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Channel: Memoria músico-festiva de un jubilado tocapelotas
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Mujeres y amores en las canciones de Hilario Camacho





Frente a la falsa idea de Hilario Camacho como creador de paraísos idealizados y mundos de estallantes coloridos, como narrador de historias de arrebatado idealismo romántico, pienso que, muy al contrario era un fiel cronista de la realidad. De “su” realidad, eso sí, y aún más de “su” realidad íntima, en la medida en que el principal protagonista de sus canciones era siempre él mismo, incluso cuando los textos se los escribirán otros. A estas alturas me parece claro que quizás sea Hilario uno de los cantautores españoles con una obra más autobiográfica, uno de los que de manera más directa ligó sus canciones y su vida. En ellas dejó perfectamente expresados sus miedos y sus esperanzas, sus pasiones y sus decepciones, su deseo de vivir y su espanto ante la vida, que siendo temas profundamente personales resultan también asumibles por quienes le escucharon en vida o escuchen ahora sus discos.

El mundo expresivo de Hilario, y el vital, tienen un fondo común, que es la contradicción, entre la búsqueda permanente de valores absolutos (felicidad, amor, libertad, serenidad…) y la imposibilidad de conseguirlos. La lucha entre la utopía y la realidad (o la realidad y el deseo, que diría Cernuda). Alrededor de este eje se estructuran la gran mayoría de sus canciones, desde las que tratan directamente de su enfrentamiento con el mundo (“Como todos los días”, “Madrid amanece”, “Táxi” y, sobre todo, esa obra maestra que es “Volar es para pájaros”, entre otras pocas, no demasiadas) hasta las que le han dado su toque más característico y las convirtieron en la referencia más clara para su público: las canciones de amor.

Los mujeres y el amor protagonizan, pues una buena parte de la obra de Hilario, no sólo porque sean los temas más comunes, sino porque a través de ellos explicó sus complejas y a veces contradictoras ideas, sueños y anhelos sobre el amor y las mujeres, y en general sobre la vida con una sinceridad a veces estremecedora. Es precisamente esa capacidad para analizar las relaciones amorosas en toda su matizada variedad y complejidad. Un análisis que aún partiendo de su propia experiencia, o quizás precisamente por ello, se aleja de los tópicos y resulta perfectamente identificable por el oyente, que ha vivido o pensado situaciones y sentimientos similares. Esa profundización en el universo amoroso es lo que desmiente el tópico de “cantante romántico” con el que ciertos indocumentados le catalogaron a lo largo de su vida y en las necrológicas. En todo caso, Hilario sería un “indagador de sentimientos”, aunque también fuera un denunciador de realidades íntimas.

Así pues, a lo largo de sus casi 40 años de carrera musical, Hilario escribió muchas canciones de amor, tanto con letras propias como ajenas. Todas ellas unidas dan una imagen poliédrica de la personalidad de Hilario en este tema, partiendo de ese hecho esencial en su vida que es la dicotomía sueño-realidad. En estas canciones, Hilario habla casi siempre en primera persona, lo que tiende a acentuar su carácter autobiográfico, y describe y canta a diferentes tipos de mujeres y, por consiguiente, de amores, claramente identificables en sus rasgos fundamentales. Diferentes, sí, aunque, a mi parecer, no contradictorias, sino complementarias. Hilario, como todo humano, es capaz de desear con singular intensidad una cosa y la contraria, tal vez porque, como nos pasa a todos, con cada una ellas se puede cubrir un hueco distinto de nuestras particulares personalidades, una carencia, un deseo o una pasión perfectamente compatibles en su diferencia. 

Están, por ejemplo, la mujer-refugio, que ofrece cobijo en los momentos de angustia, la mujer-deseada, que se anhela pero no se llega a conseguir, la mujer-compañera, con la que se comparte (o se desea compartir) la vida entera, o la mujer-contradicción, a la que no se sabe si odiar o amar. También hay mujeres-destructoras, que te machacan la vida como una percanta de Discépolo, e incluso, es el colmo, mujeres-felices, con las que realiza un amor pleno y explosivo (como nota al margen, resulta curioso que en las notas que he tomado la mayoría de las canciones que he anotado en esta categoría estén en el disco “No cambies por nada”, 2003). Pero las dos variantes que más abundan en su repertorio, o al menos, las dos para las que yo he encontrado más canciones, son la mujer-imposible, inalcanzable, y la mujer-ilusión, igualmente fuera de plano. Quizás sea significativo.


MUJER REFUGIO


Debajo de aquel Hilario de camisas coloristas, bromas y jolgorio, pelos rizados, lacados o tintados y simpatía arrolladora, a veces aparecía el niño desprotegido, inseguro y temeroso que era en el fondo de sí mismo, revelando al menos una de esas partes de la personalidad que cada uno tenemos, y así lo dejó plasmado en algunas hermosas canciones. El tema aparece pronto en su obra, en 1973, aunque sea de escritura bastante anterior, en “A pesar de todo” y en esa canción titulada “Ven aquí” (que con “Imagen” es la primera canción con letra propia que grabó). Paradójicamente, aquel primer Hilario desprotegido que se confesaba en este tema inicial se presentaba no como el receptor de la protección, sino como el donante. Es él quien se ofrece como refugio a otra persona, en un contexto, no de amor, que eso llegaría luego, sino de amistad.

La canción tiene una fuerte carga de ambigüedad, pues sólo la utilización en masculino de la palabra “aprisionado” nos indica que se dirige a otro hombre en un contexto amistoso, que si no fuera por ella podría aplicarse a una mujer a la que se ama o se quiere amor: Pese a todo, estas dos circunstancias no difuminan el mensaje de la canción, esa necesidad de refugio que las personas tenemos cuando ya no podemos aguantar más.



La mujer-refugio vuelve a aparecer en su siguiente disco (“De paso”, 1975), ya en el contexto amoroso, en “Testimonio”, en la que tras definir al objeto de su amor como “mujer fuerte”, “mujer árbol, manantial”, reconoce la protección que le ofrece como característica básica de la relación: “… En su profunda gruta/ no existe el tiempo./ En su profunda gruta/ no existe el dolor terrible de la música./ No existe esa angustia impalpable/ de llorar boca abajo…”.
Y aún hay otras variaciones del Hilario que busca en la mujer amada no sólo un objeto de deseo, o una compañera con quien compartir la vida, sino, ante todo, alguien ante quien esa dolorida persona que era nuestro amigo pueda romperse como un niño, que asustado ante las fantasmales sombras que en la noche hace el árbol de la calle en su ventana corre a la cama de su madre y se acurruca en sus brazos: “Puedo apoyarme sobre ti/ si estoy cansado,/ quedarme a tu lado/ sin hablar./ Puedo confiarte en ti/ mientras te cuento/ secretos sentimientos /que hay en mí” (“Nube de arena”, 1981).

Sin embargo, la composición en la que esa faceta de persona necesitada del refugio y la protección que le puede ofrecer la mujer de la que se enamora está más clara es en “María”, esa obra maestra que compuso en una de sus huídas mayorquinas y que grabó en 1976 en “La estrella del Alba”.


Al igual que en otras canciones suyas (“Como todos los días”, “Taxi”, “Dolores, dolores”, “Madrid amanece”…), Hilario comienza “María” con una referencia espacio-temporal, concretando con ello un principio de realidad: “Amanece y en mi cuarto/ hablo de la oscuridad/ pienso en ella y necesito/ compartir mi soledad”. La historia puede ser una fantasía, un sueño o una reflexión fruto de su mente, pero siempre surgen en un momento preciso y en un espaci físico concreto e identificable. Tras esa concreción, que viene a ser como la fecha de una carta, cuenta lo que le diría o haría a la amada en el caso de tenerla delante, rememorando la aventura que ya han vivido y que, indefectiblemente, ha acabado mal: “Y sin pensar nada más partí/ hacia un largo viaje sin final/ y en aquella entrega me perdí”. Tras establecer que la historia ha acabado lamenta lo que pudo haber sido y no fue y explica el desamparo en que se ha quedado, la desprotección, en definitiva, en la que vive sin la mujer-refugio que necesita, y que creía haber encontrado frente a ese mundo que se le presenta hostil: “Sin ella me encuentro solo/ en medio de una calle oscura/ sin ella la noche es larga/ noche azul, noche sin luna”. Para acabar expresando su deseo más profundo de regazo, refugio y reposo: “Ven, María, que quiero/ anidar en tu blanco pecho/ y besar esos ojos que inundan/ mi cuerpo de claridad”. 



MUJERES SOÑADAS

En su vida real, cotidiana, el sueño y la fantasía constituían el mundo irreal pero plausible en el que a Hilario le hubiera gustado habitar, el paraíso perdido a veces, la felicidad presentida en muchas ocasiones, la utopía en definitiva, que hace tolerable con su sola enunciación ese otro mundo más sórdido, contradictorio y doloroso de la realidad. Y si eso era así en la faceta más social de su vida y su obra, también lo era en la más personal, la amorosa. Ese deseo de perfección que marca la utopía y el sueño amorosos no podía dejar de quedar reflejado en sus canciones, en las que abundan las referencias a la mujer ideal, soñada, deseada, que él sabe que no es sino el fruto de su imaginación pero a la que no renuncia a darle carta de naturaleza física, real y tangible a través del deseo.

Hilario se dirige a esa mujer ideal “desde los sueños extraños / que recuerdo y no describo”, dice en “Te escribo” (2004), “desde el mundo en blanco y negro / en el que pienso en que vivo”, un mundo pues de contradicción entre lo deseado y lo posible, que, como siempre en Hilario, no deja de tener esos apuntes descriptivos que enmarcar la acción en un lugar y un momento: “desde mi habitación / sentado en un lecho vacío / te escribo mientas espero / mientras espero te escribo”, para rematar el estribillo contraponiendo ambos ámbitos: “te espero mientras te sueño / mientras te sueño te escribo”. La ambigüedad proverbial de Hilario, su resistencia a las definiciones unívocas y a las lecturas únicas de sus canciones juegan en este tema con la realidad y la ensoñación como modelo amoroso que ya estaba presente en alguna de sus composiciones anteriores: “Tu serás princesa de mi cuento, / compañera de mi vida real” (“Princesa de cera”, 1975).

A veces, como en “Sin decir adiós” (1986), la mujer que se apoderaba de los sueños de Hilario con tal intensidad como para quedar en una canción era también el recuerdo añorado de la adolescencia, la remembranza de lo que pudo haber sido y no fue, que es condición, como bien se sabe, de la perfección amorosa, aunque irrealizada. Siempre queda la duda permanente e insoluble de saber si aquel amor inocente y primerizo de “dos niños escondidos, tu y yo en aquel portal” hubiera podido ser el amor total y completo tan difícil de encontrar en los seres de carne y hueso: “Unidos en el sueño/ por la bola de cristal/ nuestros labios se saludan / otra vez en el portal”.


Y puesto a soñar un amor imaginario, esa mujer ideal que siempre espera a la vuelta de cualquier sueño, ¿por qué no imaginar también el decorado en el que se desarrollará el amor, como hace en “Arquitecto de sueños” (1976): “Construí una casa azul junto al lago”, comienza diciendo, para que a nadie se le escape que la ilusión es tangible, tiene formas, colores y olores, aunque sea “sobre el papel” en el que pinta las “siete ventanas /siete azules ojos/ de cristal/ y dejé después/ la puerta abierta /invitando siempre a entrar”. Pese a haber levantado con palabras ese paisaje ideal, ese jardín del Edén con “claveles, rosas y violetas” en el que “las guitarras daban al lugar / el color alegre de una fiesta”, no ha de ser sino hasta que se duerma “pensando en ella” cuando esa mujer ideal llegue por fin al sueño y se instale en la vida del cantante, aunque sólo sea en ese momento de la inconsciencia, el más feliz pese a todo, porque con la mañana llega el desencanto: “Tus palabras eran / como un cascabel / que triste sonaba / cuando desperté”. Sin embargo, siempre con los pies en la tierra, Hilario sabía que hay que alimentar los sueños, porque aún intangibles, también formar parte de la realidad, y porque, al fin y a al cabo, “a un sueño ¿qué más / se le puede pedir?

Hilario, nuestro querido, inocente, amistoso, simpático, reidor y chistoso amigo era también un pájaro de cuenta, y detrás de la cara de adolescente despistado que tuvo la mayor parte de su vida, incluso en sus últimos años, se encontraba un ser ligeramente distinto, capaz de convertir la imagen erótica de una revista en una fuente de placer solitario. Ese amor soñado o imaginado resulta ser el autentico amor perfecto, el que no provoca contradicciones, ni discusiones ni desamparos, nos viene a decir en “Chica de papel” la canción que escribió con Carlos Villanueva y que grabó en “Subir, Subir” (1986)




MUJERES IMPOSIBLES


Abundan en el repertorio de Hilario las mujeres inaccesibles, imposibles, ansiadas pero no conquistadas o perdidas; es decir, mujeres ante las que el amor solo se realiza en el deseo. 

Ya en las primeras composiciones de Hilario aparece esa dificultad para comunicarse con las mujeres y para realizar los sueños y las pasiones que ansía. Esas “piernas de Conchita (que se cubre afanosa)” que tanto llaman la atención del protagonista de “Como todos los días” intentaban ser, por un lado, la alusión a la represión y frustración sexual, la pacatería y ñoñería de unos tiempos grises y plomizos como los de la España de los años 60, pero también la frustración del protagonista tímido, apocado e indeciso de la canción, su incapacidad para lanzarse a por la Conchita de la oficina, llevársela contra un archivador y disfrutar justos de un momento de pasión justo para sobrellevar el aburrimiento del curro.

Pero entonces Hilario tenía 20 años y su timidez, que a veces podía llegar al sonrojo, como en el chico de la canción, o sus dificultades de comunicación, que bien podías recubrirse de torrentes de palabras, resultaban comprensibles. Más significativo es que Hilario volviera, 30 años después, a mostrar similar incapacidad para entablar comunicación con una mujer a la que desea: “El metro”: “… Casi toco tus manos/ casi me roza tu pelo./ Si no fuera tan tarde/ te hablaría de amor”. Y ya se sabe que cuando se pone como excusa la hora es que uno no se atreve a dar el paso.

En el amplio catálogo de fracasos, huidas, incomprensiones, incompatibilidades y renuncias que dificultan la plenitud del amor en las canciones de Hilario figura en primer plano la incomunicación, la imposibilidad de hablar un idioma común con la persona a la que, por otra parte, amas con pasión: “Eres la imagen virtual/ de la mujer ideal:/ eso me atrae de ti./ Tu voz persuasiva,/ tu verdad tan relativa/ me alejan de ti.// Yo te digo que te quiero/ y tú me dices bla, bla, bla…” (“Bla, bla, Bla”, 1998, letra en colaboración con Raimundo Fernández).


Hilario hablaba mucho. Todos quienes le conocieron coincidirán en este dato. Y si se trata de lo que hablaba con las mujeres hemos de reconocer que la conversación podía ser interminable, y a poco que la noche se extendiera en un bar cercano, no había problema, esa mujer que le hacía caso se convertía en “la imagen virtual de una mujer ideal”, y eso es lo que le “atraía” de ella. Porque pienso que Hilario, o así se desprende de sus canciones, que como en todo artista muestran su ser más profundo, no era tan extrovertido como a veces parecía, y especialmente con las mujeres. En sus temas, hay a menudo un muro infranqueable entre hombre y mujer, que parecen vivir en dos mundos paralelos, en los que cada uno anda de manera independiente, lo que lleva a la incomprensión y la imposibilidad del amor:

“…Ahora necesito de tu amor,/ Corro hacia tu caso, aún con miedo/ De que no sientas igual que yo…”, “” (1981). “Entro en un bar para beber felicidad,/ Miro a una chica como enfría su café,/ Entro en conversación con ganas de sorprender,/ me observa y se larga./ No hay nada que hacer, no hay nada que hacer, no hay nada que hacer…”, “No hay nada que hacer” (en colaboración con Miguel Vigil y Javier Batanero).  “…Noche tras noche trato de llenar/ ese vacío que ahora siento/ buscando en ti respuesta a mi pasión./ Noche tras noche, noche tras noche,/ jugando al gato y al ratón,/ cambiamos de conversación,/ tus ideas nublan siempre mi razón./ Valdría más dejar de hablar,/ perder el miedo y no pensar, y entregarse todo, y olvidarse todo…”, “Noche tras noche” (1986).

Como se ve, hay muchas alusiones en la obra de Hilario a esa imposibilidad de comunicación con la mujer, aunque, quizás, con toda su ambigüedad, la que de forma más completa aborda el tema sea “Claros sentimientos” (1976), donde las dificultades para compartir las mismas inquietudes conduce inexorablemente a dos universos no sólo diferentes, sino enfrentados.


Un sentimiento parecido ya lo expresó Hilario en una canción de “A pesar de todo”, su primer álbum, por lo que el tema viene de antiguo. Era “Imagen” (1973), en la que le reprochaba a la amada que no pudiera liberarse de ella misma y de su desconfianza: “…Pienso más bien/ que sin querer/ clavas espinas en tu propia piel,/ crees defenderte contra mí,/ mas tu enemigo eres tan sólo tú./ Tan solo soy un pensamiento, reflejo de lo que quisiste ser./ Si es real o falso el sentimiento, tan sólo tú lo puedes resolver”.

En fin, se podrían escribir folios y folios sobre el tema. Las mujeres imposibles son legión en la obra de Hilario, y las razones por las que se da esa imposibilidad aún más variadas de las que se han reflejado aquí. Están en “Acabarás quizás” (1973), en la que el amor se agosta antes de nacer y con el paso del tiempo será tan sólo “sombra de mi mente”. Están también en “C.D.O.D”, donde no entiende las razones de que todo termine y se queda “despistado, confundido / ofuscado, deprimido / despistado, confundido / ofuscado, deprimido”, aunque su ironía le lleve a terminar que lo que más le confunde es que deje una nota de despedida “con tantas faltas de ortografía” (¿venganza de amante despechado?). Igualmente se encuentran en “Tristeza de amor” (1986), o en una canción tan emblemática como “Dolores, dolores” (1973), en la que “tú buscabas por la tarde / el rocío y no lo hallabas / y otro rocío caía / de tus ojos que lloraban”. Siguen en “Sin dar la cara” (1986): “Niña de satén / nube de cristal / nuestro amor se acaba / justo al comenzar / huyes de mis brazos. / Te asusta soñar / te acobardas y te vas / sin dar la cara”, y aún permanecen en “Eclipse lunar” (2002, letra en colaboración con J. A. Sánchez Paso): “…Por un momento creí / que ella era para mí / me miró, me sonrió/ y luego escapó”.

Y, en fin, esas mujeres inasequibles o perdidas también se hicieron presentes en “Una mirada diferente”, su disco póstumo, en una canción que tiene, escuchada ahora, un cierto tono de testamento amoroso, de balance vital, que, personalmente, me resulta estremecedor (reproduzco la letra, que no he encontrado la canción en internet):

“Las amantes perdidas,
Casi desconocidas,
De la foto de ayer,
Hoy están más hermosas
En el lecho de rosas
De una memoria fiel.
Quizá su piel
Ya no sea tan dulce como fue ayer
Cuando sobre sus senos
Correteaban mis dedos.

Amores deseados
Amores temidos
Amores que alumbran
Un día feliz.
Amores oscuros,
Recelos y olvidos,
Pasiones que duran
Un beso… y se van.

Las amantes gloriosas
que una vez fueron musas
de mi corazón,
hoy que acaba el verano,
desde un lugar lejano,
despiertan mi amor.
Quizás la luz
De un paraíso perdido destella aún,
Cuando en cada suspiro
Mis recuerdos disparan latidos.

Amores deseados,
Amores temidos,
Amores que alumbran
Un día feliz.
Amores oscuros,
Recelos y olvidos,
Pasiones que tejen
Su fin en la piel.

Las amantes vencidas
Que se fueron dolidas
Por mi desamor,
Hoy son cicatrices
Que acarician felices
A este viejo león,
Con la sensación
De una dura batalla que nadie ganó,
Porque en cada huida
Robé y destrocé nuestras vidas.

Amores deseados
Amores temidos,
Amores que alumbran
Un día feliz.
Amores oscuros,
Recelos y olvidos,
Pasiones ocultas
Que duermen en mí.

Las amantes calladas
Son como bofetadas
De amargura y dolor.
Me reprochan mis dudas,
Me clavan agujas
Con un simple adiós.
En el rincón de algún bar
Se pregunta mi corazón
Por qué, con su desprecio,
Algo de mí muere en silencio.

Amores deseados,
Amores temidos,
Amores que alumbran,
Un día feliz.
Amores oscuros,
Recelos y olvidos,
Pasiones que viven
Por siempre… quizás”

Las amantes perdidas” (2004, en colaboración con J. A. Sánchez Paso)


AMORES FELICES





Pero no dramaticemos en exceso, que también hay en la obra de Hilario temas menos desesperanzados, en los que el amor es un hecho realizado, una sensación de plenitud, una pasión arrolladora (y, por consiguiente peligrosa), que ansía una relación de confianza, acicate compañerismo e igualdad, de compartir y disfrutar.

Resulta curioso que al ordenar por temas las canciones, las que incluí en esta categoría de “amores realizados” están concentradas prácticamente en un disco. Exactamente en “No cambies por nada”, del 2002, su último trabajo con canciones originales, en el que hay nada menos que cuatro temas que aborden la cuestión: “donde tu amor me lleva”, “Noches de Fuego”, “Y así te vi volver” y “El lado bueno de la vida”. Otra, “Contigo volaré” la grabó en “Lunático veneno” (1998), en el que hay otro tema, “Fuego y rumba”, que podría ponerse en la lista, aunque su tema principal sea la pasión y no tanto el amor, aunque no quepa duda de que la protagonista traía loco a nuestro amigo.

En cualquier caso, en estas canciones felices siguen presentes las constantes del deseo amoroso del autor, colaboré o no con otros. Por ejemplo: el amor y la pasión como creadores de paraísos para salir de la realidad: “Hay en ti algo esencial / en el calor de tus labios / en tu forma de besar / Veo en ti una jungla tropical / en el calor de tu cuerpo / en tu movimiento al bailar / Eres tú la esmeralda y el coral / Un cielo azul turquesa / blanca espuma verde mar/… / Dime que me quieres otra vez / bésame y contigo volaré / contigo, contigo, contigo / contigo volaré…” (“Contigo volaré”).

Los amores felices de Hilario surgen a partir de un deslumbramiento momentáneo, el escalofrío de un momento de enamoramiento en el que el deseo del otro nos eleva a un terreno en el que sólo existe la felicidad, que merece cualquier riesgo que se corra y por la que uno está dispuesto a ir a cualquier sitio, físico o mental: “Tú eres como una canción, / tú, un relámpago de amor, / tú eres el filo de una espada / acariciándome la piel, / bajando por mi espalda. / Yo me demoro en recordar, / sólo un instante después / de morder tu tierna boca, la música que ha de acompañar / este viaje de placer, / por debajo de tu ropa, de tu ropa. // Navega sin destino mi alma viajera… / donde tu amor me lleva.” (“Donde tu amor me lleva”).

Esa idea del viaje a un espacio irreal, algo así como el país del nunca jamás, a que nos conduce el amor se repite en otras composiciones de Hilario: “Noches de fuego, cielos de carmín, / tú sobre mí, yo sobre ti / los dos sin control / abrasándonos de amor.” (“Noches de fuego”), en la que también hace referencia expresa a la esperanza de hacer realidad la utopía de la perfección: “con tu insinuación me dice el azar / que las noches son un sueño sin soñar”.

Y para finalizar este apartado de canciones felices del más atormentado de los cantantes de lengua hispana (dejando aparte a Violeta Parra y a los tangueros argentinos, Discépolo en cabeza, que eran igual de atormentados, pero andaban más amargados), una explosión de alegría amorosa: “La cara alegre de la luna eras tú, / la sonrisa que me alumbra tú / un regalo que me envía cada día, / el lado bueno de la vida / el lado bueno de la vida ¡sí! / el lado bueno para mí / el lado bueno de la vida ¡sí! / el lado bueno para ti” (“El lado bueno de la vida”). Un desparrame de felicidad que, además, no se estropea al final, sino que se sublima en un tema tan querido para Hilario desde “Ven aquí” como es el de la complementariedad de los amantes, cada cual una cara de la misma moneda. Una búsqueda de la que no desistió en su vida, que tanto le costó encontrar y que, a tenor de lo escuchado, tan fugaz fue cuando surgió:

Soy para ti / igual que tú eres para mí”.







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Una historia por entregas de la música popular de EEUU (10)



























Quizás esta joya pueda servir como resumen emotivo de toda la etapa clásica del folk estadounidense. 
Grabado el año pasado, con motivo del centenario de Woody Guthrie, muestra el homenaje en su memoria organizado por un pequeño club de folk en el que participó Pete Seeger, que ya tenía 93 años. 
Ya apenas puede cantar, lógicamente, pero es emocionante su entrega y su capacidad para hacer cantar a la gente ese excelente "Hobos Lullaby" que tanto cantaron Woody Guthrie y Cisco Houston, que la hizo su canción más emblemática. 
Atención al arrobo de los tres chavales de los coros, sobre todo a ella, que parece estar pensando "esto no me puede estar pasando a mí". 




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Con España a cuestas



El exilio republicano de 1939 es, cuantitativa y cualitativamente, el más importante de la historia de España, tierra de exilios a lo largo de toda su existencia. Aunque desde el comienzo de la guerra hubo españoles que por unas u otras causas decidieron abandonar España, principalmente intelectuales, profesores y profesionales, y después de la caída de Bilbao salieron hacia Francia numerosos republicanos que veían peligrar su vida si se quedaban, fue la pérdida definitiva de Cataluña la que originó una riada de desterrados.

