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Channel: Memoria músico-festiva de un jubilado tocapelotas
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...Y LA CARNE SE HIZO VERBO (Relato)

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prólogo
primera instantánea borrosa



Ana de España nació a los cuarenta y cuatro años de edad, hija de sí mismo, palpable reinvención del verbo o intangible resurrección de la carne. "Algo así como cosa de transustanciación hubo de ser, fruto de algo divino que sin duda ha de haber en mí, querida niña, que de la noche a la mañana vime convertido a todos los efectos en Ana de España", como explicaría una noche don Ramiro Suá­rez de Montealegre, atrabiliario personaje de turbia repu­ta­ción y autentico protagonista de esta historia, a la dulce meretriz con la que yacía en pecaminosa coyunda. "Ande usted, don Ramiro, que tiene más cuento que Calleja --reconvino la muchacha, acostumbrada como estaba a los desvaríos mentales y a las florituras discursivas que se­guían indefectiblemente al desahogo carnal del contumaz cliente-- …y no me fume usted esos puros en la cama, que se queman las sábanas y luego doña Carmelita me lo descuenta a mí", continuó la barragana, en clara demos­tración del poco respeto que le merecía el caballero, pese a los abultados dineros que cada mes dejaba en las arcas de la casa de lenocinio. Costumbre esta del puterío, peca­minosa y condenable según todos los saberes, que a poco habría de abandonar Ramiro para siempre. 




uno
entretenimiento entre bambalinas





El padre de Ramiro Suárez de Montealegre había sido bautizado con el buen nombre de Leandro, y aparte de otras aventuras sin mayor relevancia ni interés que acontecieron en su vida, llegó a sargento chusquero en la guerra de Cuba.
        
Retornó el hombre de aquella batalla con un brazo menos, una condecoración de latón dorado, y el eterno agradecimiento de la familia del capitán don Ramiro de Montealegre Jiménez, abuelo por rama materna de nuestro protagonista, al que salvó de la muerte en una emboscada de un grupo de guajiros –si bien no pudiera impedir su posterior fallecimiento, víctima de una fiebres palúdicas que le enterraron en quince días-- y con cuya hija, Teresita, habría de casarse Leandro al poco de volver de las colonias, cumpliendo así el último deseo del héroe, expresado por carta a su familia. Casamiento que fue ampliamente comentado por la buena sociedad en general y considerado un braguetazo de antología por la solda­desca, buenos conocedores del sargento salvador y del sal­vado capitán, pese a lo que a nadie se le ocurrió invitarles a la boda.
        
De tal linaje habría de nacer tal hijo: Ramirín. Llamado así, qué duda cabe, en recuerdo del malogrado militar, padre de la madre y abuelo del nieto, al que hu­biera conocido, y del que hubiera disfrutado --"pobreci­llo, con lo orgulloso que hubiera estado el capitán", lamentaba de vez en cuando su inconsolable viuda--, de no ser por el mentado paludismo que le condujera a la muerte en la lejana colonia sin que su futuro y póstumo yerno pudiera hacer nada esta vez para evitarlo.
        
Gordinflón, malcriado, chapucero, glotón y mentiro­so, Ramirín consumió su infancia en el vetusto caserón que la familia materna tenía en un poblacho de Guadala­jara. Espectador atónito de los frecuentes soponcios de su madre cada vez que su padre realizaba uno de sus continuos viajes a Madrid para"resolver unos asuntos", y some­tido a la férrea dictadura de un ama bigotuda y fe­roz, que ponía los almohadillados glúteos del chiquillo al rojo vivo al menor signo de rebeldía, desobediencia o des­cui­do, quienes le conocieron en aquellos años ya ha­cían lenguas de la rareza del muchacho y del futuro incierto y desafortunado que sin duda le aguardaba.
        
Se hizo mayor el niño. Consiguió al fin que le llamaran Ramiro. Fue a la universidad. Y como se vivían tiempos de revuelta social y de intranquilidad genera­lizada, y los obreros paseaban por las calles orgullosos de sus monos azules como si fueran chaqués, y los sables de los guardias daban unos redobles que partían el alma, y en verano hacía calor y a Ramiro no le hacían caso las chicas, un día del estío del año 33, en el que lucía un sol que rompía las piedras, acudió al Teatro de La Comedia a escuchar hablar a José Antonio Primo de Rivera.
        
Escuchando el verbo acalorado del Jefe, Ramiro sintió nacer en su interior un no menos acalorado orgullo de no sabía muy bien qué. Fue un orgullo repentino y profundo que le recorrió entero, como el latigazo del electroshock que le habían dado de adolescente, cuando se subió a lo alto del campanario del pueblo y se exhibió frente a la concu­rrencia a misa de doce tal y como si acabara de llegar al mundo y luego fue llevado al médico de la cabeza y dijeron que loco no, pero que algo raro si era el chico. Aquel encuentro le produjo un estre­mecimiento del alma que no podía explicar, que nunca pudo, pero que le confirió una extraña sensación de poder que tan bien cuadraba a su natural ambicioso y díscolo.
        
Al día siguiente fue a una sastrería y se encargó un juego de tres camisas azules, en las que una costurera que frecuentaba su madre bordó con mano segura y concien­cia intranquila, pues presumía la remendona de acrisolada militante del sindicato de la aguja de la UGT, un yugo y unas flechas de restallante oro.
        
Era Ramiro por aquellas fechas un joven en edad de merecer, aunque sus merecimientos resultaran poco visibles a los ojos de las jóvenes decentes que conocía, aquellas que estaban naturalmente destinadas a formar familia fecunda y duradera con alguien de su nombre y posición.
        
Siempre achacó el joven a la natural cerrazón de las mujeres los motivos del contumaz rechazo que sus pro­puestas amorosas obtenían, sin caer en la cuenta de que aquel despego de las jovencitas casaderas tal vez tuviera que ver, más que con moralidad femenina alguna, con el aumento visible de su circunferencia, que le había hecho pasar sin solución de conti­nui­­dad de adolescente rechoncho a adulto irremediable­mente gordo. Tampoco relacionó Ramiro ese desaire continuo en que vivía con el cada vez más aflautado tono de su voz, que salía de su enorme corpachón como el fino silbido de un globo pinchado con un alfiler, aunque, a dife­ren­cia del globo, el volumen físico de Ramiro no se redujera ni un milímetro con la expulsión del aire.
        
No amilanaron al muchacho los fracasos; y ya que las decentes no le hacían caso, el joven, que desde niño era de condición fogosa y talante imaginativo y calentu­riento, decidió, por consejo de un vecino zanquilargo y rijoso, hijo de un alabardero de palacio viudo, iniciarse en el amor en brazos mercenarios. Brazos de mujeres poco o nada decentes, es cierto, pero en las que descubrió una antigua sabiduría que le deslumbró y con las que habría de com­par­tir cama y jolgorio durante el resto de su poco edifi­cante vida.
        
Ese trance del conocimiento carnal a que nos refe­ri­mos tuvo lugar entre los lúbricos brazos de una avejen­tada meretriz que sentaba sus reales allá por el pue­blo de Fuencarral antes de que Ramiro se hiciera falan­gista; que resulta preciso ajustar el orden cronológico del relato si queremos entender luego cuanto de extraordi­nario ha de sucederle todavía a nuestro protagonista.
        
Aquello del primer coito fue antes incluso de la muerte de Leandro, el antiguo sargento de Cuba, fallecido de manera inesperada una noche de 1932, cuando se encontraba en pleno trance de consumir placentera coyunda con una furcia de altos vuelos, a la que visitaba en su bombonera roja de Santa Engracia 28. Sólo uno más de aquellos supuestos negocios que tan a menudo llevaban a Madrid al progenitor de Ramiro.
        
Como fuera que los negocios de Leandro --que pese a sus muchos esfuerzos nunca consiguió el don, y eso le dolía más que ninguna otra cosa a su hijo-- eran más con cupletistas y cantaoras, vedettes y pelandruscas, que le esquilmaban y empobrecían, que con fabricantes, tende­ros o bolsistas, que le hubieran dado fama y fortuna, la muerte del padre significó, a más de la orfandad, la ruina del hijo. Sólo gracias a los buenos oficios y dineros de su tía Visitación, hermana de su madre y casi una madre misma para él, estuvo a punto de finalizar los estudios de derecho, que había iniciado dos años antes del óbito paterno sin mayor entusiasmo ni esfuerzo que los precisos para recibir mensualmente la renta familiar, que le permi­tía residir en la capital entre juergas y francachelas.
        
Y decimos que estuvo a punto de finalizar los estu­dios porque nunca llegó a hacerlo. El yugo y las flechas se interpusieron en medio de su carrera, y lo que estaba previsto había de ser un abogado penalista de tímida verborrea, se convirtió, en este primer estadio de su vida en que nos encontramos, en un propagador entusiasta y constante de la fe recién adquirida.
        
Así, quien nunca había levantado una voz por encima de otra, desató imparable la fuerza torrencial de su palabra. Primero habló en las aulas, luego en los claus­tros y en los estrados, en las plazas de los pueblos y en los patios de los conventos. Habló y habló hasta convertir su verbo en un acerado instrumento de pro­vocación o en un sinuoso vehículo de convicción, según conviniera al caso y al momento. Pese a ello, sus discur­sos nunca alcanzaban el objetivo deseado. Sus palabras eran acertadas e incluso inspiradas, su gesto justo, su ritmo impecable y su dicción perfecta, pero no le acom­pañaban ni el físico ni la voz: su cara fiera daba miedo a los niños, su cuerpo redondeado hacía reír a las mujeres, y su fina voz, que insistía en mantenerse siempre en las notas más agudas, movía a la rechifla y la maledicencia entre los hombres, pese al abundante mostacho que se había dejado crecer como prueba palpable de su, por otra parte, indudable hombría.
        
Ante tal realidad se vio obligado a prescindir de la erótica de las tribunas, a la que había resultado especial­mente sensible, como lo constata aquella vez que mojó los pantalones en el momento culminante de un mitin celebrado en Cuenca, la provincia por la que José Anto­nio había salido diputado en el 33 y en la que siempre tuvo nuestro tribuno auditorio fiel y entregado.
        
Como era hombre práctico, abandonó pronto Ramiro la oratoria y decidió encerrar su verbo en los márgenes más estrechos, pero igualmente precisos, de la palabra im­presa. Escribió proclamas, redactó artículos, confec­cio­nó panfletos, realizó llamamientos e ideó consignas. Sus servicios a la causa fueron muchos y variados, al­gunos no tan sencillos --y desde luego no tan limpios-- como darle a la pluma o a la lengua, siendo recompen­sado por ello con la promesa de un futuro esplendoroso al frente de algún Gobierno civil cuando triunfara la idea y un presente más bien mísero y desordenado.




dos
arriba el telón




Por una cruel casualidad del destino, el 18 de julio de 1936 pilló a nuestro héroe durmiendo y en Madrid.
        
De resultas de una historia pasional con una joven del barrio de Cuatro Caminos se encontraba Ramiro en el inesperado tránsito de pasar a engrosar las estadísticas de la paternidad, idea que no hacía feliz al joven. Porque, en general, no era el matrimonio una institución que le resultara atractiva --a base de rechazos se había vuelto reticente y aquello amenazaba boda--, y también porque el casamiento con la moza, loza­na y fresca, cierto, pero analfabeta y de humilde condición, le resultaba inimaginable.
        
Para acallar a la muchacha, y conseguir al tiempo que acudiera a una partera medio bruja que podía deshacer con un poco de perejil y una aguja de calceta el mal fruto de su pasión --y también para evadir de esa manera radical y clandestina la ira del padre de la chica, un tranviario de cuerpo menguado pero crecida mala leche, que podía caer sobre él en forma de hachazo en la cabeza a poco que se descuidara el galán y el tranviario se apercibiera del embarazo de su vástaga--, se encontraba Ramiro en Ma­drid cuando hubiera debido estar en otra parte. En Sevilla, por ejemplo, que también allí tenía Ramiro una jovencita medio gitana que le sorbía el seso y el bolsillo en un burdel de la calle de las Tres Cruces. O en Sala­manca, que aunque ningún lío hubiera tenido jamás en tan docta ciudad castellana, al menos allí su seguridad no hubiera peligrado, estando como estaba en manos de los rebeldes desde el principio de la sublevación.
        
Pero no fue el caso. Desde una ventana del cuarto piso de una casa de la calle Bailén hubo de asistir Ramiro al temible espectáculo de las turbas sanguinarias asaltando el Cuartel de la Montaña. Y a decir verdad, pocas ganas le vinieron de bajar a unirse a la resistencia, acto heroico que, si bien hubiera cuadrado con el alto sentido del honor que profesaba, le hubiera resultado ciertamente pernicioso para la supervivencia. Y eso era algo que Ramiro tuvo claro desde el mismo momento en que el sonido del primer disparo le pilló en la cocina desayu­nando chocolate con picatostes: sobrevivir o morir, tal era el dilema. Y sobrevivió.

Tras pasar por la buhardilla de un anciano matrimo­nio de merceros que conocía por vía familiar; un prostíbulo famoso del que hubo de escapar por la ventana una mañana que los milicianos de la CNT decidieron cerrar el vergonzoso comercio y redimir a sus dependien­tas; la habitación de la criada de un compañero de universidad, que aunque rojo era compasivo; y el sótano de una carnicería propiedad de un paisano del pueblo, al fin consiguió Ramiro escapar de Madrid una bochornosa madrugada de finales de agosto.
        
Enfundado en un mono azul que parecía iba a estallar por cada costura, con barba de tres días y una mugrienta boina descansando en precario equilibrio sobre su descomunal cabeza, como negro halo de santo a punto de cometer pecado mortal, se metió en un Hispano Suiza con las siglas UHP pintadas en el techo. La hora era tan temprana que aún no habían pasado las burras de leche, pues incluso en aquellos agitados primeros días de la guerra seguían tan nobles bestias anunciando con su rebuzno que el amanecer llegaba a la ciudad, como ha­cían en el campo los gallos con su destemplado kikirikí.
        
Conducido el coche por un antiguo sacristán, y en compañía de dos curas de la Iglesia de la Almudena, a los que la tonsura de la nuca denunciaba el oficio, y de un rentista timorato y amariconado, que no dejaba de comprobar con la mano que la barba le había crecido lo suficiente como para parecer un obrero en armas, se pasó Ramiro en el Alto de los Leones a las huestes sublevadas sin sufrir mayores males que una diarrea, que aún habría de atormentarle sin compasión los primeros días de residencia en territorio libe­rado.
        
Recibido en Burgos como un héroe por sus corre­li­gionarios, no hemos de relatar ahora los actos, ho­menajes, cenas, saraos y festejos a los que hubo de asistir --con sumo gusto, señalémoslo-- el recién evadido del terror rojo. Pero si bien los agasajos fueron numerosos y las felicitaciones sinceras, la verdad es que duraron poco: justo hasta que arribó a la reciente capital del Nuevo Impe­­rio un nuevo tránsfuga con suerte, que eclipsó con su hazaña la oronda y verborreica figura de Ramiro.
        
No obstante, no le costó encontrar acomodo al hom­bre, pues en hombre hecho y derecho, aunque esférico, se había convertido ya el mofletudo niño que antaño jugara a pirata y bandolero por los páramos de Guadala­jara. Amigos de tiempos anteriores buscaron a nuestro héroe destino acorde con sus facultades. La tinta de los periódicos y las voces de los locutores llevaron hasta los últimos rincones de España la siempre fecunda palabra de Ramiro Suárez de Montealegre, comentarista político, panfletista egregio y vate huracanado y sin par.
        
"¿Has leído la columna de Ramiro Suárez?", se pre­gun­taban los reclutas en la peluquería del campamen­to antes de que la maquinilla del peluquero mondara al uno su patriótica cabeza. "¿Qué ha dicho hoy don Ramiro en su Charla desde las trincheras?", inquiría el ama de casa a su vecina tras haberse perdido la alocución radiofónica del inspirado charlista por cul­pa de un niño con varicela al que había estado atendiendo toda la mañana. "¡Qué inspiración y gracejo tiene este hombre! Recuérdame que esta noche le lleve a Carmen el periódico", aseguran que comentó una vez el mismísimo Caudillo a su ayudante de campo tras leer unos ripios en los que el inmenso vate arremetía contra Alberti, Lorca, Berga­mín, Machado, Hernán­dez, Prados, Cernuda, Altolaguirre y otros poeticastros comunistoides y maso­nes.
        
Y es que no tenía rival nuestro personaje en los insultos rimados ni en las inflamadas proclamas que diariamente daba a las ondas y a las páginas de los periódicos desde su monacal habitación en un antiguo convento de la capital facciosa. Alférez Provisional desde tan sólo unas horas des­pués de haber puesto pie en la capital de la Nueva España, supo, pese a ello, nuestro Ramiro nadar y guardar la ropa en el mar revuelto de la guerra. Un mar en el que el rum­bo era la batalla y el puerto la muerte.
        
Enchufado en el Servicio de Información Militar gracias a las buenas artes de ami­gos y correligionarios, sorteó Ramiro con singular pericia no sólo los escollos del alistamiento directo, sino también los muchos arrecifes de la política interna y el enfrenta­mien­to cuartelero, que tan incómodos y confusos le resul­taban. Con igual pasión se enfrentó en las ondas a la barba­rie roja como defendió el decreto de unificación de Falange o justificó la caída en desgracia de Ramiro Ledesma, su tocayo y, hasta ese mismo momento del tropezón, amigo. Nadar y guardar la ropa se convirtió en una marca de la casa.
        
Su verbo barroco e incisivo le salvó de ir al frente, lugar horrible donde morían con igual dolor bravos y cobardes. Y ese mismo verbo le trajo honores, reconocimiento y fama, aunque a punto estuvo la fácil relación que Ramiro mantenía con las palabras de ser su ruina y con­de­narle a morir heroicamente por la patria. Todo por un desliz de faldas que, en realidad, no había sido otra cosa que una forma de sortear el aburrimiento de una ciudad en la que misas y adoraciones, novenas y rosarios, eran las máximas diversiones.                          




tres
interludio musical: el fauno y la novicia




La noche del 24 de diciembre de 1938, en el trans­curso de la misa del gallo, que se celebraba en la catedral por la buena finali­zación de la contienda y el exterminio de los enemigos, ya cercanos, el Alférez Provisional Ramiro Suárez de Montealegre, a la sazón hombre talludo con merecida fama de incombustible charlista y mujeriego impenitente, conoció a la señorita Purificación Redondo y Valdeiglesias, Purita para las amigas y la familia, que no era otra sino la muy respetada hija de don Eutiquio Redondo Sánchez, teniente coronel de intenden­cia, hombre de recto e inflexible proceder y cristiano viejo de bigotes casi tan frondosos y engominados como los del propio Ramiro.
        
Era la tal joven de abundantes carnes y reconcentra­das vergüenzas, tímida y asustadiza como una novicia, pura como su nombre e inmaculada como el más blanco de los lienzos blancos de cualquier altar. Pero bajo esa aparente calma reposaba un volcán de pasiones que la presencia de Ramiro, su fama y su verborrea, desataron en tan sólo unos minutos de conversación en el atrio de la Catedral.
        
Fue el de Purita un enamoramiento súbito y desespe­ra­do. Súbito por lo repentino, que ella siempre achacó a la intervención de la Virgen, a la que en el momento de verle por primera vez rezaba en el templo, y desesperado, por el miedo que la joven, rondando ya la treintena y soltera recalcitrante y reconocida, sentía ante la previsible inevitabilidad de un futuro en soledad perpetua.
        
Aunque no tan profundo y sí más interesado, el amor de Ramiro era igualmente cálido. Respondía este amor tanto al aburrimiento del entorno --roto tan sólo por las esporádicas visitas que a lejanas y ocultas casas de lenocinio efectuaba con su compañero de intrigas y francachelas, el capitán Eric Von Austelbrok, agregado del alto mando alemán a los servicios de infor­mación de Burgos--, como al temor a que la inminente vuelta de los heroicos combatientes, cargados de meda­llas, heridas y honores, supusiera una competencia des­leal que le impi­diera acabar con éxito su particular cruzada: hacer boda ventajosa con hija de buena familia y conseguir así la seguridad y fortuna que su escaso patrimonio le negaba.
        
Los primeros encuentros de los recién enamorados fueron castos y románticos escarceos que discurrieron plácidamente bajo los soportales de la Plaza Mayor y los aledaños catedralicios, en los que, ante el arrobo de Purita, el galán leía a su enamorada versos de Pemán, Ridruejo y Becquer. Pero no hicieron falta muchos en­cuentros para que la pasión de la muchacha, escondida pero no por ello menos viva, unida a la inveterada concu­piscencia de Ramiro, acrecentara la intimidad de la pareja hasta el punto de hacerles perder todo sentido del pudor y la moral. Una relación que abocó a lo irremediable el día que el impúdico vate remedó a Espronceda declamando a su ruborizada musa aquello de “me gustan las queridas / tiradas en los lechos / sin chales en los pechos / y flojo el cinturón”.
        
Nada hubiera sucedido, no obstante, si, justo en la primera cita secreta de los enamorados, tras la consumación del ejercicio literario, no hubiera irrumpido el irascible teniente coronel en la mísera habitación de Abundia, la criada, que prestándoles su catre se había hecho cómplice del contubernio --y ello la llevó a la calle de inmediato--, en el preciso momento en que Ramiro se disponía a ofrendar a la dolorida Purita con la primera muestra tangible de su masculinidad.
        
Sorprendiose el alférez, pillado literalmente con los pantalones en los tobillos, y escondió la niña su voluminoso cuerpo bajo las sábanas del desvencijado camastro, gesto que apenas sirvió para tapar un tercio de su monumental anatomía, dejando al descubierto una pierna torneada en gelatina y un pecho como un globo bamboleante de enorme pezón negro.
        
El teniente coronel, aún más indignado por la exhibición de las desnudeces de su hija que por las rotundas nalgas del mancebo, clamó al cielo, que no le oyó, desenfundó la pistola, que aunque del cuerpo de intendencia también llevaba, tal vez para contar las judías que distribuía entre la tropa, y no acabó allí mismo con la existencia de Ramiro Suárez de Montea­legre y, por consiguiente, con esta historia, gracias a que la presencia de doña Águeda, madre de Purita y esposa del ofendido militar, hizo prevalecer la razón en tan esperpéntica escena.
        
Calmados los ánimos, aunque no aplacada la severidad de don Eutiquio, hubo reunión de familia. Se abrieron entonces para Ramiro dos caminos complemen­ta­rios que le producían sentimientos encontrados. Por un lado, la boda, que no era al fin y al cabo sino la cul­minación de sus aspiraciones y que le llenaba de satis­facción; pero por otro, le enfriaba el ardor amoroso la expresa condición que había impuesto el padre para el casorio: que antes del himeneo, debería el novio limpiar en el campo de batalla la mancha de honor que sobre la familia había echado con su felonía prenupcial.
        
Según dictaminó en juicio sumarísimo el teniente coronel, juez y parte en tan delicado sumario, el amor y el honor debían reconciliarse en el frente de batalla ya que la retaguardia los había divorciado. Y al frente se encaminó Ramiro con una secreta mancha negra en su hasta entonces brillante, aunque poco belicoso, expediente.
        
Pero tuvo suerte el maldito una vez más. Fue al poco de bajar del tren que le conducía a la batalla, mientras toma­ba una taza de achicoria en la garita del jefe de estación, cuando escuchó por la radio el histórico parte que a él le cayó como llovido del cielo:
        
"CUARTEL GENERAL DEL GENERALISIMO. ESTADO MAYOR. Parte Oficial de Guerra correspon­diente al día de hoy. En el día de hoy, cautivo y desar­mado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1º de abril de 1939. Año de La Victoria. EL GENERALISIMO FRANCO"  




cuatro
ambigú en el entresuelo




Hecho ya todo un hombre, aun sin haber llegado a vivir la experiencia embriagadora de la batalla, Ramiro Suárez de Montealegre fue desmovilizado con la misma rapidez con que había entrado en filas y por los mismos motivos. El borrón de tinta indeleble que había echado en su expe­diente la interrumpida aventura con la hija del teniente coronel de intendencia, general nada más terminar la contienda, hizo imposible su permanencia en el ejército, posibilidad que hubiera agradado a Ramiro, ahora que la paz le había quitado hierro a la milicia. Enfrentado pues a la inevitabilidad de su licencia, y llevando siempre en la espalda la inquisitorial mirada del padre de Purita, que ni renunciaba ni accedía al casorio, pues aún no consideraba salda­da la cuenta de honor que le había impuesto al galán, hubo de pensar el mozo con seriedad en su sustento y la forma de ganarlo.
        
Sin oficio ni beneficio, amoral y libertino público en un país en el que la virtud era ley y el disimulo cos­tum­bre, se las vio y deseó Ramiro para encontrar trabajo. Zascandileó de acá para allá durante unos meses embarcado en negocios poco claros, chalaneó des­pués con asuntos de tierras y antigüedades, escribió algún tiempo de crímenes y nacimientos en un periódico de Palencia, y, al fin, gracias a los buenos oficios de un camarada que, quizá por haber compartido con él pecados y francachelas, no atendió la consigna de postergamiento lanzada por el airado general, pudo al fin lograr empleo en el recién creado servicio de lectura de la censura española.
        
Se sintió frustrado aunque tranquilo. De torrencial conjurador del arte de la palabra había pasado a incon­movible supresor del peligro de las frases. Parecía un triste destino, y ciertamente lo hubiera sido de no haberle estado aguardando a Ramiro días aún más aciagos en el futuro. Pero en aquel momento el cargo fue para él como una bendición del cielo, pues aunque el sueldo era ma­gro, el trabajo no resultaba agobiante, y Ramiro había hecho de la pereza santo y seña de su vida.
        
Era aquel de censor oficio respetable aunque oscuro. El parco sueldo con que le premiaban tachaduras y supresiones le proporcionaba los duros suficientes para vivir con apretado decoro y permitirse una cierta pres­tan­cia en el vestir y el aseo personal, cosas ambas de las que gustaba nuestro hombre. Con un poco de suerte, pensaba, pronto llegaría el momento en que don Euti­quio, viéndole trabajar dignamente, consideraría redimido el desliz, y le permitiría contraer nupcias con la rotunda Purita, a la que apenas veía fuera de las lejanas miradas de los domingos en la iglesia de los Jerónimos durante la misa de ocho, pero con la que intercambiaba ardorosas epís­tolas amatorias utilizando como alcahueta a una cria­dita andaluza recién llegada a la casa.
        
Entre dimes y diretes, funciones religiosas en los Je­rónimos, e idas y venidas de la mucama, pasaron dos años de reprimido noviazgo. Ramiro desesperaba de su suerte entre tachón de línea y supresión de párrafo. Don Euti­quio, tozudo como una mula con orejeras y justiciero como la reencarnación del arcángel San Gabriel, persistía ante el desesperado pretendiente en la necesidad de ganar­se el perdón con un acto de naturaleza tal que le hiciera digno marido de su hija. Empezando el verano del 41, mientras Purita pasaba la temporada estival en Zarauz con la rama femenina de la familia, surgió al fin la oportunidad de blanquear el manchado honor del militar.
        
Nunca en su vida olvidaría Ramiro la expresión adusta y las tajantes palabras con que le recibió el general de intendencia don Eutiquio Redondo Sánchez cuando, enfundado en una camisa azul recién planchada, fue a visitarle un templado día de junio con el objeto inocente de con­seguir su autorización para visitar a Purita durante los días que, él también, pensaba pasar veraneando en el norte.
        
--Caballero --le dijo el general sin levantarse del si­llón de orejas donde ojeaba las fotos de viriles solda­dos alemanes que publicaba el último número de la revis­ta Signo--, es usted hombre inteligente, no me cabe duda, y algo ha de querer a mi hija cuanto tantas molestias se toma para conseguirla, máxime sabiendo que yo no acce­deré así como así a tan desproporcionada pretensión. Al me­nos hasta que demuestre usted ser digno de tal gracia y lave con largura la afrenta que su ignominiosa acción, ofensiva a Dios y a la moral, causó a mi familia toda y a mi querida hija en particular. No quiso el Altísimo que en aquel momento mi pistola hiciera justicia. Sus razones de­bió tener el Señor para impedirme hacer uso de ella, pero también fue su designio que usted pagara por su in­fame proceder. Todavía no lo ha hecho, pero es proba­ble que haya llegado al fin el momento de lavar su afrenta.
        
El general realizó en este momento una breve pausa valora­tiva que a Ramiro le pareció un siglo de incer­tidumbre. Se rascó el pretendiente la oreja y se atusó el bigote, a la espera de que el militar siguiera su perorata.        

--Señor mío, de nuevo la barbarie roja azota con su flagelo demoníaco la civilización cristiana. Ahora es en Alema­nia como antes lo fue en España, y hoy como ayer, los buenos españoles han de estar dispuestos a defenderse con las armas en la mano de la furia asesina que pretende aniquilar­nos. El Generalísimo ha tenido la feliz idea, pre­clara y acertada, como todas las suyas, de enviar en ayuda de los hermanos teutones voluntarios españoles que defiendan frente a los rusos el honor y el valor de la patria. No le digo más, Ramiro. Espero de su sabio entender que me haya comprendido y que la próxima vez que le vea pueda llamarle hijo y entregarle la mano de Pura, mi hija más querida, para que la haga su esposa. Y esto porque ella, inocente como es, le quiere, amor al que espero que usted corresponda, que si así no fuera, todavía tengo la pistola bien engrasada en el cajón de la cómoda por si acaso la defrauda alguna vez. Adiós, caballero, y buenas tardes.
        
Ni una palabra de más ni una de menos. Ni un gesto ni un saludo, sólo la envenenada sugerencia.
        
"Qué le den morcilla al carcamal ese y que zurzan a la cursi de su hija. Si quiere casarla que lo haga con un ciego, que sólo se dará cuenta del volumen del regalo después de la boda, pero a mí no me ven más el pelo. An­tes la miseria y la soltería que la guerra. ¡Faltaría más!", cavilaba para sí Ramiro mientras paseaba Cas­tellana abajo tras la visita. "Claro, que si me escaqueo, ese animal es capaz de partirme el alma. Él o su hijo, que bien me lo dijo el niñato la última vez que intenté acercarme a Purita en el hipódromo", continuaba su razonamiento el pobre infeliz Ríos Rosas arriba, cercano ya a la pensión de Santa Engracia donde vivía.
        
Sintiéndose acosado, y más temeroso al fin de las iras del general que de las balas comunistas, lo siguiente que se sabe de Ramiro es que se le vio desfilar marcial al aire del Oriamendi. Un mar de camisas azules le rodea­ba. Queda testimonio de aquel momento en una foto que se publicó en el semanario 7 Fechas. Destaca en ella el aguerrido militar, casi perdido en medio de la multitud en el ángulo inferior izquierdo, por su estatura poco normal y su voluminoso abdomen, y también por­que lleva en la mano izquierda una pancarta en la que se puede leer si se utiliza una lupa: "Voluntarios Falangistas contra Rusia".
        
Poco podemos relatar de su particular expedición punitiva a tierras de infieles. De hacer caso a lo que el mismo Ramiro contaba a su vuelta con abundancia de gestos, pasmos y bufidos, fue aquel un viaje infernal y peligroso en el que sólo su elevado espíritu patriótico y acendrado entusiasmo salvaron a la tropa de la desespera­ción y la muerte.
        
Apenas transcurridos tres meses de la partida estaba ya de regreso el voluntarioso combatiente, con tan sólo una per­cep­tible cojera como recuerdo. Cojera que él achacaba a una peligrosa mina antitanque que le había explotado en el momento en que, jugándose la vida al frente de su compañía, avanzaba por las heladas estepas con Moscú como próxima parada. Otras versiones menos interesa­das, de las que sólo han llegado a este cronista rumores y comadreos, cuentan que la cojera fue simple consecuen­cia de un mal tropiezo, dado al intentar subir en Berlín al tren que le conducía al frente oriental, tras una noche especialmente disipada compartida con su antiguo amigo de los servi­cios secretos, Eric Von Austelbrok, ya por aquellas fechas mayor de las SS.
        
Aparte de eso, poca noticia puede darse de la odisea ale­ma­na de Ramiro Suárez de Montealegre excepto dos deta­lles: que la inmovilidad forzada de aquellos tres meses de hospital, fuese cual fuese el origen primero de la caída, redondeó hasta extremos poco habituales el ya de por sí robusto cuerpo de nuestro héroe, y que allí apareció por primera vez en su vida el nombre de Ana de España.
        
El olor a alcohol, linimentos, pomadas y desinfec­tan­tes le atacaba las fosas nasales y la maternal y gélida amabilidad de las frauleins  enfermeras le partían el alma de aburrimiento. En esas condiciones, cualquier variación en la dieta le hubiera levantado el alma, y exactamente eso sucedió con la llegada al hospital de una carta a su nombre. Estaba firmada por Ana de España, un seudóni­mo, sin duda. Desde la lejana Patria la desconocida comunicante se ofrecía como bálsamo para sus heridas y paño de lágrimas para sus penas.
        
Madrina de guerra, confesora, confidente, amiga y cuanto hizo falta fue Ana para el alicaído Ramiro durante aquellos largos meses de recuperación en el sanatorio berlinés. Amantes no, que las relaciones epistolares son poco dadas a la realización de los deseos lúbricos, aunque no faltaran en la correspondencia de la pareja insinuaciones y requiebros, tan explícitos en oca­siones que nos ruborizaría conocerlos.
        
Ramiro sabía que aquel amor era flor de un día, de­sa­hogos de tiempo de guerra en los que el propio anoni­mato de la mujer, bien guardado por su patriótico seu­dónimo y el apartado de correos 203 de Sevilla, eran la prueba más evidente de la imposibilidad de su continui­dad. Pero no por ello dejó de calarle menos hondo.
        
Ana de España, o al menos cuanto de ella se imagi­naba Ramiro, era síntesis y conjunción de las más preci­sas virtudes que el eterno libertino admiraba en la mujer que le hubiera gustado disfrutar como esposa: maternal y coque­ta, decente y pasional, calculadora y frívola. Señora y prostituta en fin, ambas en una. La correspondencia despertó en el hombre una sensación de presencia casi palpable de aque­lla mujer desconocida, tan lejana en la geografía como próxima en la comprensión de sus males. Cogido epistolarmente de su consoladora mano soportó las interminables curas de los médicos, que con paciencia infinita intentaban recolocarle los maltre­chos huesos del pie, y a su lado dejó que el mortecino sol teutón le acariciará los párpados durante las largas siestas en el jardín del sanatorio. Ella fue el aliento que le mantuvo vivo en medio del terrible aburrimiento de la convalecencia.




cinco
la estatua del comendador





Una decisión heroica, aunque equivocada, un mal paso, y las múltiples roturas de una pierna poco firme habían conducido a Ramiro a esos meses de inmovilidad y hastío. Ni una sola postal recibió de Purita en todo ese tiempo. Sólo Ana de España supo romper con sus misivas el enclaustramiento y sólo a ella guardó agradecimiento Ramiro, grabando para siempre en su memoria el poético nombre del que jamás habría de renegar.
        
Vuelto a la vida civil, aún hubo de jugarle el destino peores pasadas que las muy malas que ya le había jugado. Purita, su Purita, no le había escrito, pero había estado justificado con largura su silencio. Aunque Ramiro no se enterara de ello hasta su regreso de Rusia: un inoportuno corte de digestión mientras se bañaba en la playa de La Concha se llevó para siempre el alma de la joven aquel mismo verano en que Ramiro se había alistado tan valerosa­mente en la División Azul.
        
Perdida definitivamente Purita, tanto para el padre como para el pretendiente, el general Redondo Sánchez, que pudo haber sido su suegro pero no lo fue, admiró la valentía del alférez y le devolvió la palabra. Ramiro se lo agradeció serio y apesadumbrado, aunque lamentó para sus adentros que el reconocimiento que con toda justeza le ofrecía el general no fuera extensible, a más de a la palabra devuelta, a la ingente fortuna con que había soña­do en su destierro alemán.
        
Vióse de nuevo el mancebo, cada vez mas talludito, sumergido en la vida de la ciudad y en su vorágine, a la que contribuyó con un Fiat-Balilla comprado por cuatro cuartos a un diplomático italiano, con el que pronto esta­ble­ció negocios poco claros, y, lo que es peor, no dema­siado provechosos, que a punto estuvieron de dar con sus huesos en una celda de la Dirección Generalde Seguridad con vistas a la calle del Correo.
        
Inventor, con el italiano, que permaneció en el ano­ni­mato, de una supuesta gasolina sin petróleo que prometía poner fin a las penurias energéticas del país, Ramiro llegó a interesar en su proyecto al mismísimo Caudillo. Qué cauces, influencias, amistades, chantajes o sobornos hubo de utilizar para llegar a tan alta instancia es algo que nunca sabremos, y que, de saber, no nos atreveríamos a difundir.
        
Cuando al fin se descubrió que la fórmula, a base de pepinos fermentados, polvo de pirita, azufre y algunos otros ingredientes igualmente estrambóticos, no era capaz de mover motores ni turbinas, la indignación, más de los intermediarios que del propio Caudillo, quien tenía en la cabeza preocupaciones más urgentes, bien hubiera podido costarle al ex-divisionario el futuro tan duramente pagado día a día. Tan sólo el conocimiento de turbios pasados, infidelidades ideológicas, chanchullos económicos y pro­mis­cuidades amorosas de ciertos prohombres del régi­men, temas en los que Ramiro era un archivo inescru­table, le permitieron salir libre, aunque deshonrado, del trance.
        
Su impresionante figura, siempre enfundada en la camisa azul y cubierta por una capa negra de descomu­nales proporciones; su poderosa cabeza, coronada por una boina roja que parecía formar parte de ella, pues nunca, ni al aire libre ni bajo techado, se destocaba; y su fiero y rubicundo rostro de ojillos pequeños, nariz aguileña, enhiestos bigotes y cuadrada barba de húsar que se había dejado crecer en Alemania, pronto formaron parte de la geo­grafía de la ciudad, junto a los coches de gasógeno, las colas del racionamiento y las revistas de Celia Gámez. De esa guisa llegaba Ramiro a Chicote o a la Venta del Gato o a Casa Falcó, en la Cuesta de las Perdices, o a la discreta casa de Doña Carmelita en la Corredera Baja, donde había plantado el barbián sus cuarteles de invierno, y con él entraban por la puerta las bromas y las risas, envueltas en un halo de aire helado o ardiente, según fuera la temporada de la visita, acompañando aquel verbo torrencial que Dios le había concedido y para el que ahora no encontraba tribuna ni papel en que derramarlo con su generosidad acostumbrada.
        
En el momento más bajo de su arrastrada existencia, malvivió Ramiro durante algún tiempo de pequeños trapi­cheos en el mercado negro y de no más grandes actuaciones como figurante en películas histó­ricas de CIFESA; de la redacción de la sección heráldica de 7 Fechas, que firmó durante algunos meses con el seudónimo de Duque del Rhin, y de los restos de la pequeña herencia que le había dejado tía Visitación al morir y que se agotó con celeri­dad entre copas de champán en Pasapoga, Winston de contrabando en el Café Lyón, y coloretes de Mirurgia y medias de cristal en algún cuarto mercenario con bidet incorporado.
        
Una mañana de agosto de 1949 su amigo Cosme de Santiago, viejo compañero de conspiraciones y franca­chelas en Burgos, que a la sazón dirigía una emisora de radio del Movimiento, le sacó como por ensalmo de la indigencia en que se hallaba, abriéndole un horizonte de bonanza que ni él mismo supuso en un primer momento hasta dónde le arrastraría.
        
Recién marcaba las once el despertador cuando llamó a la puerta el providencial amigo. Ramiro aún dormía, pues era hombre trasnochador y la velada ante­rior había mantenido con una de las pupilas de doña Car­melita una sesión especialmente intensa que le había deja­do exhausto. La casa que por aquel entonces mantenía no sin penurias en la calle de Narciso Serra, junto a Pacífico, estaba, como siempre, toda tirada: los platos de comida rene­gridos en el fregadero, los libros y revistas hacinados en el salón, formando pila encima de la mesa y de las sillas, la ropa revuelta de cualquier manera con las sábanas de la cama, y mugre de meses empalideciendo cuadros, apara­dores y vitrinas vacías. Ramiro hizo sitio en una de las sillas apartando un montón de periódicos atrasados y Cosme se dispuso a contarle el motivo de su visita después de tomar asiento y resollar los cinco largos tramos de escalera que acababa de subir.
        
-Ramiro, tengo un trabajo para ti que ni hecho de encargo.
        
-Un trabajo siempre es bien recibido, que no están los tiempos para despreciar un dulce. Aunque ya sabes mi filosofía: todo lo que cansa es malo.
        
-No te preocupes, que con éste no te vas a deslomar.
        
-Pues, ¡a sus órdenes, mi teniente!
        
Cosme se repantigó en el asiento, sacó un cuartillo de picadura de Caldo de Gallinay un papelillo y se lió un cigarro. Tras encenderlo y enrarecer aún más el cerrado ambiente de la habitación con una calada que nubló de humo la escasa luz que conseguía atravesar los sucios cristales de la ventana, le explicó su proyecto a un expectante Ramiro, que en el entretanto había aprovechado la visita para liarse un pito con el tabaco del amigo, pues a él, ni para restos de colillas le alcanzaba el pecunio.
        
-En la emisora hemos pensado poner en marcha un consultorio feme­nino, que ahora funcionan muy bien, pero no encontramos quien pueda hacerse cargo de él con discreción y eficacia. Incluso hemos hablado con el Patronato de Protección a La Mujer y las Damas Redentoristas, pero no sirven. Discreción tienen más que escapularios, que una docena me llevé de la cita, pero les falta mano izquierda. No conocen el mundo. Tras mucho cavi­lar, y con el argumento de que no hay mejor moralista que el que antes fue libertino, he terminado por recalar en la carta que hace unos meses me envió el camarada Morales contándome tu situación y preguntán­dome si podría hacer algo por ti. Así que aquí estoy para ofrecerte el puesto. Si te atreves con ello, y te sientes capaz de hacerlo con seriedad, es tuyo.
        
Pocas cavilaciones precisó Ramiro para decidirse. Aunque no fuera aquello de dar consejos a las señoras cosa que le moviera al entusiasmo, el sueldo no era malo y el trabajo no era mucho. Además, firmaría el programa con seudónimo, con lo que su amor propio, que aún en las peores circunstancias había mantenido en gran estima, no se vería afectado públicamente.
        
Dado el carácter del encargo, el seudónimo había de ser femenino. Ni que decir tiene que en ese preciso momento el nombre que le vino a Ramiro a la cabeza no podía ser otro que el de aquella anónima fuente de consuelo que durante los meses de hastío alemán le había reconfortado y que, aunque por breve tiempo, se había convertido en su musa y modelo, el perfecto inalcanzable de la mujer hispana: Ana de España.
        
Llegó el otoño, se inició el programa, y todavía pa­sa­dos muchos años recordaría Ramiro palabra por palabra la primera carta a la que hubo de dar contestación:

CONTROL.- Sintonía programa. A Primer Plano y baja a fondo.

LOCUTORA 1.- "Querida Ana de España:
         No sabe cuánto me alegra su aparición en la ra­dio, pues así podremos tener las mujeres españo­las alguien de confianza a quien consultar nues­tros problemas con la seguridad de recibir res­pues­tas juiciosas y cristianas.
         Mi caso, querida Ana, no es distinto al de tantas otras españolas. Tengo veintiocho años y llevo varios de relaciones con un novio al que quiero y que, según creo, también él siente lo mismo por mí, teniendo pensado casarnos dentro de poco. El caso es, querida señora, que desde hace algún tiempo mi novio me lleva a bailar a un salón que han abierto en mi ciudad y aprovecha la circunstancia para frotarse conmigo y hacer cier­tas cosas que me parecen indecorosas. Lo he ha­bla­do con él, pero insiste en que eso es normal en una pareja que tiene la boda apalabrada. Yo dudo, y por eso le escribo a usted para que me indique lo que debo hacer. Esperando su orienta­dora respuesta queda de usted siempre amiga. Indecisa. Zaragoza.

CONTROL,- Música. Rondalla folklórica de Burgos. "Jota de la boda". Ráfaga a PP y B a F.

LOCUTORA 2.- Estimada indecisa ¿has prestado aten­ción a la copla de la bonita jota que acabamos de escuchar?: "Qué bien parecías tu / arrodillada en las gradas / Parecías una rosa / del rosal recién cortada". Y así debe ser una novia al casarse: una rosa recién cortada del rosal, con toda su juventud y pureza intactas, sin que nadie haya puesto las manos sobre sus frescos pétalos, sin que nadie haya osado mancillarla. Y no sólo debe parecerlo, sino también serlo: pura y casta como una rosa, pero igual de espinosa que la flor.
        
CONTROL.- Misma canción. Breve ráfaga a PP y B a F.

LOCUTORA 2.- Con preocupación observo, querida mía, que tan sustancial principio corre peligro en tu caso, quizás por la lubricidad de tu novio, quizás por tu propia indecisión para decirle lo único que una mujer en tu situación puede decir al hombre que la asedia: que espere al sagrado día del matrimonio para poner su mano sobre la dulce rosa que es la mujer.

CONTROL.- Misma canción. Breve ráfaga a PP y B a F.

LOCUTORA 2.- Pero, estimada indecisa, permíteme que te diga que el mayor peligro que te acosa está en la forma que habéis elegido para divertiros: el baile, una costumbre que puede llegar a ser tan licenciosa que sea causa de terrible pecado. No te hablaré con mis palabras, que pueden ser tor­pes, sino con las de un santo varón que tiene motivo y conocimiento para saber más que tú o que yo. Escucha con atención lo que escribe el padre Jeremías de las Sagradas Escrituras en su libro "Grave inmoralidad del baile agarrado", cuyo solo título debería ser faro que guiara a las jóve­nes inexpertas e indecisas: "Todo baile en el que se ejecuten actos inmorales será también grave­mente inmoral. Eso son parejas de hombres y mu­jeres cosidas de pecho y vientre, con la concien­cia hecha jirones, embriagándose de lujuria por plazas y calles de día y de noche. Todas estas inmo­ralidades son consecuencia de la pérdida de pudor en el baile agarrado. No se podrán evitar mien­tras no se le destierre".
         Creo, querida indecisa, que está claro. Primero has de renunciar a esos bailes que excitan con su inmoralidad la concupiscencia de tu novio. Si él insiste en no aguardar a la boda para libar el po­len de tan dulce rosa, sólo tienes que ponerle de patitas en la calle, pues poco te merece quién tan poco te respeta. Lo que una mujer necesita es un buen marido, no un marido cualquiera.



  
seis
último acto, telón y fin




Veinte años después de haber escrito aquella primera con­testación a la primera carta que recibió, todavía recordaba Ramiro su contenido palabra por palabra, letra por letra. Y la veía en su memoria así como la había escrito, en forma de guión radiofónico. Habían pasado tantos años y el recuerdo no se había borrado de su mente. Y es que desde aquella primera salida al aire de Ana de España algo le había sucedido a Ramiro Suárez de Montealegre que él nunca supo explicar y que habría de cambiar su vida.
        
Fue como si Ana de España se apoderará de él. "Cosa de transustanciación o algo así", que explicó un día Ramiro de forma harto blasfema a aquella putilla de doña Carmelita una tarde que andaba demasiado cargado y la putilla no le hizo caso, aunque también ella escuchara en la radio a Ana de España antes de llegar los primeros clientes y alguna vez le hubiera consultado algún pequeño problema de amores quizá imaginarios.

No sucedió de golpe, naturalmente. Esa transustan­cia­ción, o posesión, o embargo de su alma, se fue dando poco a poco, sin que Ramiro se apercibiera hasta mucho después de iniciado aquel viaje sin retorno. Para ser exactos, sólo ahora, mientras escucha en la radio su propia despedida, ha comprendido la inmensidad de esa transformación, la manera sinuosa en que su invención ha terminado por apoderarse de él.

CONTROL.- Chopin, nocturno. Ráfaga a PP y B a F.

LOCUTORA 2,- Queridas amigas. Queridísimas amigas. Ante todo permitidme en primer lugar que os llame así, queridísimas, pues ¿de qué otra manera puedo referirme a quienes durante tantos años han con­fia­do en mí, en mi torpe palabra y en mi pobre consejo, la solución de sus problemas? ¿Cómo puedo llamar a quienes durante todo este largo tiempo han sido mis amigas, mis confidentes, mis hermanas, mi única vida? Han sido veinte años de amor, en los que sólo he sido una española más, alguien como vosotras. Una mujer común que por un azar de la vida tuvo la suerte de poder hablar a sus compatriotas y ofrecerles consuelo, ayuda y luz en este tor­tuoso y complicado camino que es la vida, y que al ir haciéndolo, ha lle­gado también a redimirse por vosotras, a través de vosotras...

Ramiro Suárez de Montealegre escucha su despedida después de veinte años. La suya no, pues se trata de la despedida radiofónica de Ana de España. Pero ¿acaso en todo este tiempo no han llegado a ser lo mismo Ana y Ramiro? Es media tarde de un día blando y gris de febrero. Ramiro está sentado en su vieja mecedora frente al aparato de radio. No escucha la voz, que nunca la ha tenido por suya, sino que con los ojos cerrados va siguiendo las palabras que sabe escritas en el guión. La locutora que lee los textos se limita a poner voz de mujer falsa a la mujer auténtica que ha llegado a ser Ana de España. Ha habido muchas confusiones con ese tema, aunque Ramiro nunca haya dicho una palabra sobre ello. En realidad apenas ha hablado del asunto, aparte de aquella vez con la putilla que no le hizo caso y achacó la confidencia a la borrachera y no a su deseo de verdad. En su ser más íntimo, ese al que nadie ha podido acceder en todos estos años, Ramiro ha sentido siempre que Ana de España era él mismo, su verdadero yo, que había aflorado poco a poco y al que ha cuidado con mimo y dedicación.

        ...¿Cuántas noches no habré permanecido en vela en busca de la solución para alguno de los pro­ble­mas que me consultabais? Porque, queridí­simas amigas, vuestros problemas y vuestras dudas han sido mías durante todos estos años, vuestras alegrías y penas me han acompañado a lo largo de todo este tiempo como si formaran parte de mi propia vida. Y con el mismo empeño que si fueran propias me he dedicado con cariño y comprensión a solucionarlas.
Así, he debido enfrentarme a través de vosotras a los complejos y difíciles problemas de la mujer de hoy, a sus angustias y esperanzas, y en ellos me he sentido identificada, sumergiéndome en sus vericuetos y remansos para realizarme yo misma y encontrar mi propio camino a la felicidad.
        Vosotras me habéis hecho participe de aquello que os preocupaba y habéis aceptado mis modestos con­se­jos y mis personales indicaciones con respe­to y cariño. En complemento perfecto, yo he vivido con cada una de voso­tras las pequeñas y grandes peleas de la vida, me he admirado de vuestra fortaleza y he llorado con vuestras debilidades y renuncias. De esa forma, he sentido en carne propia el triunfo de la virtud cuando alguna me ha escrito privadamente para contarme la buena solución de lo que le preocupaba, y de igual manera he sufrido con las decepciones de quienes no han tenido la fortaleza necesaria para afrontar los problemas con entereza y buen tino. De todas he aprendido, y por eso os doy las gracias más sinceras y emocionadas...


Aunque ya desde la primera vez que puso el nombre de Ana de España al final de uno de los guiones sintió una sensación especial, al principio aquello no fue para Ra­miro sino un trabajo más que no varió su forma habitual de vivir. Sus borracheras siguieron siendo célebres en los bares de Cuatro Caminos y Atocha, de Lavapies y Valle­cas, sus chistes celebrados por amigos y enemigos en bailongos, boites, cabarés, cenadores, ambigús, tugurios y burdeles como siempre lo habían sido. Su atrabiliaria personalidad era motivo de mofa y escarnio y su vida privada desataba la maledicencia de vecinas y conocidos. Pero aquello fue cambiando poco a poco, suavemente, sin que él mismo fuera consciente de la transformación, que, no obstante, le iba calando hasta lo más hondo.
        
Por un lado se fue avejentando. Las canas apa­re­cieron en su barba y se extendieron por ella como un ejército de invasión bien pertrechado, el peso del cuerpo llegó a ser superior a la resistencia de sus piernas y la potencia de su lujuria acabó por buscar refugio en la imaginación tras ser desterrada del maltratado órgano varonil, que hasta aquel entonces había dirigido su existencia toda. Con una cierta tristeza, pero también con una satisfacción que sin duda provocaba la parte de Ana que ya había crecido en su interior, comprobó este hecho y se avino a convivir con él.
        
Otrosí estaban las cartas. Cartas que cada vez llegaban en mayor abundancia, cartas que un día dejaron de ser anónimas entre la anónima multitud de mujeres espa­ñolas para tener nombres y apellidos y pedirle con­tes­taciones privadas porque el calibre del problema se salía de los estrechos límites que podían tratarse a través de las ondas: aquella muchacha de Córdoba que tenía trato antinatural con su padrastro; aquella esposa y madre de Jaén fugada con un novillero y abandonada con un niño del pecado en sus entrañas tras una tarde triunfal en la plaza de Úbeda; aquella viuda de Sabadell entregada al carnicero de la esquina para poder dar de comer a su nu­me­rosa familia... ¿Cuántos como estos y otros problemas no le habían llevado a sentir que ya no era él, Ramiro Suárez de Montealegre, tarambana, putañero y vividor, quién aconsejaba a las acongojadas remitentes; sino ella, Ana de España, mujer, esposa y madre, serena y comprensiva, sabia y virtuosa, quién escribía una a una las palabras sobre el papel y, lo que es más importante, sobre las conciencias?
        
Pronto se dio cuenta que Ana de España era respetada en la misma proporción en que Ramiro Suárez era rechazado. Comprendió lentamente la importancia de su trabajo. Pero no del suyo, simple escribano mercena­rio, sino del de Ana de España, lejana e inaprensible consejera. Y sin apercibirse, dejó de ser quién fue. Aban­donó poco a poco las viejas costumbres libertinas y las antiguas amistades dejaron de verle por los sitios que antaño frecuentara a menudo. Se quedaba en casa, escuchaba la radio, leía las cartas que le enviaban y las contestaba con tal dedicación que se olvidaba de sí mismo y no existía otro mundo para él.
        
Al principio, los conocidos se extrañaron de no encontrarle en los lugares habituales y preguntaron por él, pero poco a poco le fueron olvidando, hasta que Ramiro Suárez de Montealegre no fue otra cosa que un carnet de identidad y una paga a fin de mes. Olvidados quedaron en el pozo de un tiempo más apresurado el voluminoso físico y la risotada aguda y estridente.

             ...Ha pasado ya tanto tiempo que también yo he ido envejeciendo y he de retirarme y dejaros. Vivimos tiempos modernos, nuevas costumbres, distintas formas de vivir. Tantas cosas diferen­tes que acosan con sus peligros la integridad de la mujer española, la unidad de la familia, la felicidad de los niños, que no puedo por menos que sentirme entristecida de que ya nunca más volvamos a estar en contacto. Pero también estoy contenta, porque sé que ahora, como a lo largo de todos estos años, no va a venceros la debilidad ni la mentira. Porque la virtud no está en las ondas de la radio, sino en el interior más pro­fun­do de cada una. Y si bien es verdad que estas "conversaciones de mujer a mujer" ya llegan a su fin, también lo es que nuestra amistad, porque de amistad se trata, es ahora tan profunda que ni vosotras ni yo vamos a olvi­dar­la nunca. Tantas y tantas palabras como hemos compar­tido alrededor del eterno y difícil tema de la vida humana han quedado marcadas de manera indeleble en mí y estoy segura que también en vosotras. Con eso me doy por satisfecha. Espero que no olvidéis a esta Ana de España, que tampoco os olvidará y que con vosotras y por vosotras a aprendido a ser mujer.   


Suena la sintonía por última vez, una sonata de Chopin que durante veinte años ha abierto cada día, de lunes a viernes, "Conversa­ciones de mujer a mujer", el consul­torio sentimental de Ana de España en las ondas de la Cadena de Radio­di­fusión Española. Ramiro apaga el aparato y se queda me­ditando un momento. El pequeño cuarto atestado de pa­pe­les, cintas magnetofónicas, perió­dicos y libros, tirados por cualquier sitio o archivados en los enormes armarios que ocupan la pared, se hace pequeño de repente.
        
Ramiro siente que nunca ha participado en ninguna guerra, ni siquiera como testigo, que nunca ha estado a punto de casarse con una joven llamada Purita y tampoco recuerda que nunca haya ido a ninguna casa de lenocinio, ni que haya robado, estafado, mentido o engañado nunca, ni que se haya emborrachado jamás ni que jamás haya fornicado o practicado la gula o la pereza. Y se siente feliz como nunca se ha sentido.
        
Levanta su enorme cuerpo de la mecedora en la que habitualmente descansa; una mecedora vieja y desfon­dada que amenaza con romperse a cada movimiento que hace sobre ella. Se acerca al aparador, abre uno de los cajones y saca de él una pequeña caja de plata hábilmente trabajada por un orfebre toledano. La abre. Extrae una tableta blanca que como recuerdo le había regalado en otra vida Eric Von Austelbrok, quien fuera mayor de las SS y sabe Dios dónde acabaría. Llena un vaso de agua en el fregadero y se dirige a la cama des­he­cha de la pequeña habitación que le sirve de dormi­torio.
        
Cuando se ha tendido en el lecho salta sobre su vientre Santa María, la última de las gatas que le queda viva de las tres que han compartido su retiro durante tantos años. Le acaricia la cabeza. La gata ronronea y entrecierra los ojos. Con la mano que le queda libre se coloca la pastilla en el paladar, saborea un segundo su amargura y luego la traga acompañándose de un largo sorbo de agua. Reposa la cabeza sobre la almohada y continúa acariciando a la gata.
        
Ahora se sabe limpio y libre. El verbo se hizo carne y habitó en Ramiro Suárez de Montealegre. La carne se hizo verbo y parió a Ana de España. Como una transus­tan­ciación o como quién sabe qué, pero al fin el hombre intuye que ya no tiene que buscar más, ni preocuparse más, ni sufrir más. Cierra los ojos y la mano fofa abandona a la gata y resbala suave­mente sobre el vientre hasta posarse en la sábana. El animal abre los ojos y con una de sus patas araña suavemente el rostro de su amo reclamando la caricia inconclusa.  






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BLASCO IBÁÑEZ. Andanzas cinematográficas de un escritor valenciano en la corte de Hollywood

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Blasco Ibañez y el cine (1)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood

 
Blasco y Valentino



 1. Un personaje de novela



Novelista, editor, periodista, político y aventurero, quizás el escritor español de mayor éxito internacional en las décadas a caballo entre los siglos XIX y XX, Vicente Blasco Ibáñez, nacido el 29 de enero de 1867 en la valenciana calle de Jabonería Nueva, hijo de un pequeño comerciante y de una mujer devota y severa, y fallecido en 1928 en su mansión de la villa francesa de Menton, quizás fue también el primer intelectual y novelista español, el más importante y exitoso en cualquier caso, que demostró un verdadero interés por aquel nuevo invento que fue el cinematógrafo.

A él dedicó desde el principio, cuando para otros artistas de su época aún era tan sólo un simple entretenimiento de barraca de feria, una atención que le llevaría a acabar considerando las películas no sólo un medio en el que podía expresar su talento, sino, sobre todo, la forma artística por excelencia del nuevo siglo naciente, fiel representación de una era regida por el maquinismo y la modernidad. Contar esa historia es el objetivo de estas notas. Veremos a ver cómo va saliendo la cosa.

Blasco retratado por Sorolla
A estas alturas del siglo XXI parece lógico preguntarse por qué este interés en un escritor (y en lo que aquí nos toca cineasta) que hoy está, mucho me temo, prácticamente olvidado, excepto por una pequeña lista de estudiosos, víctima de una infravaloración crítica que apenas le ha considerado en las últimas décadas poco más que un autor de folletines inspirados. No voy a entrar en ello, aunque sea una valoración que me parece absolutamente injusta. Sin duda Blasco Ibáñez no fue un gran novelista, a la manera de un Galdós, fecundo como él, o de un Clarín, autor esencial de una sola obra, aunque sí existen grandes novelas entre su muy extensa producción. Pero que nadie se preocupe, que no entraré en esa cuestión, porque no está la reivindicación literaria del autor en los orígenes de estas líneas, que no hablan tanto de sus novelas, sino de lo que el cine hizo con ellas. Este interés por la faceta cinematográfica nace motivado tanto por la curiosidad por esta actividad poco conocida del escritor como por su propia personalidad humana, que como se verá le convirtió en todo un personaje.

También existe, lo reconozco, una querencia personal hacia el tema, porque Blasco Ibáñez fue mi primer descubrimiento literario en una ya lejana adolescencia, pasadas ya las épocas, nunca conclusas, de Mortadelo y Filemón y Hazañas Bélicas o la posterior de Salgari, Verne y Zane Grey. No creo yo que esto pueda interesar mucho a quien se meta en estas líneas, pero como el blog es mío, saco la varita mágica del capricho y lo introduzco aquí. También porque creo que sugiere lo que Blasco Ibáñez significó para alguna gente en un determinado momento de la historia de España.



Flash-back en blanco y negro




La acción tiene lugar a comienzos de los años 60 del siglo XX, y transcurre en la cola de la taquilla del cine Espronceda, sito no en la calle del mismo nombre, sino en la aledaña de Alonso Cano, Madrid. Era una sala de barrio, de programa doble, ante la que esperaba su apertura acompañado de alguno de aquellos viejos amigos de la infancia, que ya se han perdido en el calendario pero que no se olvidan. Para entretenerme leía un libro. Una señora que también esperaba se fijo en el título, y me recriminó --la verdad es que en mi recuerdo no sé si con cariño o con soberbia-- que aquella no era lectura para niños. Yo, con la fatuidad de los 14 años que bien podía tener ya, le respondí sin dudarlo: “me lo ha regalado mi papá”, y debo suponer que seguí al tema que me regalaba la novela, que era de Blasco Ibáñez y que debía ser “Entre naranjos”, que contiene un apasionado romance del protagonista con una casquivana cantante de ópera que, inmerso el país en la moralidad más pacata, no debía ser adecuada para la tierna mente de un adolescente pajillero.

No mentía yo a la señora, el dios en el que ya no creía entonces me libre. Mi padre, un veterano rojo que en su juventud se había imbuido hasta las cejas del republicanismo radical del escritor, admiraba a Vicente Blasco Ibáñez, al que probablemente conocía más por sus ideas que por su literatura. Queriendo traspasarme esa admiración, me regaló algunas de las novelas del ciclo valenciano, las que entonces eran más fáciles de encontrar y que constituyen probablemente lo más destacado de la obra del valenciano. El viejo hubiera querido comprarme “La Catedral” o “La Araña Negra”, que él había leído, pero su anticlericalismo militante las había hecho víctimas de la censura.

Lo mismo hizo con otros autores y libros que él  había ido descubriendo a lo largo de su vida con ese hambre de cultura que caracteriza a los buenos autodidactas. Comprábamos, porque le gustaba que le acompañara, en librerías, pero preferentemente en la Cuesta de Moyano o en el Rastro, en el que un viejo amigo, maestro depurado, malbarataba su biblioteca para completar el mezquino sueldo que le daban en  la academia en la que daba clases a repetidores. Era la manera en que unos determinados españoles, los perdedores de una guerra que aún estaba insultantemente presente en todos los rincones, podían leer y aprender lo que en la escuela se ocultaba. 

En mi caso personal, aquella insistencia paterna me permitió acceder a edad muy temprana a libros, historias e ideas que, en otras situación, hubiera tardado mucho más en descubrir o no hubiera descubierto nunca: Vargas Vila, que le gustaba especialmente, “La busca” de don Pío, que encontró entusiasmado, Zola, Machado y Lorca, Galdos… O “Las Ruinas de Palmira”, el panfleto del Conde de Volney, que para él constituía la prueba irrefutable de la falsedad de las religiones y del que no entendí un pijo, aunque lo leí con la máxima atención. Recientemente he vuelto a intentarlo, pues lo encontré en esta cosa de internet, pero no he sido de pasar de la página 20, y eso ya creo que es mucho. De todos ellos, Vicente Blasco Ibáñez fue el que más me impresionó, el que más ventanas me abrió, no ya a las ideas y a la literatura, que también, sino a la vida.


novelista, periodista y editor


En la Casa-Museo de Valencia dedicada al escritor, reconstrucción del viejo chalet de la playa de la Malvarrosa en la que vivió Blasco, encima de la falsa mesa de despacho en la que escribía, de la misma época pero no exactamente la misma, se conserva un folio sobre el que, escrito por su propia mano, figura un aforismo que, personalmente, me parece toda una declaración de principios sobre el arte del buen vivir, en el que don Vicente fue un maestro. "El trabajo es virtud, la holganza es salud", reza, en una clara contradicción entre sus aspiraciones y la realidad, porque pocos escritores hay en España que trabajaran más en su vida, tanto que desarrolló tal actividad que casi alcanza la extravagancia. No sólo en su obra literaria, sino en otros muchos afanes, unas veces complementarios de la escritura y en otros totalmente ajenos a ella, hasta el punto de poder llegar a afirmar que Vicente Blasco Ibáñez, valenciano, vividor y escritor, hubiera sido, de haber escrito sus memorias, el más novelesco de todos los personajes de sus novelas.

Ante todo don Vicente fue novelista. En su bibliografía figuran más de cincuenta libros, la mayor parte novelas, unas excelentes y otras infumables, pero también divulgación histórica, algún ensayo o panfleto y varios y destacables libros de viajes que aún hoy pueden leerse con provecho. En línea con ese empeño literario, también fue editor, creando con algún socio la editorial Prometeo en 1914. En ella publicó sus propios textos, pero no exclusivamente, convirtiendo su editorial en una de las más importantes de España, poniendo al alcance de los españoles del momento buena parte del pensamiento más racionalista y progresista de la humanidad. A él se deben, por ejemplo, las primeras ediciones en España de "La evolución de las especies", de Darwin, o las primeras "Greguerías" de Gómez de la Serna, a más de los dramas completos de Shakespeare, que tradujo él mismo, al parecer plagiando, y que por primera vez aparecían completos en español, Homero, Esquilo, Sófocles o Dante, en colecciones dedicadas a los más distintos temas: teatro, historia, geografía, ciencia, clásicos de la literatura y novelas populares de autores contemporáneos, que se publicaron en la colección por entregas de "La novela literaria" a precio barato. Su idea como editor, aparte de ganar dinero, cuestión que también le interesó toda su vida, era poner al alcance de las clases populares la mejor literatura del mundo y los libros de pensamiento más avanzados. Publicar mucho, barato y de calidad. Una hermosa aventura en la que anduvo toda su vida y que le sobrevivió, interrumpida sólo a la toma de Valencia por los rebeldes al final de la guerra civil, ya muerto Blasco 11 años antes.

En esta misma vocación divulgativa habría que inscribir la creación, en 1894, el diario El Pueblo, en cuyo primer número comenzó también la publicación en forma de folletín de “Entre naranjos”, iniciando su ciclo de sus novelas valencianas. El periódico sería desde el primer momento el más importante de los órganos de prensa valencianos, con gran repercusión también en toda España, instrumento de difusión y agitación de los principios republicanos, anticlericales y obreristas que constituían las bases ideológicas y políticas del escritor.


Activista político


Entre las cosas en las que Blasco Ibáñez fue un adelantado a su tiempo figura en lugar destacado la de constituir un ejemplo de escritor de lo que con el tiempo llegarían a ser los intelectuales comprometidos, “engagé” siempre hasta las cachas. Más que lo fueran Zola o Víctor Hugo, sus modelos de literato, porque su compromiso no se quedó sólo en los libros o en actuaciones políticas puntuales. Muy por el contrario, para Blasco la política fue, especialmente hasta que llegó a la cuarentena, una actividad paralela a la literaria a la que se entrego con similar energía que la que dedicaba a sus novelas, las mejores de las cuales escribió, precisamente, en esta etapa de su vida. 

Vicente Blasco Ibáñez se inició en las luchas políticas cuando apenas con 15 años ingresó en la Universidad de Valencia para estudiar Derecho, que acabó pero no ejerció, y se implicó en las algaradas de 1882 contra la monarquía, que se había restablecido siete años antes, tras el finiquito del sexenio liberal y la primera República. A partir de ahí, en lo que hoy llamaríamos un rápido proceso de concienciación, su nivel de compromiso fue acrecentándose y concretándose. Racionalista irredento como era, se integró en la masonería y se adhirió al Partido Republicano Federal de Pi y Margall, la rama más a la izquierda del republicanismo de la época (recuerden que andamos allá por los tiempos de la guerra de Cuba, a la que nuestro autor se opuso con firmeza). Sin embargo duró poco esa militancia, porque Blasco no era hombre de andar detrás de otras banderas que no fueran las propias. Así, creó en Valencia lo que primero sería Unión Republicana, y luego, otra vez en su papel de precursor, Partido de la Unión Republicana Autonomista, que gobernó en la ciudad durante largos años y por que fue elegido diputado en las Cortes madrileñas en seis ocasiones.

No fue el suyo un partido cualquiera, a la manera de las agrupaciones de notables, o de caciques, que entonces administraban España, porque gobernarla, lo que se dice gobernarla, aún la gobernaba Alfonso XII, servido en dulce alternancia por liberales y monárquicos. Lo que Blasco construyó --en línea con lo que entonces estaban haciendo en Barcelona Lerroux con su Partido Radical—fue, y no es moco de pavo histórico, la primera organización política de masas, cuando el socialismo y el anarco sindicalismo aún andaban en pañales. Un partido con una extensa red de militantes y simpatizantes, organizado en cada pueblo a través de una completo entramado de ateneos y centros republicanos, centrados en la política, pero también en la cultura, llegando en este terreno a fundar incluso una Universidad Popular.

