estrellita Castro. Rodada en Alemania.
Carmen la de Triana. Dirección Florián Rey. Con Imperio Argentina. Rodada en Alemania.
1.939
La canción de Aixa. Dirección: Florián Rey. Con imperio Argentina.
Suspiros de España. Dirección: Benito Perojo. Con Estrellita Castro. Rodada en Alemania.
La marquesona, de Eugenio Fernández Ardavín. Con Pastora Imperio.
Martingala, de Fernando Mignoni. Debut cinematográfico de Lola Flores.
1.940
Los hijos de la noche, de Benito Perojo con Estrellita Castro.
La gitanilla, de Fernando Delgado, con Estrellita Castro.
La Dolores, de Florian Rey, con Conchita Piquer.
1.941
Torbellino. Dirección Luis Marquina. Con Estrellita Castro.
A la lima y el limón. Mediometraje sobre la canción de Quintero León y Quiroga. Dirigida por el dramaturgo José López Rubio, que hizo lo propio con otras canciones populares como La Petenera o Rosa de África, con Maruja Tomás.
1.942
Goyescas. Dirección: Benito Perojo. Con Imperio Argentina.
La blanca Paloma. Claudio de la Torre. Con Juanita Reina.
1.943
Canelita en rama. Dirección: Eduardo García Maroto. Con Juanita Reina y Pastora Imperio.
1.945
Bambú. Director: José Luis Sáenz de Heredia. Con Imperio Argentina y Sara Montiel.
Castañuela. Dirección Ramón Torrado. Con Gracia de Triana.
Se le fue el novio, Dirección: Julio Salvador, con Sara Montiel.
1.947
Serenata Española. Dirección: Juan de Orduña. Con Juanita Reina.
Embrujo. Dirección: Carlos Serrano de Osma. Con Lola Flores y Manolo Caracol.
La Lola se va a los Puertos. Dirección: Con Juanita Reina.
1.949
Jalisco canta en Sevilla. Dirección Fernando de Fuentes, con Carmen Sevilla y Jorge Negrete.
1.950
Sucedió en la Alhambra, de Florian Rey, con Carmen Sevilla
Debla, la virgen gitana. Dirección: Ramón Torrado. Con Paquita Rico.
1.951
Lola la piconera. Dirección: Luis Lucía. Con Juanita Reina.
La niña de la venta, de Ramón Torrado. Con Lola Flores y Manolo Caracol.
Sueño de Andalucía. Dirección Luis Lucía. Con Carmen Sevilla y Luis Mariano.
María Morena. Dirección: José María Forqué y Pedro Lazaga. Con Paquita Rico.
1.952
La hermana San Sulpicio (Tercera versión), de Luis Lucia con Carmen Sevilla.
Violetas Imperiales. Dirección: Luis Lucía. Con Carmen Sevilla y Luis Mariano.
Gloria, Dirección: Luis Lucia, con Juanita Reina.
La estrella de Sierra Morena. Dirección: Ramón Torrado. Con Lola Flores.
Duende y misterio del flamenco. Documental netamente flamenco de Edgar Neville, con María Luz Galicia, Antonio y Pilar López, Fernanda y Bernarda de Utrera y Aurelio Sellé.
Gloria Mairena. Dirección: Luis Lucía. España, Con Juanita Reina.
1.953
Bienvenido Mister Marshall. Dirección: Luis García Berlanga. Con Lolita Sevilla.
La alegre caravana. Dirección de Ramón Torrado y Pedro Lazaga. Con Paquita Rico.
Pena, penita, pena. Dirección Miguel Morayta. Con Lola Flores. Rodada en México.
El duende de Jerez. Director Daniel Mangrane. Con Paquita Rico.
Gitana tenías que ser. Dirección Rafael Baledón. Con Carmen Sevilla y Pedro Infante.
1.954
Morena Clara, Dirección: Luis Lucia. Con Lola Flores.
La danza de los deseos. Dirección: Florián Rey. Con Lola Flores.
Amor sobre ruedas. Dirección Ramón Torrado. Con Carmen Morell y Pepe Blanco.
El pescador de coplas, Dirección: Antonio del Amo, can Antonio Molina y Marujita Díaz.
Malvaloca, Dirección: Ramón Torrado. Con Paquita Rico.
La bella de Cádiz (segunda parte de Sueño de Andalucía). Dirección Raymond Bernard. Con Luis Mariano y Carmen Sevilla.
Aventuras del barbero de Sevilla. Dirección: Ladislao Vajda. Con Luis Mariano y Lolita Sevilla.
La hermana alegría. Dirección: Luis Lucia, con Lola Flores.