Según todos los datos acumulados por los historiadores[1], en los primeros días de febrero de 1939 cruzaron la frontera por la Junquera, Puigcerdá y Port Bou alrededor de quinientos mil españoles, entre los que no sólo había funcionarios del gobierno, dirigentes políticos y sindicales, oficiales y soldados del ejército republicano, sino también las mujeres e hijos de muchos de ellos y numerosos obreros y campesinos que temían la resaca victoriosa de las fuerzas de Franco. Una buena parte regresaron a España en los primeros meses de la postguerra, aunque en octubre de 1939 se calcula que todavía quedaban fuera unos doscientos cincuenta mil, que constituyeron el grueso del exilio republicano español.

Si numéricamente la cifra es representativa, aún lo es más la naturaleza de esos exiliados. Según cuantificaba Juan Maestre Alfonso en un artículo del diario Informaciones escrito en 1976[2], entre ellos había dos premios Nobel; ochocientos noventa y un funcionarios públicos; quinientos maestros de primaria; cuatrocientos sesenta y dos profesores de universidades, liceos, institutos y escuelas especiales; cuatrocientos treinta y cuatro abogados, magistrados, jueces, notarios, etc; trescientos setenta y cinco médicos, farmacéuticos y veterinarios; trescientos sesenta y un técnicos y peritos agrícolas, textiles, electrónicos y otros; doscientos ochenta y cuatro militares profesionales de todas las armas; doscientos catorce ingenieros; doscientos ocho catedráticos; ciento cuarenta y seis bancarios y economistas; ciento nueve escritores y periodistas; veintiocho arquitectos. Y todo eso contando sólo a los que vivían en Latinoamérica años después.

Sobre la influencia de estos españoles en los países que les acogieron, Vicente Llorens ofrece en la obra coordinada por Abellán datos esclarecedores: en determinados momentos, la Universidad Nacional Autónoma de México tuvo un sesenta por ciento de profesores españoles o de origen español. En la feria del libro de la ciudad de México de 1960, los exiliados españoles participaron con una sección propia, en la que estaban representados novecientos setenta autores con dos mil treinta y cuatro obras, con un fichero de doce mil folletos, ensayos, artículos y traducciones de autores españoles residentes en América.

Tras pasar la frontera, buena parte de estos españoles fueron a parar a los campos de concentración creados por el gobierno francés en Saint-Cyprien, Barcarés, Argelés-sur-Mer, Agdé, Harás, Magnac-Laval, Clemont-Ferrand y muchos otros sitios[3], continuando así la iniquidad de la política de No Intervención. La dirigente anarquista Federica Monseny, que había sido ministra de Sanidad en el gobierno de la República, recordaría cincuenta años después que "éramos víctimas de una discriminación incalificable, se nos trataba como a prisioneros de guerra, y ello a pesar de que Francia no estaba en guerra con España, y menos aún con la República española"[4]. La comunista Constancia de la Mora, casada con Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana durante la guerra civil, y nieta de Antonio Maura, presidentes de varios gobiernos de la monarquía, se mostraba en julio de 1939 perpleja ante este maltrato del gobierno francés: "El término ‘campo de concentración’, que hasta entonces siempre habíamos relacionado con el nazismo y considerado como brutalidad típicamente hitleriana, empezó a ser mencionada cada día con mayor frecuencia en nuestras conversaciones. Naturalmente sabíamos que existían campos de concentración en Alemania, en Italia, en la España franquista; pero en la Francia de la 'Libertad, Igualdad, Fraternidad', ¿sería posible?"[5].

Los españoles saldrían de los campos franceses para dispersarse por el mundo y para participar desde la primera hora en la lucha contra el nazismo en la II Guerra mundial, combatiendo en la práctica totalidad de los frentes, especialmente los europeos y los del norte de África. Narvik (Noruega) y Bir-Hakeim (Siria), Montecassino (Italia) y Dunquerque (Francia), la liberación de París y la de Berlin, Strasburgo, Dachau, Mathausen y Moscú fueron escenarios en los que los rojos españoles pudieron mostrar lo que habían aprendido poco antes en su propia escabechina nacional.

En dos países tuvieron especial presencia y heroísmo los españoles durante aquella guerra: Francia y la URSS. En esta última hasta setecientos españoles formaron parte del ejército soviético, de los que murieron o desaparecieron doscientos, recibiendo un total de setecientas veintitrés medallas de distinto tipo por su valor en al campo de batalla[6].

Organizados y dispuestos a resistir antes incluso que los propios franceses, los españoles participaron en el maquis francés masivamente, y entre ellos los comunistas en primera línea. Aunque es difícil calcular el total de españoles encuadrados en la resistencia o el ejército de la Francia Libre, diversos autores han coincidido en dar la cifra de diez mil combatientes como la más cercana a la realidad; una buena cantidad en todo caso. El balance de la hoja de servicios de las guerrillas españoles en Francia desde octubre de 1942 a septiembre de 1944 da la cifra impresionante de ciento cincuenta y un puentes ferroviarios, ochenta locomotoras y treinta y cinco puentes de carretera destruidos; seiscientas líneas de energía eléctrica cortadas; seis centrales eléctricas dinamitadas; veinte ataques a industrias de material bélico, destruidas total o parcialmente; ocho cárceles asaltadas, con alrededor de ciento setenta y cinco presos políticos rescatados; veintidós minas de carbón u otros minerales indispensables para la industria de guerra alemana destruidas, total o parcialmente, o inundadas; quinientos doce combates librados contra el enemigo. En total, los guerrilleros españoles hicieron nueve mil ochocientos prisioneros alemanes o fascistas franceses, a los que causaron alrededor de tres mil bajas, y tuvieron cuatrocientas cincuenta bajas propias. En numerosos pueblos y ciudades de Francia hay monumentos y calles que recuerdan a los resistentes españoles, muchos de los cuales, como Cristino García, cuya última carta escrita antes de ser fusilado en España se incluye en el capítulo ocho de este libro, fueron condecorados por su actuación para liberar a Francia del fascismo.

Una última batalla, silenciosa y terrible, libraron los españoles en esta guerra: la de los campos de concentración nazis. Mathausen, Dachau, Auschwitz, Büchenwald, Bergen-Belsen, Aurigny, Ravensbruck y otros escenarios de la mayor iniquidad humana tuvieron internados españoles, hasta completar un número que ronda los 15.000. También allí estuvieron entre los primeros en las redes clandestinas de resistencia que se organizaron en los propios campos y, en muchos casos, lucharon activamente el día que los liberaron las tropas estadounidenses o soviéticas[7].
Aunque no fueron los únicos, en todas estas batallas ocuparon los comunistas la primera línea de combate. Con la dirección del PCE dispersa por el mundo, con dificultades para comunicarse entre sí, sus militantes supieron dar la talla allí donde se encontraran.

Sin embargo, al tiempo que sucedía todo esto, la dirección del Partido vivía una importante crisis, que se prolongaría en los años de la postguerra y que tendría soluciones drásticas y desagradables.

Inmersa en el caldo de cultivo del estalinismo, la dirección del PCE debió afrontar la sucesión por la secretaria general del partido a la muerte de José Díaz, que lo había encabezado desde el congreso de Sevilla de 1932, lo que dio lugar a una batalla política de primera magnitud en la que no faltaron golpes bajos, navajazos y excomuniones, y en la que se agravaron hasta extremos insoportables las heridas internas que se habían abierto en la organización a raíz de la derrota y aún antes. Díaz, que estaba gravemente enfermo desde la guerra civil, se había exiliado en la URSS, falleciendo en Tiflís a comienzos de 1942, según todos los datos suicidado. Dos candidatos, residentes ambos en Moscú, salían con ventaja para copar la secretaría  general: Dolores  Ibárruri, la figura más importante del comunismo español en aquellos años y después, y Jesús Hernández, figura destacada y ministro de Instrucción Pública durante la guerra. El que hubiera podido ser el tercero, Vicente Uribe, estaba en México, bien distante de la dirección de la Internacional Comunista, que era quién habría de decidir finalmente el ganador. En la batalla hubo todo tipo de acusaciones, políticas y personales, en unos tiempos en que la menor desviación conducía, en el mejor de los casos, a la expulsión y, en el peor, a la muerte. La Internacional Comunista se decantó por Pasionaria; Jesús Hernández, junto a su segundo, Enrique Castro Delgado, emigraron a México y fueron expulsados. Cada uno de estos dos últimos escribió sus memorias en forma de libelo contra el partido que se convirtieron en oro puro para la propaganda anticomunista de la época[8].

La batalla tuvo la marca indeleble del estalinismo, que condiciono la política y la actividad del PCE durante todos aquellos años. Cualquier desavenencia era un peligro, cualquier discrepancia un abismo, cualquier heterodoxia una traición. En ese ambiente vivieron sus difíciles vidas los comunistas que hablan en las páginas siguientes, exiliados en Francia, América y la URSS y combatientes en todos los frentes de la guerra mundial que les esperaba al atravesar los Pirineos.





[1]La mayor parte de los datos están extraídos de “El exilio español de 1939”, obra coíectiva en seis volúmenes dirigida por José Luis Abellán. Editorial Taurus, Madrid, 1976. Se han consultado también “Republicanos españoles en la 2ª Guerra Mundial”. (Planeta, Barcelona, 1975) de Eduardo Pons Prades, “Luchando en Tierras de Francia” (Ediciones de La Torre, Madrid, 1981) de Miguel Ángel Sanz, “Los que se fueron” (Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1976), de Teresa Pámies, “La España de los maquis” (Editorial ERA, México, 1971) y “Emigración republicana española” (1939-1945} (Editorial Zero, Algorta, Vizcaya, 1972), ambos de Alberto Fernández.

[2] Citado por José Luis Abellán en la presentación de “El exilio Español de 1939”.

[3]Aparte de los libros citados más arriba, sobre el tema concreto de los campos franceses ver “Los campos de concentración de los refugiados españoles en Francia” (1939-1940). Marie-Claude Rafaneau-Boj, Ediciones Omega, Barcelona, 1995.

[4] Citado por Marie-Claude Rafaneau-Boj.

[5]Doble esplendor”. Editorial Crítica, Barcelona, 1977.

[6]Alberto Fernández. “Emigración republicana española”.

[7]En este tema resulta imprescindible consultar los libros “Yo fui ordenanza de los SS” (Martínez Roca, Barcelona, 1976), “Los años rojos” (misma editorial, 1974), ambos de Mariano Constante, y “KL. Reich” (Seix Barral, Barcelona, 1963), de J. Amat Piniella. Este último texto, publicado en catalán, fue seguramente el primero editado en el Estado Español sobre los españoles exiliados e internados.

[8]8.- Enrique Castro Delgado: “Hombres made in Moscú” (Luis de Caralt, Madrid, 1963) y “La vida secreta de la Kominterm” (Editorial Epesa, Madrid, 1950). Jesús Hernández: “Yo, ministro de Stalin en España” (Editorial Nos, Madrid 1954).







Exilios


Cuando atravesamos la frontera los gendarmes nos hicieron desnudar a las mujeres, a todas, jóvenes y viejas, y nos preguntaban si éramos prostitutas, si habíamos robado oro en las iglesias… Entonces comprendimos que habíamos perdido la guerra.

Dicen que éramos medio millón los que atravesamos la frontera en febrero del 39. Yo fui a parar a un campo de concentración, como tantísimos de ellos, en el que estuve hasta septiembre, cuando ya se había declarado la guerra mundial. Fui a la cárcel por indocumentada, y gracias a la organización del Gobierno de la República fuimos evacuados todos los que se pudo. Salí de Francia en el último barco desde Burdeos, gracias a que tanto yo como otros militantes comunistas conseguimos visados por la ayuda que teníamos del Partido.

Si tuviera que sintetizar mi etapa de destierro en América, que duró hasta el 48, diría que fue político, y que en él nos ayudó el subjetivismo y voluntarismo militante. Tuve la suerte personal de conocer a comunistas extraordinarios, algunos de los cuales fueron fusilados tras volver a España en los años más duros, como Castro García Roza, Jesús Larrañaga, Valverde, y muchos más que eran comunistas de los que predican con el ejemplo.

Ese exilio también me sirvió para capacitarme teóricamente, porque en aquella época tenía más ideales que base teórica. El nuestro fue un exilio muy activo culturalmente --en Santo Domingo, por ejemplo, nos daba clases de literatura Juan Chabás[1]-- y nunca hemos perdido el tiempo ni nos hemos estancado. Ahora uno se pregunta cómo lo aguantamos, pero es que estábamos unidos por un ideal.

La segunda fase de mi destierro transcurrió en Europa, a la que volví en el 48, a Belgrado y a Praga, en la que viví diez años inolvidables. Llegué cuando el Partido Comunista tomó el poder y vi como empieza el socialismo en una sociedad que tenía los resortes para sacar el país adelante. Hubo un verdadero boom en todos los sentidos, con una participación de las masas que no he visto nunca. También vi los primeros síntomas de estancamiento, de utilización de métodos despóticos, dogmáticos, y eso se notó en la pérdida de confianza en el socialismo, también en las purgas, los procesos en Checoeslovaquia, Hungría, Polonia y Rumania, en los que fueron considerados traidores comunistas que no lo eran. Todo eso también tuvo sus repercusiones entre los camaradas españoles, que llegábamos a dudar si lo que pregonábamos era lo que necesitaban el pueblo y los trabajadores.

Todo eso lo tengo reflexionado en “Testament a Praga[2], en el que mi padre también cuenta su versión de lo que veía, que no siempre coincidía con la mía. Lo que se pone de relieve en el libro es que el comunismo de mi padre era mucho más auténtico, porque había nacido en una época en la que la controversia y la discrepancia eran el pan de cada día entre los revolucionarios. Yo pertenecía a una generación que había contemporizado, mi padre nunca contemporizó, porque le parecía una traición a sí mismo. Lo suyo era predicar con el ejemplo.

Luego fuimos a Francia con la idea de acercarnos a casa y viví doce años en París. Tuve la suerte de trabajan en la última etapa de Nuestra Bandera, con el seudónimo de Nuria Pla, lo que me enseñó todos los intríngulis de una publicación comunista. La revista no hubiera sido posible sin los comunistas franceses. Se hacía en París en una escuela que tenía una cantina, en la que nos encerrábamos hasta la hora en que tenían que llegar los chicos. Allí estaban Manuel Azcárate, Santiago Alvarez, Ignacio Gallego, Santiago Carrillo, Asunción Márquez, y entre todos hacíamos el periódico, con una redacción propia que se reunía cada dos meses en domicilios de camaradas franceses. Yo era la encargada de recoger por ahí los trabajos que se habían encargado, de la recepción de cartas y dinero que se enviaban a casas de comunistas franceses. Por primera vez se consiguieron trabajos de no comunistas. Aquello fue, desde el punto de vista militante y profesional, la escuela más rica a la que he asistido.

En el 71 Nuestra Bandera se quedó sin redacción y yo entré a trabajar en un taller de confección, pero el Partido me planteó que tenía que dedicarme a escribir y así lo hice hasta que volví a España ese mismo año. Ya en Barcelona tenía que evitar cualquier relación orgánica con los comunistas, ya que mi esposo, Gregorio[3], estaba clandestino. Con el dinero del premio Josep Pla, que me dieron por “Testament a Praga” tuve que comprar muebles, sin otros medios, sólo con mi familia, lo que me sirvió, porque tuve que aprender a desenvolverme con gente que no era comunista. Comprendí entonces que hace falta relacionarse con todos, dándome cuenta de que eso me faltaba antes: la valoración de gente que no piensa como tú, llegando a comprender que no somos los mejores.

Yo, y otros muchos como yo, nunca nos planteamos rehacer nuestra vida en el exilio, siempre vivimos con la maleta a medio hacer, lo que fue un drama, sobre todo para nuestros hijos, que tenían que vivir provisionalmente en muchos sitios. Por otro lado, también fue lo que nos salvó de la pérdida total de nuestra identidad española. Es imposible olvidarte de la patria, es como si vivieras en un terreno movedizo donde no tienes en qué apoyarte. Lo único que teníamos para seguir manteniendo nuestra cohesión nacional eran las tertulias y los días señalados.

La solidaridad de la gente de los países en los que estábamos, tanto en su aspecto material como moral, fue muy importante, sin ella no hubiéramos podido mantenernos de manera digna. Ellos nos han ayudado a vivir el exilio con orgullo.

En los años 40 y 50 algunos camaradas entraron clandestinamente en España, muchos de ellos, como Jesús Larrañaga o Pedro Valverde, fueron fusilados al poco de entrar y lo que sentíamos los que nos habíamos quedado era una cierta envidia e impotencia por no haber hecho como ellos, porque algunos no hemos tenido el valor de hacerlo. Es evidente que había una gran masa de emigrados que siempre se imaginó el regreso con banderas y trompetas, después pasaron los años y formaron nuevas familias en el exilio y la visión de la vuelta se fue modificando a la de volver simplemente para morir, como le pasó a mi padre, que su deseo era el de regresar a España y morir. Pero no le dejaron. Le negaron hasta la última posibilidad de volver y sigue enterrado en Praga.

En las noticias que nos llegaban desde España todo estaba desorbitado, le dábamos importancia a todo y durante muchos años yo personalmente he vivido de recortes de periódicos que coleccionaba y que me parecían que eran el anuncio de que pronto íbamos a volver. Nunca pensé que se podía romper el cordón que nos unía al interior de país hasta los últimos años de la década de los sesenta, entonces empecé a tener un miedo físico a quedar definitivamente desvinculada de mi tierra.

En la década de los 60, recién emigrada en París, tuve un choque al conocer a Raimon, por ejemplo, o a escritores que habían adoptado en esencia nuestras ideas. Tuve la posibilidad de conocerlos con motivo de la celebración de conferencias a las que acudían gentes como Francisco Candel o Juan Goytisolo, todos ellos niños durante la guerra o nacidos en los 40. Su existencia fue la justificación de todo el trabajo que habían hecho aquellos que volvieron, como Julián Grimau[4] o Jesús Larrañaga, cuando todo el mundo decía que no servía para nada lo que iban a hacer.

En la prensa española de los 60 comenzaba a expresarse la necesidad de conocer el pasado más reciente, que habían ocultado. Yo, desde París, participaba en los premios literarios que se convocaban en Madrid, siendo tres veces finalista del Sésamo, y me pareció que debía contar ese encuentro con la Cataluña que había dejado, pensando que podía interesar. En el 71 gané el premio Josep Pla con “Testament a Praga” y llegué a la conclusión de que la generación joven española necesitaba que le contasen qué había pasado entre el año 36 y el 39. Constatando el impacto que tuvo el libro entre la juventud comprendí hasta que punto era necesario contar esas cosas. Además, ese libro me dio la oportunidad de regresar en aquel momento y entrar en contacto con los lectores, que fueron los que me dieron la idea de proseguir esa labor de cronista. Estoy segura que si no hubiera vuelto en el 71 no lo habría hecho con el mismo talante.

Teresa Pámies


Ya en Francia, el Partido decidió mandarme a Argel, para explicar la situación a los camaradas que vivían allí. Cuando me disponía a viajar, en la Estación del Este, de París, después de sacar el billete para ir a Marsella a coger el barco, compré un periódico por el que me enteré del pacto germano-soviético. Pensé que era una cosa que merecía discutirse con la dirección, pero si me volvía atrás perdía el billete y todo, por lo que decidí seguir, aunque fui haciendo cábalas durante todo el viaje. En cualquier caso, la noticia no había sido una sorpresa, porque ya se sabía de las negociaciones y casi lo esperábamos. En Marsella estuve con el camarada francés François Billieau y cambiamos impresiones.

En el barco llegué a Oran, donde había un grupo de jóvenes nuestros, entre ellos la hermana de Carrillo, con los que me reuní. Discutimos el pacto y no hubo grandes problemas, porque entonces lo que hacía la URSS era oro en paño para la mayoría de los militantes, aunque algunos tenían dudas. Luego fui a visitar los campos donde estaban encerrados los deportados españoles. Anduve todo el día en el tren y al llegar me hospedé en el mismo hotel en el que se alojaba el coronel jefe de los campamentos, que estuvo bastante atento. En los campos quedaban todavía camaradas importantes, que yo conocía y que años más tarde estuvieron presos conmigo en Burgos. Pude mantener reuniones con los comités de los campos para preparar la evacuación de la zona, que estaba al borde del desierto, pero aquella misma noche se declaró la segunda guerra mundial, se movilizó todo y ya no tenía forma de volver a Argel.

La situación se presentaba muy difícil, porque la salida de los campos de concentración hacia México y Chile se había restringido y yo había preparado una lista de gente para evacuar, encontrándome con que ahora no sabía cómo hacerlo. Regresé al hotel y me enteré que el dueño iba a viajar a Argel por razones de negocios. Le di quinientos francos para que me llevara, pero le dio miedo y me dejó en tierra. Yo tenía la dirección de un camarada argelino, pero me dijeron que no llegaría hasta dos o tres días después, así que me fui a un parque que había al lado de la carretera y dormí allí hasta la mañana siguiente. Tuve la buena suerte de que pasó un autobús y pude llegar a Argel en él.

Desde allí volví a París, aunque primero había pensado ir a Túnez, donde estaban Galán[5] y otros camaradas. Estuve unos días en París, pero empezaron a detener comunistas, como a Francisco Antón[6], que le metieron en un campo de concentración en el que también había otros camaradas de las Brigadas Internacionales. La dirección del Partido tomó entonces la determinación de que nos disemináramos por varios lugares: la Unión Soviética, los Estados Unidos, México, Cuba. A mí me tocó ir a Cuba, donde había españoles, pero antes debía pasar por Santo Domingo.

Santiago Álvarez


Llegamos a Santo Domingo desde Burdeos en el paquebote Lacalle. En el barco iba mucha gente, hasta en las bodegas, que recuerdo que había una para hombres y otra para mujeres para que pudiéramos caber más. Era un paquebote grande, que luego hundieron los alemanes junto a Cuba, que también hizo el viaje, cuando regresaba ya vacío. La travesía se aguantó bien, porque la gente lo que quería era llegar a algún sitio que les permitiera establecerse y, por lo menos, poder comer, porque lo habíamos pasado muy mal. Todos querían ir a México, pero lo que nos dieron fue la República Dominicana, y eso gracias a las gestiones del SERE[7]. Según nos dijeron, Trujillo, el dictador sanguinario, ese chacal de Caribe, cobró cien dólares por cada uno de nosotros, que pagó el SERE. En el barco había un comité del Partido, que organizaba reuniones y discusiones y permitía mantener bastante bien la vida de la organización. Siempre pensamos que aquella iba a ser una etapa, una situación transitoria. Nunca creímos que fuera a durar tanto tiempo.

En Santo Domingo tuvimos siempre organización del Partido, el PSUC, el PCE o las Juventudes, que estaban organizadas como tales, y la dirección la llevaba un comité conjunto de todos ellos. Como era un país muy miserable y había una falta evidente de trabajo, establecimos comunidades, como la “Pedro Sánchez”, organizada por el PCE y las Juventudes. El PSUC montamos la granja Ebro, que era fundamentalmente de catalanes y en la que, además de comunistas, había también gente de la CNT y algún socialista. El sitio donde la establecimos era una ciénaga, hasta el punto de que al cabo de un año todos teníamos paludismo. Yo mismo lo padecí con toda mi familia.

Allí me hicieron responsable del Partido. En la granja queríamos criar cerdos, pero no resultaba posible. El SERE nos había dado dos parejas de bueyes y una pareja de mulas, tan jóvenes y salvajes que hubo que domarlas primero para poderlas montar. Con eso hicimos la roturación de la ciénaga y saneamos todo aquello, aún a costa de nuestra salud, y acabamos convirtiéndolo en un vergel.

Cobrábamos dieciséis dólares y medio, con los que nos alimentábamos la familia todo el mes, y vivíamos en unos barracones, ni siquiera unas casitas, que, no obstante, no estaban mal para aquel lugar. Al principio intentamos cosechar patatas y otras cosas, como si estuviéramos en España, pero aquello fracasó, porque nadie tenía experiencia agrícola. Uno del PCE, al que llamábamos Zapatero, era quien más sabía de aquello, pero tampoco tenía mucha idea, porque era un obrero y nunca había tenido otro oficio. Cuando la experiencia nos obligó a acomodarnos a lo que sembraban los campesinos del país tampoco lo hicimos igual que ellos, porque nosotros metíamos la reja para arar el campo y ellos no tenían, así que éramos unos privilegiados. Nos dio por sembrar yuca, de la que se hacía un pan muy tostado, pero tenía mucho almidón y nosotros andábamos muy mal, porque nos destrozaba el estómago.

Cuando el Partido me hizo responsable de toda la isla, porque al anterior le habían enviado a Cuba, me trasladé a Ciudad Trujillo, es decir, Santo Domingo. Primero fui yo y luego llegó la familia. Así como en la granja cuidaba de los animales y a las tres de la madrugada tenía que ir a la manigua a buscar los bueyes para que estuvieran listos para empezar a trabajar a las cinco, en la ciudad la vida fue más difícil. Tuve que hacer de todo: de vendedor de revistas, de fotógrafo con una máquina que me compraron los camaradas que estaban en Hollywood de camareros, que vivían mejor que los demás y eran muy solidarios. Con aquella cámara resultaba difícil ganarse la vida, porque a los negros había que sacarles un poco blancos para que te compraran la fotografía. También estuve en una imprenta, que acabó saboteando un fascista metiendo un rodillo en la maquinaria, y llevé una contabilidad. Los camaradas, y los emigrados en general teníamos una gran solidaridad y nos pasábamos los trabajos; el que se marchaba dejaba el suyo al que se quedaba.