Tal fue la influencia de Blasco Ibáñez en la política española de finales del siglo XIX y comienzos del XX que incluso llego a bautizar una corriente ideológica, el blasquismo, que aún hoy es reconocido incluso en wikipedia. Una ideología embrionaria de lo que vendría después, decididamente basada en la idea de la necesidad del protagonismo político de las masas subyugadas, republicana y anticlerical de raíz, en la convicción de que el despotismo monárquico y el oscurantismo religioso eran la base de la incultura y la miseria de las clases populares. Populista en su expresión y caudillista en su funcionamiento; burgués, prelibertario y protosocialista.

No puedo reprimir el transcribir aquí, aunque se alargue la historia, el retrato que de él hizo alguien que le conoció de adolescente en aquellos años de esplendor literario y político de Blasco. Hombre, como él, de la novela y el cine. Máx Aub, aquel francés hijo de padres judíos que en su peregrinar le llevaron a Valencia todavía niño, ya en el exilio mexicano, en 1945, en su novela “Las buenas intenciones” puso en boca de uno de sus personajes:

“Era un dios, ¿me oís?, un dios, y además lo parecía: alto, fuerte, casi hercúleo, el pelo ensortijado, la cara de dios griego, un poco grueso tal vez... ¡Y una voz! ¡Qué voz!... Vosotros no habéis conocido a Blasco, el verdadero Blasco, era un dios. Hablaba de todo: de poesía, de libros que nadie había leído —por lo menos los que le escuchábamos—, de historia, de geografía ¡y le entendíamos! Yo he visto a una multitud enorme no sólo escucharle con la boca abierta, horas y horas, sino repetir, palabra por palabra, lo que iba diciendo... Es muy fácil decirlo, y no parece nada, pero ver, como yo lo vi, cientos y cientos de caras, levantadas hacia él y repitiendo lo que escuchaban, como si fuese una oración. ¿Vosotros qué sabéis?... Yo le he oído hablar en una plaza de Valencia —todavía lo estoy viendo—, en el balcón de un centro republicano —no me acuerdo cuál, yo era muy chico entonces—-. Los salones estaban a reventar, a reventar la plaza y las calles de al lado. Llegó la guardia civil de a caballo dispuesta a despejar aquello ¡y se tuvo que regresar sin poder hacer nada! Aún estoy viendo a Don Vicente, con su barba de profeta joven, arengarlos, en el balcón, entre las luces de las antorchas. Se agigantaba, todos aquellos hombres hubiesen dado hasta la última gota de sangre por él”.

Todo lo que se conoce de Vicente Blasco Ibáñez confirma que fue tal y como le dejó retratado Max Aub. Nadie me negará que podía haber sido personaje en una de sus novelas, aunque aquí todavía personaje secundario. El protagonismo le llegará, lo comprobaréis, al completar el puzle de su vida.

La facilidad de Blasco para llegar a la gente y la verdad de su mensaje le ayudaron a convertirse en un político de éxito, por mucho que tampoco resultaran ajenos a ese triunfo su prestigio como novelista y la influencia que le permitía ejercer el contar con un medio de propaganda propio como era el diario El Pueblo. Sin embargo, probablemente no hubiera disfrutado del fervor popular del que disfrutó de no habérselo ganado paso a paso con su participación en las luchas populares y callejeras de Valencia, que le acarrearon no pocas dificultades y que sus seguidores supieron apreciar, aceptándole como uno más de ellos, siempre dispuesto a todo por la causa.

El activismo de Blasco le llevó a participar directamente en algaradas y enfrentamientos de los que no siempre salió bien parado. En tres ocasiones dio con sus huesos en presidió, aunque siempre por pocos meses, y en dos debió exiliarse para salvar el pellejo. La primera de ellas tuvo tintes de aventura digna del celuloide.

En 1890 --recordemos, Blasco tenía 23 o 24 años--, visitó Valencia en gira de mítines Antonio Cánovas del Castillo, líder conservador, muñidor de la reciente restauración borbónica, inventor del bipartidismo y Presidente del Consejo de Ministros. No había otra que tal personaje le cayera mal al joven periodista, que desató una dura campaña en contra de la visita desde las páginas de La Bandera Federal, el semanario que había fundado recientemente, poco más en realidad que una hoja volandera. Como consecuencia de sus proclamas y alentada desde la revista, se organizó una masiva y agitada manifestación, en la que Blasco se dirigió a la muchedumbre en plena calle. Cargaron los guindillas, que se lanzaron directos contra orador, pero cuando la policía intento detenerle le protegieron los propios manifestantes, que le rodearon y le ayudaron a escapar, escondiéndole un amigo en una barraca de la playa en la que hubo de permanecer oculto varios días. Cuando despejó la tormenta, una gabarra de pescadores amigos le llevó hasta Argel, desde donde saltó a Marsella y de allí a Paris. ¡Ríanse ustedes de las fugas del telón de acero!

Incluso a un duelo a pistola le condujo a Blasco su actividad política. El contrincante fue un teniente del ejército, Alestuei de nombre, con el que intercaló tres disparos sin consecuencia. La cuarta bala salido del arma del militar acertó al escritor en el vientre, aunque por fortuna chocó con la hebilla del cinturón, lo que le permitió conservar la vida pero no le evitó caer herido al suelo. Aunque el duelo era a muerte, ahí se acabo el tiroteo. ¿De película o no?



Aventurero por el mundo


Por si aún no ha quedado claro el carácter aventurero de nuestro personaje, aún restan un par de historias que dejan patente esta faceta de Blasco Ibáñez, viajero impenitente y buscalíos profesional como fue toda su vida. Ahí quedó para la historia la vuelta al mundo que emprendió desde el puerto de Nueva York en septiembre de 1923, cuando con 58 años de edad ya no era precisamente un chaval. Pocas personas habían realizado un viaje similar en aquellos años. Personalmente sólo conozco a dos, Blasco y Phileas Phog, aunque el primero no pusiera en el empeño tan sólo 80 días, sino dos años. Tampoco utilizó el escritor en esta trashumancia globos aerostáticos ni vapores autodestructivos, sino que dio la vuelta al Globo en el cómodo camarote de un lujoso transatlántico de la American Express. Aún así atravesó ocho océanos, navegó por el Ganges, el Nilo y el río Amarillo y conoció las cinco razas en los cinco continentes.

Y todo ello, cuentan, realizado con toda naturalidad, como si la cosa le resbalara y dar la vuelta al mundo fuera algo que se hacía cada día, como ir al trabajo, visitar a la familia o tomarse unos vinos en la taberna de debajo de casa. Algo que él parecía haber realizado con una normalidad y modestia que, por otra parte, no eran sino el enmascaramiento del orgullo que sentía por la hazaña realizada. “Cuando baje del tranvía y me pregunten de dónde vengo, diré: de dar la vuelta al mundo”, respondió a la pregunta de un periodista en el momento de la partida. “Como otros vienen de comprar el periódico”, apostilla su biógrafo, Ramiro Reig, que refiere la anécdota. El resultado del periplo fue “La vuelta al Mundo de un novelista” (1925), cuyos tres volúmenes constituyen todavía hoy una lectura apasionante a trozos, siempre ilustrativa y desde luego esclarecedora de la personalidad del autor.

Pero si algo define el carácter aventurero del escritor son sus afanes de pionero colonizador de tierras vírgenes. En 1912, en el transcurso de su primer viaje a Argentina, unos amigos le habían convencido de que aquel era el país de las oportunidades, lugar de acogida y triunfo de inmigrantes de todo el mundo. Ni corto ni perezoso, Blasco compró amplios terrenos y pensó en los campesinos valencianos que pasaban hambre y que allí podrían transformar su miseria en prosperidad. Regresó a Valencia, reunió a 70 familias y con ellas atravesó el mar, cruzó el desierto y se estableció con ellos en medio de la pampa. La aventura duró tres años y acabó como el rosario de la aurora: las tierras no eran tan fértiles como había pensado, las hermosas viviendas prometidas no estaban construidas y los colonizadores debieron alojarse en ínfimos barracones sin ninguna comodidad. Además, los campesinos valencianos, acostumbrados a la fertilidad de la huerta, no encontraban la forma de adaptarse a la aridez del desierto y hacerlo producir. Total, un fracaso que se saldó con importantísimas deudas para el promotor, que, eso sí, pagó religiosamente aunque tardara tiempo en arreglar sus cuentas.

Aún así, aquella aventura descubridora de Blasco dejó huella en Argentina y en su historia a través de las dos colonias que fundó, aún existentes hoy en día con el nombre con que él mismo las bautizó. Primero fue Nueva Valencia, situada a 1.100 kilómetros de Buenos Aires, en lo que ahora es el municipio de Riachuelo, en el departamento de Corrientes, y que cuenta con una población de 1.965 habitantes. La otra, Cervantes Río Negro, está en el norte de la Patagonia, en el departamento General Roca. Sus 3.552 habitantes celebran anualmente en ella la fiesta regional del mate y en diciembre se lleva a cabo la Fiesta Provincial de la Jineteada. Buenos lugares, incluso ahora, para escapar del mundo y convertirse en los vagabundos de “El tesoro de Sierra Madre”.

Como Blasco no disparaba con salvas, y no había historia que no dejara luego en negro sobre blanco, de la desdichada aventura argentina salieron dos novelas: “Los argonautas” (1914) y “La tierra de todos” (1922), que no figuran entre lo más apasionante de su obra, pero que dieron buenos frutos en la pantalla, sobre todo la segunda de ellas, que serviría para cimentar la ascensión al estrellato nada menos que de Greta Garbo.

Continuará…



Siguiente entrega:




Deslumbrando los ojos de un escritor adulto



BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (2) El deslumbramiento cinematográfico de un novelista

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Blasco Ibañez y el cine (2)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood



El deslumbramiento cinematográfico de un novelista


La primera exhibición cinematográfica en Valencia tuvo lugar en el Teatro Apolo el 10 de septiembre de 1895, apenas seis meses después de que los hermanos Lumiere proyectaran aquellas mismas películas en París y unos ocho meses antes de que se pusieran en Madrid. Vicente Blasco Ibáñez tenía, pues, 28 años. Era ya un adulto, aunque todavía joven, que se enfrentaba con ojos vírgenes al nuevo invento.

Dada su precocidad creativa, ya había publicado a esas alturas nada menos que siete libros. Siete títulos cuya enumeración da idea de las distintas preocupaciones e intereses del escritor. Había entre ellos un monumento de tres gruesos y profundamente ilustrados volúmenes cobijados bajo el nombre de “Historia de la Revolución Española” (1892/93) --¡Ahí es nada!--, un texto de viajes: “París, impresiones de un emigrado” (1893), en el que venía a contar su primer exilio en Francia, un panfleto político-didáctico en dos volúmenes: “El catecismo del buen republicano federal” (1892), las muy curiosas e iniciales novelas anticlericales “La araña negra”, un violento ataque contra los jesuitas, y “La Catedral”,  y, sobre todo, “Arroz y tartana” y “Flor de mayo”, las dos primeras de sus cinco novelas valencianas. También hacía un año que había fundado el periódico El Pueblo. Vamos, que cuando Blasco vio por primera vez aquellas sombras que se movían sobre una pantalla, era ya un escritor que comenzaba a ser respetado y un político prometedor, toda una personalidad de la sociedad valenciana, a la que escandalizaba, agitaba y admiraba en proporciones similares.

El interés de Blasco por el cine debió ser inmediato, si tenemos en cuenta lo pronto que le veremos metido en él de hoz y coz. ¿Cómo descubrió el nuevo invento, dónde aprendió a disfrutar de él y cuáles debieron ser las primeras películas que le llamaron la atención? Si le imaginamos como le describen sus biografías, podemos suponer que varias facetas de su personalidad le acercaron al cine como a un imán del que le resultaba imposible huir.

En primer lugar, su curiosidad intelectual, que siempre fue grande y le tuvo toda la vida preocupado por los nuevos inventos, los adelantos más modernos y las ideas más avanzadas. En segundo, tal vez, su carácter jaranero y vividor, que bien permite imaginarle como asiduo de los barracones de feria, los cafés cantantes o los teatro de varietés en los que, mezcladas con cuplés, números de circo, chistosos y bailarinas, se exhibían las películas en aquellos primeros años del cine. También, seguramente, su fino olfato comercial, que le habría llevado a descubrir un nuevo campo en el que realizar sus ambiciones. En cualquier caso el flechazo debió ser intenso, rápido e instintivo, teniendo en cuenta que su primer contacto profesional con las películas, como veremos, tuvo lugar en fecha tan temprana como 1914, y que no fue hasta 1917 cuando se inauguró en Valencia el primer cine dedicado exclusivamente a proyectar películas, de manera coetánea con otros lugares del mundo.

Por fortuna, existe un texto de Blasco que resulta esclarecedor de los porqués de su temprana atracción hacia el cinematógrafo. Aunque no se den en él referencias concretas sobre sus gustos en cuanto a películas se refiere, sí que aclara su posición ante el nuevo fenómeno e indica de manera patente por dónde iban sus intereses en el asunto. En 1922, con motivo de la publicación de “El paraíso de las mujeres”, la primera de sus novelas cinematográficas --genero de su propia invención con el que pretendía escribir historias cuyo destino final no fuera el libro, sino la película--, incluyó un prologo de 12 páginas sobre la cuestión, que vamos a citar extensamente dado su interés para conocer el tema que tratamos. De momento comenzaremos con una afirmación que contiene tal escrito y que se podría decir premonitoria:

“Dentro de un siglo las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que hubo escritores que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella, apreciándola como una diversión pueril y frívola, buena únicamente para el vulgo ignorante”.

Precisamente por esa extrañeza que causa hoy el desprecio inicial de tantos intelectuales y biempensante hacia el cinematógrafo, pienso que resulta aún más interesante conocer las razones por las que novelistas o intelectuales como Blasco pudieron sentirse automáticamente atraídos por las posibilidades que prometía aquel nuevo medio, entonces todavía una atracción de verbena, recuérdese. Al comenzar el prólogo de 1922, el escritor se definía cinematográficamente situándose claramente en contra de los detractores del invento, los del momento en el que escribía, pero también los que lo habían rechazado ocho años antes, cuando él lo descubrió asombrado en las ferias de su tierra:

“…Yo admiro el arte cinematográfico—llamado con razón el «séptimo arte»—, por ser un producto legítimo y noble de nuestra época. Como todo progreso, ha encontrado numerosos enemigos, que fingen despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de las condiciones necesarias para servir á este arte, aunque lo deseasen. (…)

Cuando se inventó la imprenta, una gran parte de los literatos de entonces también la consideraron como algo populachero y ordinario, que nunca podría gustar á los espíritus escogidos. Fue preciso el transcurso de algunas decenas de años para que todos se convenciesen de que el libro impreso, aunque menos hermoso que el códice escrito a mano y con letras capitulares artísticamente iluminadas, servía mejor á la difusión de las ideas y al mejoramiento intelectual de la humanidad. (…)

Conozco todas las objeciones contra el cinematógrafo y su creciente difusión. Son las mismas que todavía á estas horas formulan algunas devotas, en el fondo de las provincias, contra la novela y contra el teatro, creyéndolos la perdición de la humanidad y la causa de todas las inmoralidades existentes…”

Para Blasco, y en eso reside la claridad premonitoria de su mirada sobre aquel primer cine, aún tosco y sin desarrollar, la importancia del nuevo invento no residía en lo que ya había dado de sí, sino en lo que él presentía que podía dar en el futuro:

“…Si la cinematografía no hubiese de dar en el curso de su desarrollo otras cosas que el sainete grotesco é inverosímil que hace reír con payasadas de clown, ó las historias de ladrones y detectives, yo abominaría de ella, como lo hacen muchos. Pero el nuevo arte está todavía en los primeros vagidos de su infancia; no tiene más allá de veinticinco años de existencia—que equivalen á veinticinco minutos en la historia de un invento útil—, y nadie sabe hasta dónde pueden llegar el desarrollo de su juventud y el esplendor de su madurez.

También la novela dio en distintos períodos de su vida una floración de libros que tuvieron por héroes á bandidos «simpáticos» ó tenebrosos y a policías «providenciales», y á nadie se le ocurre decretar por ello la supresión de dicho género literario. Al lado de la novela psicológica y de observación directa existirá siempre la novela de folletín. Y lo mismo puede decirse del teatro. Juntos con el drama y la comedia, atraerán siempre a una gran parte del público el melodrama espeluznante ó la farsa grotesca…”

Sobre las películas que pudieron haberle despertado la afición y que pudieron incitar su imaginación, la verdad es no hay muchas en el catálogo hasta ese 1914 en el que por primera vez su literatura sirvió de base a una de ellas, especialmente teniendo en cuenta que, como veremos luego, el cine que le interesaba, no era el documental o el cómico, que estaba comenzando a dar excelentes cintas, sino el que podríamos denominar como narrativo-dramático. Y en aquellos años había pocas películas de esas que pudieran dar a Blasco deseos de emulación.

Quizás conociera el valenciano, que ya había viajado por Italia y Francia, alguno de los films de Griffith, que para esa fecha aún no había dirigido “El nacimiento de una nación” (1915) ni “Intolerancia” (1916), pero que ya había dado a la luz películas que podían haber sido del gusto de Valle si las hubiera visto. Igual podía suceder con la obra inicial de Cecil B. de Mille. O el “Ben Hur” (1907) de Sidney Olcott (aunque no el de Fred Niblo, que no se estrenaría hasta 1925, tres años después de haber adaptado “Sangre y Arena” del valenciano). O quizás había visto, porque era hombre viajado y ya conocía París, los primeros dramas sociales de Abel Gance, que aún estaba lejos de “Napoleón” (1927), pero que ya había abordado con rigor, por ejemplo, los prejuicios raciales en “Le Nègre blan” (1912), o “La pagoda” 1913), del alemán Joe May, “La cabaña del tío Tom” (1910) de, yanquee E. S. Poter o, incluso “Mala raza” (1913) del pionero catalán Fructuoso Gelabert. Es imposible saberlo, aunque lo que se puede suponer con cierto fundamento es que en aquel 1914 tuvo que acudir necesariamente a ver la superproducción italiana “Cabiria” y que debió salir encantado de la proyección, porque había en ella muchas de las cosas que a Blasco le hubieran gustado para sus propias películas, si es que entonces ya ambicionaba hacerlas.

En 1914 Italia era no sólo uno de los centros industriales cinematográficos del mundo, con clara ventaja entonces sobre Hollywood, sino un territorio que conocía bien el escritor, que había estado exiliado allí ya en 1896. Era probable que hubiera tenido ocasión de las primeras superproducciones históricas italianas. Películas como “¿Quo vadis?” (1913), de Enrico Guazzoni, “Julio César”, de Martoglio, o “La caída de Troya” (1910), de Giovanni Pastrone. Éste último fue aquel mismo año en que debutó cinematográficamente Blasco el director de “Cabiría”, película que consiguió un gran éxito internacional y que influyó decisivamente, como cuentan los estudiosos, en las grandes superproducciones de Griffith y del consiguiente monumentalismo hollywoodiense.

Cabiria”  contaba con todas las bazas para entusiasmar a Blasco. Era (y es, porque aún hoy puede verse íntegra en youtube), una superproducción a todo lujo, con decorados monumentales, bellas odaliscas, espectaculares batallas, cientos de caballos y grandes masas que, además, contaba la importante historia de la lucha de Roma contra Cartago y en la que aparecían personajes míticos como Aníbal, que atravesaba los Alpes a lomo de sus elefantes, o Maciste. No resulta disparatado imaginarse al valenciano viéndola, embobado mientras desfilaban ante sus ojos las imágenes imaginarias de algunas de las historias que había contado hasta entonces, entre las había que había algunas que parecían concebidas con el mismo estilo grandilocuente, histórico y lujoso de la superproducción italiana. “Sonnica la cortesana”, 1901; “La maja desnuda”, 1906; o, sin ir más lejos, “Los Argonautas”, que andaba escribiendo ese año, no son malos ejemplos. O, “Sangre y Arena” (1908). que era otra cosa, como el tiempo demostraría.

Había, además, un nombre en “Cabiria” que sin duda hubo de llamar su atención y concitar su respeto hacia la película. Se trataba de Gabriel D’Annunzio, ya entonces gran pope del Decadentismo literario, que firmaba el guión y, naturalmente, los textos de los intertítulos. No los había escrito él, sino el director, Giovanni Pastrone, pero el gran novelista, poeta y dramaturgo italiano había accedido a firmarlos con su acreditada rúbrica a cambio, es de suponer, de una buena cantidad de liras. Según testimonio posterior de Blasco fue el propio D’Annunzio quien le animó a meterse en el mundo de las películas. Y aún hay otro nombre de la ficha técnica de “Cabiria” relacionada con el valenciano, el aragonés Segundo de Chomón, creador de los muy novedosos efectos especiales de la película y un imprescindible pionero del cine español que sería productor de alguno de los intentos cinematográficos del escritor valenciano.

Con este posible y especulativo bagaje como espectador, el primer acercamiento entre Blasco y el cine, ya lo hemos dicho, tuvo lugar en 1914. Recordémoslo, una fecha en la que el cine en Valencia todavía acompañaba en los programas de variedades a cupleteras y funambulistas, por mucho que el escritor no fuera precisamente un intelectual provinciano que no había salido de su provincia, todo hay que decirlo, sino ya una figura internacional, conocido en todo el mundo y que ese mismo año había instalado casa en Francia, movido a salir de España por los amores de una mujer y el desamor de la política.

Primeros pinitos cinematográficos

Sea como sea, en 1914 (o en 1913, que los historiadores discrepan) se adaptó por primera vez al cine un texto de Blasco Ibañez. Para esa época ya existía en Valencia una incipiente industria cinematográfica, que contaba incluso con una productora propia, Casa Cuesta. Había nacido de la mano del pionero Ángel García Cardona a partir de una antigua droguería que vendía cámaras y material fotográfico, aunque hasta ese momento prácticamente no hubiera filmado otra cosa que escenas típicas locales, como “Escenas de la huerta” (1905), y fiestas y sucedidos, tales como “Procesión de nuestra excelsa patrona, la Virgen de los desamparados” (1904), o “Visita de su majestad el rey” (1906).

Tal vez con la idea, muy extendida por aquel entonces en todo el mundo, de atraer prestigio cultural a un fenómeno que ya dejaba la barraca de feria para pasar a los teatros, los productores decidieron transformar en película un texto literario previo, un modelo cinematográfico que comenzaba a florecer también en España. Y puesto que estaban en Valencia, quien mejor que su gloria literaria más importante para llevarlo a cabo. Aunque hay donde se indica que tomaron como base para el experimento la novela “La Barraca”, obra fundamental de Blasco publicada 16 años antes, en realidad parece ser que la obra elegida fue el relato “Dimoni”, con el que se abría la edición de “CuentosValencianos” de 1896.

El resultado fue un breve drama rural de ambiente valencianista al que finalmente dieron el título de “El tonto de la Huerta”. Se desconoce prácticamente todo de él, dado que el cortometraje desapareció y no se conserva copia alguna. Por ejemplo, hay quien le atribuye la dirección a Antoni Cuesta, que bien pudiera ser tan sólo el productor, o al propio director de la productora, Ángel García Cardona, aunque la película no figure en su filmografía. Sin embargo, lo más probable es que la productora valenciana recurriera al cineasta catalán José María Codina, con mayor experiencia en el tema, ya que un par de años antes había rodado “Lucha de corazones”, basada en “Maria Rosa”, obra teatral de Ángel Guimerá de gran éxito en la época, que ya había sido adaptada en 1909 por Fructuoso Gelabert, pionero entre los pioneros, quién, por cierto, fue el camarógrafo de esta segunda versión de Codina.

Entre las cosas que se ignoran de “El tonto de la huerta” está si Blasco colaboró o asesoró de alguna manera el rodaje, aunque lo que sí se sabe por los periódicos de la época es que quedó satisfecho del resultado. Tanto que decidió implicarse directamente en la producción y dirección, llegado el caso, de sus propias películas. Se dirigió para ello a la productora catalana Hispano Films, en las que, entre otros, figuraba como socio Segundo de Chomón, entonces el cineasta español de mayor proyección internacional, que aparte de realizar sus propios filmes había aprendido la elaboración de efectos especiales directamente de Georges Melies y se había ocupado recientemente de los espectaculares trucos visuales de “Cabiria”, la monumental producción italiana que hemos aventurado más arriba que podía haberle gustado a Blasco hasta el punto de influirle en su visión de lo que podía ser el cine.

Fruto de esa colaboración entre el escritor y la productora catalana sería “La tierra de los naranjos” (1914), versión de “Entre naranjos”, la primera de sus novelas valencianas que había publicado en 1900. De la dirección se ocupó uno de los socios de Hispano Films, Alberto Marro, que ese mismo año había rodado los ocho episodios de “Barcelona y sus misterios”, uno de los clásicos de los seriales cinematográficos españoles. En esta ocasión la implicación de Blasco Ibáñez fue mayor, según indica el historiador Ricardo Blasco en su “Introducció a la història del cine valencià” (Publicaciones del Archivo Municipal del Ayuntamiento de Valencia, 1981), que señala:

Marro dirigí la película assessorat en tot moment per Blasco Ibáñez i cercà d'imitar l'estil deliqüescent dels films passionals italians que tant complaïen aleshores als publics internacionals”.

Cargado con este bagaje de experiencia, Blasco Ibáñez decidió abordar el cine directamente, afrontado sus dos siguientes experiencias ya como codirector, según figura en los títulos de crédito, y productor. De su entusiasmo dan cuenta las declaraciones, no sin buenas dosis de vanidad, que debía ser marca de la casa, realizadas en agosto de 1916 al diario madrileño El Imparcial:

"Fue hablando un día con D'Annunzio, cuando se me ocurrió lanzarme al cine como un muevo camino del arte. Los dos habíamos sido traducidos en todos los idiomas y casi en todos los dialectos; pero no es sólo la letra la que pierde en las traducciones, sino el alma misma de la obra; que siempre sufrieron quebranto los vinos en el trasiego. Pensamos en el cine, hecho, intervenido, mejorado por nosotros, matiz nuevo de nuestro propio espíritu.

El cine estuvo hasta ahora en manos de fotógrafos y empresarios que se ceñían a los cuentos mágicos, a los folletines policíacos y plañideros, o a los idilios con acompañamiento de violoncello.

Comienza el período literario. “Sangre y arena”, mi novela, será la primera película pensada y ejecutada por mí. Está traducida a todos los idiomas y el cine completará la traducción. ¡Cuántos y cuántos empresarios de los Estados Unidos, de Inglaterra, de Francia y de Rusia me han hecho proposiciones para impresionar mi novela, que no he admitido temeroso de que hiciesen una españolada más, poniendo en ello todos los enojosos anacronismos zurcidos con majas de Batignoles y toreritos de Chicago! Yo iré a buscar todos nuestros espectáculos castizos: la calle de Alcalá y la puerta, en tarde fanfarrona y rutilante de corrida; las piedras gloriosas de Granada y los rincones toreros de Sevilla. Detrás de mí hay tres grandes empresarios y uno yanqui para poner en “Sangre y arena” toda la pompa española, esa pompa de la monarquía, de los duques, de las corridas y de las procesiones que nos han hecho famosos!..."

Tras la cámara

Así pues, la primera de las cinco adaptaciones cinematográficas de “Sangre y arena” (una de ellas correspondiente a una serie televisiva brasileña realizada en 1968) resulta que no fue la muy famosa realizada en Hollywood por Fred Niblo y protagonizada por Rodolfo Valentino, sino ésta del propio escritor, ignorada en general por los historiadores anteriores a 1998, fecha hasta la que la película anduvo desaparecida y en la que fue recuperada y restaurada por la filmoteca valenciana, fijando entonces los datos de autoría que hasta ese momento eran confusos e imprecisos.

Sangre y arena”, publicada en 1908, era ya, sin duda, la más famosa de las novelas de Blasco Ibáñez, que había conseguido con ella una gran repercusión, no sólo en España, donde hasta 1924 se venderían nada menos que 136.000 ejemplares, sino también en Francia, país en el que residía en aquellos momentos y en el que era considerado una primera figura de las letras. No resulta extraño este éxito, pues la novela constituye un trabajo literario de primer orden que, al hilo de la ascensión y caída de Juan Gallardo, un torero inspirado al parecer en El Espartero (1865/1894), se desarrolla sobre dos ejes paralelos. Por un lado, el mundo de la tauromaquia de finales del XIX, que el autor retrata con justeza y extraordinaria plasticidad literaria, y una trama de claro tinte melodramático alrededor de la historia amorosa, que coloca al protagonista entre dos mujeres, su esposa, Doña Carmen, y Doña Sol, una mujer fatal de la que se enamora pasionalmente y que al final causará su desgracia.

Tal fue el interés del escritor por este proyecto cinematográfico que incluso creó su propia productora para llevarlo a cabo, a la que dio el nombre de Prometeo, el mismo de la editorial que había creado dos años antes. Colaboró en la dirección el francés Max André, del que no hemos encontrado mayores referencias. La película obtuvo un cierto éxito, tanto en España, donde permaneció nada menos que siete meses en las carteleras madrileñas, como en Francia, para la que se “dobló” una versión específica, y donde se sabe que se estrenó en El Hipódromo, centro de reunión y asueto de la buena sociedad parisina.

A la hora de llevar su historia al cine, parece ser que Blasco elaboró una especie de guión o tratamiento cinematográfico de 12 páginas que tras el estreno de la película llegó a editarse en un opúsculo que se vendió al precio de 10 céntimos con el título de “Argumento de la novela cinematográfica Sangre y Arena”, que hoy se conserva en la Biblioteca Nacional. Dividido en seis partes, o secuencias, cada una de ellas compuesta de uno a siete cuadros (I. La carrera de Juan Gallardo; II. Amores aristocráticos; III. En la cumbre; IV. Semana santa en Sevilla; V. Hacia el ocaso; VI. La tragedia), el texto constituye, aparentemente, un simple resumen argumental de la novela, aunque se añade alguna escena que no estaba en el original. Blasco denominó el breve texto como novela-cinematográfica, adelantándose en seis años a la definición  del concepto que teorizaría en el prólogo de “El paraíso de las mujeres”.

No se trata, sin embargo, de una simple reducción del argumento de la novela, sino de una verdadera adaptación fílmica del texto literario, en la que llega incluso a cambiarle el nombre a la protagonista, que pasa de doña Sol a Elvira. En primer lugar, Blasco altera el tiempo en el que se narra la historia y su ordenación en la trama, contando en un orden rigurosamente cronológico lo que en la novela se estructura en base a capítulos más o menos temáticos. Por otro, se añade un episodio que no figuraba originalmente, que transcurre en Granada y que, aparte de para sintetizar facetas de los personajes que en la novela aparecen dispersas a lo largo del texto, sirve sobre todo, para acentuar una de las facetas más destacadas de la película: su carácter documental.

Quizás la característica más valiosa de “Sangre y arena” sea aún hoy la habilidad del escritor para integrar el drama amoroso en el contexto del mundo del toreo y, en general, de la España del momento, algo que ya destacaba notablemente en la novela base y que siempre está presente en su mejor literatura. Debió considerar que plasmar la historia en la pantalla le permitía no sólo explicar ese contexto, sino mostrarlo directamente tal como era. No dejarlo al albur de la imaginación del lector, sino fijarlo en el celuloide como testimonio vivo de la realidad. La intención de Blasco queda clara al ver el detenimiento casi etnográfico con el que fijó la cámara en tipos y personajes, atuendos y actitudes, y, sobre todo, en la atención que prestó a los ritos y manifestaciones de la cultura popular, desde las procesiones al flamenco. Y a los escenarios reales, de La Alhambra a las plazas y calles de Sevilla pasando por los cosos taurinos. Pero muy especialmente se denota esa vocación documental en su acercamiento al mundo cerrado del toreo, del que muestra sus momentos de heroísmo y belleza, pero del que tampoco oculta su violencia y crueldad con impactantes imágenes de sangre y muerte. Una faceta verista que se destacó en la propia publicidad del filme, en la que se valoraba:

“Una pródiga suma de detalles da al espectador la más aproximada idea de lo que es la realidad de una corrida de toros, con su animación en los tendidos, con el vistoso paseo y, antes, con el solemne momento de la plegaria en la capilla de la plaza, de contenida emoción”.

Sobre este opúsculo, a mi entender central en la faceta peliculera del novelista valenciano, hay muchos más datos y mejor ordenados en el artículo de Claire Monnier Rochat, de la Universidad de Ginebra, que bajo el título de “A propósito de Sangre y Arena de Vicente Blasco Ibáñez: Miradas a un opúsculo que costaba 10 céntimos puede encontrarse en internet. 

El visionado de la película y la lectura del opúsculo, o del análisis que de él ha realizado la profesora suiza, permite hacerse una pregunta que creo pertinente a la hora de intentar conocer los motivos por los que un escritor de éxito, que estaba a punto de entrar en la cincuentena, deseaba ser director de cine en tan temprana etapa del desarrollo del nuevo arte. Tal vez la respuesta haya que buscarla en el prólogo ya citado de “El paraíso de las mujeres”, la que oficialmente sería la primera novela cinematográfica de Blasco, escrita en 1922 por directa petición de la industria hollywoodiense tras el éxito internacional de las primeras adaptaciones de “Sangre y arena” y “Los cuatro Jinetes del Apocalipsis”. Decía allí:

“La cinematografía no es el teatro mudo, como creen muchos; es una novela expresada por medio de imágenes y frases cortas. El teatro tiene convencionalismos de lugar y de tiempo, impuestos por los breves límites de un escenario, y de los cuales no puede librarse. En cambio, la acción de la novela no reconoce limites; es infinita, como la del cinematógrafo, y puede componerse de tres ó cuatro historias diversas, que se desarrollan á la vez, y al final vienen á confundirse en una sola; puede tener por escenario los lugares más diversos de nuestro planeta.

Una obra teatral llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus decoraciones quince ó veinte veces: pero le es imposible ir más allá. Una novela, lo mismo que una historia cinematográfica, puede disponer de tantos escenarios como capítulos, tener por fondo los más diversos paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.

(…) La multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el escultor, ni el músico (…).La expresión cinematográfica puedo proporcionar a la novela la universalidad de un cuadro, de una estatua o de una sinfonía. Los rótulos del film y la necesidad de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo importante es la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos, valiéndose del gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas. Gracias á este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece a  un país determinado puede tener por patria intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres de todos los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los límites de un salvajismo recién abandonado.

(…) Además hay que hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente en todas las naciones. (…) Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando el novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera a los pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que él. Todos los resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y mortecinos de tanto funcionar; todas las situaciones emocionantes, todos los caracteres salientes, todos los tipos de humanidad, están casi agotados. La originalidad novelesca va siendo cada vez más ilusoria. (…) Los novelistas se agitan infructuosamente en busca de novedad; el público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando pretende en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de novela, y aburre al lector…. Y en esta crisis, que es universal, nadie columbra la solución.

Yo no afirmo que el cinematógrafo sea un remedio único y decisivo; reconozco además como indiscutible que la novela impresa será siempre superior á la novela expresada por el gesto, pues esta última no puede disponer con la misma amplitud que la otra de la sugestión inmaterial del «estilo»; pero creo que si los novelistas empiezan a intervenir directamente en el desarrollo del «séptimo arte», monopolizado hasta hace poco por personas sin competencia literaria, su esfuerzo servirá cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una segunda juventud y haciendo más extensos sus dominios actuales”.

La cita es larga, pero, cómo he perdido ya el miedo a las longitudes, me parece pertinente. A las alturas a las que escribió este prólogo (recordemos: 1922, escritor universal, conferenciante estrella, idolatrado en Hollywood y humilde huertano a punto de dar la vuelta al Mundo) Blasco había dejado atrás todas sus pretensiones, fueran las que hubieran sido, de ponerse él mismo detrás de la cámara. Tras recordar en el texto el altísimo coste de las películas, la complejidad de su producción y las maravillas de su distribución en todo el mundo, el escritor reconocía humildemente que el cine era americano:

Así se comprende que los cinematografistas americanos, sin salir de su país, puedan cubrir todos sus gastos, que son inauditos, y realizar ganancias. El producto del resto del mundo es para ellos á modo de una propina”.

Pero volvamos atrás, que aún no hemos llegado a ese momento en que nuestro personaje cayó fascinado ante el poderío americano. De nuevo estamos en 1917. Un año después de “Sangre y Arena”, Blasco había vuelto a ponerse detrás de la cámara, otra vez en compañía de Max André, para llevar a la pantalla un relato que había escrito especialmente para la película. Se trataba de “La vieja del cinema”, que luego publicaría en el libro de cuentos “El préstamo de la difunta” (1921). La cinta consiguiente, que él mismo produjo a través de Prometeo Films, ha desaparecido, así que poco he encontrado sobre ella, aparte de que se rodó en Madrid y Sevilla y se montó en París, donde a la sazón residía el escritor.

Al no conservarse el filme, cuesta imaginar su relación final con el relato original del escritor, pero la lectura de éste sirve para hacerse una idea. No sólo de la historia en sí, sino de la forma de contarla y, especialmente, del protagonismo que en ella adquiere el propio cine y el simbolismo que sobre él encierra. Un protagonismo que no sólo se patentiza en la sala de cine en la que transcurre buena parte de la acción, sino también en la estructura del relato, que parece destinada a permitir la inclusión de numerosos flash-back en la cinta, y, sobre todo, en su significado metafórico sobre la realidad y la ficción en el cine, un tema que ya había abordado en “Sangre y arena” con la importancia que había dado a las imágenes documentales.

Las 18 páginas del relato “La vieja y el cinema” cuentan la historia conmovedora de una anciana vendedora de hortalizas, que declara ante un comisario de policía sobre la extraordinaria bronca que ha provocado en un cinematógrafo. Toda la primera parte es, en exclusiva, la larga confesión de la detenida, que para llegar al escándalo final le relata antes al policía su estrafalaria vida, cual si fueran flash-back narrados.

Llegado el primer momento cumbre, así cuenta al final de la declaración el momento en el que su sobresalto hizo estallar la acalorada discusión que la ha llevado a comisaría, introduciendo entonces el tema fundamental del relato:

“—Un señor que estaba detrás de mí y parecía muy entendido en esto del cinema, daba en voz baja sus opiniones á los vecinos.... De pronto, la alsaciana se iba al frente, huyendo de su perseguidor, y empezaban a verse las trincheras con muchos soldados, las cocinas, los cañones. El señor entendido decía que estas vistas no pertenecían en realidad a la historia; que eran, ¿cómo diré yo? lo mismo que retales que le habían puesto al film. ¿Me explico bien, señor comisario? Cosas viejas de la guerra que habían aprovechado; algo así como los remiendos que se echan á la ropa para que parezca mejor.... Pero yo no entiendo de esto, y las vistas me han parecido magníficas.
De pronto salió en el telón el interior de una trinchera, con muchos soldados descansando. Uno de ellos escribía una carta sobre sus rodillas, puesto de espaldas al público. Poco á poco volvió la cabeza y sonrió a las gentes. Yo dudé, creyendo que veía mal. Luego debí gritar. ¡Era mi nieto!...”

Efectivamente, la anciana ha reconocido en la pantalla (sede de la ficción) el rostro de su nieto soldado (principio de realidad), y en ese momento el relato da un giro que tiene que ver con lo mágico y con el cine. La protagonista confunde la imagen cinematográfica del nieto con la propia persona del desaparecido, y su visita al cinematógrafo, al que arrastra también a la esposa e hijo del ausente, se convierte en una diaria cita familiar para reencontrarse con el nieto, esposo y padre que ya no está. La historia tiene un final amargo. La guerra acaba, y la sala que proyectaba la película cambia la programación. “Me lo han matado por segunda vez”, lamenta en un intertítulo la anciana, que llora, pero que, no obstante continúa persiguiendo el recorrido de la película de sala en sala, siempre buscando al nieto perdido:

Y haciendo un esfuerzo supremo, se levantó y siguió marchando en pos del fantasma por las calles interminables, negras, heladas....

Como marchamos todos á través de las asperezas de la vida, guiados por nuestros recuerdos, al encuentro de la Ilusión”.

The end

Proyectos inconclusos

A tenor del rastro que ha dejado en la prensa “La vieja del cinema” (o “La vieille du cinema”, que parecer ser fue el título original con el que se estrenó en Francia) la película no debió tener la repercusión y el éxito que había conseguido “Sangre y arena”. Pese a ello, Blasco Ibáñez siguió empecinado en dirigir cine, y puso en marcha dos nuevos proyectos, también con su propia productora, que, por desgracia no consiguió llevar a cabo, aunque llegó a tenerlos muy avanzados.

El primero de ellos era la adaptación de una novela propia, “Flor de mayo” (1895), una historia de adulterio, celos y venganza cuyo mayor atractivo sigue siendo el retrato que hizo en ella de un pueblo valenciano de pescadores real, El Cabanyal, descrito con calidez y exactitud en sus distintos aspectos, de la pesca al contrabando, como Blasco hacía siempre con los temas y los ambientes que conocía de cerca. Incluso llegó a convocar a través de la prensa un “casting” público para encontrar los tipos que precisaba para el retrato realista que quería hacer. No llegó a buen fin, al parecer, según alguna información, por el estallido en España de la Gran Huelga Revolucionaria de 1917, que acabó como el rosario de la aurora, con un saldo negativo para los huelguistas de 71 muertos, 200 heridos y 2.000 detenidos. Parece un motivo creíble, sobre todo si se tiene en cuenta que el escritor residía en París y debió ver las cosas negras en su tierra. No obstante, no queda claro por qué no la retomó después.

Flor de mayo” no llegó a la pantalla, pero Blasco dejó escrito lo que parece un guión muy detallado de la película, en el que incluso figuran los textos de los intertítulos previstos ya antes del rodaje. Lo he encontrado, al menos un fragmento, en la biografía de Ramiro Reig sobre el escritor (Espasa Calpe, 2002), y reproduzco lo que correspondería a una secuencia, complicada por demás, en tanto cuenta, plano a plano, el naufragio de una barca de pescadores en medio de una furiosa tormenta, todo ello desde el punto de vista de sus paisanos que les contemplan y sufren desde la playa. Pienso que viene bien para dar una idea del estilo dramático que Blasco pretendía dar a su cine, además de mostrar cómo se escribían los guiones en aquellos lejanos tiempos de las películas silentes.

INTERTITULO: Al día siguiente estalló una tempestad

La playa. Día brumoso. Mar agitada. Un grupo de marineros viejos, junto a una barca en seco, examinan el horizonte. Grupos de mujeres. Gestos de inquietud. Van llegando barcas. Los hombres que desembarcan son acogidos con abrazos y grandes extremos de alegría. Escenas de ternura. Madres abrazan a hijos; mujeres abrazan maridos; niños se abrazan a las piernas de sus padres. Los marinos acogen todo esto sin emoción, como gentes habituadas al peligro. Tona, con sus dos hijos, va de un lado a otro con ansiedad. Pregunta a los viejos. Mira inútilmente hacia el mar, esperando la barca, que no llega. Se desespera. Se lleva una mano a la cabeza. Luego se persigna y reza.

El mar. Rompiente de olas. La barca del tío Pascual se tumba. Naufraga. Los tripulantes salen a nado. Las aguas arrastran cestos, toneles y otros objetos de la barca.

El mar visto de la orilla de la playa. La barca medio volcada en el agua, tocando la arena con su fondo. Mucha gente en la playa. Un grupo de marineros, medio desnudos, se meten en el agua, registran la barca y sacan de su fondo el cadáver del tío Pascual. Lo llevan en brazos hasta la orilla. Tona se abalanza como una loca hacia él, con los cabellos sueltos. Quiere verlo. Las amigas la detienen, especialmente la corpulenta Tía Picores, que le cierra el paso. Al fin se desmaya. Los niños lloran.

El segundo proyecto inconcluso, aunque llegó a estar muy adelantado, muestra que las pretensiones de Blasco como director y productor de cine iban más allá que las de ser un escritor que ilustraba con imágenes en movimiento sus propias novelas. Nada más y nada menos que filmar “El Quijote”. No era la primera vez que se haría una película de la novela de Cervantes, que contaba ya, al menos, con ocho versiones en España, Francia, Italia y Estados Unidos, una de ellas, convertida en cortometraje por Georges Melies en 1909. Según parece, Blasco tenía la idea en mente desde antiguo, incluso desde antes de realizar “Sangre y arena”, según se desprende de sus declaraciones a El Imparcial de 1916:

"Mi obra [cinematográfica] no será Sangre y arena, que se pondrá en octubre, sino el Quijote. Sí, sí el ingenioso hidalgo lanzado al cine con toda su grandeza.(...) Hemos presupuestado un millón de pesetas. Entrarán ocho mil personas. La entrada del caballero manchego en Barcelona será algo de resonancia en el mundo de la cinematografía."

Es una pena que no la hiciera, porque Blasco quería filmar, según declaró a la prensa, una película espectacular y monumental, en la línea de su admirada “Cabiria”. Una película que de haberse hecho hubiera inaugurado en España, o poco menos, las superproducciones históricas y para la que decía contar nada menos que con un millón de pesetas, una pasta en un país en el que Adria Gual –quizás el intelectual español de prestigio que, con Blasco, primero dirigió películas-- no hacía tres años que había adaptado “La gitanilla” (1914) de Cervantes por 6.000 pesetas. Y todo ello en un momento en que Griffith acababa de rodar “El nacimiento de una nación” (1915) e “Intolerancia” (1916), pero cuando aún quedaban diez años hasta el “Napoleón” (1927) de Abel Gance. Un experimento que hoy resultaría, sin duda, digno de verse. Pero Blasco decidió tomar el camino internacional, con primera parada en París y destino Hollywood. Una decisión provechosa y feliz, como se irá viendo.



“Sangre y arena” (1916)
Vicente Blasco Ibáñez y Max Andre

Continuará…





Siguiente entrega:



El tango que construyó un mito


BLASCO IBÁÑEZ Y EL CINE (3) Rumbo a Hollywood con escala en París

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Blasco Ibañez y el cine (3)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood

Entre las ruinas de la guerra


3. Rumbo a Hollywood con escala en París

De igual manera que, en contra de lo que se piensa, la primera versión de “Sangre y arena” no fue realizada en Hollywood, sino en España, como hemos visto, la primera adaptación al cine de “Los cuatro jinetes del apocalipsis”, que alcanzó fama mundial cuando en 1921 la llevó al cine Rex Ingram, tampoco fue americana, sino francesa. Y de fecha tan temprana como 1916, el mismo año de la publicación de la novela. No tiene nada de extraño esta celeridad. Para aquel entonces Blasco Ibáñez era ya un escritor respetado y de éxito en Francia, país que conocía bien, en el que residía desde antes de la guerra y que ya en 1906 le había mostrado el máximo reconocimiento de la nación al nombrarle Comendador de la Legión de Honor junto a su paisano y amigo Joaquín Sorolla.

Poco recuerdo ha quedado de aquel filme, pues acabó perdido, excepto que se tituló “Debout les morts!”. Existen sobre ella, no obstante, algunos datos sueltos que pienso reveladores para el tema que nos interesa. El hecho de haber sido producida por Gaumont, la primera empresa cinematográfica fundada en todo el mundo y en esos momentos una de las más importantes de Europa, da idea de que se trató de una película de cierto empaque. De la realización se ocuparon nada menos que tres directores, cuya mayor virtud compruebo ahora no es otra que su fecundidad creadora: André Heuzé llegó a dirigir casi una cincuentena de películas hasta que se retiró en 1938, cuatro años antes de su muerte. La filmografía de Léonce Perret supera el centenar de títulos de toda ralea. Y Henri Pouctal, actor, dramaturgo, guionista, productor y director supera el record con alrededor de 400 títulos entre 1909 y 1935. Ninguna de tantas cintas parece ser que logró el menor relieve.

Hay, sin embargo, un dato en la ficha artística de “Debout les morts!” que merece ser resaltado, porque coincide con una de las características más llamativas de las adaptaciones cinematográficas de textos de Blasco Ibáñez: su utilización por las productoras para el lanzamiento de nuevas estrellas, tal como sucedería luego con Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Rita Hayworth, Mae Murray, Beba Daniels, Stan Laurel o, por hablar de España, Concha Piquer. Una circunstancia que constituye un valor añadido de  los respectivos filmes y que se da ya en la primera producción internacional sobre una novela de Blasco, con la que él, aparentemente, no tuvo nada que ver, aparte de negociar los derechos, tarea en la que cuentan que se movía con soltura y exigencia.

La estrella a lanzar en esta ocasión era una francesa de origen español, que aunque ya no era una niña, tenía por aquel entonces 35 años, era la segunda vez que se ponía delante de una cámara interpretando a la protagonista del drama. Se llamaba Lucie Marie Marguerite Monceau Moreno, pero había adoptado el apellido materno para acortar su nombre artístico a Marguerite Moreno. Antes del cine había pertenecido como actriz de carácter al elenco de la Comedie-Française, cumbre del teatro galo, y había llevado una vida aventurera, amiga de intelectuales, artistas y poetas hasta el punto de ser conocida como la musa de los simbolistas, aquella panda de borrachos inspirados que reunía a Mallarme, Valery, Baudelaire y compañía en alegres francachelas de las que salieron algunos de los más altos versos de la poesía universal. Con la compañía de Sarah Bernard había viajado a Buenos Aires, donde se había quedado siete años dando clases de francés, entre otros a Victoria Ocampo. Durante la primera guerra mundial, mientras trabajaba como enfermera voluntaria en un hospital de Lyon, se metió en el cine, encarnando a la protagonista creada por Blasco, y desde entonces no se apartó de él. Cuando se retiró en 1948 con “L’assassin est à l’ecoute” se había convertido en la gran señora del cine galo y reunía más de una sesentena de títulos en su filmografía. No debió ser una mala Marguerite Laurier, papel que luego harían Alice Terry e Ingrid Thulin. Y a estas sí podemos verlas, porque sus películas no se han perdido.






Descubriendo El Dorado

La adaptación hollywoodiense de “Los cuatro jinetes del apocalipsis” en 1921 obtuvo, casi no hay ni que decirlo, mucho más éxito que el intento francés, y convirtió a Blasco en un novelista rico y admirado en todo el mundo. No fue un éxito casual, porque la novela que escribió sobre la I Guerra Mundial es quizás la última de sus grandes novelas y una historia pintiparada para los gustos de la época, con todos los rasgos de realismo, ambientación, intención política y melodrama amoroso y familiar que los tiempos requerían.

Blasco se había instalado en Paris en 1914, tres meses antes del conflicto bélico, frente al que inmediatamente se situó en el bando aliado, decidido enemigo del Kaiser y los teutones invasores. El escritor, que había salido de España hastiado de la política local y empujado por un amor otoñal, estaba en Francia en busca de tranquilidad, quizás por primera vez en su vida, y, sin embargo, se vio inmerso de repente en una vorágine que le puso en marcha inmediatamente. Visitó el frente, o al menos lo más cerca del frente que se permitiera entonces llegar a aquellos corresponsales de bombín, pantalones bombachos y prismáticos. Fruto de ello fueron las numerosas crónicas que envió a su propio periódico, El Pueblo, pero también a El Gráfico, La Esfera, El País y otros. Incluso llego a poner en marcha el ambicioso proyecto de una “Historia de la guerra europea” en fascículos de 32 páginas, con grabados y una gran lámina central, que se venderían al precio de 50 céntimos. Aunque no llegaron a salir a la calle las entre 150 y 200 entregas que estaban previstas, en las que publicaron, él se ocupó de prácticamente todo; de la escritura de los textos a la maquetación, de la selección de las ilustraciones a la publicidad, ideando para 1915 un calendario de regalo a los suscriptores con la leyenda, en varios idiomas, “Los aliados os desean felicidades en 1915”.

Pero tal vez a Blasco toda esta actividad le supo a poco. O se lo pareció al mismísimo Presidente de la República, Raymond Poincaré, que aún ocuparía el mismo cargo en dos legislaturas posteriores y que habría sido, de acuerdo al propio escritor, quien le habría animado a escribir una verdadera novela sobre la guerra, en lugar de perder el tiempo en simples crónicas periodísticas. Sea como sea, en 1916, aún en plena conflagración, se publicó la novela, que, por fortuna, no siguió los pasos de la primera idea que el autor tuvo para ella, que dejó plasmada en un esquema capaz de levantar urticaria en quien lo imagine convertido en novela:

“He pensado una gran novela popular, una especie de novela histórica interminable, todo lo larga que se quiera. Pasaría en Alemania, Inglaterra, Bélgica, en Francia, en Serbia, en los Dardanelos. Habrá ciudades incendiadas, fusilamientos, raptos, violaciones, palos, tiros, cuchilladas. El folletín más estupendo que se habrá hecho. Será una especie de Rocambole de la guerra: la lucha entre un gran policía inglés, discípulo y heredero de Sherlock Holmes (que ya estará viejo y retirado) y el jefe de los policías alemanes. Los héroes irán a pie, a caballo, en automóvil, en aeroplano, en navio y en submarino”

Pues no. Ni Rocambole ni Holmes alguno hay al final en “Los cuatro jinetes del apocalipsis” , que es una novela cosmopolita, de acción variada y personajes perfectamente definido en sus fortalezas y debilidades, con múltiples peripecias argumentales que Blasco relata con lenguaje directo y una narración ajustada y casi alejada de cualquier derroche didáctico o retórico, que tanto lastran otros textos suyos menos inspirados y menos vividos, aunque alguno queda. Pero sobre todo, lo que confiere el verdadero carácter a la novela es su profundo significado moral e histórico, expresado en el enfrentamiento entre las dos familias que la habitan y la toma de conciencia que explica la progresión del personaje principal, el joven Julio Desnoyers, en lo que no constituye sino una elección básica entre civilización y barbarie. Una elección aparentemente simple, pero que arrastra a la muerte y al dolor, ante la que el autor coloca al personaje con la pretensión de que también se la plantee cada lector.

La novela apareció como folletón en El Heraldo de Madrid durante 1916, mientras en los campos que rodeaban la ciudad de Verdún se combatía ferozmente en una batalla crucial de la guerra, que finalizaría en diciembre de ese año. Había comenzado en febrero, y dejaría un saldo de un cuarto de millón de muertos y alrededor de medio millón de heridos entre ambos bandos. “Los cuatro jinetes… se publicó inmediatamente como libro en España y en Francia, con una buena acogida, de la que da prueba la casi instantánea adaptación de “Debout les morts!”, pero tampoco espectacular. En concreto, hasta 1924 se habían vendido en España 164.000 ejemplares. No era poco en un país todavía con altos niveles de analfabetismo, pero todavía eran cifras que correspondían a un autor europeo de éxito, no a una figura mundial de las letras.

El acabose llegó con la publicación, en julio de 1918, de “Los cuatros jinetes del apocalipsis” en Estados Unidos, traducida por Charlotte Brewster Jordan, novelista ella misma, que había conocido a Blasco en Argentina, donde había residido unos años y aprendido el español, y que no sólo se hizo famosa con su traducción, sino rica. Blasco, que había dado muestras de buen negociante en sus publicaciones en Valencia, debió sentirse humilde ante el gigante americano, o tenía muchas ganas de introducirse en su mercado, y vendió los derechos de la traducción de la novela en apenas 300 dólares (hay biógrafos que calculan 1.000), que aunque fueran dólares de 1918, no dejaban de ser una ridiculez para un libro que sólo en un año vendería más de 300.000 ejemplares, cantidad que creció exponencialmente al estrenarse la película dos años después. Hay que decir que el primer año, el editor le envió una compensación extra de 20.000 dólares. Un detalle.

Con esa especie de respeto reverencial que el Nuevo Mundo ha sentido tradicionalmente hacia el Viejo --sus ancestros, poseedores de lo que a ellos les falta, la historia--, en Estados Unidos estalló un fenómeno que bien se podría definir como blascomanía, similar a lo que cuarenta años después despertarían The Beatles, por poner un ejemplo conocido. Según Ramiro Reig, uno de sus biógrafos, en las tiendas americanas se vendían corbatas, pañuelos, ceniceros o pisapapeles con imágenes de los cuatro jinetes, la editorial recibía cientos de cartas y todo el mundo estaba deseoso de conocer a la estrella; aunque la estrella no fuera una rubia curvilínea sino un señor bigotudo que sobrepasaba ya la cincuentena, valenciano para más señas.

Tanta fue la fama que, como luego a las estrellas del rock y antes a otros escritores, como Dikens o Maeterlinck, sin ir más lejos, se le organizó una gira de presentaciones y conferencias por todo Estados Unidos que resultó un éxito total. Blasco estuvo en América entre octubre de 1919 y julio de 1920, y ofreció actuaciones en universidades de Nueva York, Filadelfia, West Point, Chicago, San Antonio, Alburquerque, Los Ángeles y San Francisco, por lo menos. Un editorial del New York Times lamentaba que no hubiera sido americano, porque entonces podría haber escrito la gran novela sobre el beisbol, el gran deporte nacional, signo de identificación popular, a la manera que había hecho en España con los toros. El 23 de febrero de 1920 Vicente Blasco Ibáñez fue nombrado Doctor Honoris Causa de la Universidad George Washington y al día siguiente fue recibido por los congresistas en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. William Miller Collier, director de la Universidad y ex embajador en España, le calificó como “el primero de los novelistas vivos” y alabó las razones del honor concedido:

Habéis comprendido el espíritu irresistible de la época. Amante de la libertad universal y de la igualdad de oportunidades para todos, sentís, como el poeta romano, que nada de lo que pertenece a la humanidad os es indiferente. Os saludamos, pues, como ciudadano del mundo. Habéis descrito con la mayor intensidad el bestial horror de la guerra y revelado con la mayor sencillez la gloria sublime del sacrificio. Habéis esgrimido una pluma mucho más poderosa que diez mil espadas”.

Blasco, del que no se puede decir que no tuviera buena labia e inteligencia despierta, contestó demostrando ser conocedor de dónde le pica la pulga al pulgoso y qué teclas de la vanidad hay que pulsar pata tener contento al anfitrión:

“Materialista y amigo del dólar, el error universal se imaginaba a vuestro país como un Sancho Panza incapaz, de moverse sin preguntar antes: ¿Cuánto voy ganando? Y sin embargo, bastó la simple convicción de que la libertad y el progreso moral del mundo estaban en peligro para que os lanzaseis generosamente. Don Quijote se cansó de vivir en Europa y está ahora en América”.

Sin embargo, la visita más provechosa de Blasco en este viaje triunfante a los Estados Unidos de América --la nueva capital del universo, según él había sabido ver muy bien-- fue la que realizó a Hollywood, y más en concreto a los estudios de la Metro Pictures Corporation, que tres años después se convertiría en la Metro-Goldwyn-Mayer, en los que ya se andaba en pleno rodaje de “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”. El valenciano debió quedar boquiabierto al ver desplegarse frente a él a los miles de extras que representaban a los soldados de la batalla del Marne, que tan ajustadamente había descrito en la novela, escena a cuyo rodaje asistió. Allí podía presentir que al fin se haría realidad una película suya --como tal debía considerarla, pues él había creado la historia-- que fuera como esas superproducciones que ya se habían producido y que constituían su ideal cinematográfico. Allí había dinero y se notaba.

Dos años después, en la novela “La reina Calaifa” (1923), que transcurre en parte en una imaginaria ciudad bautizada como Camaleón-City, Blasco incluyó una descripción de un estudio cinematográfico que bien podía responder a la primera impresión que le causó la Meca del cine:

“Cada estudio ocupaba vastos terrenos guardados por vallas, y en esta planicie cerrada, arquitectos y hábiles manipuladores del cemento armado construían y destruían en el curso del año toda clase de poblaciones... Pero de pronto, cuando sus acompañantes abrieron la puerta de una de las casas y le invitaron a pasar adelante, no pudo contener una exclamación de asombro. La casa no continuaba. La calle estaba hecha simplemente de fachadas”

No es una mala reflexión sobre el cine esa de la fachada que no da paso a una realidad, sino a la nada. Expresa a la vez admiración y desprecio, a más de la vieja cuestión cinematográfica del escritor sobre el dilema entre ficción y realidad.  Pero fuera como fuera, Blasco Ibáñez salió de Hollywood, y de la experiencia de la película, con una clara conciencia de lo que quería ser de mayor. En octubre de 1921 le escribió a su amigo Martínez de la Riva, expresando por primera vez una idea sobre la que teorizaría posteriormente en el citado prologo de 1922:

" El cinematógrafo llena el mundo, pero todavía no ha llegado nadie a ser un novelista universal cinematográfico. El puesto está vacío. Voy a ver si el que lo ocupa por derecho de conquista es un español. Puede uno, gracias al cinematógrafo, ser aplaudido en la misma noche en todas las regiones del globo... esto es tentador y conseguirlo representaría la conquista más enorme y victoriosa que puede coronar una existencia..."

La impulsora de “Los cuatro jinetes…”, como lo sería un año después de “Sangre y arena”, fue la guionista June Mathis, a quien dedicaremos media docena de líneas, pues es un personaje interesante. Esta mujer, que tenía entonces 32 años, había llegado a Hollywood en 1919, tras una vida pintoresca que la había llevado de subir a los escenarios como bailarina e imitadora a estudiar en Nueva York escritura y cine. Ya en Hollywood no sólo siguió con su profesión, escribiendo casi una treintena de guiones hasta 1939, entre ellos el de “Codicia” (1924), la mítica película de Erich von Stroheim, sino que llegó a ser la primera mujer ejecutiva de la Metro, y la directiva mejor pagada del cine, siendo votada en 1926 como la tercera mujer más influyente de Hollywood, solo precedida en ese poder por Mary Pickford y Normal Talmadge. Los historiadores destacan, y eso es lo que más cuenta, que la importancia de June Mathis radica, no obstante, no en su fulgurante carrera, sino en haber sido la primera en incluir en los guiones que escribía no sólo la acción y los textos de los intertítulos, sino también apuntes e indicaciones sobre la planificación o la dirección de escena, abriendo el camino a los guiones contemporáneos.

Mathis escogió para dirigir la película a Rex Ingram, un irlandés que había sido coronel del ejército en la aún reciente Gran Guerra y que ya había colaborado con la guionista anteriormente. A esas alturas había realizado una quincena de películas y aún le quedaba volver a colaborar con Blasco (“Mare Nostrum”, 1926) y dirigir las primeras versiones de “El prisionero de Zenda” (1922), “Scaramouche” (1923), “Ben-Hur” (1925) o “El jardín de Allah” (1927).

La brillantez de guionista y director, la magnificencia de los decorados o las multitudes de extras, no se correspondían, no obstante, con la categoría del reparto, en el que no había ninguna estrella destacada, aunque, eso sí, escondía una bomba de explosión instantánea. “Los cuatro jinetes del apocalipsis” representa uno de esos momentos mágicos de la historia de la cinematografía en los que un hasta entonces desconocido o desconocida pasa de repente a convertirse en ídolo de multitudes, modelo de comportamiento humano y mito del cine. Y sucedió así, de la noche a la mañana.

Pietro Filiberto Raffaelo Guglielmi di Valentina, que es el nombre que le dieron en la pila bautismal al que andando el tiempo acabaría siendo Rodolfo Valentino, estaba en la flor de la vida cuando June Mathis le eligió para protagonizar la nueva gran producción de la Metro, “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”. Había nacido en el pueblo italiano de Castellaneta 24 años atrás, y desde los 17 andaba dando tumbos, primero en París, luego en Nueva York y finalmente en Hollywood, intentando hacerse un hueco en el mundo del espectáculo. Había sido camarero y jardinero, había dormido en la calle y vivido de la caridad de sus compatriotas, emigrados como él. También había ejercido de gigoló, pues, como se demostraría después, una de sus cualidades fundamentales como estrella era el tremendo atractivo sexual que desprendía. Pero los malos tiempos parecía que empezaban a terminar.

En un principio encontró acomodo como bailarín, comparsa más bien, en diferentes espectáculos de vodevil, llegando incluso a formar parte de la compañía de Al Jolson, con la que llegó a Los Ángeles en 1918. Y allí se quedó, haciendo de forajido o de granuja en diversas producciones sin mayor relevancia, siempre en papeles secundarios, esperando una oportunidad que se presentaba difícil, porque Valentino no respondía en absoluto a los modelos de galán de la época, que bien podían representar tipos tan varoniles y tan americanos como Wallace Beery o Douglas Fairbanks.

Rodolfo (Rudolf en los títulos de crédito) Valentino no era ese tipo de hombre, y fue June Mathis quien supo ver su atractivo y explotarlo hasta convertirle en un prototipo. La guionista y autentica madre de la película parece ser que había visto al desconocido actor en uno de aquellos films de debutante --hay quien asegura que era “Ojos de juventud” (1919)-- y se empeñó en que protagonizara la película que estaba preparando. Le costó conseguirlo, porque a la Metro le parecía demasiado arriesgado apostar por un novato desconocido para una producción en la que se jugaban tanto.

La apuesta se saldó con un pleno total. “Los cuatro jinetes…” se convirtió en la película de mayor recaudación del año (y hay quien dice que de todo el cine mudo, aunque aquí los datos difieren) y, además y sobre todo, lanzó a los cielos a una estrella que aún dejaría mucho dinero en las arcas de los estudios durante los cinco años que le quedaban de vida.

Entiendo que ver entera en estos tiempos, en los que los lenguajes del cine han cambiado tanto, una película como esta resulta un ejerció de masoquismo difícilmente aconsejable (pese a lo que aquí va el enlace para verla), pero recomiendo efusivamente echar un vistazo a la breve secuencia, que por sí sola contiene ya los elementos esenciales que convirtieron a Valentino no solo en estrella, sino en un mito erótico de carácter universal y pervivencia en el tiempo, el del Latin Lover, que aquí tuvo su primera plasmación cinematográfica.



Al bailar este tango ante los ojos asombrados de todas las mujeres del globo, y seguramente de una buena parte de hombres (nada menos que “La cumparsita”, aunque el añadido de la música debe ser posterior), Rodolfo Valentino dejó fijadas para la eternidad las esencias de un modelo de amante masculino, mítico, cierto, pero también real, que habría de quedar marcado para la historia como latin lover, amante latino. 

Un personaje exótico, pero civilizado, que en la película aparece elegante y sofisticado con su esmoquin en la cosmopolita París y arrebatador en su traje de gaucho en la Argentina. Agresivo y tierno, sensual y romántico, sincero y misterioso, salvaje y hermoso, masculino, pero con un suave tinte de ambigüedad. A su entierro dicen que acudió un millón de fans adoloridas. El cine le sacaría mucho juego posteriormente al modelo, haciendo repetirlo a actores como Ramón Novarro, su inmediato sucesor, César Romero, o incluso, nuestro José Luis de Vilallonga en “Desayuno con diamantes” o, cuando el tipo ya no existía, en “Nacional III”.

No cabe duda que al descubrimiento del atractivo sexual de Valentino contribuyó al tremendo éxito de “Los cuatro jinetes…”, que no se hubiera podido alcanzar de no haber sido por la poderosa historia y el nítido y fuerte personaje creado por Blasco en su novela. Algo de eso debieron entender los millonarios dueños de los estudios hollywoodienses, porque un año después recurrieron de nuevo a un texto del valenciano para fijar definitivamente el mito recién nacido. Entre medias, Valentino protagonizó un par de películas, de las que fue todo un éxito su caracterización de jeque árabe que enamora a una dama británica en “The Sheik”. Sin embargo, no alcanzó ni con mucho el que le llegaría un año después con “Sangre y Arena” (1922).

Otra vez fue June Mathis quien volvió a reunir a Valentino y Blasco, encargando en esta ocasión la dirección de su propia adaptación de la novela a Fred Niblo, que llegaba avalado por los recientes éxitos de sendas adaptaciones literarias: “La marca del zorro” (1920), en la que Douglas Fairbanks puso por primera vez rostro cinematográfico al justiciero mexicano, y “Los tres mosqueros” (1921), de nuevo con Fairbanks haciendo de D’Artagnan. Aun estaba por dirigir “Ben Hur”, con Ramón Novarro, el sucesor de Valentino, que dirigiría pasados tres años.

En “Sangre y arena”, Valentino añadía un nuevo rasgo al prototipo de amante latino en que acabó convertido: el de su coqueteo con el riesgo físico, incluso con la muerte, el estar en el filo de la navaja en el que le situaba la profesión torera del personaje. Lo que los aperos gauchescos habían significado para definir el lado oscuro del mito Valentino, sus atractivos más inquietantes y hasta peligrosos, en “Los cuatro jinetes…”, tienen aquí su correlación en el traje de luces, sólo que la danza no es ahora un rito de amor y sexo con la mujer, sino de muerte con el toro, y la apuesta va a todo o nada. Ese rito contradictorio de amor y muerte, de crueldad y belleza que es el toreo debía ser tema controvertido en los Estados Unidos (aunque también de oculta atracción, a tenor de los resultados de la película) si consideramos el primer y larguísimo intertítulo con el que se advierte a los espectadores:   

A lo largo y ancho de este mundo, la crueldad ha sido disfrazada de deporte para satisfacer el ansia del hombre por nuevas emociones. Desde el principio de los tiempos, la humanidad se ha congregado para ver medir sus fuerzas al hombre y la bestia. Para los españoles, el amor por el toreo es innato. Una herencia de barbarie. Sus héroes personifican la valentía de los caballeros de antaño. Nuestra historia es la de un torero, un hijo del pueblo que llego a ser un ídolo para los suyos. Y la soleada Sevilla es su tierra natal”.