La bella Otero. Dirección de Richard Pottier. Con María Félix (En 1983 se hizo un versión televisiva protagonizada por Ángela Molina y dirigida por José María Sánchez..
Un caballero Andaluz. Dirección: Luis Lucia. Con Carmen Sevilla.
Sucedió en Sevilla. Dirección: José G. Maesso. Con Juanita Reina.
1.955
Suspiros de Triana. Dirección: Ramón Torrado. Con Angelillo y Paquita Rico.
Amor sobre ruedas. Dirección: Ramón Torrado. Con Pepe Blanco y Carmen Morell.
Polvorilla. Dirección Florián Rey. Con Marujita Díaz.
Esta voz es una mina. Dirección: Luis Lucía. Con Antonio Molina.
1.956
Malagueña. Dirección: Ricardo Núñez. Con Antonio Molina y Lolita Sevilla.
La faraona. Dirección Rene Cardona. Con Lola Flores.
1.957
El último cuplé. Dirección Juan de Orduña. Con Sara Montiel
La hija de Juan Simón. Dirección: Gonzalo Delgrás. Con Antonio Molina.
1.958
La violetera. De Luis César Amadori. Con Sara Montiel
Canto para ti. Dirección: Sebastián Almeida. Con Marifé deTriana
Pan, amor y Andalucía. Dirección: Javier Setó. Con Carmen Sevilla.
El Cristo de los faroles. Dirección: Gonzalo Delgrás. Con Antonio Molina.
1.959
Carmen de Ronda, de Tulio Demicheli. Con Sara Montiel.
Y después del cuplé. Dirección Ernesto Arencibia, con Marujira Díaz.
La copla andaluza. Dirección: Jerónimo Mihura. Con La Paquera de Jerez, Porrina de Badajoz, Rafael Farina, Calderas de Salamanca y Beni de Cádiz.
Bajo el cielo andaluz. Dirección: Arturo Ruiz Castillo. Con Marifé deTriana
La novia de Juan Lucero. Dirección: Santos Alcocer. Con Juanita Reina.
Venta de Vargas. Dirección: Enrique Cahen Salaberry. Con Lola Flores.
1.960
Café de Chinitas. Dirección: Gonzalo Delgrás. Con Antonio Molina y Rafael Farina.
La Corista. Dirección José María Elorrieta. Con Marujita Díaz.
El emigrante. Dirección: Sebastián Almeida. Con Juanito Valderrama.
1.961
Puente de Coplas. Dirección Santos Alcocer. Con Antonio Molina y Rafael Farina.
La cumparsita. De Enrique Carreras. Con Marujita Díaz.
1.962
La reina del Chantecler. Dirección: Rafael Gil. Con Sara Montiel.
1.963
Los Tarantos. Dirección: Francisco Rovira Veleta. Con Carmen Amaya, Antonio Gades, Sara Lezana. Excelente versión flamenca de “Romeo y Julieta”
Los guerrilleros. Dirección: Pero Luis Ramírez. Debut cinematográfico de Manolo Escobar y Rocío Jurado.
La viudita naviera. Dirigida por Luis Marquina. Con Paquita Rico.
La casta Susana. Dirección: Luis Marquina. Con Marujita Díaz.
1.964
La gitana y el charro. Dirección Gilberto Martínez Solares. Con Lola Flores.
1.965
Puente de coplas. Dirección: Santos Alcocer. Con Antonio Molina y Rafael Farina.
Mi canción es para ti. Dirección: Ramón Torrado. Con Manolo Escobar.
1.966
Camino del Rocío, de Rafael Gil, con Carmen Sevilla.
De barro y oro, de Joaquín Bollo Muro, con Juanito Valderrama.
El padre Manolo, de Ramón Torrado, con Manolo Escobar.
Un beso en el puerto. Dirección: Ramón Torrado. Con Manolo Escobar.
1.967
El milagro del cante, Dirección: José María Zabalza, con el Príncipe Gitano y Rafael Fariña.
El amor brujo. Dirección: Francisco Rovira Veleta. Con Antonio Gades, La Polaca, Rafael de Córdova. (En 1986 Carlos Saura realizó una nueva versión del ballet de Manuel de Falla con el mismo Antonio Gades de protagonista, acompañado en este caso por Cristina Hoyos y Rocío Jurado, que se mostraba como jonda cantaora de flamenco).
Pero… ¿en qué país vivimos? Dirección: José Luis Sáenz de Heredia. Con Manolo Escobar.
1.968
El Padre Coplillas. Dirección: Ramón Comas. Con Juanito Valderrama y Dolores Abril
Materiales para una historia de la música popular española