De lo que sucedía en España nos enterábamos por la prensa y otros medios de comunicación. Muy de tarde en tarde recibíamos la prensa del Partido, pero sobre todo era la radio la que nos servía para informarnos. Ya había estallado la guerra mundial y, curiosamente, Trujillo estaba con los aliados, lo que resultaba una contradicción, porque era un nazi de pronóstico reservado. Me acuerdo que varios camaradas nos íbamos a discutir a los tableros del periódico La Nación, en los que ponían todos los hechos del día, incluso, cuando el avance nazi en la URSS, tocaban las sirenas cada vez que caía una ciudad soviética.

El pueblo sencillo era pro-nazi, porque para ellos los alemanes eran los machos, los toros, los gallos, expresiones con las que querían explicar su valentía. Esto era debido a que con Alemania habían mantenido un comercio que les liberaba de la dependencia de Estados Unidos, que ellos consideraban su máximo enemigo, y eso les hacía ser sentimentalmente anti-yankees. Nosotros discutíamos mucho por este tema. Tras la batalla de Stalingrado fue al revés, ahora los toros, los gallos, eran los rusos, y aquel pueblo que empezó siendo partidario de Alemania acabó al lado de Rusia.

Trujillo hizo una redada de comunistas y nos detuvo a cincuenta y cinco, aunque no todos éramos del partido, porque también detuvieron algún socialista, anarquista y troskista. La causa fue que había españoles que delataban a cambio de cinco dólares que les daban. A pesar de todo, nosotros lo entendíamos, porque con eso se podía vivir una semana. Después de ser puesto en libertad pude, al fin, salir para México, a donde llegué en un viaje muy aventurado. Allí me puse a trabajar de contable y pude enviar algún dinero a mi familia, que se reunió conmigo tras un viaje sensacional, en una goleta a la que se le acabó el carburante, rodeados de tiburones, sin comida.  Un desorden horroroso hasta que pudieron llegar. Era el año 43.

En 1951 tuve problemas con el Partido. Por defender a un camarada acusado de nacionalismo, me acusaron a mí de indisciplinado y de hacer críticas a la dirección del PCE, lo que me supuso casi la expulsión y una cantidad de problemas que resultan interesantísimos de estudiar, porque luego, a finales de los 60, volvieron a ser actuales. Todo ello dio lugar a una asamblea que duró casi un año, porque como no teníamos otra cosa que hacer nos reuníamos una vez a la semana durante cuatro horas y se discutía mucho. Vinieron delegaciones del Partido de París, luego volvían otra vez allí, destituimos al delegado, que era el camarada Felipe Arconada[8], que había cometido numerosas irregularidades, similares a cosas que se denunciaron en el XX Congreso. Nosotros luchábamos contra eso, incluso utilizando palabras del propio Stalin, aunque lo que se denunciaba era un defecto estalinista. Esa experiencia para nosotros fue muy importante, porque había muchas torpezas, muchas visiones erróneas, pero también se dijeron cosas importantes que son un antecedente del XX Congreso, con un ataque brutal al culto a la personalidad en el seno de nuestro partido.

En el primer congreso del PSU, en el que seríamos unas cincuenta personas, me negué a votar el informe del secretariado, y me querían expulsar por ello. Se desglosó el informe, poniendo a un lado la política del Partido, con la que yo estaba totalmente de acuerdo, y a otro los métodos, a los que me oponía. El responsable era Fernando Claudín, que me preguntó por qué no quería votar, a lo que contesté que estaba muy claro, que en nuestro Partido se daban todos los defectos del estalinismo y que no era sólo el PCUS quien tenía esos problemas que denunciábamos.

Para mí la expulsión era muy dura, porque había militado toda mi vida, y ello me llevó a hacer una autocrítica forzada con la que, por otra parte, no convencí a nadie. Los camaradas no me saludaban durante todo el tiempo que estuve apartado, porque uno de los acuerdos fue que no podía ir a ninguna reunión del Partido, ni a actos de masas ni podía hablar con camaradas. Al cabo de dos años el secretariado envió una carta, que estuvo retenida cinco meses por el delegado del PSU, en la que se decía que me habían tratado de manera indecorosa y que se me reintegrara en una célula, cosa que hice, aunque con recelo por parte de algunos.

Aquello me sirvió de mucho personalmente e hicimos muchas afirmaciones importantes. Por ejemplo: el comunista debe ser amigo del comunista, pero no está obligado a serlo, porque el amigo de un militante puede ser un vecino que no es del mismo partido, ya que la amistad se basa en inclinaciones, gustos e intereses que no tienen por qué ser políticos, sino vivenciales. Aprender eso en aquella época fue muy importante. También aprendimos que a veces la lucha de clases más dura se refleja dentro del Partido y que uno puede ser destrozado por los propios militantes y que no hay que temerlo. Yo llegué a esa conclusión. Hay que dar la cara por lo que se cree sin miedo a las repercusiones, aunque signifique enfrentarse a la una dirección con la que no se está de acuerdo y que puede ser despótica, porque el Partido es uno mismo; también los demás, pero siempre uno mismo.

Lluis Salvadores


Cuando llegamos a Saint-Cyprien, nos juntamos todos los del 14 Cuerpo de Ejército en el campo doce. Uno de los primeros días de estar allí rodearon el campo, querían detenernos a los que habíamos estado en el 14 cuerpo, y mi nombre también salía en la lista, pero nos avisaron y pudimos escondernos. El jefe del campo 12 era un capitán de marina español y dijo que jamás en su historia le había desaparecido un cuerpo de ejército sin dejar ni rastro. El Partido me mandó inmediatamente hacerme cardo del enlace entre el interior del campo y el exterior. Cogí unos veinticinco o treinta y organizamos los contactos con la organización del exterior del campo. Teníamos que salir del recinto, pasar las alambradas, meternos en un charco de agua que nos llegaba a la cintura, y en el mes de febrero o marzo era fresca el agua; pasábamos fuera la noche y regresábamos al campo por la mañana con las consignas del Partido. También sacamos a un grupo de unos veintitantos brigadistas internacionales que estaba buscando la policía del campo. El 2 de mayo vino una lista de camaradas, entre los que me encontraba, que debían salir para la Unión Soviética.

En París nos recogieron los representantes de la embajada soviética, que nos dijeron que a partir de aquel momento viajaríamos como personas, y efectivamente, nos llevaron en tren hasta El Havre, cada cual en su departamento, y nos trajeron cestas con bocadillos. El buque en el que viajamos a la URSS se llamaba María Ulianova, que era el nombre de la mujer de Lenin, un barco de pasajeros que hacía el trayecto de Leningrado a Londres, Como no tuvimos tiempo de equiparnos de ropa nos llevaron unos paquetes con todo lo que nos hacía falta: trajes, camisas, ropa interior, abrigos, que como no sabían nuestras tallas a unos les estaban grandes y a otros pequeños, pero nos lo cambiamos entre nosotros y nos apañamos, vistiéndonos, por fin, como personas. La noche que embarcamos fue curioso, porque enfrente de nosotros había un barco alemán con la bandera de la cruz gamada y todos lo mirábamos. Hubo rumores de que estaban en el barco1 Dolores y Togliatti, pero nadie les vio. Era el primer barco que salía, el 4 de mayo, y en él viajaban Vidiella[9], Hidalgo de Cisneros[10] y otros dirigentes, y, efectivamente, también iba Dolores, aunque no la vimos.

Desembarcar en la Unión Soviética fue una impresión triste para mí, por la idea que nos habíamos hecho de cómo era aquello. Al llegar allí tan oscuro, la nieve medio sucia, al subir al tren y al salir de Leningrado en dirección a Moscú, ver aquellos campos medio nevados, con aquellas barracas, daba una impresión que a mi me extrañó. Claro, esto cambio completamente cuando llegamos a Moscú, donde vino a recibirnos Dirnitrov[11]. Muchos dirigentes de nuestro partido se quedaron en Moscú y nosotros íbamos destinados a Jarkov, en Ucrania, a una casa de reposo de los sindicatos muy grande, nueva. Allí pasamos una revisión medica, y al cabo de unos tres meses salí para Moscú, donde me destinaron a trabajar en una fábrica de coches que se llamaba Stalin. Llegamos a Moscú unos sesenta o setenta, y nos comunicaron que tan pronto como acabaran unas casas nuevas que estaban construyendo nos trasladarían a vivir allí, lo que efectivamente hicieron a los tres meses.

Cuando llegamos a la fábrica nos dieron todas las facilidades, nos pasearon, por las secciones y cada cual iba escogiendo lo que mejor le parecía. La mayoría de nuestros camaradas eran chicos jóvenes que estudiaban cuando estalló la guerra pero que no tenían oficio, y claro, en una fábrica  como  aquella,  que  era muy grande... A mí me destinaron a la sección de motores y allí estuve hasta la intervención alemana contra la Unión Soviética en junio del 42. La invasión fue la noche del sábado al domingo, día en que nos levantamos con una alarma general muy grande, con un ambiente tenso. El colectivo de españoles  nos  reunimos,  teníamos  la costumbre de reunimos por cualquier cosa, y mandamos cartas personales a Dolores, a Pepe Díaz, al Partido, diciendo que queríamos integrarnos como voluntarios en el ejército soviético, cosa que hicimos al cabo de unos ocho o diez días.

Los primeros días de la guerra nos metieron en un campo de entrenamiento del ejército soviético, donde nos preparamos muy duro. Nosotros ya teníamos todos una edad de entre veintisiete y treinta años, algunos habían estado heridos en la guerra de España y había una gran diferencia con los soviéticos integrados en la unidad, que en un ochenta por cien era gente deportista, jóvenes, y nos tomaban el pelo a nosotros de cojones. Alguno de los nuestros, cansados de entrenamiento, marchas de día y de noche, la rehostia, estábamos ya hasta la coronilla. Me acuerdo que nos trasladaron de allí, que era un campamento de verano, a un sitio para el invierno. Un poco por chunga, algunos rusos nos llamaban la división azul, y me acuerdo que un día iba retrasado a recoger la comida y me coloqué delante de los rusos. Esta es la división azul, dijo uno de ellos. Me cago en Dios, le metí el plato que tenía de aluminio y le aplasté la cara. Hubo allí un follón... Cosas que pasan. Al cabo de poco tiempo, en octubre, ya nos trasladaron a Moscú.

Celebramos el 7 de noviembre del 42 en Moscú y luego fuimos al frente. A mí me destinaron de enlace motorista en la unidad donde estaban los españoles y los rusos del campamento de entrenamiento. Llegó el 7 de noviembre y las fuerzas desfilaron por la Plaza Roja y tal como desfilaban iban ya para el frente. Al cabo de dos o tres días salimos una unidad de zapadores-minadores, lo que habíamos aprendido, hacia la parte de Kalinin. Cuando llegamos empezaba la retirada. Salimos veintitantos enlaces motoristas y me quedé yo sólo, que hice toda la retirada hasta Moscú. Volví otra vez donde estaban los españoles y al cabo de un mes y medio o así nos llamaron para ver si estábamos dispuestos a ir con un destacamento de guerrilleros a la retaguardia alemana. Todos estuvimos de acuerdo. Nos escogieron a dieciséis o diecisiete. La mañana que teníamos que salir en avión nos concentraron a seis españoles para ir al aeropuerto, donde estaba ya la máxima dirección de la agrupación de guerrilleros a la que íbamos. Había seis rusos, con dos mujeres, y seis españoles, la máxima delegación, ya que tenían confianza en nosotros.

Nos tiraron en paracaídas. Un compañero quedó colgado de un árbol, como yo, que estuve más de media hora para poder soltarme. Todo oscuro, el árbol era muy grande y no podía cortar las correas, porque llevaba encima el armamento y no veía nada, me pude quitar la bolsa para un lado, me agarré del árbol y fui cortando las cuerdas poco a poco para ir bajando despacio y no romperme una pierna. Con un poco de pánico, como es natural. De una forma u otra lo pasamos todos mal. Al fin me apoyé con los pies sobre algo, pensé que podía ser una rama, pero me fui sentando, puse las manos abajo y comprobé que ya era tierra. Recogí el paracaídas y me fui al sitio de concentración, afuera del bosque. Tras concentramos todos emprendimos la marcha para encontrarnos con el destacamento que nos estaba esperando. Allí recibimos un par de aviones más y cuando estuvimos todo el grupo emprendimos la marcha que, sin exagerar, era de unos quinientos o seiscientos kilómetros hasta el sitio que estábamos destinados. Era verano, pero teníamos unos amigos que eran los mosquitos, que allí es una cosa de miedo; los mosquitos no te dejan vivir, te tocan y se paran, clavan el aguijón y entonces ves que aprietan más y notas que te chupan la sangre, cuando ya no pueden más sueltan el pico y empiezan un vuelo que parecen aviones pesados. Estuvimos dos años en el destacamento, en la retaguardia alemana.

A mí me hicieron jefe de estado mayor de un batallón de guerrilleros y cuando regresamos me condecoraron con la orden de la bandera roja, también me dieron otras chapas. Cuando salí de España no pensé que me pasarían todas estas cosas.

Estuve a las órdenes de Fiodorov, un jefe guerrillero ucraniano, que tenía veintitantos batallones bajo su mando, en una zona tras las líneas enemigas en la que, no obstante, no entraban los alemanes. En el 44 me encargaron trasladar a un grupo de unos sesenta heridos, más mujeres, niños y ancianos, hasta nuestras líneas, para lo que me dieron un batallón formado por gente que no podía salir a luchar en grandes acciones, y estuve con ellos hasta la retirada, que llegaron unos aviones a recogerlos. Yo tenía montado un hospital muy grande y tuve que pasar las líneas del frente con los trineos.

Antes de acabar la guerra, me mandaron a Crimea, a organizar un Koljós con refugiados españoles, ancianos, niños y de todo, porque en Crimea había más comida y mejores condiciones de vida. Estando allí me llamaron de Moscú y me preguntaron si estaba dispuesto a incorporarme a la lucha en España, dije que sí inmediatamente. Mientras se preparaba todo, unos dos o tres meses, estuve en una escuela de Partido preparándome para salir de la URSS. Vino el final de la guerra, lo celebramos en Moscú, esto fue en mayo, pasaron unos meses más y llegamos a octubre o noviembre del 45 con la duda de si salíamos o no. Al final me lo prepararon todo: documentaciones, trajes y todo esto, y me parece que era el 2 de enero del 46 cuando salí de la Unión Soviética en un avión.

José Gros




Cuando llegamos a Francia a finales de febrero del 39 nos metieron en campos de concentración en los que estuvimos hasta finales del 41. Yo pasé la frontera con mi madre y otra gente de mi pueblo, Torregrosa, a dieciséis kilómetros de Lérida, pero mi padre, que estaba en aquel momento en el frente, la cruzó con sus compañeros del ejército y le llevaron a otro campo. Para localizarnos nos daban sellos y mi madre enviaba cartas a todos los campos de concentración de Francia, y lo mismo hacía mi padre por su lado, hasta que supimos donde se encontraba. Estuvimos tres años separados y el reencuentro fue muy emocionante, porque mis hermanos pequeños no le conocían.

Cuando salimos de los campos yo tenía catorce años, y como en aquella época sólo se iba a la escuela hasta esa edad, no pude asistir a ella, ni en España ni en Francia. Me pusieron a trabajar. ¿Cómo no voy a ser revolucionaria, con todos los acontecimientos de la guerra civil? Con once o doce años comencé haciendo calcetines, bufandas y guantes para los milicianos que estaban en el frente, luego un mes entero de huida por las carreteras de Cataluña, pensando que nunca pasaríamos a Francia, viviendo ese ambiente de los republicanos, convencidos que teníamos razón, que la guerra no se podía perder, y yo siempre estaba metida entre los mayores, para escuchar lo que hablaban.

En Francia me afilié al PC francés para ayudar al maquis que luchaba contra la ocupación nazi. Tenía catorce años y lo hacíamos para luchar contra esa sociedad injusta, contra la guerra, contra los bombardeos, contra todo eso. Yo quería participar, aportar mi granito de arena para terminar con aquella situación, que era tremenda y muy injusta.

Pese a todo lo malo, tengo muchos recuerdo felices de aquella época Como estábamos tan convencidos que había que luchar para acabar con todas esas injusticias, la lucha te hacía feliz, poder participar en ello, aunque fuera poco. Por ejemplo, en aquel pueblecito en el que estábamos, ocupado por los alemanes, estaba todo prohibido, el baile y tantas otras cosas, pero los jóvenes nos íbamos al campo, donde habían trillado, poníamos mucha agua y los domingos bailábamos con la música de un acordeón. Tras la guerra mundial participé en el equipo de clandestinos que ayudaba a pasar la frontera a los camaradas que regresaban a España a proseguir el combate.

Pepita Belloch


Cuando llegue a Dachau el 20 de junio de 1944 pesaba sesenta kilos y cuando liberaron- el campo, el 1 de octubre del 44, había perdido la mitad de peso y sólo pesaba 35. Me habían detenido por estar en la resistencia y fui condenado a dieciocho meses, que era la pena mínima. Comencé a cumpliría en Francia, pasando por varias prisiones hasta que llegamos a Fresnes, en Paris, desde donde me enviaron al campo de concentración.

El día 18 de junio salíamos de Compiegne para Dachau en un convoy de más de mil doscientas personas. Dentro de cada vagón íbamos ciento o ciento veinte, que ni siquiera de rodillas podíamos ponernos. Por donde pasábamos pedíamos agua, que a veces nos daban y otras no. Yo siempre he tenido suerte. Me había colocado junto a la pared, donde creí que podría hacerme un hueco, y sentí pasar una corriente de aire detrás de mí. Me di la vuelta y vi una rendija de unos tres o cuatro centímetros a la altura de mi cabeza. Una casualidad, pero cuando sentía sensación de sueño, porque cuando te mueres asfixiado sientes sueño, me volvía a respirar bocanadas de aire hasta que me despejaba. Y así llegamos a Dachau tras dos días de viaje; algo increíble, porque debía haber unos doscientos kilómetros de distancia.

Al llegar al campo el tren se paró a trescientos metros de las puertas. Allí estaban los reporteros gráficos para hacernos fotos y publicar al día siguiente que tantos terroristas habían llegado al campo. Al salir del tren nos dio una bocanada de aire que olía ya a carne quemada, y es porque el horno crematorio estaba funcionando día y noche. Sobre la entrada, como en todos los campos, había un cartel que decía en alemán: el trabajo es la libertad.

El campo era una gran alambrada, con un corredor para los que llegaban de fuera, también marcado por alambradas a los lados, y los barracones. Para comer nos daban una sopa que sólo era agua, cien gramos de pan, más o menos, y dos días a la semana no había sopa por la noche. A mi me mandaron a trabajar a un túnel de los Vosgos, cerca de Estrasburgo, que tenía catorce kilómetros de largo y habían habilitado como fábrica de motores completos de aviación. Doce horas diarias de trabajo, una semana de noche y otra de día. En una jornada había que hacer mil cilindros de motor de aviación, que si no los hacías, el domingo había ajuste de cuentas: veinticinco palos. Tenías la posibilidad de tener un 5% de desperdicios de material, pero si lo sobrepasabas otros veinticinco palos el domingo. Si repetías: cincuenta, y la tercera vez, patíbulo, por sabotaje. Así te tenían todos los días. Por decir no, te pegaban, por estar demasiado juntos, te daban con el palo, pasaban lista, pegaban, pasaban otra lista, pegaban. Siempre estaban con la mano arriba.

Pero también estaba la solidaridad entre los internados. El que llegaba nuevo al campo se desmoronaba al ver aquello, tenía que tener el espíritu muy entero o una conciencia política muy fuerte para soportarlo. Después de registrarte, raparte y ducharte te decían: ya no te llamas fulano de tal, sino que eres el número tal. A mí me dijeron personalmente: ya no eres Juan Escuer Gomis, eres el 74.781. Siempre tendré ese número en la cabeza.

Desde que entrabas por la puerta ya veías el humo por la chimenea. Aquel que no sabía por qué estaba allí se caía, se desmoronaba, entonces éramos nosotros, los que sabíamos por qué estábamos allí, que teníamos asumido lo que nos podía pasar, los que nos fortalecíamos y decíamos a nosotros mismos que había que salir de allí vivos.

Cuando veíamos a uno que se quedaba amodorrado, o que se quedaba mirando al suelo, o al aire, y empezaba a mover los labios y, como se dice, a cazar moscas, le sacudías, le obligabas a vivir, a luchar para, salir vivos, porque había que contar a la humanidad lo que pasaba allí, y lográbamos salvar muchas vidas. Solidaridad con la comida, que no teníamos para nosotros, pero había que sacrificarse y sacar una cucharada al día de nuestro plato para salvar la vida de alguien, porque cuando veías que alguno ya no podía más, además de reconfortarle la moral, darle una cucharada de sopa cada compañero podía salvarle; o un cacho de pan, que podía ser una uña de pan, que daba cada uno, con lo se hacían una o dos raciones más para reanimar a los compañeros.

Esa era la lucha de los comunistas dentro del campo; y digo los comunistas porque nosotros éramos los motores, servíamos de conciencia. Había dos clases de personas que podían sobrevivir: los que tenían la ideología y los que tenían una fe. El que tenía una fe, que confiaba que Dios le sacaría de allí, todavía resistía, y los que teníamos ideología sabíamos que la lucha de cada día era la que podía liberarnos.

No teníamos derecho a nada, ni a diarios, ni a escuchar la radio, ni a recibir correspondencia, ni a paquetes. Estábamos aislados, éramos un mundo aparte. Los carceleros tenían el arte de ridiculizar a la persona. Nos rapaban toda la cabeza y nos dejaban una cresta a cada lado ¿Para qué? para humillarnos. El pelo que almacenaban tenía más valor que cien personas. Además, con sadismo. Delante de ti daban de comer a los perros una comida excelente: cachos de carne, patatas, macarrones y de todo, que muchos de nosotros, si no fuera por el miedo que daban los perros, se hubieran tirado a por ella. La fiambrera y la cuchara había que llevarla siempre colgadas en el cinto, porque te la quitaban. Yo le soldé un alambre y no la perdí nunca. Lo tenían calculado todo. Con las sesenta calorías que nos daban, que lo decían los médicos que había allí, se calculaba que un internado podía vivir entre seis y nueve meses.

En Dachau no había tantos españoles, en Mathausen hubo más, hasta el punto de que ahora,- a las puertas del campo, hay un cartel en varios idiomas- en la que se recuerda a los siete mil españoles que murieron allí por la libertad. Cuando los alemanes se dieron cuenta de la gran cantidad de españoles que había en los campos se pusieron en contacto con el embajador de Franco en París para preguntarle que hacían con tantos compatriotas, y, según se dice, fue Serrano Suñer el que dijo que fuera de España no había españoles y que hicieran con ello lo que quisieran. En Matahusen se distinguía a los presos españoles por un triángulo azul con una S, de spanier, que les cosían en el pecho, pero en Dachau no era así, aunque creo que otros campos sí.
La gente ha dicho luego que no sabía de la existencia de los campos, pero no era verdad, porque no podían ignorarlo. Los que vivían cerca tenían que soportar todo el día el olor a carne asada. La chimenea echaba humo noche y día, las veinticuatro horas seguidas, y entraba gente y no salía, alguna cosa tenía que pasar. Naturalmente, también había cámaras de gas donde gaseaban a los judíos. Nosotros no lo sabíamos, porque no teníamos ninguna información, pero se rumoreaba. Es la misma secuencia de las duchas de “La lista de Schlinder”.

A principios de octubre ya sabíamos que los aliados se acercaban y que el general Leclerc avanzaba a paso de caballo hacia Estrasburgo; que, por cierto, con él iba una compañía de españoles, que habían bautizado sus tanques con los nombres de Madrid, Ebro, Belchite, Gernika y otros lugares de las batallas de nuestra guerra.

Para nosotros era vital la información. En el túnel trabajábamos con gente civil, y aunque no teníamos derecho a hablar con ellos ni a frotarnos, solamente mirabas. Los civiles llegaban cada día de su casa con el periódico. Si veías que uno que estaba cerca de ti llevaba un periódico no podíamos hablarle, porque te podían dar de palos o llevarte al patíbulo por eso, pero te acercabas a él y lo primero le mirabas a los ojos; si él bajaba los suyos no era de fiar, pero si te mantenía la mirada le hacías un gesto y él respondía con un guiño, le decías bajito: olvídate el periódico. En esas circunstancias límites todos los sentidos trabajan al máximo, y si lo comprendía te dejaba el periódico y luego colaboraba contigo. Luego te encerrabas en el váter y escondías el periódico como si fuera una compresa, entre las piernas, para pasarlo al campo, porque si te lo encontraban te pegaban una tunda de palos o te ahorcaban, según el humor del que estuviera de servicio. Registraban a la entrada y a la salida de la fábrica, a la entrada y a la salida del campo, y según como lo escondieras era más fácil que lo localizaran. A mí me registraron muchas veces, se conoce que me tenían en el punto de mira, pero como se decía allí, no podías ser ni demasiado listo ni demasiado tonto, sobre todo los que teníamos una responsabilidad dentro del campo. Pasabas el periódico a los barracones y los que sabían alemán lo traducía. Nosotros teníamos un judío de París que conocía muchas lenguas y era el que nos lo traducía, y así nos íbamos enterando de lo que pasaba, al menos nos hacíamos una idea, porque en tiempo de guerra ningún periódico dice la verdad, ni los nuestros ni los suyos.