Sería interesante estudiar atentamente las diferencias y similitudes entre la versión hollywoodiense y la del propio escritor de seis años antes, aparte de las evidentes de medios y de presupuesto. Constituye una tarea ardua y seguramente tediosa que me (os) evito. Sin embargo, así a bote pronto, hay dos diferencias que destacan por su significado. Por un lado, la versión americana prescinde totalmente de cualquier alusión social o anticlerical, que abundan en la novela y que son sustanciales para reflejar el sentido profundo de la historia: Por otro, la adaptación de June Mathis no tiene nada que ver con el fuerte carácter documental que el propio Blasco había imprimido a la primera versión, hasta el punto de que ni un solo plano está rodado en Sevilla, donde supuestamente transcurre la acción, que siempre se sugiere mediante carteles pintados. Sólo las tomas generales de las corridas se habían rodado en Madrid, que no era Sevilla pero estaba más cerca de la realidad, montándose luego los primeros planos del torero tomados en el plató.

Blasco Ibáñez también cosechó un gran éxito en su segunda salida a la arena de Hollywood, situándose “Sangre y Arena” entre las películas más taquilleras de 1922 y, sobre todo, consolidando definitivamente el mito Valentino. Es curioso constatar que en España, donde se estrenó en 1928, la acogida, si no del público, sí de la crítica, resultó muy diferente. En un artículo publicado en ABC, titulado significativamente “Españolismo y españoladas en el cinematógrafo”, el escritor Antonio Hoyos y Vinent, aristócrata, dandy, homosexual e izquierdista, al tiempo que alababa “La hermana San Sulpicio”, que Luis Lucia había estrenado ese mismo año basada en una novela de Armando Palacio Valdés, ponía “Sangre y Arena” como chupa de dómine. La consideraba falsa, ridícula y cursi, denostaba las inexactitudes de ambientación o vestuario y acusaba a la película de dar una imagen deformada y tópica de España. A Blasco Ibáñez le recriminaba personalmente sus tragaderas, por haber consentido “una tan arbitraria y fea interpretación de una obra suya ni aún atropella por el mercantilismo yanqui”.


“Sangre y Arena” (1921)


Por la parodia hacia el triunfo final

Si leyó esta crítica Blasco Ibáñez --que ya vivía en la lujosa villa, Fontana Rosa, que se había comprado en los Alpes Marítimos, a un paso de Monte Carlo, con el buen dinero que había ganado en Hollywood-- seguramente se sentiría dolido en su orgullo, pero es poco probable que lo lamentara demasiado, pues las cosas al otro lado del Atlántico iban viento en popa. Prueba de la inmensa popularidad que había conseguido “Sangre y Arena” es que inmediatamente se produjeron dos parodias cómicas. Y no, precisamente, a cargo de dos comicuchos del montón.

La segunda de ellas estaba producida por Mark Sennet. Mítico creador de los Keystone Studios, en los que ejércitos de pícaras bañistas convivían con escuadrones de bigotudos guardias, que había elevado la pelea de tartas a icono cinematográfico y que había descubierto a actores como el propio Chaplin, o Mabel Norman, Gloria Swanson, Bing Crosby y W. C. Fiels, estaba aún en todo lo alto de su poder, que iría declinando hasta desaparecer con la llegada del sonoro. En 1924 produjo “Bull and sand” (“Toro y Arena”), un corto de 17 minutos en el que colocó como director a un tal Del Lord, prácticamente un debutante que seguiría en la industria cinematográfica y televisiva hasta mediados de los cuarenta.

La parodia de Sennet se puede ver en internet, pero tal vez valga como resumen la desopilante descripción que de ella hace Paco Ignacio Taibo en su diccionario de cine cómico:

Cuenta las peripecias de un chofer (Adonis) que llega a conquistar el amor de una princesa lidiando un toro, luchando después con otro y acabando por amedrentar a la multitud oculto bajo la piel de un cornúpeta”.

Una sinopsis que se completa perfectamente si añadimos un párrafo encontrado por algún lugar de internet del que no recuerdo el nombre:

sin contar un científico que ha inventado un cohete, su ayudante, que cae en el patio de la cárcel de Adonis, un gran escape con Adonis y el asistente disfraza de toros, un segundo de secuestro de la princesa - pero, esta vez para el justa causa del amor -, una persecución salvaje y un vuelo final a otro planeta”.

Si alguien puede dar más en 17 minutos, que dé un paso al frente.

Más interés tiene, no obstante, la primera de las parodias a que nos referimos. Por lo que significó en la carrera del actor que la protagonizaba y, por tanto, en la historia del cine. Stan Laurel, bautizado con un nombre que delata un origen, Arthur Stanley Jefferson, había nacido en Inglaterra, como Chaplin, había llegado a Estados Unidos en 1910, en el mismo barco de Chaplin, formando parte ambos de la compañía de Fred Carno, poderoso empresario y actor teatral británico, uno más que desapareció con el sonoro. Al igual que Chaplin, Stan Laurel había recorrido todos los teatros de vodevil del nuevo país y desde hacía unos cuantos años había participado en una veintena de cortos cinematográficos, ensayando el personaje que pudiera singularizarle como actor cómico y que todavía no había encontrado. Ese era el elemento esencial que le distanciaba de Chaplin, quien para esas alturas ya había definido perfectamente los rasgos fundamentales de Charlot y era una estrella por derecho propio.

Mud and Sand” (“Barro y arena”), la parodia de “Sangre y Arena” que Stan Laurel protagonizó en 1922, el mismo año del estreno del original, le ayudó significativamente a encontrarse con ese personaje que estaba ensayando. Simón Louvish, en su monumental y documentadísima biografía de el Gordo y el Flaco (“Stan&Ollie. Las raíces de la comedia”. T&B Ediciones. Madrid, 2003) dedica tres páginas a esta película, desvelando así su importancia. Varios datos lo confirman. “Mud and Sand” es la película más larga rodada hasta entonces por Laurel, tres rollos, 40 minutos, con la que obtuvo un mayor éxito personal y en la que su personaje encontró por primera vez los rasgos disparatados de acróbata y caricato, pero también una sutil poética de la inocencia y la torpeza que habrían de identificarle en el futuro. También recibió por primera vez críticas buenas de verdad. “Desde hace tiempo aparece un hombre en la pantalla que ‘continua’ siendo un idiota, que parece –observado con indiferencia—tan sólo un bobo que hace de payaso, pero que, pensándolo mejor, se muestra como un artista de lo más raro, un verdadero bufón con el don de hacer reír hasta casi soñar”, escribieron en Motion Picture News. Y en Kinematograph Weekly remataron: “Stan Laurel es un cómico de payasadas que sabe actuar de verdad”. En ambas críticas se le relacionaba positivamente con Chaplin.

Además, y por si todo lo anterior fuera poco, “Mud and Sand” resultó ser la última película que Laurel rodaría para su compañero hasta entonces, Broncho Billy Anderson, quedando libre para fichar casi inmediatamente con Hal Roach, mítico y exitoso productor que lanzaría a la fama una miríada de estrellas del cine mudo. El feliz encuentro con Roach permitiría a Stan Laurel coincidir cinco años después con un gordo llamado Oliver Hardy, que ya llevaba tiempo trabajando en el estudio, y constituir la pareja, cómica o no, más importante no ya del cine mudo, sino de la totalidad de la historia de la cinematografía mundial.

La parodia de Stan Laurel sigue sus normas clásicas de toda parodia, tomar el original y darle la vuelta. En “Mud an Sand”, el comediante interpretaba a Ruibarbo Vaselino, un joven de la España rural, despierto y aventurero, del que se cuenta el ascenso en su carrera taurina hasta convertirse en un ídolo del toreo. Todo ello, enfrentado a la disyuntiva de elegir entre el amor sagrado de su santa esposa, Caramel, novia desde el colegio, o la más fatal de todas las femmes fatales de la cinematografía, Pavaloosky la Rusa, interpretada, por cierto, por la propia esposa del actor, Mae Dahlberg-Laurel, con la que trabajaba por primera vez y que ya estaba demasiado abundante para el papel. La anécdota que sirve para el lucimiento de Stan Laurel recorre paso a paso la trama argumental de la película base, distorsionada por la torpeza del protagonista, y sólo el final se distancia de su origen, renunciando a cualquier tono trágico para cerrar la parodia con una calculada ambigüedad. Ruibarbo Vaselino no muere corneado por el toro, sobre el que triunfa en el ruedo con todos los honores, sino que cae al suelo como consecuencia del ladrillazo involuntario que le lanza desde el tendido su amante. Y allí se queda, con la cuadrilla intentando reanimarle, hasta que aparece en la pantalla el último cartel explicando la ambigua e irónica moraleja de la fábula: “Si quieres vivir mucho tiempo –y ser feliz—torea el toro”.



Stan Laurel “Mud and sand” 


De todas las novelas de Blasco Ibáñez es “Sangre y Arena” la que ha tenido mayor número de volcados a la pantalla. Nada menos que ocho, sumando las parodias y la telenovela brasileña, de nada menos que 135 capítulos, que con el título de “Sangue e areia” se emitió en 1967/68. Habrá que hablar de ella en su momento, porque tal vez merezca la pena, ya que fue una de las iniciadoras de tal género televisivo.

En 1941, cuando el escritor llevaba en la tumba 13 años, el director Rouben Mamoulian --que ya tenía en su haber filmes de la calidad y éxito de “Las calles de la ciudad” (1931), primigenia obra maestra del cine negro, “La reina Cristina de Suecia” (1933) o “La feria de la vanidad” (1935)-- dirigió una tercera versión de “Sangre y Arena”, que muchos consideran la mejor de todas. Como había sucedido con la adaptación de Fred Niblo, también en esta ocasión la película contribuyó de manera decisiva al lanzamiento de una nueva estrella, aunque en menor proporción de lo que había sucedido antes con Valentino. La despampanante y hermosísima Doña Sol a la que dio vida Rita Hayworth, nuestra Margarita Cansino teñida de rojo, no sólo fue su primer papel protagonista, sino su mayor éxito hasta el momento, afianzando así su camino al estrellato tras la buena acogida que había tenido dos años antes su participación secundaria en “Sólo los ángeles tienen alas” (Howard Hawks, 1939).

Mucho menos interés tiene la versión que en 1989 realizó el español Javier Elorrieta, un frustrado intento de producción internacional a lo grande por el que pasean sin mayor gloria una joven Sharon Stone en compañía de Chris Rydell y Ana Torrent.

Pese a esta larga lista de versiones fílmicas de “Sangre y Arena”, se podría concluir dolorosamente que ninguna de ellas constituye realmente una adaptación fiel de la novela de Blasco. Quizás con la excepción de su propia película, que con sus intentos documentales y veristas del mundo que describe, no sólo del drama amoroso, se acerca más a las intenciones del texto primigenio. En el resto de los casos (desconozco la telenovela), el deslumbramiento de los adaptadores por el colorido de la fiesta y por la intensa trama melodramática de la relación triangular de los protagonistas, les condujo a volcarse hacia el mero tipismo exótico, que quizás pensaron, no sin razón, que constituía el mayor filón comercial del texto.

El coste del triunfo fue la desaparición de todas las connotaciones sociales o religiosas que contiene la novela, que son muchas, siempre enfrentadas desde postulados progresistas, y especialmente del esencial contenido anti-taurino que explicita “Sangre y arena”, también en este terreno fiel expresión de las ideas del autor. Así lo había visto Hoyos y Vinent en la versión de 1921 en la crítica de ABC que ya hemos citado, y así lo vio en 1993 el crítico J. A. Rámirez en “La arquitectura del cine. Hollywood, la Edad de Oro” (Alianza Editorial, 1993), quien ha dejado escrito sobre la versión de Mamoulian:

“El anticlericalismo mordaz e irónico de la descripción de la procesión de la Semana Santa por Blasco Ibáñez, es vuelto espiritualidad y exotismo en un tratamiento esteticista, destacable sobre todo en la versión de Mamoulian para la 20th Century Fox. El pasaje de la capilla en la plaza de toros al final de la novela, donde Blasco critica la falsedad de la Iglesia, donde el fervor y el rito se ridiculizan y la capilla es una estancia pobre y destartalada, es convertido en un momento lleno de espiritualidad religiosa y la capilla mamouliana posee el colorido y el estilo pictórico del Greco”.  

Continuará…





Siguiente entrega:





ANTONIO RESINES (1949/2015)

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Antonio Resines (1949/2015)






Ayer falleció Antonio Resines. Cuarenta años de mi propia vida, momentos de amistad y trabajos compartidos, quedan ya sólo en mi memoria. 

Pero de los que se van nos queda lo que han hecho.

En agosto del año pasado, la última vez que pasó unos días hicimos este vídeo, poniéndole imágenes a una composición instrumental de Antonio, “El reflejo del bosque en el lago”. Esta mañana me he atrevido a añadirle unas palabras, cuatro versos quizás, y aquí lo dejo.



En otros tiempos, esta misma música de Antonio me sugirió otro poema:



EL REFLEJO DEL BOSQUE EN EL LAGO 

Para Antonio y Herminia


Cuando cae en la tarde la cortina de sombras
un velo de misterio te recorre los ojos.
Y a un conjuro de besos
huye el monstruo del miedo
en las aguas del lago claras y transparentes.







BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (4) Vicente, Irving y Greta

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Blasco Ibañez y el cine (4)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood


En "Fontana Rosa"


4.- Vicente, Irving y Greta. Construyendo la mujer de hielo y fuego

No deja de ser cuando menos curioso que las novelas de Blasco Ibáñez, a más de servir a Hollywood para definir el mito erótico y cinematográfico del amante latino, sirvieran igualmente para sentar las bases del modelo contrapuesto que representó nada menos que Greta Garbo, quien debutó en el cine americano con sendos personajes extraídos de textos del valenciano. Parecería lógico pensar que el carácter esencialmente mediterráneo y sureño de Blasco resultaba ideal para expresar el tipo de masculinidad representada por Rodolfo Valentino, pero mucho menos de una femineidad procedente de la fría Suecia, tan lejana a él.

Hay muchas cosas que separan a los tipos humanos recreados por ambas estrellas hasta convertirlos en prototipos. Frente al modelo de latin lover representado por Valentino --basado en la extroversión de los sentimientos, que facilita la conquista, y la fisicidad de su pasión amorosa, que expresa con su constante actividad física--, el de Garbo se establece a partir de la interiorización sentimental y el estatismo inescrutable de sus personajes. Ambos, no obstante, comparten una característica que Blasco tenía especial habilidad en mostrar en sus novelas y que los adaptadores supieron trasladar a la pantalla: el misterio que emanan sus personajes.

"Torrent". Las dos caras del mito
Tanto en un caso como en otro, bajo la aparente claridad lineal del modelo que definen se encierra una buena dosis de sentimientos sugeridos, contrapuesta y complementaria de la imagen exterior, física. Una complejidad interior que aleja a sus personajes respectivos (y a los mitos correspondientes) de cualquier tentación a la simplificación; sometidos, como están, a una tensión permanente entre ambas partes de su personalidad, la sumergida y la visible, siendo el enfrentamiento interior de esas sensibilidades contrapuestas lo que conduce y condiciona la acción compleja de las novelas de Blasco y de sus adaptaciones al cine, especialmente en las películas protagonizadas por Garbo y Valentino. El arrollador galán también tiene su corazoncito y la fina actriz sueca no es sólo un bloque de hielo. Es esa contradicción íntima de sus personajes, esa tensión entre la realidad y el deseo, ese misterio, lo que los distingue de las estrellas al uso del momento y lo que a mi entender convirtió a Valentino y Garbo en estrellas y, aún más en mitos cinematográficos y en buena medida también eróticos. En un caso y en otro, que se certifique, ahí estaba la creatividad de Blasco Ibáñez para permitirles nacer y desarrollarse.

Francisco Ayala, miembro de una generación literaria, la de la República, que había nacido con el cine, como se encargó de poetizar uno de ellos, dedicó a Greta Garbo uno de capítulos de su “Indagación del cinema”, libro primerizo que publicó en 1929 en el que explicaba su amor por un arte que acababa de entrar en el sonoro. Comenzaba el artículo con una definición lapidaria e inspirada que no necesita posteriores explicaciones:

 “Greta Garbo es un alma ardiente como la nieve


Por eso, cuando la risa de Ninotchka derritió el hielo y permitió que apareciera en pantalla su alma ardiente, rendida de amor y pasión por Melvyn Douglas, se rompió el mito y la actriz abandonó al personaje para sumergirse en su yo más íntimo lejos de las cámaras.


Hollywood, tierra de promisión

La que luego acabaría siendo gran diva del cine universal ayudada por su habilidad para adaptarse al sonoro que ya casi estaba ahí, había llegado a Estados Unidos casi por casualidad en 1925 con tan sólo 20 años mal contados. Como es bien sabido, o sí no basta darle a un par de teclas para comprobarlo, se llamaba en realidad Greta Lovisa Gustafsson y había nacido en Suecia, donde ya había hecho sus primeros pinitos en la interpretación, alcanzando una cierta resonancia con su papel en “Te saga of Gosta Berling” (1924), basada en una novela de Selma Laguerlof y dirigida por uno de los más respetados cineastas suecos, Mauritz Stiller, que la rebautizaría con el apellido Garbo y se convertiría en su mentor. Sin ningún interés sexual por ella, quizás convenga aclararlo que hay mucho malpensado, pues se trataba de un notorio homosexual. También había recibido la joven actriz una buena nota por su interpretación en “Bajo la máscara del placer”, película del alemán (ahora sería checo, pues nació en Bohemia) Georg Wilhelm Pabst, otro nombre histórico del cine europeo que empezó mejor que acabó.

Durante toda su historia, Hollywood, que es como decir la industria cinematográfica estadounidense, ha sido un abductor de talentos en cualquiera de las especialidades en la realización de películas, de actores a escenógrafos, de directores o escritores a expertos en efectos especiales o a músicos o diseñadores de videojuegos. Así ha sido siempre, desde el bieloruso Louis B. Mayer o el húngaro Adolf Zukor, que pusieron las primeras piedras de los primeros estudios de lo que entonces era un miseriento pueblo del desierto, hasta el español Bardem o el mexicano Iñárritu, último y flamante Oscar del tinglado peliculero, pasando por el retorcido Hitchcock.

Sin embargo, hay diferencias importantes entre los emigrados según las épocas. Si a partir de mediados del siglo XX la contratación de profesionales extranjeros era para las grandes productoras una cuestión esencialmente comercial, en los años 20 se trataba, prácticamente, de una cuestión de supervivencia. En sólo un par de décadas las películas habían cambiado por completo la manera en que la gente disfrutaba de su tiempo de ocio, habiéndose convertido el cine en la primera forma de entretenimiento popular, desplazando al vodevil, el circo, el cabaret y otras formas escénicas que hasta ese momento habían sido las hegemónicas. Ese crecimiento vertiginoso había dado lugar al nacimiento de una industria, ya poderosa, pero aún consolidándose, que por si fuera poco disputaba el control de la exhibición mundial a las todavía poderosas productoras alemanas, italianas o francesas. En tales circunstancias, en pleno boom comercial, que exigía más y más celuloide para devorar, y en guerra con la competencia, es de comprender que Hollywood necesitara sacar talento hasta de debajo de las piedras, porque el talento era el petróleo que la mantenía en movimiento. Así, fueron apareciendo en los títulos de crédito de las cintas de Hollywood, más o menos cambiados o disimulados, apellidos franceses como Tourneur, alemanes como Lubisch, Murnau o von Stroheim, británicos como Maugham, polacos como Negri o italianos, como Valentino. O suecos, como Garbo.

En una de sus operaciones de caza de talentos de Louis B. Mayer --todopoderoso señor de las alturas de la Metro-Goldwyn-Mayer, que acababa de crear a partir de la Metro Pictures Corporation (recuérdese, la productora que había filmado “Sangre y Arena” y “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”)-- decidió contratar a un prestigioso director sueco. Tal era el mismo Mauritz Stiller al que ya nos hemos referido más arriba, quien debió quedar encantado con la propuesta del Emperador del Cine Americano pero puso como condición para cruzar el charco que le acompañara su pupila, la misma Greta Lovisa Gustafsson que él ya había renombrado Garbo.

Al llegar así, casi por casualidad a Hollywood, Greta Garbo tuvo la suerte de caer en la MGM y que Mayer la pusiera en manos de su jefe de producción, un joven de 27 años que estaba llamado a convertirse en una leyenda del cine y que merece un breve párrafo de presentación, pues aunque personaje secundario en esta historia, no es sólo un figurante.

Thalberg, un inventor de mitos que vivió deprisa

Irving Grant Thalberg --que bien podía haber prescindido del segundo nombre para abreviar y llegar así antes a la posteridad, dada la celeridad con que vivió su corta vida--, había nacido en Nueva York en 1899 y apenas con 20 años se había introducido en la cosa de las películas a través de su tío, el no menos mítico Carl Laemle, dueño de los Estudios Universal.

En ese mundo en vertiginosa expansión, el joven debutante tardo tan sólo un año en ser productor ejecutivo. Tan atrevido debía ser que al siguiente se atrevió a echar del rodaje de “Los amores de un príncipe” nada menos que a Erich Von Stroheim, ya un director prestigiado y de éxito, con el que no obstante seguiría colaborando en obras maestras como “Avaricia” (1923/25), o “La viuda alegre” (1925), siempre, eso sí, con conflictos y discrepancias. En realidad se trataba de una batalla privada entre director y productor para dirimir quién era el verdadero autor y dueño de la película. Una pelea que acabó ganando Thalber, que le hizo la vida imposible al austrohúngaro, y cuyo resultado le permitió implantar un nuevo concepto en la cinematografía, el de productor-autor, controlador directo de todos los procesos técnicos, argumentales y artísticos, responsable último, y prácticamente único, del éxito o fracaso de la película en cuestión. De ahí que el Oscar a la mejor película se entregue al productor. Un sistema que llegó a su cima en 1939, con “Lo que viento se llevó”, cuya autoría real nadie duda en atribuir a su productor, David O. Selznick, y que en el Hollywood de hoy parece haberse convertido en autoparodia, con directores de marketing ejerciendo de productores y las películas en manos de los técnicos de efectos especiales. A Irving Thalberg, desde luego, el modelo le dio buenos resultados en la creación de un buen número de excelentes filmes, que en conjunto le consiguieron 13 nominaciones al Oscar a la mejor película, de las que se llevó a casa tres estatuillas. Claro que llegó a producir alrededor de 90 antes de morir con 37 años.

Tal es el hombre en cuyas manos cayó Greta Garbo al poco de llegar a Hollywood y quien decidió que las dos primeras películas con las que se iba a presentar la nueva actriz al público americano, ambas rodadas y estrenadas en 1926, estuvieran basadas en sendos personajes e historias creadas por Vicente Blasco Ibáñez. Según algún historiador del tema, la intención inicial de Thalberg nada más conocer a Garbo, antes incluso de haber realizado la primera película, era que encarnara el personaje de una “mujer joven, pero mundana”, una caracterización que parece ser que no era del gusto de la actriz, pero cuya dualidad entre la inocencia de la juventud y la experiencia mundana se convertiría, cuando la perfeccionaron, en la base que permitió a Greta Garbo ser una estrella del cine y alcanzar la dimensión de mito.

Ingenua + vampiresa= mujer fatal

En esta época ya avanzada del cine mudo, a apenas un año de la irrupción del sonido en las pantallas, se podría decir el nuevo arte del siglo XX se encontraba en plena madurez expresiva, poseedor ya de un completo y complejo sistema de técnicas y signos que permitía desarrollar en las películas cualquier tema que les viniera en gana. Excepto el sonido, todo lo fundamental del lenguaje cinematográfico estaba ya inventado, del trávelin, la grúa y los efectos especiales al primer plano, el flashback o el montaje en paralelo. Existía, sin embargo, un territorio en el que las cosas no habían avanzado tanto.

Pickford
Cuando Greta Garbo llegó a Hollywood, los personajes de las grandes estrellas femeninas podían encuadrarse en dos categorías únicas y bien delimitadas: las ingenuas y las vampiresas. Ambos modelos (digamos, para entendernos, Mary Pickford o Lillian Gish en un lado y Gloria Swanson o Theda Bara en el otro) respondían a sendas catalogaciones del carácter y el papel de las mujeres de acuerdo a una idealización plenamente masculina. En un rincón, tierna y conmovedora, la mujer inocente y sumisa, fiel y entregada, futura madre amorosa de una caterva de hijos. En el contrario, la devoradora de hombres, apasionada y un tanto cruel, capaz de destrozarle la vida a cualquier en el éxtasis de un amor alocado. Un tiempo más tarde Antonio Machín expresaría esa doble fantasía de macho de manera inigualable: “¿Cómo se puede querer dos mujeres a la vez?”.

Swanson
Aunque Thalberg no hubiera oído al sonero cubano, que por la época estaba debutando en los cafetines habaneros, muy bien pudo caer en el tema y aventurar que tal vez la solución para no volverse loco estuviera en que ambas mujeres, la esposa y la amante, la ingenua y la vampiresa, se fundieran en una sola, uniendo cara y envés en un único personaje, confiriéndole esa mezcla de inocencia juvenil y mundana experiencia que ya hemos dicho que había pensado para lanzar a su nueva estrella.

 No era una idea banal, porque a partir de ella los personajes hasta entonces planos de la ingenua o la vampiresa tomaron cuerpo y volumen humano, y las mujeres de la pantalla pasaron a ser de carne y hueso, contradictorias, múltiples y complejas, por mucho que la mirada que sobre ellas echara la cámara siguiera siendo estrictamente masculina. Si al nuevo personaje se le añadía misterio y atractivo sexual, ya estaba servido el mito de la mujer faltal.

Torrent”. Una valenciana sueca antes de que las suecas aterrizaran en Valencia

Sin duda el éxito de “Los cuatro jinetes…” y “Sangre y arena” --añadido al de otros argumentos de Blasco Ibáñez, que para 1926 ya se habían filmado y a los que nos referiremos pronto-- contribuyó a que Thalberg eligiera “Entre naranjosuna de sus novelas del ciclo valenciano que ya se había llevado al cine en España 12 años antes, para la primera película de Garbo en América. Lo que debió convencerle, sin embargo, tuvo que ser que el texto del valenciano contenía un personaje que parecía escrito ex profeso para ensamblar esa confrontación inocencia-experiencia que tenía en mente, aunque para ello introdujo numerosas variantes en la historia original.

En la novela[2], Rafael, un joven de buena familia, destinado a alcanzar, como su padre, grandes metas en la política y la industria naranjera, regresa a Alcira tras su estancia en la universidad añorando una vida más romántica y variada que la que le espera. En esas, cae rendidamente enamorado de Leonora, una misteriosa y famosa cantante de ópera, oriunda del lugar, con la que vive un apasionado romance que la familia desaprueba, presionándole para que finalmente la abandone. Han pasado ocho años. Ya casado, Rafael sobrelleva una aburrida vida de diputado en Madrid cuando se reencuentra casualmente con Leonora y todo vuelve a estallar de nuevo. Pero ya es demasiado tarde y sólo la soledad es posible

La adaptación fílmica --realizada, como las de “Los cuatro Jinetes…” y “Sangre y arena” por una guionista femenina, Dorothy Farnum en este caso-- muestra, ante todo, una inversión en la relevancia de los dos personajes protagonistas, pasando el femenino a ser el dominante y cambiando, por consiguiente, el punto de vista de la película. También le da una vuelta de tuerca a Leonora, resaltando su ingenuidad juvenil, que en la novela es un rasgo poco explicitado del personaje. Para conseguirlo, Leonora no es ya una cantante famosa desde el principio de la película, sino una joven de origen humilde que vive con Rafael un amor repudiado por la familia. Ella huye de Alcira, y sus facultades para el canto la convierten en la sensación de los escenarios de París, donde disfruta de la vida mundana que le da numerosos admiradores y amantes pero que también la endurece. Se hace llamar La Brunna, nombre de mujer fatal donde los haya. A la muerte de su padre regresa al pueblo, pero, igual que en la novela, ya es tarde para retomar el amor con Rafael.

Torrent”, que es el título que le dieron a la película en alusión a una tormenta que pusieron en medio, fue dirigida por Monta Bell, que realizó con ella su obra más recordada. Recaudó al parecer 668.000 dólares en todo el mundo, dándole al estudio una ganancia de 126.000, lo que era un buen pellizco, aunque no un éxito espectacular. A anotar en el capítulo de singularidades la presencia como coprotagonista de Ricardo Cortez, una nueva imitación de Valentino, aunque éste había nacido en Nueva York, hijo de una familia judía de origen austriaco y húngaro. Y es que en el Hollywood de la época pesaba más la facha que la raza.  


En cualquier caso, “Torrent” ya ofrecía la doble cara del personaje que Thalberg había pensado para Garbo, aunque todavía fueran dos personalidades sucesivas, explicitas ambas y no excesivamente intrigantes, a las que aún les quedaba integrarse en una sola imagen simultánea y misteriosa para ser merecedoras de la definición que hemos visto que Francisco Ayala le dio por aquellos años de mujer de hielo y fuego.

“Torrent”


 “The Temptress”. Una nórdica entre Argentina y París

El estreno el 10 de octubre de 1926 de “The Temptress” (“La seductora”), también basada en un texto de Blasco Ibáñez, supuso un paso más en la creación del personaje definitivo que habría de elevar a Greta Garbo al estrellato.

La novela original, que lleva el título de “La tierra de todos” (1922), utilizado también en la distribución de la película en los países de habla hispana, la había escrito Blasco ya con la intención directa de ser llevada al cine, aunque la idea venía de antiguo. Pensada inicialmente para formar parte de la tetralogía sobre Argentina que había anunciado que iba a escribir cuando acabó su estancia en aquel país en 1914, de la que sólo había publicado aquel mismo año “Los Argonautas”, la idea le acudió de nuevo a la cabeza cuando se sintió acuciado por la industria cinematográfica para que elaborara nuevos argumentos, adaptándola, es de suponer a lo que él consideraba que resultaba más adecuado para el cine.

La tierra de todos” cuenta una historia de amor maldecido por la fatalidad que transcurre entre el contexto épico y social de la Argentina profunda y la sofisticada vida social de París. Pasión y aventura era su fórmula, pues de fórmula se podría hablar aplicándolo al conjunto de novelas que escribió bajo el concepto de cinematográficas, y que, como nota valorativa, debe advertirse que constituyen lo más endeble de la obra literaria de Blasco Ibáñez. 

La acción de la novela transcurre entre dos continentes, América y Europa, y narra la vida del Marqués de Torreblanca, un vivido noble de origen toscano, ahora terrateniente y comerciante argentino que añora París, donde disfrutó años de sofisticación y farra y en la que conoció a la Bella Elena, ahora la señora marquesa, cuyo destino fatal parece ser atraer el mal sobre los hombres que ama. Como se puede ver, un territorio en el que todos los melodramas, exotismos y excesos argumentales tienen cabida, de cuya explicación nos abstendremos.

La adaptación cinematográfica, debida de nuevo a Dorothy Farnum, tiene numerosas diferencias argumentales con la novela, destinadas, también en este caso, a poner en valor el personaje femenino sobre el masculino y, por tanto, a destacar el papel estelar de Greta Garbo, lo que exigía hacer prevalecer los elementos dramáticos de la historia amorosa y llevar al terreno de la anécdota y el tipismo los componentes épicos y sociales de la novela original, que son muchos. No hay que profundizar mucho para entenderlo. Basta comparar el título de una, “La tierra de todos”, y el  de su consecuencia cinematográfica, “La seductora”, para ver de qué va la cosa.

En cualquier caso, y pienso que eso es lo importante, La Bella Helena le permitió componer a Greta Garbo un personaje prototípico de vampiresa trágica, atormentada por la culpa de la capacidad destructiva de su amor. Una mujer fatal de libro, aunque todavía le falten al personaje algunos quilates de misterio, que son los que construyen el mito. Tal vez el problema estuviera, precisamente --y es una impresión a lo mejor apresurada--, en uno de los elementos básicos de los personajes aportados por Blasco: su condición latina. Francamente, resulta difícil asimilar la carnalidad de una valencia apasionada o una exultante argentina con el físico estilizado y frío de una diosa nórdica.

En esa insistencia en la latinidad de estos iniciales personajes femeninos de Garbo debió pesar, sin duda, el éxito previo de Valentino y del modelo de amante latino que había dibujado con la ayuda del escritor valenciano, haciéndo moverse a ambos personajes, masculino o femenino, en el mismo terreno de confrontación del exotismo con la civilización y del enfrentamiento del romanticismo íntimo con el erotismo exterior. Tal vez para acentuar ese carácter, Irving Thalberg escogió esta vez un coprotagonista hispano de verdad, y no impostado, como el anterior. Merece un párrafo, porque, al menos para los españoles, ofrece un rasgo distintivo con el que identificarse: era paisano.

Manuel, el personaje enamorado de Elena, primero en París y luego en el reencuentro argentino, y competidor por su amor con el Marqués, está interpretado por Antonio Moreno, un madrileño que había emigrado a Estados Unidos de adolescente acompañando a su madre y que se había dedicado desde joven al cine. En la ola de entusiasmo que suscitó el éxito de Valentino se le incluyó en la pléyade de latin lovers que intentaban emularle, territorio en el que consiguió una pronta aunque efímera fama, que en el momento de coprotagonizar “The temptress” estaba en su apogeo. Llegó a formar pareja, aparte de con Garbo, con Gloria Swanson, Alice Terry o Clara Bow, entre otras muchas estrellas del firmamento, y acabó como actor de carácter con una filmografía de más de un centenar de títulos. Su último papel en 1955, cuando tenía ya 68 años y faltaban 12 para su fallecimiento, fue el de Emilio Figueroa, una de los mexicanos de la patrulla de “Centauros del desierto”, la obra maestra del maestro John Ford. Antonio Moreno volvería a interpretar, como veremos, un personaje de Blasco Ibáñez.


Para dirigir “The temptress”, Thalberg eligió a Mauritz Stiller (recordemos, el director sueco cuya tozudez obligo a la Metro a fichar a la Garbo), que desde que llegara a Hollywood acompañado por la actriz había permanecido inactivo. La cosa acabó malamente. El carácter nórdico del director, que por otra parte apenas hablaba inglés, al parecer tropezó inmediatamente con el latino del protagonista, con quien mantuvo acalorados enfrentamientos desde el primer día. El productor se decantó por la estrella y puso de patitas en la calle a Stiller, que no se recuperó del golpe y regresó a Suecia dos años después, tras buscar el éxito con cuatro películas que no lo consiguieron. Así pues, el descubridor del mito no pudo compartir su gloria. Le sustituyó Fred Niblo, un veterano de toda confianza que ya había dirigido “Sangre y arena”, lo que suponía sin duda una eficaz recomendación. “The temptress” casi llegó al millón de dólares de recaudación, de los que aproximadamente un tercio fueron a parar a la cuenta de beneficios de la productora.

“The temptress”

Continuará…



Siguiente entrega:
Cuatro estrellas refulgentes en cuatro cintas perdidas

Bebe Daniels
Alma Rubens
Mae Murray
Alice Terry



BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (5). Los filmes desaparecidos

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Blasco Ibañez y el cine (5)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood



Con Antonio Moreno y Rex Ingram

5.- Cuatro películas desaparecidas para estrellas que apagó el sonoro


La ayuda prestada por los personajes y las historias de Blasco Ibáñez a la creación de los mitos representados por Rodolfo Valentino y Greta Garbo constituye, a mi entender, la mayor aportación al cine por parte del escritor valenciano. Pero no fue la última. Entre los dos filmes de Valentino y los dos de Garbo, Blasco aportó cuatro nuevos argumentos al cine de Hollywood, dos de ellos extraídos de sendas novelas previas (“Los enemigos de la mujer”, 1923, y “Mare Nostrum”, 1926) y otros dos escritos directamente para el cine y, que yo sepa, nunca publicados en libro (“Argentine Love” y “Circe, the enchantress”, ambas de 1924).  Excepto algunas bobinas incompletas de “Los enemigos de la mujer”, que se conservan, parece ser, en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, estas cuatro películas están desaparecidas, así que poco se puede hacer con ellas, salvo imaginarlas, en la medida de lo posible, que es poco.

Por el escaso rastro que han dejado se puede colegir que no tuvieron demasiado éxito ni repercusión, pese a ser todas ellas producciones lujosas de alto coste, estar protagonizadas por auténticas estrellas del momento, aunque con el tiempo hayan caído en el olvido, y contar con directores solventes e incluso brillantes. Por lo que se puede deducir leyendo las sinopsis argumentales que he podido rastrear aquí y allá, estos cuatro filmes insisten en las mismas características estructurales y argumentales (un tanto desmelenadas, eso sí) que habían conducido al éxito de “Los cuatro jinetes…” y “Sangre y arena”, y que inmediatamente se lo darían a “Torrent” y “The Temptress”, aunque no les sirvieron de mucho.

Según la ya citada carta a Martínez de la Riva de octubre de 1921, los productores comenzaron  a proponerle que elaborara argumentos originales inmediatamente después del éxito estreno de “Los cuatro jinetes...” y recién producida “Sangre y Arena.Blasco escribió, no sin una cierta petulancia de provinciano triunfador en la capital del mundo:

"En este momento trabajo muchísimo..., pero es escribiendo novelas cinematográficas para las dos casas más grandes y poderosas de los Estados Unidos, y como es natural del mundo entero: la Metro y la Famous Pley (sic). Hasta ahora habían sacado films de mis novelas. En el presente momento escribo novelas inéditas, directamente para el cinematógrafo. El cinematógrafo llena el mundo, pero todavía no ha llegado nadie a ser un novelista universal cinematográfico."  


Tango trágico para Bebe Daniels

Los primeros que produjeron un argumento original de Blasco fueron los históricos pioneros de Hollywood Adolph Zukor, austrohúngaro emigrado, y el californiano Jesse L. Lasky, fundadores de las empresas Famous Players-Lasky, a la que incorrectamente se refería el escritor en su carta, y Paramount Pictures. Ellos fueron los productores y distribuidores de “Argentine Love”, que es el título USA de la película y que en la versión hispana se tradujo por “Tango trágico”, que parece resumir bastante bien la esencia de la cinta.

No he encontrado otro resumen argumental que una breve reseña publicada en Nueva York a raíz del estreno en diciembre de 1924. En ella, aparte de calificar a Blasco de “capitán del romance”, se adelanta que la acción transcurre entre Argentina y Estados Unidos y que se cuenta la historia de Consuelo, una joven “española” (hay que suponer que quieren decir argentina) amada por dos hombres, un terrateniente de la pampa y un ingeniero estadounidense. La chica se escapa con el norteño a su país la víspera de su boda con el pampero, pero pasa el tiempo y vuelven a encontrarse, lo que da lugar a una marimorena que no he conseguido desentrañar pero que tiene toda la pinta de ser tremenda.

Del papel de Consuelo, la mujer fatal de turno, se encargó Bebe Daniels, actriz de largo recorrido que había empezado como niña actriz y que para esos años ya llevaba una cincuentena de películas a sus espaldas, a las que hay que sumar las otras tantas que aún le quedaban por delante. Su mayor éxito, por el que debería ser recordada para siempre, lo obtendría en 1933 como protagonista del musical de Busby Berkeley “La calle 42. Entre tanto ajetreo aún tuvo tiempo para escribir sus propios programas de radio, producir películas de otros e incluso ser heroína de la II GuerraMundial, que pasó en el Londres bombardeado. Algo importante debió hacer porque en 1948 el presidente Harry S. Truman la condecoró de propia mano con la Medalla de la Libertad. En 1963 Daniels sufrió una apoplejía que la retiró totalmente hasta su muerte por hemorragia cerebral ocho años después, cuando ella tenía 70. Y es que hay muchas películas en las películas.

Dwan, con gorra, en su traveling
También tuvo una carrera de largo recorrido el director, Alan Dwan, un canadiense que, además de inventarse el trávelin para rodar un plano que sin él hubiera sido imposiblellegaría a sobrepasar el centenar de títulos rodados en sus 50 años de actividad cinematográfica, de 1911 a 1961. Ninguno de ellos es una obra maestra, pero todos tienen un algo, una simpatía y una viveza, que los hace atractivos y, según quienes saben, una solvencia técnica a prueba de bomba. Cuando se retiró, o le retiraron, aunque le quedaban 20 años de vida (murió a los 86), que dedico a legar a quien quisiera entrevistarle sus impagables recuerdos del Hollywood clásico y su chispeante sentido del humor, propio del viejo sabio que acabó siendo.


La cinta que produjo el ciudadano Kane

Lo más destacado de “Enemies of woman” (1923), la película que siguió inmediatamente a “Sangre y arena” (1922), es la figura de su productor y la trágica historia de la actriz que la protagonizó. Él era el magnate periodístico y cinematográfico William Randolph Herarst (sí, el mismísimo Kane de Welles), que siguiendo su gusto por la ostentación no ahorró un dólar en la producción, realizando todo el rodaje en Montecarlo y sus casinos, donde transcurre una acción entre personajes que Ramiro Reig define con un escueto “duques y condes de diversas nacionalidades”. No creo que hagan falta más explicaciones sobre el ambiente de lujo de la película. Quien lo desee puede leer directamente la novela original, “Los enemigos de la mujer”, que se había publicado en 1919 y que se puede encontrar en internet. Comienza con un axioma categórico: “El príncipe repitió su afirmación: --La gran sabiuría del hombre es no necesitar a la mujer”. A partir de ahí todo es posible.

Según una de las versiones que circulan sobre “Enemies of woman” bien podría ser que Hearts hubiera organizado todo el tinglado para ayudar a la protagonista, Alma Rubens, de la que se había convertido en protector, bien por haber tenido una historia amorosa con ella o bien por ser la actriz íntima amiga de la fiel amante del magnate, Marion Davis. O por las dos cosas a la vez, vaya usted a saber. Rubens, que tenía entonces 27 años y llevaba 10 en el cine, había interpretado ya una cuarentena de papeles en otras tantas películas de todo tipo de géneros y gozaba de un cierto renombre, especialmente desde el éxito que había obtenido con “Humoresque” (Frank Borzage, 1920). Pese a ello, un dolor vital le asomaba en los ojos.

El problema de Alma (premonitorio nombre para una vida atormentada) era la heroína y las drogas en general, a las que llevaba años enganchada y que la convirtieron en una persona inestable y una actriz conflictiva. Se retiró derrotada en 1929 y sus dos últimos años de vida debieron ser un infierno. Fue detenida y juzgada por tráfico de drogas, y un resfriado convertido en neumonía la hizo caer en estado de coma y fallecer el 22 de enero de 1931. Tenía 33 años y se llamaba Alma Genevieve Reubens. Cuando cambió, o le cambiaron, el apellido por el más artístico de Rubens, el Estudio la lanzó como descendiente, es de suponer que lejana, del pintor flamenco.

Con todo el despliegue de medios que realizó Hearst en la producción de “Enemies of woman”, quizás el mayor lujo de la película fuera, no obstante, su protagonista, Lionel Barrymore, gran señor de la escena y el cine norteamericanos que en aquel momento estaba en la cumbre de la fama, en lo alto de un podio que sólo aspiraban a disputarle sus propios hermanos, Ethel y John.

Como dato anecdótico, aunque gracioso, señalar que en el reparto estuvieron, sin acreditar, dos actrices que darían que hablar en el futuro: Clara Bow, ya conocida por sus escándalos y amoríos y que cuatro años después protagonizaría “Alas” (William A. Wellman, 1927), el primer Oscar de Hollywood a la mejor película, que cuya ficha aparece como “chica bailando sobre una mesa” y la insigne Margaret Dumont (“belleza francesa”), ya por entonces la hilarante dama seria de los vodeviles de los Hermanos Marx, papel que inmortalizaría luego en el cine.

La filmación de esta película es probablemente la que más de cerca siguió el propio Blasco, que ya residía en su lujosa residencia de la Costa Azul, comprada con los dineros ganados en Hollywood, y se trasladó durante buena parte del rodaje a Montecarlo, donde al parecer asesoró al director, Alan Crosland, en distintos aspectos no especificados. Hay testimonio directo de ello.



En el último relato de sus “Novelas de la Costa Azul”, publicado en Valencia en 1924, un años después del estreno de la película, contó la experiencia de un rodaje que, por primera vez había vivido tan de cerca. Lo título “Cómo los americanos cinematografían una novela, y le dio un cierto tono de crónica novelada o de ficcionalizaciónde la realidad, como si presintiera que ahí estaban, en el horizonte, Truman Capote o Tom Wolf para cambiar la novela y el periodismo. Nuestro escritor tenía sin duda sentido dramático. Léase, como prueba, la primera página del cuento-reportaje, que así reproducida tiene todo su sabor:



Los que irrumpen en la tranquilidad franciscana del escritor, no constituyen, como dice haber temido en el primer momento, “una invasión de fascistas que hubiera atravesado la frontera” (recuérdese que Musolinni acababa de tomar el poder y que Blasco era un antifascista prematuro), sino una troupe de cómicos del cine con sus “caballeros vestidos de smoking y damas elegantes y hermosas, escotadas, en traje de soirée”. Uno de ellos se adelanta a los demás y le da la mano, campechano, mientras le suelta sin más ni más:

“-Mister Ibáñez: venimos de Nueva York, enviados por la Cosmopolitan Productions para filmar su novela “Los enemigos de la mujer”… Al saber que estaba usted en casa nos hemos dicho: ‘vamos a ver a míster Ibáñez’. Y aquí nos tiene”.

Quien se muestra tan efusivo es el actor Pedro de Córdoba, que interpreta un importante papel en la película y que es el principal interlocutor del autor. Blasco se muestra exultante en el relato, admirado y fascinado por el proceso de rodaje y todo lo que lo rodea. Le asombra la incansable actividad de los yanquis, que desde las seis de la mañana están en pie contratando figurantes o músicos y organizando las tomas para acabar de madrugada jugándose los cuartos a la ruleta. “¡Qué disciplina y qué salud!”, escribe, embobado y quién sabe si envidioso. Le fascina su facilidad para hacer posible lo imposible. “Cuando hay dinero para gastar, ¿sabe usted? Cuando hay plata abundante, nada es imposible”, le aclara el susodicho actor cuando Blasco se sorprende porque el director anuncia que se rueda a las seis de la madrugada de lo que ya es ese mismo día. Le deslumbra, sobre todo, su capacidad, la de aquellos peliculeros y la del cine, para transformar la realidad y el tiempo mediante los decorados, la ambientación o los cientos de extras vestidos de otra época. Incluso cambiando la hora del reloj de la torre. No obstante, Blasco es ya demasiado mayo y no puede eludir su vieja preocupación por la realidad y la ficción:

“El orden de los años también parecía invertirlo, lo mismo que el de las horas. Era la plaza del Casino tal como yo la había visto durante la guerra. Oficiales convalecientes paseaban, formando grupos. Varios inválidos con gorra de cuartel tomaban el sol en los bancos. Toda esta muchedumbre era fingida, o dicho con grosera exactitud, era una muchedumbre pagada”.

Pero lo que de verdad fascina a Blasco en aquellos felices días del rodaje de exteriores en el principado monegasco son los actores. En ellos, asegura, ve personificados los personajes que él había imaginado. Su creación puesta en pie:

“Al aproximarme al Casino me fueron saliendo al encuentro los principales personajes de “Los enemigos de la mujer”. Besé la diestra de una gran señora que bajaba las gradas vestida lujosamente. Era la duquesa Alicia representada por la hermosa artista californiana Alma Rubens. Un gentleman puesto de frac se echó atrás las alas de su capa negra y banca para saludarme. Sólo podía ser el príncipe Lubimoff. Y reconocí los ojos felinos y misteriosos, el gesto de Hamlet del gran actor americano Lionel Barrymore, héroe de los teatros de Nueva York”.

Deslumbrado y entregado, Blasco reconoce:

“En estos días no escribí ni hice otra cosa que seguir a Crosland, sirviéndole de intermediario, poniendo a su disposición todos los conocimientos y experiencias que han podido proporcionarme varios años de vida en la Costa Azul.”



Adorando a la encantadora Murray

En 1924 –o el anterior, porque esta es la fecha de estreno-- la actriz Mae Murray y su marido, el director Robert Z. Leonard, le pidieron a Blasco un argumento original para la próxima película que pensaban realizar con Tiffany Productions, su propia productora. El escritor decidió meterle mano a la mitología, un tema que, como la historia, le apasionaba, y se sacó de la manga “Circe, the enchantress” (“Circe, la hechicera”, aunque en España se tituló “La encantadora Circe”, que más bien trastoca el sentido original del título).

Circe es un mito bien conocido. La hija de Helios, el mismísimo Sol, y de Perseis, parida por el océano, cuyo poder para convertir en animales a los enemigos y saciar de amor a los queridos tanto juego había dado a Homero y tantos placeres y sufrimientos a su Ulises. ¿Cómo tradujo Blasco esa mitología tan mediterránea al argumento contemporáneo de una película de Hollywood? Resultaría interesante saberlo, pero no parece posible, porque la película está desaparecida, o yo no la he encontrado, y no existe, o yo no conozco, copia de aquel guión-escenario. Sólo pueden consultarse algunas breves sinopsis que apenas sirven para hacerse una idea de por dónde va el drama, que, por otra parte, parecen tener numerosos puntos en común con otras historias de Blasco, especialmente en el prototipo de protagonista femenina que presenta, una mujer inocente y buena que ante un hecho dramático de la vida se da al libertinaje, para acabar comprendiendo demasiado tarde que ese camino sólo la conduce a la infelicidad. Una y otra vez Blasco repitió en sus mujeres fatales el proceso moral de transgresión, culpa, arrepentimiento y expiación, todo muy judeocristiano pese al anticlericalismo feroz del escritor.

Circe se llama en la película Cecile Brunner (¡cómo le gustaban a Blasco los nombres sonoros y centroeuropeos para sus heroínas!) y es un jovencita virtuosa que tras la muerte de su madre se convierte en una auténtica vampiresa. El libertinaje y el exceso son ya su única norma y el placer su única moral, hasta el punto de ser incapaz de reconocer al amor cuando se le presenta, rechazando la declaración amorosa del doctor Wesley Van Martyn, que le reprocha su estilo de vida y le pide dejarla. Cecile se sumerge más aún en su círculo desenfrenado, centrado al parecer en el mundo alocado que rodeaba ese nuevo ritmo que estaba naciendo, el jazz, lo que debería haber conferido al filme un interés documental especial. Cecile se marcha lejos, donde sigue haciendo de las suyas hasta acabar hastiada de tanta juerga y disipación. Se arrepiente, pero queda inválida al ser arrollada por un coche en su intento de salvar a un niño del atropello. En su desgracia, es doctor Wesley, que al parecer reaparece, quien la salva y cuida.

De interpretar a Cecile Brunner se encargó Mae Murray. Era una actriz veterana,  ya con una buena cantidad de películas a sus espaldas, que se encontraba en la cima de una exitosa carrera que llegaría a lo más alto al año siguiente con su interpretación de “La viuda alegre”, obra maestra de Eric von Stroheim que la introduciría en la historia del cine. Sin embargo, y aunque ella no lo supiera, estaba dando sus últimos pasos cinematográficos. El sonoro que llegaría un año después la devoraría como a tantas otras estrellas del mudo, si bien parece que también contribuyó a ello la violenta disputa que mantuvo con el superproductor Louis B. Mayer, quien la incluyó en su particular lista negra y la impidió trabajar con cualquier otra productora a partir de 1931. Según la crítica del New York Times de diciembre de 1924, cuando se estrenó la película en cuestión, todo en Circe-Murray era “exótico, elegante, delicado y esbelto”.

No se tiene noticia del éxito de “Circe, the enchantress”, pero alguno debió tenerlo, al menos en medida moderada, ya que el filme se distribuyó por toda Europa, aunque tuvo problemas con la censura en algunos países. En Italia, por ejemplo, sede de la central católica del Vaticano y en la que Mussolini hacía dos años que había tomado el poder, se suprimieron varias escenas de orgias y se prohibió para menores de 15 años. Un dato para anotar es la presencia en la ficha técnica, como escenógrafo, de Cedric Gibbons, histórico director artístico de la Metro, que firmó los decorados de alrededor de 1.500 película, por las que fue nominado al Oscar en 28 ocasiones y premiado en 11.



Una de espías

De “Mare Nostrum”, la última de estas películas desaparecidas de Blasco Ibáñez, o basadas en sus escritos, se puede decir, así a botepronto, que quizás se trate de la primera película específicamente de espías de la historia del cine, realizada nueve años antes de que Hitchcock pusiera de moda el género con “Treinta y nueve escalones” (1935). Aunque quizás no sea del todo cierto, francamente, tampoco es mentira del todo.

En 1918, tras el éxito que ya había obtenido “Los cuatro jinetes del apocalipsis”, Blasco decidió dedicarle dos novelas más a la Gran Guerra que acababa de terminar. Las tres se llevaron al cine, aunque ninguna de las dos últimas alcanzara, ni de lejos, la altura literaria o cinematográfica de la primera. Una fue “Los enemigos de la mujer”, que ya ha salido por aquí, y la otra “Mare Nostum”, que ahora entra. Pese a lo declarado por el propio escritor sobre sus intenciones, ninguna de ellas es, en realidad, una novela sobre la guerra y su horror, como sí lo era “Los cuatro jinetes…”. En “Los enemigos de la mujer” el enfrentamiento bélico no es sino un telón de fondo sobre el que transcurre la trama amorosa que en la película apenas se notaba. En “Mare Nostrum” --que sí tiene una importante trama de intriga política con la que Blasco muestra una vez más sus simpatías por los aliados-- priman también los componentes románticos sobre los históricos.

Blasco Ibáñez era un experto en buenos inicios, intrigantes y rápidos, de golpe inmediato e impacto seguro. El de “Mare Nostrum” es espectacular. Como un brochazo adelantado de realismo mágico o un eco de las mil y una noches:

“Sus primeros años fueron con una emperatriz. Él tenía diez años y la emperatriz seiscientos. Su padre, don Esteban Ferragut –tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia--, admiraba las cosas del pasado”.

Pero a partir de ahí, la única magia del relato está en las constantes alusiones didácticas a la mitología y las leyendas mediterráneas, farragosa costumbre de lo peor de la literatura de Blasco que en esta ocasión resulta un tanto indigesta. En su biografía, Ramiro Reig se muestra demoledor:

“A mi juicio, las disgresiones sobre mitología e historia (Anfitrite, Tritón, los navegantes genoveses) revelan el gusto de un decorador de salones del Segundo Imperio. Blasco, antes de tener gustos de nuevo rico en la vida real los cultivó en la literatura, como si quisiera demostrar que no era un novelista de la berza, sino un excelso parnasiano”.

Punto en boca. Pese a esos excesos discursivos, que es de suponer se rebajarían en la película, la trama tenía todos los ingredientes necesarios para arrebatar el gusto de los espectadores de la época. O al menos el autor, las estrellas, el productor y el director así debieron considerarlo. Había de todo: pasión y traición, intrigas internacionales, drama, persecuciones, peligro, exotismo, batallas marinas, efectos especiales, pulpos, un valenciano entre el amor y el deber y una espía alemana modelo Mata-Hari. ¿Se puede pedir más?

El mismo Reig ha resumido la trama de manera tan clara y sucinta que me alivia de ponerme a la labor:

“La trama amorosa, que sigue las pautas que ya nos son conocidas, va unida a un argumento de novela de aventuras. Freya pertenece a una organización secreta alemana que quiere destruir el mundo y trabaja a las órdenes de un malísimo doctor, que es la viva estampa del doctor No en una novela de James Bond, y de una doctora no menos perversa, que acumula en su persona todos los tópicos sobre este tipo de mujer. Es sabia, fea, fanática y varonil. (…)  El papel de Freya es seducir a Ulises, el marino más experto de todo el Mediterráneo, para que realice la difícil misión de aprovisionar de combustible a los submarinos alemanes. Arrastrado por la pasión, traiciona a sus ideales y, poco después, se entera que el barco donde viajaba su hijo ha sido hundido por los submarinos a los que ayudó. La organización secreta que, como está mandado en asuntos de espías, no quiere tener testigos incómodos, entrega a Freya a los enemigos y persigue a muerte a Ulises. El mejor Blasco reaparece aquí, cuando se trata de describir escenas duras, trágicas. La del fusilamiento de Freya, inspirada en la historia de Mata-Hari, es de una emocionante belleza. Ulises muere también a lo griego. Sabiéndose condenado, decide afrontar la muerte cara a cara, pilotando su barco y desafiando los torpedos enemigos, para que sea el mar quien le acoja”.

Mare Nostrum” no debió tener la recepción que esperaban sus responsables, incluido el propio Blasco, quien también asistió al rodaje, que tuvo lugar una vez más en la Costa Azul y en la propia España. Aliviado de sus componentes más discursivos, algo que es de suponer llevo a cabo el guionista Willis Goldbeck, la historia de amor y espionaje ofrecía atractivos suficientes que bien podían garantizar el éxito, como demostraría la posterior versión de la novela que daría lugar en 1948 a una producción hispano-mexicana dirigida por Rafael Gil y protagonizada por María Félix y Fernando Rey, de la que hablaremos cuando llegue el momento. Sin embargo, la revista Variety, biblia de la industria cinematográfica yankee, la califico de “unquestionably draggy”, algo así como “definitivamente pesada” o “tonta”. Por algo debía ser, aunque a la vista de los títulos de crédito parezca difícil entenderlo, porque el filme no solo reunía amor, acción y aventura sino, sobre todo, una buena cantidad de talento.

De la dirección y la producción, para la MGM, se ocupó Rex Ingram, director, guionista y productor irlandés que cinco años antes había introducido a Blasco en América con “Los cuatro Jinetes…” y gozaba de gran prestigio. Erich von Stroheim, nada dado a las adulaciones le había calificado como "el mejor director del mundo”, y Dore Schary, el mítico productor le colocó el segundo en su particular lista de los directores más creativos de Hollywood, después de D. W. Griffith, e inmediatamente antes de Cecil B. DeMille, y Erich von Stroheim.

El sonoro acabó con la carrera de Ingram, como acabó igualmente con la de la protagonista de “Mare Nostrum”, Alice Terry, que también había participado en aquel debut cinematográfico en América del valenciano. Terry e Ingram estaban casados, e hicieron lo mejor de sus respectivas obras en colaboración, montando un tándem actriz-director que funcionaría perfectamente en películas como “El prisionero de Zenda” (1922), “Scaramuche” (1923) o “The arab” (1924), en las que la actriz emparejó con Ramón Novarro, y “The Garden of Allah” (1927), cuya versión hablada de 1936 protagonizaría Marlene Dietrich.

Desde unos años antes la pareja residía en Europa, muy cerca de la villa del escritor, concretamente en Niza, donde Ingram y Terry habían fundado una pequeña empresa, Victorine Studios, con la que produjeron varios filmes para la Metro Goldwyn Mayer, entre ellos “The Garden of Allah” y la propia “Mare Nostrum”. Terry parece ser que quedó muy satisfecha de su película con Blasco, que algunos historiadores dicen que era la preferida entre todas las que había hecho y sobre la que luego declaró a la prensa que había sido “La única que me dio la posibilidad de actuar”.

También era de campanillas el protagonista masculino, el español Antonio Moreno, en su momento más alto de apasionado amante latino, del que ya hemos visto que ese mismo año fue partenaire de Greta Garbo en “The Temptress” (“La tierra del todos”).

Todo ello no sirvió para nada a la hora del éxito. La película terminó perdiéndose en algún almacén inadecuado de celuloide rancio.







Balance americano

Hasta aquí llega la presencia directa de Vicente Blasco Ibáñez en el cine de Hollywood. Entre “Los cuatro jinetes…”(1921) y “La tierra de todos” (1926) habían transcurrido únicamente cinco años en los que se habían producido nada menos que ocho películas sobre textos del valenciano, seis novelas y dos argumentos originales. Si no fuera porque no he averiguado nada sobre el tema podría decir que ocho adaptaciones de un mismo escritor en tan corto espacio de tiempo es un record cinematográfico mundial. El balance de resultados fue, además, extraordinario. Es cierto que la mitad de esas obras se han perdido prácticamente en el olvido, pero la otra mitad no sólo consiguieron grandes éxitos en su momento, sino que con el tiempo han acabado convertidas en hitos de la historia del cinematógrafo, mojones que marcan significativos cambios cualitativos en la construcción del cine considerado como lenguaje, cultura e industria a un tiempo.

Antonio Moreno, Rex Ingram, Blasco Ibáñez, Alice Terry.
1926
The four horsemen of the Apocapypse” (“Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, 1921) “Blood and sand” (“Sangre y Arena”, 1922), “Torrent” (“Entre naranjos”, 1926) y “The Temptress” (“La tierra de todos”, 1926)  son todavía hoy cuatro películas que se dejan ver con interés y aprovechamiento. Por mucho, claro está, que los usos y modos del espectador hayan cambiado tanto desde entonces, haciendo que enfrentarse ahora con una película muda obligue a un considerable esfuerzo de concentración, exigencia que prácticamente ha desaparecido del cine actual.

Cuatro películas con las que los personajes y las historias concebidas por Blasco Ibáñez sirvieron para fijar (o poner las primeras piedras) los dos primeros y más importantes mitos cinematográficos de la historia, que han permanecido en el tiempo, incluso hasta convertirse en tópico y lugar común de sendos modelos eróticos, masculino y femenino. El Amante Latino y la Mujer Fatal a los que dieron Forma Valentino y Garbo, y eso es lo que cuenta en esta historia, constituyen quizás los dos primeros mitos contemporáneos que sólo el cine, y no otras formas artísticas, podía crear en tan poco tiempo, gracias, sobre todo, a su inmenso poder de penetración en el imaginario colectivo del siglo XX. Pues bien, en el momento justo y el lugar adecuado estuvo nuestro protagonista, que en el año concreto de 1926 en el que aún estamos, se encontraba en su momento de mayor popularidad y éxito internacional, aunque bien es cierto que también en el declive de su carrera literaria y, lo que es peor, recorriendo el último tramo de su vida.

“Mare nostrum” (fragmento)




Continuará…



Próxima entrega:
Fundido a negro



VICENTE BLASCO IBAÑEZ (6) Fundido a negro

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Blasco Ibáñez y el cine (6)

Andanzas cinematográficas de un literato en la corte de Hollywood




6.- Fundido a negro


A la vejez, viruelas, dice el saber popular en un refrán que bien puede recordarse al hilo de los últimos años de vida del protagonista de esta historia.

Alguna cosa debía roerle la cabeza a aquel Blasco que gozaba de fama internacional, riqueza y una lujosa villa desde la que, como hemos visto, podía “oírse el latido y la respiración de la Naturaleza en reposo”, porque no obstante y que rondaba ya la sesentena decidió, así como de pronto, retomar con ardor juvenil la lucha política, de la que todos los datos parecen asegurar que estaba totalmente alejado desde que en 1907, hacía ya casi una veintena de años, había dimitido de su cargo de diputado. Sin embargo, ahora había un hecho novedoso que sin duda debía revolver las tripas del viejo republicano radical que era el escritor. El 13 de septiembre de 1923 un militarote malencarado y autoritario había tomado el poder en España mediante un golpe de Estado que había contado con la aquiescencia de Alfonso XIII, estableciendo una extraña Dictadura con Rey que a Blasco le debía resultar realmente indigerible.

Con José Benlliure en Fontana Rosa
El escritor se metió en la batalla con todo entusiasmo, lanzando desde su villa de Mentón una virulenta campaña de ataques contra Primo de Rivera y la dictadura con el mismo ardor juvenil y la misma intuición que le habían hecho comprender en su Valencia natal que la propaganda era un arma política de primera magnitud. Además, entre aquellas luchas juveniles y estas de la senectud, Blasco había corrido mucho mundo. Había estado en América y allí había conocido las modernas técnicas de promoción de las películas, los productos en general, y decidió aplicarlas en su campaña de oposición. Se reunió con otros antimonárquicos, en especial con su amigo, y competidos en temas políticos, Miguel de Unamuno, dio conferencias de prensa, escribió en periódicos y revistas españolas y francesas, y publicó panfletos y folletos (o folletos-panfleto). Habrá que detenerse un poco, porque me parece una historia apasionante y educativa, que nos devuelve, en este fundido a negro, al Blasco aventurero y peleón de sus años mozos, que podía haberse amainado con la buena vida pero que, en cualquier caso, no se había perdido del todo.

“Vivo hace años alejado de la política, pero la situación actual de España me obliga a salir de mi retiro, empujándome otra vez a unas luchas que creí abandonadaspara siempre.

Confieso que he vacilado mucho antes de adoptar tal resolución. Mis gustos de novelista se complacen mejor en una existencia aislada y laboriosa. Mas por deber es preciso que combata como en otros tiempos, y sabido es que el deber resulta las más de las veces de un cumplimiento áspero y cruel.

Nada voy a ganar con la actitud de ataque que adopto ahora, y, en cambio, tal vez pierda mucho. Había yo llegado a la mejor situación que puede conquistar un escritor. Los más de los españoles eran amigos míos, agradeciendo, por solidaridad nacional, el prestigio más o menos grande que he podido obtener en el extranjero. Ahora tendré que renunciar a la amistad de algunas personas que, por interés o por convicción, transigen con el estado presente de España. Siento mucho apartarme de ellas: pero cuando se trata de cumplir un deber, el hombre honrado no debe vacilar entre los efectos individuales y las imposiciones de su conciencia.”

Así explicaba Blasco su vuelta a la política activa en “Una nación secuestrada (El terror militarista en España)”, el primero de los tres panfletos que dirigió contra la dictadura. En el mismo texto diagnosticaba son singular buen ojo clínico los males del país que justifican su regreso al campo de la lucha política:



“España es hoy una nación que vive secuestrada. No puede hablar porque su boca está oprimida por la mordaza de la censura. Le es imposible escribir porque tiene las manos atadas. El instinto de conservación impide que las gentes salgan a la calle para protestar contra tal esclavitud. Un ejército poseedor de todos los medios destructivos oprime al país y le es fácil borrar con fusiles y ametralladoras las quejas de la muchedumbre desarmada.”

Otro elemento que diferencia la última incursión política de Blasco de las ardientes batallas de su juventud. Si en aquellas primeras luchas el escritor-político contó con el apoyo popular directo que le daba el haber organizado el primer partido de masas, en este caso la batalla la dio solo, desde su casa de Mentón. Eso sí, ya no era un agitador provinciano y un autor principiante, sino una figura internacional de la literatura y el cine, una circunstancia de la que era muy consciente y que aprovechó convenientemente:

“Por azares de la suerte, tal vez más que por los propios méritos, mi nombre es conocido en una gran parte de la tierra... Llevo recibidas centenares de cartas pidiéndome que hable para que el mundo conozca la vergonzosa situación de España... Me ha sido imposible callar más. Cuando tantos españoles se ven imposibilitados de hablar dentro de su país, yo debo hablar por ellos.”

Parecería un poco como si Blasco volviera al ruedo a petición de los tendidos, pero, aún con cierta autocomplacencia, era verdad lo que decía. Su popularidad le permitía ejercer un papel y de una manera que de ninguna manera podría tener la misma eficacia si fuera un arriesgado soldado que luchara en el campo de batalla. De sus intenciones y de sus métodos de lucha daba buena cuenta, otra vez con una buena dosis de exageración y espíritu novelero, daba cuenta la cabecera del primero de sus panfleto, que quizás mejor que transcribirla sea verla directamente en imagen.



¿De verdad había editado dos millones de panfletos? ¿De verdad había “adquirido” dos aeroplanos tripulados por sendos “hombres de buena voluntad” ¿Y qué sucedía después del aterrizaje? ¿Contaba con una legión de fieles que repartieran los panfletos o esperaba una especie de sublevación espontánea en la que el pueblo fuera por sí mismo llevando la buena nueva de pueblo en pueblo hasta el último rincón de España?

Parece todo un poco novelesco, mismamente como sacado de “Mare Nostrum”, pero algo de cierto ha de haber en ello, porque Blasco siempre fue hombre dispuesto a gastarse los cuartos por una buena causa. El hecho real, comprobable, es que los panfletos entraron en España y se extendieron por ella de una manera que, teniendo en cuenta la fuerte censura de la dictadura, no podía ser sino clandestina. Escondidos en valijas y equipajes, vendidos en las traseras de las librerías, transmitidos de mano en mano, leídos en voz alta en las reuniones obreras y republicanas los panfletos fueron transmitiendo el mensaje de Blasco hasta crear un conflicto político de primer orden.

A pesar de sus ya más de diez años de residencia en Francia Blasco mantenía un enorme prestigio en España, especialmente entre los de ideas republicanas. Un respeto por su figura y su obra, que no procedía tanto de sus colegas escritores --que le consideraban, pero con los que a menudo había tenido enfrentamientos literarios y políticos y que no debían dejar una cierta envidia por el éxito internacional del valenciano--, sino de la masa de ciudadanos humildes, que recordaban de él su valentía personal, su radicalidad política y la enorme importancia educativa que para las clases populares había tenido su labor editorial. Arturo Barea, el mejor novelador de la república y la guerra civil quizás junto a Max Aub (al que ya hemos leído recordando a Blasco), le rememoraba así en su obra magna, “La forja de un rebelde”:  

“Hay un escritor valenciano, que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Entonces dijo: yo voy a dar a leer a los españoles, y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a millares, y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos y allí los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído a Dickens y a Tolstoi, a Dostoievski, a Dumas, a Victor Hugo, a muchos otros”



Aunque no todos pensaban como Varea o Aub, Quien tiene tan fieles admiradores ha de tener, también contumaces adversarios. Blasco era hombre de totales. Quien le quería, le quería de verdad, pero quien le odiaba lo hacía con saña. En un artículo de 1950 publicado en Arriba, el diario del movimiento, el contumaz reaccionario que siempre fue Eugenio D’Ors se despachaba a gusto con quien había estado en sus antípodas literarias y políticas:

“Nacido casi a la vez que Unamuno, Valle-Inclán o Benavente, aquel ochocentista retrasado no pudo ilusionar más que a sus contemporáneos de poco aviso o a gregarias muchedumbres extranjeras, trabajadas por la venalidad y el reclamo...”


A favor de unos y contra los otros, Blasco siguió su labor agitativa. A “Una nación secuestrada” le siguieron, en 1925, “Lo que será la república española (Al país y al ejercito)y “Por España y contra el rey (Alfonso XIII desenmascarado)”. A diferencia del primer panfleto, que era ante todo un virulento ataque al rey y a Primo, en estos dos últimos la pretensión de Blasco era ofrecer un programa completo de actuación para cuando llegara la II República, que él veía inminente. En ello reside la importancia histórica de estos dos escritos, en tanto en cuanto era quizás por primera vez que aparecía así esbozado unos objetivos completos, detallados y hondamente republicanos. No una declaración ideológica, sino prácticamente un programa de gobierno, como se puede colegir con la simple lectura del índice de “Por España y contra el Rey”:

I.- El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.- Al ejército.
III.- A los contribuyentes
IV.- A los trabajadores
V.- Los tributos y el progreso del país
VI.- La república y el separatismo
VII.- La Iglesia
VIII.- Los hombres que gobernarán nuestra República
IX.- Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones
X.- La República tiene un ideal

Ante estos ataques, la dictadura, que sabía bien el daño que le causaban, no sólo por su influencia del autor en las masas españolas, sino también por la inmensa repercusión que alcanzaban sus palabras en todo el mundo, respondieron con virulencia. Los voceros gubernamentales pusieron en marcha una auténtica campaña de injurias y desprestigio. José María Carretero Novillo, que con el seudónimo de El Caballero Audaz había puesto de moda sus protoeróticas novelas de tono sicalíptico, publicó “El novelista que vendió a su patria o Tartarín revolucionario”, y un desconocido Federico Vergara le lanzó a la cara “La vuelta al mundo en 80.000 dólares”, en los que ponían a caldo a Blasco. Incluso el propio rey se metió de hoz y coz en la pelea, refiriéndose en un discurso ante las autoridades de Córdoba a la “campaña difamatoria” que contra él había desatado el valenciano. Debía tenerle ganas:

“Quien así habla fuera de España, sin haberle ofrendado su sangre, vertiendo injurias y especies calumniosas, es un enemigo de su bandera. ¡Que Dios ilumine a ese mal patriota y le perdone el daño que hace a España! ¡Valiera más que, en vez de esas campañas, empleara su pluma en cánticos gloriosos a la epopeya, siempre noble, de su país!”

La respuesta del escritor, que la hubo en forma de declaraciones periodísticas, no fue la del y tú más, sino que agradeció la actitud de Alfonso XII, que irónicamente consideró “democrática”, al haber accedido todo un rey a debatir con un simple ciudadano y no un preboste poderoso, aunque no lo hiciera por propia convicción, sino porque nadie más le defendía. Era listo Blasco.

Pero la cosa no acabaría en insultos insidias y difamaciones. En consonancia con esa acusación real de mal patriota, poco menos que traídos a la Patria, se le incoaron sendos procesos, uno militar y otro civil, en los que pretendieron castigarle por “injurias al jefe del Estado” y “atentado al orden público”. No pudieron condenarle, porque vivía en Francia, pero, quizás para compensar, incautaron sus bienes y detuvieron a su hijo Sigfrido, que seguía residiendo en Valencia, ciudad que retiró su nombre de la calle que tenía dedicada.

Aún fue más lejos la estupidez dictatorial, pues una auténtica estupidez era la forma en que había respondido a las provocaciones de Blasco. No contentos con haberle empapelado en España, también pretendieron que se le juzgara en Francia, mandado una requisitoria en tal sentido a los tribunales galos pidiendo que le procesaran por injurias a un jefe de Estado extranjero, de acuerdo a una ley no ley de prensa no derogada de los tiempos de Napoleón III.

Ni que decir tiene que fue mucho más eficaz la campaña de Blasco que los contraataques de la dictadura. Cuanto más le atacaban, más se crecía el escritor, y más se sentía apoyado por la solidaridad que le mostraban intelectuales, periodistas, escritores y políticos de todas partes. La exigencia a Francia para que le procesaran provocó tan escándalo que el caso de Blasco llegó a ser tratado en una sesión de la Asamblea Francesa, en cuyo transcurso los diputados que hablaron no cesaron de alabarle, recordando el respeto y colaboración que siempre había demostrado hacia su país de acogimiento. El embajador español hubo de retirar la absurda demanda. 

Josep Pla, entonces un escritor primerizo que trató a Blasco en estos años finales de Mentón, le dedicó posteriormente uno de sus “Homenots”, en el que el viejo reaccionario en que se había convertido el catalán hacía un cariñoso retrato del viejo republicano que había conocido cincuenta años antes:

“Blasco desentonaba en aquel ambiente. Cuanto más lo miraba, más difícil me resultaba separar su figura de la noble raza de labradores de la huerta de Valencia. Era voluminoso, vital y duro; sus facciones y su gesticulación eran inseparables, a mi entender, del paisaje que le había visto nacer y que tan exactamente había descrito... Vivía en este mundo en medio de un proceso alternante de melancolía depresiva y de exaltación verbal. Tan pronto parecía un murciélago moribundo como un emperador romano enfebrecido. Era un mundo totalmente ininteligible para él, como él era ininteligible para el mundo que le rodeaba... Los únicos momentos de relajación auténtica los tenía cuando llamaba a su puerta de Mentón algún republicano de las tierras de Valencia que le había conocido en los tiempos heroicos. Entonces Blasco lo dejaba todo, suspendía toda su actividad, digamos, pública, y se apoderaba del visitante como si fuera una presa magnífica. Algunas veces se armaba entre ellos una discusión que parecía el preludio de unas bofetadas fatídicas, pero no pasaba nada. Cuanto más levantaban la voz en la discusión, más de acuerdo parecían estar los vociferantes”.




Vicente Blasco Ibáñez falleció en Mentón, Francia, el 28 de enero de 1928. Un día antes de cumplir 61 años. De una neumonía. Antes de expirar debió echar la vista atrás. “Es Víctor Hugo. Que pasé”, cuentan que susurró, y orgulloso ante su maestro de lo que había conseguido el discípulo le mostró el lugar: “Es el jardín” fue lo último que dijo. Como el Cid Campeador, también Blasco ganó batallas después de muerto. Y las perdió.

Hay versiones distintas sobre esto. Para unos, su biógrafo Ramiro Reig, al que hemos citado profusamente, entre ellos, el escritor había mostrado su específico deseo de que se le enterrara en un cementerio de Valencia, última voluntad que no se pudo cumplir por la prohibición de la dictadura de que su cuerpo entrara en España, Para Otros, en cambio, habría sido su propia voluntad la que hubiera exigido que su cuerpo no regresara a España hasta que no se hubiera instaurado la republica. Sea como sea, en ese destierro postmorten Blasco fue enterrado, con todos los honores merecidos por el insigne personaje que había merecido la Legión de Honor, en el mismo Mentón, dentro de un ataúd que había esculpido Mariano Benlliure, amigo y correligionario de Valle en el republicanismo y la masonería.

Pero la historia no se para y da vueltas y vueltas, a veces sobre sí misma. El 28 de enero Miguel Primo de Rivera recogió el petate y se fue al garete, sustituyendo a su dictadura la dictablanda de Dámaso Berenguer. El 14 de abril de 1931 el voto de esa masa de ciudadanos humildes y explotados que admiraban y respetaban a Blasco permitió que al fin hondeara la tricolor en todos los balcones. 14 de Abril de 1931. Tan sólo a tres años, dos meses y 17 días de la muerte de Blasco. No es difícilmente imaginárselo en el balcón del Ayuntamiento de Valencia proclamando la buena nueva a sus conciudadanos. Como Antonio Machado en Segovia, Lluís Companys en Barcelona o Manuel Azaña en Madrid.

Quizás en ese momento imaginario --en el que el escritor está sustituyendo a quien realmente proclamó la República en Valencia desde el balcón del diario El Pueblo, que él había criado, y que no era otro que su propio hijo menor, Sigfrido Blasco-Ibáñez, su sucesor al frente del Blasquismo--, Blasco hubiera pronunciado unas palabras que no se diferenciarían mucho de las que había dejado escritas en uno de los últimos panfletos:

“El que tiene un ideal, aunque este no llegue a realizarse, resulta más digno de respeto que las gentes sin otra ambición que la de apoderarse de lo del vecino. La República tiene un ideal y creyendo en ese ideal quiero vivir y morir”

Desde la misma instauración de la República se iniciaron las gestiones para la repatriación de los restos del escritor, aunque no pudo conseguirse hasta pasados más de dos años. Al final, el 28 de octubre de 1933 el crucero de la Armada Española Jaime I, acompañado por dos destructores que lo habían escoltado desde Francia, amarraba al puerto de Valencia con los restos mortales de Blasco. La recepción fue espectacular, como dejan testimonio las numerosas fotos que se tomaron aquel día. Miles de personas le esperaban en el muelle, haciendo pequeño al mismísimo Presidente de la República y a los ministros que se habían desplazado para el recibimiento. Los pescadores del Grao bajaron a hombros el féretro. Los mismos, quizás, de “Flor de mayo” o que le escondieron en su juvenil huida clandestina a Francia. Así, en el ataúd de madera como si fuera su particular Babieca, Vicente Blasco Ibáñez reconquistó la ciudad de Valencia.

El cortejo mortuorio recorrió a hombros de los conciudadanos del escritor las calles de la ciudad entre gritos y cánticos de la multitud que las abarrotaba. El féretro de madera de caoba que había esculpido Belliure era una pieza colosal que tenía la forma del lomo de un libro apoyado en otros seis libros pequeños. Pesaba la friolera de 700 kilos, y los porteadores debieron de pasarlas moradas transportándola. Tanto, que se habían organizado 52 equipos de 20 hombres que se relevaban cada 200 metros.

La comitiva, siempre encabezada por el Presidente de la República, cargo en el que Alejandro Lerroux acababa de suceder a Manuel Azaña, recorrió todo Valencia, con una parada especial en la puerta del periódico El Pueblo, que él había fundado y que ahora dirigía su hijo Sigfrido. El féretro fue finalmente depositado en La Longa, a la espera de la construcción de un gran mausoleo, que se encargó al arquitecto Javier Gorlich Lleó, y un nuevo féretro, esta vez de bronce, para poder resistir las inclemencias del aire libre, que a imagen del anterior también esculpió Benlliure.

Nunca se acabó aquel mausoleo. La inminente guerra civil y los largos años de dictadura aún habrían de darle una vuelta más a los restos de Blasco Ibáñez, a la difusión de sus novelas y a las adaptaciones cinematográficas que de ellas se siguieron haciendo. Pero, como dijo aquel, esa historia es otra historia que no voy a historiar ahora.




Continuará…




VICENTE BLASCO IBÁÑEZ (1867/1928)
Escritor, cineasta, aventurero, editor, masón y republicano





Próxima entrega:
Blasco y el cine en aquellos años del franquismo









BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (7) La Bodega

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Blasco Ibáñez y el cine (7)
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood





La bodega” (1929), un film post-morten entre el mudo y el sonoro



Hasta el momento de su muerte el cine español había mostrado poco interés por la literatura de Blasco Ibáñez, hasta el punto que no se había realizado ninguna película de ninguna de sus novelas desde que en 1916 el propio Blasco dirigiera aquella primera versión de “Sangre y arena”. Bien es verdad que Hollywood ya se había encargado de evitarlo comprando los derechos de las obras más destacadas del escritor. Hubo que esperar a su muerte para que un año después un joven que con el tiempo habría de jugar un papel importante, aunque contradictorio, en el cine español rodará en estudios franceses y localizaciones españolas “La bodega” (1929).

Las novelas consideradas “sociales” --que el mismo Blasco definió, mucho más acertadamente, como “novelas de tendencia y rebeldía”-- constituyen la continuidad la lógica de sus obras de tema valenciano, a las que siguen en la cronología. Cuatro títulos componen el ciclo: “La catedral” (1903), “El intruso” (1904), “La Bodega” (1905) y “La horda” (1905). El propio autor dejó bien claras lo que pretendía con ellas:

“La novela de nuestro tiempo debe ser social... Con el despertar político de los pueblos y el advenimiento de la democracia, ha cambiado totalmente el valor de los sujetos novelables. Antes, los amores, las alegrías y las tristezas de unos cuantos millares de seres perezosos e inactivos, que forman la alta clase social, bastaban para llenar la novela... La revolución social ha abierto nuevas ventanas para examinar la vida. Hay algo más allá de las voluptuosidades, placeres y penas, de las contadas gentes que ocupan la cima del bienestar. Toda una humanidad se agita abajo, en la sombra, rugiendo de dolor al salir de un ensueño de siglos, atropellándose por encontrar la senda que conduce a lo alto, y sus miserias, sus anhelos, son materia de arte”

En su estudio sobre los novelistas sociales de comienzos del XX (Galdós, Baroja y Blasco), que recomiendoel alemán Hans Jörg Neuschäfer lo concreta más, y escribe sobre “La bodega” estas consideraciones que son aplicables al resto del ciclo:

“Es una novela donde el problema social está presentado como antagónico, mejor dicho como lucha de clases. (…) En Blasco Ibáñez, por fin, la imagen del pueblo es contrastada críticamente con la imagen de la clase dirigente, que reaparece. Aquí, pues, se establece una verdadera relación entre ambas clases, quedando así patente que la situación de una no puede ser apreciada sin compararla con la situación de la otra”

Con estas intenciones previas en la cabeza (y la opinión posterior del erudito) no resulta difícil entender el punto de vista del escritor sobre los temas que aborda en estas novelas, de muy diferente calidad. En “La catedral” se enfrenta de manera un tanto farragosa con la Iglesia (ya hemos hablado de su acendrado anticlericalismo), denunciando cómo la rigidez impuesta de sus dogmas impedía el avance de España hacia una sociedad más moderna y libre. Pese a lo mucho que había en ella de las ideas de Blasco, el escritor la apreciaba poco, llegando a considerarla uno de sus peores trabajos.

En “La horda”  se habla de los cinturones de miseria que rodean las grandes ciudades, en este caso Madrid, previniendo ya uno de los conflictos sociales más agudos de la era industrial, aún hoy sin solucionar. Pese a sus buenas intenciones, se trata de una novela deficiente,  que en su tiempo fue muy atacada por el parecido que ofrecía con la excelente “La busca”, que Pío Baroja había publicado un año antes, casualidad que, al parecer, el vasco no dejaba de recordarle al valenciano cuando la ocasión lo requería.


Más interés tiene “El intruso”, cuya acción se sitúa en la industrializada Bilbao y en la que introduce directamente como trama principal el enfrentamiento entre el capital y el trabajo. Aunque a veces resulte un tanto discursivo, aún hoy es especialmente lúcido y agudo el análisis que realiza sobre la esencia del naciente nacionalismo vasco bizkaitarra, expresado en el enfrentamiento que muestra entre al mundo industrial y moderno, representado por los obreros industriales y sus sindicatos, y el vasquismo ancestral, de raíz rural y fruto, según él, del foralismo carlista más reaccionario y clerical. Un enfrentamiento entre modernidad y tradición ante el que Blasco se posiciona decididamente a favor de la primera.

Pero sin duda la novela de mayor calidad de todo el ciclo es, precisamente, “La bodega”, de la que Ramiro Reig ha dejado escrito:

“Hay algo de injusticia en que a Blasco se le cite como al autor de “La barraca” y no de “La bodega”, una novela con una riqueza de personajes y de situaciones, y con un ritmo narrativo tan calculado y, a la vez, tan intenso, que se lee sin desfallecimiento alguno. “La bodega” habla de esas cosas tremendas que conmueven el corazón humano, del hambre, de la callada dignidad de los oprimidos y de su justicia, de la muerte de una gitanilla inocente, de la rebelión y ¿por qué no?, de la venganza, pero también del perdón”


Como buena parte de la novelística de Blasco, “La bodega” mezcla dos tramas diferentes, pero complementarias. Una historia colectiva, social, y otra personal, amorosa, que se entremezclan, siendo el resultado de la segunda consecuencia de lasde las circunstancias sociales en que se desarrolla ese amor. En este caso, la trama coral se anuda a través de la descripción de una huelga en las bodegas de Jerez, donde transcurre la acción. Se trata de una historia inspirada, al parecer en las grandes movilizaciones campesinas que en la misma localidad habían tenido lugar en 1883 (recuérdese que la novela es de 1905), mostradas en la novela alrededor del personaje de un profeta anarquista, santo y laico, nombrado Fernando Salvatierra, cuyo modelo real fue, al parecer, Fermín Salvochea, uno de los primeros difusores de las ideas libertarias en España. La historia amorosa tiene, como tanto le gustaba a Blasco, un fuerte componente melodramático y está centrada en la pareja formada por Rafael, un jornalero, su novia María Luz y el hermano de esta, Fermín. La violación de la muchacha por parte de uno de los hijos de los Dumont (¿los Domecq?), una rica y poderosa familia bodeguera, desata la tragedia y la venganza, que acaba con Fermín en el cadalso, María Luz sola y Rafael uniéndose a unos contrabandistas con los que está dispuesto a tomar por su cuenta lo que la injusticia le ha quitado:

“Quería declararle la guerra a medio mundo, a los ricos, a los que gobiernan, a los que infunden miedo con sus fusiles y son la causa de que los pobres se vean pisoteados por los poderosos. Ahora que la gente de Jerez andaba loca de terror, y trabajaba en el campo sin levantar la vista del suelo, y la cárcel estaba llena, y muchos que antes querían tragárselo todo iban a misa para evitar sospechas y persecuciones, ahora empezaba él. Iban a ver los ricos qué fiera habían echado al mundo al destrozar uno de ellos sus ilusiones”

Si alguien se detiene a ver los 30 minutos que de “La bodega” se pueden encontrar en youtube y que enlazo al final, apreciarán haber conocido la mitad colectiva de la novela antes de ver la película, porque no aparece prácticamente en ella, centrada, sobre todo, en el conflicto melodramático. Hasta tal punto se ningunea el aspecto crítico del texto original que el nombre de Salvatierra (simbólico dónde los haya) ni siquiera aparece en el reparto. Parecería talmente que Benito Perojo, que es quien la adaptó y dirigió, hubiera querido imitar las producciones hollywoodenses que tanto éxito habían conocido en los años precedentes. Los valores del film de Perojo, su significación histórica, que la tiene, no están pues ni en su calidad ni en la fidelidad al texto de Blasco, sino en otras circunstancias que lo rodearon.

Ante todo, “La bodega” es una película fronteriza entre dos épocas del cine español y mundial, situándose en ese punto justo del paso del mudo al sonoro, que en España, como es fácil comprender, llegó un poco después de aquel 4 de febrero de 1927 en el que Al Jolson asombró a los primeros espectadores americanos que le oyeron soltando su chorro de voz desde la pantalla. Un momento que los españoles no pudieron vivir plenamente hasta el estreno de la película correspondiente, “El cantor de Jazz”, en 1931 con el título de “El ídolo de Brodway”, si bien anteriormente, en 1929, ya se había proyectado el film, aunque sin sonido, un método que se utilizó con muchos de las primeras películas sonoras ante la falta en las salas de los equipos necesarios.

La bodega” se había rodado muda, y como tal se estrenó en primera instancia, aunque el inmediato auge de las películas habladas obligó a retirarla de los cines y a volver a montarla añadiéndole música y dos canciones, sincronizadas a partir de grabaciones discográficas. Un experimento que ya se había realizado con otros filmes estadounidenses, pero que en España (y en Francia, donde se produjo) resultaba totalmente novedoso. El propio Perojo se lo contó así a Fernando Vizcaíno Casas en 1969:

“Pensamos que era importante seguir la gran innovación y pedimos unos discos de Conchita Piquer, que era la protagonista, y con estos grabamos unos playbacks. Claro que teníamos que sincronizarlos un poco a ojo; de todas formas, dimos la película con dos canciones”

Perojo-Peladilla
Benito Perojo, que con los años llegaría ser a uno de los directores y productores emblemáticos del cine franquista, tiene una historia que contar. Hijo de una familia acaudalada había estudiado ingeniería eléctrica en Londres, lo que no le impidió apasionarse por el cine, en el que había empezado como actor y director en 1915, incorporando a un personaje, Peladilla, creado a imagen y semejanza de Charlot. Cuando realizó “La bodega” tenía 35 años y residía en París, donde en 1926 ya había debutado en el cine dramático al dirigir la primera adaptación de la novela de Alberto Insua “El negro que tenía el alma blanca”, a la que regresaría en 1934 con una versión musical. Más adelante dirigiría aún alguna película interesante, como “La verbena de la paloma” (1935) o “Goyescas” (1942), aunque su cine fue derivando de su amor inicial por el tipismo a los tópicos españolistas más evidentes. Después sería productor de “Novio a la vista” (1954), la deliciosa y corrosiva película de Berlanga, y de algunos filmes de Marisol, su gran bombazo económico, entre otra veintena sin mayor relevancia. Fue condecorado por Franco con la Gran Cruz del Mérito Civil el 18 de julio de 1966, en conmemoración de 30 aniversario de glorioso alzamiento contra la República.

En el reparto de la película de Perojo hay un par de nombres que merecen cita. En primer lugar, la protagonista, Concha Piquer, Conchita entonces, Doña Concha luego. Aunque estaba llamada a ser la más importante de las tonadilleras españolas, figura mítica de la canción popular española, el cine y los papeles que para él interpretó tuvieron mucho que ver en su lanzamiento inicial, haciéndole un hueco en la historia de la cinematográfia. Ya en fecha tan temprana como 1922, cuanto tan sólo contaba 16 inocentes añitos, había realizado su primer y exitosa gira por Estados Unidos, durante la que participó ese mismo año en una primitiva prueba de cine sonoro, hablando, cantando y bailando en una cinta experimental, de 11 minutos de duración y dirigida por Lee DeForest, que se perdió y no fue recuperada hasta 2010[1].



Hay, incluso, quienes la han descubierto en la primera película sonora, “El cantor de jazz”, en el niño (sí, niño) que en un momento canta, en inglés, acompañado al piano por el protagonista, Al Jolson. La historia tiene toda la pinta de ser un rumor, pero es bonita y en caso de creer en ella hay datos para apuntalar su verosimilitud. El nombre de Conchita Piquer no aparece en los créditos del filme, ni en ninguno de los repartos que he podido consultar, así como tampoco queda constancia en sus biografías más o menos oficiales ni en los estudios sobre el tema. Sin embargo, algunos hechos comprobados sugieren, al menos, que no es necesariamente imposible. 

En su larga estancia de cinco años en Estados Unidos, entre 1922 y 1927, la muy joven Conchita había tenido ocasión de aprender inglés, idioma en el que llegó a cantar sobre los escenarios, y había obtenido un importante éxito que la llevó a compartir musicales de Brodway con figuras de la talla de Jeanette MacDonald, Eddie Cantor o el propio Al Jolson, entre otros. En uno de esos espectáculos, según contó la cantante a Manuel Vicent en 1981, hubo que improvisar un número que tiene puntos en contacto con lo que luego podría haber hecho en “El cantor de Jazz”:

“Era un pregón de un muchacho andaluz; yo salía vestida de chico con una cesta de esas con que venden mariscos en Sevilla, pero con flores. Y como no tenía ropa ni nada, me puse unos pantalones del maestro Penella que era pequeño y delgadito, una guayabera de dril que me hizo mi madre en unas horas, un pañuelito rojo y una gorrita, y aquí me tienes que aprendí la canción en una noche y al día siguiente en el ensayo general fue un clamor. Paré el espectáculo”. 

Por cierto, que en la misma entrevista cuenta una anécdota que tiene que ver con el protagonista de nuestra historia, de la que sin duda debió acordarse durante el rodaje de “La bodega”: “En Nueva York me quedé sola, y para sentirme más cerca de mi gente, de mi tierra, leía novelas de Blasco Ibáñez, a quien conocí un día comiendo”. Fuera como fuera, alguien está convencido de que es ella el niño cantor y ha colgado el fragmento en internet, dejándonos a los demás la opción de identificarla o no. Merece la pena verlo, por si acaso.



Cantara o no en “El cantor de jazz”, donde sin ningún género de dudas si se pudo escuchar cantar a Concha Piquer, aunque fuera mediante un malabarismo técnico, fue en “La bodega”.



Otro nombre del reparto de la película de Benito Perojo que pasaría a la posteridad es el de Carmen Amaya. La que estaba llamada a convertirse en una figura emblemática del baile flamenco también participó, normalmente en papeles secundarios como bailarina, en casi una veintena de películas. Los interesados pueden elegir para ver la última de ellas, la excelente “Los Tarantos” (Francisco Rovira-Veleta), rodada en 1963, poco antes de su muerte, y en la que daba muestra no sólo de su maestría como bailaora, sino también como actriz. En “La bodega”, con sólo 11 años de edad, ya dejó patente su arte subida encima de una mesa.



Los resultados finales obtenidos por Perojo de la novela de Blasco no debieron ser muy satisfactorios, sin que funcionara la melodramatizaciónhollywoodiense de los textos originales. Dado su carácter de coproducción, la película se proyectó en Francia y en España, cosechando, en lo que se conserva, críticas negativas. A raíz de su estreno en Madrid, Mateo Santos, un crítico de ideología libertaria que acabaría en el exilio tras la guerra civil, escribió en Popular Films, la revista que dirigía:

“Cuando más urge apartar la producción nacional de la pandereta, la productora española, en colaboración con Perojo, fabrica una película con lidia taurina y cornada final (...), pero ese afán de asegurar el éxito con la españolada y la pandereta (...) convierte “La bodega” en una cinta más, sin una significación digna para el cine hispano”.

Claro, que este juicio, que parece ajustado a la realidad, venía precedido por una afirmación que, a tenor de lo que ya había hecho el cine con la novelística de Blasco y a la espera de lo que aún habría de hacer, suena un tanto peregrino. Según él, las novelas del valenciano eran poco adecuadas para el cine:

“El estilo del glorioso novelista, estilo brillante, cuajado de bellas imágenes literarias, pero retórico y ampuloso en exceso, es todo lo contrario del dinamismo, la vivacidad y la sensación cinematográfica”

En alguna próxima entrega de este culebrón veremos lo que hay de cierto y de falso en este aserto, que ambos contrarios contiene el cine inspirado por Blasco Ibáñez. El anterior y el posterior a su muerte.


"La Bodega" (incompleta)

Continuará…




[1]Para ser justos, hay que incluir a otra española entre aquellas pioneras de las primeras pruebas del cine sonoro. Se trata de Raquel Meller, que en 1926 rodó en Nueva York varios cortos con canciones en castellano y catalán. 




Próxima entrega:
El cine de Blasco en aquella España del franquismo




BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (8). Las películas del franquismo

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Blasco Ibáñez y el cine (8)
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood






El cine de Blasco en aquellos años del franquismo


Pasados once años del fallecimiento en Francia de Vicente Blasco Ibáñez y seis después de que sus restos mortales regresaran a Valencia con el advenimiento de la República, la sublevación militar de 1936 acabó finalmente con la democracia en España, imponiendo una dictadura cruel y sanguinaria que habría de durar casi cuarenta años. Aunque no debería ser necesario explicarlo, quizás a los jóvenes que hoy estudian los programas escolares de historia convendría aclararles que a ese periodo es a lo que sus cebolletas correspondientes se refieren cuando hablan del franquismo.

Los vencedores, que nunca perdieron la conciencia de haberlo sido y procuraron que tampoco lo olvidaran los vencidos, fueron implacables en su venganza. Contra masones y comunistas, socialistas, anarquistas o simples demócratas, de los que asesinaron a cuantos pudieron (que no pudieron ser todos, como hubiera sido su deseo, expresado en tantos escritos, porque algunos se les pasaron por alto y otros pudieron salir al exilio); pero también contra todo lo que significara una cultura y un arte entendidos como forma de pensamiento, crítica o disensión. La inteligencia resultaba subversiva y peligrosa. Como en un remake de la inquisición medieval, se quemaron en hogueras libros que ya estaban publicados y se idearon férreas exigencias censoras para los que quedaban por publicar.

Para Franco y sus cómplices Vicente Blasco Ibáñez era un problema. Menos problema muerto, como estaba, que vivo, como pudiera haber estado a poco de haber llegado a los 80 años, pero un problema al fin y al cabo. Por un lado, se trataba de un escritor de gran prestigio internacional pese a estar muerto, y la dictadura ya sabía lo que acarreaba matar a un poeta como para suponer lo que, aún victoriosos, podría implicar la prohibición total de la obra de un escritor tan famoso, al que odiaban, pero que nada directo había tenido que ver con la República derrotada, cuyos supuestos desmanes había sido la excusa de la sublevación. En la balanza opuesta, Blasco había sido uno de los precursores fundamentales de aquella República que a su entender tantos males había traído a España, influyendo no sólo en los intelectuales de su época, sino sobre todo en aquellas masas populares a las que los vencedores consideraban ejecutoras directas de la barbarie republicana y a las que estaban decididos a someter por el adoctrinamiento y el garrote. Además, muchas de las novelas de Blasco no sólo eran subversivas, sino también amorales, procaces y descaradas, puro pecado. Conclusión: ni para ti ni para mí.

La edición y difusión en España de la literatura de Blasco Ibáñez durante el franquismo fue selectiva e irregular. Poco a poco se fueron editando las novelas del ciclo valenciano, probablemente lo mejor de su obra, y otros textos igualmente importantes, “Los cuatro Jinetes…”, “Sangre y arena” o “La vuelta al mundo de un novelista”. Eso sí, para encontrar otros de sus escritos había que bucear en los montones informes de la Cuesta de Mollano y El Rastro o en las trastiendas oscuras[1] de algunas librerías (las viejas librerías siempre eran oscuras, en contraste con la luminosidad de las actuales). Allí, con suerte se podía tropezar con algún amarillento ejemplar de sus virulentas novelas anticlericales (“La Catedral” o “La araña negra”), de sus escritos o históricos (por ejemplo, el segundo volumen de su inicial “Historia de la Revolución Española” que yo mismo  encontré) o, y eso era más de agradecer, de las estupendas novelas que componen su ciclo de temática social (“El intruso”, “La bodega” y “La horda”), también entre lo mejor de la literatura de Blasco, especialmente las dos primeras.

Un claro indicativo, y así volvemos al tema, de la actitud de la dictadura ante la herencia cultural de Blasco Ibáñez está en el escaso número de películas que se hicieron en los años franquistas adaptando sus novelas. Dato especialmente significativo si tomamos en consideración que para el cine de aquellos años negros los textos literarios constituyeron una de sus principales fuentes de inspiración. Las novelas, aún las más añejas, daban prestigio al celuloide, al que aportaban argumentos ejemplarizantes y lacrimógenas historietas que apuntalaban las bases ideológicas y morales del régimen. Pero había escritores y escritores, y Blasco era de los de la cáscara amarga. Baste un breve panorama comparativo para comprobarlo.

Tomamos en cuenta sólo a aquellos escritores que podríamos considerar coetáneos de Blasco cuya obra tiene una cierta consistencia literaria que les hace merecedores del recuerdo. Ni que decir tiene que la palma se la llevan los novelistas o autores dramáticos directamente adscritos a la sublevación desde el principio. En lo alto del escalafón están, faltaría más, los hermanos Álvarez Quintero, de probada eficacia popular, de cuyas obras salieron nada menos que 20 películas y una serie televisiva en esos 35 años franquistas. De Carlos Arniches, que nunca había sido reaccionario, pero no se había significado políticamente, se llevaron a la pantalla 19. Y así sigue una larga lista de cantidades descendentes pero nunca insignificantes. Con textos de Pedro Muñoz Seca --fusilado, recuérdese, por milicianos republicanos en Paracuellos de Jarama--  se filmaron 10 cintas, 15 del fino humorista Wenceslao Fernández Flórez, 10 de Armando Palacio Valdés y 8 de Alejandro Pérez Lugín (¡Ay! esas cinco versiones de “La casa de la Troya”).

También se puede decir que los represores se mostraron generosos con quienes, habiendo sido tibios republicanos, confesaron sus pecados, que les fueron perdonados. De la obra de Jacinto Benavente, premio Nobel de 1922, eximia gloria del teatro nacional, aunque a menudo también meliflua, se sacaron nada menos que 19 películas y cuatro series de televisión.

De la imaginación de Blasco Ibáñez, que, quizás excepto a Benavente, superaba de lejos a los demás en calidad literaria y gloria internacional, tan sólo salieron dos películas y media en los casi 40 años de dictadura. Luego explicaremos el porqué de esa media, que nos servirá para aclarar un malentendido, vamos ahora con las dos enteras, que al menos una de ellas tiene interés por sí misma y por el éxito internacional que alcanzó. Se trata de sendas coproducciones, lo que parece indicar la intención de sus responsables de que se distribuyeran internacionalmente, para lo que la firma de Blasco Ibáñez implicaba ya una buena recomendación. Ambas contaron con directores que si bien no pasaban de correctos y profesionales, disfrutaban de gran prestigio y una situación privilegiada en el cine español de aquellos años del franquismo intermedio, posterior al extremadamente represivo de la inmediata postguerra y previo al desarrollismo y el consiguiente aperturismo. Sus repartos, especialmente el de la primera, contaban con verdaderas estrellas. Hispanas, eso sí.


Mare Nostrum” (1948). La primera película española sobre la II Guerra Mundial




 Cesáreo González fue, probablemente, el productor cinematográfico más importante de los años franquistas y, desde luego, un pionero en rodar películas en coproducción con otros países, no sólo para completar la financiación que siempre necesitaba sino también para conseguir la difusión internacional que siempre buscaba. Este gallego, que casi en la  adolescencia había emigrado a Cuba y México en busca de fortuna, no se interesó por el cine hasta 1941, después de haber ejercido otros negocios y funciones, entre ellos ser presidente del Real Club Celta de Vigo, la ciudad a la que había regresado tras su estancia americana. Desde entonces no se dedico a otra cosa que a hacer películas. 

En 1947 creó la firma Suevia Films, cuyo logo se convertiría en poco tiempo en una presencia habitual en las pantallas españolas junto al de Cifesa. Produjo alrededor de un centenar de películas de todo tipo. Descubridor de Joselito, el niño cantor que hizo las delicias de la España todavía rural y autárquica de los cincuenta, con cuyas películas (dirigidas, por cierto, por el comunista Antonio del Amo) se forró, no le hizo ascos, cuando fue necesario, a abrirse a los nuevos directores de clara intencionalidad crítica, produciéndoles películas a Juan Antonio Bardem, Luis García Berlanga y al más joven Miguel Picazo, entre otros. O esta primera adaptación que se rodó en la España franquista de una novela del apestado Blasco Ibáñez.

En cuanto creó Suevia Films, Cesáreo González intensificó sus planes de expansión internacional, y resulta lógico que a la hora de afrontar ese reto acudiera a un argumento como el de “Mare Nostrum”, que le ofrecía varias ventajas muy convenientes. En primer lugar, la historia de amor, aventuras y espionaje que contaba llegaba ya testada por el éxito, relativo, pero éxito, obtenido por la versión de 1926, lo que era una garantía en unos tiempos en que ya se estaban volviendo a cosechar buenos éxitos las viejas películas del cine mudo rodadas de nuevo con sonido. En el caso concreto de nuestro escritor, Hollywood había vuelto a realizar en 1941 una nueva y exitosa adaptación de “Sangre y Arena”, y en México se había producido ya, en 1944, “La barraca”, de las que hablaremos en su momento. Por otro lado, el nombre de Blasco Ibáñez seguía manteniendo un gran prestigio literario, personal y político, especialmente en Argentina y México, los dos mercados más importantes de Latinoamérica y las industrias cinematográficas de habla hispana más potentes, donde el escritor valenciano todavía estaba presente en las decenas de miles de españoles que se habían exiliado tras la guerra en esos países y en el conjunto de sus sociedades.

La coproductora con Suevia Films de “Mare Nostrum” no fue, sin embargo, mexicana, país que no mantenía relaciones diplomáticas con España, sino italiana. Se trataba de una empresa peculiar, que había iniciado su trabajo durante el fascismo, bajo el que había producido película de propaganda, pero también algunos de los primeros filmes de Jean Renoir (“Tosca”, 1941), RobertoRossellini (“La nave bianca”, 1942) o Vitorio de Sica (“I Bambino ci guardano”, 1944), y que cerraría su andadura en 1952 coproduciendo el “Otello” de Orson Welles. El acuerdo debió ser esencialmente instrumental, para facilitar la distribución internacional, pues ningún rastro italiano aparece entre el equipo técnico ni en el reparto, aparte de un par de actores en papeles muy secundarios, Nario Bernardi y Osvaldo Genazzani, que, por otra parte, residían por aquel entonces en España.

La otra baza ganadora de Cesáreo González fue la contratación como protagonista femenina de María Félix, mujer de armas tomar y actriz de extraordinaria presencia y señorío, que de haber nacido en Brogdem, Carolina del Norte, en lugar de en Sonora, Ciudad de México, bien pudiera haber disputado duelos a florete con Ava Garner, pues pertenecían a la misma estirpe de divas capaces de cantarle las cuarenta a cualquier macho que se les pusiera por delante. Tanto es así que el pueblo le había otorgado el título de “La Doña”, sacado del papel de mujer fuerte y dominante que había interpretado en “Doña Bárbara” (Fernando Fuentes y Miguel M. Delgado, 1943), adaptación de la novela homónima del venezolano Rómulo Gallegos que la lanzó al estrellato.

En 1948, cuando Cesáreo González la reclutó para “Mare Nostrum”, el nombre de María Félix era ya marca de éxito seguro en toda América latina y, por supuesto, también en España, donde sus películas habían obtenido gran éxito a pesar del modelo de mujer tan moralmente incorrecto que solían interpretar en ellas. El productor gallego realizó una verdadera campaña de lo que hoy se llamaría marketing promocional para popularizar fichaje y la película aún antes incluso de rodarla. Le organizó un recibimiento populoso a su llegada al aeropuerto de Barajas, que reflejó el NODO, y la mantuvo rodeada de periodistas durante toda la filmación, que, como correspondía a tal producción internacional, se realizó en Valencia, pero también en Nápoles, Pompeya y Paestum, los escenarios reales en los que transcurría la novela de Blasco.

Para acompañar a la diva mexicana González se decidió por un actor español, todavía un novato pero que ya mostraba buenas maneras que el tiempo habría de confirmar. Ese mismo año Fernando Rey, pues de tal se trata, había triunfado con la imagen ambiguamente arrogante que le había conferido al Felipe el Hermoso de “Locura de amor”, que de las manos de Juan de Orduña había realmente enloquecido al público español de la época. Con “Mare Nostrum” se inició su despegue internacional, terreno que en el que llegaría a alcanzar altas cotas de respeto.




También en el terreno de la dirección actuó sobre seguro Cesáreo González, poniendo la película en manos de Rafael Gil, un profesional solvente que, además, mantenía una ambigüedad ideológica que resultaba que ni pintiparada para este proyecto. Gil había participado de la vida cultural avanzada de la República dedicado a la crítica cinematográfica, y durante la guerra civil había debutado como cineasta, con tan sólo 23 años, realizando para el ejército republicano varios cortometrajes con títulos tan evidentes como “Soldados campesinos” o “Salvad la cosecha”. 

Pese a este origen, su implicación política no debía ser excesiva, porque el mismo 1939 volvió a ponerse tras la cámara para dirigir otro documental, este vez de signo contrario, “Flechas”. Había debutado en la ficción en 1942 con un éxito, “El hombre que se quiso matar”, adaptación de Wenceslao Fernández Florez, y ese mismo 1948 había dirigido “La calle sin sol”, según los expertos primer intento, fallido pero interesante, de neorrealismo español. A él pues, como guionista de la película, junto a Antonio Abad Ojuel, se le deben achacar los cambios realizados en la adaptación. Alguno de ellos confiere a “Mare Nostrum”, al margen de su posible calidad fílmica, que no he tenido ocasión de comprobar, una significación histórica y política nada desdeñable.

Como Vicente Minelli haría 16 años después con “Los cuatro jinetes del apocalipsis”, también Rafael Gil trasladó la acción de “Mare Nostrum” de la primera a la segunda guerra mundial. Ese simple cambio de fechas aporta ya un dato significativo sobre la importancia histórica de la película, pues se trataría, si alguna información que desconozco no lo desmiente, de la primera producción española centrada en ese periodo histórico, sobre el que el cine patrio de la época y el franquismo en general procuraron pasar sobre puntillas, no fuera que alguien viniera a recordarles su apoyo activo al nazismo. 

Curiosamente, la participación franquista en aquella guerra reaparecería tímidamente a mediados de los cincuenta, con unas cuantas películas centradas en la División Azul: “La patrulla” (Pedro Lazaga, 1954), “La espera” (Vicente Lluch, 1956) y sobre todo “Embajadores en el infierno”, que José María Forqué dirigió en 1956 y que fue la de mayor repercusión popular[2]. Para entonces, Franco ya había firmado en 1953 sus acuerdos con unos Estados Unidos en plena guerra fría. Aquellas películas venían a certificar que el dictador ya había sido un implacable enemigo del comunismo, al que había ido a combatir hasta la mismísima Rusia, aunque fuera formando parte del ejército nazi, por lo que ahora no hacía sino cambiar de aliado para poder seguir con su vieja obsesión de caza al rojo. 

¡Oiga señor–debió decirle Franco a Eisenhower aquella fría tarde de diciembre de 1959, mientras recorrían Madrid a bordo de un haiga descapotable tras haberle recibido en la ya base yankee de Torrejón--, que nosotros fuimos los primeros. A ver si ahora nos van a dejar sin una parte del pastel¡”. Y el dictador acabó comiéndose su trozo de tarta; que otra cosa no, pero ladino sabía ser.

Pero cuando Rafael Gil rodó “Mare Nostrum” ese momento del idilio en el descapotable todavía no había llegado. Para entender el sentido de la película tal vez sea conveniente situarla con cierta precisión en los dos momentos cronológicos en que se sitúa: 1939, el tiempo histórico en el que transcurre la acción fílmica, y 1948, el tiempo real en el que se filmó. Empecemos por el segundo, que quizás permite aclarar el porqué del primero.

En 1948 hacía tan sólo tres años que los ejércitos aliados habían acabado con la entente nazi-fascista representada por la alianza del Japón imperial, la Italia fascista y el nazismo alemán, apoyados, en la medida de sus escasas fuerzas, por una exhausta España franquista recién salida de su propia guerra civil. Aunque la derrota del fascismo no supuso, como deseaban tantos republicanos españoles, exiliados o no, libres o encarcelados, que las fuerzas democráticas vencedoras impusieran el final de Franco, la dictadura se encontraba en su momento de mayor debilidad internacional. No sólo se le había negado la entrada en la ONU cuando se creó en 1945, sino que el organismo internacional había condenado expresamente en varias ocasiones al régimen franquista, considerándole una amenaza potencial para la paz mundial, situación que aún se mantendría hasta 1955. 

Mientras se rodaba "Mare Nostrum", hacía tan solo dos años, en 1946, que Francia había cerrado temporalmente sus fronteras con España como consecuencia del fusilamiento del guerrillero comunista Cristino García, héroe de la resistencia francesa, y todavía un buen número de países, México y todos los del área comunista, seguían sin mandar embajadores a Madrid, rotas todas las relaciones diplomáticas. En aquellos momentos concretos de 1948 el propio presidente Truman excluyó personalmente a España de los millones del Plan Marshall que regaron el resto de Europa. Por otro lado, la situación interna no era mejor. Pese a la represión inmisericorde de toda resistencia, con las cárceles llenas, los fusilamientos aún a la orden del día y el terror instalado en la mente de cualquier ciudadano disconforme, los guerrilleros seguían dando la batalla en el monte y el rojerío no acababa de hundirse en el infierno.  

En medio de aquel complicado paisaje político, cualquier intento de abordar la historia de un español en la guerra recién acabada encerraba unos riesgos de los que Rafael Gil debía ser muy consciente. Ante todo, se debía evitar cualquier referencia al pasado colaboracionista de España con los  nazis, al tiempo que había que insinuar que los españoles, representados por el Ulises Ferragut de Blasco, tras haber sido engañados por los alemanes habían acabado luchando contra ellos. De alguna manera, “Mare nostrum” venía a ser la primera jugada propagandística internacional del régimen franquista, encaminada a desvincularle de sus orígenes más netamente fascistas e intentar acabar con el aislamiento que sufría. Todas estas consideraciones debieron influir en la decisión de situar la acción de la película en 1939. Y no en un momento cualquiera de ese año, sino en un mes concreto, septiembre, cuando la guerra aún no había comenzado realmente y cuando todavía se podía simular no conocer las mayores atrocidades nazis que ya se estaban cometiendo.

Desde una perspectiva actual, sabiendo ya lo que sucedió posteriormente, el significado de los acontecimientos de septiembre de 1939 aparece claro y cristalino, pero mientras todo estaba sucediendo la situación debió ser terriblemente confusa. El día uno de aquel año y de aquel mes las tropas nazis había comenzado la invasión de Polonia, que concluiría el 6 de octubre. Tras la ocupación de Checoslovaquia en marzo, aquella nueva agresión era, no cabía duda, la prueba definitiva del objetivo hitleriano de anexionarse toda Europa, y como tal lo vieron los gobiernos de Francia e Inglaterra, que declararon la guerra a Alemania, rompiendo así la política de apaciguamiento de la fiera nazi, que se había iniciado con la no intervención en la guerra española y rubricado en los pactos de Múnich de un año antes. Por si fuera poca la confusión que aportaba la timorata y consentidora posición mantenida por Inglaterra y con menor intensidad por Francia, en agosto la Unión Soviética había firmado su propio acuerdo de no agresión con Alemania, el famoso pacto Ribbentrop-Mólotov, que sumió en una flagrante contradicción a la militancia comunista, hasta ese momento la más concreta y sacrificada oposición a Hitler en toda Europa.

Bien se podría decir que en aquel mes de septiembre de 1939 en el que el capitán Ferragut caía en los brazos de Freia, la espía alemana, accediendo a transportar materiales para los nazis en su barco, con las desastrosas consecuencias que ellos les acarrearía a ambos, como ya se ha contado al hablar de la adaptación de 1926 de la misma novela de Blasco, la auténtica guerra aún no había comenzado. Tanto era así, que a aquellos primeros meses se les denominó en la propia Francia la “drôle de guerre” o la “guerra en broma”. Un momento histórico propicio a todas las ambigüedades, y ya se sabe que en aguas revueltas ganancia de pescadores.

Sería interesante saber cómo respondió Rafael Gil a todos estos condicionantes a la hora de afrontar “Mare Nostrum”. Y escribo que lo sería, porque no he podido comprobarlo, ya que no he encontrado copia de la película, ni física ni etérea. De haberla visto, podría contestarme a mí mismo algunas de las preguntas que me parecen pertinaces. Por ejemplo: ¿se hace en algún momento referencia a la guerra española, que apenas hacía seis meses que había acabado, y en ese caso cómo? ¿Qué explicación se sacaba de la manga para que un español que teóricamente vivía en España --hay que excluir que el protagonista fuera un exiliado-- acabará implicándose contra los alemanes, considerando que eso suponía una violación directa de la política oficial del franquismo en ese preciso momento? ¿Había motivos políticos en el cambio de bando de Ulises Ferragut o todo se debía a razones personales? Y, sobre todo, ¿se mantuvo la escena del acuario y los pulpos, que tan buen jugo parece que supo sacarle Rex Ingram y que en la novela constituye el momento cumbre en el que el marino comprende por fin dónde se ha metido, en un capítulo de gran fuerza expresiva y valor simbólico?:

“Entre sus escaparates acuáticos prefería el marcado con el número 15, dominio exclusivo de los pulpos. Un vago presentimiento le avisaba que en dicho lugar iba a desarrollarse algo importante para su vida. Siempre que Freya visitaba el Acuario era con el deseo de ver comer a esas bestias repulsivas y ávidas. (…) Su estúpida crueldad le pareció un reflejo del carácter de aquella mujer incomprensible que le repelía huyendo de él y al mismo tiempo dejaba en su sonrisa y en sus palabras algo semejante a un hilo suelto para mantenerle prisionero.
(Freya besa a Ulises) Este se estremeció, sintiendo que se había enroscado a su cuerpo un anillo de temblona presión .Los actos de aquella desequilibrada, habían acabado por excitar sus nervios. Creyó que un monstruo de la misma clase que los del estanque, pero mucho mayor, un pulpo gigante de los fondos oceánicos, se había deslizado traidoramente a sus espaldas, echándole de pronto uno de sus tentáculos, sentía la presión de esta garra en su cintura, cada vez más apretada, más feroz “.

Fuera como fuera, “Mare Nostrum” se estrenó con éxito en Madrid el 21 de diciembre de 1948 y tuvo una importante distribución internacional no sólo en la América de habla hispana, que en principio constituía su primer objetivo, sino también en Europa, como confirman los carteles en francés o italiano encontrados. En España, el Círculo de Escritores Cinematográficos le concedió a Rafael Gil el premio al mejor director y a Fernando Rey el de mejor actor, y el Sindicato Nacional del Espectáculo la premió con una mención especial como mejor película del año. Muchos años después, en una lista de esas a las que tan aficionados son los cinéfilos, publicada en Decine21.com y seleccionada por los propios lectores, aparece en el puesto 78 de las 100 mejores películas de espionaje de la historia del cine. No es un galardón como para echar las campanas al vuelo, pues la selección parece un tanto caprichosa, pero sirve al menos para certificar la pertenencia de la historia de Blasco Ibáñez al género de espías, modelo cinematográfico que prácticamente se inauguraba en España con esta versión de su novela, como lo había inaugurado en todo el mundo con la de Rex Ingram de 1926.






Continuará…






[1]Hace años, un viejo librero catalán me relató la manera en que él solucionaba el problema de las posibles e inesperadas visitas policiales. Probablemente la solución más ingeniosa de que tengo noticia y una historieta que al fin tengo la ocasión de relatar.
En la trasera de la librería, la literatura prohibida, política sobre todo, pero en su caso también erótica y pornográfica (cuanto le debemos algunos a aquellos apóstoles clandestinos de la sexualidad), estaba expuesta sobre un tablero, pero que no se sustentaba sobre sus correspondientes patas, sino que estaba suspendido del techo y mediante poleas se podía subir hasta arriba cuando se barruntaba la presencia de los grises, dejándolo fuera de su ojo, que jamás miraba hacia arriba, siempre buscando huecos ocultos en el suelo.

[2]En declaraciones a Sergio Alegre, queha escrito sobre el tema, Forqué conto la recepción oficial de la película, ofreciendo un testimonio significativo de por dónde iban las cosas que no me resisto a reproducir, aunque se salga del tema: “Luego durante un tiempo breve estuvo prohibida. Lo cual era coherente si tenemos en cuenta quién la prohibió ya que pasó de ser una película de exaltación de un partido a ser un poco una exaltación de los militares. Más de una bandera nacional que de una bandera de partido. La vieron unos ministros en una sala del NO-DO: el Ministro de la Falange, Arrese; el del Ejército, Muñoz Grandes; y el de Información y Turismo, Arias. Estábamos en la sala de pruebas, Eduardo Lafuente, que era el director de producción, y yo, que nos colamos un poco. Vieron la película. Al terminar estaban muy conmovidos. La película tenía, en aquel entonces, un gran poder emocional porque correspondía a hechos inmediatos, vividos por todos y un ministro dijo: "La cabronada es que la película es buena". Me acuerdo de la frase porque en cierto modo me halagó. Al encender las luces se dieron cuenta de nuestra presencia y nos echaron. La película se prohibió. Dieron una resolución de que se incorporará una voz en "off' al principio que no tiene sentido, diciendo que la guerra de Rusia era una continuación de la Guerra de Liberación de Franco, si no, no la autorizaban. Cortaron algunas cosas, exactamente no me acuerdo qué. Tuvimos  que poco el tributo al partido y a los primeros voluntarios que formaron la División Azul. Yo defendí que no se pusieran ya que me parecía completamente absurdo que unos prisioneros de los comunistas, y entonces no hay que olvidar que era un comunismo duro, pudieran lucir los emblemas políticos de sus países o de ideologías opuestas. Es como si en un campo de prisioneros españoles dejaran llevar la hoz y el martillo. Me parece absolutamente absurdo. Me dijeron que no opinara y que lo pusiera. Y claro, lo pusimos”.




Próxima entrega:
Cañas y barro” (1954), una traición de película








BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (9) Cañas y barro. 1954

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Blasco Ibáñez y el cine (9)

Las películas del franquismo







Cañas y barro” (Juan de Orduña, 1954), una traición de película


Cuando en 1954 se llevó a la pantalla “Cañas y Barro”, la segunda película que se rodaba en la España franquista sobre una novela de Blasco Ibáñez, Juan de Orduña debió hacer auténticos juegos malabares para conseguirlo, por mucho que fuera uno de los directores de mayor prestigio y clara afinidad con el régimen, o precisamente a causa de ello. Tantos malabarismos que en el vuelo de los bolos se perdió el sentido fundamental del texto literario, que no es sólo una minuciosa descripción de la vida y el trabajo en la Albufera valenciana a caballo entre dos siglos ni una historia de amores desgraciados, sino ante todo, una reflexión sobre el pecado (o su versión laica de la aberración moral), la culpa y la expiación. Un tema, por otra parte, muy querido del autor, que aunque anticlerical convicto parece que no podía olvidar su ascendencia judeocristiana.

Para esas fechas, la censura en España, aunque rígida e implacable, carecía de unas normas concretas que establecieran los límites de lo que se podía contar y lo que estaba prohibido, regularización que no llegaría hasta las normas dictadas en 1963, ya con Manuel Fraga Iribarne al frente del ministerio correspondiente. La censura, además de castradora era arbitraria, una condición que debía conocer bien Juan de Orduña, no tanto porque la hubiera padecido, sino por ser partícipe de los rígidos principios que la orientaban. Sabía, pues, que en una película española debían suavizarse pecados tales como el adulterio o la maternidad fuera del matrimonio y, eliminarse por completo crímenes tan atroces como los amores incestuosos, el parricidio o el suicidio, aberraciones condenadas desde el altísimo y temas todos ellos que constituyen la base del conflicto moral de la novela de Blasco. La solución adoptada por el director y su guionista, Manuel Tamayo, fue tan sencilla como radical, quitó de la película cuanto estorbaba y si te he visto no me acuerdo.

Blasco Ibáñez publicó “Cañas y barro” en 1902 como cierre de su ciclo de novelas valencianas. Se trata, sin duda, de una de sus obras magnas, que confirma las cualidades narrativas que ya había demostrado cuatro años antes con “La barraca”, una obra maestra que, como ya veremos, también tuvo adaptación cinematográfica. En ambas destacan las mejores cualidades del autor: El aliento poético y la precisión descriptiva de acciones, ambientes y lugares, los personajes dibujados con claridad y contundencia en su complejidad, la facilidad para imbricar las historias personales en su contexto social y el intento conseguido en sus mejores novelas de expresar una concepción progresista, dinámica y nada simple del mundo y de la vida.

Cañas y barro”, además, marca un punto culminante en la evolución del estilo literario de nuestro autor que merece la pena destacar. El discípulo de Zola que era Blasco, que en 1894 había adoptado el modelo naturalista del maestro francés al escribir por primera vez sobre su Valencia natal en “Arroz y Tartana”, llegaba, seis años después, a la última novela del ciclo convertido en un escritor plenamente “realista”. Para Blasco, como aún lo era para Zola, que murió ese mismo 1902, el ser humano seguía siendo esencialmente un ser social, pero ya no eran sólo los condicionantes sociales, biológicos o hereditarios los que marcaban su vida, sino, en gran proporción, también la propia personalidad íntima de cada uno, su sicología, su carácter único e irrepetible, que viene a ser algo así como la huella digital de la mente. Este viaje del exterior al interior de sus personajes es lo que transforma a Blasco en un escritor realista contemporáneo que pretende expresar la realidad en toda su contradictoria complejidad. Una evolución estilística que, por otro lado, no constituye una cualidad homogénea en toda la obra del valenciano, pero que brilla con fuerza en sus mejores novelas, entre las que sin duda se encuentra la que tratamos.

Como en la mayor parte de la obra novelística de Blasco --no tanto en las adaptaciones cinematográficas que de ellas se hicieron--, en “Cañasy barro” conviven dos tramas que se realimentan mutuamente. Una colectiva y otra personal. En la primera, se cuenta la evolución social de una comunidad, la de la Albufera valenciana, en el proceso de cambio de sus formas de vida y supervivencia (sus modos de producción, hubiera escrito en otros tiempos). La pesca, de la que habían vivido malamente hasta el momento, está dando paso a la agricultura, de la que malviven ahora. Ese cambio está provocando una transformación social que afecta tanto a los usos y costumbres cotidianas, a la cultura tradicional, como a las relaciones entre las clases sociales en formación. Un momento histórico de cambio profundo expresado a través de la lucha de la tierra por apoderarse del mar, un enfrentamiento que a veces adquiere tonos titánicos, como en la dramática escena en la que Tono, el padre Paloma, literalmente se desangra en la desecación del lago para convertirlo en tierra de labranza. La historia se desarrolla a través de la vida de tres miembros de una misma familia, LosPaloma, abuelo, hijo y nieto, mediante una variada sucesión de situaciones y con una rica cantidad de personajes poderosos, como Sangonereta, el sacristán borrachín que, adelantándose a “La grande bouffe”, muere de un atracón, o el usuriento Cañamel o la Borda, patética y conmovedora, desesperada por un amor de todo punto imposible hacia su medio hermano, al que sólo podrá besar ya muerto.

La columna vertebral que estructura y organiza todo lo demás es, sin embargo, la relación entre Tonet el Cubano y Neleta, dos personajes que responden a una tipología reconocible en los protagonistas de otras novelas de Blasco. Conviene detenerse en ellos y su historia para comprender mejor el muy distinto sentido que adquirió en su traslación a la pantalla.



Historia de un crimen

Toner es el más joven de Los Paloma, un hombre débil e inseguro bajo su acusada masculinidad y su carácter aventurero, más dado a la holganza que al laboreo, a la facilidad del dinero del contrabando que a la dureza del trabajo en el mar o el sembrado, a la botella que al libro:

“Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el más guapo de toda la Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que contar.
--¡Adios, bigot!—le gritaron familiarmente.
Le daban ese apodo a causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuando trabajaba”.  

Ella, Neleta, no es una mujer de deslumbrante belleza, aunque sí decidida, de fuerte personalidad y, sobre todo, acusada sensualidad. También es ambiciosa, egoísta y calculadora. Caliente en la cama pero extremadamente fría fuera de ella.

Era pequeña; pero sus cabellos, de un rubio claro, crecían tan abundantes que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro antiguo, descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez transparente, surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo, ofrecía lejana semejanza con las tencas del lago. Sus ojos eran pequeños, de un verde blanquecino, brillantes, como el ajenjo que bebían los cazadores de Valencia. (…) La avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta con una fogosidad capaz de los mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban con envidia la riqueza de los que poseen campos y venden vino a los pobres, apoderándose lentamente del dinero”.

Tonet y Neleta tienen un apasionado romance siendo apenas unos adolescentes, con iniciación sexual incluida, que acaba cuando él, alocado como es, se marcha sin avisar a vivir aventuras en la guerra de Cuba. Al regresar varios años después, se encuentra con que Neleta se ha casado con el tío Cañamel, el rico usurero del pueblo, un avaro explotador que se cobra con lo que los pobres se gastan en su taberna el dinero que antes les ha prestado a tan alto interés. La pareja reinicia su antigua relación, ahora totalmente adulterina. El viejo Cañamel fallece, acosado de celos por las habladurías de las malas lenguas del lugar. Lo que podría ser la salvación de la pareja, ahora ya libres de hacer con sus vidas lo que quieran, se convierte en su perdición. Neleta ha quedado embarazada de Tonet, circunstancia que la impedirá disfrutar del poder recién adquirido gracias a la herencia recibida del muerto, quien ha dejado escrito que para poder disponer de ella la mujer ha de mantenerle fidelidad post-morten, prohibiéndole relaciones con ningún otro hombre. El amor, que debe seguir clandestino, se agria y la pasión, enfrentada al interés, se acaba.

“Las entrevistas de los amantes durante la noche eran borrascosas. Parecía que "Cañamel" se vengaba resucitando entre los dos para empujarlos el uno contra el otro. Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de su desgracia. Él era el culpable, por él veía comprometido su porvenir. Y cuando con la nerviosidad de su estado se cansaba de insultar al "Cubano", fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que, libre de la opresión a que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de los extraños, parecía crecer cada noche con una monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con furor salvaje al ser oculto que se movía en sus entrañas, y con el puño cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera aplastarlo dentro de la cálida envoltura”.

Durante el embarazo, la mujer oculta su situación con rígidos corsés apretados de manera inmisericorde, pero llegado el parto no hay disimulo posible, y en su desesperación no encuentra otra salida que deshacerse del cuerpo del delito. Le encarga la razón a Tonet, que confuso y temeroso la acepta y se escapa al lago con el niño entre los brazos.

“Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos bogasen a su espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre el barquito, tendiendo una mano a aquel envoltorio de trapos del que salían furiosos chillidos, y la retiró inmediatamente. Pero al enredarse la barca en unas raíces, el miserable, como si quisiera aligerar la embarcación de un lastre inmenso, cogió el envoltorio y lo arrojó con fuerza, por encima de su cabeza, más allá de los carrizos que le rodeaban. El paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se agitaron un instante en la penumbra del amanecer, como las alas de un pájaro blanco que cayese muerto en la misteriosa profundidad del carrizal”.

Abrumado por la enormidad del crimen que acaba de cometer, Tonet cae rendido en el fondo de la barca y se queda dormido, tal vez queriendo huir por el sueño de la monstruosidad de su acto. Pero el sueño es una pesadilla permanente e intenta borrar con el vino la culpa y el remordimiento que le atormentan. Sale a cazar. Se acerca con la barca a un carrizal.
“Tonet se irguió, con la mirada loca, estremecido de pies a cabeza, como si el aire faltase de pronto en sus pulmones. Vio junto a la borda de su barca un lío de trapos, y en él algo lívido y gelatinoso erizado de sanguijuelas: una cabecita hinchada, deforme, negruzca, con las cuencas vacías y colgando de una de ellas el globo de un ojo; todo tan repugnante, tan hediondo, que parecía entenebrecer repentinamente el agua y el espacio, haciendo que en pleno sol cayese la noche sobre el lago.”
Ante los restos de su hijo, el hombre descubre de repente el monstruo que anida dentro de sí mismo y no encuentra otra forma de redimir su atrocidad moral que descerrajarse un tiro con la escopeta.
“El pie descalzo subió dulcemente a lo largo de la culata buscando los gatillos, y una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, que de todos lados salieron revoloteando las aves locas de miedo.”
Todo ha terminado. La debilidad de Tonet le ha condenado a la última cobardía del suicidio. Neleta ha de sobrevivir cargada con su culpa, que no se sabe si encontrara suficiente paliativo en el cumplimiento de sus egoísmos. Como si Blasco hubiera leído el tremendista “Pascual Duarte”, el estilo es seco y entrecortado, el lenguaje crudo, descarnado y a veces hiriente, aunque cargado de una extraña poética de la oscuridad de los abismos humanos. El último párrafo se vuelve lírico, con un lirismo desesperanzado que nos habla, una vez más en Blasco, de la imposibilidad del amor a través de la insatisfecha pasión incestuosa de la Borda.
“Y mientras el lamento del tío Toni rasgaba como un alarido de desesperación el silencio del amanecer, la Borda, viendo de espaldas a su padre, inclinóse al borde de la fosa y besó la lívida cabeza con un beso ardiente, de inmensa pasión, de amor sin esperanza, osando, ante el misterio de la muerte, revelar por primera vez el secreto de su vida”.



Imposible es lo que no puede ser

No resulta difícil de entender que la historia de Tonet y Neleta, tal y como Blasco la había escrito, resultara de todo imposible como argumento de una película española de los años cincuenta, fuera cual fuera el capricho inquisitorial de los censores de turno, y no es de extrañar que Orduña tuviera que cambiarla de arriba abajo si quería llegar al menos a la fase de rodaje. En la adaptación de “Cañas y barro” hay numerosas supresiones de pasajes de la novela. Algunas, tales como las minuciosas descripciones de lugares o acciones secundarias, resultan absolutamente lógicas, en cuanto se trata de trasladar el lenguaje literario al fílmico. 

Otros cambios responden más claramente a razones censoras, como ocultar el origen usurario de la fortuna del tío Cañamel o quitar toda referencia a los antecedentes alcohólicos de la familia de Sangonera, el sacristán borrachín, que en su encarnadura cinematográfica es dicharachero y sentencioso, pero no tan bebedor ni tan comilón como en la novela. Tampoco muere de un atracón. Resulta lógico, la usura y la embriaguez congénita eran dos lacras sociales que no tenían existencia oficial en la España del franquismo y comer o beber hasta reventar resultaban inimaginables en un servidor de la iglesia. 

Estas supresiones, entre otras, constituyen una censura importante, porque implican una reducción significativa del carácter social y testimonial de la novela, de su realismo, pero en última instancia no suponen momentos imprescindibles para la comprensión de la historia principal de Tonet y Neleta, que es la que centra el conflicto moral de la novela y le da su sentido más profundo. Es al transformar en una nadería melodramática el tremendismo de la novela cuando se está traicionando, y no simplemente adaptando, la creación de Blasco Ibáñez.

En “Cañas y barro”, coproducción hispano-italiana de 1954 dirigida por Juan de Orduña hay, aunque convenientemente dulcificado, adulterio y el consecuente hijo ilegítimo. También la necesidad de ocultarlo. Pero a partir de ahí todo es completamente diferente, en un intento, conseguido, de evitar las dos aberraciones más condenables: el parricidio y el suicidio. Para que Neleta (que aquí se llama simplemente Nela) pueda disfrutar de la herencia, sigue siendo obligatorio que el niño desaparezca, pero en concordancia de la dulcificación de la tragedia, ni ella es tan egoísta y ambiciosa como en la novela, ni él tan débil y cobarde, ni el amor entre ambos queda tan deteriorado por el embarazo y sus posibles consecuencias. Así pues, el  niño no muere asesinado por el padre en un crimen exigido por la madre, sino que es entregado a una amiga para que se ocupe de él. Un cambio, que además, permite que el niño pueda estar presente en la última secuencia, en la que juega un papel esencial en la moralina final de la película.

Salvado el hijo, ya no hay motivo, culpa o remordimiento que haga necesario el suicidio del que ya no es un parricida. No obstante, es necesario que muera. Porque el drama así lo exige y porque, en cualquier caso, el adultero debe pagar su pecado. Para conseguirlo, Orduña se saca de la manga un personaje que no está en la novela: Jaime, un sobrino de Cañamel que odia a Tonet, al que culpa, instigado por su madre, la Samaruca, de haberle puesto los cuernos a su tío, habiéndole provocado con ello la muerte. Es él quien acaba con Tonet de un tiro en medio de una violenta pelea, cometiendo lo que bien podría ser considerado un homicidio involuntario o, incluso, en defensa propia. Jaime se pierde en el lago y nunca sabremos si la justicia, humana o divina, castigará su acción, porque desaparece en la bruma para siempre jamás.

En la última secuencia, Juan de Orduña reúne a todo el reparto en un final que constituye un monumento a la tergiversación ideológica:

Secuencia 44: Lago, exterior, amanecer[1]
La tensión melodramática alcanza el clímax. Mientras Tío Toni cava la fosa para enterrar a su hijo en el arrozal arrebatado a las aguas del lago, Marieta (nombre cinematográfico de la Borda) llora desconsolada junto al cuerpo inerte de su amado hermano. Nela, enlutada, se aproxima en una barca guiada por Sangonera. Un plano de conjunto recoge el arrebatado dolor de los personajes, en una representación pictoricista característica del cine de Orduña, en esta ocasión haciendo un guiño a la estética de Millet en sus escenas de campesinos orantes. Nela dirige sus súplicas, primero al cuerpo inánime de su amante y después a un invisible dios, reconociéndose culpable de la tragedia y solicitando perdón. Al escuchar el llanto del niño abandonado entre las cañas, Tío Toni lo rescata y lo retiene para sí, pero cede al gesto reclamante de la madre que lo acoge en su seno con un inesperado gesto maternal. La voz en off de Tonet niño musita: Si tienes miedo mira las estrellas. Son almas que nos libran de los malos pensamientos Nela compone un icono mariano, con el niño en brazos y, alzando la mirada al cielo hacia el mismo dios invisible, pronuncia un prosopopéyico Te Deum. Un plano de conjunto muestra el amanecer sobre el lago”.

A la vista de este final, cabe preguntarse qué es lo que lleva a una persona a utilizar la obra de otro para acabar traicionándola de tal manera. Aparte de la censura, que es cosa que siempre se puede superar escribiendo exactamente la historia que se quiera contar y no tomándola de otro. O del renombre que pueda tener el autor original, que se solventa eligiendo otra novela menos conflictiva, aunque en el caso de Blasco no haya en su obra demasiados textos amables o libres de pecado a los que acudir. Personalmente me cuesta entenderlo, pero sea por una razón u otra, la traición de la película “Cañas y barro” al espíritu y a la letra de la novela “Cañas y barro” resulta palmaria. No es que las versiones anteriores de otros textos hubieran sido especialmente fieles a la literatura del autor, de la que, en general, habían ignorado su dimensión más social o colectiva en beneficio del melodrama amoroso, pero en este caso el asunto tiene más miga.