Los españoles en los campos de concentración éramos las vedettes, porque teníamos nuestra guerra reciente. En el campo había un comité de liberación internacional que estaba compuesto por una o dos personas seguras de cada nacionalidad. Rara vez nos juntábamos todos, porque era muy difícil hacerlo, pero nos reuníamos de dos en dos nacionalidades, que comunicaban a su vez con otras dos, y así todos. La misión era divulgar las noticias, dar información a la gente. A nosotros nos liberaron los americanos. A mi mujer, Constanza, que estaba en Ravensbruck la liberaron los soviéticos.

Joan Escuer





[1] Juan Chabás Martí (Denia, Alicante, 1900 - La Habana, 1954), escritor y crítico español perteneciente a la Generación del 27.

[2] 1971 (Premio Josep Pla, 1970).

[3]Gregorio López Raimundo. Nacido en Tauste (Zaragoza) en 1914. En 1936 ingresó en el PSUC, partido del que ha sido Secretario General y Presidente. En 1947 entró clandestino en España, andando por los Pirineos, conducido por José Gros, responsable de los pasos de la frontera, para hacerse cargo de la delegación del Comité Central del PSUC en el interior. En 1951 fue detenido. Tras su salida en libertad volvió a la clandestinidad, en la que permaneció hasta la muerte de Franco como secretario general del PSUC. Merecen la pena su libro de memorias “Primera clandestinidad”, publicados por Editorial Antártida.

[4](1911/1963). Dirigente del Partido Comunista. Policía durante la guerra, estuvo exiliado en la República Dominicana, Cuba, México y Francia. En 1959 volvió clandestino a España para hacerse cargo de la dirección del Partido en Madrid. En 1962 fue detenido, siendo el último español juzgado por actos cometidos durante la guerra civil. Salvajemente torturado, fue fusilado durante la Semana Santa de 1963 en medio de una gran protesta internacional.

[5]5.- José Galán, militar y comunista de gran renombre durante la guerra, hermano de Fermín Galán, que fue fusilado junto a García Hernández por encabezar la sublevación de Jaca a favor de la República en diciembre de 1930.

[6]Dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas y el PCE. Comisario político durante la guerra. Amante de Dolores Ibárruri hasta finales de la guerra mundial.

[7]Servicio de Emigración de los Republicanos Españoles. Creado por el gobierno Negrín en París en abril de 1939, de influencia fundamentalmente comunista y de la izquierda socialista. Creado por Indalecio Prieto, también socialista, existió el JARE (Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles).

[8]En realidad se trataba de Felipe Muñoz Arconada, hermano del escritor Cesar M. Arconada. Fue sancionado por el Buró Político del PCE en el verano de 1953 junto a Esteban Vega. Fueron sustituidos en la dirección del Partido en México por Santiago Álvarez.

[9] Rafael Vidiella, uno de los fundadores del PSUC.

[10]Ignacio Hidalgo de Cisneros. Militar del cuerpo de aviación, se afilió al PCE durante la República, fue ministro de Aviación republicano. Ver su libro de memorias, “Cambio de rumbo” (Bucarest, 1961. Hay edición en España.

[11] 12.- Georgi Dimitrov, dirigente de la Internacional Comunista.





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Que a finales de los 70 se convirtieran en sendas series televisivas dos novelas de Vicente Blasco Ibáñez era señal de que los tiempos iban cambiando. Pese a haber fallecido en 1928, antes de la II República y de la guerra civil, el escritor valenciano, republicano, anticlerical y vividor, fue anatema para el franquismo, bajo el que se reeditaron algunas de sus obras pero que no dejó de considerarlo un enemigo a silenciar. Por eso, que sus historias se contaran desde la pequeña pantalla significó el comienzo de la recuperación de una memoria literaria e histórica que devolvía a la luz pública la España derrotada en 1939 e ignorada desde entonces.

Ya el año anterior TVE había emitido la adaptación que Rafael Romero Marchent había hecho de “Cañas y Barro”, la obra de Blasco Ibáñez perteneciente al ciclo de novelas de tema valenciano en el que también se inscribía “La Barraca”, que llegó a los españoles en 1979 dirigida por León Klimovsky, un argentino de origen ucraniano que había llegado en la década de los 50 a España, donde había realizado unas decenas de películas poco memorables.
            
Ambas novelas habían sido llevadas ya al cine; “Cañas y Barro” en 1954 por Juan de Orduña y “La Barraca” por Roberto Gavaldón en 1944, nada extraño considerando que Blasco Ibáñez había sido no sólo uno de los escritores españoles de mayor éxito internacional, sino también el que más obras propias había visto convertidas en películas desde los tiempos del cine mudo. Que esas dos novelas se recuperaran desde la televisión en aquellos conflictivos años de la transición tuvo una extraordinaria repercusión entre el público, que colocó ambas producciones entre los espacios más vistos de sus años respectivos.

La barraca, publicada como novela en 1898, cuenta una dramática historia situada en la huerta valenciana, a la que en televisión dieron vida los actores Victoria Abril, Álvaro de Luna, Lola Herreray Terele Pávez, entre otros. La familia del Tío Barret debe abandonar su casa al no poder pagar las deudas contraídas con el propietario, Don Salvador, al que mata, borracho e iracundo, el propio Barret. La Barraca es ocupada por Batiste y los suyos, que deben sufrir la enemistad y violencia de los vecinos hasta el trágico final. Una historia cruda, sin paliativos, que en la versión que el guionista Manuel Mur Oti, otro clásico del cine español menos interesante, hizo para Klimovskyse convirtió, de acuerdo a los tiempos en que se vivía, en una metáfora de la guerra civil y en un llamamiento a su superación. De dejarlo claro se encargaba la canción que abría cada uno de los nueve capítulos que la componían, que se emitieron desde el domingo 1 hasta el jueves 11 de octubre de 1979. Había escrito el tema Jesús Gluck, un moderno del momento, y la cantaba Victoria Abril, la entonces joven protagonista: “extraña humanidad que un día entenderá que tienes que aprender a convivir en paz”.

El éxito que obtuvieron “Cañas y barro” y “La barraca”, sirvió para abrir el camino de la adaptación de obras literarias de prestigio en la producción de series españolas, que daría obras fundamentales de la televisión en los años siguientes. El antecedente inmediato había sido en 1976 “La saga de los Rius”, en la que, todavía con formato de telenovela Pedro Amalio López había adaptado, desde una perspectiva marxista y de clase, las cinco novelas de Ignacio Agustí que componían el ciclo “La ceniza fue árbol”, en las que se narraban los avatares de la sociedad industrial catalana entre finales del siglo XIX y la guerra civil. Esa raíz literaria fue aprovechada desde comienzos de los 80 en importantes series, que también intentaban acercar al espectador la vida de ese mismo periodo de tiempo, en el que se configuró la España de aquellos años.
            
La nómina de novelistas adaptados en los años siguientes fue importante: Pérez Galdós (“Fortunata y Jacinta”; Mario Camus, 1980), Mercé Rodoreda (“La plaza del diamante”; Francisco Betriu, 1982), “Los gozos y las sombras” (Gonzalo Torrente Ballester; Rafael Moreno Alba, 1982), Juan Valera (“Juanita la larga”; Eugenio Martín, 1982), Ramón del Valle Inclán (“Sonatas”; Miguel Picazo, 1982), Ramón J. Sender (“Crónica del Alba”; Antonio José Betancor, 1983), Pío BarojaEl mayorazgo de Labraz”; Pío Caro Baroja, 1983), Arturo Barea (“La forja de un rebelde”, Mario Camus, 1990), o Leopoldo Alas Clarín(“La regenta”; Fernando Méndez Leite, 1994). Curiosamente, al filo del siglo XXI TVE volvió a descubrir la potencialidad televisiva de las historias de Blasco Ibáñez adaptando otras dos de ellas: “Entre naranjos” (Josefina Molina, 1998) y “Arroz y tartana” (José Antonio Escrivá, 2003), pertenecientes, como “Cañas y barro” y “La barraca”, al ciclo de novelas valencianas[1].






Caras nuevas

Además de series diferentes, una televisión que quería mostrarse ante los españoles rompiendo con lo anterior necesitaba nuevos rostros que  dieran credibilidad el cambio. En 1979 una joven de 24 años nacida en Portugalete, Vizcaya, hizo famoso un piano recubierto de espejuelos cuadrados que tocaba con empeño. Era Mari Cruz Soriano, que ese año fue premiada con el TP de Oro como mejor presentadora televisiva, sumándose al podium de la fama televisiva, en el que también se habían ido subiendo desde unos años antes otros nombres.

Se llamaban, y aún se llaman, porque muchas de ellas siguen en activo, Rosa María Mateo y Victoria Prego, Mercedes Milá e Isabel Tenaille, Cristina García Ramos y Ángeles Caso. La que más fama alcanzó, también la más efímera, fue la pianista, hasta el punto que un grupo punkie decidió bautizarse, con una buena carga de sorna, “Mari Cruz Soriano y los que afinan el piano”, en recuerdo de la periodista, que se retiró de la profesión y acabó casada con el alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch.

            
No se puede cerrar el calendario televisivo español de 1979 sin pararse un momento en la enorme repercusión que obtuvo una producción estadounidense en la que se contaba con todo lujo de detalles la historia de la esclavitud en aquel país a través de los avatares de un abuelo negro y sus descendientes. “Raíces” estaba basada en una novela de Alex Haley, y desde que se había estrenado en su país de origen en 1977 se convirtió en un fenómeno en todo el mundo, hasta el punto de que sus episodios están entre los 20 programas más vistos en toda la historia del medio. En principio, esa saga familiar del esclavo africano llegado a América en 1887 poco tenía que ver que las preocupaciones cotidianas del español medio, pero las situaciones melodramáticas y el protagonista que una y otra vez contaba la historia de sus antepasados, negándose a perder la memoria cuajaron entre los espectadores, y Kunta Kinte fue un hombre que se recordó durante generaciones.

Claro, que no todo iban a ser dramas intensos en un año tan abierto al futuro. 1979 fue el año que se estrenó y triunfó en España “Los ángeles de Charlie”, otra serie estadounidense en la que tres barbies estilizadas (Kate Jackson, Farrah Fawcett y Jaclyn Smith) jugaban a ser perspicaces agentes secretos dirigidas pon un simplón Jonh Bosley, que sufría mucho con ellas, pero le gustaba. Producía la serie un histórico de la televisión comercial de EEUU, Aaron Spelling, que triunfaría después en España con joyas del calibre de “Sensación de vivir”, Melrose Place” o “Vacaciones en el mar”.

En realidad, esa, y no la de Blasco Ibáñez, era la televisión que anunciaba a clarinazos la nueva España que llegaba.



UN ESTATUTO PARA LA DEMOCRACIA

Aunque no se publicó en el Boletín Oficial del Estado hasta el 10 de enero de 1980, el Estatuto de la Radio y la Televisión, la primera reglamentación del medio que alcanzaba en España el rango de ley, se cocinó y aprobó el año anterior. En el texto legal se declaraba, no sin ambigüedades, el carácter de servicio público esencial de la televisión, la forma de financiación, en la que se preveía una reducción de la publicidad, la forma de nombramiento de su director general y del consejo de administración, la independencia de los partidos políticos y el gobierno y, en fin, todo aquello que se creía debía ser la tele moderna en un país democrático. Su gestación fue resultado de un largo proceso y del acuerdo entre los dos partidos mayoritarios, UCD, que estuvo representada en las negociaciones por el vicepresidente del gobierno Fernando Abril Martorell, y el PSOE, por el que hablaba su vicepresidente general, Alfonso Guerra.
           




[1]En RTVE a la carta se encuentran completas una buena parte de estas series, aunque sin saberse el motivo no estén todas. He enlazado las que allí constan. Curiosamente, de “La saga de los Rius” se conserva la versión doblada al catalán posteriormente, y no la original en castellano.




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1975. El año en que estalló la música en España
Páginas musicales de la revista POSIBLE





1975 fue el año en que estalló en España la canción popular, cantautores y otros, rompiendo el rígido corsé que hasta entonces la había constreñido. Un estallido provocado por méritos propios, pero ayudado por las muy especiales circunstancias políticas del momento.

La patética muerte del dictador en noviembre, precedida en septiembre por el último acto criminal del franquismo con los fusilamientos de cinco militantes de ETA y FRAP, había provocado ya antes del deceso una profunda lucha interna de las llamadas “familias” del régimen, distintas caras de la dictadura, para heredar los restos del naufragio. Se multiplicaron los pronunciamientos de los partidos de la oposición, incluido alguno que hasta ese momento había permanecido desde los años cincuenta refugiado en sus cuarteles de invierno, y los actos de protesta, huelgas, concentraciones y manifestaciones resultaban el pan nuestro de cada día en facultades y fábricas de todo el país. Comisiones Obreras dirigía con eficacia la lucha obrera; el mundo de la cultura se mostraba más soliviantado que nunca; las asociaciones de vecinos y otras organizaciones sectoriales funcionaban a toda máquina; una buena cantidad de curas habían creado un potente movimiento cristiano de oposición; y, por si fuera poco, hasta algunos militares se habían agrupado en la clandestina Unión Democrática Militar, que en agosto de ese año sufriría su primera detención colectiva.

En ese caldo de cultivo político y social, la canción, bien fuera la llamada “protesta” o la considerada “underground” o “progresiva”, constituía la principal forma de expresión y difusión de los posibles nuevos valores de una sociedad distinta que ya se veía llegar, y con ella se identificaba una buena parte de la juventud a un nivel mucho más profundo que el de los simples “fans”. La canción reflejaba las inquietudes de la mayoría de los ciudadanos más inquietos, jóvenes unos y otros no tanto, que se expresaban a través de ella. Y como la población ya no estaba para soportar corsés dictatoriales y eran suficientes para intentarlo, rompieron las ballestas opresoras y por los huecos que quedaron comenzaron a entrar a raudales las canciones y los cantantes o músicos que hasta entonces habían sido silenciados, censurados o prohibidos.

De todo ello creo que tratan los textos que reproduzco, pero no desde la perspectiva histórica de quien investiga y analiza un fenómeno en un momento de la historia, sino desde la visión en presente de quien lo iba viviendo día a días, a través de las crónicas, reseñas y comentarios que publiqué por aquellas lejanas fechas en la revista madrileña Posible.

No sé cómo ni a través de quien, a finales de 1974 me encontré metido en el proyecto de una nueva revista que se estaba preparando para salir a la calle, cosa que finalmente sucedió el 15 de noviembre de ese mismo año. Como se puede ver por la mancheta que reproduzco al final, la dirigía Alfonso S. Palomares, que dos años antes había creado “Ciudadano”, una publicación que se adelantaba a eso tan terrible de las asociaciones de consumidores y usuarios, y que luego seguiría una exitosa carrera periodística. En puesto relevantes andaban también otros jóvenes periodistas que luego harían carrera, como Francisco Cerecedo, Felix Bayón, María Antonia Iglesias, Miguel Ángel Aguilar, Francisco Gor, Enrique (luego Enric) Sopena, Juan Cueto o Antonio Burgos. Era una buena representación de lo que podríamos llamar el periodismo español disconforme post “Cuadernos para el Diálogo” y “Triunfo”, que seguía la línea que Cambio 16, que todavía dirigía su fundador Juan Tomás de Salas, aunque pudieran considerarla ya, pienso yo, demasiado asentada y excesivamente dada a la información sensacional. Entre los responsables de sección encuentro que el encargado de la de arte era Ángel Aragonés, el pintor autor de la excelente portada de “A pesar de todo, el primer LP de Hilario Camacho, que probablemente fue quien me facilitó la colaboración. Desde luego, éramos los dos más rojos de una publicación que políticamente se podría definir como liberal y democrática, y, desde luego, nítidamente antifranquista. Por mi parte, la relación fue poca. Llevaba mi artículo semanal (primero quincenal) y me marchaba. Nunca me cortaron una línea ni me exigieron un tema.

Mirando hoy aquellos artículos, y al margen de cualquier otra consideración (cómo comprobar la importancia que una revista de información confería a la música popular), pienso que leerlos puede ser como una crónica de lo que sucedió en el terreno de la música no estrictamente comercial (aunque uno de los fenómenos a destacar es que lo que no era rentable para la industria pasó a serlo) en aquel año crucial de 1975. Hasta julio, que es hasta cuándo conservo los ejemplares de la revista. Pienso que en ellos se reflejan los rasgos musicales fundamentales de aquel año: El salto a la edición y difusión masiva de la canción de autor y la música progresiva, la aparición de nuevas discográficas, la normalización de los grandes recitales, la visita habitual de los grandes del rock, la irrupción de la música sudamericana, y, en definitiva, el inició de un camino que llevó a la música popular española a su equiparación con la del resto del mundo. O al menos de una parte de él.

Como resultaba imposible reproducir las 14 páginas que conservo de aquellas colaboraciones en Posible, he seleccionado a vuelapluma algunos artículos que cuelgo aquí, aunque si existe algún curioso que no pueda resistir la tentación de ir a por todo, he preparado con la colección completa un PDF que se puede descargar aquí.








Además de los grandes ídolos del rock, en aquel año del franquismo agónico comenzó a ser frecuente la visita de cantantes sudamericanos, argentinos en primer lugar, a un país en el que hasta entonces, pese a las afinidades de lengua y cultura, tan sólo era conocido el nombre de Atahualpa Yupanqui y poco más. Por la significación y el éxito que esta música alcanzaría en los años siguientes, este es, sin duda uno de los rasgos más destacados de aquel 1975 musical, en el que tendría especial importancia el comienzo de la edición de discos (con las correspondientes visitas) de los movimientos de nueva canción que habían surgido en Cuba y Chile. En el primer caso, no sólo eran los representantes de una revolución triunfante, sino también los creadores de nuevos modelos musicales dentro de la canción en castellano, que cuajarían en España con infinidad de discípulos posteriores. En el segundo, con sus canciones de fuerte carga política y movilizadora, constituían el recordatorio de las posibilidades, reprimidas salvajemente, de un cambio profundo del sistema desde el respeto a las formas democráticas, algo muy parecido a lo que se pretendía hacer en la España postfranquista que ya se divisaba. El hecho de que tanto los artistas cubanos como los chilenos grabaran en sendos sellos discográficos únicos (EGREM, un sello estatal, los primeros y DICAP, dependiente del PC chileno, los segundos) facilitó que la música de los integrantes de la Nueva Trova Cubana o de la Nueva Canción Chilena fueran distribuidos en España por una sola discográfica, GONG, con lo que eso suponía de difusión unitaria no sólo de los grandes nombres (Pablo, Silvio, Carlos, Víctor, Quilapayún o Inti Illimani, por ejemplo), sino del conjunto de los integrantes de cada movimiento.




Los golpes militares en Argentina y Uruguay trajeron a aquella España predemocrática a una buena cantidad de exiliados, algunos de los cuales eran músicos o cantantes en los inicios de sus respectivas carreras, lo que quizás facilitó su integración en la música española de manera natural. Eran Manuel Picón y Olga Manzano, Claudina y Alberto Gambino, Indio Juan, Rafael Amor o el grupo Alpataco, como nombres más destacados de una miríada de artistas de que instalaron en Madrid o Barcelona, uniéndose a compatriotas que ya residían allí, como era el caso de Carlos Montero o Quintín Cabrera. Sus canciones y los locales que se crearon para sus actuaciones, a imitación de los que ya existían en los países de origen, contribuyeron de manera fundamental a reafirmar el carácter testimonial y de intervención de la música española. Además, de paso, dejaron alguna obra maestra por el camino, como aquel “Fulgor y Muerte de Joaquín Murieta”, la obra de Pablo Neruda a la que puso inspirada música el uruguayo Manuel Picón, que ese mismo año la grabó con su compañera Olga Manzano, el grupo chileno Alpataco y el argentino Víctor Velázquez, que en las actuaciones en directo, que alcanzaron un extraordinario éxito, fue sustituido por Indio Juan.





Pese a que hacía ya más de 10 años que la nova canço catalana era un fenómeno social y cultural de especial importancia, no sería hasta alrededor de este 1975 de marras cuando la mayor parte de los cantautores de esta nacionalidad comenzaron a actuar con regularidad y normalidad en Madrid y otros lugares del Estado, propiciándose así en toda España la difusión y e conocimiento de artistas que esos años ocuparían un lugar preeminente en la música española.







También era Catalunya, y en menor medida Euzkadi, el único territorio en el que existía una industria discográfica propia, sólida y estable, alrededor de la cual se agrupaban los respetivos movimiento de lo que entonces era “nueva canción”. La creación en 1975 de sello GONG, que dirigió Gonzalo García Pelayo y en el que no me voy a extender por la parte que me tocó, vino a significar la aparición de una industria grabadora que desde Madrid llegaba a toda España. En él (y posteriormente en Pauta, que dirigió José Manuel Caballero Bonald) tuvieron cabida un buen número de cantautores, veteranos o noveles, que hasta entonces no habían tenido posibilidades de grabar discos o los habían grabado en condiciones deficientes, procedieran de Madrid o Andalucia, Aragón o Galicia, Extremadura o Asturias, que compartieron catálogo con nuevos flamencos y rockeros o con los artistas chilenos y cubanos.






Para acabar, no se crea que, pese a las apariencias, las cosas fueron fáciles para este tipo de música en 1975. El régimen agonizaba y en su agonía dio sus últimos coletazos represivos, como el caimán que hacía tanto que se iba a ir que al final ya se marchaba, en un intento de evitar que la dictadura se fuera detrás de su fundador al Valle de los Caídos a descansar debajo de una losa de mármol. Y como no podía ser de otra manera sobre los cantantes críticos cayeron todo tipo de censuras y prohibiciones.













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Sugar Red (relato)








El hombre dejó caer el afilado machete sobre la roja esfera de la sandía y la fruta se abrió en dos, como un globo terráqueo fresco y goteante que a un golpe del destino dejara ver la suave pulpa de su vientre. En el aire se confundía una barahúnda de sonidos: el monótono fraseo del vendedor de la tómbola, el canto chillón de los caballitos del tío-vivo, la rumba desordenada de un grupo de gitanos que cantaban a un lado, el confuso murmullo de los coches nocturnos, el lejano ritmo de timbales de un grupo de salsa que actuaba en el escenario y la estridencia de una canción punk que salía de los altavoces del mismo puesto de sandías, una vieja furgoneta Citroen pintada de un rojo intenso sobre el que destacaba el blanco inmaculado de un cartel con letras negras: "Sugar Red".

En medio de esta mezcolanza de ruidos y canciones el hombre pregonaba su mercancía con la pasión de quien pone en ello la vida.

-Veinte duros una rodaja de sandía. Roja como la conciencia de los que aún tienen conciencia, como la sangre de los puros, como la bandera de los valientes. Azúcar roja para inyectarse sin jeringuilla, para bajar la fiebre de la noche, para rebanar el cerebro hueco de los insomnes.

El hombre que voceaba era alto y musculoso, más de uno noventa de estatura y cerca de ciento veinte kilos embutidos en una escueta camiseta negra sin mangas y unos viejos pantalones vaqueros. El delantal blanco con que se defendía de las salpicaduras de la fruta estaba ya, a esas horas de la noche, manchado por mil regueros de agua y zumo, como sus brazos, el espeso pelo del pecho y la larga barba entrecana que daba a su rostro un aspecto fiero, solo desmentido por los pequeños ojos de un extremadamente calmo color azul.

Levantaba el brazo y el machete brillaba en lo alto, alumbrado por las farolas de la calle y los fluorescentes del puesto. Tras quedar un momento suspendido en el aire, la caída del acero era rápida y segura. Al ser hendida por el metal, la sandía soltaba un breve crujido que adelantaba el golpe seco y repentino del machete sobre la tabla de madera. Cada vez que el hombre repetía la acción, una nueva raja quedaba lista para ser colocada sobre el montón de hielo en el que se exponía la mercancía jugosa y atractiva.

La gente pasaba delante del puesto en dirección a la juerga o se marchaba del baile para volver a sus casas. A los que se marchaban, la agitación de la danza y los saltos les habían dejado sudorosos y exhaustos; a los que llegaban, el bochorno de la noche veraniega les sumía en un estado de excitación que buscaba desahogo en el vértigo de la fiesta. Unos y otros encontraban en la roja fruta que se les ofrecía un refrescante descanso con el que paliar el exceso de alcohol, tabaco y hachís con que alumbraban el último día de la verbena. Para las gargantas resecas, las bocas pastosas, las narices entumecidas y los miembros flojos, el dulce frescor de la sandía y el tacto suave de su pulpa constituían una tentación tan fuerte que sólo se atrevían a desoír quienes, en el último tramo de la juerga, no disponían ya ni de los veinte duros que costaba cada porción.

Para la mayoría de la gente, el puesto y su propietario eran algo conocido y previsible, una más de las formas de ganarse la vida que pare la noche, algo con lo que estaban seguros iban a tropezar en algún tramo de su deambular nocturno. Al principio, hacía ya unos años, cuando la roja furgoneta y el monumental vendedor comenzaron a aparecer en fiestas, verbenas, conciertos y concentraciones de todo tipo, había llamado la atención la calva cabeza del hombre y su enorme barba, el imperdible que atravesaba su oreja derecha, los tatuajes que le cubrían, el vigor con que pregonaba su mercancía, la fuerza de su brazo y la música explosiva y fuerte que le servía de reclamo. Pero de eso hacía tiempo; ahora, todos se habían acostumbrado a verle como un elemento inseparable de las noches veraniegas de la ciudad, compartiendo el paisaje con el mendigo que recitaba poemas en francés, el trilero de la cicatriz en la mejilla o el pregonero de nariz afilada que anunciaba el fin del mundo a ritmo de rap. Pasaban junto a él, escuchaban su bronco pregón, que se imponía al implacable rugido de algún antiguo éxito de los Sex Pistols o de Jimmy Hendrix, veían caer el goteante machete sobre la redonda sandía y no podían sustraerse a la tentación de llevarse a la boca la roja sangre azucarada que brillaba sobre el hielo picado y les calmaba la sed.