Entre el final desesperanzado de la novela y la salvación mística y trascendente que impone la película media un abismo, que no es sólo el que va de la tragedia a la lágrima mística. Es un cambio que implica maneras distintas y enfrentadas de ver la vida. En un caso, es el ser humano el único responsable de sus actos, consecuencia de las circunstancias sociales y de sus propias miserias morales, sin otro horizonte de superación que la asunción de la realidad. En el otro, un ser supremo juzga, premia y castiga a los mortales, desde la otra vida, terreno en el que confluyen todas las esperanzas de salvación.



Naturalismo, realismo y neorrealismo

Pero los cambios realizados en el texto original de la novela no afectan sólo al espíritu o el significado de la película, sino también a su modelo estético. Más arriba he especulado brevemente sobre lo que “Cañas y barro” supuso en la evolución del autor del naturalismo inicial a un realismo más profundo. A mi entender, la película de Orduña devuelve la historia al terreno estético del que provenía Blasco, el naturalismo, pese a sus expresos deseos de que su versión de la novela fuese un ejemplo del realismo español con denominación de origen. Una superación, incluso, del entonces recién nacido neorrealismo.

En una doble página del diario ABC del 15 de diciembre de 1954, el periodista Andrés Travesi entrevistó a Juan de Orduña con motivo del estreno de “Cañas y Barro”. La conversación-- que se celebró en la casa del director, descrita por el cronista con primor telegráfico: “Un lujoso saloncito. Un mueble-bar. Un magnífico cuadro italiano. Filigranas de plata sobre una mesita”—es superficial, como corresponde al medio y la época, pero aporta algunos datos interesantes sobre la intencionalidad con que se realizó el film.

Según el periodista, Orduña la consideraba “su obra más difícil, y, al propio tiempo, la más importante”, y la enfrentaba, curiosamente, al neorrealismo italiano. Un enfrentamiento que en aquellos momentos resultaba totalmente lógico y que no era ya sólo estético sino también ideológico, en la medida en que el neorrealismo italiano --seguramente la  mayor innovación del lenguaje cinematográfico de la postguerra-- era creación de cineastas de izquierda, a los que se oponía esta especie de realismo tradicional, de origen, faltaba más, español, y claramente de derechas. La frase es confusa, seguramente debido a la obligación de resumir la transcripción, pero se entiende:

Cañas y Barro” es tremendamente realista. Creo que en este sentido supone un gran paso. Los italianos, en realidad, no han hecho cine ‘neorrealista’, sino simplemente realista”.

Contradictoriamente con el desprecio del neorrealismo, contrasta que Orduña considerara que los cineastas españoles debían hacer

“el cine que Italia y Francia han realizado para imponerse a los públicos”

Aunque fuera consciente, tómese nota de ello, de que

“quizás la dificultad estribe en los temas que ellos abordan y que para nosotros son inaccesibles”.

En el cierre del artículo, Andrés Travesi extrae la moraleja de la conversación:
 “Una hora de charla con Juan de Orduña ha servido para aclarar muchos puntos y sobre todo para comprender que el cine español no es caduco ni antañón”.

Efectivamente, “Cañas y barro” se ofrecía justo como lo contrario de un cine caduco y antañón. Debía ser vista como un filme moderno y arriesgado, la versión made in spain (un eslogan que aún no se había inventado) de la modernidad, que trataba un tema local pero universal, crudo y dramático, que en todo el mundo debía ser admirado. Así lo declaraba la publicidad que se le hizo y que hemos reproducido más arriba. Tras destacar que se trataba de una película “de alta calidad y de fuerte humanismo, basada en la mejor novela de Blasco Ibáñez”, y antes de indicar que estaba prohibida para menores de 15 años, la definía con contundencia:

“Por su valentía, es la película más trascendental realizada en el cine español. ¡Realista!... ¡Pasional!... ¡Inquietante!... ¡Sobrecogedora!”

"Cañas y barro” pretendía ser la continuidad fílmica del realismo español. Formar línea con ese hilo sutil que enhebra las perlas de Cervantes, la picaresca, Velázquez, Goya, Galdós, y así hasta Solana o nuestro Blasco Ibáñez. O, ya para esa época, hasta el Buñuel de “Tierra sin pan”; aunque como Buñuel no existía en aquella España de entonces, mejor olvidarlo. Las pretensiones, pues, eran altas, pero constituían un intento inútil. No tanto por la falta de capacidad de Juan de Orduña, un director experimentado y técnicamente eficaz, para llevarlo a cabo, sino porque el cine español no estaba para experimentos realistas.


Al eliminar toda referencia a la atrocidad del parricidio y su consecuencia moral, el suicidio, e ignorar la desesperanza final, la pelicula se convierte en un simple melodrama sobre el adulterio; un pecado, silenciado o no, tan habitual en los tiempos en que se escribió la novela como en los que se realizó la película e incluso hoy mismo. A mi entender, esa trivialización argumental sepultaba cuanto había en la novela de Blasco de inmersión en el lado más oscuro y desagradable de sus protagonistas, en la realidad más profunda de Tonet el Cubano y Neleta, convirtiéndolos en personajes planos y, por consiguiente, esquemáticos e idealizados. Ese ocultamiento del monstruo que todo ser humano lleva dentro hacía imposible cualquier conflicto moral profundo en la película, cuyo enfrentamiento principal no era ya el de la persona con la sociedad y consigo misma, sendas realidades, sino entre la virtud y el pecado, meras categorías morales y, en este caso, religiosas. Una idealización, pues, de la realidad, contraria en todo punto y medida a la intencionalidad y la estética del novelista.


El verismo como estética

Pese a lo dicho, “Cañas y barro” no es una película despreciable. Juan de Orduña supo dirigirla con mano firme y buen pulso narrativo. El reparto, en el que brilla una buena nómina de respetados actores españoles del momento (Aurora Redondo, José Nieto, Félix Fernández o un joven Joan Capri), está encabezado, no obstante, por dos figuras foráneas, aunque ya integradas en el cine español, el galán portugués Virgilio Texeira y la italiana Ana Amendola, que ese mismo año había trabajado con Jean Renoir en “French Cancan”, en un pequeño papel, eso sí.

Sin embargo, el trabajo más destacado de la película es el de José Fernández Aguayo, uno de los grandes de la fotografía cinematográfica española. Aguayo, que durante la guerra civil había ejercido como reportero para la República, motivo por el que le costó reintegrarse a la profesión, sería posteriormente el responsable de fotografiar joyas como “Viridiana” (1961) y “Tristana” (1970), los dos goles que Franco le metió al régimen, o “El extraño viaje”, la obra maldita de Fernán Gómez.

Las imágenes que Aguayo consiguió en “Cañas y barro”, tanto en los exteriores, rodados en la misma Albufera en la que transcurría la acción, como en los interiores, construidos en estudio por otro grande del oficio, Sigfrido Burmann, contribuyó a darle a la película su total apariencia verista. Un verismo de gran eficacia estética, pero que, y eso tiene que ver ya con el director, poco tiene que ver con el realismo excepto en lo que toca a la apariencia.  






[1]Saco la descripción de un trabajo de clase anónimo de la Facultat de Filología de la Universitat de València, que cuenta la película prácticamente plano a plano.





Próxima entrega:
10. Una película escondida
y dos atribuciones falsas






BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (10)

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Blasco Ibáñez y el cine (10)
Las películas del franquismo






Un filme perdido y dos atribuciones falsas


Es bien sabido y comprobado está que si quieres información sobre cualquier tema en internet se encuentra casi todo lo que necesitas. Pero hay que tener cierta prevención, porque a veces encuentras más de lo que buscas y algunos de esos descubrimientos no solicitados pueden ser dardos de falsedad.  Hablo por experiencia propia. Al plantearme escribir estas notas sobre la relación entre Blasco Ibáñez y el cine, que no debían tener más allá de una docena de páginas y ya supera las 100, tenía sobre el tema la idea que pudiera tener cualquier persona curiosa a la que le gustara el autor y que hubiera visto algunos de las películas basadas en su obra, las más recientes o las clásicas más populares y exitosas. No pasaban de una docena, series televisivas incluidas. Comencé la indagación por lo que tenía más a mano, la biografía del novelista escrita por Ramiro Reig, varias veces citada aquí y que desde hacía años esperaba en los estantes el momento de servir para algo más que para ofrecer buena lectura. Ya encontré en ella muchas cosas que desconocía y como me supieron a poco, di el salto a internet en busca de nuevos datos. Encontré tanto, fragmentario, parcial e inconexo, eso sí, que el trabajo se ha ido extendiendo hasta el momento presente y lo que le queda. Tanto encontré que en algún caso me quisieron dar gato por liebre.

Primero fue en una filmografía incompleta que, no obstante, citaba como extraída de la literatura de Blasco Ibáñez una película de la que no tenía noticia y que me llamó poderosamente la atención:

“Ya en el cine sonoro, sus obras fueron casi olvidadas, aunque sobresale uno de sus cuentos de terror convertido en película, “Los muertos andan” (1936) donde el célebre director Michael Curtiz ("Casablanca") dirigía al gran Boris Karloff en una obra no muy aplaudida en su momento pero interesante”

Al poco, me lo confirmó la entrada biográfica del escritor en la sacrosanta Wikipedia:

“Ya en el cine sonoro, sus obras fueron algo olvidadas, aunque sobresale una de sus historias de terror convertida en película: Los muertos andan (1936), donde el célebre realizador Michael Curtiz (Casablanca) dirigía a Boris Karloff”

Dos frases prácticamente iguales que también encontré reproducidas en otras webs. ¿Quién se la había copiado a quién? ¿Quién había realizado el importante descubrimiento? ¿Por qué nadie aportaba nuevos datos a los del párrafo inicial? Era para mosquearse, pero, en cualquier caso la noticia tenía su miga. Nada menos que Michael Curtiz, tan prolífico que es imposible abarcar todos sus títulos, había sido el primero en llevar al cine sonoro una historia de Blasco, una historia de terror, además. Interpretada, por si fuera poco, por Boris Karloff, mi monstruo cinematográfico preferido, con permiso de Lon Chaney. No debí dudar de su veracidad, porque la curiosidad acaba matando la ilusión.

Es cierto que Michael Curtiz dirigió en 1936 la película “The Walking Dead”, que en España se tituló, como corresponde, “Los muertos andan”. También lo es que Blasco Ibáñez había publicado en 1909 la novela “Los muertos mandan”, lo que sin duda puede alimentar la confusión, pese a la leve diferencia de los títulos que, sin embargo, indica ya la distancia que hay entre novela y película.

Ninguna referencia al escritor valenciano aparece en los créditos de la película de Curtiz, en los que está perfectamente identificados los responsables del guión así como el autor del relato original en que se basa. Se trata de Ewart Adamson, un escocés trasplantado a Hollywood que llegó a firmar 122 películas en 22 años de carrera, acompañado por Peter Milne, Robert Andrews y Lillie Hayward. La historia original es del propio Adamson en colaboración de un tal José Campos, del que aparte del origen hispano que delata su nombre nada más he podido saber. Para saciar la curiosidad de los curiosos, diremos que, aparte de Boris Karloff --que para esa fecha ya había dado a la pantalla sus mejores monstruos: “La momia” (Karl Freund, 1932), “Frankenstein” (James Whale, 1931) y “La novia de Frankenstein” (James Whale (1935), o había protagonizada obras maestras de la categoría de “Scarface” (Howars Hawks, 1932) o “La patrulla perdida” (John Ford, 1934)--, figuraban en el reparto otros dos nombres que algo, aunque lejano, tienen que ver con la historia que contamos. Uno era Ricardo Cortez, aquel americano que se hispanizó el nombre para triunfar como amante latino, al que ya nos hemos referido como el acompañante de Greta Garbo en “Torrent”, el debut hollywoodiense de la actriz sueca en 1926. El otro, de parentesco aún más colateral, era un casi joven Edmund Gwenn, que exactamente 20 años después llegaría de repente al “Calabuch” de Berlanga en la piel de un sabio pacifista.

Nada de esto tiene que ver con el escritor valenciano, pero siempre podía ser que los guionistas yankees, considerando el sistema de escritura de pélículas en el Hollywood de la época, utilizaran alguna idea o situación de la novela de Blasco y no hubieran considerado necesario acreditarlo. Ni por esas. De ninguna manera se parecen los argumentos de la película y la novela. En “The walking dead” (“Los muertos andan”, en España, aunque más claro título hubiera sido “Los muertos vivientes”) se narra la historia de un médico que, habiendo sido injustamente ejecutado en la silla eléctrica por un crimen que no cometió, resucita y se dedica a vengarse de sus ejecutores-asesinos. En la película, pues, los cadáveres literalmente andan, e incluso beben y comen. En cambio, nadie se traslada de un lugar a otro ni nadie asesina a nadie en la novela de Blasco. El mando que en ella ejercen los muertos sobre los vivos no es una cualidad real, sino una referencia metafórica a la pervivencia en las nuevas generaciones de las ideas morales, las costumbres y los prejuicios de las anteriores, perviviendo así el pasado y la tradición en la vida presente, llegando incluso a impedirla evolucionar. Ni por el forro.

Al final no hay moraleja para la historia de este equívoco, aunque sí un curioso estrambote. “Los muertos andan”, película de Michael Curtiz, no tiene nada que ver con “Los muertos mandan”, novela de Vicente Blasco Ibáñez. Eso está claro. No obstante, sí que existe una adaptación cinematográfica de esa novela del valenciano, lo que podría explicar la confusión. La realidad aclara, sin embargo, que en este caso no se trata de una película americana, sino española, realizada en 1950 (aunque se estrenó dos años después) por Miguel Iglesias Bonns, un peculiar cineasta del que luego comentaremos algo, y con título diferente al del modelo literario: “La ley del mar”. Por razones que no he sabido desentrañar, esta película apenas tuvo distribución comercial, pese a estar producida dentro de la mayor ortodoxia del cine comercial de la época, y desapareció de la circulación al poco de estrenarse, hasta el punto de darla por perdida, situación en que se mantuvo hasta que fue recuperada en 2005 por el Arxiu d´Imatge i So del Consell d’Eivissa.


Una novela sociológica

Blasco había escrito "Los muertos mandan" en 1909 con la intención de retratar de la manera más fiel posible la sociedad ibicenca y mallorquina de comienzos del siglo XX, para lo que se documentó viajando a las islas exclusivamente con tal fin. A tenor de lo que acabó escribiendo, lo que encontró el escritor constituía una sociedad pobre y laboriosa, aislada y encerrada en sus costumbres y usos tradicionales, que Blasco describe con lirismo y prodigalidad, en la que el peso de la estructura social del pasado, sus normas sociales y prejuicios morales seguían pesando sobre la vida de sus habitantes hasta el punto de hacer imposible cualquier evolución hacia la modernidad. La postura de Blasco hacia esa realidad que cree detectar está cargada de un cierto fatalismo, en concordancia con el título que dio a la novela.

“¿A qué luchar con el pasado?... ¿Cómo libertarse de su cadena?...Cada uno, al nacer, encuentra marcados el sitio y gesto para todo el curso de su existencia, y es inútil querer cambiar de situación y de postura [...] Los vivos no están solos en ninguna parte. Los rodean los muertos en todos los sitios, y como éstos son más, infinitamente más, gravitan sobre su existencia con la pesadez del tiempo y del número. No, los muertos no se van aprisa, como cree el refrán popular. Los muertos se quedan inmóviles al borde de la vida, espiando a las nuevas generaciones, haciéndoles sentir la autoridad del pasado[...] La casa en que vivimos la construyeron los muertos; las religiones ellos las crearon; las leyes que obedecemos las dictaron los muertos[...] La moral, las costumbres, los prejuicios, el honor, todo obra suya[...] Los hombres que se esfuerzan por decir cosas nuevas no hacen más que repetir con diversas palabras lo mismo que los muertos dijeron hace siglos y siglos[...] El alma de los muertos llenaba el mundo. Los muertos no se van, porque son los amos. Los muertos mandan, y es inútil resistirse a sus órdenes”

Quien reflexiona con tal impotencia es Jaime Febrer, un personaje que bien podía ser pariente, tal vez lejano, del Príncipe Salina de Lampedusa o el Don Antonio de Villalonga. Como ellos, es un noble arruinado consciente de su propia decadencia y la de la clase a la que representa, incapaz, por otro lado, de romper con ella y con los prejuicios que a ella le encadenan. La situación de Febrer es, sin embargo, más acusada que la de sus posteriores referentes, pues se encuentra realmente en la fase terminal de su caída, rodeado por las paredes de un palacio que se desmorona y, fuera de él, envuelto en unas convenciones sociales que le asfixian y a las que desprecia.

El protagonista de “Los muertos mandan”, incapaz de trabajar, pues no ha trabajado en su vida, no encuentra otra salida a su situación que las mujeres. Dos mujeres sucesivas a las que se acerca por interés a la una y por amor a la otra. Dos mujeres de muy distinta condición a la suya. La primera es chueta, judía de descendencia mallorquina, una joven poco agraciada pero con padre rico, del que el noble arruinado espera provisión para toda la vida. La otra es una joven de clase humilde, hija de un antiguo peón, que le enamora a primera vista. En ambos casos los prejuicios, racistas en el primer caso y clasistas en el segundo, impiden que la relación llegue a buen término.   

Ferber es el protagonista de la novela; sin embargo, su historia apenas es otra cosa que una excusa para exponer las verdaderas intenciones del autor, que no son otras que investigar una realidad social concreta y extraer consecuencias sobre su atraso histórico. Más que una novela en sentido estricto, “Los muertos mandan” es básicamente un reportaje novelado. En ese tono documental que tanto le gustaba, Blasco describe con minuciosidad decorados, paisajes y ambientes, se remonta al origen de la discriminación hacia los chuetas, resucita el romance de George Sand y Chopin en Valdemosa, se detiene en las labores de labranza o de pesca, describe costumbres, ritos y bailes como el festeig de pagès, hoy declarado Patrimonio Cultural de las islas, desvela la historia de piratas y comercio de las Pitiusas, todo ello a través de la mirada lúcida y algo cínica de Jaime Febrer, que además de malvivir sus amores, reflexiona, analiza y cuenta sobre el mundo que le rodea.

Cuesta un poco imaginar cómo teniendo otras novelas de Blasco a disposición, se eligiera esta precisamente para llevarla al cine, pero así fue. De la labor se ocuparon dos cineastas entonces principiantes, aunque ambos tendrían larga carrera posterior. Rafael J. Salvia, que debutó en ella como guionista, sería luego el escritor de películas de tanto éxito popular como “El día de los enamorados” (1959), “La gran familia” (1962), “Atraco a las tres” (1962),” Sor Citroen” (1967), “La tonta del bote” (1970), “¡Se armó el belén!” (1970), entre otras muchas que le convirtieron en un paradigma de la españolada cinematográfica. Incluso dirigió dos que todavía ponen repetidamente en las televisiones: “Manolo, guardia urbano” (1956) y “Las chicas de la Cruz Roja” (1958).

Más curiosa y singular es la figura del director, Miguel Iglesias Bonns fue un cineasta de la estirpe de Jess Franco, aunque menos fecundo e intenso, amante del simple hecho de rodar películas y capaz de hacer cualquier cosa que le permitiera seguir con su oficio y satisfacer algunos de sus peculiares gustos artísticos. También como a Franco le atraía el cine de género, fuera policiaco, de terror, aventuras o erótico. Entre las alrededor de 40 películas que componen su filmografía hay algunas de títulos arrebatadores, que sugieren historias incalificables en películas de serie Z: “Tu marido nos engaña” (1960), “Agente Z-55, misión Coleman” (1967), “Tarzán y el misterio de la selva”, “La maldición de la bestia” (1975), que protagonizó otro inclasificable, Paul Naschy,  “Kilma, reina de las amazonas” (1975), “La diosa salvaje” (1975) o “La isla de las vírgenes ardientes” (1977). Se despidió en 1980 con la que probablemente sea el más prometedor de sus trabajos, “Barcelona Connection”, un thriler con guión de José Luis Garci y Andreu Martín protagonizado por Sergi Mateu. Con esta película de despedida parecería que quería volver a sus comienzos, cuando realizó las que todos los expertos consideran sus dos mejores obras, “El fugitivo de Amberes” (1954) y “El cerco” (1955), incluibles ambas en aquel cine negro catalán de los años cincuenta, tan peculiar, tan censurado y tan interesante.

En 1950, cuando rodó “La ley del mar”, tenía 33 años y era un cineasta principiante que probablemente quería hacer un cine personal y de cierta calidad, aún dentro de la raquítica industria española del momento. Lo intentó adaptando a Vicente Blasco Ibáñez, y aunque el crédito le duraría para realizar sus dos siguientes filmes policiacos, la verdad es que la película resultante no le debió servir de mucho en su carrera, pues se esfumó inmediatamente en el aire.


Especulaciones ciegas

En este preciso momento, de ser esto un estudio serio y documentado del cine de Blasco Ibáñez, debería cerrar el ordenador y salir de inmediato para Ibiza a ver la película, en cuyo archivo de imagen y sonido se conserva, reconstruida en 2005 a partir de diversos fragmentos encontrados en la Filmoteca Nacional. Pero el avión cuesta una pasta, el viaje da mucha pereza y, sobre todo, esto no pretende ser un estudio serio y documentado, sino la satisfacción de una curiosidad por algunas de las historias que hay dentro de La Historia. Así que continuaré, especulando a ojo de buen cubero, que como se sabe es el que construía cubas, con los cuatro datos rescatados del proceloso mar de internet, buen territorio de pesca, aunque a veces salgan zapatos en el anzuelo.

A tenor de los pocos datos disponibles, breves fichas o notas de prensa publicadas tras su recuperación en 2005, Miguel Iglesias conservó el carácter documental de la novela, llegando, incluso, a contratar a sendos asesores históricos, el musicólogo y folklorista José Tur Riera, Pepet des Sereno, y el historiador de la tierra Manuel Sorá. La sensación se acentúa al comprobar que se rodó en escenarios naturales, como los pueblos ibicencos Santa Eulalia , Sant Josep de Sa Talaia o Puig de Missa, cuyos habitantes participaron en la película como figurantes, desempeñando ante la cámara sus oficios reales o, incluso, interpretando breves papeles. Una mezcla de documento y ficción que sin duda hubiera sido del gusto de Blasco Ibáñez.  

Ángel Comas, en su “Diccionari e llargmetratges: el cinema a Cataluya y durant la segona República, la guerra y el franquisme. 1930-1975” (Cossetània Edicións, 2005), hace una breve sinopsis de la película que resalta ese aspecto:

“En un pequeño puerto de Ibiza se produce una violenta discusión entre los patrones de dos embarcaciones de pesca. Uno acusa al otro de ir contra la ley y las reglas del mar utilizando dinamita. El hijo de un rico terrateniente de la isla consigue poner paz inicialmente, pero la situación se complicará: aparte de la dinamita hay también una historia de amor, de pasión y de celos. Un drama pasional que sirve a Iglesias para hacer un film costumbrista que respira autenticidad. Rodada en Ibiza.”

Como se verá, el resumen, que por brevedad ha de resultar necesariamente incompleto, pone el acento sobre los pescadores, destacando su conflicto colectivo (la pesca con dinamita, que no aparece en la novela, donde la actividad ilegal es el contrabando) sobre el amoroso. Cómo se puede ver, en la ficha no hay rastro de los chuetas y su discriminación ni de la tesis principal de la novela acerca de la dictadura de lo viejo sobre lo nuevo. Pudo ser por la censura, para la que sin duda ambos temas resultaban cuando menos incómodos, pero todo parece indicar que los cambios se debieron más bien a la idea inicial de Salvia e Iglesias de llevar la película por los caminos de ese costumbrismo cargado de autenticidad a que se refiere el diccionario. Guionista y director debían ser bien conscientes, no obstante, de que esas supresiones y cambios contradecían expresamente las intenciones de Blasco al escribir la novela. Tal vez por ello en lugar de titular la película con el original “Los muertos mandan”, más metafórico e ideológico, decidieron cambiarlo por el más explícito y descriptivo de “La ley del mar”.

En cualquier caso, cuando tras su recuperación en 2005 fue presentada públicamente, la nota de prensa emitida por el departamento correspondiente de la Generalitat Balear le daba una nota alta en cuanto a su interés etnográfico se refiere:

“La película es un verdadero documento histórico de una época de penurias y dificultades en una Eivissa fuertemente deprimida desde el punto de vista socioeconómico”

Fuera como fuera, la película debió tener problemas desde el principio, pues se rodó en 1950 y no se estrenó hasta dos años después. No parece haber motivos para ello. “La ley de mar” se había realizado dentro de los más estrictos cánones industriales. Aunque la produjo una pequeña empresa catalana, Producciones ACOR, sobre la que apenas he encontrado referencias, contaba con una distribuidora de postín. Nada menos que Universal Films Española, filial del mítico estudio hollywoodiense Universal Pictures, lo que implicaba contar con una distribución nacional de gran experiencia y profesionalidad y un importante contacto con el resto del mundo y especialmente Estados Unidos, donde, téngase en cuenta, aún se recordaba el gran éxito en 1941 de la cuarta versión de “Sangre y arena”, que había protagonizado Tyrone Power y lanzado al estrellato a Rita Hayworth. Hablaremos de ella.

El filme de Miguel Iglesias Bonns tenía además un par de nombres destacados en el reparto, por lo demás poco conocido, que aunque no eran estrellas que rompieran taquillas, si contaban con prestigio y popularidad, especialmente entre el público que gustaba del cine más o menos culto e intelectual que se podía hacer en aquella España en general bastante casposa. Se trataba de padre e hija (o hija y padre si consideramos su lugar en el reparto), Isabel y Félix de Pomés. Ella había destacado ya trabajando para Rafael Gil (“Huella de luz”, 1942) y en la muy jaranera y exitosa primera versión de “Botón de ancla” (Ramón Torrado, 1948), pero también había estado en las vanguardistas y un tanto insólitas “La sirena negra” (Carlos Serrano de Osma, 1947), “Vida en sombras” (Lorenzo Llobet Gracia, 1948), o “La torre de los siete jorobados” (Edgar Neville, 1944). Él, que había vivido más, tiene una biografía fabulosa que merece párrafo aparte, pues bien podría ser un buen personaje secundario de alguna novela de Blasco. Si Blasco le hubiera conocido, lo que cronológicamente no resulta imposible.


El Johnny Weismuller español

Veamos. Félix de Pomés, que a la sazón tenía 57 años, era sobrino del Conde de Santa María de Pomés, había estudiado en los Escolapios, y formaba parte de la mejor sociedad catalana, destinado a ser un procer. Algo se debió interponer en su curriculum, porque ya muy joven se le pudo ver en los estadios de fútbol como integrante profesional del Barça y el Español y, además se combatir en el ring como boxeador, represento a España en la disciplina de esgrima en las olimpiadas de 1920 y 1928, aunque se quedó sin medalla. Se había licenciado de abogado, pero prefirió cambiar el ejercicio de la carrera por la profesión periodística, especializándose en la crítica de cine en diversos periódicos y revistas. Según cuentan, también era (¡ojo al parche!) experto en medicina y farmacia, y otra de sus artes fue la plástica, terreno en el que dejó dibujos y pinturas que en su tiempo tuvieron reconocimiento público y se vendieron bien. Un personaje no ya renacentista, sino inabarcable, que además ejercía de dandy, gustaba del lujo y conocía idiomas.

Con esas condiciones y en aquel mundo lleno de novedades y movimiento de los años de entreguerras, ¿qué mejor lugar de destino podía alcanzar un personaje como el que hemos descrito sino el del cine, el más novedoso y movido de los inventos? Y Félix de Pomés, que además de guapo y hablar idiomas estaba en la flor de la vida y era arriesgado, a la hora de meterse en eso de las películas pensó quizás que había que empezar por lo más alto y se marchó a Alemania, donde el expresionismo estaba rompiendo las barreras cinematográficas. Allí representó papeles destacados en distintas producciones, llegando a trabajar en “Die Grobe abenteuerin” (“El amante aventurero”, 1928) con Robert Wiene, que ocho años antes había aportado nuevas dimensiones al cine con “El gabinete del doctor Caligari”.

Al darse cuenta, recién nacido el sonoro, por dónde iban los vientos de la industria del cine, saltó el charco y se instaló en Hollywood, convirtiéndose uno de los primeros actores patrios en participar en las dobles versiones en  español de los éxitos del momento. Entre otros, interpretó personajes que en los originales habían correspondido a Walter Huston, Fredric March o, sobre todo, Humphrey Bogart, al que replicó en uno de sus primeros éxitos, el de “Body and Soul” (Alfred Santell, 1931).

Ya de vuelta a España, pasó la guerra civil en Barcelona, donde llegó a dar vida a un obrero en paro, personaje totalmente alejado de su personalidad real, en “Aurora de esperanza” (1937), un film producido por la CNT. Tras vencer los sublevados no le hizo ascos a salir en películas claramente propagandísticas del nuevo régimen ni en las comedias más anodinas, aunque también dejó su presencia, normalmente en compañía de su hija, en películas tan avanzadas para la época como las de Llobet Gracia, Edgar Neville o Fernán Gómez. Cuando España se convirtió en un plato de rodaje para el cine americano, le vimos en algunas de las más renombradas producciones visitantes, desde “Orgullo y pasión” (Stanley Kramer 1957), hasta “Salomón y la reina de Saba” (King Vidor, 1959), o “Rey de Reyes” (Nicholas Ray, 1961),producción de Samuel Bronston y en la que daba vida a José de Arimatea, ya se sabe el dueño del sepulcro en el que depositaron a aquel Jesús tan imposiblemente guapo que hacía Jeffrey Hunter. Falleció en 1969. Dada su condición de gimnasta y actor, en la época le llamaron el Johnny Weismuller español. Una biografía merecería, no sólo cinco párrafos como secundario.

Sé que me he apartado del tema, pero las historias de La Historia, y esta pretende serlo, tienen meandros, recovecos, remansos e incluso, islotes que solo de refilón tienen que ver con lo que los circunda. Volviendo al tema que nos ocupa, ni siquiera la apasionante historia que traía ya a sus espaldas Félix de Pomés sirvió para darle popularidad a “La ley del mar”.

La película se estrenó en 1952, dos años después de su realización, y encima en un cine de provincias, el Actualidades de Bilbao, tardando todavía más de un año en llegar a Madrid, donde se proyectó en los cines Tívoli y Sol. Luego desapareció todo rastro. Según datos que he encontrado en alguna parte del ciberespacio, y por los que no pondría la mano en el fuego, la vieron 3.050 espectadores y recaudó 68.556 pesetas. Digo que no son de fiar, porque según esas cifras cada entrada salió por unas 20 pesetas, precio exorbitado en una España en la que, poco después, en el Cine Montija de Cuatro Caminos aún se podía ver un programa doble por sólo 2,50, medio duro, y además, llenar el sueño de cáscaras de pipas.



El equívoco de una maja goyesca

Y para acabar esta entrada, volvemos al principio y a otra adjudicación equivocada. Una vez más el acontecimiento se anunciaba con una simple frase que también se repite de un blog a otro hasta perder su origen:

“… Y en Hollywood se adapta una floja versión de “La maja desnuda” (1958), con Ava Gardner y Tony Franciosa, que pasó sin pena ni gloria”

Pues no. La película existe, pero no tiene nada que ver con “La maja desnuda”, novela también existente que Blasco Ibáñez había publicado en 1906 y en la que se narraba los inicios de un joven pintor, Renovales, en la España de principios del siglo XX. Ni sombra de parecido con la película de igual título (“The naked maja”) pero distinta trama a la que se refiere la nota, que sí tenía que ver con la historia del pintor aragonés y su amante y modelo, de acuerdo a lo que en su novela del mismo título había imaginado el escritor estadounidense Noel Bertram Gerson, prolífico autor que con distintos seudónimos publicó algo así como 325 títulos. Entre ellos está la novela que dio lugar a “55 días en Pekín”, la película producida por Samuel Bronston y dirigida por Nicholas Ray que se rodaría unos años después en aquellos espectaculares decorados chinos que se levantaron en Torrelodones y que han hecho historia.





Próxima entrega:

Las películas de Blasco Ibáñez en el exilio mexicano






80 AÑOS DE LA EXPOSICIÓN SURREALISTA DE TENERIFE (mayo 1935)

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A María Teresa Mariz
y Carlos Gaviño de Franchy,
por lo mismo pero por distintos motivos




En mayo de 1935, hace ahora justo 80 años, Santa Cruz de Tenerife se convirtió en la capital mundial del arte de vanguardia del siglo XX. No es exageración patriotera ni cuestión opinable. Simplemente es un hecho. El 11 de aquel mes y año se inauguró en el Ateneo de la ciudad canaria la primera y única exposición del grupo surrealista de París que llegó a celebrarse en España antes de que los tiempos se tiñeran de sangre y todo surrealismo resultara un sarcasmo. No fue cualquier cosa, pues se trataba también de la segunda gran exposición surrealista organizada fuera de Francia (la primera había tenido lugar en Bruselas el año anterior) en la que participaron los grandes nombres del movimiento. Aquella exposición, aparte de su gran relevancia histórica y cultural, silenciada durante largos años por razón de la dictadura, también supuso una singular aventura humana y política que, aunque hoy haya salido de la oscuridad en la que reposó durante tanto tiempo, especialmente en Canarias, donde se han publicado ya numerosos textos sobre ella y lo que la rodeó, aún pienso que no goza del suficiente conocimiento, y reconocimiento, fuera del perímetro isleño.

Además, es una historia tan bonita, retrato de unos personajes singulares que viven una historia única en un momento irrepetible, que simplemente me apetecía escribirla. 



André Breton contemplando Tenerife
desde el balcón del hotel

Acompañando a los cuadros se trasladó desde París a Canarias el gran patriarca del surrealismo, André Breton, que guardaría la llama sagrada y subversiva del movimiento, y que tal vez con aquel viaje quería comprobar la magia exótica y lejana de las islas, de la que le había hablado su colega Óscar Domínguez, al que encontraremos más adelante, y que había añorado antes de conocerla en el poema que le acababa de dedicar en su último libro, “L’air de l’eau

“Se me dice que allá abajo las playas son negras
Por la lava que fue hacia el mar
Y se extienden al pie de un inmenso pico de humeante nieve
Bajo un segundo sol de canarios silvestres
Cuál es, pues, este país lejano
Que parece sacar toda su luz de tu vida
Y tiembla muy real en la punta de tus pestañas
Dulce a tu encarnación como un lienzo inmaterial
Recién salido de la maleta entreabierta de los tiempos
Detrás de ti
Lanzados sus últimos resplandores sombríos entre tus piernas
El suelo del paraíso perdido
Cristal de tinieblas espejo de amor
Y más abajo hacia tus brazos que se abren
Con la prueba de la primavera
DESPUES
La inexistencia del mal
Todo el manzanar en flor del mar”

Acompañaron a Bretón en el viaje a canarias su esposa, Jacqueline Lamba, cuyos vestidos a la moda parisién y su actitud desprejuiciada parece que encandilaron a los paisanos isleños, y Benjamin Pèret, también poeta y viejo compañero desde los tiempos dadaístas. Permanecieron en Tenerife hasta el 27 de mayo, aprovechando para dar diversas conferencias sobre arte y política. También llevaron con ellos en el barco una copia de la película de Luis Buñuel y Salvador DalíLa edad de oro”, que se quería proyectar para recaudar fondos con que pagar los gastos de la exposición, y cuya prohibición se convirtió en el mayor escándalo de la aventura, con una fuerte polémica que incluso llegó al Congreso de los Diputados de Madrid.




La exposición la había organizado la revista cultural de vanguardia “gaceta de arte” (así, con minúscula. Las mayúsculas no existían en sus páginas), que con los 38 números que editaron entre 1932 y julio de 1936 (el estallido de la guerra civil acabó con ella) se convirtió en una de las publicaciones de referencia en el campo de la vanguardia artística internacional de aquellos años. Al frente de ella estaba un grupo de jóvenes intelectuales y artistas canarios, encabezados por Eduardo Westerdahl, director de la publicación, y entre los que se encontraban Domingo Pérez Minik, Oscar Domínguez, Agustín Espinosa, Pedro García Cabrera, Domingo López Torres y Emeterio Gutiérrez Albelo. Tras la represión de la posguerra, que incluso condujo al asesinato del poeta López Torres, todos ellos acabarían por convertirse en nombres señeros de la cultura española en sus respectivos campos de actuación.

El resultado concreto del encuentro entre el grupo francés y el español fue la publicación del segundo Boletín Internacional del Surrealismo, que se editó en Tenerife y París entre otras ciudades, y que pasó a formar parte de la historia del movimiento surrealista.

Cabe preguntarse desde el presente de hoy, y más aún desde el tiempo mismo en que ocurrió, qué es lo que explica aquella exposición y aquel viaje de lo más moderno de la modernidad parisina a unas islas lejanas, tan lejanas que para llegar a ellas eran obligados varios días de travesía marítima. Intentaremos dar algunos datos que ayuden a comprenderlo; pero, antes de nada, debe tenerse en cuenta una consideración general sin la cual nada resulta explicable.




Las Islas Canarias, tierra de emigrantes que en diversos momentos de su historia debieron abandonarlas para buscarse la vida en otros lares, han sido también desde tiempos inmemoriales, como tales islas que son, punto de llegada o partida de descubridores, piratas o comerciantes, de huidos políticos y simples viajeros, de naturalistas, aventureros, poetas, frailes, artistas y pensadores. Punto de cruce de vidas, centro de fusión de culturas, lugar de descubrimiento para los curiosos, de temprano turismo para extranjeros, de luna de miel para los recién casados peninsulares. El mar, que aísla, también une.

De esa característica intrínseca con su propia condición insular nace, entiendo yo, la vocación cosmopolita del isleño, que a menudo ha conocido, asimilado y practicado las ideas y formas artísticas más avanzadas antes y con más profundidad que en otros lugares aparentemente más cercanos al “centro” cultural de cada época. Quizás el ejemplo más claro y de mayor repercusión de esta apertura a los vientos del mundo sea el de la exposición de la que hablamos y el del grupo de personas que la organizó.




En definitiva, aquel 11 de mayo se cumplía lo que ya había enunciado en 1930 en el diario tinerfeño “La Tarde”, el poeta Pedro García Cabrera, que estuvo de principio a fin en la aventura y que hubo de pagar precio por ello:

“a nosotros, por nuestra geografía y manera de sentir, nos es más asequible ir directamente a lo universal, sin la escala intermedia –cada vez más difícil—de la fusión nacional”.

O, como explicaría posteriormente de forma más precisa Domingo Pérez Minik en su libro “Facción española surrealista de Tenerife” (1975), del que pasaremos a hablar inmediatamente:

“Entre nosotros ha habido una poesía de tierra adentro y otra de puertos cosmopolitas. Los contactos con el extranjero fueron siempre constantes. El extranjero podía ser un pirata, un comerciante, un huido político. Pero cualquier aislamiento exige una comunicación permanente con el que llega de fuera, amigo o adversario, da lo mismo, se necesita del prójimo, nos urge la presencia del diálogo con el que nos va a enseñar otras maneras de hacer, vivir o cantar. No tiene nada de extraño que, en los años, treinta, Tenerife, la juventud que la habitaba después de los nacionalismos más o menos folklóricos de una dictadura política, que hasta la isla llegaba de un modo muy debilitado, se colocara frente al mar con los pies en el agua hasta abrir todo tráfico de ideas e in augurar una buena libre plática con toda clase de navíos”. 

En la exposición, que se inauguró el 11 de mayo de 1935, se colgaron un total de 76 obras, firmadas por los nombres más importantes del arte de vanguardia del momento, lo que es decir los más destacados del arte del siglo XX. Jean Arp, Giorgio di Chirico, Giacometti, Dalí, Óscar Domínguez, Max Ernst, René Magritte, Miró, Picasso, Man Ray, Marcel Duchamp o Yves Tanguyformaron parte de un total de 20 artistas que mostraron su obra. Pero mejor es reproducir el catálogo original, que contiene lista completa y, además, aún conserva el aire de la época.





Continuará, que he sido incapaz de acabarlo para la fecha del aniversario.




EN MEMORIA DE RONNIE GILBERT (1926/2015)

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En memoria de Ronnie Gilbert (1926/2015)






Nunca fui antiamericano porque siempre supe que había americanos como Ronnie Gilbert.



Ni siquiera en los tiempos más sectarios, cuando el antiamericanismo era carne ideológica de cualquier rojo del mundo que se preciara. Porque existían en América muchas Ronnie Gilbert.

Por supuesto que estaba contra la guerra de Vietnam, el racismo, el bloqueo de Cuba, las bases en España y todo aquello del american way of life, símbolo de adocenamiento, comodidad y venta a plazos que entonces era moda foránea y hoy está instalado en nuestros cerebros. Me manifesté en contra de ello, repartí panfletos, pinté yakees go home en las paredes y me acordé mil veces de la familia de Johnson o Nixon. Pero nunca fui antiamericano. Siempre supe que en el vientre de la bestia, en las tripas mismas del sistema resistían americanos como Ronnie Gilbert. Y tantos otros que hoy no nombraré.



En 1968, casi da vértigo escribirlo, un amigo mayor que yo, Fernando Santos Fontela, que con el seudónimo de Ramón Padilla había publicado un libro que sería fundamental para mi formación, “Canciones de protesta del pueblo Norteamericano”, me prestó el primer disco que escuche en mi vida de The Weavers. Y allí estaba Ronnie Gilbert, dándole con el flaco Pete Seeger, el gordo Lee Hays y el elegante Fred Hellerman las buenas noches a Irene por recado del viejo Leadbelly. Me dejaron fascinado, y la clara voz femenina del cuarteto, una clara y cálida voz de contralto, transparente y perfectamente modulada, se instaló en mi memoria para siempre.

The Weavers fueron el primer grupo norteamericano que consiguió el éxito universal interpretando música folklórica y canciones de contenido social y político del todo el mundo. No tengo  el libro delante, pero aún recuerdo con que retintín un tanto amargo le contaba Seeger a Padilla el nacimiento del grupo. Todos sus integrantes eran veteranos músicos comprometidos, cantantes habituales en manifestaciones, huelgas y centros sindicales. Militantes del canto y de la política, tenían que ver, no obstante, cómo a la hora de montar grandes recitales solidarios o para recoger dinero se les ignoraba para aprovecharse de la fama de los que, menos politizados, disfrutaban de mayor éxito. Crearon entonces The Weavers, que inmediatamente triunfaron al mayor nivel con un repertorio insólito hasta ese momento en un grupo estadounidense. Sus versiones de "Darling Corey", "Greensleeves". "Kisses Sweeter Than Wine", "Around the World", "Rock Island Line", “Suliran”, “tzena, tzena,tzena” o “Wimowhe”, entre tantas otras, son memorables.

Especial emoción me provocó escucharles aquella vieja canción de la guerra civil española que mi padre me cantaba en la infancia. Por lo bajines. Quizás al tiempo que me contaba ycontaba de aquellos americanos de la Brigada Abraham Lincoln que atravesaron el océano para pelear por la República. Como Ronnie Gilbert.


Pero Joe McCarthy debía ser un canalla pero no un tonto. Pronto se dieron cuenta los inquisidores de que cantando lo que cantaban The Weavers no podían ser trigo limpio. Conocieron las prohibiciones, los boicots, los juzgados y las listas negras. El macartismo acabó con el grupo, que se disolvió siguiendo cada uno su camino.

Ronnie Gilbert se casó, tuvo una hija, se trasladó a California, estudió sicología, trabajo de terapeuta, participó como actriz en importantes proyectos de teatro alternativo y siguió cantando contra la guerra, por la causa feminista, a favor del mantenimiento del planeta, por la solidaridad internacional. Como siempre.


Cuando en los años ochenta, ella andaba ya por la sesentena, conoció a una joven cantante, Holly Near, buena como ella, contestataria como ella, regresó a los estudios de grabación y realizó, en dúo y en solitario algunos de sus mejores trabajos musicales.

En 2004, reiniciando su vocación de pionera, se casó en San Francisco con Donna Korones, que había sido su compañera de vida y manager durante tres décadas. Fue uno de los primeros matrimonios homosexuales de Estados Unidos. Ronnie Gilbert tenía 78 años.
                                       
Ronnie Gilbert falleció el pasado sábado, 6 de junio de 2015, a los 88 años de edad. Nunca he sido antiamericano porque supe de Ronnie Gilbert. Los que luchan toda la vida siempre me han conmovido.
                                                                            


                                                                         

MEDITACION ELECTORAL DE UNA NOCHE DE VERANO

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Meditación electoral de una noche de verano







¿De verdad alguien en su sano juicio puede pensar que Podemos, con el 13% de votos que le augura la encuesta de hoy puede aspirar, como aspiran Pablo Iglesias y su cúpula dirigente, a ser la única fuerza capaz de dar la vuelta a la tortilla en solitario? ¿Solos? ¿Sin nadie más en común? ¿No es el suyo un paraguas demasiado pequeño para que se cobijen bajo él las fuerzas del cambio? ¿No sería bueno, aventuro, que alguien más aportara sus propios paraguas para que así, paraguas con paraguas, juntemos los metros de lona suficientes para enfrentar del aguacero que nos amenaza?

Sí, ya sé. Las encuestas están manipuladas. Sobre todo cuando los sondeos se nos ponen de cara y no nos dan los resultados que nos gustaría obtener. Lo he leído en numerosos comentarios, sobre todo de fieles seguidores del solos Podemos. “¿Pero cómo es posible que no vayamos a Poder, si somos los únicos que Podemos, los destinados a Poder? Alguien tiene que tener la culpa. Faltaría más que ahora nos convirtiéramos nosotros en perdedores desnortados y caducos que no saben leer el lenguaje de las masas?  Las encuestas están manipuladas”.

De acuerdo, las encuestas están manipuladas. Los malvados estadísticos y el perverso Diario.es, tan socialista él, tan favorable a Ahora en Común, tan acérrimo enemigo de Podemos, les han quitado puntos para ponérselos en las cuentas de ¿PP? ¿PSOE? ¿Ciudadanos? Desde luego a Ahora en Común no le han regalado ni una brizna de porcentaje, porque aún no han computado. Espero que hasta aquí podamos estar de acuerdo. La casta ha llamado a Juan Tamariz y han escamoteado votos a uno y se lo han dado a los otros. Pero las preguntas siguen siendo inquietantes. ¿Han trasvasado un 5% de los votos? ¿Acaso un 7%, un 8%, un 9%, un 10%? Mucho más deben haber cambalacheado la encuesta, porque hay 14 puntos porcentuales de distancia con el PSOE y 17 con el PP. Saca la bota, María, que me voy a emborrar, que esta noche me emborracho yo, me mamo bien mamao, pa no pensar.



Pongámonos serios, por favor, que la cosa no es de broma. Ese dato del 13,1% que le augura la encuesta a Podemos está en absoluta consonancia con los resultados que obtuvieron en las autonómicas, que como media en las comunidades en que se celebraron fue del 13,14%. Y eso no son encuestas, sino datos reales. Es verdad que algunos, con un centralismo mental preocupante, se fijan en el 18,59% de Madrid, o, si son de miras más amplias, en el 20,51 de Aragón o el 19,02 de Asturias, poco en cualquier caso, pero se olvidan de que también existen Valencia (11,23). Cantabria (8,83), Castilla la Mancha (9,73) o Extremadura (7,99). O, incluso, el 14,84 de Andalucía. También es consecuente con la evolución de las expectativas de votos que las distintas encuestas le vienen dando a Podemos. Como la del CIS, en la que desde enero, fecha del máximo acercamiento a su objetivo celeste, se puede observar una bajada permanente de más de siete puntos porcentuales. Ya, ya sé que las encuestas, además de manipulables, no son un dato real y no deben adorarse a pies juntillas sino ser ante ellas saludablemente escépticos. Lo pienso sin ironía alguna. Los sondeos no constituyen una realidad, pero indican tendencias que, por lo general, suelen ser bastante aproximativas y se deben tomar en cuenta. 

Seamos serios y responsables. Nos jugamos muchos en el envite y, a ser posible, me gustaría no tener que volver a cantar otra vez el perdimos, perdimos, perdimos otra vez de Les Luthiers.

Basta ya de escaramuzas, paraguas y chascarrillos de pico de oro y pongámonos a tomar impulso todos juntos, a ver si la fuerza reunida nos alcanza, no digo ya para asaltar los cielos, pero, por lo menos, para llegar al purgatorio.

Y a seguir en la faena. 





HEGEMONIA Y UNIDAD POPULAR

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Galgos y podencos
Contra la hegemonía en la construcción de la unidad popular






A las izquierdas las separan las ideologías y a las derechas las unen los intereses”. Es una frase que llevo en la cabeza, como un tambor de recuerdos, desde que era un niño. Mi padre la sacaba a colación con cualquier excusa, especialmente cuando daba su versión del porqué del resultado final de la guerra civil, que personalmente le había costado derrota y cárcel. No sabía el viejo, que aún rojo de toda la vida nunca había tenido acceso a los círculos en los que se jugaban tales cuestiones, que en eso de la unidad también contaban las ambiciones personales, las inquinas mutuas y, sobre todo, un perverso concepto “hegemónico” de la unidad. Ni que decir tiene que estamos hablando de ahora mismo.

Hegemonía. Otra palabra que me llega de lejos como un eco del pasado que me gustaría ahuyentar. La primera vez que se me apareció, cual paloma mensajera de la verdad divina, debió ser en un verano de finales de los sesenta o principios de los setenta del siglo pasado. Perdonad que mezcle el ayer y el hoy, pero es que voy para viejo y soy de ascendencia Cebolleta. En una finca rural de Guadalajara, entre huertos y frutales, nos instalamos en tiendas de campaña un grupo numeroso de militantes de la Unión de Juventudes Comunistas (los alevines de Santiago Carrillo, si lo miras desde otro lado de la pantalla), para debatir nada más y nada menos que un extenso programa bajo el nombre de “El pluripartidismo en la vía pacífica al socialismo”. No es moco de pavo ni teta de novicia. Por el contrario, se trata de una vieja cuestión que, con los debidos cambios semánticos sigue estando de total actualidad, precisamente ahora, cuando se vislumbra que las cosas, al fin, pueden ser algo diferentes, por lo menos.

La conclusión que saqué muy a posteriori sobre lo debatido en aquel picnic de Guadalajara es que aquello de la unidad consistía, más o menos, en un “todos unidos en un frente común, pero los que mandamos somos nosotros, que no por nada somos el partido hegemónico, la vanguardia del proletariado”. Toma castaña: todos juntos bajo el paraguas del PCE camino de la revolución en un pluripartidismo perfecto. Así nos fue. Y no se olvide que en aquellos momentos el PCE era el partido más numeroso, con mayor y mejor organización y con mayor currículum en la lucha por la democracia de toda la izquierda española. Tampoco conviene echar en saco roto que en aquellos años todo el amplísimo arco de partidos, organizaciones y grupos de izquierda, del maoísmo al troskismo, el castrismo, el pro-sovietismo, el cristianismo de base o el asamblearismo, tanto da que da lo mismo, tenían la hegemonía en el primer punto de sus tácticas unitarias. El que se salve que tire la piedra al río.

No es una historia nueva. Esa misma concepción hegemónica de la revolución (del cambio, traduciría ahora, para ser más preciso) es la que llevó a los jacobinos a masacrar a los girondinos en la Revolución Francesa o a los bolcheviques a expulsar al vacio exterior a los mencheviques. No hace falta pensar mucho para ver en lo que desembocaron. Aquella vieja batalla por quién y cómo se conduce y orienta el proceso de unidad y de cambio vuelva a reaparecer ahora de manera aguda. No me preocupa que surja el problema, cuya reaparición es lógica en momentos como este. Me preocupa que no se le encuentre solución. O que la solución consista en una repetición de los viejos errores.

La importancia de la aparición en las municipales de plataformas unitarias como Ahora Madrid, Barcelona y Zaragoza en Común o las Mareas gallegas, no está sólo en su éxito electoral, sino, sobre todo, en que plantean un proceso de construcción de la unidad de la izquierda del que quedan excluida, por la propia constitución de estos grupos, cualquier tentación hegemónica partidista. Ahí está su mayor virtud. Ese, pienso yo, debería ser el germen de una política no solo de tacticismo electoral, sino de estrategia futura.

A mi entender, a día de hoy existen sobre el tapete dos propuestas, diferentes, aunque no excluyentes, de proceso de unidad (popular o de izquierdas, tanto monta, monta tanto) de cara a conseguir un peso político determinante en las próximas elecciones generales. Aún no veo debates estratégicos, pero quizás son prematuros. Ya llegarán si el proceso acaba solidificándose en algo distinto a lo existente hasta ahora.  

El una, propugnada por Pablo Iglesias como líder del sector mayoritario de Podemos, el partido se ofrece como el lugar ideal para albergar bajo sus siglas --o compartiéndolas en alguna autonomía en la que el partido tiene menos fuerza--  a cuantos estén por eso que andamos llamando, con cierta ambigüedad, el cambio. No importa el pedigrí. Da igual que sea tirio o troyano, o incluso candidato de unos u otros, lo que cuenta es que sean capaces de aportar votos y que acepten el papel hegemónico, en forma de paraguas, del partido más poderoso. Ironizo, pero es así.

El otro, auspiciado por integrantes de movimientos y candidaturas de unidad en distintas partes del Estado y militantes y cargos medios de (según su porcentaje de participación en el manifiesto inicial) el propio Podemos, EQUO, IU, Partido Humanista y Compromis. Su propuesta pasa por la confluencia de las distintas fuerzas, movimientos y partidos, en la constitución de una plataforma bajo el nombre de Ahora en Común, nacida fuera de la lógica del equilibrio y la hegemonía partidista, pero en la que también participen los partidos, aportando ideas y propuestas, por supuesto, así como capacidad organización, difusión y, faltaría más, candidatos.


Me parece que se me ve el plumero ¿no? Pues sí, para qué negarlo. La vía anunciada por Pablo Iglesias me parece la puesta en práctica contemporánea del viejo concepto, a mi parecer tan pernicioso, del hegemonismo político. Un concepto que aparece necesariamente ligado a la convicción de ser los únicos en conocer la verdad y sus caminos. “Solo conmigo asaltarás los cielos”, viene a decir el mensaje, “sin mí, caerás en el abismo de los infiernos”. “Yo soy el único camino”, se podría apostrofar, recuperando el título de las memorias de Dolores Ibárruri (“El único camino”), a la manera en que Podemos ha recuperado del pasado su más utópica consigna.

Me gustaría (a día de hoy debo condicionar mi gusto, soy demasiado escéptico para dejarme vencer por la fe) que la propuesta de Ahora Madrid representara la comprensión de la política como una relación no hegemónica, sino igualitaria, entre partidos, organizaciones y el conjunto del común, que finalmente son quienes han de decidir. Este paso del hegemonismo al, llamémosle, igualitarismo entre fuerzas de distinto tipo me parece sustancial para establecer perspectivas de futuro en la unidad de la izquierda. Máxime cuando lo que caracteriza a la izquierda actual es, precisamente, la falta objetiva de caminos ciertos Una izquierda en la que todo son tanteos, jugadas a corto plazo, en las que la única perspectiva es la de la esquina siguiente. Y que sigan.

Leo y escucho, como crítica, que detrás de Ahora en Común están Alberto Garzón y sus secuaces de Izquierda Unida. Vade Retro. ¡Como si fuera pecado castigado con el ostracismo llamarse Alberto o ser de IU! No sé si ha sido realmente así. Algunos de los promotores iniciales de la plataforma lo desmienten, pero si no fue, bien pudo haber sido, pues la propuesta de Ahora Madrid está en total consonancia con el modelo de confluencia defendido por Garzón desde hace tiempo. Tonto sería que tras el desplante de Pablo Iglesias IU se hubiera encerrado en esas cuevas en las que dicen que está a relamerse las heridas y dejarse morir dulcemente. Mal hubieran hecho si desde ese mismo momento no hubieran intentado acercar a su idea de confluencia al resto de partidos y movimientos que, por otra parte parece que le han ido dando calabazas a las propuestas de matrimonio de Pablo Iglesias. Y si en algún momento surge una marcha en colectivo que circula en la misma dirección, ¿Cómo no apoyarla e integrase en ella? Otra cosa no sólo sería una nueva equivocación política, sino una traición a la propia esencia actual que proclaman.

Que en este contexto IU acepte que no debe intentar ser la fuerza hegemónica del proceso unitario y colectivo de cambio, sino una igual entre iguales, participantes todas de un debate sobre las vías aún desconocidas para la profunda transformación social, económica y política, no es solo una muestra de realismo político, que lo es, sino ante todo un cambio sustancial, en profundidad, en las estrategias políticas de IU y, en visto históricamente, de las izquierdas españolas. Esperemos que vayan por ahí los tiros, aunque mi confianza sea limitada.

Pero estamos ante unas elecciones, y parece claro que la presentación de dos listas de izquierdas, o similar, supondría un quebranto para ambas y un error político de singulares proporciones en este preciso momento. Personalmente me gustaría --es de dos y dos son cuatro-- que Podemos renunciara a su concepción hegemonista de la unidad. Es evidente, por lo demás, que integrarse en una plataforma colectiva e igualitaria como Ahora Madrid (o llamémosla con el nombre que mejor nos venga en gana) no supondría ninguna merma de su capacidad de actuación, influencia ideológica, movilización, poder y representatividad política en las instituciones. Ni siquiera peligraría la detentación de la candidatura a Presidente del Gobierno. O a Jefe de la Oposición, no seamos triunfalistas y admitamos otras posibilidades. ¿Alguien duda de que en estos momentos ese puesto le correspondería en cualquier negociación o votación popular actual a Pablo Iglesias Turrión?

Y en esas ando, esperando que Camilo de Lelis, presbítero y militar que tras arrepentirse de una vida disipada y disoluta consiguió terminar como el santo del día de hoy, 14 de julio, cante el Grándola con nosotros. O povo é quem mais ordena.

Conglomerado de perdedores soñadores

¿POLÍTICA SIN IDEOLOGÍA?

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¿Política sin ideología?



Dibujos: Ángel Aragonés, 
realizados en el transcurso de una reunión política 
la noche de los asesinatos de los abogados de Atocha


Al final va a acabar teniendo razón el ínclito franquista Gonzalo Fernández de la Mora que decretó en un libro de 1971 “el crepúsculo de las ideologías”, al modo preclaro en que Franco había proclamado mucho antes y por decreto la caducidad de la lucha de clases. El viejo ideólogo de la dictadura parecería, tal cual, un prematuro filósofo postmoderno de acuciante actualidad.

Aquella vieja teoría crepuscular parecería que hoy debiera ser de total aplicación en lo que, para abreviar y sin identificar, llamaré la derecha, en la que supuestamente prima la eficacia técnica y los resultados, frente a la igualdad, la justicia y la solidaridad teóricamente preconizados por las ideologías de izquierdas. No es verdad. La derecha, identificada con los grandes poderes económicos, actúa empujada por una ideología clara y contundente. Una ideología, que permítaseme la paráfrasis acrónica de un concepto del viejo don Vladimiro, podría titularse como “El Capitalismo Especulativo fase superior del Imperialismo”.

Curiosamente, donde resulta aplicable el concepto de González de la Mora es al nutrido campo la izquierda, que a veces parece avergonzada de su ideología y otras convencida de que es la sociedad quien repudia sus ideas.

Desde que los partidos políticos modernos comenzaron a existir en el siglo XIX su definición ideológica quedó patente en sus respectivos nombres, que anunciaban ya desde su propio enunciado el sentido del programa político que aplicarían en caso de acceder al poder. Liberales y Conservadores, Comunistas de distintas facciones, Socialistas de grupos diferentes, Anarquistas de varias formaciones, Demócrata Cristianos, Cristianos por el Socialismo, Juventudes Obreras Católicas. Da igual los ejemplos que podamos buscar, que son infinidad. Todos ellos llevaban retratado en el nombre su pedigrí y su utopía.

Es esa una característica que ha desaparecido por completo de los nombres de los nuevos partidos, grupos o colectivos políticos, unitarios o no, que han surgido en los últimos años. Nombres ambiguos que parecen ideados por alguien que se encuentra en alguna de estas tres posiciones: o se avergüenza de su ideología, pasada, presente y futura, o le mueve tan sólo el tacticismo a corto plazo, sin pensar en estrategias más allá de las electorales inmediatas, o, considera que el descredito de las ideologías de izquierda que han funcionado hasta ahora es tan grande, que mejor esconderlas para propiciar el éxito transversal en las urnas.

¿Qué significa “podemos” aparte de la incierta posibilidad de alcanzar un objetivo indeterminado? ¿Alguien va a dudar de que es un ciudadano y que junto a otros como él forman un colectivo de “ciudadanos”, bien se trate de aficionados a los coches antiguos o de miembros de la derecha civilizada? ¿Quién puede resistirse a dejarse llevar por una “marea atlántica”, sobre todo si estamos en día suavecito? ¿Qué otra cosa expresa “ahora en común” sino “en este momento juntos”.

A partir de esas dudas surgen otras preguntas: ¿Quiénes y qué podemos? ¿Qué nos une como ciudadanos y qué pretendemos al agruparnos? ¿Las mareas del Atlántico son de pleamar o de bajamar? ¿Quiénes nos juntamos y hacia dónde vamos cuando nos juntemos? No digo yo que no haya ideología, e incluso ideologías, en estas variadas formaciones políticas recién nacidas, pero de lo que no cabe duda es que, de tenerla, la enmascaran.


Y hago estas preguntas desde la desde el convencimiento de que están plenamente justificadas las reticencias actuales de la gente (¿los ciudadanos? ¿el pueblo?) hacia las ideologías de izquierda que han llegado hasta nuestros días, más a barrancas que a trancas.

A mi parecer, la totalidad de corrientes de pensamiento, de acción y de organización que compiten hoy por la hegemonía de la izquierda descienden directamente, con las distintas derivas y actualizaciones que se quiera, de las tres corrientes básicas y fundamentales de la izquierda organizada desde una perspectiva de clase, que sin nos atenemos al orden cronológico de su aparición serían el anarcosindicalismo, el socialismo y el comunismo. De ellas derivan las múltiples variaciones que se pueden encontrar hoy en nuestro panorama político, incluso las que hacen gala de antipartidismo, asamblearismo o apoliticismo, que de todo hay. También podríamos incluir una cuarta variante de modelo constructivo de la izquierda, que sería la que de manera bastante confusa se denominó en un tiempo populismo (¡sí, el ominoso concepto existe!) y que tanto éxito dio en el primer cuarto del siglo pasado, aquí en España, a organizaciones como el Partido Republicano Federal de Pi y Margall, el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux o el movimiento “blasquista”, bautizado así en consonancia con su líder e ideólogo, el escritor Vicente Blasco Ibáñez. Se podría añadir, pero no creo que se trate de una corriente ideológica, por mucho que haya pervivido hasta hoy mismo en diferentes momentos y países, en la medida en que bajo su faldón se han inscrito movimientos de muy distinto signo ideológico, de la derecha a la izquierda pasando por el centrocampismo transversal.

Entiendo el descrédito actual de esas ideológicas, teniendo en cuenta los resultados de sus puestas en práctica, que solo llevaron a que unos no consiguieran ni siquiera poner la suya en pie a no ser en las efímeras comunas anarquistas aragonesas de la guerra civil, otros, en su socialdemocracia, sólo han logrado ser la cara b del disco del sonsonete capitalista y neocapitalista, y los terceros convertidos en consentidores colectivos de la traición estalisnista a sus principios básicos, con la secuela de haber convertido los regímenes de aquello que se llamó socialismo real en dictaduras en muchos casos sangrientas.

Si a ello añadimos, aquí y ahora, los numerosos dislates cometidos en los últimos 30 años por los discípulos (más o menos cambiados, evolucionados actualizados y etcétera) de unas u otras líneas ideológicas, es fácil deducir que el descredito de unas y otras sea comprensible. Creo, además, que no se trata de un descredito coyuntural y pasajero, sino plenamente justificado y firmemente anclado en la realidad. Mi pregunta es: ¿la obsolescencia de las ideologías realmente existentes hace automáticamente innecesaria la ideología? O dicho de otra manera: ¿ya no se debe buscar una forma coherente de entender el mundo, sus mecanismos sociales, políticos y económicos, para elaborar estrategias y formas de cambiarlo a medio y largo plazo en pro de su mejoramiento, que a mi entender solo se consigue con una profundización de la democracia?

Si la confluencia de la izquierda que actualmente parece en marcha a lo único que conduce, y ya es mucho conducir, es a conquistar “gobiernos de cambio”, cuyo único horizonte ideológico esté en la solución de los problemas inmediatos y no incluya la posibilidad de elaboraciones estratégicas (ideologías) elaboradas desde parámetros diferentes a los utilizados hasta ahora, aunque aprovechen cuanto de actual y valioso pueda haber en ellos, mal favor le habremos hecho a la creación de una alternativa de izquierdas a más largo plazo y que pueda garantizar cambios más en profundidad y más permanentes que los que permite cualquier táctica electoral de aplicación inmediata. Ese es, si se admite mi punto de vista, el principal reto al que se enfrenta la izquierda española y sus aledaños en cualquier proceso de unidad o confluencia que se plantee. Las conquistas tácticas son efímeras sin perspectivas estratégicas. No es trabajo de un día, pero algún día habrá que empezar por algún sitio.




Otras cosas sobre el tema



EL REFERENDUM DE PODEMOS

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Preguntas sobre una pregunta. El referéndum de Podemos






El partido de Pablo Iglesias ha venido diciendo cada día cosas distintas respeto a una posible confluencia de fuerzas de izquierda y populares de cara a las próximas elecciones. Me parece una buena noticia que la última propuesta hable de consultar sobre el tema a eso que toda la vida se ha llamado las bases. Es lo lógico y congruente. Sin embargo, dada la formulación concreta de la pregunta me parece que algunos militantes, afiliados o simpatizantes de Podemos lo van a tener complicado, si no imposible, para contestarla de manera que refleje realmente su opinión sobre el tema, y con ella la opinión colectiva de Podemos.

Veamos la pregunta tal y cómo la ha reproducido la prensa:

“¿Aceptas que el Consejo Ciudadano de Podemos, en aras de seguir avanzando en la construcción de una candidatura popular y ciudadana, establezca acuerdos con distintos actores políticos y de la sociedad civil siempre que 1) los acuerdos se establezcan a escala territorial (nunca superior a la autonómica) 2) se mantengan siempre el logotipo y el nombre de Podemos en el primer lugar de la papeleta electoral incluso si eso implica concurrir a las elecciones generales en algunos territorios con fórmulas de alianza (Podemos-X)?".

Supongamos ahora que uno cualquiera de entre los muchos que van a votar en ese referéndum está de acuerdo con avanzar en el proceso unitario, pero no con que la circunscripción sea autonómica o provincial ni con que haya que mantener el logotipo en primer lugar en la papeleta electoral. ¿Qué vota en este referéndum? ¿No? ¿Sí? ¿Tal vez? ¿Sí al primer enunciado pero no a las dos condiciones?

Otra duda del votante puede surgir si está, por ejemplo, de acuerdo con mantener el logo, pero a favor de que el alcance de los posibles acuerdos sea estatal, y no autonómico o provincial. Y si las preferencias son a la inversa, tres cuartos de lo mismo.

Sea cual sea la respuesta final por la que opte el tal votante anónimo, y quizás inexistente, no parece que pueda servir para expresar completo su pensamiento sobre la cuestión. En caso de ganar un sí la cosa estaría más o menos clara, ¿pero qué significado tiene votar no? El más evidente parece ser que el votante está en contra de la confluencia, lo que con toda probabilidad sería una apreciación falsa.

¿No sería más adecuado y comprensible preguntar?:

1.- “¿Aceptas que el Consejo Ciudadano de Podemos, en aras de seguir avanzando en la construcción de una candidatura popular y ciudadana, establezca acuerdos con distintos actores políticos y de la sociedad civil?
A.- Si
B.- No

2.- ¿Cual crees que debe ser el ámbito en que se desarrollen estos acuerdos?
A.- Provincial
B.- Autonómico
C.- Estatal

3.- ¿Consideras que es condición indispensable para alcanzar esos pactos que el logotipo de Podemos aparezca en primer lugar en las posibles papeletas electorales?
A.- Sí
B.- No.


No acabo de desentrañar las razones que han podido llevar a la cúpula directiva de Podemos a establecer la pregunta en los términos en que parece que lo han hecho o lo van a hacer, y no quiero especular sobre ello, aunque haya motivos para la especulación. Ya somos mayorcitos y que cada cual especule por su cuenta. Solo pretendo destacar la incongruencia y el dirigismo de la pregunta, que difícilmente servirá ni para acabar con la polémica ni, y eso es lo fundamental, para conocer con certeza las opiniones de las bases del partido. 


Otras cosillas sobre el tema: 



GACETA DE ARTE Y LA EXPOSICIÓN SURREALISTA DE TENERIFE

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“gaceta de arte” y la exposición surrealista de Tenerife de 1935



 
Eduardo Westerdahl, Jacqueline Lamba y André Bretón
en la inauguración de la exposición. 11 de mayo de 1935




En mayo de 1935, se acaban de cumplir 80 años, Santa Cruz de Tenerife se convirtió en la capital mundial del arte de vanguardia del siglo XX. No es exageración patriotera ni cuestión opinable. Simplemente es un hecho. El 11 de aquel mes y año se inauguró en el Ateneo de la ciudad canaria la primera y única exposición del grupo surrealista de París que llegó a celebrarse en España antes de que los tiempos se tiñeran de sangre y todo surrealismo resultara un sarcasmo.

No fue cualquier cosa, pues se trataba de la segunda gran exposición surrealista organizada fuera de Francia (la primera había tenido lugar en Copenhague unos meses antes) en la que participaron los grandes nombres del movimiento, cuya nómina asombra hoy en día: Jean Arp, Giorgio di Chirico, Giacometti, Dalí, Óscar Domínguez, Max Ernst, René Magritte, Miró, Picasso, Man Ray, Marcel Duchamp o Yves Tanguy, por citar sólo a algunos de los más destacados entre los 20 artistas que mostraron su obra en la exposición, para cuya presentación viajaron hasta Tenerife el mismísimo André Breton, pope del surrealismo, su mujer Jacqueline Lamba y el poeta Benjamín Péret.

Aquella exposición, aparte de su gran relevancia histórica y cultural, silenciada durante largos años por razón de la dictadura, también supuso una singular aventura humana y política que, aunque hoy haya salido de la oscuridad en la que reposó durante tanto tiempo, especialmente en Canarias, donde se han publicado ya numerosos textos sobre ella y lo que la rodeó, aún pienso que no goza del suficiente conocimiento, y reconocimiento, fuera del perímetro isleño.

Por otro lado, la Exposición Surrealista de Tenerife es una historia preñada de historias. Una historia que no se acaba en sí misma, sino que a través de las peripecias de quienes la vivieron, y especialmente de las de los redactores de la revista “gaceta de arte”, que la organizaron, constituye un retrato completo, complejo y matizado de un momento histórico irrepetible: el de la II República Española, sus prolegómenos y las sangrientas consecuencias que precipitó la sublevación militar de 1936.

Cabe preguntarse desde el presente de hoy, y más aún desde el tiempo mismo en que ocurrió, qué es lo que explica aquella exposición y aquel viaje de lo más moderno de la modernidad parisina a unas islas lejanas, tan lejanas que para llegar a ellas eran obligados varios días de travesía marítima. Intentaremos dar algunos datos que ayuden a comprenderlo, pero, antes de nada, debe tenerse en cuenta una consideración general sin la cual nada resulta explicable.


 Canarias, tierra de emigrantes que en diversos momentos de su historia debieron abandonarlas para buscarse la vida en otros lares, han sido también desde tiempos inmemoriales, como tales islas que son, punto de llegada o partida de descubridores, piratas o comerciantes, de huidos políticos y simples viajeros, de naturalistas, aventureros, poetas, frailes, artistas y pensadores. Punto de cruce de vidas, centro de fusión de culturas, lugar de descubrimiento para los curiosos, de temprano turismo para extranjeros, de luna de miel para los recién casados peninsulares. El mar, que aísla, también une.

De esa característica intrínseca con su propia condición insular nace, entiendo yo, la vocación cosmopolita del isleño, que a menudo ha conocido, asimilado y practicado las ideas y formas artísticas más avanzadas antes y con más profundidad que en otros lugares aparentemente más cercanos al “centro” cultural de cada época. Quizás el ejemplo más claro y de mayor repercusión de esta apertura a los vientos del mundo sea el de la exposición de la que hablamos y el del grupo de personas que la organizó.

En definitiva, aquel 11 de mayo se cumplía lo que ya había enunciado en 1930 en el diario tinerfeño “La Tarde”, el poeta Pedro García Cabrera, que estuvo de principio a fin en la aventura y que hubo de pagar precio por ello:

“a nosotros, por nuestra geografía y manera de sentir, nos es más asequible ir directamente a lo universal, sin la escala intermedia --cada vez más difícil-- de la fusión nacional”.

O, como explicaría posteriormente de forma más precisa Domingo Pérez Minik en su libro “Facción española surrealista de Tenerife” (1975), del que pasaremos a hablar inmediatamente:

“Entre nosotros ha habido una poesía de tierra adentro y otra de puertos cosmopolitas. Los contactos con el extranjero fueron siempre constantes. El extranjero podía ser un pirata, un comerciante, un huido político. Pero cualquier aislamiento exige una comunicación permanente con el que llega de fuera, amigo o adversario, da lo mismo, se necesita del prójimo, nos urge la presencia del diálogo con el que nos va a enseñar otras maneras de hacer, vivir o cantar. No tiene nada de extraño que, en los años, treinta, Tenerife, la juventud que la habitaba después de los nacionalismos más o menos folklóricos de una dictadura política, que hasta la isla llegaba de un modo muy debilitado, se colocara frente al mar con los pies en el agua hasta abrir todo tráfico de ideas e in augurar una buena libre plática con toda clase de navíos”. 




Flashback en una librería de Nueva York

Cada historia tiene orígenes precisos y un desarrollo en el tiempo que lleva a su conclusión. Ésta también, pero antes de entrar en ello vaya una anécdota muy posterior que me parece pertinente y significativa.

Cuando a comienzos de la década de los setenta la editora catalana Beatriz de Moura visitó Estados Unidos y acudió a la librería neoyorquina que regentaba Lawrence Ferlinghetti, se quedó sorprendida cuando el poeta beat le preguntó sobre lo que había sucedido con los  artistas e intelectuales canarios que habían formado parte en los años treinta del grupo surrealista de Tenerife, la editora catalana, una mujer culta y de ideas avanzadas, no supo qué contestar. No sabía nada del tema, aunque no hay que achacarlo a una ignorancia particular, sino que se trataba de un desconocimiento generalizado en España, incluso entre los más progresistas y avanzados intelectuales de la época.

Al regresar a Barcelona, de Moura localizó a Domingo Pérez Minik, ya por entonces uno de los más prestigiosos críticos literarios y teatrales españoles y del que debía conocer su condición de coetáneo y chicharrero, y le pidió que contara en un libro aquella historia tan apasionante y desconocida. Lo publicó en 1975 en su editorial,  Lumen, bajo el título, ya mítico, de “Facción española surrealista de Tenerife” (y con la curiosa errata de colocar en portada una foto en la que aparecían, según el pie, “Domingo Pérez Minik, Benjamin Péret, Pedro García Cabrera, Jacqueline y André Breton y Agustín Espinosa”, cuando los fotografiados eran, en realidad, Pablo Picasso, acompañado por el director de “gaceta de arte”, Eduardo Westerdahl, y Maud Bonneaud, su esposa, que habían posado con el pintor en una de lasvisitas que le hicieron en su casa de Mougins, más de dos décadas después de la exposición surrealista que ocupará la parte central de estas notas).

Poco importa el error de portada, la verdad, porque lo que hay entre las tapas es excelente. Con una prosa de gran sencillez, plasticidad e ironía, Pérez Minik, relata, desde dentro, pero en la distancia, una aventura personal y colectiva de apasionante lectura. Posteriormente se han editado otros textos sobre el tema, que completan, documentan o analizan, pero ninguno tiene, como es lógico, ese palpito vital que permite al lectoral trasladarse con la imaginación al momento y el lugar de los hechos. A nadie debe extrañarle que sea la guía principal de estas páginas.

Qué duda cabe que hoy, cuarenta años después, el conocimiento sobre “gaceta de arte” se ha incrementado de manera importante con respecto a la ignorancia total de la editora catalana ante el poeta beat y ya existe un reconocimiento intelectual, especializado, de lo que significó la revista, el grupo que la creo y los trabajos que realizaron. Sin embargo, ese conocimiento se centra fundamentalmente en Canarias, cuyas instituciones culturales, públicas y privadas, vienen desde finales de los años ochenta reeditando la obra de muchos de los protagonistas de aquella aventura, editando biografías, estudios y monografías, o catálogos de las importantes exposiciones que se les han dedicado. Pese a ello, fuera de Canarias la historia es menos conocida, un motivo más para darla a conocer.[1]





Una revista para la historia

gaceta de arte[2] fue la aventura juvenil de un grupo de artistas e intelectuales tinerfeños, cultos, inquietos y rebeldes. Una aventura que acabo desembocando en una de las revistas más singulares entre las publicaciones culturales editadas en los años de la República, en España y fuera de ella. No sólo por su longevidad (salió a la calle durante cuatro años, uno menos que “La Gaceta Literaria” de Ernesto Jiménez Caballero y uno más que “Cruz y Raya” de José Bergamín, publicaciones históricas sobre las que han corrido ríos de tinta), ni siquiera por el amplio espectro de los temas tratados, la falta de dogmatismo estético o los movimientos vanguardistas que defendieron --entre los que el surrealismo fue uno más, aunque quizás el que mayor impacto causó por el gran logro que supuso la exposición de 1935, sino, ante todo, por la red de relaciones internacionales que consiguieron establecer y la enorme repercusión que la publicación alcanzó entre las vanguardias artísticas europeas de entreguerras. Una aventura llena de peripecias personales, culturales y políticas que acabo mal.

El análisis de “gaceta de arte”, de su época y de las ideas prácticas artísticas e intelectuales de la generación que la puso en marcha, plantea, aparte de las propias anécdotas de su andadura, preguntas sustanciales sobre el desarrollo y evolución de las artes de todos los tiempos, pero especialmente de la era contemporánea. La andadura de la revista y la de quienes la hicieron ilustra a la perfección un enfrentamiento histórico permanente entre dos formas de afrontar el arte y a cultura, expresando la tensión entra tradición y vanguardia, localismo y cosmopolitismo. Un dilema dialéctico permanente en la historia de la cultura, que en las Canarias de aquellos tiempos de República, marco de tantos cambios sociales, cobraba una importancia singular y que aún hoy en día sigue siendo motivo de encendidos debates. Los miembros de “gaceta de arte” tenían claro en qué lado del debate se situaban. Así se explicaba en el primer número de la revista de febrero de 1932 de la mano de Eduardo Westerdahl, su director, en una nota editorial titulada “Primera Posición”:

“Conectados a la cultura occidental, queremos tendernos sobre todos sus problemas, en el contagio universal de la época. Sin huir el pensamiento, sin buscar refugio en tratamientos históricos para los fenómenos contemporáneos. Nuestra mirada llena de la luz intelectualista de la época, recorrerá todos los procesos artísticos que tengan un carácter histórico formal. Nuestra posición de isla aislará los problemas y a través de esta soledad propia para la meditación y el estudio procuraremos hacer el perfil de los grandes temas, descongestionándolos para buscarles una expresión. Creemos movernos entre naciones. Ser islas en el mar Atlántico (Mar de la Cultura) es apresar una idea occidental y gustarla, hacerla propia despacio, convertirla en sentimiento. Queremos ayudar a una nueva posición occidentalista de España. Seres atentos, amplios, jóvenes. Y cumplirá en la isla, en la nación, en Europa, la hora universal de la cultura. Esta será nuestra política.”

A lo largo de los cuatro años que se publicó habría en  “gaceta de arte” muchos más posicionamientos, que al grupo le gustaba tomar partido hasta mancharse. Sobre todo. Sobre La República, de la que eran firmes defensores pero a la que no dudaron en criticar cuando lo consideraron necesario. Se posicionaron sobre el arte proletario, el urbanismo, la propaganda en el arte, el abstracto, el teatro español del momento o el Surrealismo. También, ojo al canto, sobre “la función de la planta en el paisaje”, tema menos disparatado de lo que parece si se toma en consideración que estaban anclados en medio del océano y que el paisaje era no sólo un elemento sustancial del atractivo que las islas ya empezaban a despertar entre los turistas extranjeros sino, sobre todo, si se le considera un signo identificativo íntimo y profundo de la canariedad. Empezaban:

“g. a. tiende hoy su mirada sobre las labores absurdas de regionalismos sin sentido, de cantares, fiestas populares y absoluto desconocimiento de las principales necesidades de las islas. El tópico más manejado es el turístico. Articulistas, propietarios, primeras figuras de fantasía ciudadana, han expresado repetidamente normas de turismo, pero en este sentido, — descuidado, abandonado siempre — no se ha retrocedido hasta el elemento pequeño, hasta las miniaturas que construyen en colectividad la riqueza atractiva de un país”.

Y reivindicaban:

“g.a. proclama de nuevo la alta cotización estética que alcanza en el mundo modernos plantas como cactus, agaves etc., y que, salvo colecciones particulares, han venido siendo despreciadas por todos los organismos encargados de cuidar la decoración ciudadana.
g. a. sostiene la necesidad de realizar estas plantaciones, de parcelar lugares y tender a la expresión auténtica de las islas dentro de los principios racionalistas universales, como planta de nuestro paisaje: el cactus”.





Tiempo de cambios

En las primeras décadas del siglo XX, Canarias en general y Tenerife dentro de ella estaba viviendo un profundo cambio social y económico, que  acabó deviniendo en cultural. Era una sociedad básicamente agrícola, productora de plátanos, tomates y patatas, modestos productos de consumo diario que, gracias a los avances en el transporte marítimo y su repercusión en el comercio internacional, se habían convertido en codiciados alimentos de exportación a toda Europa, y especialmente a Inglaterra, convirtiéndose así en la mayor fuente de ingresos de la isla antes de la llegada masiva del turismo ya a mediados de siglo.

Alrededor de las nacientes industrias envasadoras, empresas comerciales, portuarias o navieras y otras surgidas a su alrededor, comenzaron a crearse las primeras organizaciones obreras, cuya importancia fue creciendo durante los años republicanos. Si en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, que precipitaron la proclamación de La República, la derecha monárquica ganó en la Las Palmas y la coalición entre republicanos y socialistas consiguió el triunfo en Santa Cruz de Tenerife, en las generales de febrero de 1936 los candidatos del Frente Popular consiguieron ocho de los once escaños de las islas. Un dato sobre el camino hacia la radicalización seguido en aquellos cinco años de la sociedad canaria podría ser que entre los elegidos figuraban dos comunistas, uno por circunscripción, por encima de la media de los 17 diputados que el PCE había conseguido en toda España. Tuvieron que pagarlo luego. El grancanario Eduardo Suárez Morales intentó un conato de resistencia armada en el norte de la isla, siendo detenido y fusilado junto a otros camaradas. Florencio Sosa Acevedo, tinerfeño del Puerto de la Cruz, de la que había sido alcalde dos veces, se encontraba en zona republicana aquel 18 de julio, lo que le permitió sobrevivir, aunque fuera detenido al acabar la guerra y condenado a muerte. Aunque se le sobreseyó la condena pasó cuatro años en la cárcel. Otro de los elegidos fue el socialista Juan Negrín, del que se conoce bien lo que le sucedió posteriormente.

El proceso de industrialización agrícola y el incremento del comercio potenciaron la aparición de una clase media formada por profesionales en contacto con lo que se cocía fuera de las islas, interesados por la cultura y preocupados por los temas de la modernidad artística y el progreso social, económico y político, inquietudes que enlazaban por la vocación cosmopolita de aquella parte de la intelectualidad canaria que bien podían representar nombres como los de José Viera y Clavijo (1731/1813), Graciliano Afonso (1775/1861) o Agustín de Betancourt (1758/1824), ingeniero militar e inventor, que acabó su vida en Rusia al servicio del Zar Alejandro I como director de su Instituto de Ingenieros, siendo el responsable de la modernización urbana de San Petersburgo y de la construcción de numerosas obras públicas. Canarios, cómo cantó Quintín Cabrera de su Montevideo, “con vocación atlántica de mar”.

En ese caldo de cultivo se formaron quienes luego crearían “gaceta de arte” y organización la exposición surrealista de mayo de 1935.

De izda a dcha: Domingo Pérez Minik, Juan Márquez,
Domingo López Torres, Agustín Espinosa y Emeterio Gutiérrez Albelo




“Pajaritas de papel”. El arte del juego o el juego como arte.


La primera actividad artística colectiva que emprendieron algunos de los luego redactores de “gaceta de arte” fue la puesta en marcha del grupo “Pajaritas de Papel”, al que pertenecieron una larga lista de jóvenes, los mayores de los cuales andaban por la mitad de la veintena y entre los que llama la atención la presencia de un buen número de mujeres. Y de parejas de hermanos, lo que habla mucho de su carácter de grupo de amigos con inquietudes comunes. Algunos de sus nombres eran José Miguel Manquillo, Ernesto Guimerá, Carmen Rosa Guimerá, Enma Martinez de la Torre, Jesús Pérez, Selina Calzadilla, Hilda y Rosa Gómez-Camacho, María y Hortensia Ferrer, María de la Soledad García de Paredes, Domingo López Torres, Amor Lozano, Manuel Parejo, Pedro García Cabrera, Consolación Díaz, Domingo Pérez Minik, Victoria López Carvajal, Eduardo Westeerdahl y María de los Ángeles y Julio Antonio de la Rosa, prometedor poeta cuya muerte prematura con 25 años en un accidente marítimo, en el que también falleció el poeta José Antonio Rojas y del que consiguió salvarse Domingo López Torres, significaría prácticamente el final de la aventura, aunque también el comienzo de otras nuevas. Algunos de estos seguirán apareciendo de aquí en adelante, pues cumplieron un papel relevante en la cultura canaria y española que merece ser reseñado.

En consonancia con la resonancia infantil que le dieron al nombre del grupo, las actividades que realizó “Pajaritas de papel” aparecen impregnadas de un cierto entendimiento del juego como forma de arte. O del arte como juego. A la vista del tipo de cosas quellevaron a cabe no cabe entender que hubiera en ellos otra motivación que la vocacional, otro interés que el creativo, otro objetivo que la diversión y la expresión propias. Ninguna pretensión de permanencia, trascendencia o mercantilismo podía haber en las actividades en vivo y en directo que organizaban, que ellos llamaron acciones y que más tarde se hubieran calificado sin complejos de performances o happenings. O en los libros manuscritos y de ejemplar único que dieron a la luz, tan cercanos a los libros de artista, que tan de moda se pondrían más adelante y que tanto deben unos y otros a los códices medievales.

Cuando se metían en acción podían, por ejemplo, conmemorar una onomástica o un cumpleaños con un te británico y formalista. O simular una verbena o un naufragio. O representar escenas tituladas La cacería de mariposas, Vuelo de la cometa de Pajaritas de Papelo Baile de lo cursi. A simple vista podrían parecer divagaciones de diletantes o entretenimiento de jóvenes desocupados, pero nada más ajeno a la realidad. Contemplado desde hoy, las variadas actividades de “Pajaritas de Papel”, aún todo lo ecléctico y amateur que se quiera, no tenían nada de improvisado ni intrascendente, sino que respondían a un proyecto artístico bien definido, aunque embrionario.

Uno de sus miembros, Eduardo Westerdahl, que ya empezaba a colaborar en la prensa local y que tan importante lugar ocuparía luego en “gaceta de arte”, dejó escrito en diciembre de 1928 en el diario La Tarde una columna que constituía toda una declaración de principios. Principios que, en buena medida, él y sus compañeros mantuvieron vivos en sus trabajos posteriores:

“…este grupo no tiene tendencias, ni itsmo determinado, no está encasillado en la abstracción de un grupo de los llamados de vanguardia. Es, eso sí, una novísima forma de arte, una interpretación moderna de la vida, una tolerancia ecléctica donde cada época se valora sinceramente desde el minué al jazz, cogiendo siempre de la historia los valores olvidados para su reconstrucción moderna”,

Una buena muestra del rigor con el que trababan puede encontrarse en los ocho libros y tres folletos, conservados gracias al celo familiar de quienes los guardaron en su momento, y reproducidos en el libro que la historiadora del arte Pilar Carreño dedicó al grupo en 1998. Se trata de ejemplares únicos, realizados totalmente a mano, la maquetación, las ilustraciones e incluso los textos escritos en preciosa caligrafía, ese viejo arte perdido en la comodidad de los ordenadores, de los que algunos ejemplos dejamos por aquí como ilustraciones.

En aquellos últimos años de la dictadura en los que estamos situados, España vivía un momento no sólo de intensa agitación social y política, sino de autentica efervescencia cultural. Canarias también, como no podía ser de otra manera. Los nuevos artistas e intelectuales se hacían hueco en cualquier espacio que encontraran receptivo. Colaboraban en la prensa más dispar, organizaban exposiciones en el primer salón que se les ponía a tiro, creaban grupos escénicos para representar el teatro nuevo, y, sobre todo, montaban editoriales y publicaban revistas con el entusiasmo de quienes sabían que la letra impresa era la mejor manera de difundir las ideas.

A finales de la década de los veinte, los que acabarían creando “gaceta de arte” ya habían comenzado a darse a conocer en los ambientes intelectuales de Tenerife. Westerdahl colaboraba en el diario La Tarde y había publicado un primer libro de poemas (“Poemas de sol lleno”, 1928), primero y último, pues finalmente se decidiría por el terreno del análisis y la teoría, especialmente aplicados a las artes plásticas. Pérez Minik, que acabaría como experto en literatura y teatro, escribía crónicas deportivas para La Gaceta de Tenerife. Por esas fechas se publicaron los primeros poemarios de Pedro García Cabrera (“Líquenes”, 1928), Emeterio Gutiérrez Albelo (“Campanario de la Primavera”, 1930). Agustín Espinosa, el mayor de ellos, editaba en Madrid su inclasificable “Lancelot 28º-7º” (1919), que subtituló “Guía integral de una isla atlántica” y que tanto influiría en su amigo el pintor Óscar Domínguez, ya en París desde hacía dos años.

En una sociedad tan reducida como aún era la tinerfeña (tómese nota: poco más de 60.000 habitantes en la capital y unos 24.000 en La Laguna), y más aún sus medios intelectuales, estos jóvenes inquietos y creativos estaban destinados a encontrarse, si es que no se conocían de toda la vida. Fueron coincidiendo en los grupos y colectivos que iban fundando unos u otros, las propias Pajaritas de Papel, las asociaciones de jóvenes intelectuales Proa o Rebeldía y Disidencia(DyR), bautizada con esa contundencia por sus promotores, García Cabrera y Westerdahl. Unos y otros confluían en el recién creado, en 1925, Circulo de Bellas Artes, en cuyo grupo teatral hacía sus pinitos como actor Pérez Minik, y escribían en las mismas revistas que ellos mismos creaban o ayudaban a crear, de las más duraderas Hespérides o La Rosa de los vientos a la efímera Cartones (1930), que sólo le duró un número a su fundador e ideólogo, un joven Domingo López Torres de apenas veinte años de edad.

Para ellos, hacer cultura, pintar, escribir, teorizar, cantar o actuar no era sólo una vocación o una escalera social, era, ante todo, un deber moral íntimo y una necesidad social. Una forma de intentar cambiar el mundo. En su libro, Pérez Minik hace un ajustado retrato de aquella generación en aquel lugar y momento: 
“… queríamos tirar la casa por la ventana, jugarnos el todo por el todo, subvertir todas las tradiciones de tierra adentro con su señoritismo, sus minifundios intelectuales, el quijotismo, los arquetipos donjuanescos, el narcisismo, la soberbia y el casticismo siempre subyacente, operante, carismático… Queríamos un orden nuevo, una locura, un salirse por la tangente. Vivíamos una época terriblemente atosigada, con las dictaduras desbocadas ya, la debilidad de las democracias, las persecuciones contra todas las formas de la nueva estética y la aparición de las morales, economías y artes más retrógradas”.



Viaje iniciático


Existen en la historia personajes que, pese a resultar providenciales, apenas dan lugar a una nota a pie de página o a una simple cita a vuelapluma. Es el caso del que viene ahora, al que por una vez me voy a permitir sacar a primer plano, por cuanto jugó un papel singular en esto que vamos contando y por constituir un modelo paradigmático de la estructura social de las Canarias de la época. El de los empresarios procedentes del extranjero, británicos sobre todo, aunque este fuera alemán, que se habían ido instalando en las islas a lo largo del siglo XIX y contribuyeron de manera decisiva a su desarrollo industrial-agrario y al incremento del su comercio internacional; elementos esenciales de una modernización social y cultural de la que “gaceta de arte” es el resultado culturalmente más emblemático.

Jacob Ahlers Shulz había nacido en Hamburgo, y justo en el comienzo del siglo XX, con tan sólo 24 años, había llegado a Tenerife, al parecer en busca de cura para sus males pulmonares con el aire limpio y las aguas saludables de Vilaflor, en el centro mismo de la isla. Debió sanar, porque seis años después era ya agente de seis navieras alemanas y de varios de los más importantes bancos europeos, alemanes, ingleses, franceses y suizos. Se metió de cabeza en negocios de suministros agrícolas, salazones y tratamiento de pescado, prospecciones acuíferas o directamente en el cultivo y la exportación de plátanos y tomates, comprando fincas en diversas localidades que sumaron más de 200 hectáreas. En 1931 estaba en la cima de su poderío económico y social. Era tesorero de la Federación Patronal de las Islas Canarias y el gobierno alemán le había nombrado su cónsul honorario en Tenerife, honor al que no se sabe que renunciara tras la toma del poder de los nazis.

Cabe preguntarse en este punto qué es lo que relaciona a la exposición surrealista de Tenerife y sus organizadores con este alto empresario, hombre de derechas que en los posteriores años republicanos hubo de enfrentar fuertes críticas de la izquierda sindical y política por sus actividades en la patronal, que incluso le hicieron objetivo de dos atentados, y que tras la guerra se avendría bien con el franquismo, aunque al parecer hizo lo que pudo por evitar el encarcelamiento de algunos amigos represaliados. Como Eduardo Westerdahl. Vamos a ello.

Westerdahl en la oficina
Desde hacía 10 años, Eduardo Westerdahl, que había abandonado los estudios de comercio en el segundo curso, trabajaba para él en una empresa naviera y exportadora. No consta de quien fue la idea, si del jefe o del empleado, pero el hecho es que la empresa pagó la gira de tres meses que en 1931 realizó Westerdahl por Europa. Parece ser que la intención primer de Ahlers era que el empleado, que debía tener buenas cualidades comerciales, aprovechará el viaje para perfeccionar su alemán, lo que vendría muy bien al negocio, pero no podía ignorar que su patrocinado era un prestigioso, aunque joven, tenía 29 años, intelectual de vanguardia profundamente interesado en lo que en esos mismos momentos se estaba haciendo en la lejana Europa, ingrediente necesario de todas las salsas culturales de la isla, . 

Sin duda Westerdahl debió perfeccionar su conocimiento de idiomas, especialmente el alemán, pero también otros. Partió del puerto de Santa Cruz de Tenerife, convenientemente despedido por sus amigos, que ya eran legión, el 14 de julio de 1931 y regresó en octubre. Tres meses que supusieron un verdadero viaje iniciático, que le permitió acceder de primera mano a lo que hasta entonces sólo conocía por las desvaídas fotografías de las publicaciones extranjeras. En Alemania pasó por Berlín, Dessau, Eisenberg, Hamburgo y Múnich, pero también visito Holanda, las entonces checoeslovacas Bratislava, Brno y Praga y llegó, como no podía ser de otra forma, hasta París, donde residía Óscar Domínguez, que debió servirle de introductor de embajadores entre la miríada de artistas e intelectuales que entonces pululaban por la ciudad francesa revolucionando el arte y el pensamiento de Europa.

A lo largo del viaje, Westerdahl fue contando sus descubrimientos e impresiones de los lugares por los que pasaba a los lectores del diario tinerfeño La Tarde y de La Gaceta Literaria, en un momento en que pese a que su director, Ernesto Gimenez Caballero, ya había proclamado su falangismo, pero en el que parece que todavía era posible la convivencia de distintas posiciones ideológicas en la publicación. También realizó numerosas fotografías del viaje, con especial atención a los nuevos edificios, el urbanismo o las construcciones industriales, muestras de la arquitectura racionalista que amaría toda su vida. Bien se podría decir que la cámara fotográfica fue siempre su personal instrumento de creación, permitiéndole conjugar la vocación artística, presente en sus intentos poéticos y en algunos collages, con el carácter documental y analítico de la labor crítica y teórica. Con ella dejó fijada en blanco y negro, en placas de cuidado y riguroso encuadre, la memoria gráfica de toda una generación de intelectuales y artistas no sólo canarios, un retrato múltiple de estos años que estamos repasando. Un momento de la historia del arte en imágenes.

La acumulación de descubrimientos y conocimientos de aquellos tres meses por Europa debieron concretar en su cabeza la idea de una nueva revista, de la que pienso que le gustaría imaginar la trascendencia que podía alcanzar. En septiembre, cuando le faltaba poco por regresar le remitió desde Munich una carta a Domingo Pérez Minik, su compinche más íntimo, en la que le comunicaba la idea, e incluso concretaba ya cual debía ser su núcleo duro de la revista, como finalmente sucedió. Según se deduce, había otros amigos, Juan Manuel Trujillo y Francisco Aguilar, que estaban preparando una publicación con la que Westerdahl no estaba muy de acuerdo y proponía una alternativa. Curiosamente los dos oponentes de aquel momento acabarían integrados en "gaceta del arte". Escribía en la carta.

"Juan Manuel es clásico, él lo ha dicho siempre. Aguilar es clásico, él no siente cariño por lo moderno. Si ellos eligen esa posición van de acuerdo con ellos mismos. Que saquen la revista. Nosotros por nuestra parte haremos nuestra obra. Que se divida la juventud; pero sin guerras. Una cosa es la historia y otra el momento presente. Los payasos a los árboles, los pescados a la mar. Ahora que cada uno ponga un poco de interés. Y hacer una cosa clara. Llevo material suficiente y quedaré relacionado. Una revista pequeña, con gusto, con orientación, hecha por personas que sientan todo esto las que hay son modestas. Canarías lanzará su aportación. Y seremos nosotros. Cuento para ello contigo, con Perico (García Cabrera) y Domingo (López Torres) y los demás que sientan estos rumbos".






Metidos en harina


Westerdahl debió ponerse a la tarea nada más pisar de nuevo en la isla, porque apenas cuatro meses después ya estaba en la calle “gaceta de arte”. No le faltó el apoyo entusiasta de los compañeros ni dejaron de haber circunstancias favorables que lo facilitaron. Mientras andaba por Europa, los amigos con los que compartía generación e ideas se habían hecho con la dirección del Circulo de Bellas Artes de Tenerife, principal generador cultural de la isla, del que se había nombrado presidente a Domingo Pérez Minik y de cuya junta directiva formaban parte Domingo López Torres, Óscar Pestana, Francisco Aguilar y José Arozena, todos ellos pronto enrolados en la aventura. A Westerdahl se le nombró vicepresidente de la sección de literatura, a la que se adscribió “gaceta de arte”.

El 1 de febrero de 1932 se publicó el primer número, cuatro páginas que se abrían con una declaración de principios y objetivos que merece la pena reproducir íntegra y en facsímil, no sólo por su contenido, sino porque desde el propio diseño del documento queda patente la intención vanguardista de la publicación:



La mancheta de la revista --cuatro páginas tamaño sábana (60 x 75 cm) que se presentaban como “expresión contemporánea de la sección de literatura del Círculo de Bellas Artes”  y que costaban una peseta-- dejaba en negro sobre blanco los nombres de sus responsables. Eduardo Westerhal era, como correspondía, el director. Pedro García Cabrera figuraba como secretario, y los inseparables Domingo Pérez Minik y Domingo López Torres componían la redacción junto a Oscar Pestana, Francisco Aguilar y José Arozena. Después se añadirían Agustín Espinosa y Emeterio Gutiérrez Albelo. Especialmente influyente fue, desde París, la colaboración de Óscar Domínguez, al que organizarían su primera exposición individual en Tenerife en 1933, prólogo de la gran muestra de dos años después, La Exposición Internacional Surrealista de 1935.

No voy a repasar uno a uno los 38 números que acabaron publicándose, el último de ellos en junio de 1936, a poco más de un mes de que Francisco Franco saliera de la Capitanía General de Tenerife para dirigirse a Marruecos y comenzar desde allí la guerra civil en España. Sin embargo, pienso que puede resultar ilustrativo reseñar mínimamente el primero de ellos. 

Se abría con la posición reproducida más arriba y completaba la primera página, extendiéndose a parte de la segunda, un largo artículo de original escritura salido de la pluma y la cabeza del director, que con el título de “tendencias evasivas de la arquitectura”, se adhería a las ideas racionalistas de la Bauhaus. Tras una larga argumentación, el final adquiría un cierto tono de poesía conceptual:



A continuación, Domingo López Torres, el benjamín del grupo y el que quizás fuera el más directamente comprometido políticamente de todos ellos --junto a Pedro García Cabrera, que para entonces ya era concejal socialista en el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife--, abordaba en su artículo el arte social de George Grosz, mientras que Francisco Aguilar, al que no en vano Westerdahl había considerado un “clásico” en aquella carta fundamental de Munich, se ocupaba de realizar “una interpretación filosófica del barroco”. Al frente de la sección de libros estaba Domingo Pérez Minik, que escribía sobre Jean Schulumberger, novelista francés que permanecería no tanto por su obra literaria como por haber sido uno de los fundadores de la controvertida La Nouvelle Revue Française. La última página se dedicaba a las noticias culturales. Europeas (Alemania, Francia o Bélgica) bajo el epígrafe de “revista Internacional” y canarias bajo el de “revistas de las islas”. En esta última sección dos reseñas significativas. Una, la del libro de poemas “Tratado de tardes nuevas”, de Julio Antonio de la Rosa, el fallecido compañero de “Pajaritas de Papel”. Otra, la del segundo centenario de Viera y Clavijo, uno de esos canarios internacionales de cuya rama descendían los mentores de “gaceta de arte”. Un breve llamamiento a la juventud cerraba aquel primer número.



Me he detenido en detallar el contenido de aquel primer número (algo en lo que espero no reincidir) porque pienso que en él se encontraban ya las que serían las principales características definitorias de “gaceta de arte”:

-El eclecticismo de sus intereses artísticos y culturales, que, en este caso, abarcaban desde el racionalismo al expresionismo y que en números posteriores albergarían otros ismos del momento. Sin olvidar a aquellos clásicos que habían apostado por sus respetivas modernidades y que para ellos estaban en el origen de todo. Sintomático en este sentido es que el número 3 fuera un monográfico dedicado al centenario del fallecimiento de Goethe.

-Preocupación prioritaria por  la literatura, la plástica, el teatro y la arquitectura. Prácticamente no hay música en ella; y cine, poco, aunque algún artículo de alto interés se publicara, como “Conducta funcional del cinema”, del propio Westerdahl, una original aportación teórica que debería ser conocida por los historiadores del cine en España, o “Hacia una crítica técnica del cine”, firmado por Juan Piqueras, pionero de la crítica cinematográfica en España, que de no haber muerto fusilado en 1936 por los militares sublevados (y sus restos arrojados a una fosa común de esas que quedan sin descubrir) bien hubiera podido ser nuestro André Bazín.

-Mayor atención a lo que se hacía por Europa que a la España peninsular. Parecería como si los redactores de “gaceta de arte” hubieran pensado que, dada la distancia que les separaba del continente, fuera España o el extranjero, mejor era ir hasta las fuentes originales que quedarse en terrenos intermedios. Eso no quiere decir que no mostrarán en la revista la admiración que les merecía la pintura de Maruja Mallo o las esculturas de Alberto Sánchez, Julio González o Ángel Ferrant, con cuyo grupo Amigos de las Artes Nuevas (A.D.L.A.N.) mantuvieron una excelente relación, antes y después, y que tuvieran colaboradores de la península como Guillermo Díaz Paja o Guillermo de Torre. En su libro, Pérez Minik lo explicó con claridad:

“No nos interesó la celebración del centenario de Góngora, ni tampoco la mayoría de las revistas de poesía que aparecieron a todo lo largo y ancho de la península, ni las teorías sobre la historia española de Ortega. Pero hay que reconocer que todos los líricos de la generación del 27 fueron siempre bien comprendidos por “Gaceta de Arte”, de Pedro Salinas a Jorge Guillen, el Rafael Alberti de “Sobre los Ángeles”, y el Federico García Lorca de “Poeta en Nueva York”, y con especial atención el Juan Larrea que descubrimos en la Antología de Gerardo Diego. La herencia del barroco, el folklo-rismo y la élite lúdica, todas estas actitudes fueron siempre rechazadas por los animadores de «Gaceta de Arte».”

López Torres, Westerdahl, Pérez Minik
Aunque la referencia al poemario de Lorca no pueda deberse sino a una proyección hacia atrás de lo leído después, pues “Poeta en Nueva York” no se publicó hasta 1940, en el exilio, y anteriormente sólo se pudo acceder a algunos de sus poemas a través de las pocas lecturas que de ellos hizo el propio poeta, por lo que es poco probable que los conocieran en Canarias, el párrafo da idea de por dónde iban los gustos literarios y estéticos del grupo canario. La preferencia por la parte vanguardista de la generación del 27 sobre sus apegos más tradicionalistas marca la especificidad de los mentores de “gaceta de arte” frente a sus coetáneos peninsulares, pese a pertenecer todos ellos a la misma generación de la República o, por darle el nombre más conocido, del 27. El de más edad de los canarios, Agustín Espinosa (1897), era apenas algo más joven que los mayores del 27, Pedro Salinas (1891), Jorge Guillén (1893), Vicente Aleixandre (1898) y Federico García Lorca (1898). Los más jóvenes, Domingo López Torres y Miguel Hernández, había nacido ambos en 1910. Ambos, también, morirían víctimas de la represión franquista.

gaceta de arte” probablemente no hubiera existido, y hay que tomarlo en consideración, sin la República. La efervescencia cultural y política de los últimos años de la dictadura permitió el estallido de la extraordinaria vitalidad que en todos los terrenos, también en éste, desató la caída de la monarquía. A lomos de la ola de entusiasmo y libertad que atravesó España aquel 14 de abril, nacieron o se consolidaron publicaciones que como “La Gaceta Literaria”,La Revista de Occidente”, “Nueva Cultura”, “Litoral”, “Cruz y Raya”, la albertiana “Octubre” o la nerudiana “Caballo verde de la poesía”, que entre tantas otras pasarían a la historia española de la cultura, semilleros de nuevas generaciones de artistas y pensadores de singular brillantez. También “gaceta de arte[3]

Los promotores de la revista tinerfeña no sólo eran claros simpatizantes de la República, sino activos luchadores por su implantación, primero, y por su mantenimiento tras el autoexilio de la monarquía. De hecho, buena parte de los promotores y redactores estaban afiliados al Partido Socialista, en concreto el núcleo duro de la revista, los que estuvieron en ella de principio a fin, formado por Westerdahl, Pérez Minik, García Cabrera y López Torres.

Esa militancia republicana, y socialista, no les impidió criticar aquello que no les gustaba de lo que iba haciendo la República, especialmente en el terreno cultural. Unas diferencias que salieron especialmente a la luz a partir de las elecciones del 19 de noviembre de 1933, que dieron la victoria a una derecha nucleada alrededor de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), liderada por un monárquico semifascista llamado José María Gil Robles, de malabaristica carrera política posterior, y el Partido Republicano Radical del siempre populista y corrupto Alejandro Lerroux. Durante los dos años siguientes, lo que se llamó bienio negro, España sufrió una fuerte regresión en todos los terrenos, en un intento por suprimir o reducir las medidas progresistas que se habían tomado durante los dos primeros años; desde la reforma agraria a la edificación de escuelas, desde las ordenanzas laborales al apoyo al arte más avanzado.

gaceta de arte” se sublevó contra esa regresión, siempre desde un enfoque político-cultural (o cultural-político, pues para ellos ambos ámbitos venían a ser lo mismo), desde que la sintieron aparecer por el horizonte. Ya en diciembre de aquel mismo 1933 en que la derecha copó el gobierno, publicaron en el número 22 de la revista su undécimo manifiesto, expresamente dirigido “a los jóvenes españoles”, en el que fijaban su posición ante las ideas reaccionarias que propugnaban. Lo titularon “el escandaloso robo de nuestro tiempo” y comenzaba:

g.a., desde su aparición,  ha dedicado, sin claudicar un momento, sus dos años de vida a la presentación y defensa, no sólo del arte vivo, sino del olvidado espíritu de nuestro tiempo en las más diversas actividades.
este espíritu de la época, claro, lleno de precisión, aparece combatido por ejércitos reaccionarios, acomodaticios y burgueses, no sólo en España, sino internacionalmente, apoderándose de todos los resortes de la cultura, para ofrecer al hombre contemporáneo la seguridad ficticia y escandalosa de una transposición de épocas, queriendo acomodar sus pasos a callejones históricos son una posible salida”.

Frente a ello, el manifiesto hacia un llamamiento expreso:

“Contra estos fantasmas es necesario, jóvenes internacionales, jóvenes españoles, tener despierto el espíritu y afirmar nuestro orden: el auténtico orden de nuestro tiempo.”

Anotaciones de contactos 
de la agenda de Eduardo Westerdahl

Casi parece una obviedad decir que “gaceta de arte” fue una revista minoritaria, dirigida a una élite intelectual, al igual que sucedía con el resto de publicaciones similares. No podía ser de otra manera en una sociedad civil que aún tenía altísimas tasas de analfabetismo. En Canarias, en concreto, las personas que en 1930 no sabía leer ni escribir constituían el 51% de la población total del archipiélago, el 43% de los hombres y el 57% de las mujeres[4]. En ese contexto, los 600 ejemplares que mensualmente se tiraban de la revista pocos lectores y menor influencia podían tener entre las clases populares tinerfeñas, una influencia que sin duda no les hubiera importado ejercer a sus responsables, como bien se puede entender al leer sus manifiestos y llamamientos a la juventud. La importancia de “gaceta de arte” no radicó pues en ningún tipo de función agitativa o propagandística directa, sino en su capacidad de remover las aguas culturales isleñas, para cuya revolución el tiempo se les quedó corto, y en la dimensión internacional que llegó a alcanzar.

Como negocio “gaceta de arte” debió ser una ruina total, pues una parte importante de los 600 ejemplares que editaban se enviaban gratis a una buena cantidad de intelectuales y artistas, tanto españoles como internacionales. Se cuenta que García Lorca la recibía con alborozo en la Residencia de Estudiantes de Madrid, gritando con chunga andaluza “llegó la revista de ‘arre’”, en alusión al diseño de la cabecera que hacía complicado distinguir la “t” de “arte”[5]. Otra parte importante de la tirada iba destinada a intercambiar ejemplares con  Universidades, instituciones y publicaciones culturales y artísticas, prácticamente todas las españolas de cierta significación y, especialmente, con numerosas internacionales, que en varias ocasiones llegaron a comentar o reproducir los artículos originalmente publicados por el grupo canario. La lista es larga, pero sólo como ejemplo de esa amplitud de contactos, bien se pueden citar las francesas “Cahiers d’Art”, “Minotauro”, “Les Nouvelles Litteraires”, “Sprit” o “La Nouvelle Revue Francaise”, las alemanas “Ómnibus” o “Die Neue Stalt”, la italiana “Sciencia”, la mexicana “Crisol”, la argentina “Signo”, y así hasta llegar al boletín del Museo de Arte Moderno de Nueva York, que sólo se distribuía entre los socios de la institución. Estos intercambios no sólo eran una buena manera de conocer lo que se hacía lejos de las islas, sino, ante todo, un sistema eficaz de difundir por ese mundo lo que se pensaba y se hacía en aquellas lejanas islas atlánticas. También era una buena forma de recabar colaboradores para la revista, entre los que se encontraron, por citar tan sólo a algunos de los que han pasado a la historia de la cultura, Le Corbusier, Gertrude Stein, Tristan Tzara, Jean Cassou, Herbert Read, André Bretón, Paul Éluard o Benjamin Péret. Esa amplísima nómina de contactos y relaciones es la que posibilitó la celebración de la Exposición Surrealista de marras, a la que al fin llegamos.

 
Tarjeta postal de Kadinsky a Westerdahl (febrero 1935)
                    

Llegan los surrealistas

Al mediodía del sábado 4 de mayo de 1935 los redactores y colaboradores de “gaceta de arte” subieron a una falúa del puerto de Santa Cruz de Tenerife para acudir a recibir a sus huéspedes, cuyo barco estaba fondeado en una dársena exterior a la espera de atraque. No se trataba de un imponente transatlántico, sino de un simple barco frutero, el San Carlos, que regularmente transportaba plátanos de Canarias a Francia y que contaba con algunos camarotes para pasajeros. Los viajeros habían salido de París cargados con su voluminoso equipaje siete días antes camino de Dieppe, donde abordaron el navío. Pérez Minik recordó así aquel primer encuentro:

“Una buena cordialidad se entabló en seguida. Aquí ya teníamos cara a cara a los largamente esperados. Esta primera impresión fue buena. André Bretón, con su cuerpo erguido, macizo, de entonados movimientos, su hierática postura, no sabemos si estudiada, su cabeza con una cierta inclinación altiva, una indiscutible apostura que nos sorprendía, pero que no nos extrañó, dada la alta representación que ostentaba con su categoría de pontífice máximo del surrealismo, su condición de profeta, la fascinante palabra. Con cierta distancia, una original simpatía y su buen afán de agradar. A su lado, Jacqueline, su mujer, rubia, bien plantada, de estirada línea, los ojos azules llenos de movilidad, con el tipo apropiado de una bailarina clásica francesa, de entreverada nadadora de campeonato o de muchacha-anuncio de los bulevares, desplazando toda su sabiduría femenina para la colonización de estos insulares. Y, aparte, Benjamin Péret, con su media calva, el rostro tópico parisiense, nervioso, vivo, siempre al quite, con su castellano medio hispanoamericano, intranquilo, lábil, apasionado, discutidor, en su papel de incondicional secretario.”

No hay que hacer demasiado esfuerzo para imaginar la escena. A sus 39 años, André Breton era ya, si no el más respetado de los escritores e intelectuales del momento, sí, desde luego, uno de los más influyentes, especialmente en el campo de las vanguardias, y, desde luego, el más polémico. Adscrito en un principio al dadaísmo, dentro del que había publicado en 1919 su primer libro de poemas, “Mont de pieté”, su personalidad artística y teórica había estallado en 1924 con la publicación de su “Primer Manifiesto del Surrealismo”, llamado a revolucionar la cultura del siglo XX. Proclamaba en él la necesidad de un arte revolucionario, capaz de conjugar la función que Rimbaud le había otorgado de cambiar la vida con la exigencia de Marx de cambiar el mundo. No era desafío pequeño y en él anduvo metido toda su vida, aunque no sin fuertes crisis y disidencias. En el momento del viaje a Tenerife estaba, precisamente, en una de ellas. Ese mismo año había abandonado el Partido Comunista Francés tras ocho años de militancia, lo que, aparte de las polémicas y enfrentamientos consecuentes, daría lugar también a un distanciamiento cada vez más agrio de dos de sus colaboradores más íntimos en todos esos años, los poetas Louis Aragon y Paul Éluard, que habían seguido fieles al PCF, en el que había ingresado los tres al mismo tiempo.

Tal vez, sin embargo, el gran patriarca del surrealismo, que guardaría la llama sagrada y subversiva del movimiento, tal vez tan sólo quería con aquel viaje descansar y comprobar la magia exótica y lejana de las islas, de la que le había hablado su colega Óscar Domínguez, al que encontraremos más adelante, y que había añorado antes de conocerla en el poema que le acababa de dedicar en su último libro, “L’air de l’eau

“Se me dice que allá abajo las playas son negras
Por la lava que fue hacia el mar
Y se extienden al pie de un inmenso pico de humeante nieve
Bajo un segundo sol de canarios silvestres
Cuál es, pues, este país lejano
Que parece sacar toda su luz de tu vida
Y tiembla muy real en la punta de tus pestañas
Dulce a tu encarnación como un lienzo inmaterial
Recién salido de la maleta entreabierta de los tiempos
Detrás de ti
Lanzados sus últimos resplandores sombríos entre tus piernas
El suelo del paraíso perdido
Cristal de tinieblas espejo de amor
Y más abajo hacia tus brazos que se abren
Con la prueba de la primavera
DESPUES
La inexistencia del mal
Todo el manzanar en flor del mar”

En un principio se había pensado que su acompañante en aquel viaje fuera su inseparable compañero Paul Éluard, con el que ya debía andar en polémica y con el que acabaría rompiendo tres años después. Por causas que desconozco no fue así, y quien acudió con Breton a Tenerife fue Benjamin Péret, también poeta memorable, surrealista de primera hornada y compinche de Bretón desde los tiempos del dadaísmo, que poco después lucharía junto a los republicanos en la guerra civil que ya se oteaba en el horizonte.

Jacqueline Lamba en Tacoronte
Y en medio de los dos poetas, más cerca del pope que del secretario, una mujer. Jacqueline Lamba. En el momento de poner pie en Tenerife tenía 24 años, y apenas hacía uno que se había casado con Breton en una boda que tuvo como padrinos a Alberto Giacometti y Paul Éluard y como fotógrafo de lujo a Man Ray. En cualquier caso, merece ser recordada por algo más que por esa condición de esposa de famoso. Había estudiado en la Escuela de Artes Decorativas de París y desde los 17 años, tras quedarse huérfana, se tuvo que ganar la vida por su cuenta. No le hizo ascos al trabajo. Dio clases de francés, fue decoradora de escaparates en unos grandes almacenes parisinos y actuó como bailarina acuática en un cabaret de Pigalle. Se había unido al surrealismo desde los primeros momentos, y a partir aproximadamente de estas fechas en las que andamos, sus obras, objetos,  acuarelas y óleos principalmente, colgaron en la mayor parte de las exposiciones del surrealismo. En Tenerife, diseñó la portada del catálogo de la exposición

Tras desembarcar, los anfitriones condujeron a sus invitados al Hotel Victoria, en pleno centro de la ciudad, junto al Ayuntamiento, en el que estuvieron alojados durante la visita. Los cuadros, que debían abultar lo suyo, se depositaron en la vivienda de Westerdahl, que también servía de sede de la revista. Con la hospitalidad innata del isleño, inmediatamente les pusieron en actividad. Les mostraron la ciudad, subieron hasta La Laguna, que debió deslumbrarles con la belleza serena de su arquitectura colonial, les pasearon por los bares y les presentaron en las tertulias que frecuentaban.

En los 23 días que estuvieron en Tenerife, los franceses realizaron también varias visitas al interior de la isla. Al menos dos de ellas fueron especialmente significativas. La que hicieron, impelidos por el propio Breton, a Tacoronte, localidad del nordeste de la isla en la que había nacido Óscar Domínguez y de la que sin duda el pintor había contado largo y tendido al poeta francés en tardes de tertulia parisina. La otra, obligada, al Teide, en la que cumplieron con todas las normas del buen turista, llegando a montar en camello conducidos por López Torres como improvisado camellero. Al descender del paisaje lunar, contaba García Cabrera posteriormente, atravesaron el impresionante mar de nubes que separa el pico de la costa y que a Breton parece ser que le hizo exclamar: “Estoy en el interior de una nube de Baudelaire”.

Cuando llevaban cinco días en la isla, el 10 de mayo, uno antes de que se inaugurara la exposición, el periódico La Tarde, en el que el grupo canario colaboraba de manera regular, publicó un artículo, “Saludo a Tenerife”, ofrecía las primeras impresiones de André Breton sobre la isla. Impresiones deslumbradas, aunque quizás un tanto reductoras:

“Al llegar a Tenerife me he lavado las manos con jabón común que se asemeja al lapislázuli. Me he lavado las manos de toda Europa. Y primero, de Francia, desde donde venía. Con el temblor de manos, todo salió. Este temblor, que no es sólo mío, es el de los hombres que sienten con angustia, en el noroeste de esta isla, que el mundo social debe ser cambiado si se quiere que los beneficios de la vida no se pierdan irremediablemente, que todavía hay un lugar en la existencia humana para el pensamiento, para la poesía, para el amor…”

Péret, Lamba, Breton, Westerdahl
Con este brillante comienzo, el poeta insinuaba que aquel viaje podía tener un cierto carácter de rito purificador. En aquella isla anclada en medio del océano, a miles de kilómetros del centro del universo que suponía París, rodeados de un paisaje y un paisanaje tan distintos a los que constituían su mundo habitual, los visitantes podían encontrar un refugio para los males de la sociedad, que parecían difuminarse ante la belleza y la tranquilidad del entorno.

“La careta contra los gases, último modelo, cuyo horrible perfil toma aún en lo físico un carácter anticipado, no es solamente allá abajo un mal sueño, sino ya una realidad en el sentido moral. El viajero apenas puede recordarlo, en Santa Cruz, al cabo de unos días, bajo los árboles malvas, en el ir y venir de las mujeres más tentadoras, quiero decir, las más inconscientes, las más bellas. Es para no creer que el hombre viva de nuevo en Francia, en Alemania, en todas partes, con la idea de que no se pertenece, que no puede evitar de un día a otro ser precipitado en una aventura sin salida posible, en una aventura cuya única salida no puede ser sino la supresión sin regreso del mecanismo que la ha engendrado.”

Pese al deslumbramiento ante tanta belleza extraña llena de contrastes impactantes, Breton no ignoró el carácter proselitista del viaje y su contenido ideológico, que supo rematar con una buena metáfora integradora:

“Es preciso hacer aquí un llamamiento a la razón como en ninguna parte. El sistema de seducción, que desde lejos se organiza en derredor de las palabras Islas Canarias, sistema que yo puedo apreciar, ya más cerca, en su solidez, no puede hacerme perder de vista el sentido general del mensaje del que soy portador, y que es mensaje surrealista. (…) Esperamos demostrar que esta actividad es la única que puede desenvolverse racionalmente sobre las ruinas de una civilización que desde tiempo sabemos condenada a desaparecer, y de la que sólo intentamos preservar, para provecho del hombre futuro, lo que constituye realmente el tesoro cultural. (…) Su interpretación del mundo resume y exalta milagrosamente todos los aspectos del pensamiento surrealista, a la manera como el Jardín Botánico de La Orotava agrupa las plantas más raras, nacidas bajo todas las latitudes. Su canto, a la caída del día en este mismo mundo, en la gran zozobra de este tiempo, pone su nota, entre todas, patética y brillante. Yo supe encontrar, por elección, su luz en los mismos colores de esta isla que es como un pájaro”.

 
García Cabrera, Pérez Minik, Espinosa, Lamba, Perét



Exposición surrealista


A las 7 de la tarde del 11 de mayo de 1935 se inauguró la exposición en el Ateneo de Santa Cruz de Tenerife, sito en la Plaza de la Constitución, a muy escasa distancia del puerto por el que habían llegado las obras y sus portadores. Todo estaba preparado. Los cuadros en las paredes y la gente a la puerta. Las expectativas eran grandes. Aparte del prestigio con que ya contaba “gaceta de arte” en los medios artísticos y culturales de la isla y el renombre de que gozaban los ilustres viajeros y los artistas representados en la muestra, se había realizado lo que ahora llamaríamos una buena campaña promocional que tuvo una gran repercusión en la prensa, especialmente en La Tarde, el diario en el que colaboraban los miembros de la revista, que no se recataron, con espíritu militante, de escribir varios artículos anunciando la exposición, además del propio texto de Bretón, que se había publicado el día anterior. El público parecía estar asegurado, otra cosa eran las reacciones que pudieran tener, por mucho que la labor anterior de la revista hubiera aportado una buena cantidad de seguidores a las vanguardias artísticas.

Domingo López Torres, Benjamin Péret, Eduardo Westerdahl, Jacqueline Lamba,
André Breton, Agustín Espinosa, José M. de la Rosa y Domingo Pérez Minik

Desde luego, la exposición no era cosa de broma. Vista entonces, cuándo sucedió, representaba lo más novedoso del arte del momento, con nombres ya de gran resonancia y otros que apenas estaban empezando. Expuestas hoy aquellas mismas obras en el Reina Sofía o el Thyssen, por poner dos museos que me caen cerca, los visitantes darían la vuelta a la manzana y los últimos de la cola charlarían con los primeros. Por no hablar de la significación histórica que una muestra así tendría ahora.

Creo recordar que al principio de este mamotreto ya ha quedado dicho que la de Tenerife fue la segunda exposición del grupo surrealista celebrada fuera de Francia. Desde el manifiesto fundacional de Breton de 1924, e incluso desde antes, los surrealistas habían organizado numerosas exposiciones a la menor ocasión que se les presentara, colectivas o individuales. No en vano el surrealismo era algo más que un simple encuadramiento estético, una forma de intentar cambiar el arte y el mundo, ante todo, que exigía a sus integrantes no sólo pasión creadora sino auténtica y estricta militancia. Tal vez exagerando un poco se podría decir que no se trataba de un “movimiento” o un “grupo”, sino de una “organización” estructurada a cuyo frente se encontraba André Bretón, de cuya excelencia poética no se puede dudar, así como tampoco de su capacidad organizativa y sus habilidades dialécticas. Con un líder así es comprensible que el surrealismo, organización militante, se convirtiera en el movimiento artístico con mayor repercusión de la primera mitad del siglo XX, sustanciado en la importancia que dieron a los manifiestos teórico-agitativos y a las exposiciones de sus obras, a más de a las publicaciones estrictamente literarias.

El grupo surrealista en 1930: Tristan Tzara, Paul Éluard, 
André Breton,Jean Arp, Salvador Dalí, Yves Tanguy, 
Max Ernst, René Crevel y Man Ray.
En sus 10 años de existencia, el grupo surrealista había celebrado, pues, numerosas muestras que habían obtenido gran repercusión y motivado enormes polémicas. Sin embargo, ninguna de ellas había rebasado las fronteras de Francia. El mundo hablaba del surrealismo, pero sus habitantes apenas conocían directamente aquello sobre lo que discutían y polemizaban. Breton debió concluir que ya era el momento, en medio de la crisis abierta por el enfrentamiento entre el poeta y el movimiento comunista en su facción soviético-estalinista, de internacionalizar el movimiento. En términos políticos --y de política al fin y al cabo, además de arte, se trataba--  se podría hablar de un proceso de acumulación de fuerzas fuera de Francia, precisamente cuando en Francia Bretón se enfrentaba a la que quizás fue la más importante de las escisiones del surrealismo, de las muchas que hubo de enfrentar en su historia; la que ya había protagonizado Aragón y a la que se sumaría pronto la de Éluard.

Por otro lado, el surrealismo había llegado ya en Francia al máximo de su capacidad de difusión. Las concepciones estéticas y políticas del movimiento habían atravesado las fronteras, ganándose tantos enemigos como seguidores, que habían formado grupos nacionales, más o menos estructurados a su imagen y semejanza. Sin embargo, la resonancia ideológica no se correspondía con el conocimiento directo que en el resto de Europa se tenía de la obra de los artistas integrantes del grupo. Era hora de ponerle remedio. En su artículo de La Tarde publicado tras su llegada a Tenerife, Breton ya apuntaba la clave de la situación:

“Por la invitación de nuestros amigos de «Gaceta de Arte», Benjamín Péret y yo nos proponemos dar cuenta, en una exposición de pintura, con la proyección de un film y con varias conferencias, de la actividad que, desde hace quince años y con el nombre de «surrealismo», con otros poetas y artistas, hemos mantenido en Francia, actividad a la que históricamente ninguna otra actividad artística colectiva se puede oponer, más viva que nunca, y que ya exige que empecemos a organizarla en un plan internacional”

Abril 1935. Breton, Éluard y Lamba en Praga 
con surrealistas suecos

Según todas las consideraciones históricas, la muestra de Tenerife de mayo de 1935 fue la segunda salida internacional del grupo surrealista. Creo que ya se ha dicho. La primera había tenido lugar en enero de ese mismo año en Copenhague y contó también con la presencia de Bretón y, en este caso sí, Paul Éluard. Como sucedió con la de Canarias, la exposición había contado con el patrocinio del grupo artístico danés Linien (La línea), encabezado por el pintor y  escritor Vilhelm Bjerke Petersen, que participó en la muestra junto a otros artistas locales, como el escultor y pintor Wilhelm Freddie o Harry Carlsson, daneses, y el sueco Eric Olson. La parte más significativa de la muestra la aportaron, no obstante, las obras de los surrealistas parisinos, entre los que se encontraban, al menos, Jean Arp, Max Ernst, Paul Klee, Joan Miró, Yves Tanguy, Salvador Dalí y Magritte. [6]

La nómina artística era importante, aunque seguramente falten nombres, pues no he conseguido encontrar el listado completo de participantes. Tampoco se sabe, o al menos yo no lo sé, si los mismos cuadros expuestos en Copenhague fueron los que acabaron colgando de las paredes del Ateneo de Santa Cruz de Tenerife o si hubo cambios, añadidos o supresiones. Es algo insustancial, aunque sería curioso saber si Breton organizó una sola exposición itinerante que hubiera ido luego a las siguientes etapas de aquella expansión internacional: Londres (1937), Tokio (1937), París y Amsterdam (1938), o si en cada caso se mostraba obra distinta. Fuera como fuera, en el catálogo de la exposición canaria figuran todos los nombres que se ha señalado que estuvieron en Copenhague, más unos cuantos de similar significación artística: Picasso, Óscar Domínguez, Víctor Brauner, Chirico, Dalí, Óscar Domínguez, Valentine Hugo, Méret Oppenheim, Man Ray, Duchamp, Giacometti, Maurice Henry, Marcel Jean, Hans Bellmer o Dora Maar entre los gozan hoy en día de mayor reconocimento y cuyos cuadros cotizan más en las subastas. Un total de 21 artistas expusieron 76 obras, 32 óleos, entre los que figuraban algunos de gran formato, 17 fotografías y 27 acuarelas, diseños, collages y aguafuertes. Se trataba, sin duda, de la una de las mayores concentraciones de talento artístico vivo que podía juntarse, no sólo en aquellos años, sino, probablemente, en cualquier otro momento de la historia, si exceptuamos que en el Renacimiento se hubieran podido realizar exposiciones conjuntas.


La muestra despertó una viva curiosidad entre el público y obtuvo buena atención por parte de la prensa, que no siempre se puso de acuerdo en sus apreciaciones, más entusiastas en los diarios de ideología más o menos republicanos, como La Tarde y La Prensa, en los que colaboraban los miembros del grupo, y abiertamente en contra el clerical La Gaceta de Tenerife, que desarrollaría una intensa campaña en contra, especialmente con motivo del intento de estreno de “La edad de oro”, del que hablaremos, porque aparte de su significación se trata de una historia con misterio incluido.

En este último diario se publicó, el 21 de mayo, el mismo día en que estaba prevista la clausura de la exposición, una valoración que resulta clarificadora de lo que la muestra suponía para los canarios bien pensantes, de un catolicismo extremo y posturas políticas decididamente derechistas. Para ellos, el surrealismo no era solo una forma de arte que no entendían o un enemigo político, sino la representación rediviva del mismísimo diablo, negación de todos los valores de la civilización cristiana. Quizás bastaría para entenderlo decir que el suelto se atribuí a “Una dama de la más alta sociedad tinerfeña”, aunque lo mejor para entenderlo será reproducir un párrafo:

“Mi idea --me creo un ser bastante normal-- es que varios enfermos con la imaginación ya en el último grado se dieron cita para saber cual pintaba mas disparates, y hasta la sublime belleza, el bello ideal de ser madre lo han ridiculizado bajo su aspecto más repugnante. Empiezo a vislumbrar que estos son unos de tantos frutos brillantes de esas semillas lanzadas a todos los vientos y que vemos germinar, sobre todo desde la post-guerra, en todos los ambientes sociales y donde menos se piensa: los semi-hombres, los que no quieren maternidad, cocktailes de todos los gustos, a todas horas, para todos los sexos, niños y niñas que quieren vivir su vida (vida artificial de Cine), estupefacientes, estudiantes sin libros y en perpetua vagancia ayudando a los catedráticos en continuas vacaciones.”

La provocación quedaba servida, pero de lo que no hubo manera, pese a la buena promoción que debieron suponer los insultos, fue de vender ni uno sólo de los cuadros, algunos de los cuales formaban parte de la colección personal de Breton. Y eso que los precios eran de risa, especialmente contemplado desde lo que hoy podría sacarse por ellos en una subasta.

Dalí: La libre inclinación del deseo
Por 1.200 pesetas podía uno llevarse a casa los dos cuadros de Dalí que se exponían. Uno de ellos, “La libre inclinación del deseo”, tiene, además, su propia historia, pues a raíz de la exposición desapareció, y aunque se tenían noticias de su existencia no fue recuperado a identificado hasta que fue encontrado en 2014 en los sótanos de la Universidad de Yale, en cuya galería de arte se conserva hoy en día. Las peripecias del cuadro en su largo viaje de Canarias a Estados Unidos darían para una novela.

Max Ernst. Por la ciudad entera
Pero la cosa no se quedaba ahí. Por uno de los ocho oleos de Marx Ernst no había que pagar más que 1.500 pesetas. “Por la ciudad entera”, por ejemplo. Un Miró, según tamaño, costaba entre 250 y 2.500. Aparentemente eran los más caros, a falta de saber el precio de los dos picassos, un óleo y un dibujo. Pero si se optaba por algún artista menos resonante, como el rumano Victor Brauner, la cosa se quedaba en los 50 duros.

Autenticas gangas que, no obstante, no engatusaron a nadie. Parece lógico que no hubiera compradores entre el posible publico obrero de la exposición, por muy culto que fuera o interesado que estuviera, pues su sueldo medio rondaba las 300 pesetas mensuales, cuentan las estadísticas, y había otras prioridades. Sin embargo, que quienes disponían, por oficio, negocio o nacimiento del dinero necesario no se agenciaran alguna de aquellas gangas muestra, al menos, que, como escribió 50 años después Pérez Minik, “estas gentes de nuestras ciudades, a pesar de su aire cosmopolita, no tenían el menor sentido de los comercios del arte”. Seguramente no veían, lejos de la metrópoli como estaban, que la obra artística empezaba a convertirse ya en aquellos momentos en un valor económico en alza en los mercados, ni podían prever lo que llegaría a ser en el futuro el mercadeo artísticos. Algunos de ellos se mesarían hoy en día las barbas, de vivir y tenerlas, al leer que algunos de aquellos cuadros de precios irrisorios, u otros similares, se subastan por millones de euros.

Los 22 días que los franceses pasaron en Tenerife dieron para mucho. Recorrieron de arriba abajo la isla, que les dejaba boquiabiertos en cada visita. Cuenta Pérez Minik que Breton era aficionado a recoger pequeños animales e insectos de todo tipo, y que había guardado en una caja metálica de cigarrillos, “ingleses”, precisa el narrador, una lagartija y un caballito del diablo. Al ir a abrirla un día después, los animales habían desaparecido. Aunque lo más probable sería que alguien los hubiera liberado, tal vez Jacqueline, la más cercana a él, Breton prefirió quedarse con la duda de cómo se podían haber devorado uno a otro mutuamente. Le pareció totalmente surrealista.





No todo iban a ser tertulias y francachelas


Sin embargo, no todo fue menear el tacón. Fieles al carácter militante y universalizador del viaje, los visitantes participaron también en varios actos que se podrían definir como político-culturales.

El día 16, en el mismo Ateneo en el que se mostraban los cuadros, Breton ofreció una conferencia bajo el significativo título de “Posición política del arte de hoy”. Según la prensa de la época y el recuerdo de Pérez Minik, la sala se puso a rebosar y el éxito fue total. “El público advierte que se encuentra ante una figura de un poder persuasivo extraordinario. Sus apartados son subrayados con grandes aplausos”, constató al día siguiente La Tarde. La conferencia, que el poeta dio en francés, fue repetida en español por Agustín Espinosa y Pérez Mikik, que la habían traducido meticulosamente bajo la exigente inspección de Breton, pendiente del sentido de cada palabra española. A tenor de lo escrito por el segundo de los traductores cincuenta años después, el francés debía ser todo un carácter en escena, capaz de encandilar a los espectadores, hablaran o no el idioma de Baudelaire:

“Sólo escuchar a André Bretón era un gran espectáculo, aunque no se le entendiera, con su gran cabeza altiva, rostro y movimientos de un indiscutible porte clásico, la palabra bien dicha, caliente, puesta en su sitio, los ademanes sobrios, el teatro más refinado, manteniendo ese punto medio entre el ensayo más exigente y la demagogia surrealista más civilizada. La propia de un día de gran fiesta, un tema bien conocido por él, que ya había expuesto en otras ocasiones ante los más diversos públicos. Todo el contenido muy coherente, con la mejor dialéctica tradicional, la expresión más cuidada, clara, persuasiva.”

Pérez Minik sabía de lo que hablaba, pues no en vano sería la crítica teatral una de sus actividades intelectuales más destacada. En el número de “gaceta de arte” de septiembre se publicó un fragmento de la conferencia, en la que Breton insistía en su concepto de la creación artística:

“… Afirmo que la emoción subjetiva, cualquiera que sea su intensidad, no es directamente creadora en arte, que no tiene valor sino en tanto es restituida e incorporada al fondo emocional, del cual el artista está llamado a extraer. Este no está generalmente divulgándonos las circunstancias en las cuales ha perdido para siempre un ente amado, aun a pesar de que su emoción esté en este momento en su plenitud, conmoviéndonos. No está sino confiándonos, cualquiera que sea la moda lírica, el entusiasmo que desencadena en él tal o cual espectáculo -ya sea el de una puesta de sol o el de las conquistas soviéticas-, el cual levantará o alimentará en nosotros el mismo entusiasmo. De esto podrá salir una obra de elocuencia, pero nada más. Por el contrario, si este dolor es muy profundo y muy elevado, este entusiasmo muy acusado intensificará violentamente, por su propia naturaleza, el foco vivo de que hablaba. Toda obra ulterior, cualquiera que sea el pretexto, se engrandecerá por ello mucho más; se puede casi decir que, a condición de evitar la tentación de la comunicación directa del proceso emocional, ganará en humanidad lo que pierde en rigor.”