También los había que se quedaban un rato hablando con el hombre, que incluso permanecían allí durante toda la noche. Eran personajes variopintos y dispares: viejas borrachas cubiertas de harapos, jóvenes punkies de crespas melenas o heavys tachonados y siempre cubiertos por sus chupas de cuero, algún yonkie, un par de mariconas más o menos despendoladas y otros solitarios de cualquier descarriada tribu urbana. Allí, junto al puesto de sandías, bebían, fumaban, se chutaban, se besaban o bailaban. Sobre todo bailaban, que la música que sonaba en la vieja furgoneta era una provocación a la danza que no querían desperdiciar. Para ellos, el hombre era un noctámbulo mas en un mundo de noctámbulos. Un colega, un compañero, un cómplice en la búsqueda esquizoide del último poso de felicidad.

Algunos estaban allí todas las noches, otros aparecían una vez y luego no volvían. Eran su corte. Una corte poco selectiva que se había formado a lo largo de miles de noches, borracheras y canciones, de miles de soledades y ausencias, de miles de rajas de sandía que de vez en cuando el hombre les ofrecía gratis: "para refrescaros el coco, que buena falta os hace".

También a veces, cuando el hombre se hartaba de vocear y quería descansar un rato del ajetreo de la venta, dejaba a uno de ellos a cargo del puesto. Siempre hacía un buen trato, generoso y justo: podían quedarse el producto de todo lo que vendieran, aunque no podían cortar nuevas sandías, que el privilegio del vuelo del machete, que nunca dejaba de solicitarle el elegido para la sustitución, era algo que se reservaba para si mismo, como un sacerdote delega el campanilleo en el monaguillo pero se guarda, celoso, el levantamiento de la hostia. Pero en realidad, el querer utilizar el machete era solo un capricho de los muchachos que no repercutía en absoluto en la generosidad de la oferta, pues siempre quedaban sobre el hielo suficientes rajas para cubrir la ausencia del titular del negocio.

El calor de la noche y el duro ejercicio a que se sometía cortando las sandías cubrían al hombre de una capa de sudor que hacía brillar su blanca piel de animal nocturno y resaltaba los brillantes colores de los tatuajes que cubrían su cuerpo. En la parte superior de la espalda, casi en el hombro, se desplegaban las azuladas alas metálicas de una mariposa de hierro y en el hombro derecho brillaba una roja lengua emergiendo de unos labios carnosos y provocativos. Sobre el pecho, en distintas posiciones, se veía volar un antiguo aeroplano que dejaba una estela en la que se podía leer: Jefferson Airplane, en la clavícula estaba tatuado el nombre de los Sex Pistols y junto a la tetilla izquierda había dejado una huella imborrable el más fiel de sus recuerdos: Amor de madre. En el brazo derecho se distinguía un detallado retrato de Jimmy Hendrix y en el izquierdo mostraba sus descarnados dientes una terrorífica calavera rodeada de una leyenda: Grateful Dead.

 -Sugar, saca molla para que esta lo vea.

Quien le pedía tan extraña gracia, que sólo quienes más confianza tenían se atrevían a pedir, era un desnutrido muchacho de unos dieciocho años que fumaba un canuto junto a una chiquilla demacrada y pálida.

"Sacar molla" era algo que le pedían de vez en cuando y a lo que él no siempre accedía. Tenía que encontrase de buen humor y caerle bien el demandante para que el hombre cerrara el brazo izquierdo tensando los biceps. Con el aumento muscular la piel se extendía y la calavera parecía que sonriera, abría los labios y mostraba en una extraña mueca sus dientes desproporcionados. Si el hombre te dejaba acercarte lo suficiente, bien porque anduviera de buen humor o porque estuviera aburrido y no tuviera otra cosa que hacer, entre las líneas negras que separaban los dientes de la calavera se podía leer el nombre con el que el gigante anunciaba su negocio y, por lo que todos sabían, también el suyo propio, pues nunca nadie le había llamado de otra manera: Sugar Red.

Aquella noche Sugar Red no se encontraba con ganas. "Otro día", le dijo a la pareja de enamorados, y como tampoco quería defraudar los inicios de un amor, les ofreció un par de rajas de sandía que los muchachos se fueron a disfrutar apartados del bullicio, sentados en la acera.

Era ya esa hora tonta en que hasta los últimos búhos buscan remedio para el insomnio. Había poco trabajo y Sugar Red dejó descansar el machete durante un rato. Se secó las manos y la calva con el delantal, tarea difícil si se tiene en cuenta que el delantal era a esas horas apenas otra cosa que un trapo empapado de zumo de sandía, y se dispuso a cambiar la música. La noche era clara y el ruido de la verbena había empezado a descender al terminar en el auditorio la actuación de la orquesta salsera.

La fiesta estaba dando sus últimas boqueadas. La tómbola había echado el cierre hacía unos minutos, silenciando su pregón del perro piloto  o la chochona  de turno, y comenzaba a escasear el público. Tan sólo un pequeño grupo de trasnochadores, que agotaban hasta el final su ya mermada resistencia, deambulaban entre la cantina, la churrería y el puesto de sandías. El hombre dejó sonar por los altavoces del viejo Citroen el endiablado ritmo de los Fliying Burrito Brothers, preludio alegre del cierre del puesto, como todos sabían, y reordenó las rajas de fruta sobre el escaso hielo que aún quedaba.

Junto a la vieja furgoneta un joven encrestado empujó a un heavy melenudo haciéndole caer contra el puesto. A Sugar Red no le gustaban las peleas, era algo que todos los que se le acercaban aprendían pronto. No le importaba ninguna otra cosa, "cada uno se suicida como quiere", opinaba sobre cualquier forma de vivir o de morir, pero no soportaba las peleas.

El hombre estaba troceando la última sandía de la noche. Al sentir el ruido de la pelea dejó el machete sobre el mostrador, nunca lo necesitaba en estos casos, y salió de la furgoneta. Los dos jóvenes estaban tirados en el suelo. El más esmirriado, el mismo chiquillo que antes le había pedido que sacara molla para asombrar a su novia, estaba encima del otro e intentaba golpearle la cabeza con un ladrillo mientras el de abajo procuraba impedirlo sujetándole el brazo. Sugar Red tiró lejos el ladrillo de un manotazo, luego, agarrando del cinturón al muchacho que estaba arriba, le levantó con una sola mano como si se tratara de una bala de heno o de una maleta voluminosa y pateadora.

El que estaba debajo, al ver sobre si al gigante, que resultaba imponente con su calva brillante, su enorme barba y los muchos tatuajes brillando sobre el cuerpo sudoroso, intentó salir corriendo. Sugar Red le sujeto con la mano libre por el cuello de la camisa cuando parecía que ya se le escapaba y levantado a los dos jóvenes en el aire se alejó unos pasos del puesto. Dándoles una fuerte patada en el trasero les mando rodando por una pequeña loma de hierba. Sin volver la cabeza dio media vuelta y volvió al puesto, cogió el machete, lo levanto en alto y lo dejó caer sobre la sandía. Impulsada por la fuerza del golpe, una gruesa rodaja cayó directamente en el montón de hielo.

-La sangre dulce que corre por las venas de los valientes. Azúcar rojo para curar la resaca del aburrimiento. Las últimas raciones son gratis. La fiesta se acaba, cerramos el puesto.

Los últimos noctámbulos recogieron las rajas de sandía que Sugar Red les ofrecía. El hombre secó el machete con un trapo viejo y lo guardó en la funda de cuero que colgaba de uno de los soportes del puesto; luego cortó la música, apagó las luces y bajó los cierres de la furgoneta.

Cuando terminó de hacerlo ya se había marchado toda la corte. Siempre lo hacían así, sin despedirse, igual que llegaban siempre sin saludar. Sugar Red montó en el destartalado vehículo y lo puso en marcha.

Un rato después, tras atravesar las solitarias calles de la ciudad sin detenerse ni en un sólo semáforo, aparcó la furgoneta en una travesía estrecha y empinada, de casas viejas y enmohecidas por el tiempo.

Abrió el portal con una enorme llave de hierro y subió las escaleras sin dar la luz. Una difusa claridad que entraba por el estrecho hueco del patio vecinal anunciaba el amanecer y dejaba entrever los gastados escalones de madera y las desconchadas paredes. Llegó bufando al último piso y abrió la puerta de la derecha.

Nada más entrar en el cuarto notó el aire caliente y viciado. Todas las ventanas estaban cerradas y una estufa eléctrica, encendida pese a la temperatura cálida del amanecer veraniego, despedía un ligero resplandor que permitía adivinar el contorno de una mesa grande, todavía cubierta por los platos sucios de alguna comida anterior, varias sillas de anea, una estantería llena de libros y chucherías y una antiguo armario de espejo ovalado. Una mecedora junto a una ventana cerrada y una cama en la que reposaba un bulto agitado entre un revoltijo de sábanas y mantas completaban el mobiliario del pequeño cuarto.

El hombre fue hasta la ventana y dejó pasar algo de luz y aire fresco al entreabrirla, luego apagó la estufa y se acercó a la cama. El bulto se agitó y se dio media vuelta mientras soltaba un quejumbroso suspiro. Al descender la sábana con la que estaba tapada quedó a la vista el rostro demacrado de una mujer delgada y pequeña, de pelo intensamente negro y grandes ojos velados por el sueño. La mujer sacó la mano de entre la ropa e intentó alcanzar un despertador que había en el suelo.

-¿Ya estás de vuelta?

Preguntó con voz débil y somnolienta.

-Todavía es pronto, sigue durmiendo -contestó el hombre en voz baja, apenas audible, mientras acariciaba el pelo revuelto de la mujer con una de sus enormes manos-. Te has dejado la estufa encendida.

-Es que tenía frío.

-Ahora te traigo una manta.

La mujer siempre tenía frío, en invierno y en verano, al amanecer o al medio día, levantada o en la cama, como si su cuerpo ya perteneciera a otro mundo enfebrecido. El hombre se levantó y extrajo del armario una manta que se colocó sobre los hombros. Luego se dirigió a la cocina, llenó un vaso con agua después de dejar correr el chorro un rato y volvió a la habitación. Se sentó en la cama y sujetando la cabeza de la mujer con el brazo le dio de beber, luego la tapó con la manta y la ayudo a acomodarse de nuevo. Ella dio media vuelta y continuó su sueño agitado.

El hombre se la quedó mirando durante unos instantes mientras le acariciaba con suavidad el pelo humedecido por el sudor. Luego se acercó a la estantería y de entre un revoltijo de libros desordenados extrajo uno. Un viejo ejemplar de las "Paroles" de Prevert que casi se caía a pedazos. Se acercó a la ventana entreabierta y se sentó en la mecedora. Tras echar la cabeza atrás un momento y cerrar los ojos, dejo discurrir los dedos por el borde de las hojas del libro y, al azar, se puso a leer un poema:


"Que jour sommes-nous
Nous sommes tous les jours
Mon amie
Nous sommes toute la vie
Mon Amour
Nous nous aimons et nous vivons
Nous vivons et nous nous aimons
Et nous ne savons pas ce que c'est la vie
Et nous ne savons pas ce que c'est le jour
Et nous ne savons pas ce que c'est que l'amour"
























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Geografía de cárceles
                                                          





Desde el momento mismo de la sublevación militar hasta la llegada de la democracia ni un sólo día dejo de haber comunistas presos en las cárceles españolas. Naturalmente, no solo los comunistas fueron detenidos, pues la furia represora del franquismo victorioso no hizo distingos y encarceló a cuanto oliera desde lejos a desafecto al régimen, pero habría que admitir en justicia que los militantes del PCE se encontraron entre los que se llevaron la peor parte de la represión. Esa larga historia carcelaria pasó por varias etapas, que a efectos de organización del libro hemos resumido en dos capítulos; éste, en el que se reproducen testimonios de encarcelamientos de primera hora, justo al final de la guerra o poco después, y el doce, que reúne experiencias carcelarias posteriores, consecuencia ya de la lucha clandestina contra el franquismo.

Antes de la finalización de la guerra, el 9 de febrero de 1939, el gobierno de Burgos dictó la Ley de Responsabilidades Políticas, con la que pretendían eliminar de la faz de España los restos de republicanismo que pudieran quedar tras la derrota de la República, indicando claramente desde su preámbulo que la ley nacía "para liquidar las culpas contraídas por quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo, providencial e históricamente ineludible, del Movimiento Nacional"[1]. Franco y sus asesores jurídicos sabían que habían derrotado al ejército de la República, pero que no ganarían definitivamente la guerra hasta que no exterminaran o acallaran a todos los españoles fieles a la legalidad republicana. Ni aún así lo consiguieron.

Dicha ley partía de un principio tan poco jurídico como la retroactividad, ya que se penalizaban actuaciones y conductas no ya anteriores a su promulgación, sino incluso previas al 18 de julio de 1936. Así pues, se ilegalizaba y castigaba a cuantos hubieran formado parte, no ya como dirigentes, sino también como simples afiliados, a todos los partidos, sindicatos y agrupaciones sociales integrantes del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.

A los comunistas, y a los masones, Franco les premiaría con una atención personalizada, creando el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo el 1 de marzo de 1940, en medio de una auténtica avalancha de leyes y decretos de depuración, represión y castigo. Probablemente el Caudillo por la gracia de Dios preveía ya quienes iban a ser sus principales enemigos en el futuro, y si marró con los masones, de los que apenas quedaron mil en España tras la guerra, la mayor parte en las cárceles, acertó de lleno con los comunistas, que se convirtieron en su oposición más constante y decidida. Bien es verdad que el generalísimo de los ejércitos de tierra, mar y aire, analfabeto en esto como en todo lo que no fuera mandar la tropa, tenía un amplio criterio de lo que era el comunismo, pues la ley incluía en la definición a "los inductores, dirigentes y activos colaboradores de la tarea o propaganda soviética, troskistas, anarquistas o similares". Es decir, todos.

Dar una cifra exacta de los españoles encarcelados al final de la guerra resulta imposible, mucho más del número de comunistas presos. Para el secretario general de la UGT durante la guerra, Rodríguez Vega, en 1942 habían pasado por las cárceles y campos de concentración franquistas unos dos millones de españoles. Max Gallo indica que “es posible que hubiese en España más de millón y medio de prisioneros”, de los que especifica que en 1946 debían quedar unos doscientos mil, repartidos en ciento cincuenta cárceles. Datos oficiales del Anuario Estadístico de 1943 da el número de cien mil doscientos sesenta y dos reclusos a fecha del 1 de abril de 1939, que aumenta a doscientos setenta mil setecientos diecinueve el año siguiente, para reducirse en 1942 a ciento veinticuatro mil cuatrocientos veintitrés. Como, elemento comparativo se puede tener en cuenta que en 1934 había en España un total de doce mil quinientos setenta cuatro presos, según el mismo estudio oficial franquista. No es cosa de entrar en polémica; en cualquier caso fueron demasiados.

Al finalizar la guerra florecieron las cárceles en España. Se utilizaron para ello cuarteles, colegios, conventos, chalets y otros edificios. Solamente en Madrid había diecinueve de ellas: Porlier, Ventas, San Antón, Yeserías, Torrijos, Claudio Coello, Quiñones, Las Comendadoras, Santa Engracia, San Lorenzo, Conde de Toreno, Ronda de Atocha y las instaladas en los grupos escolares Miguel de Unamuno, Príncipe y Santa Rita, así como en los cines Bellas Artes, Europa y otros; amén del estadio del Real Madrid, que se había habilitado como campo de internamiento en los primeros meses tras la ocupación de la ciudad. Lugares famosos de esta geografía de la ignominia fueron los penales de Santa María (Cádiz), Burgos, Ocaña (Toledo) El Dueso (Santander), las prisiones de Valencia, Astorga, Pamplona o Alcalá de Henares, el reformatorio de Alicante, el monasterio de Uclés (Cuenca) y la Tabacalera de Santander.

En las siguientes páginas se reproducen varios testimonios del paso de militantes comunistas por aquellas cárceles. Dos de ellos son de mujeres, y a propósito de ellas quisiéramos reproducir aquí un texto de la también comunista Juana Doña, que conoció durante dieciocho años lo que era vivir entre rejas: "Se puede contar con los dedos de las manos lo que fuera y dentro del país se ha impreso para denunciar y poner al desnudo las iniquidades que las mujeres han sufrido y sufren en las cárceles de nuestra geografía. A las mujeres se les ha dedicado unas líneas apenas en ese río de volúmenes que se ha escrito sobre la guerra civil y la resistencia en nuestro país. Sin embargo, por las prisiones han pasado miles y miles de mujeres; no ha habido una sola lucha antifascista donde las mujeres no hayan participado. Ellas han estado presentes desde las primeras organizaciones clandestinas, que empezaron a montarse en el mismo trágico verano de 1939, hasta en los riscos de las montañas, como guerrilleras; a lo largo de casi cuarenta años de lucha contra el franquismo, no han sido sólo colaboradoras, sino organizadoras de la resistencia, han sido una cantera inagotable que ha nutrido la diversidad deformas clandestinas a lo ancho y a lo largo de nuestro país"[2].







[1]Citado por Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty en “Historia del franquismo” (Biblioteca de la historia de España, Editorial Sarpe, Madrid 1986). Excepto que se indique io contrario, los datos y citas que se ofrecen en esta introducción pertenecen a este libro.
[2]“Desde la noche y la niebla (mujeres en las cárceles franquistas”. Novela-testimonio. (Ediciones de La Torre, Madrid, 1978).









Cárceles 1


El año 42 me detuvieron en San Sebastián y no salí de la cárcel hasta el 60. A Ángel no le conocía todavía, aunque creo que le había visto una vez, en un viaje que hice a Madrid desde San Sebastián, cuando estaba allí clandestina, pero sólo fue un contacto; él me dio algo, yo le di algo y eso es todo lo que le había visto hasta que me detuvieron. No sabía ni como se llamaba.

Cuando me detuvieron y llegué a Gobernación, se enteraron los camaradas que estaban en Porlier. En Gobernación, la encargada de la limpieza de los sótanos era mujer que era falangista, pero que tenía un hermano en la cárcel, y un día me preguntó que cómo me llamaba. Le pregunté que porque quería saberlo y me contestó que por curiosidad. Se lo dije, porque como ya estaba detenida no tenía importancia, y al cabo de unos cuantos días me echaron un papelito por debajo de la puerta. Era un papel de fumar. El que lo escribía era Ángel, no porque me conociera, que él tampoco se acordaba de que nos habíamos visto antes en aquella cita clandestina, sino porque debía tener algún tipo de responsabilidad en la cárcel y me decía que los camaradas de Porlier estaban muy preocupados por mí situación. También me comunicaba algunas cosas que la policía sabía de mí y estaban acumuladas en mi expediente, para que yo lo supiera y buscase una explicación para la defensa. Así que yo subía a declarar y me preguntaban cosas, algunas de las cuales sabía de que iban y otras no.

Cuando llegué a la cárcel de Ventas iban obreros a hacer pequeñas reparaciones de fontanería o de albañilería. Solían ser presos políticos que tenían condenas pequeñas, de cuatro o seis años, y siempre iban cargados de notas. A través de ellos Ángel empezó a comunicarse conmigo, preguntándome qué tal me había ido y diciéndome que utilizase el mismo conducto para comunicarles como me encontraba de salud y cosas de esas. Yo todavía no le conocía, pero ya sabía que se llamaba Ángel. Luego ya, cuando vino el juez a leernos los cargos, me enteré que él iba en el mismo expediente. Yo no conocía a ninguno del expediente, porque a mí me incluyeron en él porque los del mío ya estaban juzgados, que por cierto, mataron a la mayoría.

Fuimos a juicio y allí estaba Ángel, naturalmente. Yo soy Ángel Martínez, me dijo, que ni me acordaba de él, y venga a hablar y a hablar sobre las cosas del expediente. Nos juzgaron y a cinco mujeres nos condenaron a muerte y también a cuatro hombres, entre ellos Ángel, que luego sería mi marido. La noche anterior al juicio dormimos todos en las Salesas, a donde nos habían trasladado el día anterior.

Recuerdo que yo llevaba un traje blanco que me había hecho unas amigas y menos mal que algún familiar me había llevado una bata, porque sino cómo iba a dormir yo allí con el traje nuevo, que se podía arrugar y al día siguiente no me serviría para el juicio, al que queríamos ir todos de punta en blanco. Aquella noche, por medio de uno de los que iban a juzgar que tenía cierta influencia, pasaron mucha comida a los hombres, y le dijeron a la guardia que por qué no llevaban a las mujeres a su mismo calabozo para cenar juntos. Pasamos y cenamos con ellos y yo me senté junto a Ángel. Estuvimos cantando y cenando, igual comíamos un trozo de tortilla que un trozo de queso, y lo pasamos muy bien. Luego ya regresamos cada uno a nuestro calabozo y nos juzgaron al día siguiente. Nos condenaron a muerte.

Cuando nos llevaron de vuelta a las cárceles íbamos todos en el mismo camión. Primero dejaron a los hombres en Porlier y luego nos llevaron a nosotras a Ventas. Me acuerdo que Ángel me dio un abrazo muy fuerte y me dijo: bueno, Manoli, hasta muy pronto. Hasta muy pronto. Nunca se me olvida aquello y se lo he recordado a menudo. Hasta muy pronto, decía, y tardamos dieciocho años en volver a vernos.

El era viudo, su mujer había muerto a finales del 38. Siguió escribiéndome de cárcel a cárcel y cada vez me decía que teníamos que normalizar nuestras relaciones. No sé si porque las mujeres somos más desconfiadas o porque nos lo pensamos todo más, yo le contestaba que había que esperar un poco, que no sabíamos cuando íbamos a salir en libertad. Todo eso después de habernos conmutado la pena de muerte, que estuvimos cinco meses esperándola. Una espera horrorosa, que en el caso de mi marido fue especialmente dura, porque les llevaron a capilla con otros diecinueve y a las seis de la mañana llega el funcionario con una lista, la lee y a Ángel y a otro camarada no les cita. Oiga, que faltamos dos, dijeron, que estamos aquí y se ha olvidado usted de nosotros. Ustedes dos, contestó el funcionario, han sido conmutados, llegó la orden a las tres de la mañana. Pero tuvieron que esperar toda la noche pensando que aquella madrugada les fusilaban. Nosotras no, a nosotras nos comunicaron al día siguiente que se había anulado la ejecución, pero no nos metieron en capilla, aunque pasamos toda la noche sin dormir.

Cada uno en su cárcel, seguimos en comunicación. Como no nos íbamos a ver en unos años, seguimos carteándonos. El escribió a mi madre y a mi familia, la suya me visitaba a mí durante los cuatro años que estuve en Ventas. A Ángel le mandaron una vez castigado a Guadalajara y mi madre fue a verle. Es decir, que ya había una relación familiar inclusive. Pero no nos veíamos nunca, entonces no había los vises a vises y esas cosas. Nos escribíamos, nos íbamos haciendo mayores escribiéndonos. Yo todavía conservo algunas de las cartas que están ya amarillas. Las que no se han perdido, que muchas desaparecieron en los cacheos. Algunas de ellas eran preciosas, cartas de mi marido que son realmente poemas. A partir de unos ciertos años, las cartas eran legales, pero también nos escribimos muchas clandestinas, sobre todo al principio, que sacaban los familiares en las visitas, o incluso alguna funcionaría, en paquetes en los que se escondían las cartas que no querías que censuraran, porque todas pasaban censura y yo he recibido cartas con renglones enteros tachados.

Ángel escribió a la dirección General de Prisiones diciendo que tenía a su mujer presa en Segovia, donde yo estaba entonces, y pidió permiso para escribirnos al director de la cárcel de Burgos, amparándose en que permitían una carta al mes de cárcel a cárcel, pero tenían que ser de madres a hijos, de esposo a esposa, de hermano a hermana, siempre entre familiares directos. Se lo dieron y ya nos escribíamos con regularidad y legalmente, aunque no dejábamos de escribirnos fuera de ese conducto. Yo escribía a su familia, que vivía en Burgos, y ellos se las pasaban, y al revés también, para poder escribirnos más, pero lo normal era una carta al mes. Había una funcionaría, que tenía mi misma edad o un poco menos, que me decía: Manoli, tiene usted carta de su marido, y ponía cara de boba, porque las cartas, que leía, le gustaban mucho y le parecían muy bonitas.

Una vez me castigaron sin correspondencia por una tontería, no me metieron en celdas, sino que me dejaron sin cartas, sin paquetes y sin comunicación porque discutí con una funcionaría, y la jefe de servicio, que era una mujer bastante buena, de izquierdas, me-, dijo que sentía mucho castigarme, pero que no podía enmendar la plana a la funcionaría a la que yo había contestado. Durante ese tiempo, cuando me llegaban las cartas de Ángel, que alguna me llegó en aquel mes, me llamaba a su despacho y me decía: Manolita tiene usted carta de su marido, yo me quedo con el sobre y le voy a dar la carta. Porque estaban enamoradas de ellas. Si, en serio, es que son poemas, decía. Y es que Ángel escribía muy bien.