Una semana después, Breton repitió actuación, esta vez en El Puerto de La Cruz, ya entonces la principal ciudad turística de la isla, aunque no fuera aún ni sombra de lo que en este terreno llegaría a ser a partir de los años cincuenta. El acto debió tener un público más popular que el de la conferencia anterior, dado el carácter evidentemente republicano del Círculo de Amistad XIV de Abril en el que se celebró el acto y que la convocatoria la firmaran las Juventudes Socialistas. Aunque el anunció que se publicó en la prensa se refería a una “interesantísima conferencia sobre arte”, el recuerdo de Pérez Minik, muy concreto, habla de un recital poético, en el que Breton recitó en francés sus poemas, sin que fuera necesaria la prevista traducción de Pedro García Cabrera, que se habría limitado a leer algunos textos propios. La presentación del poeta francés corrió a cargo  del inseparable Agustín Espinosa. En el anuncio publicado en los periódicos hay un detalle simpático y tal vez significativo. Para conocimiento de los lectores, el anónimo redactor califica a los participantes en el acto, y de manera seguramente impremeditada realiza también una valoración ajustada de los intervinientes. Valoración si no de su categoría artística, si, al menos de la consideración pública que le otorgaba a cada uno de ellos. Así, se refiere a Espinosa como “ilustre director de Instituto” mientras que a García Cabrera le califica de “culto escritor”. Situándole en lo alto de la pirámide, André Breton recibe el título de “cultísimo escritor”.  

También Benjamin Péret dio su propia conferencia, aunque tuvo que esperar al 26 de mayo, un día antes de la partida. El acto, que se celebró en un cine, fue organizado por la Agrupación Socialista del Puerto de la Cruz, y su convocatoria tuvo un carácter marcadamente político desde la propia definición del conferenciante, al que se calificaba de “culto poeta marxista” y “activísimo pensador proletario”, aludiendo de nuevo a la cultura y el pensamiento, sendos valores sacrosantos para las izquierdas del momento, y del que se aseguraba que era “ilustre embajador espiritual del surrealismo francés”.

En aquella España de mediados de los treinta, en la que pese a los avances educativos laicistas republicanos el peso de la religión, sus dogmas y prejuicios seguían siendo determinantes en la moral pública de la época, el titulo de la conferencia era ya de por si provocador. Nada menos que “Análisis marxista de la religión” se titulaba la cosa, y la cosa religiosa no era entonces cosa de broma. Atreverse a la herejía suponía arriesgarse a pasar a formar parte de las listas negras de la reacción, que no dudarían en utilizarlo como pieza de cargo cuando llegara la represión tras la sublevación militar que ya se estaba preparando. En de diciembre de 1936, cuando Agustín Espinosa --cuya peripecia vital durante sus últimos años tuvo un doloroso tono patético, como veremos al final-- ya había sido expulsado de la profesión docente y estaba a punto de tener que someterse a un expediente de depuración, la revista falangista Acción hundió aún más el dedo en la llaga, denunciándole, precisamente, por su anticlericalismo y por su colaboración en “gaceta de arte”, “revista –acusaban-- que por el mero hecho de ser católico llama a un gran pensador español ‘ratón de iglesias’ y ‘engendro de sacristías’ y otras lindezas por el estilo”.

André Breton, Jacqueline Lamba y Benjamin Péret partieron del puerto de Santa Cruz de Tenerife el 27 de mayo de 1935, en el mismo barco frutero en el que habían arribado a la isla 23 días antes. Esta vez no fueron directamente a Francia, sino que pararon antes unos días en Gran Canaria, donde no se había conseguido montar la exposición, pese a los buenos oficios tanto del propio Espinosa, que en aquellos momentos dirigía un instituto en Las Palmas, como de algunos colaboradores locales de “gaceta de arte”, entre los que figuraban el periodista y crítico Juan Rodríguez Doreste y el pintor Felo Monzón. Desde allí dirigieron los dos poetas sendas cartas de despedida a sus anfitriones tinerfeños de las que dejó rastro su publicación en la prensa.

“Cuando en mi último libro de poemas, “L'air de l'eau”, me había propuesto ambiciosamente dar una réplica moderna a la gran llamada nostálgica que podemos ver en el poema de Goethe: «Kennst du bois land wo die Citronen bluh'n» y en la estrofa de Baudelaire: «Mon enfant, ma soeur, / Songe à la douceur / D'aller là bas vivre ensemble! / Aimer à loisir, / Aimer et mourir / Au pays qui te ressemble!», era en las Islas Canarias donde yo había pensado, era una «Invitación al viaje» a las Islas Canarias lo que yo escribía entonces. Y es, más allá de toda espera, la realización de un sueño lo que he conocido en Santa Cruz de Tenerife, durante estos veinte días en que mi corazón no ha sido otro sino el de vuestro país encantado. (…)  No habrá un minuto feliz que no nos vuelva a traer lo más delicado del pensamiento y del arte de Tenerife”.

Escribió Breton en la carta que se publicó en La Tarde el 1 de junio. El mismo día, pero en La Prensa, Péret se mostraba igual de arrobado por la visita:

“La isla, que no hemos visto borrarse en el horizonte, penetraba a nuestro sueño y se desangraba en blanco como la cabellera del cactus de vuestras montañas y que será en adelante una amante, donde todos mis deseos intentaran fijarse. Las tres semanas que he pasado entre vosotros son para mí como el arco iris para el paisaje que recuerda el aguacero que acaba de recibir. (…)Y cuando ya metido en otra agitación yo regrese a estos días bañados de sol, es en Tenerife en quien pensaré, en su cielo, en sus flores y en sus mujeres que con ellas rivalizan.”



La declaración surrealista de Tenerife


La exposición, que debía haberse clausurado el 21 de mayo, se prolongó, no obstante, tres días más, hasta el 24, “en atención--según el suelto publicado en los periódicos-- a su importancia y al crecido número de personas que continúan visitándola”. Sin embargo, pese a este proclamado éxito de la muestra pictórica, el rastro más significativo de la presencia de los surrealistas en Tenerife quedó en el manifiesto, proclama o declaración que visitantes y anfitriones elaboraron y firmaron conjuntamente y que se público como el “Segundo boletín internacional de Surrealismo” en la propia “gaceta de arte”.

Los boletines internacionales del surrealismo constituyeron en ese momento, junto a las exposiciones, los principales medios para la expansión del movimiento, utilizados por Breton para estrechar lazos con los diversos grupos nacionales y acumular fuerza para los combates dialécticos en los que andaba metido. En total se publicaron cuatro en dos años. El primero de ellos salió a la luz en Praga en abril de 1935, el tercero en Bruselas en agosto del mismo año y el cuarto en Londres en septiembre de 1936. El de Tenerife sería, pues, el segundo, y como tal aparecía numerado, al menos si se considera la fecha en la que se escribió, mayo, no así la de publicación, octubre, por lo que realmente vio la luz tras el de Bruselas. El retraso en su publicación se debió a la ruina en que quedó “gaceta de arte” tras la exposición, que obligó a suspender durante cuatro meses la edición de la revista.

Hay otro rasgo distintivo entre el boletín canario y los demás que resulta de mayor significación. A diferencia de los otros tres, compuestos por diversos artículos independientes, firmados por miembros de los distintos grupos surrealistas nacionales con la incorporación de textos de Breton y, en algún caso, Éluard, el de Tenerife es el único de los boletines que contiene un único texto firmado conjuntamente por Breton y Péret junto a la mayor parte de los miembros de la revista. En concreto, rubricaron la declaración Eduardo Westerdahl, Domingo Pérez Minik, Domingo López Torres, Pedro García Cabrera y Agustín Espinosa. Falta la firma de Emeterio Gutiérrez Albelo, que en sus poemarios “Romanticismo y cuenta nueva” (1933), y “Enigma del invitado”, que andaba escribiendo por aquel entonces y que publicaría el año siguiente, dejó algunos de los textos más genuinamente surrealistas de la lírica en castellano. Tal vez ya estuviera metido en la evolución ideológica y poética que, tras la sublevación militar y la guerra, le llevaría a la derechización política y a la lírica de honda raíz mística y religiosa que abordaría con gran rigor en su obra posterior.

El boletín se editó como una separata de la revista, aunque se vendía independientemente al precio de una peseta, precedido de un título largo y esencialmente explicativo: “Boletín Internacional del Surrealismo / Bulletin international du surréalisme nº 2, Publicado por el grupo el surrealista de París y ‘Gaceta de Arte’ de Tenerife (Islas Canarias)”. El folleto constaba de nueve páginas, maquetadas a doble columna, una en español y la otra en francés, e incluía las reproducciones de sendos cuadros de Óscar Domínguez y Picasso, así como cuatro fotos de la reciente visita de los franceses.

Tanto el testimonio directo de Pérez Minik como los estudios posteriores indican que aunque la declaración apareciera firmada colectivamente, fruto de largas discusiones no exentas a veces de tensión, el texto bebe fundamentalmente de las ideas propugnadas en aquel momento por André Breton. De hecho, parece ser que el origen de la declaración estaba en la entrevista que Domingo López Torres realizó al pope surrealista para “Indice”, la revista que acababa de fundar el joven poeta y en la que finalmente no llegó a publicarse, pues la iniciativa no pasó del primer número. El texto de la entrevista, algunos de cuyos párrafos pasaron textualmente a la Declaración colectiva, lo reprodujo el propio Breton en su libro de 1935 “Posición política del Surrealismo”, en el que recogía varias reflexiones sobre lo sucedido a lo largo de aquel año, crucial en la evolución posterior del movimiento y de su principal líder.

La toma de postura colectiva de Tenerife tuvo lugar, como la exposición y el propio viaje, en un momento ciertamente importante para el movimiento surrealista, apenas un mes antes de que Breton pronunciara su incendiario discurso ante el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en París entre el 21 y el 25 de junio, que le llevó a la ruptura definitiva con el estalinismo soviético y, por ende, con el Partido Comunista Francés y, como consecuencia, con los surrealistas que siguieron afiliados a él. De alguna forma se podría considerar un borrador de lo allí proclamado. En la parte programática, el texto de la declaración insiste en la ya conocida inter-relación entre el marxismo, con expresa referencia a la asunción del materialismo dialéctico como forma de análisis de la sociedad, y el psicoanálisis, y critica el realismo social, propugnado la independencia de la obra artística de cualquier tipo de programa político al tiempo que aboga por el compromiso personal del artista con la revolución:

“Nosotros afirmamos la necesidad de mantener el arte en su plano propio, haciendo la revolución en su campo, en el período pre-revolucionario; pero el artista, el escritor, ese tiene que militar en la vanguardia de la clase obrera, tiene que enrolarse en las filas que propugnan por esta raíz capital: la liberación del hombre”.

Pero tal vez lo que resulta más llamativo en el texto es el listado de los artistas a los que ataca. Entre ellos figuran, como no podía ser de otra manera en aquel momento, Aragón y Malraux, a los que acusan de sumisión ante los dictados soviéticos, pero las mayores inventivas aparecen al hacer referencia a la situación de la cultura española. El documento denuncia con firmeza la evolución hacia el fascismo de Ernesto Giménez Caballero, otrora vanguardista y en cuya revista, “La Gaceta Literaria” había colaborado con regularidad Agustín Espinosa, y de los considerados entonces, y después, los primeros intelectuales de Falange, Rafael Sánchez Mazas y Pedro MourlaneMichelena. Les acusaban, nada menos, que de representar para España…

“…el retorno a las antiguas formas atávicas, al servicio y a sueldo de un fascismo canalla, y la concreción de los detritus de las viejas cloacas españolas”

En el otro lado del espectro ideológico, tampoco se salvan de las inventivas Rafael Alberti, al que reprochan su servilismo ante la Unión Soviética, y José Bergamín, por católico y tradicionalista. Resulta significativo de las diferencias existentes entre el grupo de “gaceta de arte” y el conjunto de la literatura española peninsular lo sumamente críticos que los firmantes de la declaración se mostraban con el resto de literatos capitalinos y, en general, peninsulares. Escriben:

Madrid, literaria y artísticamente, no hace otra cosa que salpicar con su confusionismo, con su desorientación, con su inconsciencia, con su analfabetismo de salón, la escasa vida espiritual de las provincias. Todos los mercaderes de las más anticuadas mercancías se dan cita en la capital de España (…). Por las provincias españolas, anda un semillero de revistas de menor cuantía, donde el poemita oculta la traición a los problemas vitales de nuestro tiempo”.

Como se puede ver se trataba de una declaración agresiva y beligerante contra tirios y troyanos, cuyo sentido político más inmediato se desvelaba con toda claridad en el listado de objetivos a combatir con que se cerraba el documento:

“Contra la guerra, como una solución que tiene el capitalismo para resolver sus contradicciones económicas y sociales.
Contra el fascismo, forma política que toma la clase burguesa en la última etapa de su derrumbamiento definitivo.
Contra la patria, que divide a los hombres, enfrentándolos como enemigos, en el asesinato de la fraternidad humana.
Contra la religión, tiránica espiritual y económica, puesta al servicio de los explotadores para dilatar la llegada de una nueva hora colectiva.
Contra el arte de propaganda, puesto al servicio de cualquier idea política. El arte tiene revolucionariamente una misión que cumplir dentro de sí mismo.
Contra la indiferencia política y la inercia social de los escritores que contribuyen a esclavizar el hombre, sin tomar posiciones para su liberación.
Contra todo arte de resurrección de valores muertos, los neos y demás motes con que se encubre una indigencia doctrinal”.

No se puede decir que se andaran con chiquitas, paños calientes o medias tintas. Directos a la yugular. Pagarían por ello.

De espaldas, Espinosa. De izda a dcha: Péret, Lamba, Breton. Pérez Minik, García Cabrera


La edad de oro que se convirtió en plomo


A todas estas, Breton y compañía habían llevado con ellos una película con la intención de que con su exhibición se pudieran cubrir los gastos generados por la exposición y la visita. Primero pensaron en “L’etoile de mer”, de Man Ray, pero finalmente se decidieron por “La edad de oro”, el filme realizado en 1930 por Salvador Dalí y Luis Buñuel, sin ningún género de dudas la más importante y subversiva producción del cine surrealista, por otro lado poco abundante. No debieron valorar suficientemente que lo que llevaban en aquella lata de aluminio era pura dinamita que sublevaría a las derechas isleñas, dando lugar a una batalla política que acabaría en misterio.

La edad de oro” ya había despertado polémicas en sus primeras proyecciones privadas, pero su estreno público, el 28 de noviembre de 1930, en el cine Studio 28 de París provocó un escándalo de dimensiones hasta entonces desconocidas. El propio Luis Buñuel se lo explicaba así en 1939 al director del American Film Center de Los Ángeles en la especie de autobiografía que le envió con la intención de conseguir algún trabajo en el exilio estadounidense:

“Cuando se estrenó ‘La edad de oro’, el grupo surrealista en su conjunto lanzó un manifiesto sobre ella, que fue contestado por León Daudet, desde el periódico de extrema derecha L'Action Française, incitando a sus afiliados a atacar la sala donde se proyectaba. El ataque tuvo lugar seis días después del estreno, y fue obra de unos cuantos jóvenes reaccionarios franceses, que provocaron daños en la sala y en el vestíbulo por valor de 120.000 francos. Dos días más continuó la proyección en la sala devastada, pero como los partidarios de la película querían tomar represalias, el jefe de Policía de París, Chiappe, acabó por suspenderla. El diputado Gastón Bergery recurrió a la Asamblea de Diputados para defender la película, pero no tuvo éxito”.

Tal fue el rechazo provocado por la cinta de Dalí y Buñuel entre la sociedad parisina bien pensante que el Vizconde de Noailles, productor junto a su esposa de la cinta, tuvo que dimitir del Club social al que pertenecía y su madre escribió al mismísimo Papa del Vaticano para interceder por su hijo y evitar que fuera excomulgado.

Con estos antecedentes a cuestas, el anuncio del estreno canario de “La edad de oro” desató una ola de improperios, acusaciones e insultos de la derecha más recalcitrante y de las asociaciones católicas. La proyección, prevista para el 2 de junio en el cine Numancia de Santa Cruz de Tenerife, fue prohibida por el Gobernador Civil un día antes. Y eso pese a que los promotores habían intentado curarse en salud y ya avisaban expresamente en los anuncios publicados en la prensa de que…

“…Debido al carácter de esta película y a muchas de sus escenas de crítica, que pueden herir algunos sentimientos, será puesta e función especial a las 11 de la mañana”.

Dado que esta primera prohibición llegaba amparada en que la película no había pasado censura en España, los miembros de “gaceta de arte” se la proyectaron el 12 de junio al censor, que, cusiosamente, permitió su exhibición. Pese a ello, las presiones derechistas sobre el gobernador para que continuara prohibiéndola crecieron. El día 14 un editorial del diario clerical “Gaceta de Tenerife”, que ya se las  había tenido con el grupo a raíz de la exposición, exigía su prohibición con argumentos apocalípticos:

“…’La edad de oro’ es la herejía criminal en manos de quienes han perdido toda sensibilidad y todo sentimiento artístico; es el exponente de la impotencia espiritual de quienes olvidaron que tienen conciencia. ‘La edad de oro’ tiende a sembrar la degeneración, la corrupción más repugnante de la época. (…) La película monstruosa, de la que hablaremos más extensamente, no ha sido censurada en la Península y no logró ser estrenada. La rechaza toda conciencia, por muy sectaria que se manifieste. Porque hiere, señor Gobernador, no sólo el sentimiento cristiano del pueblo, sino el de la familia, el de nuestros antepasados, el de nuestros padres. ‘La edad de oro’ es el nuevo veneno de que se quieren valer el judaísmo y la masonería y el sectarismo rabioso y revolucionario para corromper al pueblo”.

Al día siguiente, el periódico volvió a remachar el clavo de sus diatribas:

“…’La edad de oro’ está plagada de profanaciones estilo soviético. Aparecen figuras de la Pasión en escenas mundanales, antros de prostíbulos, ridiculizando a Jesucristo de una manera no concebida hasta la fecha. Es un verdadero alarde de herejía, un refinamiento brutal y salvaje”

Es de suponer que el Gobernador Civil debió leer la prensa católica, al fin y al cabo era la suya, y se mostró sensible a sus presiones, pues prohibió definitivamente la película el mismo 15 de junio en que se publicó el último artículo. Parecía el final de la historia, pero no lo fue.

En las elecciones de febrero de 1936 el triunfo del Frente Popular acabó con el gobierno derechista encabezado por Gil Robles, que en dos años había hecho  honor al nombre por el que sería conocido en la historia, el bienio negro, eliminando o haciendo retroceder las libertades y los derechos conquistados con la llegada de la República. Los miembros de “gaceta de arte” volvieron al ataque y apenas tres meses después, en mayo, consiguieron proyectar al fin “La edad de oro” en el mismo cine Numancia en el que no se había podido poner anteriormente. Eso sí, la proyección tuvo que ser privada, pues aunque habían cambiado las cosas, el poder eclesial seguía siendo importante. El éxito fue importante y la sala se llenó a reventar. La presentó al público Domingo Pérez Minik con una breve alocución en la que supo encontrar y explicar la esencia más profunda del filme de Buñuel y Dalí:

Es ésta la tremenda crisis que padece el hombre actual. La Edad de Oro llega ahora a poner de relieve, en su mundo de luz y sombra, algo de todo este acontecer. Con su puñal poético, desgarrador de ancianas virginidades, nos pondrá en contacto con todo este mundo en torno. Pero La Edad de Oro se mueve también dentro del mundo individual de cada hombre. No coge la historia y la rehace, ni la anécdota y la rehabilita, como en las grandes películas sociales. Trabaja más adentro, en la roca viva de la conciencia viva personal, más adentro todavía, en el remoto estrato de lo inconsciente, allí precisamente donde se elevan los postes indicadores de nuestro existir. Esos postes que fueron siempre un peligro para la electro-cutación, lo mismo en las metafísicas, en las religiones e, incluso, en la sociología. No se va a ver en La Edad de Oro ningún fermento revolucionario inmediato, de barricada en la calle. Ningún movimiento subversivo anhelante de una mayor justicia social, o todo movido por los resortes de una más alta moral trascendental. Nada de esto. Su tensión revolucionaria estalla en la mitad de un hombre. En su fuente prístina de amor.

En este happy end agridulce podría acabar la cosa si la historia de la película no tuviera una coda final que la convierte en un misterio sin resolver. Tras la proyección en Santa Cruz de Tenerife, la película se envió a través de un amigo a Las Palmas de Gran Canaria con la intención de que también se pusiera allí. Pérez Minik escribió que la cinta quedo depositada en casa de un amigo, del que dice no recordar el nombre pero sí que era alemán. Situemoslo en su momento. Debían ser finales de mayo de 1936, y apenas mes y medio después tendría lugar la sublevación militar, que en el caso de Canarias consiguió inmediatamente sus objetivos, de un día para otro, dejando a los republicanos isleños sin la menor posibilidad de huida o resistencia.

Dibujo de Luis Ortiz Rosales para el estreno en Tenerife
En el clima de miedo consecuente con el éxito de la sublevación, desatado por una represión cruel e inmediata de la que serían víctimas de un modo u otro la práctica totalidad de la redacción de de “gaceta de arte”, la copia de “La edad de oro” se perdió y no volvió a aparecer. A partir de ahí, Pérez Minik cuenta que el alemán, asustado ante el estallido de la guerra civil, se deshizo de la película. No se sabe dónde ni como, pues el interfecto abandonó las islas tras la finalización de la guerra mundial para regresar a Alemania, pero el escritor afirma que alguien le contó que la había enterrado en un descampado (otros posteriores hablan de la playa como lugar de la ocultación), en el que se habría acabado construyendo una casa, según algunas versiones, o un hotel, según otras. Tal vez fuera un rumor, pero en cualquier caso se trata de una fabulación que de no ser cierta merecería serlo. Ese enterramiento final de “La edad de oro” bien puede ser interpretado como una metáfora histórica de ambiguo sentido. Podría tratarse de la losa franquista que sepultó durante 40 años los ideales republicanos, pero también los cimientos sobre los que se habría de construir una nueva España cuando acabaron los tiempos de dictadura y miedo. Perez Minik ofreció su propia interpretación, más lírica:

“…Es muy posible que allí siga en su sitio convertida en arena, mezclada con cemento, debajo de unos ladrillos, convertida en polvo o en un alacrán peligroso. Esto es lo que nos imaginamos por los informes que tenemos. También siguiendo el decurso natural de La Edad de Oro, es muy seguro que ésta se pueda haber convertido en una roca extraña, ya fosilizada, como una piedra más de la isla, formando parte de su geología, o de cualquier otro misterio surrealista, un objeto escatológico de funcionamiento simbólico, con su celuloide dando vueltas frenéticamente para verificar la única unión libre”.

Ya vamos llegando al final, que como se puede suponer no será feliz. Las arcas de “gaceta de arte” habían acabado exhaustas tras el paso de los surrealistas de las islas, obligando a Westerdahl y a sus amigos a un endeudamiento que tardaron años en saldar. La falta de dinero obligó a suspender la publicación de la revista, que no se retomó hasta septiembre, y el remanente dio tan solo para un número más en octubre de ese mismo años, el nº 36. A partir de ahí la revista pasó a ser trimestral y a tener un formato más pequeño, similar al de un libro. Sólo se pudieron publicar dos números más, de 22 y 82 páginas en formato libro respectivamente, el primero en marzo y el segundo en junio, cuando ya se presentía el olor de la pólvora en el Monte de la Esperanza, en cuyo paraje de Las Raíces se habrían de reunir Franco y sus secuaces el día 17 para preparar la sublevación de un mes después. El franquismo levantó allí mismo un monumento recordando la conspiración, un monolito que aún hoy se conserva como oprobio y escarnio de la democracia y la libertad.




El precio de la derrota


Los canarios se acostaron con la República el 17 de julio y se levantaron el 18 con el fascismo al pie de la cama. No es una metáfora. Así le ocurrió literalmente, por poner sólo un ejemplo, dramático a más no poder, al abogado José Carlos Schwartz Hernández, que por la noche se metió entre las sábanas siendo alcalde republicano de Santa Cruz de Tenerife y a las  ocho de la mañana del día siguiente fue detenido en su propia casa por los militares sublevados, que acabaron asesinándole en Las Cañadas del Teide en octubre de aquel mismo año. Tras asesinarlo, el Ayuntamiento instruyó un expediente sancionador y fue separado del servicio. Todavía no se ha encontrado su tumba.

Aún a riesgo de frivolizar, se podría decir que a los escritores canarios republicanos y de izquierdas (a los otros también, claro) el cambio de régimen les pilló en pijama. Y lo que es peor, no les dieron tiempo a vestirse de calle. En el resto de España también hubo ciudades que cayeron en manos de los sublevados el mismo 18 de julio o en los días inmediatos. En unas, como Sevilla, con mayor resistencia, y en otras, como Salamanca o Burgos, casi sin enfrentamientos. Pero incluso en esos casos, los leales a la República, intelectuales o no, o bien fueron detenidas en el primer momento, y hubieron de sufrir la represión, o con mayor o menor esfuerzo estuvieron en condiciones de encontrar vías de escape que les pasaran a las zonas leales al Gobierno legal. Incluso cuando perdieron la guerra tres años después siempre les quedó el recurso del exilio, aunque algunos se quedaran y tuvieran que pasar por las cárceles y aprender a vivir en aquel llamado exilio interior que amargó a Aleixandre, Buero Vallejo, Eduardo de Guzman o José Luis Cano, entre tantos otros.

A los canarios todas estas alternativas les estuvieron negadas desde el mismo día del golpe. La represión fue brutal, efectiva e instantánea. Sin posibilidad de escape, aunque hubiera quienes se lanzaron al mar en barcas de pesca y llegaron a América. Los intentos de resistencia armada en algunas islas apenas duraron un par de semanas antes de ser aplastados. Tras los dirigentes políticos y sindicales, ciertos intelectuales eran, por su actividad e influencia, los canarios más conocidos y peligrosos por sus apoyos a la República, y sobre ellos la represión tuvo una incidencia especial, que no sólo afectó a sus vidas inmediatas, sino que condicionó y dificultó sus obras futuras. No hace falta ser adivino para saber que en la nómina a represaliar estaban la mayor parte de los redactores de “gaceta de arte”.

Prácticamente todo lo que hemos venido llamando núcleo duro de la revista, es decir, Pérez Minik, García Cabrera y López Torres fueron detenidos a los pocos días del golpe y encarcelados. Tan sólo se libró el director, Eduardo Westerdahl, y no porque no le tuvieran ganas, sino porque al poseer la ciudadanía sueca por parte paterna, además de la española, quedaba fuera del lote. O casi.


El caso más dramático es sin duda el de Domingo López Torres. Con tan solo 26 años era el benjamín del grupo. De origen obrero su fuerte compromiso político se había concretado en la militancia en la UGT y el PSOE (por sus escritos es de suponer que en el ala izquierda de Largo Caballero). Había publicado tan sólo unos cuantos poemas en revistas, y su libro “Diario de un sol de verano”, que había escrito en 1929, permanecía inédito y no sería editado hasta 1987. Era, eso sí, ensayista cultural y político ejerciente en los diarios y revistas de las islas, en los que había publicado análisis perspicaces y valientes. Alguno de ellos, sin duda, debió granjearle el odio de los biempensantes. En 1932 había escrito en “gaceta de arte” con el título “Surrealismo y revolución”:

“los proletarios del mundo estamos en constante lucha por la implantación de nuestros principios, para la destrucción de un sistema cansado. ¡Como no vamos a sacrificarlo también todo por el éxito de nuestras ideas! después, cuando el mundo se afiance en nuevos cimientos, ya desaparecidas las luchas y las clases, sin proletarios ni burgueses, en ese día primero de un mundo mejor, comenzará la preparación cultural nueva que llegado cierto nivel creará su arte y sus artistas, y el artista a su vez creará su pueblo, y en esta justa correspondencia alcanzará la cultura su cielo más alto”.

Tras su detención, López Torres fue encerrado en la prisión de Fyffes, los almacenes de un exportadora de plátanos de ese nombre, junto a otros 1.500 republicanos tinerfeños, de los que en febrero de 1937 se daba como desaparecidos a 1.000. Domingo López Torres estaba entre ellos. No hay detalles de su asesinato, pero todo apunta que sufrió el método de ejecución preferido por los sublevados: encerrado en un saco habría sido tirado al mar.

Un detalle que delata la fortaleza moral y la estatura humana de Domingo López Torres es que durante aquellos meses de internamiento escribiera una colección de poemas sobre la vida en el campo, que tituló “Lo imprevisto” y que editó en ejemplar único con portada y dibujos originales de un viejo amigo que estaba encerrado con él y que también caligrafió los poemas. Se trataba de Luis Ortiz Rosales, con el que había colaborado en varias ocasiones. El había sido, por ejemplo, quién dibujó el anunció de la proyección de “La edad de oro” o la portada del único número de Índice. También falleció en el campo, aunque no ejecutado, sino a consecuencia del agravamiento por las malas condiciones de la enfermedad que ya padecía. Domingo López Torres no se rindió ni como socialista ni como poeta, manteniendo en sus últimos poemas una alta exigencia artística, sin caer en ninguno de los tópicos habituales de la literatura carcelaria, que la hay, y buena. El poemario fue publicado, finalmente, en 1980. Veamos uno de sus poemas:

Los retretes (3 de la mañana)

Violadas espirales de la prisa
de continuo correr, ruidos internos
por los ocultos cauces sin fronteras
--laberinto sin dónde, afán sin freno--.
Rompen el sueño, la risa, los colores,
la dolorosa acelerada espera
pródiga en la promesa, el ala, el premio:
verse ascender, ligero, en pleno vuelo,
hacia un cielo, otro cielo, y otro cielo.
Mientras la oscura cloaca de desdenes
insuficiente para tanta ofrenda
salta sobre la geometría de los bordes
inventando rizados carruseles.
La brisa azul de las primeras horas
rendida abiertamente a su destino
abre obstinadamente estrechas calles
en la espesa ciudad de los olores,
poniendo una aureola al desahogo.
No hubo consigna audaz que contuviera
a los don pedros de los tres salones
saltando en frenesí por corredores,
empinadas trincheras de prejuicios.
Los traicioneros vientos, firmes flechas,
se quiebran ante el toro acorazado
del quererse volcar, romper la brecha
de altas severas órdenes cuadradas
suplicantes, encendidos ruegos.



Aunque no falleciera en el intento, también Pedro García Cabrera hubo de soportar un duro castigo por sus escritos y su actividad política. En 1975, cuando Pérez Minik publicó sus recuerdos de esta aventura, todavía Franco estaba vivo, aunque coleara ya poco, y su agonía había provocado en el régimen un endurecimiento de la represión. Es un dato a tener en cuenta a la hora de leer la escueta biografía del poeta que su amigo incluyó como anexo junto a una breve antología poética. Si se olvida, no se podrá entender que Pérez Minik resumiera con ironía aquellos años de García Cabrera escribiendo: “De 1937 a 1945 permanece en la Península y la recorre de norte a sur”. La cosa, desde luego, no fue de paseo turístico.

Pedro García Cabrera, que ya contaba con un justo reconocimiento como poeta y cuya actividad política era bien conocida (en ese momento era concejal del Frente Popular en Santa Cruz de Tenerife), fue detenido el mismo día de la sublevación, y tras una breve estancia en prisiones de las islas le trasladaron a un campo de prisioneros en Villa Cisneros. Pasado un tiempo allí, se sublevó junto a sus compañeros y consiguieron hacerse con el mismo barco que les había llevado al Sahara, que paradójicamente llevaba el nombre de Viera y Clavijo, el intelectual canario del siglo XVIII que tanto admiraba el poeta y que había sido uno de los modelos ideológicos de “gaceta de arte”. 

En él se trasladaron hasta Dakar, desde donde García Cabrera regresó a España, vía Marsella, para integrarse en el ejército republicano de Andalucía, con el que combatió hasta ser herido gravemente, lo que le llevó a un largo periodo de Hospital. Vuelto a detener al acabar la guerra, permaneció en el penal granadino de Baza hasta el 20 de diciembre de 1944. Viajó a Madrid y allí volvió a ser detenido inmediatamente, siendo enviado, tras unos meses en Carabanchel, a Tenerife, donde fue puesto en libertad vigilada a finales de 1945. Paralela a esta historia carcelaria hay también una historia amorosa. Durante su estancia en el hospital, García Cabrera se enamoró de su enfermera, Matilde Torres Marichal, con la que mantuvo contacto durante los años de prisión y con la que, tras salir en libertad, se casó para toda la vida en 1948. En todos estos años no dejó de escribir poemarios que no se publicarían hasta muchos años después.

También Domingo Pérez Minik pasó por la prisión de Fyffes, aunque por poco tiempo. Eduardo Westerdahl, que se había salvado del encarcelamiento por su doble nacionalidad española y sueca, temió, sin embargo que pudiera ser deportado, y a punto estuvo de emigrar. Ambos hubieron de atravesar una larga noche de ostracismo intelectual que duró hasta mediados de los años 50. A partir de ese momento pasarían a ser dos de los críticos y ensayistas culturales más reconocidos, de literatura y teatro Minik y de artes plásticas Westerdahl, más reconocidos de España. Igualmente fueron detenidos otros redactores y colaboradores de la revista, como los abogados José Arozena y Óscar Pestana, en el consejo de redacción de principio a fin, o el pintor Juan Ismael.
  
Óscar Domínguez, que como es sabido vivía desde 1925 regularmente en París, donde había entrado en contacto con el grupo surrealista en 193, había llegado a Tenerife en abril de 1936 para convalecer de unas fiebres palúdicas, y aún tuvo tiempo de participar en junio en la última de las exposiciones que pudo organizar “gaceta de arte”. Aparte de varias pinturas de Domínguez, se colgaron en ella obras de Miró, Ángel Ferrant, Baumeister, Marx Ernst, Kandinsky, Paul Klee o Juan Ismael, entre otros, la mayor parte de ellas pertenecientes a las colecciones particulares de los redactores. 

El miedo a las represalias que pudiera sufrir tras el golpe militar aconsejaron al pintor esconderse en la casa de su hermana en el Puerto de la Cruz, donde permaneció varios meses hasta que decidió presentarse a la policía y pedir que le permitieran regresar a París, lo que consiguió. No volvió nunca de allí. En octubre de aquel año de su exilio escribió a su hermana Julia:

“Mis queridos todos: He vivido en estos momentos tantas y tantas emociones que estoy borracho, incapaz de razonar las cosas. París es para mí en estos momentos el más bello sueño, pero el recuerdo de nuestra España destruida, y los seres queridos que en ella tengo, ponen un velo de tristeza en la felicidad que significa para mí París, con todos mis amores y los más bellos recuerdos”

Premonitorio retrato 

realizada por Eduardo Westerdahl en 1935
Pero no todos los integrantes de “gaceta de arte” se situaron enfrente del franquismo naciente. También los hubo que se adaptaron a los nuevos tiempos, de grado o a la fuerza. De entre ellos, quizás el que hubo de enfrentarse a contradicciones íntimas más profundas en ese momento trágico fue Agustín Espinosa, lo que le convierte en un símbolo dramático e incluso patético de la rendición. Con 39 años era el mayor del grupo, estaba casado y ejercía como catedrático de instituto de Lengua y Literatura. Había publicado textos y poemas en las más variadas revistas, incluida la madrileña “Gaceta Literaria” creada por Giménez Caballero antes de dar su paso al falangismo, aunque libros como tales tan sólo había editado dos. El primero en Madrid en 1929, “Lancelot, 28º-7º. Guía integral de una isla atlántica”, una inclasificable visión, entre mítica, etnográfica y poética, de Lanzarote.

El segundo, “Crimen”, había aparecido a finales de 1934 en las ediciones de “gaceta de arte” con portada de Óscar Domínguez. Se trata, sin género de duda, del más revelador texto surrealista en español de la literatura en prosa, hasta podría calificarse de novela. No es este el sitio ni el momento de analizarlo, aunque si convenga, quizás, situarlo. Con un lenguaje crudo y de una gran plasticidad verbal, hermético muchas veces, poético también, va de la descripción minuciosa, que casi podríamos considerar hiperrealista, a las más arriesgadas asociaciones del subconsciente. 

Aunque a veces pueda  parecer un texto caótico y arbitrario, sin cronología, con historias independientes, todo en él tiene una completa coherencia formal y temática para reflexionar sobre el amor y el asesinato (o el asesinato por amor) en un contexto casi obsceno que no descarta el fetichismo y el sadomasoquismo. Una obra profundamente subversiva de las convenciones morales y sociales del momento que cuando se editó sufrió los mayores ataques del entorno de las derechas, que lo acusaron de blasfemo, cuando menos. Algunos fragmentos debían permanecer en la mente de los sublevados aquel 18 de julio como muestra de la depravación del autor: Por ejemplo: el principio:

“Estaba casado con una mujer lo arbitrariamente hermosa para que, a pesar de su juventud insultante, fuera superior a su juventud su hermosura.
Ella se masturbaba cotidianamente sobre él, mientras besaba el retrato de un muchacho de suave bigote oscuro.
Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía —y hasta se vomitaba— sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo así una necesidad inencauzable y conquistando, de paso, la disciplina de una sexualidad de la que era la sola dueña y oficiante.
Ese hombre no era otro que yo mismo.
Los que no habéis tenido nunca una mujer de la belleza y juventud de la mía, estáis desautorizados para ningún juicio feliz sobre un caso, ni tan insólito ni tan extraordinario como a primera vista parece.
Ella creía que toda su vida iba a ser ya un ininterrumpido gargajo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse, orinarse y descomerse sobre mí, inacabables.
Yo ya sólo vivo para un estuche de terciopelo blanco, donde guardo dos ojos azules, encontrados por el guardagujas la menstrua alba de mi crimen, entre los últimos escombros sanguinolentos de la vía”.

Claro, que no era lo único de Agustín Espinosa que no les debía gustar. Seguro que también guardaban en el rincón de su mente dedicado al rencor aquel poema de 1930 que Agustín Espinosa había titulado, ahí es nada, “Oda a María Ana, primer premio de axilas sin depilar de 1930”:

Hablemos de María Ana y de sus axilas sin depilar.
Hablemos también del destino.
Agustín Espinosa, alcantarillero de sueños adversos.
Agustín Espinosa, coleccionador de azucenas innumerables.
Enamorados de María Ana.
Jinetes de su sexo único.
María Ana, vacilante entre los dos Agustines.
¿Habría de acabar la empresa quebrando amistades, como en las canciones antiguas: HE AQUÍ QUE ES TUYA LA ROSA, VENCEDOR?
Pero dejar 3.114 vellos resabidos, para inventar 489 + 489 vellos olvidados –para descubrirlos- era ya cosa de aventuras de ahora.
María Ana no había comprado nunca hojas Gillette.
María Ana tenía 489 vellos en el hoyo de cada una de sus axilas.
Y esto lo vieron coleccionador y alcantarillero.
Únicamente por sus vientos propios eran luego uno y otro gobernados.

El golpe franquista pilló a Agustín Espinosa en Tenerife, de vacaciones una vez que había acabado el curso en el Instituto Pérez Galdós de Las Palmas, en el que era catedrático. Las inmediatas detenciones de las personas de su entorno de las que hemos hablado más arriba debieron provocarle inquietud, si no directamente miedo. Él no había tenido ninguna intervención política señalada ni militancia alguna, pero la pertenencia a “gaceta de arte” era sin duda un baldón para los golpistas, y sus escritos, y las críticas religiosas y morales que había recibido, eran bien conocidos y odiados en las capas más reaccionarias de la población de la isla. Ante esa incertidumbre, quizás pensó que la mejor manera de protegerse era colocarse bajo el paraguas del nuevo régimen y esperar a que escampara. Ya en agosto realizó una declaración ante las nuevas autoridades académicas en la se defendía señalando que había atendido…

“…ininterrumpidamente los servicios de su cargo durante el mes de la fecha, cooperando así al movimiento salvador de España, iniciado el 16 de julio de 1936, al que se encuentra unido y en el que está dispuesto a rendir todo género de colaboración”.

¿Realmente se encontraba Espinosa “unido” al “movimiento salvador de España” o era un simple enmascaramiento para intentar sobrevivir? A falta de testimonios directos o de documentación que pudiera aclararlo es una pregunta de imposible difícil contestación. En su recordatorio del grupo, Pérez Minik resume esta parte de la vida del amigo con una frase lapidaria y abierta a todas las interpretaciones: “Agustín Espinosa termina su vida en 1939, víctima de tantas cosas”. Lo que sí se puede imaginar con cierta posibilidad de acierto es que aquellos tres últimos años de vida del escritor debieron suponerle todo un calvario empedrado de renuncias y humillaciones.

De nada le sirvieron sus primeras exculpaciones voluntarias, y Espinosa fue destituido de su cátedra y declarado cesante por el nuevo Gobernador Civil, el comandante Alfonso Moreno Ureña, que había sustituido al recién fusilado Manuel Vázquez Moro. Eso sucedió el 16 de septiembre, y en octubre el autor del muy subversivo y amoral “Crimen” empezaba a colaborar para Arriba España, el periódico oficial de falange. Nada. En diciembre aparece el artículo de la revista igualmente falangista Acción, citado más arriba, en el que, aparte de condenar su participación en “gaceta de arte”, se le acusaba de “falso converso… profesor laico, hedonista y ultraísta”. Si no fuera por lo doloroso del momento, sería de risa el último calificativo, que muestra la profundidad de la cultura del acusador. Sin embargo, la presión sobre Espinosa debió ser tan fuerte que el 14 de diciembre se afilió a Falange Española y de las JONS. Quizás le aconsejó su antiguo compañero de “gaceta de arte” Francisco Aguilar y Paz, que en aquel momento era ya jefe de la organización falangista en la isla y al que dedicaremos pronto un breve párrafo, pues supo ser amigo de sus amigos, ideologías aparte.

La recién encontrada ideología falangista no ayudó demasiado a Agustín Espinosa. En marzo de 1937 hubo de someterse a una comisión depuradora, acusado de “ser izquierdista, ser autor de la obra titulada “El crimen de Agustín” (sic) y haber intentado presentar en los cines de esta Ciudad una película inmoral y sacrílega”. Resultó exonerado de toda culpa y se le devolvió la cátedra en abril de 1938. Eso sí, con la prohibición de ocupar cargos directivos y destinado a un instituto en la isla de La Palma, lo que equivalía a una semi deportación. Tantas peripecias desgraciadas, humillaciones, miedo y contradicciones vitales agravaron la úlcera de duodeno que padecía desde hacía unos años. Regresó a la casa familiar de Los Realejos (Tenerife), donde falleció el 28 de enero de 1939, mientras miles de republicanos comenzaban a exiliarse por la frontera de Francia. El 5 de febrero del año anterior le había escrito a su prima María Teresa García Barrenechea:

“La ISLA aísla mucho más de lo que en realidad parece. Y tanta agua azul, honda y áspera por medio. Luego yo no sigo mejor. Cada vez tengo menos humor y menos fuerza. Me fatigo por todo y hasta hablar me cansa. Soy una isla más dentro de la isla. Una isla en régimen de ulceroso y hambre de bienestar y noches durmiendo”.


Si la evolución ideológica de Agustín Espinosa parece cuando menos de dudosa sinceridad, más lenta, pero más profunda, fue la del poeta Emeterio Gutiérrez Albelo, que desde hacía un tiempo venía evolucionando del surrealismo, al que había dado dos de los más significativos libros de la lirica canaria de aquellos años, “Romanticismo y cuenta nueva” (1933) y “El enigma del invitado” (1936), a una cierta religiosidad que impregnaría su importante obra poética de postguerra. De hecho, se había negado a firmar las propuestas críticas y revolucionarias del Boletín del Surrealismo que sí había firmado Espinosa. El camino hacia la asimilación al nuevo régimen estaba abierto, y asimilado acabo el poeta.

Ya ha salido a escena Francisco Aguilar y Paz, es el momento de dedicarle unas líneas. Licenciado en Derecho y Filosofía había estado en “gaceta de arte” y en su mancheta de redactores figuró hasta el final. Cercano al socialismo de Francisco Giner de los Rios, una estancia en la Alemania nazi le convenció de que el futuro estaba en el totalitarismo, y falangista regresó. Su situación al frente de la falange tinerfeña, una organización que participó directamente en la represión desde el mismo día de la sublevación, le permitió, no obstante, ayudar a sus antiguos compañeros de ideas y de revista. Según se afirma, su intervención fue decisiva para la puesta en libertad de Domingo Pérez Minik o para evitar la deportación de Eduardo Westerdahl, además de intentar ayudar a Pedro García Cabrera en su peregrinaje carcelario.

La amistad forjada por el grupo de “gaceta de arte” en aquellos años de agitación, esperanza y lucha de la República pervivió al desgarro de la guerra civil y se mantuvo durante el franquismo, sin distinción de ideologías y superando antiguos enfrentamientos. Especialmente intensa fue, ya en el franquismo, la colaboración de los miembros iniciales de “gaceta de arte”. Asesinado Domingo López Torres, Eduardo Westerdahl, Domingo Pérez Minik y Pedro García Cabrera participaron conjuntamente en numerosos proyectos periodísticos y culturales. En su exilio interior se convirtieron en modelos y maestros para las nuevas generaciones de intelectuales, escritores y artistas canarios que les sucedieron.

Pérez Minik, García Cabrera y Westerdahl
 con el pintor y grabador belga Luc Peire (segundo por la izquierda). 1979, Tenerife


Epílogo con desencuentro


Desde la despedida en el muelle del puerto de Santa Cruz de Tenerife aquel 27 de mayo de 1935, del que hemos hablado cumplidamente, los miembros de gaceta de arte, excepto Óscar Domínguez, perdieron la relación con André Bretón, aunque aún hubo unos meses de contacto epistolar entre ellos. Un alejamiento perfectamente explicable por los acontecimientos que habían de producirse en el mundo a partir de aquella fecha. La guerra civil primero, la mundial después y, cubriéndolo todo, la noche oscura de franquismo establecieron una especie de cinturón de hierro alrededor de España que impedía cualquier contacto entre la intelectualidad crítica interior, reprimida y perseguida, y el mundo cultural exterior. Ese aislamiento, generalizado en toda España, era si cabe más fuerte en Tenerife y Canarias en general. Recordemos. Son islas en medio de un mar inmenso.

Pasados los años, sin embargo, se produjo el reencuentro, que, a tenor de lo que sobre él contó Pérez Minik en su libro, más que tal fue un desencuentro. Lo deja caer como de pasada en un breve párrafo:

“…después de algunos años, cuando se encontró con André Bretón en París, casi ni lo conoció, hubo un salido de cortesía en un café de Montparnasse y si te he visto no me acuerdo”.

El protagonista de la anécdota es Eduardo Westerdahl, y aunque su compañero no especifica la fecha en que ocurrió, es deducible que el desencuentro debió tener lugar en el viaje que el director de “gaceta de arte” realizó a Europa en 1950, en el primer contacto que tenía con París desde el ya lejano viaje iniciático de 1931. Como no podía ser de otra manera, Westerdahl aprovechó la ocasión para retomar viejos contactos cortados por la guerra y hacer otros nuevos entre los intelectuales y artistas que abarrotaban la todavía capital cultural del mundo.

Westerdahl y Domçinguez en París
Guiado por Óscar Domínguez, que le había invitado al viaje y le albergaba en su casa, Westerdhal visitó los museos parisinos, recorrió sus cafés, participo en sus tertulias, y en ellas tomó contacto primero con nombres tan destacados de la cultura de aquel momento y posteriores como Tristan Tzara, Dora Maar o Jean Cassou. Como es fácil entender, dado su interés prioritario por la pintura y la arquitectura, la mayor parte de los contactos que estableció fue con artistas plásticos, entre los que figuraron el catalán Antoni Clave y el aragonés Horacio García-Condoy, ambos exiliados, el franco-alemán Hans Hartung, el mexicano Rufino Tamayo, el ruso Ossip Zadkine o el brasileño Cicero Dias, cuyas direcciones postales debieron quedar debidamente anotadas en la agenda del canario.

En ese contexto debió producirse el encuentro-desencuentro con Breton. Pérez Minik apostilla su breve alusión con un sencillo “lo que no quiere decir nada”. Como quitándole importancia a la cosa. Sin embargo, si se mira la referencia con ojos de cotilla irreprimible, como son los míos, la displicencia del pope del surrealismo ante el director de “gaceta de arte” no deja de plantear algunas incógnitas sobre cuyas razones quizás merece la pena elucubrar brevemente. Aunque sólo sea para finalizar la historia de la relación entre Bretón y “gaceta de arte” por donde corresponde, por el final.

ICarta de Bretón a Westerdahl, 15 de julio de 1936
Algo tuvo que pasar en aquellos años para que alguien tan detallista como Breton se desentendiera de tal manera de su viejo amigo y compinche, que, además, tan mal lo había pasado durante el tiempo transcurrido. Ya hemos reproducido más arriba la carta con la que Breton se despedía de sus anfitriones chicharreros tras la exposición, cargada de agradecimiento y deseos de amistad imperecedera. Unos sentimientos que el surrealista mantenía intactos un año después, cuando escribió “El castillo estrellado”, que publicó en abril de 1936 y en español en la revista bonaerense Sur, luego reproducido en la francesa Minotauro y editado finalmente en 1937 formando parte de su libro “L’amour fou”. En carta de julio de 1936, tres días antes de la sublevación, Breton llegó incluso a plantearle por carta a Westerdahl su idea de publicarlo como una plaquette independiente, ilustrada con dibujos de Dóminguez y fotos del viaje a Tenerife. 

Las 29 páginas de “El castillo estrellado” constituyen un canto de amor por Tenerife, en el que al hilo de la fascinación despertada en él por la isla, reflexiona sobre el amor y sus contradicciones y la relación entre realidad y el subconsciente, temas básicos de su obra y el surrealismo en general en los que venía insistiendo en aquellos momentos. El texto, de un apasionado tono lírico en buena parte de sus pasajes, no deja dudas sobre el enamoramiento del poeta:

“Teide admirable, toma mi vida. ¡Gira sobre esas manos radiantes y haz espejear todas mis vertientes! Quiero ser contigo un solo ser de tu carne, de la carne de las medusas de los mares del deseo. Boca del cielo, a la vez que de los infiernos, te prefiero así, enigmático, así, capaz de llevar hasta las nubes la belleza natural y de sepultarlo todo. Es mi corazón el que late en tus profundidades inviolables, en el enceguedor rosedal de la locura matemática, donde incubas misteriosamente tu poder. Que tus arterias, donde corre hermosa sangre negra vibrante, me guíen siempre hacia todo lo que he de conocer, de amar, hacia todo lo que debe hacerse, penacho en la punta de mis dedos. Que mi pensamiento hable a través de ti, por las mil bocas clamorosas de armiño en que te abres al salir el sol. Tú, que sostienes realmente el arca floral, que no sería ya el arca si no mantuviera suspendida encima de ella la rama única de la fulminación, tú te confundes con mi amor: este amor y tú estáis hechos interminablemente para ser bruñidos. Los grandes lagos de luz sin fondo surgen en mí después del paso rápido de tus fumarolas. Todas las rutas hasta el infinito, todas las fuentes, todos los rayos parten de ti, Daria-I-Noor y Koh-i-Noor, hermoso pico, hecho de un solo diamante que tiembla».

Tras una declaración de tal intensidad amorosa, no cabe sino pensar que algo debió pasar, en la realidad o en el cerebro de Breton, para que el reencuentro con Westerdahl quedara apenas en un si te he visto no me acuerdo. No, el distanciamiento de Bretón del grupo de Tenerife no se limitó a la frialdad del reencuentro de 1950, que podría achacarse a simple displicencia del surrealista, sino que parece más profundo. Prueba de ello es que Bretón se olvidó por completo de citar la exposición de Tenerife y al grupo surrealista de la isla  en sus escritos posteriores dedicados a historiar o analizar el surrealismo. Así sucede, por ejemplo, en la “Introducción a la Exposición Internacional del surrealismo” incluida en la recopilación de textos que publicó en 1965 bajo el título de “Le Surrealisme et la peinture”, en el que recuerda las muestras de Copenhague, París o Londres, pero olvida por completo la canaria. ¿Qué había pasado en los 15 años pasados entre el primer encuentro y el desencuentro de 1950 para que la actitud de Bretón hubiera cambiado tanto?

Desde luego, el mundo de 1950 había dado una vuelta por completo con respecto al de 1935. De una Europa convulsa en pleno ascenso de los fascismos se había pasado, guerra mundial de por medio, a la ocupación pacífica y manirrota de los modos de vida estadounidenses y a una guerra fría en toda regla, menos mortífera que la guerra caliente que había acabado hacia 10 años, pero igualmente inmisericorde. También había cambiado profundamente el significado y el sentido del surrealismo, cuyo potencial revolucionario había terminado. La radicalidad política y artística del periodo de entreguerras había empezado a convertirse en un cliché formal que ya no tenía su referencia con la revolución sino, cada vez más, con lo extravagante, lo raro, lo paradójico, lo ininteligible. Aún llegarían mil epígonos surrealistas, palabra que se incorporó al lenguaje cotidiano con una alegría que sólo conducía al confusionismo, pero el grupo no sobrevivió a su propio éxito popular. Bretón, que había sido el paridor y líder de un movimiento que iba a cambiar el mundo, había perdido su poder.

Breton, Eluard, Tzara y Peret en 1930
Una característica histórica del surrealismo es la infinita capacidad de secesión que demostró, potenciada en buena medida por el sectarismo con que Breton aplicaba los principios que él mismo inventaba, su apreciable vanidad y las airadas reacciones con que respondía a cualquier muestra de disidencia de sus ideas. Ya en 1929, apenas cinco años después de iniciado el movimiento, sufrió su primera crisis, que provocó la salida de escritores tan fundamentales como Robert Desnos, Jacques Prevert o George Bataille. A partir de entonces la salida o expulsión de integrantes del grupo constituirían un goteo permanente que debilitaba progresivamente el carácter colectivo del surrealismo, que es lo que le había dado antes toda su fuerza. En 1935 Aragón había roto ya con Breton, Dalí había sido expulsado en 1938,el mismo año en que lo abandonaron Paul Éluard y Max Ernst, mientras que Tristan Tzara y Roberto Mata habían esperado hasta 1947, por citar sólo algunos de los nombres más significativos y destacados del movimiento. Igualmente se había alejado del grupo artistas que como Giacometti, Magritte o Picasso habían colaborado anteriormente con Breton. También Luis Buñuel, que aunque conservaría hasta el final la rebeldía surrealista en sus películas, ya para esas fechas estaba lejos del líder fundador. Para cuando tuvo lugar aquel distante reencuentro con su pasado canario, Breton debía sentirse traicionado y a la defensiva.

Sin embargo, la ruptura que más debió influir en el frio trato dado por Breton a Westerdahl debió ser, sin duda, la de Óscar Domínguez, el colaborador de “gaceta de arte” que se había convertido desde el principio en su gran amigo, cuyos relatos sobre su isla lejana le había llevado a escribir, aún antes de la visita, aquel hermoso poema que empieza “se me dice que allá abajo las playas son negras”, y que tan importante papel había jugado en la exposición poniendo en contacto al poeta francés con el grupo de Tenerife. En las batallas internas del grupo, el canario había acabado tomando partido por Paul Éluard, lo que provocó agrios enfrentamientos con Breton, que le excomulgó del surrealismo en 1945. No es de extrañar que el poeta, que parece haber sido persona de las que te borran de amigo de Facebook al primer enfado, arrastrara cinco años después el rencor provocado por la ruptura con Domínguez, al que no podía por menos que considerar un traidor, tanto más en cuanto había sido uno de los discípulos más queridos, englobando en la consideración a todos sus amigos isleños.

Por otro lado, tal vez pasado el entusiasmo provocado por la exposición y el descubrimiento de Canarias, pensara Breton que aquella primera visita no había sido como en un principio parecía y que los amigos de “gaceta de arte” no habían resultado tan fieles discípulos como él confiaba que serían. Era cierto que habían firmado juntos la declaración que conocemos, y que se habían sometido a su dictado a la hora de redactarla, no sin fuertes debates por medio, eso sí, pero la visita no había estado libre de acaloradas discusiones que demostraba lo que alejaba a unos de otros. Pérez Minik ha dejado testimonio de algunas de ellas, que leído ahora parece dejar claro el sectarismo de que hacían gala los visitantes frente a la apertura de miras de los anfitriones:

“Tuve varias discusiones con André Bretón y Benjamín Péret que a veces adquirieron una cierta violencia. Se acababa de publicar La condición humana, de André Malraux, la había leído en «La Nouvelle Revue Française». Le mostré mi admiración a nuestros amigos por esta novela, las ideas expuestas sobre la revolución, la moral, la prometeica actitud, la estructura, su modernidad. La consideraba como una obra maestra. La indignación de André Bretón alcanzó un techo insospechado. Notaba que me miraba de mala manera, como un perro judío para un cristiano español. Benjamín Péret se precipitó contra mí y al alimón los franceses manifestaron su desprecio superior ante mi juicio apasionado. La disputa se hizo más dura porque yo no cejaba tampoco ante su desafío. Todo terminó muy bien, aunque desde ese momento yo me daba cuenta de que los muros de la convivencia intelectual se habían agrietado bastante. Algo parecido me sucedió con mi criterio con respecto a la música en general, muy especialmente la de gran tradición europea, desde la sinfónica de los grandes maestros a la dodecafónica del momento que vivíamos. Otro de los grandes conflictos, que mantuve con nuestros visitantes se refería a los puntos de vista sobre el teatro de la crueldad de Antonin Artaud, el surrealista herético que había sido expulsado unos años antes. Todas estas polémicas no rebasaron las buenas formas, las del parlamentarismo de los partidos políticos o la de una diplomacia muy a la europea.”

Por si fuera poco, al poco de salir de las islas debió enterarse Breton la implicación verdadera de “gaceta de arte” con el surrealismo. El numero 36 de la revista de octubre de 1935, el mismo con el que se vendía como separata independiente el “Boletín Internacional del Surrealisno” con la declaración conjunta, se incluía una hoja suelta con el criterio de la redacción frente el movimiento surrealista:

“La revista internacional de cultura “Gaceta de Arte” ha venido propugnando desde su fundación, en 1932, y desde la isla de Tenerife, denominada por André Breton como punta poética de España, todos aquellos fenómenos del arte contemporáneo que delaten de una manera clara el tránsito de una cultura y el nacimiento de unas nuevas y determinadas expresiones que corresponde de manera automática al espíritu del hombre de nuestro tiempo.

Con esta intención de análisis positivo a un orden nuevo, ha venido recogiendo en sus páginas los principales movimientos estéticos de nuestra época, estableciendo en muchos casos puentes de circulación en fenómenos al parecer opuestos, justificando tendencias en pugna o bien presentando de manera objetiva escuelas que entre sí trataban de destruirse, pero en las cuales apreciaba un fondo enérgico de recreación constante por estos dos caminos ineludibles: destrucción de unas formas muertas que la reacción trataba de imponer, vitalizándolas, y propaganda de otras a las que la reacción negaba circular en nuestro tiempo, pero que al fin habrían de imponerse por su indestructible conexión con la edad presente.

Entre los principales grupos que merecen nuestra más decidida atención figura el movimiento surrealista, en quien desde el principio vimos uno de los más interesantes instrumentos de que dispone una cultura viva para abrirse paso en medio de las amenazas constantes que sufría la independencia del espíritu y de las condiciones y falsas obra de ingeniería con que el capital, el estado, al religión, la moral, la patria, la familia, etc.., canalizaban y levantaban convencionales edificios al servicio de sus unilaterales intereses, con preciosos materiales subconscientes en cuya energía descansa el proceso de las culturas.

A g.a. le une al surrealismo en principio su fondo anticapitalista y universal, la destrucción de la sociedad burguesa y las escenográficas instituciones, que maltrata y aniquilan el libre acto. (…)”



Pese a los muchos ditirambos que la declaración dedicaba al surrealismo, André Breton no debió quedar muy satisfecho que el movimiento que dirigía con mano de hierro no fuera considerado sino como uno más, no el único, entre los movimientos defendidos y propugnados por la revista.

En cualquier caso, fueran cuales fueran las causas del desencuentro en París entre los viejos conocidos, Eduardo Westerdhal debió regresar a las islas cargado de adrenalina para meterse en nuevos proyectos, aparte de con una agenda de direcciones renovada y repleta de los recientes contactos que había hecho.

El 28 de octubre de 1954, el diario La Tarde publicó el primer suplemento cultural canario de postguerra. Se llamaba “Gaceta Semanal de las Artes” y lo dirigía Domingo Pérez Minik con la colaboración de Pedro García Cabrera y Eduardo Westerdahl. Todo final implica un comienzo.







[1]Quizás la primera referencia internacional, bastante amplia, por otro lado, al grupo surrealista de Tenerife, antes incluso de que se publicara el libro de Pérez Minik, está en “Surrealism and Spain 1920-1936”, publicado originalmente por el  historiador gales C. B. Morris en 1972. En español se publicó en 2.000. Morris, como veremos, siguió interesado en el tema y escribió sobre él varias monografías.

[2] Existen, al menos, dos ediciones facsímil de Gaceta de Arte. La primera, coeditada en 1981 en dos volúmenes por la editorial española Turner y la alemana Topos-Verlag, y la segunda, publicada sin .os dos últimos números en 1989 con el Colegio de Arquitectos de Canarias. En internet puede encontrarse completa en esta dirección

[3]Sobre las revistas literarias y culturales de la República hay detalla información en esta tesis doctoral de Ángel Luis Sobrino Vegas.

[4]Atlas de la evolución del analfabetismo en España de 1887 a 1981”, de Mercedes Vilanova Rivas y Xavier Moreno Juliá

[5]Siguiendo las teorías de los tipógrafos alemanes franz roh y jan tschichold, la revista prescindió del uso de mayúsculas en sus páginas. Quizás por la confusión que creaba en los lectores, en enero de 1934 se incorporaron las mayúsculas. He procurado seguir este uso tipográfico en las citas.

[6]También se ha incluido entre las exposiciones surrealistas anteriores a la de Tenerife, la celebrada en abril de ese mismo 1935 en Praga, a la que también acudieron Breton y Éluard, como se puede ver en la foto. Sin embargo, en este caso no se expusieron obras del grupo surrealista de París, sino tan sólo de los surrealistas checos encabezados por Jindrich Styrsky, tres de cuyos collages fueron llevados por Breton a Canarias.


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En 1990, bajo el seudónimo de La Bestia del Lago, Herminia Bevia, Antonio Resines y yo mismo, guionizamos y dirigimos para La 2 de TVE la serie “España en Solfa”, un intento de contar la historia de la música popular española del siglo XX mediante la mezcla de documental y ligeras tramas de ficción. Ricardo Solfa protagonizó las 12 emisiones del programa. Se abordaron desde el folklore o la copla hasta el pop y el rock, los cantautores o el underground patrio, pasando por la canción durante la guerra civil o los intercambios musicales entre España y Sudamérica y acabando en las primeras muestras de hip-hop nacional.
Para preparar los guiones realizamos un cierto trabajo de documentación que quedó plasmado en un largo rimero de folios que hacer unos meses encontré en una caja y que ahora pienso que pueden tener una cierta utilidad. Al final se reunieron alrededor de, no sé, entre 600 y 800 páginas llenas de datos, análisis, cronológicas, bibliografías, biografías, discografías y más sobre cada uno de los temas que se abordaron en la serie. Ni que decir tiene que hoy se puede encontrar en internet, una auténtica hemeroteca virtual que entonces no existía, muchos más detalles de los que nosotros recogimos, pero la verdad es que no he encontrado todo este volumen de información junto, reunido e inter relacionado en un sólo trabajo. Sirvan pues estos “cuelgues” como una aportación a la historia de la música popular española del siglo XX, es decir de su proceso de transformación del folklore a canción contemporánea, un tema aún por estudiar en su sentido más amplio y completo.
Dada la fecha en que se realizó el trabajo (insisto: 1990) y las condiciones en que se ha conservado, pienso que se debe tomar cuanto en él se asegura con las prevenciones correspondientes a no conservar las citas que justifican cada afirmación. Aunque no se concrete, los datos que se ofrecen se extrajeron de las respectivas bibliografías de cada capítulo. Se recomienda que, caso de utilizarse, se confirmen por otras vías, que hoy en día son fácilmente accesibles.



3.- Al principio fue la música
El folklore tradicional y su marcha hacia la música de raíz 







Aunque se puede afirmar que la música popular precedió a la culta, las influencias entre lo culto y lo popular son innegables en cualquier sociedad, por más primitiva que sea. Se ha considerado como música popular aquella mantenida por transmisión oral y que ha evolucionado debido a tres factores: la selección del repertorio que cada pueblo decidía incorporar, la variación con que se transmitía y la continuidad con que permanecía a través de esa necesaria transmisión. Aunque la creación haya sido obligatoriamente individual,  normalmente anónima, al adoptarla (y adaptarla) un grupo determinado se convertía en obra colectiva "viva y renovada" en la medida en que cada versión local o personal de una canción determinada era nueva en cada momento.

El elemento esencial de información ha radicado siempre en la tradición, ya fuese oral o escrita, que puede permanecer intacta, gracias sobre todo al aislamiento geográfico o lingüístico; o verse alterada por modificación de las relaciones sociales o de la cultura, perdida de funcionalidad e incluso por la mediación del mismo investigador. Ya Agapito Marazuela señaló en su momento que el principal peligro para el folklore era la "desautorización" de la cultura tradicional a la que conducía la difusión de los nuevos valores de la industrialización:


Sobradamente conocidas son las causas que motivaron la decadencia y casi desaparición de las manifestaciones folklóricas en Castilla desde comienzos del siglo... La invasión de la música mecánica y la importación de música exótica a todo pasto, difundidas a todos los meridianos a través de los modernos medios de propaganda, hicieron que la juventud abandonase sus propios valores folklóricos estimándolos arcaicos y pasados de moda...”

Las canciones populares se han transmitido de muy diversas maneras v en diferentes versiones, según el momento o lugar, pero hasta fechas recientes siempre en su ambiente natural. Las ocasiones habituales para su interpretación han estado ligadas a circunstancia importantes (tales como las bodas o el trabajo), festivas (rondas, mayos, compromisos), fechas señaladas (villancicos, aguinaldos). Los textos de la canción tradicional cubren todas las variantes posibles, desde la sátira (personal, política, anticlerical, entre pueblos), a las tareas de sustento (vendimia, siembra, recogida, matanza, cosecha, molienda), la crónica de hechos históricos (batallas, victorias, venganzas), los asuntos amorosos (noviazgos, bodas, compromisos), los religiosos (loas, invocaciones, rogativas, santos ejemplos) o los truculentos (asesinato, infanticidio, incesto, adulterio).

La música popular era hasta el siglo pasado algo directamente relacionado con la vida, los sentimientos y las actividades de los mismos que las creaban y cantaban: Su vigor y representatividad se veía incrementado por las variaciones que cada canción sufría, en los textos, las formas de interpretarlas o en su significado y utilidad, muestras de los cambios sufridos en la comunidad en la que había nacido y de las que eran expresión. Naturalmente, cuando más avanzaba la sociedad, más cambiaban las canciones, y más lejos estaban de sus orígenes. Era la opinión de César A. Cui (compositor ruso que formó parte del llamado “grupo de los cinco” junto a Mili Balákirev, Aleksandr Borodín, Músorgski y Rimski-Kórsakov, del que fue su principal teórico en la creación de una música “nacional” rusa), quien sostenía ya a principios de siglo que, salvo en España y otros pocos países europeos, ya resultaba difícil escuchar una canción real y originalmente popular:

“...Es muy probable que de aquí a un siglo o dos la canción folklórica haya desaparecido completamente de una Europa invadida por la música llamada civilizada. Así pues, las colecciones del arte del pueblo llegarán a ser preciosas, pues serán el último refugio del genio musical del pueblo.”

Las canciones populares comenzaron a recopilarse, no tanto a estudiarse, desde el mismo momento en que apareció la escritura y fue posible fijarlas sobre papel. Ya en el siglo XIII existían recopilaciones de temas populares que guardan analogías con otros cantados todavía hoy en varias regiones españolas. Muchas de estas canciones reaparecen en las Cantigas de Alfonso el Sabio. Desde el siglo XV se publican recopilaciones como el Cancioner Musical de Palaci, Cancionero Musical de Medinaceli, Cancionero de Upsala o el Cancionero de Claudio de la Sablonora. El llamado Salinas, inmortalizado en los versos de Fray Luis de León, constituye en el XVI un ejemplo de temprano folklorista, en la medida en que se dedicó a transcribir cantos populares que él consideraba próximos a la métrica clásica.

Estos cancioneros, no obstante, no pueden considerarte en sentido estricto “folklóricos”, y no sólo porque todavía no se hubieran inventado la palabra ni el concepto que define. Recopiladas y fijadas en el papel en paralelo con la propia creación de aquellas canciones, que no eran todavía cosa del pasado remoto, sino del presente más actual, los cancioneros que las recogían, manuscritos o impresos, funcionaban más bien a la manera en que después lo hicieran las grabaciones discográficas, pues servían, ante todo, para la conservación, la fijación y la difusión de las composiciones que contenían. Habría de llegar el siglo XIX para que tomara cuerpo el “folklore” (palabra que, como se sabe, fue inventada en 1846 por el arqueólogo británico William John Thoms), definiendo no sólo una labor investigadora concreta sino también una manera de entender el mundo. Colaboraron a ello sendas circunstancias históricas socio-culturales. Por un lado, el romanticismo, con su aversión por la sociedad moderna que estaba naciendo, su rechazo a los grandes imperios ya en descomposición y, en paralelo, su añoranza por la pureza de las clases populares y su admiración por los pequeños estados que estaban recomponiendo la geopolítica mundial. Por otro, el surgimiento impetuoso de la industrialización, con sus secuelas de urbanización, maquinismo, mecanicismo y alejamiento de los comunes orígenes campesinos.