Cuando le pusieron en libertad, que él salió un poco antes que yo, estaba presa en Alcalá de Henares y se armó un gran revuelo. Allí había voceadoras, que eran reclusas, y si había un telegrama no esperaban a dártelo a la hora del correo, sino que te lo daban inmediatamente, después de que lo leían, claro. Un día llegó una de ellas como loca llamándome y anunciándome que había llegado un telegrama para mí. Era de un sobrino de mamando que me decía: Ángel indultado, próximamente en libertad. Hay que ver el revuelo que se armó en la cárcel. Las monjas, las funcionadas y, naturalmente, las compañeras mías sobre todo. Todo el mundo tan contento diciendo que salía mi marido. A los tres días recibí otro telegrama directamente de Ángel en el que me decía "ya soy libre".

Inmediatamente que salió en libertad fue a verme a Alcalá. Yo ya tenía cuarenta años, no los veintidós de cuando él me conoció en el juicio, y no me había visto desde entonces, excepto por alguna foto que nos hacíamos el día de la Merced. Yo no sabía qué hacer ni que ponerme, las compañeras me dejaron una blusita blanca para que me la pusiera debajo de la bata que llevábamos. No podía ser nada más que blanca, porque nos estaban prohibidas las de colorines, pero así, por lo menos, me saldría un poco de blanco por encima del cuello de la bata. De lo que no había forma era de pintarnos, porque no teníamos pintura ni nada, y el pelo lo tenía mal cortado, que me lo arreglaba alguna reclusa; primero había tenido trenzas, pero luego tuve que cortármelas porque se me caía mucho el pelo. Y los nervios. Y ya cuando me llaman: Manolita del Arco, a comunicar. Entré al locutorio y detrás de mi estaban todas mis compañeras, unas quince que debíamos quedar en aquella época, todas llorando. Y la funcionaría que apuntaba para comunicar, que era un bicho venenoso, ¡pero qué elegante estás!, decía, he visto a su marido; porque todas estaban convencidas que era mi marido, aunque aún no lo era- y que elegante va. A pesar de las fotos casi no le reconocí. Tenía el pelo blanco, porque encaneció muy joven. Pero yo ni sabía cómo hablaba. Sólo le había visto el día del juicio y ya habían pasado dieciocho años. Cuando salí nos fuimos enseguida a vivir a casa de una tía mía y a los siete días ya estábamos casados.

Manolita del Arco





Después de haber estado preso en Alicante, donde me pilló el final de la guerra, y en Elche me trasladaron a Aranjuez, al convento de San Pascual, que hacía un frío que pelaba y para lavarnos teníamos que romper el hielo del río al que nos llevaban. Muchos no lo  hacían, pero yo sí. A los pocos días de llegar me llamaron a declarar por primera vez. Yo estaba temblando, porque en aquella época lo menos que podía uno esperar es que le fusilaran, pero en cuanto comenzó el interrogatorio me di cuenta que no tenían ni idea de lo que había hecho. El juez comenzó por afirmar que yo había sido capitán, lo que era mentira, porque lo que había sido era comisario; así que les contesté que sólo había sido soldado, conductor de una plataforma para transportar tanques. Luego me acusó de ser uno de los que había llevado a José Antonio de Madrid a Alicante y de haber ido a la casa de Millán Astray a sacar a sus hermanas. Yo creo que acusaban de aquello a todos, por lo que el pelotón de fusilamiento de José Antonio debía tener miles de soldados, pero como ninguna de las dos cosas eran ciertas pude salir bastante bien del embrollo, siempre agarrándome a que sólo había sido soldado y que no sabía nada de nada. Ya no me volvieron a interrogar hasta que me trasladaron a la cárcel de Porlier, pero no consiguieron imputarme nada, pese a lo que me tiré cuatro años encerrado.

En Porlier, el Partido estaba muy bien organizado. Había un maestro de Vera, que se llamaba Franco y que luego tendría un puesto de venta de libros viejos en el Rastro, al que yo acudía para que me pasara algunos libros clandestinos, que nos enseñaba gramática. Otro camarada, Eliodoro, que luego vivió en mi mismo barrio y tuvo una lechería, daba clases de polémica, como otros las daban de geografía, historia o cuentas. El responsable del Partido en la cárcel era Antonio García Buendía, que ya en la calle siguió siendo después mi enlace hasta que tuvo que salir pitando porque le seguían y me quedé descolgado. Estando en Porlier se expulsó del Partido a Germán Alonso, un anarquista que en la guerra se pasó al PC y que era muy extremista y criticaba todo lo que se hacía. A mí y a otros camaradas, como Horacio Valencia y unos chicos que creo que eran de Colmenar de Oreja y de Chinchón, quiso apartarnos del Partido, pero nosotros le dijimos que no, que seguíamos donde estábamos.

Antonio Gómez Marín





El 25 de febrero de 1941 nos detuvieron a 55 camaradas en Barcelona. Nos llevaron a una comisaria que había en la diagonal y aquello fue de miedo, pues allí mataron al responsable del grupo, que se llamaba Matos de nombre de guerra, porque su nombre de verdad era Julio. Allí nos tuvieron casi quince días o más con unas torturas, unos insultos y unas palizas de miedo. Julio estaba medio loco de las palizas que le habían dado y en la mesa donde le estaban torturando había un casquillo de bomba. El no pensó que era un casquillo, sino una bomba. La cogió y se la tiró a los policías, pero aquello no estallo ni nada; claro, intentó marcharse y al ir a salir le dispararon y a rastras lo llevaron para arriba, rematándole en comisaría.

Al cabo de unos días hicieron un expediente de cada una y nos llevaron a la cárcel. A las mujeres a la de Las Corts, que ya no existe, en la que estuve siete años. Nos cogieron en febrero del 40, en el 41 nos juzgaron y salieron seis penas de muerte. Nos llevaron a juicio esposados, sin dejar pasar a la familia para vernos. En la otra acera del Gobierno Militar había muchísima gente, porque fue la primera caída organizada del PSUC y se había corrido la voz entre los camaradas y simpatizantes. Nos acusaban de hechos posteriores a la guerra civil, por lo que nos juzgó el tribunal contra la masonería y el comunismo, que el nuestro fue el primer juicio que hizo ese tribunal. A los cuatro días conmutaron cuatro de seis penas de muerte y las otras dos las ejecutaron en mayo del 41. El resto de las condenas eran de cadena perpetua, treinta años, veinte, doce y un día. A mí me cayeron doce y un día, pero tanto por vía de indulto como por redención por el trabajo, que yo cantaba en el coro y eso me sirvió, se me redujeron a siete.

Siete años sin movemos de allí, sin traslados, porque la familia tenía así más posibilidades de venir a vernos. Juntábamos los paquetes que nos traían a unas y a otras y así íbamos comiendo, porque el rancho era infernal, algo que no podía ni comerse, aunque al principio le hacíamos ascos, pero luego terminamos por acostumbrarnos, porque no había otra cosa. En aquellos años vi muchas enfermedades, los niños llenos de granos, de pupas, mucha miseria, mucho bicho, porque eso había sido un convento, no una escuela de niños ricos, y había mucha madera, muchos armarios de madera con chinches, con pulgas, algo que no se puede imaginar. Era un edificio en el que hubieran podido estar trescientas o cuatrocientas personas, pero llegamos a ser cinco mil.

Dentro de la prisión tuvimos mucha actividad. Nos juntábamos los grupos que éramos más afines y hacíamos, dentro de la disciplina de la cárcel, todo lo que podíamos. Era tremendo cuando alguna salía a comunicar y regresaba dando gritos porque le habían fusilado el marido, o el hermano, o los hijos. Algo tremendo.

Entre los trabajos estaba el de mantener la moral de la gente que llegaba, que venía muy desmoralizada, porque habían pasado las mil y una en sus pueblos: les habían cortado el pelo, les habían dado aceite de ricino, y así les habían puesto a barrer las calles. Venían desechas.

El contacto con mi hija y con la familia lo mantenía a través de la comunicación que teníamos cada semana. La niña fue creciendo y cuando salí tenía ya siete años. A visitarme la llevaba mi madre, pero era un problema, porque tenía que ir a fregar a las casas y no podía llevarla con ella. Una de las veces que vino me dijo: Isabel, yo no puedo, ¿dónde voy con la niña? ¿cómo voy a ganarme el sustento para ella y para ti? Entonces yo dije, bueno, pues déjame la niña aquí. Pero dio la casualidad de que el día que ella vino a traérmela salieron las madres con los hijos llenos de pupas, con lo que decidió quedársela de todas maneras al ver que la niña lo iba a pasar muy mal dentro. Mi madre pasó lo suyo esos años, porque mis hermanos estaban en campos de concentración y, mi marido huido, que cuando volvió a Barcelona y conoció a la niña ya tenía dos años. Aunque se puso a trabajar ganaba muy poco, por lo que vivían pasando las mil miserias.

Al salir de la cárcel en el 47 la situación era tremenda, porque aquí en el barrio, el mismo en el que vivo hoy, nos miraban así como con temor; no por nada, sino porque no se podía hablar con nadie claramente. Además, todos sabían que habían ido a detener a mi madre cuando mis hermanos y yo ya estábamos encerrados. A mi madre la salvó una vecina, que les dijo: por favor, qué vais a hacer con esta mujer, qué culpa tiene ella de que a sus hijos les haya pasado lo que les ha pasado, y la dejaron. Las cosas estaban muy mal, con todo aquello del racionamiento, la mala comida, las dificultades para encontrar trabajo. Fui a la fábrica en la que había estado anteriormente y me dijeron que no, que estaba todo completo, pero yo conocía al encargado que había en mi sección, una persona que me había tomado bastante cariño, y me dirigí a su casa planteándole la situación en la que me encontraba y la necesidad que teníamos en casa de ganar dinero. Me dijo que volviera otro día, que vería lo que podía hacer, y a los cuatro o cinco días me llamó y entré a trabajar en la misma fábrica. Estando allí me detuvieron otras tres veces más. La primera en la huelga de tranvías del año 51, otra porque no me presenté al salir de la cárcel, que me declararon en busca y captura hasta que me detuvieron, y luego por cualquier cosa que pasara en la cárcel, que aunque yo no participara, como estaba fichada, era la responsable. Tres veces más estuve en la cárcel después de salir de aquellos siete años.
Isabel Vicente





Los dibujos que se reproducen son de José Robledano (1884/1974). Robledano fue el introductor en España del cómic contemporáneo, incluyendo por primera vez globos de texto en las historietas dibujadas, que hasta entonces utilizaban exclusivamente las aleluyas, en su obra “El suero maravilloso”, publicada en 1910. El dirigente comunista Miguel Núñez, que le conoció en la cárcel madrileña de Atocha, dejó escrito en sus memorias (“La revolución y el deseo”. Península, 2002):

Quizás los mejores testimonios, los más realistas, los que pueden dar una idea más acabada de lo que fue aquello, son los impresionantes dibujos de José Robledano, que, afortunadamente, se han conservado. Este pintor y dibujante nació en Madrid en 1884. Aventajado alumno de la Escuela de Bellas Artes, compartió los estudios con pintores famosos. Colaboró en la revista Arte y Sport, con artistas como Pablo Ruiz Picasso y Juan Gris. Dejó también su huella en Nuevo Mundo, La Esfera, Mundo Gráfico, Blanco y Negro, El Imparcial, El Sol, La Voz, El Socialista, Crisol o Claridad. De 1927 a 1936 se afirma con su arte como un demócrata de pura cepa. En El Socialista dio vida al entrañable personaje de «el señor Cayetano», un madrileño castizo, bonachón y republicano. Al producirse la sublevación franquista, se lanza a una actividad intensa y combate con su arte en la defensa de la República.

La dictadura le hizo pagar cara su entrega a las ideas de libertad y democracia. Fue condenado a muerte, pena conmutada por treinta años de prisión. Recorrió el calvario de las cárceles de Atocha, donde yo le conocí, Porlier, Valnoceda y Vigo, entre otras. Durante su cautiverio, con los medios más rudimentarios, creó más de un centenar de dibujos, que consiguió sacar a la calle y que hoy constituyen un reflejo insuperable de aquella realidad. Son documentos valiosos que merece la pena que abran estas páginas sobre las prisiones franquistas. Sin sus dibujos, ¿cómo imaginar esas galerías, con su increíble alfombra de cuerpos humanos hacinados?, ¿cómo hacerse idea de las colas para recoger la bazofia del rancho?, ¿cómo representarse los patios atestados de presos, los innumerables objetos diversos colgados de las paredes, las posturas, los rostros de los presos? Cuando estaba prohibido tomar fotografías del interior de las cárceles, los dibujos de Robledano nos permiten recrear, al menos en parte, aquella trágica situación”.

En la actualidad, la práctica totalidad de su obra se encuentra depositada en la Biblioteca Nacional.


















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Cada año, las ciudades canadienses de Anchorage y Nome, a las que distancian más de 1.900 kilómetrosde nieve, sirven de puntos de salida y llegada de Iditarod, la más importante carrera de trineos tirados por perros del mundo. A comienzos de 1980, Félix Rodríguez de la Fuente, que hacía sólo unos meses había cerrado con el capítulo 92 la última temporada de su serie “El hombre y la tierra”, había acudido allí con el equipo de TVE con el que habitualmente trabajaba para rodar la espectacular competición, a la que pensaba dedican una nueva entrega de la serie. El 14 de marzo el naturalista cumplía 52 años, y en Madrid estaban su esposa, Marcele Parmentier, y sus  tres hijas, Mercedes, Leticia y Odilia esperando su llamada telefónica para felicitarle. La llamada no se produjo nunca.
Ese día, el equipo de televisión no tenía previsto seguir la carrera, que descansaba, y Rodríguez de la Fuente, un hombre al que según todos los testimonios no le gustaba dejar de trabajar, decidió sacar las cámaras de sus fundas e irse a grabar en un mercado en el que los esquimales cambiaban y vendían sus perros. Para llegar hasta allí debían usar el avión, el mejor medio de transporte en aquella enormidad helada, pero no pudieron hacerlo en el que habitualmente utilizaban, que tenía una pequeña fuga de aceite, por lo que debieron volar en un segundo aparato que también tenían alquilado. Al pasar sobre Shaktoolik, una pequeña población de esquimales situada a unos 25 kilómetros de la costa del mar de Bering, el avión se estrelló sin que aún hoy se sepan las causas concretas del accidente. Poco después, Tony Oney, el otro piloto, que ya había arreglado su aparato, descubrió los cuerpos de los cuatro tripulantes fallecidos: el propio Félix Rodríguez de la Fuente, Teodoro Roa, cámara, Mariano Huescar, ayudante, y Warren Dobson, piloto. Testigos de aquellos hechos recuerdan que poco antes de despegar, Félix, deslumbrado sin duda por la belleza que le rodeaba, comentó que aquel era un lugar maravilloso para morir.
Nacido el 14 de marzo de 1928 en el pueblo burgalés de Poza de Sal, Félix Rodríguez de la Fuente estuvo marcado desde el principio por el carácter de los hombres capaces de abrirse su propio camino en la vida. Hijo de un notario que creía que a los niños no había que encorsetarlos desde pequeños con una enseñanza excesivamente reglada, no le tocó ir al colegio hasta los ocho años, aunque hubo de retrasar dos años más su escolarización oficial ante el estallido de la guerra civil y el consiguiente cierre de la escuela. Aunque estudió medicina y se graduó en odontología, aquella infancia libre, marcada por una formación autodidacta, debió despertar la insaciable curiosidad de que hizo gala a lo largo de su existencia y, sobre todo, el amor a la naturaleza, a la que le dedico la vida y de la que acabó viviendo.
En 1965 hizo su primera aparición en programa televisivo, “Fin de semana”, con el que siguió colaborando esporádicamente, hasta que en 1968 estrenó su primera serie propia “Félix, el amigo de los animales”, que le dio su primer éxito. Realizó otros espacios, pero sus dos series históricas, que le hicieron triunfar en todo el mundo, en el que parece ser que llegó a tener 800.000 millones de espectadores, quedaron para la historia como las dos producciones sobre naturaleza más largas de TVE. De “Planeta Azul” se llegaron a emitir 153 programas entre octubre de 1970 y marzo de 1973. Ese último año comenzó a ofrecerse “El hombre y la tierra”, que acabó en el capítulo 92 y no se sabe hasta dónde hubiera llegado de no haber existido aquel fatídico accidente de Alaska.
En vida Félix Rodríguez de la Fuente fue uno de los profesionales televisivos de mayor éxito, su muerte le confirió el carácter de leyenda, que ha continuado en el tiempo. Desde entonces se le han dedicado casi 10 parques y nada menos que 22 monumentos, monolitos o bustos en toda España, uno de ellos, como no podía ser de otra forma, en Prado del Rey, escenario de sus mayores éxitos.

Serie histórica
En la línea de adaptación de grandes obras literarias que caracterizó la televisión de la transición, que empezó en 1978 con la versión de la novela de Vicente Blasco IbáñezCañas y barro”, la emisión en 1980 de “Fortunata y Jacinta”, constituyó todo un hito televisivo. Por la fidelidad de los guiones a la obra original, por el prestigio del director, la calidad del reparto y la magnitud de la producción, la versión que Mario Camus hizo de la gran novela de Benito Pérez Galdós se convirtió en la mejor serie de origen literario realizada hasta el momento y en un modelo para el futuro.
Mario Camus, avalado por su interesante aunque hasta aquel momento un tanto irregular obra cinematográfica, hizo de “Fortunata y Jacinta” un proyecto personal, ocupándose no sólo de dirigirla, sino también de escribir los guiones junto a Ricardo López Aranda. Ambos, y el asesor histórico Pedro Ortiz Armengol supieron darle al profundo retrato de la condición humana, con todas sus miserias y grandezas, que es en realidad la historia triangular de la novela, editada en 1887, toda la intensidad dramática y la emoción sentimental que tiene el texto literario. Y la serie se convirtió en el gran éxito del año.
Contaba para ello con un reparto de excepción, encabezado por una Ana Belén(Fortunata) en su mejor momento, la joven Maribel Martín (Jacinta)  y el desconocido Eric Gendron. Junto a ellos se encontraba la plana mayor del arte interpretativo español: Francisco Rabal, Fernando Fernán Gómez, Charo López, María Luisa Ponte, Mario Pardo, Mari Carrilloy Manuel Alexandre, abriendo una nómina de 35 actores principales y un centenar de secundarios. Para la realización de los 10 capítulos de la serie, cuyo coste rondó los 170 millones de pesetas, no se ahorraron medios. Alrededor de Prado del Rey se levantaron cerca de 20.000 metroscuadros de decorados, en los que se reconstruyeron minuciosamente algunas calles y plazas del Madrid de finales del siglo XIX, incluidos los adoquines auténticos, que fueron cedidos por el ayuntamiento de Madrid.
Mario Camus, que ya había dirigido episodios sueltos de espacios televisivos como “Cuentos y leyendas” (1968), “Si las piedras hablaran” (1972), “Curro Jiménez” (1976) o “Paisajes con figuras” (1976), realizó con “Fortunata y Jacinta” una de sus obras más sólidas, lo que le abrió el camino para una nueva etapa de su carrera cinematográfica, que retomaría en 1982 con la conversión en excelente película de “La colmena”, novela no menos excelente de Camilo José Cela.


Revolución infantil
Si “Fortunata y Jacinta” marcó un hito en la concepción de la televisión como un medio adulto y para adultos, “Barrio Sésamo”, que se había estrenado el 24 de diciembre de 1979, se convirtió en 1980 en un punto y aparte en los programas dirigidos a los niños. El espacio era una adaptación del estadounidense “Sesame Street”, creado en 1969 por Jim Henson, que también tiene en su haber a los famosos Teleñecos, pero la enorme aceptación popular que en todo el mundo fueron adquiriendo los muñecos de trapo que lo protagonizaban llegó también a España, donde la gallina Caponata, la rana Gustavo, Epi, Blas y el Monstruo de las Galletas se convirtieron pronto en ídolos de multitudes, no sólo infantiles.
Frente a los programas anteriores con que la televisión había intentado entretener a los niños, “Barrio Sésamo” ofrecía una mezcla de música, humor y momentos didácticos que conseguían acertar en la diana mental de los más pequeños gracias a las grandes dosis de imaginación que, al mismo tiempo, les regalaban y les fomentaban. Aunque sólo se supiera más tarde, debajo de las máscaras de los muñecos realizaban su buena labor actores tan destacados como Emma Cohen, en la primera temporada, Jesús Alcaide o Conchita Goyanes.


TENSIÓN EN LAS ALTURAS
Fernando Arias-Salgado, hijo del que había sido entre 1951 y 1962 ministro de Información con Franco, Gabriel Arias-Salgado, fue nombrado Director General de Radiodifusión y Televisión el 21 de noviembre de 1977, en medio de una transición política conflictiva y en una televisión en pleno proceso de transformación. Tuvo problemas desde el principio, cuando a poco de su nombramiento dimitieron los cuatro directores de los telediarios de las cuatro cadenas, y no dejó de tenerlos hasta el final, debiendo vivir el 18 de diciembre de 1978 la primera huelga laboral de RTVE.
Sin embargo, en 1980 llegó a este difícil mandato la maldición económica, que de una manera u otra no dejaría de planear desde ese momento sobre la radiotelevisión española. La auditoría de las cuentas demostró numerosas irregularidades administrativas, lo que dio pie a que los partidos de oposición, PSOE y PC, aparte de protestar en el Parlamento, llegarán incluso a presentar querellas criminales contra altos cargos de TVE. El escándalo no podía terminar sin la dimisión de Arias-Salgado, que a finales de año dejaría libre el sillón, que el 9 de enero de 1981 pasó a ser ocupado por Fernando Castedo, quien abrió una etapa inédita, aunque breve, de la televisión en España que tendrá cumplida atención en esta historia.





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Mecano. Una entrevista (1982)





Podían ser unos pijos, de acuerdo. No tenían el descaro inocente de Kaka de Luxe, ni la provocación más elaborada de Gurruchaga, ni el soplo poético de Golpes Bajos, si es que nos centramos en sus coetáneos   de aquella Movida. Que duda cabe. Ni, por supuesto, la autoparodia con raíces y la crítica social que estaban a punto de llegar con las peinetas postmodernas de Martirio, que ayudada por Kiko Veneno marcó a mi entender otro territorio creativo. Pero Mecano escribían canciones de excelente construcción, con letras de lenguaje sencillo pero expresivo, que retrataban de manera coherente y nítida un mundo social determinado, el de esa burguesía de la que eran vástagos privilegiados, y con las que expresaban el hastío y la abulia que todo ello les provocaba. Quizás de manera indirecta reflejaban esa vieja lucha generacional que alumbró al rock and roll, provocada por una similar sensación de aburrimiento mortal ante sus mayores; aunque, eso sí, convertida en un cómodo anhelo de planetas maravillosos a los que sólo se podía llegar con la juerga, el alcohol o el hachís, y de ahí para adelante. No era mi mundo y no me identificaba con él, pero lo hacían bien, con inspiración y talento, y eso siempre es un tanto.

En mayo de 1982 visitaron Las Palmas y les hice una entrevista que se publicó en el diario La Provincia. Llegaban para promocionar su recién aparecido primer LP, que había estado precedido por el single con aquella “Hoy no me puedo levantar”, que entonces me pareció, y hoy me lo sigue pareciendo después de haber vuelto a escucharla, un excelente retrato, y reclamo, generacional. Aproveché la charla para preguntarles por aquellas cosas de ellos que me interesaban, y las contestaciones sinceras y a mi entender inteligentes, por lo que acabamos hablando mucho más tiempo del previsto en una sugerente conversación que fue imposible trasladar íntegra al papel.

Al final del artículo me preguntaba sobre su futuro artístico, y me mostraba esperanzado porque veía que allí había madera. Una de las cosas que me llamó la atención fue su ambición artística, sus deseos de evolución y sus ansias de perfección. A la vista de lo que después sucedió hay que convenir en que aquella “ambición” creativa acabo convertida en “pretensión” artística, cosas bien diferentes separadas por una fina línea fronteriza que puede causar la ruina de quienes la atraviesan. En este caso, los que eran inspirados creadores de humildes y sencillas canciones, ambiciosas pero no pretenciosas, pasaron a ser atroces perpetradores de óperas trasnochadas y misticismos agotadores. La carcoma acaba siempre por comerse la madera, por buena y mucha que sea.






LA PROVINCIA. 23 MAYO 1982

En solo unos meses han pasado del anonimato a la fama, de ser unos jóvenes, casi adolescentes, hijos de familia de la burguesía acomodada madrileña aficionados a la música, a ser admirados e idolatrados por una legión de seguidores de similar edad y condición, que encuentran que ellos responden a sus preguntas, o las reflejan, y de no tan adolescentes, que buscan en sus canciones el recuperar una juventud ya irremediablemente perdida. Son Mecano: José María y Nacho Capo y Ana Torroja. Una sola canción, «Hoy no me puedo levantar», ocupó durante meses las "ondas radiofónicas y las listas de éxitos, y con su primer disco de larga duración han vendido más ejemplares que ningún otro conjunto o cantante. Es el nuevo rock, es el «Tecno-Pop», la moda, lo novedoso; son las ansias de «renovarse o morir» que últimamente están afectando a una buena parte de la población española, no sólo a la fracción juvenil. En la amistosa y relajada charla que hemos mantenido sentados alrededor de una taza de café, parece que Mecano tienen las cosas muy claras.

Lo primero que sorprende en ellos es la imagen, pulcra y sofisticada, que dan en sus actuaciones, vistas a través de Televisión, y en el disco. «La puesta en escena que hace ahora un grupo tiene que ser distinta --nos dicen--. La gente que va a un concierto no paga solo para oír música, van a ver un espectáculo. Desde el momento en que uno siente la música,  también siente la estética en general, y es normal que te guste vestirte de forma diferente. Dentro de la música que se hace ahora yo creo que hay dos filosofías muy distintas: los que nos parece todo bien, o, al menos, lo aceptamos y vivimos, y los que les parece que todo va mal y cuanto más “melenones” y más guarros, mejor. Creo que lo más lógico y razonable en 1982 es salir limpio a un escenario, porque es lo que mas va a gustar a la gente...».