Desde finales del XIX existen en España cancioneros recopilados por investigadores nativos e hispanistas extranjeros. Coincidiendo con un interés generalizado entre los intelectuales y estudiosos por el fenómeno popular, se asiste en esos años a una prolífica tarea de recuperación. Estos estudiosos y recopiladores de la música popular, como lo serán luego los intérpretes que han dado lugar posteriormente a la música de raíz, procedían del mundo culto, ofreciendo pues una consideración desde fuera del folklore tradicional, al que valoraban antes por su interés cultural, musical o antropológico que por sus valores vivenciales, rituales o utilitarios que hubieran en sus comunidades respectivas. Por otro lado, aquellos recopiladores y estudiosos fueron los primeros en fijar y establecer como modelo inmutable lo que hasta entonces había sido esencialmente cambiante. Las versiones que ellos fijaron en sus partituras, correspondientes a una interpretación particular en un momento y un lugar concreto, han quedado en muchos casos como el canon definitivo, un modelo para posteriores revisiones de la misma canción con el cual compararla. Aquellos cancioneros constituyen la principal fuente de información de los numerosos grupos, cantantes y músicos de renovación folklórica surgidos en España a partir de los años sesenta, al margen de los trabajos de campo más o menos esporádicos realizados por algunos de ellos.

El autor del primer recopilatorio moderno de folklore publicado en 1826 fue el poeta y bailarín vasco Juan Ignacio de Iztueta (Guipuzcoa´ko dantza gogoangarrien kondaira edo historia, recopilatorio de bailes y ritmos gipuzcoanos), algo que no deja de ser indicativo de la importancia y la profundidad de las características nacionales diferenciadoras en Euzkadi. En este sentido, téngase en cuenta que fueron los cantautores vascos del grupo Ez dok Amairu (Lertxundi, Laboa, Lete, etc) los únicos que mostraron desde el principio su interés por la música tradicional propia en medio de un movimiento, el de la canción de autor, que en el resto del Estado nació como rechazo, entre otras cosas, del folklore instrumentalizado del régimen a través de los Coros y Danzas de la Sección Femenina y otros grupos oficialistas.

Otros destacados folkloristas vascos de finales del XIX y comienzos de XX fueron los padres Resurrección María de Azkue, Jorge de Riezu y el PadreDonostia. Este último, se mostraba en los primeros años del siglo XX tan pesimista como Marazuela:

“Ciertamente la canción popular (léase folklórica) va muriendo. Desaparece más rápidamente de lo que quizá creamos, arrollada por esa ola negra de vulgaridad e insulsez que con el nombre de género chico constantemente fluye de nuestras capitales y va a llegar hasta los más recónditos caseríos de nuestras montañas.”

Un gran folklorista vasco, el padre Guiza de Brandarán, ya sostenía en su obra Danzas de Euskal Erri que el dilema del folklore era renovarse o morir: "No es la fijeza ni la inmutabilidad la cualidad más específica de la tradición, sino la adaptación". Una afirmación singularmente acertada y de importancia central en el tema que debería haber sido tomada en consideración cuando, años después, ya en el nacimiento del la canción de renovación folklórica, surgió como fuente de dura polémica el mito de la pureza inmaculada del folklore.

Otros nombres de estudiosos de las tradiciones populares se sumarian a los de la inmensa cantera vasca. El interés que el folklore como forma de arte popular despertó en las generaciones del 98, el 27 y sucesivas, supondría la aparición de numerosos trabajos, empezando por los de Manuel Machado Álvarez, padre de los poetas Antonio y Manuel, sobre el folklore gallego y los cantes flamencos, verdaderos antecedentes del moderno estudio del folklore en España. Por ellos se interesaría muy especialmente García Lorca. Otros investigadores entusiastas como Menéndez Pidal, el padre Francisco de Madina o Francisco Gascue se sumarian a la cantera de folkloristas de la época.

Más tarde surge una nueva generación nacida con la República, desde Antonio José Fernández Palacio, fusilado por los sublevados en 1936 y autor de una fundamental Colección de Cantos Populares Burgalesesque le valió el Premio Nacional de Música en 1932, hasta Agapito Marazuela, que consiguió el mismo premio al año siguiente por su  todavía insuperado Cancionero de Castilla la Vieja, que no vería la luz hasta los años sesenta, debido a los recelos que su ideología comunista produjo en los gobernantes de la dictadura, que habían tenido al autor en la cárcel.

También en los escenarios de los cafés cantantes podían escucharse en los primeros años del siglo numerosas manifestaciones folklóricas. Además de la presencia de intérpretes, instrumentistas y bailarines, eran numerosos los cuplés y canciones que se basaban en melodías procedentes de temas populares, desde el romance a la jota. En estas fechas era frecuente encontrar en la prensa, especialmente en la de provincias, anuncios de cantores, dulzaineros o gaiteros que se ofrecían para amenizar las fiestas locales, demostración de que aquellos anónimos artistas populares luchaban ya por la profesionalización que aseguraba su supervivencia, así como la relación que aún se mantenía entre el mundo rural, origen del folklore, y el urbano, en el que ya empezaba a desarrollarse. A esto se suma la aparición de artistas como La Argentinita que incorporaban a su arte temas e inspiraciones de la música popular. Los intérpretes de tonadilla y canción española, y más tarde las compañías artísticas acudían con frecuencia a las ferias de los pueblos donde hasta fecha muy reciente fueron los sustitutos de los antiguos bardos, juglares y ciegos.

El fenómeno de la andalucización del folklore nacional se inició poco antes de la República con la subida del cante flamenco a los escenarios y su consiguiente popularización y también trivialización. Se asentaría en los años republicanos y continuaría después en la España autárquica de los cuarenta, en un camino que hizo coincidir su momento de mayor auge popular con una progresiva vulgarización. El folklore de otras zonas de España fue utilizado por la Sección Femenina y sus Coros y Danzas a partir de una consideración del hecho folklórico como elemento pintoresco y costumbrista, alejado de cualquier perspectiva histórica y cultural, por no mentar ya su posible significado social o política. Frente a esta actitud difusora, existía otra, propiciada incluso por elementos "cultos", que tendía a la ridiculización de todo lo considerado "paleto". El valor de uso del que siempre había hecho gala el folklore se fue convirtiendo progresivamente en valor propagandístico, por reforzamiento del concepto nacionalista en el que se insertó. La iglesia también colaboró con la eliminación de rituales, desde las rogativas a los ceremoniales galante/religiosos, en los que se veían elementos paganos a rechazar.

Algunos de los folkloristas españoles que habían empezado antes de la guerra como García Matos, el Padre Azkue o José María de Iparraguirre, continuarían trabajando en esta etapa. Uno de los casos más excepcionales es el de Agapito Marazuela, en tanto que por primera vez un folklorista reunía la triple condición de recopilador, intérprete, con grabaciones discográficas incluidas, y maestro de nuevas generaciones, convirtiéndose así en un adelantado del trabajo que años después realizarían los grupos e intérpretes de música de raíz. Ya antes de la guerra era un guitarrista clásico reputado y un apreciado estudioso del folklore, de clara filiación republicana, al que se confió la programación de actividades folklóricas en el Pabellón Español de la Exposición de París de 1937. Tras la persecución política y la cárcel que sufrió al acabar la guerra, vivió olvidado y marginado por los organismos oficiales, e ignorado por las discográficas, abriendo una escuela musical en Segovia, con la persistió toda su vida en el esfuerzo investigador y la labor docente hasta su muerte en 1983. Así, dejó una escuela de dulzaineros, guitarristas, cantantes y estudiosos de la que se nutrió toda la escuela castellana de renovación folklórica. Todavía en 1977, ya en la naciente democracia, tuvo que ver Marazuela cómo se prohibía un recital-homenaje que pretendían celebrar en Segovia músicos, amigos y discípulos suyos.

La creciente industrialización de los años 50 favoreció el surgimiento de grandes zonas industriales y de amplios procesos migratorios a áreas urbanas, con el consiguiente despoblamiento de los pueblos, propiciaron una gran transformación social. El acceso a nuevos medios de comunicación, así como la incidencia de la radio y la televisión desde sus inicios, trastocaron el secular aislamiento rural. En ese contexto resulta evidente el poco interés que los medios de comunicación dedicaron a la música folklórica no industrial, y, por otra parte, el folklore español, salvo escasísimas tentativas, careció del beneplácito de la industria discográfica.

En los últimos años 60, partiendo de la admiración por el movimiento folkie en Estados Unidos, se produjo el descubrimiento del propio folklore español por parte los primeros grupos folk como Nuestro Pequeño Mundo o algunos de los integrantes del Grup de Folkde Barcelona, abriendo un camino de valorización y adaptación de la música tradicional que incluso encontraron acomodo en el terreno de pop con trabajos de Los Pekenikes o Los Relámpagos. Junto a la heterodoxia de éstos grupos, que derivarían en lo que se llamaría folk-rock, surgieron otros intérpretes más centrados en la tarea de investigación y recopilación como Joaquín Díaz, una tendencia etnográfica con gran presencia en la escuela castellana o canaria, con ejemplos como los de Nuevo Mester y Sabandeños en lugar destacado.

También existirán algunos intentos de recuperación del aspecto más lúdico, al margen de tentativas de pureza y del criterio etnográfico, como la del Grup de Folk catalán en los 70, que, inspirados sobre todo por el folk estadounidense, mostraron en principio un cierto carácter mimético, que luego se desarrollaría por diversos caminos, dando lugar a lo que luego se llamó música progresiva, en muchos casos un acercamiento a las raíces del la perspectiva del rock o el jazz (Triana, Compañía Eléctrica Dharma, Ibio, etc). Fue a partir de comienzos de los 80 cuando se produjo una explosión de la canción de raíz, con certámenes, encuentros o festivales como las Trobadas de Música del Mediterrani, el Festival del Mundo Celta en Vigo o los Encuentros Agapito Marazuela en Segovia, entre muchos otros.

Otro enfoque lo aportaría la creación de canciones inspiradas en las formas tradicionales por parte de algunos cantautores, vascos y catalanes originalmente, que sentarían una relación de confluencia ideológica con las canciones folklóricas, asimilándolas en su trabajo de composición e interpretación. La lista es larga y va desde nombres como MikelLaboa, Benito Lertxundi o Lourdes Iriondo a María del Mar Bonet, Labordeta, Benedicto, Manuel Luna, Emilio Cao, Elisa Serna o Julia León.

El folklore es un auxilio inestimable en la reconstrucción de la historia de una comunidad. Cumple también un papel ideológico esencial, al potenciar una realidad común y afianzar los lazos históricos o culturales que permiten a un pueblo identificarse como tal. Y al evolucionar la sociedad también se renovó el folklore con influencias contemporáneas, dando lugar a mestizajes y nuevas creaciones de raíz folklórica. Grupos e intérpretes como Oskorri, Milladoiro, el primer Suburbano, All Tall, Nuevo Mester de Juglaría, Mestisayo Mosaico. Estos últimos dedicaron su primer trabajo discográfico a interpretar temas del cancionero de Agapito Marazuela debidamente actualizados en la instrumentación.

Ya en los años ochenta, organizados siempre por los Ayuntamientos, Diputaciones y otras instituciones culturales, los congresos y festivales fueron uno de los hechos fundamentales en la etapa más reciente de divulgación folklórica, colaborando a una importante labor de difusión y estudio de la música tradicional y popular. Algunas muestras destacadas las constituyen ejemplos como el Festival de Música Popular Agapito Marazuela, celebrado por primera, vez en 1984 en Segovia o el Festival de Ortigueira. Los organismos oficiales abrieron también escuelas de folklore, dando lugar a rondallas, bandas y grupos folklóricos que desde Euskadi y Canarias a Valencia o Castilla, mantuvieron, con mayor o menor fortuna, un rico acervo propio. La aparición de centros de estudios tradicionales por todo el territorio español potenció hacia la proliferación de encuentros, seminarios, debates, jomadas y coloquios dedicados a la música popular, a más de realizar una importante labor de archivo y conservación.

Los nuevos folkloristas y difusores como Luis Díaz Viana, Pedro Vaquero, Cristina Argenta, Ángel Carril, Carlos Tanarro, José M. Martínez o Vicent Torrent, continuadores de la labor pionera de Joaquín Díaz, se interesaron por temas tales como el funcionamiento de los centros de cultura dependientes de la Administración, la aplicación y estudio en las escuelas de la música popular, el rechazo por parte de los medios de comunicación, la edición y producción discográfica de esta música, la transformación de la misma, que unieron a las labores estrictamente de investigación y recopilación.

El pueblo siempre tendrá su música, aunque esta deje de ser tradicional para ser simplemente popular. Una buena muestra la ofrece el trabajo de los numerosos grupos de raíz folklórica de España, desde los más tradicionales a los más renovadores: Nuevo Mester de Juglaría, Hadith, Retahíla, Almenara, Candeal o Mosaico en Castilla; Oskorri, Gambara o Azala en Euzkadi; Milladoiro, Brath, Emilio Cao en Galicia; All Tall, Carraixet en Valencia; La Murga o La Singular en Cataluña; Sabandeñoso Mestisay en Canarias; La Cuadrilla de Manuel Luna o La Banda Marveriche de Murcia; Hato de Foces y Cornamusa en Aragón; Cambrizalen Cantabria; Trasgu y Beleño en Asturias; Almadraba en Andalucía; Música Nostra en Mallorca. Por citar tan solo una parte de los muchos grupos que trabajaron el género en la década final del siglo XX.




El folklore ha muerto,
bienvenida la música de raíz



El folklore, como la propia raíz anglosajona del término describe, define el mecanismo de acumulación y transmisión del "conocimiento popular' del que se dotan las sociedades humanas cara a su funcionamiento en relación consigo mismas y con su entorno especifico. La música folklórica desempeñaba el papel festivo, informador e instructivo que otros mecanismos eran incapaces de asumir. De algún modo, una de las características de la música folklórica es el predominio de su valor de uso sobre su posible valor de cambio. Las canciones eran el vehículo a través del cual se organizaban las fiestas o los ritos religiosos, se transmitían noticias, crónicas de sucesos, claves nemotécnicas para recordar y transmitir a la descendencia, información valiosa, acumulada durante largos periodos de tiempo, sobre épocas de siembra, recogida y otras actividades propias de los más variados oficios, etc. La utilidad, el servir para algo, era su principal objetivo.

En lo que a la transmisión de “conocimiento popular” se refiere, puede argumentarse que las nuevas formas musicales, así como las variaciones y evoluciones experimentadas por las nacidas del folklore tradicional desempeñan el mismo papel que antaño, aunque su contenido se ajuste a un modelo social muy alejado del vigente entonces. Sin entrar en una valoración caso por caso --ya que en la abundante producción actual hay de todo--, conviene señalar que no es ahí donde debe buscarse el rasgo diferencial entre la música popular del pasado y la del presente, sino en la variación en cuanto al predominio del valor de uso sobre el valor de cambio.

Con la llegada de la industria discográfica se transformó el panorama, y el producto musical se convirtió en una mercancía más, con lo que empezó a prevalecer su valor de cambio sobre el valor de uso, fuera éste el que fuera, como dictan los intereses de cualquier empresa comercial, A la instauración de este nuevo modelo no es ajena tampoco la vertiginosa evolución de los medios de comunicación, que pusieron al alcance de numerosas personas información y músicas hasta entonces inasequibles por cualquier otro medio. Así pues, el papel de vehículo de información --en el más amplio sentido de la palabra-- que desempeñaba la canción, quedó relegado a un segundo plano. Fue, quizás, la primera de las “utilidades” del folklore que quedó obsoleta. Posteriormente, la creciente industrialización y mecanización de las labores campesinas y artesanales acabarían poniendo fecha de caducidad a las que quedaban, incluso la más elemental de motivo de esparcimiento del personal cuando los bailes animados por la gaita y el tambor que tocaba el Severino el Sordo de Labordeta fueron sustituidos por las verbenas con orquesta y las discotecas.

Circunscribiéndonos exclusivamente a la música denominada "folklore" en nuestros días, está claro que, aparte de los trabajos de recolección, conservación y reproducción que llevan a cabo artistas e investigadores, existe también un proceso evolutivo potenciado por los sucesivos cambios sociológicos, en el que van desapareciendo características del folklore "puro" dando paso a una música que, aún basada en la folklórica, va un paso más allá, y frente al origen normalmente anónimo de los temas se ofrece música firmada con nombres y apellidos, de autor, o adaptaciones de temas tradicionales para grupos de instrumentos con los que jamás habrían podido tocar sus intérpretes originales, no sólo porque aún no existían, sino, sobre todo, porque normalmente solían ser no profesionales (no instruidos) en el sentido estricto del término, aunque en muchos casos vivieran de ello y, al menos en las muestras grabadas que han llegado hasta nosotros, fueron auténticos virtuosos.

Esta evolución, si bien aporta al folklore toda la riqueza que la evolución de la música en general ha sido capaz de generar en siglos, enriqueciéndolo, exige un grado de profesionalización suficiente como para dominar medios de expresión e instrumentos hasta entonces reservados a otras formas musicales, clásicas o populares. Esta profesionalización es otro rasgo característico de la mutación experimentada por la música folklórica.

Así pues, al instaurarse en el "folklore evolucionado" la creación v "actualización" de temas y el empleo de técnicas e instrumentos musicales muy alejados en algunos casos de los tradicionalmente empleados en cualquier lugar del país, surge una característica nueva en el género. Este se convierte en un vehículo de expresión explícitamente artística. En pocas palabras, el folklore se transforma y pasa a convertirse en fuente de un arte esencialmente creativo y autoral.

¿En qué medida éste folklore renovado y transmutado puede representar una alternativa ante las músicas más característicamente industriales y ante la influencia de formas musicales anglosajonas o de cualquier otro origen?

Está claro que dentro de la muy deseable comunicación entre culturas hay espacio para una fructífera hibridación de ideas y conocimientos, y que esto es positivo. Desgraciadamente, el carácter de mercancía que ha adquirido la música hace que la industria, que se ha convertido en controladora de la oferta musical, sólo muestre interés por los géneros más vendidos o vendibles según sus propios criterios, que tantas veces resultan insuficientes, miopes e inadecuados. Esto, obviamente, dificulta la difusión e incluso el acceso a los medios discográficos a muchos artistas y grupos folklóricos, cualquiera que sea su naturaleza. A pesar de estas condiciones de desigualdad de difusión y trato, muchos grupos y artistas relacionados con el folklore han logrado, amparados especialmente por el fenómeno de las nacionalidades históricas, un mercado sorprendentemente amplio.

Sin duda un factor clave para entender por qué los fenómenos musicales de raíz folklórica tienen cuantitativamente una mayor representación en aquellas nacionalidades "históricas" con idioma propio, es el carácter de identificación cultural que estos fenómenos representan. La música se ha convertido en una de las formas más vigorosas y directas de transmisión y reivindicación de la identidad de las nacionalidades y sus de relaciones, reales o intuidas, con otras áreas culturales, como ejemplifica el caso de la identificación del Mediterráneo como área cultural por parte de buen número de artistas de Cataluña y Levante, o la hermandad cultural con el norte de África que, al menos en el terreno de la música, asumen tanto artistas andaluces como levantinos y catalanes.

Si añadimos el contenido político deleznable que directa o indirectamente se llegó a asociar con el folklore durante los tiempos del franquismo, como ocurrió también en el caso de la copla -llamada en su degeneración "canción española"-, no es de extrañar que existiera un reflejo de rechazo de lo tradicional en beneficio de lo moderno. La imagen hierática, conservadora e inmovilista que se había venido dando del folklore (la de los Coros y Danzas de la Sección Femenina, por poner un ejemplo que algunos recordarán) pocos atractivos podía ofrecer a las generaciones más jóvenes, que parecieron, en multitud de ocasiones, considerar el folklore un caso perdido.

Por razones de ser la capital del Estado y la ciudad más poblada de España, donde se concentra el poder político y económico del país, es en Madrid donde se encuentra el mayor de los mercados discográficos, tanto en sus aspectos de producción como de difusión. Paradójicamente, es en la capital del reino donde menor proyección alcanzan las músicas de raíz folklórica, quedando ahogadas por la avasalladora oferta comercial de la industria que les da escasa o nula cabida en sus esquemas de difusión. En los últimos años ha sido en las distintas regiones y naciones del estado español donde, en consonancia con la búsqueda de unas señas de identidad propia, más y mejor se ha desarrollado la música de raíz, que así ha podido contar con sellos discográficos locales, numerosos pero malamente difundidos fuera de su propio ámbito geográfico, para sus grabaciones. En ellas se han centrado también la mayor parte de encuentros, jornadas, festivales o certámenes que a esta música se han dedicado. En este terreno se podría decir que la periferia ha triunfado sobre el centro.

Se pueden explicitar dos conclusiones que se deducen directamente del contenido de estas líneas. Cabe decir que en la España actual la música folklórica es un fenómeno que sólo se puede estudiar ya con las herramientas de la arqueología o la sociología, ya que ha dejado de generarse como tal forma de arte popular vivo, al menos según los parámetros empleados para definirla. Aún más claramente: en el actual contexto, cualquier forma de interpretación de música folklórica no puede considerarse ya folklore, sino expresiones individualizadas de creatividad musical de origen o raíz, eso sí, folklóricas.







CRONOLOGÍA
FOLKLORISTAS E INTÉRPRETES
(1805-1987)



Canto de arada: 

1846.- La palabra folklore aparece por vez primera dentro del campo de la arqueología, como recurso para designar elementos antiguos que permanecían vivos. Como se sabe, la palabra fue utilizada por primera vez por William John Thoms relacionando dos términos británicos, folk (pueblo) y lore (acervo, saber). Aunque quizás su principal aplicación ha sido sobre la música, la canción o los bailes, también se incluyen en los estudios folklóricos la artesanía, los chistes, las costumbres, los ritos, las leyendas, los relatos orales, los proverbios o las supersticiones populares.

1865.- VenturaRuíz de Aguilera publica su Armonías y Cantares, en cuya segunda parte está la primera recopilación realizada durante el XIX.

1870.- En España el primer intelectual que incorpora el término “folklore” en sus artículos es el gallego, afincado en Sevilla, Antonio Machado y Álvarez. No obstante, no es el primer estudioso interesado por el fenómeno de la música popular. A lo largo del siglo XIX Emilio Lafuente Alcántara, Fernán Caballero, NicolásZamácola o Tomás Segarra, entre otros, habían recopilado coplas, cantares y poesías populares.

1881.- Antonio Machado y Álvarez, Demófilo,  padre de los poetas Antonio y Manuel, publica su recopilación y estudio del cante flamenco Colección de cantes flamencos básicosAunque trabajó también sobre el folklore gallego, esta sería su obra más importante. Ese mismo año se edita el estudio del lingüista alemán Hugo Ernst Mario Schuchardt, Los cantos flamencos, resultado del viaje que había realizado por España en 1875. Además de su interés por Andalucía, Schuchardt se convirtió en toda una autoridad sobre la lengua vasca, a la que en 1923 dedicó el volumen Primitiae Lingvae Vasconum.


Atzo Tun Tun. Navarra



1882.- Uno de los discípulos de Demófilo, el futuro director de la Academia de la Lengua Francisco Rodríguez Marín, publica la mayor recopilación realizada hasta entonces, Cantos populares españoles. En ella incluye también la primera clasificación de las canciones por funciones. Desde estas fechas y hasta la segunda década del siglo XX surge una gran corriente de acercamiento al folklore, encabezada por músicos cultos como Falla, Turina, Albéniz o Granados que parten del folklore ibérico.

1898.- El folklore, mediante cientos de poemas, coplas y canciones (valerianas, quisicosas, cantares, odas, guajiras, etc…) que originan un fecundo cancionero, recoge la historia de las últimas batallas ultramarinas en Cuba. Puerto Rico y Filipinas.

1903.- Federico Olmeda publica en Sevilla su Folk-Lore o Cancionero Popular de Burgos

1907.- Dámaso Ledesma presenta su Cancionero salmantino, publicado en Madrid. 

1910.- Francisco Rodríguez Marín edita su trabajo La Copla en la Revista de Archivos.

1913.- El ingeniero de minas, tema sobre el que escribió numerosos libros y artículos, Francisco Gascue publica en París su Origen de la música popular vascongada, al que denomina “boceto de estudio” y al que seguirían otros trabajos fundamentales sobre el mismo tema.

1915.- Ve la luz la obra de Nemesio OtañoEl canto popular montañés

1918.- José A. de Donostia publica una de sus obras más importantes, De Música popular vasca. Resurrección María de Azkue edita en Bilbao su Música popular vasca.




Jota a lo ligero de Reinosa


1920.- El folklore se ha ido incorporando al mundo del espectáculo en los cafés de la época y en muchas de las composiciones de moda, desde el cuplé a la copla. Gascue edita en S. Sebastián sus Materiales para el estudio del folk-lore popular vasco.

1922.- Santiago Rusiñol, Manuel de Falla, Andrés Segovia, Zuloaga y García Lorca se incorporan con el Festival de Cante Jondo de Granada a la tarea de recuperación y difusión del folklore andaluz y, más en concreto, de flamenco. Desde Valencia, Felipe Pedrell estudia acerca de las formas musicales españolas, y este año publica su fundamental Cancionero popular español

1924.- Un ilustre musicólogo e hispanista británico John Brande Trend, edita en Londres su Mussic in Spahish Galicia.

1930.- Numerosos estudiosos extranjeros como Cecil Sharp, Ellis Havelock, Rodney Gallop, Gilbert Chase, Raúl Lapaira... comienzan a interesarse por el rico cancionero español.

La Argentinita y Federico García Lorca
Nana de Sevilla


1931.- El 14 de abril triunfa la República. La Argentinitagraba su “Colección de Canciones Populares Españolas”, cuatro discos de pizarra, de los que se tiraron 50 ejemplares, conteniendo ocho canciones tradicionales, armonizadas por Federico García Lorca, que también la acompañaba al piano, función que ejerció igualmente en directo tocando para la bailarina y cantante en un concierto en Nueva York ese mismo año. Conocida es la afición del poeta a cantar y tocar en reuniones de amigos, así como sus conferencias con canciones (“Cómo una ciudad canta de noviembre a noviembre”) o las numerosas composiciones propias distribuidas por sus textos gramáticos, de “Yerma” a “Doña Rosita la soltera” o ”Así que pasen cinco años”. Todo ello, unido a la colaboración discográfica y escénica con La Argentinita lleva a la posibilidad de considerar a Lorca un claro antecedente de los cantautores contemporáneos. Cabe preguntarse lo que hubiera podido ser la canción de autor en España si Lorca hubiera podido ejercer una influencia directa en las generaciones de músicos y cantantes que le siguieron. 

La Argentinita y Federico García Lorca.
Los cuatro muleros


1932.- El compositor y folklorista burgalés Antonio José Martínez Palacio publica su “Colección de cantos populares burgaleses” galardonada con el Premio Nacional de Música.

1933.- El Padre Donostía edita sus Notas acerca del txistu y las danzas vascas.

1935.- Eduardo Martínez Torner publica su obra básica Temas folklóricos, música y poesía, un titulo significativo en la amplia producción investigadora de este musicólogo y compositor que se exilió a Inglaterra al terminar la guerra civil, donde trabajo en las emisiones españoles de la BBC y donde falleció en 1955.

1936.- Con el inicio de la guerra civil, el folklore adquiere nueva actualidad, al conocer algunos de sus temas más populares (entre ellos alguno de los armonizados por Lorca cantados por La Argentinita) múltiples adaptaciones al momento histórico correspondiente. Versiones que, siguiendo el modelo de las tradicionales, se consideraban anónimas y se transmitían boca a boca (una de las últimas veces que se producía en España este sistema de difusión de las canciones, esencial en el folklore) en un ejemplo de contemporaneidad de la música popular.


Los cuatro generales



1940.- Eduardo López Chavarri edita su  Música popular española.

1954.- El Congreso Internacional de Música Folklórica ofrece una definición del fenómeno y unos patrones para su enjuiciamiento (selección, variación, continuidad). Continúa el proceso de utilización de ritmos folklóricos por parte de la canción española que se venía desarrollando desde hace tres décadas.

1963.- El disco “Nuevas canciones de la resistencia española”, publicado por Chicho Sánchez Ferlosioen Suecia pasan a engrosar el acervo popular, aún no teniendo nada que ver en ello acercamiento alguno al folklore, sino razones políticas y censoras, dándose así –Ahora si por última vez en España desde la guerra civil-- que canciones de autor sean conocidas como anónimos y difundidas a través del boca-oído. Algo parecido estaba sucediendo con las canciones de temática antifranquista incluidas en el llamado  Cancionero de Einaudi, editado el año anterior en Italia y luego en Uruguay Canti della Nuova Resistenza Spagnola 1939-1961 (Einaudi 1962).

1965.- José Menese inicia su revolucionaria aportación al flamenco con Cantes de José Menese.

 1966.- Con Los Sabandeños se inicia una fructífera, etapa en la recuperación y divulgación del folklore canario. También son los responsables de las primeras incursiones españolas en la música sudamericana de raíz.

1967.- Nuestro Pequeño Mundo graba su primer Lp con temas como Sinner Man y Me casó mi madre, lo que cambiará la concepción imperante de folklore. A partir de esta, fecha, surgirán un buen número de intérpretes vinculados de una u otra forma al  folklore, desde  los  más comerciales como Juan Pardo o Andrés do Barro hasta los muy distintos GerenaPablo  Guerrero. Serrat edita en catalán sus Cançons Tradicionals.

Me casó mi madre

1968.- Aparece en el panorama musical Miró Casabella, que edita ese año con Edigsa, Benito Lertxundi publica su primer LP con Herri Gogoa.

1969.- Surge El Nuevo Mester de Juglaría uno de los primeros grupos que acometen la recuperación y la renovación del folklore en España. Pablo Guerrero gana en Benidorm el premio a la mejor letra con un tema de inspiración folk y, en cualquier caso, ruralista, Amapolas y Espigas.

1970.- Entre este año y 1980 Aguaviva publica una docena de singles y 7 Lps. Los Sabandeños, tras numerosos singles editan su primer disco de larga duración y ese mismo año graban también la primera parte de su Antología del Folklore Canario. Víctor Manuel edita en Belter su primer Lp con claros homenajes a la música asturiana. Empieza a publicar el grupo Mocedades, vagamente folk, aunque hasta el 77 no grabarán su primer Lp.

1971.-María del Mar Bonet publica su primer disco, inspirado, como la mayoría de los suyos en el folklore mallorquín y mediterráneo. Primera incursión en el folklore gallego del Juan Pardo con Soledades. El Nuevo Mester de Juglaría inaugura su discografía con Romances y canciones populares, abriendo un proceso de recuperación y reinterpretación del folklore castellano.

María del Mar Bonet
"Jota Marinera"


1972.- Emilio Cao comienza su relación con la música folk en Holanda. Poco después se incorporará por breve tiempo al movimiento de canción gallega Voces Ceibes. Imanol publica su primer álbum en Le Chant du Monde.

1973.- Los Sabandeños publican su segunda entrega de la Antología de la música canaria. Estos discos se convertirían en la principal fuente de conocimiento de la música de las islas y de inspiración para los grupos que siguieron. Tercer Lp conjunto de Camaróny Paco de Lucia, que empezaron a colaborar en 1970.

1974.- Se crea Manifiesto Canción del Sur en Granada, un colectivo en favor de la cultura popular andaluza, bajo la inspiración del poeta Juan de Loxa. Formaron parte de él, entre otros, Carlos Cano, Antonio Mara y Enrique MoratallaJarcha con edita su primer trabajo discográfico con Nuestra Andalucía. Este año edita su primer LP Mikel Laboa. También en Aragón publica su primer LP José Antonio Labordeta. Se inicia en la discografía Amancio Prada con Vida e Morte y al año siguiente seguiría su álbum dedicado a Rosalía de Castro. Aunque todos son cantautores estrictos, la mayor parte de ellos arrastra influencias folklóricas. El sello Belter publica algunos álbumes de música tradicional Mosaico de Canciones, Joyas del Cancionero y Antología del Cancionero.


Mikel Laboa
"Txori, txori"


1975.- Empieza su carrera All Tall que unirá en sus trabajos instrumentos autóctonos valencianos, bajo eléctrico y otros de origen mediterráneo como el buzuki. Bibianopublica su primer trabajo, Estamos chegando o mar. Tras algunos singles para Artesi y Movieplay, publica su primer Lp en vascuence Gorka Knorr. Julia León edita su primer Lp, Con viento fresco. Benito Moreno graba sus Romances del Lute. Nuestro Pequeño Mundograba Cantares de la tierra mía, en el que llevan al terreno folk una interesante colección de canciones de cantautores españoles. Nuevo Mesterpublica Romances del Pernales, su primer disco monográfico. Emi-Odeon publica Cancionero Flamenco y Belter Cancionero Español. Se publica el libro Folksong. Historia de la música popular americana del francés Jacques Vassal. Los Sabandeños publican su fundamental “Cantata del Mencey loco”.


Los Sabandeños 
Cantata del Mencey loco. Guacimara


1976.- Oskorri graba su primer LP sobre poemas de Gabriel Aresti. Será el disco menos folklórico de toda su trayectoria, aunque ya han incorporado guitarra eléctrica, violín y saxo, que unen a los tradicionales txistu, xirula y gaita. María del Mar Bonet graba sus Cançons de festa, al que seguirán en años sucesivos Alenar y Saba e terrer. La Bullonera edita por primera vez con Movieplay. Fuxan os Ventos comienzan su vida discográfica inspirados en el folklore gallego. Nuevo Mester de Juglaría publica su segunda obra monográfica, la cantata Los Comuneros sobre poemas de Luis López Álvarez.

Nuevo Mester de Juglaría
"Los comuneros"

1977.- El nuevo trabajo de Oskorri va dedicado a otro poeta, Mosen Bernat Etxepare, autor del libro en euskera más antiguo que se conoce. En él actualizan melodías tradicionales añadiéndoles el tipo de instrumentación que ya había utilizado en su primer trabajo. Comienza su éxito y sus giras, especialmente fuera de España, que les llevan a Francia, Alemania y Bélgica. Hasta la SER les nombra conjunto del año, a lo que quizá contribuyera grabar en la multinacional CBS. Surge Almadraba, un grupo empeñado en el rescate del romancero, la lírica tradicional y la tradición oral andaluza. Emilio Cao saca su primer y excelente trabajo, Fonte do Araño, que supone una importante novedad para la canción gallega. Miro Casabella publica Ti Galiza y Juan Pardo reincide en el gallego con Nina nai dos dous mares.

Emilio Cao
"Fonte do araño"

1978.- Nace Hato de Foces dedicado a la divulgación de temas vocales e instamentales del folklore aragonés. Como otros grupos de esos años se interesan por los cancioneros tradicionales, la recopilación oral y la recuperación de instrumentos tradicionales. Milladoiro se forma como tal, combinando la composición propia, siempre en línea con la tradición, con temas de cancioneros folklóricos gallegos. Empezarán sus giras por España, Europa y América. También este año comienza su andadura Mestisay, que llevará a cabo una importante labor de síntesis en la música canaria. De un grupo callejero, La Banda de Rory McGregor, surge en el metro de Madrid Labandacon su música de inspiración celta buscan la fusión del rock y el folk, colaborando también con cantautores como Hilario Camacho, Luis Pastor, Carlos Cano, Olga y Manuel Picón o Pablo Guerrero. Nace como grupo Suburbano con un intento  de síntesis entre la música folk y el momento actual, Tercer álbum de Fuxan os ventos, Galicia canta o neno.

Milladoiro
"A bruxa"


1979.- Trasgu se crea en Avilés en un momento en que la inexistencia de renovación del folklore en Asturias es prácticamente total. Oskorri abandona CBS, a pesar del éxito, para grabar con la recién creada discográfica vasca Xoxoa. Sólo permanecen tres miembros de la formación original, pero el resultado es menos ampuloso y más reposado que el de obras anteriores. Actuación de Labanda en un concierto de Eric Clapton y más tarde con Gwendal. Nueva etapa en Nuestro Pequeño Mundo, precursores en el nuevo planteamiento del folk. Emilio Cao publica Lenda da Pedra do Destiño.

Oskorri
"Aita semeak"

1980.- Se crea en Valencia Ball a Banda, integrado por 7 músicos de entre 19 y 22 años. Incorporan una sección de banda con tuba, bombardino, trombón, saxos, clarinetes, trompeta, flautas y percusiones, Interpretan desde polcas, murgas o jotas a aires mediterráneos como habaneras o tarantelas. En Cantabria surge el mismo año Cambrizal que se suma a grupos ya establecidos como Ibio. Oskorri, quizás el grupo que mejor ha conseguido en el Estao Español la modernización del folklore, empieza a recorrer un nuevo camino con Plazarik Plaza, más rico tímbrica y armónicamente que los anteriores. Se aprecia una gran evolución en el grupo y se incorporan tenias más experimentales. Nace Rio Oja uno de los máximos exponentes de la música popular riojana. Su segundo trabajo, Bailache, es el más destacable hasta ahora, Labandagraba su primer Lp con Guimbarda, Rockemería.Giras de Suburbano con Gwendal y Malicorne; grabación de su álbum Marismas con la colaboración del cantautor portugués Fausto. Incorporación al grupo de Pedro Peralta, procedente del grupo  aragonés Chicoten y colaboran con cantautores como Luis Pastor o Aute. Los Sabandeños editan este mismo año sus Cantos Canarios y los Romances Canarios de San Borondón.

Chicoten
"Albada de Beceite"


1981.-  Entre este año y el 83 Milladoiro realiza varios viajes a Escocia de los que surgirán 3 discos que marcarán la evolución del grupo. Dedicados a la investigación de la música mallorquina surge Música Nostra. Nace Brath, organizadores desde el 85 de la Xuntanza de Folk de Lugo, uno de los muchos festivales de folk que aparecen en esos años. Aparece Babia, una formación inclasificable que se apoya en vías musicales variadas, desde el folklore hindú, griego o   arábigo-andaluz a la música renacentista, barroca o al jazz y el rock. Aunque grabarán un solo disco, dos de sus integrantes, Luis Delgado y Luis Paniaguacontinuarán una interesante carrera en la que de una forma u otra está presente la música tradicional. Emilio Cao publica su tercer trabajo discográfico, No mano da auga.

1982.- Con incorporación de bajo y guitarra eléctricos, guitarras acústicas de 6 y 12 cuerdas, violín, mandolina, flauta, saxo y clarinete, que mezclan con instrumentos tradicionales como bombardino, trikitrixa, xirula, alboka, acordeón, tabla y darbuka indias,  Adío Kattalina costituye la renovación definitiva en el folk vasco de la mano de Oskorri. También en Euskadi nace Gambara que busca nuevas armonías para la música popular de su tierra. Suburbano graba Danza Rota, su cuarto trabajo, con espacio para el bolero, la soleá y la seguidilla, el folklore murciano o gallego, la rumba, las danzas de siglo XVI, baladas del folklore leridano y el zorziko.


Suburbano
"Danza rota"

1983.- Amadruga es la primera grabación de Hato de Foces. Se celebra en Valencia la primera  Trobada de Música del Mediterrani que, organizada por el grupo Al Tall, contará en sucesivas ediciones con la presencia de músicos de Egipto, Túnez, Turquía, Provenza, Occitania, Grecia, Italia, Cerdeña, Yugoslavia. Marruecos…, además de españoles. Se funda Beleño, destacados representantes de la música tradicional de Asturias, que realizarán frecuentes incursiones en el folk europeo de los países celtas y unen a la instrumentación acústica el sintetizados. Nuevo trabajo de Nuestro Pequeño Mundo, con la incorporación a los instrumentos tradicionales como el violín, acordeón, mandolina o guitarra de batería, bajo eléctrico, guitarra eléctrica. . . Candeal, Ronda Segoviana y Nuevo Mester de Juglaría actúan en el Homenaje a Agapito Marazuela en el Palacio de los Deportes de Madrid. Manolo Luna y su renovada visión del folklore murciano están presentes en el Centro Cultural de la Villa de Madrid.

1984.- En Segovia, el grupo Nuevo Mester de Jugaría organiza el Festival de Música Popular Agapito Marazuela, que hasta hoy mismo ha reunido anualmente a los más importantes grupos extranjeros y nacionales de música de Raíz. El  Instituto Canario de Etnografía y Folklore pone en marcha el Encuentro de Música Popular San Juan, bajo la dirección de Manuel González Ortega, director de Mestisay.

Mestisay
"Mazurca"


1985.- Gambara es el grupo ganador de la primera Muestra Nacional de Música Folk y Canción Popular organizada por el Instituto de la Juventud y celebrada en Toledo. Mosaico, instalados en Madrid, graban su álbum de homenaje a Agapito Marazuelacon la colaboración de grandes nombres de la canción popular como Pablo Guerrero, Elisa Serna, Julia León, Manuel Luna o Claudina y Alberto Gambino. Se celebra en Lugo el II Encuentro de Música Popular en donde los asistentes (Manuel Luna, Brath, Almadraba, Emilio Cao y Música Nostra) definen su tarea en un manifiesto común como la de "creación de nuestra propia, música moderna respetando las raíces". Cuarto Lp de Emilio Cao en colaboración con el guitarrista británico, ex Pentangle, John Renbourn.

1987.- Organizado por el Ministerio de Cultura se celebra el I Certamen Estatal de Folk en Oviedo. Junto a grupos locales como Llan de Cubel, Lliberdón, Ubiña y Beleño actuarán Brath, Oskorri, All Tall y el guipo piamontés La Ciapa Rusa.



Mosaico
"Homenje a Agapito Marazuela"










BIBLIOTECA FOLK BÁSICA




Anglés, Higinio: España en la historia de la música universal, en Arbor, nº 33-34, 1948.

Azkue, Resurreción María de: Cancionero Popular Vasco. Bilbaína de Artes Gráficas, Bilbao, 1919.

Capmany, Aurelio: Folklore y costumbres de España, Alberto Martín, Barcelona, 1944.

Caro Baroja, Julio. Ensayos sobre la cultura popular española. Ed. Dosbe, Madrid, 1979.

Demófilo (Antonio Machado y Álvarez).Colección de cantes flamencos, Sevilla, 1987. Hay ediciones posteriores.

Díaz, Joaquín: Palabras ocultas en la canción folklórica. Taurus. Madrid, 1971Música folk. Planeta, Barcelona, 1975. Romances, canciones y cuentos de Castilla y León. Ed. Nueva Castilla. Valladolid, 1982.

Díaz Viana, Luis. Rito y tradición oran en Castilla y León.Ámbito, Valladolid. 1984. Vender y cantar. Literatura popular en la Castilla de este siglo. Ámbito, Valladolid, 1987.

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García Matos, Manuel y Carmen: Folleto de Magna antología del folklore musical en España, Hispavox, Madrid, 1979. Instrumentos folklóricos de España, en Anuario Musical, CSIC, Barcelona, 1954.

Giménez Frontín, José Luis. En torno a la cultura popular, en Seis ensayos heterodoxos. Editorial Madrágora, Barcelona, 1976.

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Zavala, Antonio (SJ):Bosquejo de historia del versolarismo. Auñamendi, San Sebastián, 1964.






GEOGRAFIA DEL FOLKLORE
Instrumentos y ritmos




Castilla y LeónInstrumentos: guitarra, laúd, nautas, dulzaina, bandurria, tambor, tamboril, pandero, triángulo, yerrillos, sonajas (panderetas sin parche), cántaros soplados, botellas labradas, almirez, llaves, castañuelas, zambomba, rabel, pandero leonés (cuadrado con cuerdas entre ambos parches), vihuela (Burgos), gaita (Zamora). En Madrid gaita pastoril (similar a la alboka vasca) y arrabel (como los ossets catalanes hechos con huesos de cordero). Ritmos: Jota, seguidillas, pasacalles, mayos, romances, rondas, torras, meloneras, jeringonzas, coplas de ciego, fandangos, ruedas, boleros, paloteado, o pachacorra (en Zamora), mayos, planas, rondón,  corros, redondillas, baile montañés, danzas de cascabel y giraldilla (León), charrada (similar al aurresku vasco).

Extremadura. Instrumentos: guitarra, bandurria, arrañuelas, panderetas,   botellas,   yerrillos,   acordeón, flauta de pico, tamboril, palos. Ritmos: romances, pregones, perantón, corridiño oliventino, son brincao, son llano, pindongo, zajarrona, malandrín, baile del candil, viradoble, fandangos, rondas, jotas, rama, paloteo, alboradas, pasacalles, tocatas.

País Vasco           Instrumentos: txistu (relacionado con el pito cántabro), alboka (flauta doble con cuernos), tamboril, tambor, acordeón. Ritmos:  zortzico,   biribilketa,  espatadantza, ariñ-arin, bertsolaris (cantos improvisados de desafío), fandangos (derivados de las jotas aragonesas).






Navarra           Instrumentos: los vascos y alguno aragonés. Ritmos: jota, apirila, mutildanza, olentzero.

Aragón         Instrumentos: Tambor, flauta jacetana, gaita o bot (de Huesca, similar a la cabrette francesa), chicotén (similitudes con la espineta de los Vosges franceses), pulgaretas (castañuelas broncas). Ritmos: jota (la del Alto Aragón más viva y la del Bajo Aragón más reposada), somerondón (canto y baile de corro), boleros, polinarios, tintan (norteño y de influencia francesa), albadas, rondallas, auroras, danza y contradanza, paloteao. romances, seguidillas.

Galicia                Intrumentos: gaitas (grilleira. redonda, tumbal), pandeiro con y sin arxóuxeles, tamboril, arpa celta, zanfoña, castañuelas, ferreiras (panderetas sin parches). Ritmos: muñeira, gallegada, ribeirana (Orense), carballesa, alalá, ruada y foliada, pandeirada, alboradas, cantos de arriero, de canteros, de vendimia, cantigas marineras, cantares de pandeiro, mayos, espadeladas y otros cantos de faena, cantos de ciego, coplas soldadescas, arrolos o berces (de cuna), tragalladas, enchoyadas, regueifas.

Cantabria         Instrumentos: pitos de caña, chiflas, tamboril, rabel, pandereta, castañuelas, cucharas, pandero sin sonajas,  zanfona, zambomba, gaita serrana, tambor, caracola marina, (Ibío). Ritmos: danza de Ibio, picayos, canto montañés, rondas (pasacalles), marzas, poleos. Influencias leonesas v asturianas.






AsturiasInstrumentos: gaita,  castañuelas  grandes y pequeñas, llaves y saarten, birimbao, pandero, pandereta. Ritmos: asturianada, jota baqueira, corrí corrí, pericote, vaqueiradas, danza prima, cantos de arriero, perindango o perlindango, careado, saltón, rebudixu, giraldilla, careado, saltón.

Cataluña. Instrumentos: tenora, flabiol (flautas) cornamusa, gralles (dulzainas), cobla (tenora, tiple, cornetín, fiscorno, trombón, contrabajo, caramillo-tamboril), pandero. Ritmos:   sardana,   jota,   romances, goigs (letanías religiosas), canciones  de laboreo, canciones de pandero, villancicos, caramellas, contrapás.

Baleares.          Instrumentos: gaita, ximbomba (Mallorca), xeremíes (Ibiza), grandes castañuelas o crótalos. Ritmos: bolero mallorquín, cuantres (de porfía), sa curta y sa llarga (nupciales), parado, mateixa, jotas, cociés, moxiganga, copeo, cantos de cullir y espolsar (agrícolas), tonadas de laboreo, codoladas, glosats (similar al versolari vasco), fandanguera (Menorca).





Valencia. Instrumentos: donsaina, tabalet, (agrupaciones de metal), guitarra, bandurria y laúd (agrupaciones de pulso y púa), castañetas, ferréts (hierrillos), postisses   (castañuelas), guitarrones y tiples (pequeñas cuerdas). Ritmos: u, dotze, albáes, despertá, jota per la valencia, folies, baile de carxofa o magrana (como el de gitanas en Cataluña y el de cintas y cordón en otras  zonas,  pero con frutos), seguidillas, paloteo, fandango y bolero, xaquera vella (danza, de bodas).

Murcia       Instrumentos: timbales, tambores, guitarra, violin, campanillas. Ritmos: parranda, seguidilla, huertana, minera, jotas, roda, auroros, cartagenera, pardica, fandanguillo, aguinaldos, zángano, parrandas, trovos (cantos de desafío). Influencia de corrientes andaluza, valenciana y castellana.

Andalucía         Instrumentos: guitarra, castañuelas o pitos, flauta, tambor. Ritmos: fandangos, jotas, seguiriya, sevillanas, alegrías, romances, bulerías, soleá, cantiña, cañas, rondeñas, malagueñas, serranas, martinetes, mineras, taranta, petenera, polo, soleares, tangos, tonas, mayos.

Canarias               Instrumentos: guitarra, timple, tajaraste, chácaras, tambor, flauta, bandurria, acordeón. Ritmos: jotas, malagueñas, seguidillas, saltona, tanganillo, isa, santo domingo, tajaraste, folia, tango herreño, guaracha, sirinoque, ranchos, aires de lima, saranda, polka, mazurca, berlina, baile corrido, puntos cubanos, habaneras, vivo, canario, baile de las cintas, arrorró (de cuna).














EN EL PRINCIPIO FUE LA MÚSICA
Guión final




Todo el material reproducido más arriba dio lugar, finalmente, al guión del primer capítulo de “España en solfa”, que con el título de “En el principio fue la música” intentaba contar la evolución del folklore español a lo largo del siglo XX, en su transformación a lo que con el tiempo se denominaría mayoritariamente música de raíz. He encontrado el guión de aquel capítulo y creo que alguien puede sentir la curiosidad de cómo intentamos convertir los datos y la documentación en una historia televisiva. También he recuperado el episodio grabado, y cuando consiga copiarlo de manera técnicamente aceptable, de momento hay problemas, lo colgaré en el blog.

Para entender mejor el texto quizás convendría aclarar que en  cada capítulo de “España en solfa” el documental se contaba a través de una leve historia dramatizada. Una ficción que, en la intención de quienes lo ideamos, debía funcionar no sólo para dar entrada a los fragmentos documentales o para ilustrar y representar lo que en ellos se contaba, sino como una especie de metáfora o similar sobre alguno de los aspectos que pudieran ser significativos del género musical referido en cada capítulo. Pienso ahora que era una idea ambiciosa (incluso pretenciosa, mal mayor) a la que sólo conseguirnos aproximarnos en alguno de los episodios. Y eso gracias, sobre todo, a la cantidad de medios que la televisión pública del momento dedicó a la serie y a la extremada profesionalidad de todos sus trabajadores.

Fuera como fuera, la historia de ficción de “En el principio fue la música” estaba situada en un futuro post-nuclear en el que la humanidad, o al menos una parte de la humanidad, se ha retrotraído a formas de vida primitivas, pese a que se conserve intacta la memoria de lo que fue. Una comunidad aislada formada por un anciano (“Maestro”, interpretado por Ricardo Solfa con barbas de chamán y gafas de caña) y cuatro jóvenes entre la infancia y la post-adolescencia (“Dulce”, “Tenaz”, “Gozo” y “Galán”) decide partir en busca de otros grupos que hayan podido sobrevivir a la catástrofe. El viaje es la historia. Rodado en los parajes espectaculares que rodean el río Eo, frontera entre Asturias y Galicia, el capítulo cuenta, al menos, con una excelente factura visual, precisamente el aspecto más difícil de detectar en las deficientes capturas de imágenes que utilizo como ilustración.

En los descansos del recorrido, en el que hay de todo, bosques y playas, enamoramiento y muerte, el anciano va contando a los niños viejas historias del pasado, que aderezadas de imágenes y canciones, se convierten en documentales. Se conoce que el viejo no tenía otra cosa que recordar sino los avatares de un folklore ya desaparecido de no ser por la viveza de su memoria. 


        


MAESTRO.- Llegó un momento en la historia de nuestros antepasados, al que llamaron siglo XIX de su era, casi cien años antes de la catástrofe, en que el mundo comenzó a cambiar de manera sorprendente. Fueron años de grandes inventos y adelantos. Se crearon los motores a vapor y el hombre descubrió que la fuerza que podía desplegar con las máquinas era tan grande que podía hacer lo que antes no había soñado: coches, trenes y barcos de vapor con los que las distancias y el tiempo se acortaban; o grandes máquinas para manufacturar los tejidos, los metales y la madera. Y se inventó la luz eléctrica, que permitía ver en la oscuridad. Y el telégrafo y el teléfono con los que comunicarse en la distancia. Y la fotografía. Y el cine, con el que podían retratar la realidad tal como era o tal y como ellos querían que fuera. Y las grabaciones sonoras, capaces de dejar constancia de los sonidos y las canciones. En el desconocimiento de sí mismos que siempre han tenido los humanos, en la ignorancia de sus miserias y la sobrevaloración de sus virtudes, creyeron haber descubierto un nuevo y desconocido horizonte de felicidad y progreso.



La vida de las personas comenzó a transformarse. Los que vivían en el campo, alimentándose con los frutos que con sus manos recogían de la tierra, como nosotros hacemos ahora, empezaron a marcharse a las ciudades, donde, aparentemente se vivía más cómodo y mejor. Así se formaron grandes urbes modernas y masificadas, llenas de industrias en las que se trabajaba de la mañana a la noche. Aunque los hombres y mujeres que llegaban a ellas desde el campo traían sus costumbres y canciones propias, pronto descubrieron que éstas no servían de nada en su nueva vida. No había trigo que recoger ni maíz que sembrar, ni fiestas en las que cantar y bailar, ni lluvias por las que rogar. Allí no se celebraban las bodas vestidos todos con el traje tradicional y cantándoles mayos a las novias, ni los domingos tras la misa, se bailaban ya jotas o espatadantzas, muñeiras o isas. En la nueva ciudad aprendieron que todo era distinto,  su vida y sus  diversiones,  y las costumbres y cantos que traían con ellos fueron variando.

De las canciones antiguas que habían aprendido de sus antepasados unas fueron olvidadas y otras comenzaron a sonar distintas de como las recordaban, interpretadas, no por el coplero en la plaza o por ellos mismos, sino por artistas encima de los escenarios o en la radio; o más tarde en los discos.

Era, a lo mejor, la misma canción que ellos habían cantado hacia años en la fiesta de la patrona de pueblo, pero ahora era otro el que la cantaba, ellos sólo escuchaban y además tenían que pagar para divertirse así, olvidando por un momento sus duras condiciones de vida.



TENAZ.- ¿Cómo es posible Maestro que todavía recuerdes esas canciones que dejaron de cantarse  hace tanto tiempo?

MAESTRO.- Porque hubo gente que se encargó de recogerlas y ordenarlas para que las pudieran conocer las generaciones posteriores. Se les llamó folkloristas y surgieron en todo el mundo en el siglo XIX de la era anterior. Ellos recorrían los pueblos, hablaban con la gente y tomaban nota de las costumbres, los cuentos, los bailes, las vestimentas y las Canciones que encontraban. Luego las publicaban en libros, y más tarde en discos, para que las gentes pudieran recordarlas tal como eran.


GOZO.- Y aquí en España ¿hubo mucha gente que se dedicó a ello?

MAESTRO.- Por supuesto. Ciertos escritores, intelectuales, profesores o científicos se encargaron de recoger y catalogar el cancionero popular. Quizás el primero fuera Ruiz de Aguilera, que en el año 1805 editó su Armonía y cantares, pero no fue el único. Otros como Fernán Caballero, Emilio Lafuente, Nicolás Segura o Tomas Segarra también recopilaron coplas y poesías populares. Aunque, según lo que yo sé, uno de los padres del folklore español fue Antonio Machado y Álvarez un gallego que no sólo recogió los cantos de su lugar de origen sino también los de su tierra adoptiva, Andalucía. En 1880 publicó su Colección de cantes flamencos, que se constituiría en modelo de cuantos trabajos aparecieron posteriormente.


DULCE.- ¿Y recorrían toda España andando? Pues tardarían un montón.

MAESTRO.- Más grande es el mundo y el hombre llegó a recorrerlo en un suspiro. Pero algo de razón tienes, que en la época que os cuento todavía se andaban despacio los caminos. La mayoría de los trabajos se reducían a territorios más pequeños que el mundo, locales, regionales o provinciales. En aquellos años, quizá debido al fuerte choque cultural que supuso 1a industrialización, reaparecían con fuerza en España los sentimientos nacionales en Cataluña, Euskadi o Galicia, y surgían otros nuevos como el andaluz o el canario. El indagar en las raíces musicales de los pueblos respectivos fue una manera de asentar esas identidades nacionales. Los canciones del País Vasco que recopilaron Francisco Gascue Murga, el padre Donostia o el padre Azkue (comprobar); el de valencia, sobre el que trabajó Felipe Pedrell; el de Burgos, al que dedicó su atención Federico Olmeda; o el de Salamanca de Dámaso Ledesma, permitieron a las generaciones posteriores conocer las viejas canciones de su tierra para difundirlas o para crear otras nuevas a partir de ellas.

TENAZ.- Y cuando morían los folkloristas ¿Quiénes conservaban las canciones?

MAESTRO.- Otros folkloristas, naturalmente. Aquel siglo XX fue un tiempo de cambios vertiginosos, de acontecimientos tumultuosos. A la luz de las libertades políticas y de la intensa actividad cultural que promovió la República española floreció una ejemplar generación de estudiosos del folklore. De ese ambiente surgió Eduardo Martínez Torner, que en 1935 publicó su obra Temas folklóricos, y Julio Caro Baroja y Manuel García Matos, cuyo trabajo sería importantísimo años después, cuando una pertinaz sequía cultural se apoderara del país. Y no nos olvidemos de Agapito Marazuela, reputado guitarrista clásico que ganó un premio nacional por su Cancionero de Segovia, y que sería encarcelado y represaliado tras la guerra civil que asoló España de 1936 a 1939, pese a lo cual no dejó de ejercer su magisterio, fundamental para los jóvenes que empezaron a aparecer por toda Castilla reinterpretando el folklore a partir de los años 70 de aquel siglo. O Antonio José Martínez Palacios, uno de los músicos más prometedores de su tiempo, que recopiló el cancionero burgalés y fue fusilado por las tropas sublevadas en 1936.


MAESTRO.- ¿Qué movería a los folkloristas a recorrer los caminos y los pueblos para recoger y catalogar canciones? En buena medida el hastío que les provocaba la sociedad industrial que comenzaba a construirse, una sociedad que les parecía inhumana y vacía, aunque en aquel tiempo sólo fuera una tímida muestra de lo inhumana y vacía que llegaría a ser. Y el temor a que desaparecieran definitivamente las tradiciones que el pueblo llano, fundamentalmente rural atesoraba. Era una búsqueda de la bondad, la pureza y la verdad que pensaban encontrar en las clases populares. Una Búsqueda ineficaz tal vez, pero hermosa.

El mundo estaba cambiando de base, y no sólo porque un canto internacional así lo dijera. Los intelectuales se acercaron al pueblo, a su cultura para ayudarla a sobrevivir o para integrarla en su propio arte. En la obra de Alberti, o Lorca, de Oscar Esplá o Manuel de Falla, de Santiago Rusiñol, Alberto Sánchez o Zuloaga, lo popular constituyó algo más que un sustrato formal. Fue un acercamiento al pueblo y su cultura, tanto estético cómo ideológico, que conformó, en un momento de revueltas sociales y luchas políticas una opción artística que revelaba una definición humana y vital.


MAESTRO.- Hubo un tiempo en que el folklore, que había sido patrimonio del pueblo, subió a los escenarios y se convirtió en canción. Corrían los primeros años del siglo XX y entre mazurcas, polka y valses apareció el cuplé, un estilo que junto a las influencias de ritmos extranjeros, americanos o europeos, también encontró en el folklore una fuente de creatividad. Se alteraron ritmos y melodías, se hicieron arreglos orquestales de las viejas canciones y se escribieron nuevas letras y músicas, muchas veces inspiradas en formas tradicionales, que llegaron al público desde escenarios hasta entonces insospechados. Aquello no era folklore, naturalmente, era ya otra cosa.

La utilización del folklore por la música comercial del momento alcanzo su auge con lo que se acabó definiéndose como “canción española”, un género que nació en la década de los 20, continuó hasta la guerra civil y vivió su momento de mayor éxito, y también de mayor decadencia artística, en los años 40 y 50.

Intérpretes como Argentinita, Angelillo, Miguel de Molina, Imperio Argentina, Concha Piquer y muchos otros de menor fuste interpretaron a su manera, a veces excesivamente convencional y edulcorada, zambas, jotas y otras composiciones originales inspiradas en el folklore.


MAESTRO.- Entretanto, el régimen dictatorial que había surgido de la guerra civil, siguiendo el ejemplo del nazismo alemán o el fascismo italiano, rebajo el folklore a la categoría de propaganda política, vaciándolo de su contenido y sentido último a través de la labor artificiosa, aunque esforzada, de la Sección Femenina.

Algo que todavía estaba vivo en aquellos momentos pasaba así a las vitrinas de los museos de trajes típicos como resto fósil de lo que aún era; y como valor supremo servía en las demostraciones sindicales el 1º de mayor, fiesta de San José Obrero, para solaz y apaciguamiento de las masas trabajadoras. Pan y circo, una fórmula ya experimentada desde la noche de los tiempos.

A mediados de los años 50, las condiciones de vida en el país habían conducido al folklore a un camino sin salida. La ya definitiva urbanización de la sociedad, la extensión de los medios de comunicación, especialmente la radio y el cine, y la actitud propagandística que la oficialidad tenía para con los restos de la cultura popular, habían vaciado por completo a la canción tradicional de sus utilidades y sentido. Aún así se hicieron trabajos de recopilación de gran valor, como la Magna antología del folklore, realizada y grabada por el profesor García Martos. No obstante, la imagen que de de su canción folklórica recibía el país a través de los intérpretes de “canción española”, era degradada, vulgarizadora y falsa. El rechazo consiguiente se generalizó entre las jóvenes generaciones, que terminaron por preferir el rock y otras músicas importadas. El folklore estaba condenado a muerte. Todos lo sabían y, desde luego, en aquella época todavía no se había encontrado una fórmula que permitiera su continuidad en los nuevos tiempos, que no llegaría hasta años más tarde con los grupos y cantantes de raíz folklórica.


MAESTRO.- Hablábamos de la decadencia y deformación el folklore durante el franquismo, ahora nos toca hablar de su renacimiento, que por fortuna comenzaría a despuntar ya en la década de los 60. En esos años surgirían por todo el mundo artistas que se interesaron de nuevo por el folklore, lo revalorizaron, lo difundieron y lo integraron en su propio trabajo. En España sucedió algo similar, Algunos cantantes, como Joaquín Díaz, unieron sus condiciones de intérpretes de canciones tradicionales con la de investigadores, rescatando y dando a conocer músicas antiguas y olvidadas, conservadas en los cancioneros, junto a otras que sólo permanecían en la memoria de los ancianos a los que él visitó y cuyos cantos recogió. Fue el inicio de una nueva escuela de investigadores e intérpretes que continuó en los veinte años siguientes al menos.

También hubo grupos, ahí está Nuestro Pequeño Mundo, que llevados por su admiración inicial por el movimiento folk en Estados Unidos acabarían por descubrir la belleza del folklore propio, difundiéndolo con éxito entre el público. Ahí comenzó una polémica que duraría largos años entre lo que, para simplificar, llamaríamos “puristas” e “innovadores”.


TENAZ.- ¿Y eso qué significa?

MAESTRO.- Ambos coincidían en la defensa y recuperación de la música tradicional, que había dejado de interesar a la gente al primar los nuevos valores de la vida urbana frente al medio rural, pero diferían en la forma de hacerlo. Mientras que unos, a los que hemos llamado “puristas”, optaron por conservar las canciones tal y cómo les habían sido transmitidas, los otros, los “innovadores”, bucarfon nuevos caminos en su interpretación, sirviéndose de los instrumentos y medios que la técnica ponía a su alcance para hacerlo.

En Barcelona, en pleno auge de la canço catalana, surgió un grupo de jóvenes cantantes que se dieron a sí mismos el nombre de Grup de Folk. Admiradores de Pete Seeger y Dylan, de Atahualpa Yupanqui y las canciones tradicionales catalanas, se plantearon una interpretación lúdica y contemporánea del folklore, ajena a cualquier tentación etnográfica. Este intento acabaría dando fruto en las obras tan conseguidas de cantautores como Pau Riba, Jaume Sisa o María del Mar Bonet.

En los mismos años setenta, como contraste al trabajo heterodoxo de Nuestro Pequeño Mundo o los miembros del Grup de Folk, y en la misma línea de trabajo de Joaquín Díaz, surgió una escuela de recuperación folklórica que pretendió unir al rigor investigador y la pureza interpretativa con una expresión festiva y espectacular sobre el escenario. Una escuela que, encabezada por grupos como El Nuevo Mester de Juglaría en Segovia o Los Sabandeños en Canarias, encontraría también eco en los gallegos Fuxan os Ventos, el grupo Hadit en Castilla o Almadraba en Andalucía, entre muchos otros.

GOZO.- O sea, que a partir de ese momento los que estudiaban la música eran los mismos que la interpretaban.

MAESTRO.- De todo hubo, pues durante los años setenta el folklore interesó de manera particular. Unos, como los etnólogos Luis Díaz de Viana, Manolo Garrido o Lhotar Siemens se dedicaron con exclusividad al trabajo de investigación erudita del folklore; otros, como Joaquín Díaz, Manuel Luna o Ángel Carril, simultanearon la investigación con la interpretación pública y la reelaboración folklórica.

MAESTRO.- La música popular es normalmente sencilla, pero puede ser también muy rica y variada. Hasta tal punto que no sólo influyó en los artistas que basaban su trabajo en las raíces folklóricas, sino que afectó también a otros creadores de canciones que nacían en aquellos años sesenta y setenta del siglo XX. Según la región o nacionalidad a la que pertenecieran y las circunstancias de cada uno, y, por supuesto, según sus propias preocupaciones estéticas, los diversos creadores de la nueva canción de autor española bebieron de muy variadas fuentes, entre ellas los folklores respectivos.

 Entre los miembros del grupo pionero de la canción de autor vasca Ez ok Amairu, hubo quienes como Xavier Lete, Benito Lertxundi o Lourdes Iriondo partieron del folklore para muchas de sus creaciones. En el caso de Mikel Laboa la reelaboración de canciones populares conviviría con composiciones altamente rompedoras y vanguardistas.

Tanto en Cataluña como en Galicia, junto a creadores que en un principio tomaron como modelo inmediato la música francesa, italiana o anglosajona, también hubo quienes se inspiraron en su propio folklore, como muestran los casos de Marina Rosell, María del Mar Bonet, Amancio Prada, Benedicto o Emilio Cao, por recordar tan sólo algunos de los nombres que merecen ser recordados.

En otros lugares, como Aragón, Castilla, Andalucía o Extremadura apareció esporádicamente en autores como Labordeta, La Bullonera, Elisa Serna, Pablo Guerrero o Carlos Cano. Hubo también  cantautores de éxito, como Víctor Manuel o Joan Manuel Serrat, que aunque no empleasen las canciones folklóricas en sus composiciones dedicaron algunos de sus trabajos a interpretarlas. 


MAESTRO.- Hubo un tiempo en la era anterior a la catástrofe, allá por los años sesenta del siglo XX, en que- los hombres que amaban las canciones tradiciones y los valores y formas que encerraban creyesen que el folklore se moría y no habría forma, de remediarlo. Y tenían razón, pero no debían sufrir por ello.

El folklore, como toda cosa viva, había llegado a ese punto en que acababa su ciclo vital. Aquello para lo que había sido necesario dejaba de existir, otros sistemas distintos sustituían y anulaban sus valores tradicionales. Había llegado el momento de su muerte y era inútil intentar prolongar su vida con medios artificiales, reproduciendo en los escenarios lo que el folklore había sido en las plazas de los pueblos, los tajos de trabajo o las reuniones alrededor de la lumbre.


Lo que había que considerar entonces era si ese folklore que moría había dado sus frutos. Había nacido, se había desarrollado y, al final de su vida, estaba en trance de morir. Pero ¿se había multiplicado? ¿Se había perpetuado en algo que fuera su descendencia? Así había sido. En España, y en todo el mundo, surgieron músicos, cantantes y grupos que en ese folklore agonizante encontraron las raíces para desarrollar su trabajo creativo, nuevo e imaginativo, enraizado en el pasado pero pensando en el futuro. Ya no era folklore "clásico" lo que hacían. Eran los hijos del folklore, y en ellos, en sus nuevas músicas salidas de las viejas esencias, se perpetuó el sentir último y definitivo del folklore: sus valores estéticos, su enraizamiento popular, su forma de mostrar el arte y la vida de acuerdo a como el pueblo los veía.


MAESTRO.- A partir de los lejanos años setenta de aquella era, muchos creadores  de canción popular, desde Oskorrí a Milladoiro, desde All Tall a Mestisay revolucionaron el folklore. Ellos buscaron con su obra la continuidad de los valores esenciales de la canción popular, adaptándolos al momento que vivieron y utilizando todo aquello que les permitía actualizarlos y acercarlos a la sensibilidad contemporánea.


La ampliación de los conocimientos musicales y los avances en el terreno de la comunicación otorgaron, junto a las nuevas tecnologías, medios hasta entonces vedados a los intérpretes tradicionales. Muchos, como Mosaico o Brath, aplicaron estas tecnologías a la recuperación de formas musicales propias, que en otro caso se habrían perdido en el olvido o se habrían visto sometidas a la indiferencia por parte de la cultura dominante. Estas tecnologías se convirtieron en un arma doblemente valiosa, al facilitar, por un lado, el acercamiento e identificación con la sociedad de cada momento y por otro, lucha contra la uniformidad que siempre han impuesto las culturas de los imperios.

Para, muchos fue un vehículo estético. Para otros un camino de expresión ideológica o política enfrentada a la impuesta por las clases o naciones dominantes en el mundo. Para la mayor parte, ambas cosas a la vez. En todo caso, fue una de las más variadas y fascinantes aventuras musicales que se hayan dado en el correr del tiempo, que se abre de nuevo ante nosotros con todas sus promesas y desencantos.




La canción popular ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma
Fragmento de “En el principio fue la música







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