--¿Es la vuestra una música de colegio de pago?

--Hombre, es que yo creo que la postura más honrada ante la vida es la de contar lo que a uno le pasa. No vamos a contar ni a hablar de los problemas del suburbio, porque no hemos estado viviendo allí. Cuando uno se pone a hacer música, lo más sencillo, y lo único que va a resultar a la postre, es lo que sale de uno mismo, y lo que parte de tu forma de vida y de lo que te ha ocurrido a ti. Aparte de que pienso que, ahora mismo, la juventud que tú llamas «de colegio de pago» va siendo mayoría.

Mecano reconocen hacer «música pop utilizando instrumentos modernitos», admitiendo «no estar demasiado obsesionados con marcar nuestra música con aspectos tecno», en un gesto que es de alabar. La música que están haciendo en estos momentos los grupos de rock, aquellos que más siguen las «modas» internacionales, viene marcada por una fuerte deshumanización, reflejo, quizás, de un mundo igualmente deshumanizado, y por las influencias de ciertas formas de hacer de los años sesenta, que se proyectan en la música de los 80 con una continuidad lógica. «No sé si hay base de los sesenta --dice José María-- pero es que ese tipo de música pienso que es el pop que se va a escuchar siempre, como representativo de una forma de vivir y de pensar. Lo que pasa es que en cierta forma, irá evolucionando el sonido y la técnica a nivel de instrumentos. Escuchando ahora los discos de los Beatles, por ejemplo, que tan bien sonaban en aquellos años, te das cuenta que tienen un sonido fatal, totalmente anticuado, pero una inspiración increíble».

--Hablando de sonido, en unos momentos en que se ha llegado a glorificar el aspecto técnico de los discos, su calidad sonora, vosotros, ¿qué creéis que es más importante, el sonido o la creatividad? 
                                       
-Hombre, siempre la creatividad. Si no hay creatividad ya te puedes retirar. Hay gente que dice, como el Mariscal Romero, que es bastante tonto, que apretando un aparato de cinco millones de pesetas todo está hecho. Y no es verdad, primero porque no cuestan tanto los sintetizadores, aproximadamente lo mismo que un buen instrumental para un guitarrista de Heavy Metal, y segundo, porque hay que saber hacer las cosas, tener inspiración.

Las canciones de Mecano son como una continua lucha dialéctica entre realidad y deseo. Por un lado, el mundo sórdido, y sobre todo aburrido, de la soledad cotidiana de una adolescencia que no encuentra donde agarrarse, sin modelos que seguir ni ideales que compartir. Es el encerrarse en la habitación sin saber qué hacer, el vivir un fin de semana de alcohol, humo y anfetas, el no querer que se enseñe ninguna lección. Por otra parte, aparece el paraíso salvador de las pequeñas, de la imaginación, de la huida a un mundo ideal fuera de este mundo: hacer el amor con las máquinas o cenar en París solos en un salón. Es el juego perpetuo de la máscara y el rostro, del espejo y la imagen, del maquillaje, de lo que somos y lo que queremos ser. «Tampoco somos los cantautores de la burguesía, no va por ahí la cosa, sino que, por un lado, cuentas lo que te pasa, y por otro cuentas lo que te gustaría que te pasara. A mí, por ejemplo, me gustaría tener una cena maravillosa en París, con una señorita estupenda y con todos los lujos del mundo y pienso que eso no es ningún defecto».

Pero, quizás a pesar de ellos mismos, la música que hace Mecano es representativa de un sector social muy definido y de una forma determinada de entender la vida y vivirla. Quienes sí han sabido ver esa representatividad e intuido su valor comercial han sido las casas discográficas, que se han lanzado sobre los nuevos grupos, y Mecano en primer lugar, con la esperanza de encontrar en elfos el sustitutivo de los «cantantes comprometidos», que tan buenos dividendos les dieron en los años de la transición y que ahora, una vez agotados económicamente, tiran al cajón de los desperdicios. Unos y otros dicen cosas bien distintas, pero el negocio es el negocio. Claro, que tampoco se pillan los dedos. Primero les grabaron un disco con dos canciones, y cuando consiguieron una buena audiencia, se decidieron a firmarles un contrato más duradero y a apoyarles con empeño. Eso es lo que ha sucedido con Mecano, que, en cualquier caso, han tenido la suerte de fichar con una multinacional que les ha hecho una promoción realmente sorprendente desde que comprobaron el éxito de su primera canción.

--Cuando empezó nuestra historia–cuentan-- estuvimos tres años buscando casa de discos. Nuestra actual compañía, junto a muchas otras, nos rechazó, y al final pagamos nosotros mismos una maqueta que sonaba muy bien, casi tan bien como un disco, lo que hizo que se interesaran por nosotros. El single con «Hoy no me puedo levantar» salió sin ninguna promoción, pero fue cogiendo peso por su propia fuerza y por el apoyo de la gente de la radio, que se encariñaron con la canción. Fue cuando en la casa de discos se dieron cuenta de nuestras posibilidades.

--El éxito es, o puede ser, efímero. ¿Cómo se ha planteado Mecano el tema de su mañana artístico?

--La carrera musical de la gente es igual que cualquier otra, depende de lo inteligente que se sea, de cómo se sepan dosificar los diferentes elementos. El problema de mucha gente es que llega un momento en el que dicen «bueno, de aquí no me bajo», y dejan de trabajar y de evolucionar, de progresar. Creo que nosotros ese problema no lo tenemos, porque incluso aparte de Mecano estamos haciendo más cosas por ahí.

Muchos son los llamados y pocos los elegidos. Mecano han conseguido algo que resulta difícil para cualquiera que se dedique hoy, en España, a la música popular: el éxito. No es previsible cuánto pueda durar, pues el triunfo y la fama son máquinas devoradoras por cuyas ruedas pasan las personas y los conjuntos sin dejar huella. Pera quizás Mecano tiene algo diferente: son inteligentes; saben bien a dónde van y no se plantean metas que no puedan alcanzar, y de momento han hecho un buen trabajo. Es sabido que escribir una buena canción está al alcance de cualquiera con un mínimo de inteligencia e inspiración, y que hacer un primer álbum con calidad entra dentro de los márgenes comúnmente aceptados para una buena mayoría de músicos. Mecano ha logrado ya estas dos cosas, ahora les queda pasar la prueba de fuego: hacer un segundo álbum mejor que el primero, y seguir luego con regularidad y constancia. Eso es lo difícil, lo que diferencia a los medianos de los buenos y los mejores. Es posible que lo consigan porque en ellos hay buena madera.










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Aquel 11 de septiembre de hace 40 años escuchando a Víctor Jara






Hoy se cumplen 40 años el golpe militar en Chile que acabó con la democracia en aquel país tan largo y que supuso el asesinato, entre otras casi 3000 víctimas, de Salvador Allende y Víctor Jara. Enterarme de lo sucedido, que por aquello de las diferencias horarias no fue aquel martes once, sino el miércoles doce, fue un mazazo en la cara. Si las malas noticias estallaran en los ojos me hubiera quedado ciego.

Como todas las mañanas había llegado pronto a Radio Popular FM, donde Tina Blanco, Álvaro Feito y yo hacíamos a diario el programa “Canto a mi América”, que bien podíamos haber grabado el día anterior. Quizás alguno recuerde todavía el largo pasillo que había que recorrer para llegar al locutorio desde el que emitíamos, el último de todos. No llegué a recorrerlo. Nada más entrar, desde la mesa del conserje, en la que solían estar los periódicos del día, a los que cada mañana echaba un vistazo --sólo uno, que mis necesidades informativas se saciaban mejor en Triunfo, Cuadernos para el Diálogo o Mundo Social--, una cara conocida, un titular y el breve e indigno texto de la portada de ABC me hundieron el día.



No recuerdo mucho más de aquel momento, sólo que salí a Jorge Juan y baje como un zombi por el bulevar hasta Claudio Coello, calle en la que unos años antes me  habían detenido, el gris corrió más que el rojo, y desde la que unos meses después Carrero Blanco iniciaría su ascensión a los cielos.

Para los antifranquistas de la época el golpe el golpe militar de Chile y la muerte de Salvador Allende (única cuestión en la que acertó ABC al anunciarla como un suicidio) supusieron una conmoción. La vía pacífica hacia el socialismo que había puesto en marcha el gobierno de la Unidad Popular, en contraposición a la insurreccional de la revolución cubana, que parecía inaplicable en España, suponía una confirmación de las tácticas que muchos, incluido el PC en el que yo militaba, venían proclamando desde hacía tiempo. Que esa alternativa aún no probada pudiera hacerse realidad había llenado de ilusión y esperanza a quienes pensábamos que la experiencia chilena estaba triunfando donde había fracasado la experiencia de la República española de transformar el sistema desde las formas democráticas, aunque fueran las burguesas. Las imágenes del palacio de La Moneda ardiendo nos sacaron del sueño. Desde España, quienes vivíamos bajo la asfixia opresiva del franquismo, no pudimos evitar estremecernos al pensar en lo que podía significar para los chilenos una dictadura cruel como la que habían sufrido nuestros mayores y la que, con menor intensidad, aún sufríamos todos.


Además, en mi caso estaba la canción, la admiración por la música popular chilena, que venía ya de unos cuantos años de escucharla y seguirla. La que entonces se llamaba Nueva Canción Chilena se estaba convirtiendo ya en aquellos momentos, junto a la cubana, en una seña de identidad latinoamericana de singular importancia, y para los españoles, para los españoles que la conocían, en un modelo a seguir. En España todavía no se habían editado sus discos, que comenzarían a aparecer en 1975, algunos de los cuales, no obstante, había conseguido que me los fueran trayendo los amigos que salían al extranjero, por lo que Tina, Álvaro y yo los programábamos con frecuencia en la radio en una profunda identificación con su estética y sus mensajes esperanzados. Violeta, la maestra, y Quilapayún, Inti-Illimani, Ángel e Isabel Parra, Patricio Mans, Rolando Alarcón o Tito Fernández eran ya músicos que personalmente sentía como propios. Y Víctor Jara, naturalmente.

Aquel 12 de septiembre de 1973 todavía no sabíamos que Víctor Jara moriría un par de días después en las peores circunstancias. Saberlo no hizo sino incrementar un dolor que además de político tenía también algo de personal, íntimo y profundo sobre lo que no quiero insistir para no incriminarme como llorón impenitente. Dejaré que lo haga Labordeta con una canción que explicó mi propia tristeza y rabia.



He recuperado, y a continuación lo reproduzco, el editorial, la portada y la contraportada del número de diciembre de la revista AU (Apuntes Universitarios), que entonces realizábamos el equipo de Radio Popular FM en colaboración con estudiantes que residían en el Colegio Mayor Chaminade. Su lectura muestra, aparte del dolor, el profundo desconocimiento que teníamos de lo que realmente había pasado. Además de Víctor Jara, en aquellos momentos también pensábamos que habían matado a Ángel Parra, que había sido detenido, pero que consiguió salir vivo para exiliarse posteriormente. Tendríamos que esperar un año para enterarnos realmente de lo ocurrido en el Estadio Nacional en la estupenda y verdaderamente estremecedora entrevista que Gonzalo García Pelayo le hizo a Joan Jara a raíz de un encuentro casual en Londres. Se publicó en Triunfo el 21 deseptiembre de 1974 y recomiendo vivamente su lectura, porque creo que es un pequeño documento histórico.




"Pobre del cantor de nuestros días,
que no arriesga la cuerda
por no arriesgar la vida".

De todas las noticias que estamos recibiendo estos últimos días sobre la tragedia chilena no sabemos cuál nos duele más, si las dolorosas noticias de encarcelamientos, muertes, torturas, que se van publicando en la prensa nacional, o si la tristeza y la frustración por lo que tan poco se puede hacer. Lentamente, como con cuentagotas, van apareciendo los nombres de los desaparecidos y de los muertos. Muchos son desconocidos, de algunos no sabremos nunca cómo se llaman y cómo murieron, de otros conocemos sus nombres y apellidos. Unos nos resultan extraños y otros dolorosamente familiares. De entre estos últimos hemos de destacar la muerte de dos cantantes a los que tantas veces habíamos escuchado: Víctor Jara y Ángel Parra.

Sobre la muerte de Víctor Jara hemos recibido diferentes noticias, primero que había muerto en la Universidad Técnica del Estado, después llego la noticia que parece verdadera de que había sido fusilado en el Estadio Nacional, después de torturas y palizas. Aún en sus últimos momentos tuvo fuerza para escribir una canción que él no pudo grabar, pero que otras voces están ya cantando por el mundo.

De Ángel Parra supimos primero que había desaparecido, pero después se han ido confirmando las noticias sobre su muerte, y en estos momentos podemos asegurar con casi total firmeza que su muerte es cierta. Ojalá sean falsas las noticias que estamos recibiendo, pero en estos casos sólo las malas noticias suelen ser las ciertas.

La trágica muerte de Víctor Jara y de Ángel Parra vienen una vez más a desmontar las falacias de los pusilánimes y los falsos comerciantes de la mentira. Tantas veces nos habían dicho que los cantantes que decían en sus canciones temas llamados "de protesta" se comercializaba a la hora de la verdad que casi habíamos llegado a creérnoslo, es lamentable que esto haya que desmentirlo con los cadáveres de los mismos cantantes. La lucha por la verdad, por la justicia, por la libertad, no acaba en las canciones, pero pasa por ellas, y de alguna manera tiene un importante aliado en ellas, tal vez por eso han muerto Víctor Jara y Ángel Parra, porque su fuerza era real, porque el canto lanzado al viento puede ser himno y los himnos sirven para unir al pueblo, y porque se quería romper al pueblo y se han roto sus canciones. Horacio Guarany, otro cantor que daría su vida ha escrito: "Si se calla el cantor, calla la vida"; la vida ahora está en silencio en Chile, basta leer los periódicos, pero también nosotros sabemos con Berthold Brecht que "también se cantará en los tiempos sombríos", y entonces, cuando los himnos y las voces vuelvan a levantarse de entre las sombras, todos sabremos que la muerte de Víctor Jara y la de Ángel Parra no han sido en vano.
"Que somos la semilla
que mañana será vida"

COLECTIVO DE REDACCIÓN



Para terminar, aquí va un documento sonoro realmente histórico que encontré hacer unos días en internet y quees lo que me movió a escribir este recordatorio. Se trata de la grabación íntegra de uno de los últimos conciertos de Víctor Jara que tuvo lugar en Perú el 17 de julio de 1973 y que fue emitida tras su muerte, como se comprueba al final. No sé si existe alguna grabación de otro de sus conciertos completos, desde luego en internet no se encuentra, por lo que representa un testimonio de singular importancia a la hora de comprender el talante artístico del cantautor asesinado. Para mí, que desde hacia tiempo no escuchaba con atención sus canciones, tan oídas en disco durante años y con las que tanto me identificaba, por mucho que no todas me parecieran de igual categoría creativa, ha significado no solo un descubrimiento musical sino también un imparto emocional. Ver sus maneras de cantante, su forma de presentar las canciones, de dirigirse a la gente, de contestar las respuestas a las preguntas que le hace el presentador, ha sido como si el mito mantenido por los discos durante estos 40 años se hubiera puesto en pie de repente, encarnado en una persona de carne, hueso, además y voz. Suspendido en el tiempo apenas a dos meses de su fusilamiento.




Otros escritos sobre música chilena















Article 3

Article 2

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Toque de silencio




El que lo contó no era un antifranquista furibundo ni un comunista resentido, era Ramón Serrano Súñer, ministro de Exteriores en los albores de la dictadura y cuñado del caudillo, en vista de lo cual no hemos de dudar de su palabra. Según él, una vez dictadas las sentencias de muerte por el tribunal correspondiente, normalmente consejo sumarísimo de guerra, aunque la contienda ya hubiera terminado, el auditor del Cuartel General, Martínez-Fúset, se presentaba "corrientemente a la hora del café, después del almuerzo, con una relación siniestra para el enterado de las penas de muerte por el Jefe del Estado". Y es que, ya se sabe, la pluma puede ser un arma mortífera en manos de quien tiene poder para decidir sobre vidas y muertes.

Ernesto Giménez Caballero, fino estilista literario y falangista de primera hora, ya lo vio en un artículo publicado en la Gaceta Regional, de Salamanca, el 25 de abril de 1937: "A Francisco Franco--si lo veis--, no le veis nunca con el sable de los antiguos generales decimonónicos y pronunciamenteros. No tiene sable, por no tener en su atuendo habitual, ni pistola. Sólo se le ve en el bolsillo de la guerrera una pequeña varita negra y plateada: la estilográfica. He aquí su bastón de mando, su vara mágica, su porra, su falange incomparable. Un rasgueo de esa estilográfica sobre un papel es superior en energía y voluntad a la porra, al fusil, a la ametralladora y al cañón mejor disparados[1].

En sacas y paseos, con sentencia o sin ella, por venganza, por miedo, por represalia, frente a la tapia de un cementerio o en la orilla de un río o un camino, normalmente rompiendo la placidez del amanecer, los pelotones de ejecución de la Guardia Civil, las brigadas falangistas o el ejército fusilaban a mansalva obedeciendo el enterado rubricado en el Pardo. En ésta, como en tantas otras cosas relacionadas con la guerra civil y sus consecuencias, es difícil calcular cifras, los que lo han estudiado no se ponen de acuerdo, aunque han ido precisando según avanzaban los tiempos y se podían hacer estudios más rigurosos.

Stanley G. Payne, en Los militares y la política en la España contemporánea, avanza la cifra de trescientos cincuenta mil fusilados después de 1939, aunque aclara que resulta difícil comprobarlo. No obstante, Guillermo Cabanellas, el general que se sublevó con Franco, aceptó en La guerra de los mil días que pudieron ser trescientos mil. En su obra La República Española y la guerra civil, Gabriel Jackson calcula el "total de represalias y ejecuciones nacionalistas" hasta 1944 en un mínimo de ciento cincuenta y mil y un máximo de doscientas mil. El general franquista e historiador de la guerra civil, Salas Larrazábal, basándose en las inscripciones judiciales de fallecimientos del 1 de enero de 1939 al 31 de diciembre de 1959, reduce la cifra hasta las veintidós mil seiscientas cuarenta y una ejecuciones. Las últimas investigaciones de los historiadores hablan de 150.000 fusilados en juicios sumarísimos. En el auto emitido por el juez de la Audiencia Nacional con fecha 16 de octubre de 2008, figura la cifra de 114.266 aún sepultados en fosas desconocidas. Una vez más, demasiadas en cualquier caso.

En los primeros momentos de la posguerra, o incluso antes, cuando los nacionales iban ocupando pueblos y ciudades durante la contienda, fueron fusilados concejales, alcaldes, diputados, funcionarios, militares leales, dirigentes y militantes de partidos y sindicatos o, simplemente, desafectos al nuevo régimen. Los había de lodos los partidos, es cierto, pero ser comunista era ya una buena recomendación para ser candidato al paredón.

Posteriormente, finalizada ya la guerra mundial, que si no acabó con la sed de sangre les obligó a aplacarla un poco, la frustración creada entre los republicanos en el exilio porque el triunfo aliado no significará también la liberación de España del franquismo, llevó a un recrudecimiento de la lucha guerrillera y a nuevos intentos de reorganización de los partidos en la clandestinidad, especialmente los comunistas y anarquistas, que había participado activamente en la resistencia antinazi en Francia. Eso condujo a un recrudecimiento de la represión, que definió el llamado “delito posterior” a la guerra, bajo cuya acusación se condenó en juicios sumarísimos que poco tenían que ver con la justicia y se arrastró ante los paredones a centenares de resistentes. En este periodo los comunistas sufrieron una verdadera sangría de cuadros y militantes a manos de los verdugos. Algunas de las últimas cartas de esos asesinados tras juicios que poco tenían que ver con la justicia se recogen en este apartado.

En sus memorias, el dirigente del PSUC Gregorio López Raimundo, tras recordar las ejecuciones de varios camaradas en Barcelona y Madrid, hace un cálculo, necesariamente incompleto, de los asesinados en esos años: “Meses más tarde Mundo Obrero publicaría una información según la cual, durante 1947 y los primeros meses de 1948 el balance del terror sumaba 71 fusilados, 572 asesinados por la 'Ley de fugas' o por torturas, 22 condenados  a muerte pendientes de ejecución y 24 procesados con peticiones de pena de muerte[2].

En las páginas que siguen se reproducen las últimas cartas escritas por algunos de estos fusilados, dirigidas a sus familias o a la dirección del Partido. Son cartas bien distintas unas y otras, desde la detallada y sobria relación de sus pobres pertenencias destinadas a los herederos hasta la minuciosa descripción de calvario que les tocó vivir. No obstante, todas tienen algo en común: la profesión de fe en el comunismo y en un futuro mejor para la humanidad, que se convierten en una convicción casi religiosa --laica e incluso atea, eso sí-- en la inevitabilidad de la revolución y la realización de la utopía en la tierra.

De J. Chamorro no he encontrado referencia alguna en los libros consultados, de los demás ofrezco unos datos de referencia que resumen su trayectoria política y humana.

Manuel Asarta, vasco, fue comandante del ejército republicano y miembro del Comité Central del PCE en Euzkadi. El final de la guerra civil le pilló en Alicante, donde fue encerrado en el campo de Albatera, consiguiendo pasar luego a Francia y posteriormente a Cuba. Asarta se encontró entre los primeros que intentó volver desde América a España para reiniciar la lucha contra el franquismo. Detenido en 1941, tras desembarcar en Lisboa, fue entregado por el régimen salazarista a Franco, que le fusiló el 21 de enero de 1942 junto a Jesús Larrañaga --también en este libro--, Isidro Diéguez, Jaime Girabau, Francisco Barreiro y Eladio Rodríguez. De los seis ha escrito Gregorio Morán que enviaron "una carta al Comité Central haciendo balance del fracaso y sugiriendo una idea luminosa que pasó inadvertida, pero que demuestra no sólo su temple sino su sensibilidad política: 'Queremos insistir --escriben los condenados-- en los pocos instantes de vida que nos quedan. El enemigo es muy fuerte todavía. Huid de optimismos infundados, que sólo conducen a castrar el ánimo"[3].

En 1916 nació en el norte de África Agustín Zoroa. Exiliado tras la guerra en México, durante 1940/41 fue responsable de las Juventudes Socialistas Unificadas de España en una cooperativa montada por el SERÉ en el estado de Chihuahua. En 1944, con 28 años de edad, regresó a España para reorganizar la actividad del partido y la lucha guerrillera, sirviendo de puente entre la dirección del PCE en Touluse, encabezada por Santiago Carrillo, y el grupo del interior, dirigido entonces por Jesús Monzón, con el que no tardó en tener desacuerdos. Fue detenido en el verano de 1945 en Madrid, casi al mismo tiempo que otros dos enviados al interior: Sebastián Zapirain y Santiago Álvarez, ambos miembros del Comité Central. Simón Sánchez Montero, que coincidió con él en la prisión de Alcalá de Henares, le recordaba en su libro de memorias: “Después de la huelga se modificó la dirección del Partido, con la incorporación de Zoroa y otros camaradas, y se realizó un pleno de la organización, un verdadero congreso local. Zoroa y los demás dirigentes eran unos camaradas estupendos, inteligentes, firmes y sencillos. Traían ideas nuevas, pues habían llegado recientemente de Francia y antes habían hablado extensamente con la dirección del PCE. Yo estaba de acuerdo con las nuevas ideas y normas expuestas en el informe final, más abiertas y democráticas[4].

Cristino García, asturiano nacido en 1910, comenzó su militancia revolucionaria con las armas en la mano durante la huelga general revolucionaria de 1934, perteneciendo en la guerra civil al XIV Cuerpo de Guerrilleros, donde también estuvo otro de los entrevistados en este libro, José Gros. Exiliado en Francia, participó en la guerrilla contra el invasor nazi, dirigiendo las tropas que vencieron en la batalla de La Madelaine, en la que se causaron seiscientas bajas a los alemanes y se hicieron mil quinientos prisioneros, así como en la liberación del pueblo de Foix y en el asalto a la cárcel de Nimes. Pedro Vicente, que fue su compañero en la resistencia, recuerda en sus memorias esta última acción: "Uno de los nuestros, disfrazado de gendarme, dio la señal para que abriesen una portezuela lateral. Abierta ésta, un grupo de guerrilleros, dirigido por Cristino García y Martí, miembro del Frente Nacional, penetra en la cárcel.
"Los presos estaban prevenidos. La señal era que Luis, el vigilante, se quitara la gorra; la hora convenida, las 21 h. 15 minutos.
"Sigilosamente, los asaltantes se deslizaron hacia el cuerpo de guardia: primero, neutralizaron a los vigilantes y, a continuación, a sus superiores. Rápidamente fueron recorriendo las celdas marcadas en el plano, y sacando de cada una de ellas a los veintisiete presos políticos que uno de esos días aguardaban ser deportados a un campo de exterminio nazi.
"El golpe duró apenas treinta minutos. Un guerrillero, Gerardo Lobeira, perdió la vida y Cristino García resultó herido en una pierna, al disparársele la pistola que llevaba montada. Inmediatamente fue evacuado a una clínica de la ciudad, donde los doctores Fayot y Cabonat, ambos del Movimiento de la Resistencia, le practicaron la operación"[5].

Cristino García regresó a España tras finalizar la guerra mundial para intentar organizar la guerrilla urbana en Madrid, aunque fue detenido seis meses después, el 20 de octubre de 1945, a consecuencia de una delación. Le fusilaron el 21 de febrero de 1946 junto a nueve de los componentes de su grupo. El Gobierno francés, presidido por el general De Gaulle, cerró por un tiempo la frontera en su honor y le condecoró con la Cruz de Guerra.

Jesús Larrañaga, de origen vasco, también estuvo detenido en el campo alicantino de Albatera, pasando a Francia al salir de él. Detenido por la policía francesa tras la ilegalización de los comunistas en septiembre de 1939, fue internado en el campo de Vernet por indocumentado junto a Francisco Antón. Miembro del Buró Político del PCE, se exilió después a América, desde donde regreso para ser detenido en Lisboa junto a Manuel Asarta y enviado luego a España para ser fusilado.

Detenido por primera vez al acabar la guerra y luego liberado, Luis Campos Osaba, tras un tiempo en Francia, regresó a Málaga para colaborar a la reorganización del partido, del que entraría a formar parte del Comité de Andalucía, encargándose del aparato de propaganda. Volvió a caer en manos de la policía en febrero de 1948 a consecuencia de una delación junto a 25 camaradas, dos de los cuales, José Mallo Fernández y Manuel López Castro miembros del comité regional, fueron fusilados con él en 1949.

Secretario general del PCE en Galicia en el momento de su detención, José Gómez Gayoso también había regresado a España desde el exilio para reorganizar la guerrilla en su tierra natal, la más veterana de España, pues había comenzado sus actividades, que llegaron a su máxima expresión en 1946/47, durante la misma guerra civil. Detenido a tiros en el verano de 1948, la Guardia Vi vil le vació un ojo de un disparo. Fue fusilado en noviembre de ese mismo año. Gregorio Morán, poco dado a las alabanzas, ha escrito de él: “Gayoso gozaba de una sensibilidad política y un atractivo humano indiscutible, lo que unido a su prestigio, facilitó durante esos dos años el mordiente político de la agrupación gallega”.







[1]Como en el capítulo anterior, las citas y datos que se dan en esta introducción, salvo que se indiquen otras fuentes, pertenecen al libro Historia del Franquismo, De Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty.
[2]Primera clanestinidad. Editorial Antártida/Empuries. Barcelona, 1993.
[3]Miseria y grandeza del partido comunista de España, 1939-1985. El libro de Gregorio Morán ha sido un instrumento útil para redactar estas pequeás biografías.
[4]Camino de Libertad. Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1997.
[5]Por qué luchamos. Ediciones Endymión. Madrid, 1992.






Paredones



Mi queridísima Manoli: Ayer, día 19, me anunciaron que al amanecer de hoy sería fusilado, pero fue suspendida la ejecución; espero acabar mis días de un día para otro. He hecho inventario de mis cosas para que te sean entregadas. ¡No desesperes, cariño mío! Muero tranquilo y sereno, confiado en que el sacrificio de mi vida servirá para que en el porvenir no sufran los que nos suceden las vicisitudes de nuestra generación.

Inmenso es el amor que siento por ti y por nuestra querida amatxo; vuestra imagen me acompaña hasta la muerte. Durante toda mi vida he procurado ser un buen hijo, buen esposo y buen padre, como corresponde a un hombre de mi condición. No os dejo de herencia más que mi pasado de consecuente honradez, mi limpio apellido de comunista ¡Cuidadlo como las niñas de vuestros ojos! ¡Qué él ilumine el camino que has de recorrer durante toda tu vida!

Deseo no te dejes ganar por el dolor y la melancolía que pueda producirte mi desaparición. Eres joven todavía y el tiempo cicatrizará la herida de tu sufrido corazón. ¡Mi Manoli querida! No quiero que por venerar mi memoria renuncies a tu juventud. Te quiero demasiado para desear tal cosa.

Cuando te uniste a mí, yo no pude ofrecerte esa felicidad risueña y apacible con que sueñan las muchachas de tu edad. Ese género de "felicidad" no nos pertenece, es totalmente contrario a nuestras aspiraciones. Cuando te uniste a mí te uniste a un luchador con el que has compartido todas tus vicisitudes durante todas las accidentadas etapas de nuestro "idilio". Procura forjarte en las enseñanzas de esta dura experiencia, pues las vicisitudes no han terminado para los que sobreviváis.

Aconseja de esta manera a nuestra querida Luisita. Yo la vigilaré desde los luceros, que no se entristezca demasiado, ya veis que yo conservo el buen humor.

Mis postreros besos para todos y en especial para nuestra amatxo, para ti, para Eusebi y Luisita.
Prisión de Porlier, 21.2.42. P.D. Me fusilan al amanecer.

Manuel Asarta
Fusilado el 22.1.42


Penal de Ocaña, 27 Diciembre 1947.

Madre Querida: Cuando esta carta reciba, su pequeño "Chirri", como cariñosamente me llamaba, habrá dejado de existir.

¡Pobre mía! Yo qué daría mi vida mil veces, esto es lo peor de todo, el dolor que la causo.
Toda mi vida está llena de veneración por Vd., muchas veces silenciosa. Los grandes amores no suelen ser muy locuaces. Lejos de Vd., en el frente primero o en la emigración después, ni un momento se alejó de mi pensamiento. Aún recuerdo que en la finca de Santa Clara (Cuba), donde trabajé dos años de campesino, todas las tardes al caer el sol y terminar el trabajo, me gustaba sentarme al pie de un árbol pensando en mi patria y en Vd.

Siempre he deseado poseer sus admirables cualidades. Antes de cada acción en mi vida, siempre he pensado procurando que fueran todas de tal género que de ninguna hubiera de avergonzarse Vd.

Y qué decir de lo que ha significado para mí, durante la estancia en la cárcel y hasta el último instante de mi vida. Cómo me confortó su valor y entereza. Cuanto la admiro madre querida. Vd. sí que es una auténtica heroína anónima y silenciosa, con el heroísmo inigualable de las madres.
Que yo sea valiente y permanezca tranquilo y orgulloso de mis actos hasta el último instante de mi vida, ningún mérito tiene. Poseo las bases inconmovibles de mis ideas políticas, férrea e inquebrantablemente seguridad en su victoria, que me da el orgullo de haberla servido con mi sangre.

Lo admirable es su entereza, apoyada en el amor de madre, en el deseo de ayudarme y hacer menos dura esta hora para mí y ver la valentía con que Vd. lo soporta.

Dura ha de ser su pena. Desgraciadamente, no es Vd. una excepción, la historia de nuestra Patria está tinta en la sangre de los mejores hijos, asesinados y anegadas por decenas de millares que como Vd. lloran la muerte de sus hijos.

Yo, madre, sírvale esto de consuelo, muero tranquilo y orgulloso con la satisfacción de haber cumplido y haber sido hasta el último suspiro digno militante de mi partido y esforzado hijo de mi Patria.

Tengo la seguridad de que nuestro sacrificio, como el de cientos de miles que me precedieron, contribuirá a acelerar la llegada de días de prosperidad y felicidad para nuestro Pueblo.

Puesto en el trance de elegir en Gobernación la libertad a cambio de mi traición, o la muerte digna, no vacilé. Prefiero que llore la muerte de un valiente que la vergüenza de tener un hijo despreciado por traidor y por cobarde.

No se amilane, le quedan tres buenos hijos que la ayudarán a soportar esta prueba. Y no se aguante el llanto como suelo hacer, llore madre querida, con el espíritu de aquella madre del romance popular de nuestra guerra:

"YO NO LLORO AL HIJO MUERTO
SOLO LLORO MI DESTINO
PORQUE PARA DAR AL PUEBLO
YA NO ME QUEDAN MAS HIJOS..."

Adiós madre querida, un millón de besos.

Agustín Zoroa
Fusilado el 27.12.47


Mi testamento:

Yo, Luis Campos Osaba, natural de Madrid, de 34 años de edad, casado, hijo de Manuel Campos Montenegro y María Osaba Estibalez, condenado a la pena capital el día 22-2-1949 por un Consejo de Guerra incoado por actividades políticas contra el régimen franquista, y en régimen de aislamiento en la celda n° 41 de la Prisión Provincial de Sevilla, declaro y es mi última voluntad:

Primero.- Que se hagan llegar a su destino las cartas que en mis últimos momentos dirigiré a mis queridos padres, hermanos y sobrinos.

Segundo.- Que aunque las leyes hoy vigentes en España no reconozcan la validez de mi casamiento con mi esposa, Carmela Gómez Ruiz, mantengo con todas mis energías que estamos casados conforme a las leyes republicanas y que por tanto nos consideramos como legítimos marido y mujer. Pido le sean entregadas a mi esposa Carmela Gómez Ruiz mi diario de condenado a muerte y la carta que en mis últimos momentos le escribiré.

Tercero.- Pido que como recuerdo póstumo se haga llegar a manos de mis familiares que nombro los objetos siguientes:

A mis queridos padres: mi cartera del Colegio Oficial de Practicantes de Madrid con su contenido íntegro. Mi cuaderno de apuntes de inglés escrito por mi esposa Carmela. Mi cuchara.

A mis queridos hermanos Manola, Carmen, Pepe y Alfonso: mi peine, mi cepillo de dientes, mi billetera, mi mechero.

A mis sobrinos Conchita, José María y Juan Luis: mi monedero, mis gemelos y mi petaca de cuero.

A mi querida esposa: mi reloj, todas las fotografías del álbum, alianza de plata, libros, colchón, manta y almohada, anclita de plata, etc, etc.

El resto de los objetos y cosas no enumeradas las lego a mi esposa para que de ellas haga el uso que estime más oportuno.

Esta es mi última voluntad que por escrito expreso en la celda n° 41 de la Prisión Provincial de Sevilla a uno de marzo de mil novecientos cuarenta y nueve. Ruego al Sr. Director de la Prisión que de las órdenes oportunas para su cumplimiento.

Domicilio de mis padres, hermanos y sobrinos: Calle Fernández de los Ríos n° 68, Madrid.

Domicilio de mi esposa: Compás de la Victoria nº 14, en la actualidad departamento de mujeres de la Prisión Provincial de Sevilla.

P.D. Olvidé mencionar entre mis herederos de recuerdos a mis queridos hermanos políticos Manolo y Mana, Paquita y Ramón, Juanito y Rafita, Victoria y Juan. Al buen entendimiento de mi esposa Carmela Gómez Ruiz, dejo este cuidado.

Luis Campos Osaba
Fusilado en marzo de 1949


Queridos camaradas: os extrañará no haberos enviado noticias de mi situación. Es porque no sabía si el conducto era seguro y temía que mis noticias fueran a manos de la policía.

¿Qué queréis que os diga del mal trato en Gobernación? desde que caí me lo esperaba todo y estaba dispuesto a aguantar todo lo que viniera, sólo hubo un día de buen trato: el que caí. Desde cigarrillos rubios hasta palabras dulces, ofrecimientos de facilitarme la fuga, propuesta de que me pusiera a su servicio. Mi respuesta ya os podéis suponer cual fue. A partir de aquí empezaron las "sesiones". Al tercer día me sangraban los oídos y tenía los testículos como puños. Los vergajazos ya no quedaba una pulgada del cuerpo adonde no hubieran llegado. Después de cada "sesión", me bajaban arrastrando cuatro esbirros. Cuando me desmayaba me echaban un cubo de agua y otra vez a zumbar. Así estuvieron doce días sin parar. Me dejaron reponer otros tres, y a empezar de nuevo una semana seguida.

Me he convencido que tengo la piel muy dura y que quien se lo propone, quien en estos momentos piensa en lo que es, y más si es comunista, no habla aunque le hagan picadillo. Creo que no hice más que comportarme como debía. No os digo esto para vanagloriarme. Lo hago sólo porque sé el fin que me espera, y quiero que esta carta, si por desgracia es la última, sirva no sólo como esclarecimiento de lo ocurrido, sino también para que pongáis al desnudo ante el mundo los métodos de estas bestias y cuál ha de ser siempre el comportamiento de los antifascistas cuando tienen la desgracia de caer.

Como os digo, mi situación y la de los demás camaradas es de pocas esperanzas. Quieren envolvernos en un proceso común, y nos hemos negado a aceptarlo. Yo comprendo que matarnos por actividades políticas resultaría difícil ante la situación internacional, y por eso nos achacan atracos y otras cosas. Me olvidaba deciros que a los tres primeros "interrogatorios" asistió un "boche", que me dijo que tenía buenos "recuerdos" míos y de Medina en Francia. El tercer día se despidió de mí, cuando sangraba por todas partes, echándome una bocanada de humo en los ojos y diciéndome: "Ya era hora de que te cazáramos".

Perdonad si esta carta va un poco revuelta, pues la hago a intervalos y con vigilancia permanente. Me tienen enjaulado y con vigilancia permanente. Me tienen enjaulado como a un mono; sólo faltan los niños echándome cacahuetes. Por eso quiero aprovecharla para dirigirme, quizá por última vez, a mi pueblo y a mi querido Partido. Mi ánimo, camaradas, es tan firme como lo fue siempre el mismo. Cuando pasé la frontera para incorporarme a mi puesto de combate contra esta patulea de fascistas, sabía que no eran rosas lo que me esperaba. Pero estoy orgulloso de haberlo hecho. Para mí, más que una tarea de sacrificio, era un honor que se me concedía al venir a luchar por mi pueblo y por mi patria. Recuerdo la rabia que me daba cuando en Francia veía que otros camaradas salían para el país antes que yo. Aquí estaba y está nuestro puesto. Si en la lucha caemos algunos, ¡qué importa! Otros proseguirán nuestra obra, pero no podéis imaginaros la satisfacción que tengo de haberme comportado como era mi obligación. Y así me portaré hasta el último momento. Ya sé que la canallesca Falange intentará echar basura sobre nosotros, acusándonos de robos y otras cosas. En el juicio presentaron a un tipo que en mi vida he tenido delante, que me acusaba de ser su jefe; dijo que me había conocido en Madrid, dos meses antes de salir yo de Francia.

Por este estilo son las demás acusaciones. La realidad es que me han condenado y a matarnos van, porque los "boches" alemanes no me perdonan los malos ratos que les hicimos pasar. Quieren matarme porque soy antifascista, fiel hasta la muerte a la causa antifascista y al Partido.
Antes de terminar quisiera daros algunos consejos, que dentro de mi modestia, creo que serán útiles. Estamos en situación en que posiblemente dentro de pocos meses nuestra patria será liberada. Mi experiencia me ha demostrado que no hay cosa que más vuelva locos a esos perros que la lucha guerrillera. Hay que prestar mucha atención a su crecimiento. Creo que hay que poner mucho cuidado en la selección de los mandos; que sean hombres capaces y que, si algún día caen, que no se dejen envolver por los trucos y martingalas del enemigo. Otra experiencia que he sacado es que hay que imponer inflexiblemente la norma de que nadie conozca más que lo que interesa. Hay que educar a los camaradas en el coraje ante el enemigo, en la seguridad de que tienen más posibilidades de salvarse el que no suelte palabra que el que habla. Y por encima de todo, haya o no posibilidades de salvarse, lo que debe imperar es nuestra conciencia de comunistas.

Tengo tantas cosas en la cabeza, que creo que estaría escribiéndoos una semana seguida, pero comprendo que tenéis cosas más importantes en que entreteneros. Quiero pediros un favor, y es que hagáis llegar esta carta a nuestro grandioso Buró, pues de ella se enterarán también los antiguos compañeros de lucha franceses. Soy poca cosa, pero sé que en cuatro años que peleamos juntos para liberar a Francia de los invasores alemanes, establecimos unos lazos que ni la muerte podrá romper. Si orgulloso me siento de ser hijo de España, no es menos el que siento de haber aportado mi esfuerzo a la liberación de Francia. Ellos ya son libres, pero a dos pasos tienen al enemigo, a los nazis y falangistas que saquearon y asesinaron miles de franceses. Decidles que no descansen hasta barrer a estas bestias falangistas. Por último dedico mi despedida a vosotros y al Buró.

A vosotros, camaradas de la Delegación, os pido que no escatiméis sacrificios para que nuestro querido Partido sea lo que siempre fue: El Partido de la vanguardia antifranquista.

Aún es muy largo el camino que tenemos que recorrer hasta ver a nuestra patria libre de fascistas, pero ya queda poco. Cuando se ve cómo tiemblan ante lo que les espera, tenemos que dar mucho más, la vida y mil vidas que tuviéramos, pues todo hay que darlo por bien empleado por la libertad y el triunfo del pueblo y de la democracia. Trasmitidle mis saludos a los guerrilleros, mis compañeros y hermanos, y estoy seguro de que pase lo que pase seguirán peleando como hemos jurado hacerlo. Decidle a la dirección del Partido que la promesa que hicimos de ser fieles hasta la muerte al Partido, la hemos cumplido; que no olvidamos sus enseñanzas y consejos y que si tenemos que morir, nuestros verdugos sabrán cómo mueren los comunistas, lo mismo que supieron cómo luchaban.

A la camarada Dolores, nuestro guía nuestra maestra y ejemplo de luchadores, sólo dos palabras: un grupo de comunistas está casi en capilla, y cuando recibas ésta seguramente ya no existiremos. Sin embargo, queremos decirte que nadie ha podido arrancar una queja de nuestros labios ni nadie pudo impunemente echar basura sobre el nombre del glorioso Partido que diriges.

Nuestra mayor preocupación, desde que caímos en las garras de esta Gestapo española, fue poner bien alto el nombre del Partido, y de nada valió todas sus martingalas, porque cuando alguien intentó insultar al Partido, hubieras visto a tus discípulos, los comunistas, saltar como fieras en su defensa.

Hemos caído, mala suerte; pero sabemos que quedan muchos miles de españoles, comunistas y no comunistas, que la terminarán. Tu nombre, que es admirado y querido por millones de españoles, es nuestra bandera. Y todo lo damos por bien empleado, porque el orgullo de haber vivido honradamente y de haber sido dignos del título de comunistas vale más que la propia vida. No me importa lo que de mi digan los fascistas, pues lo que me importa es lo que diga mi pueblo, al cual me debo y nos debemos todos. Por él, por su libertad he luchado, lucharé hasta el último momento. Y cuando este momento llegue, estad seguros, camaradas, que un modesto militante del glorioso Partido Comunista sabrá morir como mueren los comunistas.

¡Viva el antifascismo español! ¡Viva el héroe de la resistencia, nuestro gran Partido Comunista! ¡Viva la más grande y valiente de las mujeres, nuestro jefe "Pasionaria"!

Cristino García
Fusilado el 21.2.46



15 de febrero de 1946.

Querida Carmen: Te escribo momentos antes de perder mi vida ante el piquete de fusilamiento. No sé cuando podrás regresar a España y leer mis últimas impresiones. Quiero decirte algunas cosas de interés. Siempre nos quisimos bien y colaboramos juntos. El hecho de que mi muerte nos separe no borra para ti, no prescribe, el cumplimiento de deberes que nos eran comunes y que, con gran dolor por mi parte, tendrás que cumplir ahora tu sola. Me refiero a nuestros hijos. Quiérelos como madre y atiéndelos solícita y cariñosa; pero, sobre todo, háblales de mi vida, de mi lucha, de mis ideales, de mi muerte. Ellos comprenderán mejor sus deberes como hombres. En estos menesteres te encontrarás con ayudas valiosas de aquellos que son camaradas y amigos, a quienes tanto debo yo. Es mi última voluntad la de que mis hijos mejoren con su esfuerzo y trabajo el de su padre; es mi deseo el que luchen por un mundo mejor, por una España llena de felicidad, de bienestar y de progreso. Di a Miren, que tiene ya quince años; a Eustaquio, que tiene catorce, y a Rosita, que cumplirá pronto los ocho, que os quiero mucho y muero acordándome de ellos. Querida Carmen, hasta siempre. Besos y abrazos de tu esposo que te quiere.

Jesús Larrañaga 
Fusilado en febrero de 1946



La Coruña, 6 de septiembre de 1948.

Querida Concha:

Hoy, después de más de cinco años te escribo. Por cierto que en situación poco envidiable. Lo hago con un esfuerzo sobrehumano, pues tengo las manos deshechas. Llevo en España cuatro años y medio. Los mejores de mi vida. Desde que la dirección del Partido me concedió el honor de venir a luchar al interior, mi mayor anhelo era ver llegado el momento en que pisara tierra española. En estos cuatro años y medio, hice todo lo que a mi alcance estaba para cumplir con mis deberes de comunista. Los dos últimos años he dirigido la organización de Galicia. En este puesto he caído el 11 de julio en La Coruña. Ello fue consecuencia de la traición de un canalla que era ayudante del camarada Antonio Seoane, jefe del Ejército Guerrillero de Galicia. Éste fue detenido el día 10; tenía que verme con él en su casa el 11 y al llegar me abrió la puerta la policía, que me encañonaba. Pude lanzarme escalera abajo y en ese momento por el hueco de la escalera me dispararon, entrándome la bala por la sien y saliéndome por un ojo. Aún así logré escapar, pero a las 12 del día, y con la ropa empapada de sangre, lograron darme caza, casi una hora después.

Tengo el intestino y estómago destrozados y los pulmones no cesan de vomitar sangre. Las manos, sólo ahora con enorme dificultad, puedo coger la pluma. En fin, los cuatro años y medio que tardaron en cogerme los tenían rabiosos.

Actualmente, desde que el 1° de septiembre salí del calabozo y pasé a semi-aislamiento, pero que permite salir dos horas al patio (los de nuestro expediente completamente solos), empiezo a reponerme algo. Los camaradas que conmigo están son los que se esfuerzan en cuidarme.

Nuestro caso lo están acelerando. Tienen una prisa enorme por liquidarnos. Calculo que no nos libraremos por lo menos Antonio Seoane y yo de dos o tres penas de muerte. Y para principios de noviembre quieren tenernos ya bajo tierra.

Por eso te doy los nombres: José Gómez Gayoso, maestro nacional; Antonio Seoane, obrero; Juan Romero Ramos, obrero; José Bartrina, médico; José Ramón Díaz, sastre; José Rodríguez Campos, obrero; Juan Martínez, campesino; hay también cuatro mujeres que se han portado magníficamente y a las que no han podido arrancarles ni una sola palabra. Son María Blázquez, obrera, que le perforaron el estómago de un tiro y que aún hoy en la cárcel tiene la bala sin extraer; Clementina Gallego, que está casi paralítica de una pierna; Carmen Orozco, maestra nacional, en grave estado, con una lesión cardiaca, y Josefina González Cudeiro.

Nuestra situación actualmente sólo ha variado en que por lo menos estamos juntos tres en cada celda y que los que tienen familia pueden recibir comida de la calle. Por lo demás estamos los ocho encartados de nuestro proceso completamente aislados del resto de los 250 presos políticos. Temen la influencia que podamos ejercer sobre ellos.

Saben muy bien la expectación que produjo nuestra caída, saben que los comunistas no irán al Consejo de Guerra en plan de lloronas y están trabajando en muchas direcciones para minar la moral y entereza de los menos forjados.

Bueno, Conchi, ahora quiero entrar en el fondo político de las causas y derivaciones de este golpe. Los comunistas no podemos conformarnos con lamentar los percances ni tampoco con el hecho de que hayamos sabido portarnos ante el enemigo como era nuestra obligación.

Por lo demás, el resto de la dirección sigue en libertad y el Partido que había no fue afectado. Lo mismo las Agrupaciones Guerrilleras. El golpe fue duro, pero confío en que en poco tiempo, con un esfuerzo de los camaradas de dirección que quedaron, y sacando las debidas experiencias, Galicia seguirá ocupando el puesto que le corresponde en la lucha contra el franquismo.

De la firmeza cuando caí en manos del enemigo podéis estar seguros. Y esa será mi actitud hasta la muerte. Yo me doy por satisfecho y te juro que en algunos momentos me decía a mí mismo, me lo digo día y noche, que cien vidas que tuviera las daría antes de que mis camaradas, mis dirigentes, tu y mis hijos, pudieran decir, no ya que fui un cobarde, sino que tuve una vacilación o claudicación.

Y ahora, mi Conchi, algo de nosotros. Tal vez esta sea la última. Tú eres una comunista y como tal debes acoger mi caída, como la de un combatiente que cayó en el campo de batalla. Antes que yo han caído otros que valían infinitamente más. Sabes con qué alegría y orgullo acogí la noticia de que iba a salir para España. Esta alegría se centuplicó en cuanto llegué. ¡Qué grande y hermoso es nuestro pueblo!

Comprenderás claramente la razón de por qué nunca te escribí. Sin embargo, os he tenido siempre presentes en mi corazón. Han transcurrido ya bastantes años desde que nos separamos. Cualquiera que haya sido el rumbo de tu vida, lo considero acertado siempre que hayas seguido siendo la comunista que yo conocí. Yo procuraré cumplir con la promesa que te hice de que jamás ninguna actitud o acción denigrante empañará mi condición de militante comunista. Esto es el único legado que dejo a nuestro hijo. Te pido que cuanto tenga edad para comprenderlo mantengas vivo en su memoria mi recuerdo; te pido, te lo suplico, que lo eduques como yo quisiera, para que él sea un comunista fiel y honrado como lo fue su padre. Enséñale el amor al pueblo, a los trabajadores, a España, la patria querida por la que su padre dio la vida. Edúcalo en el respeto y cariño a los dirigentes del glorioso Partido Comunista de España, a nuestra camarada Pasionaria. Este es mi último ruego a ti, la compañera y camarada. Estoy seguro, porque te conozco, porque se lo que hay de honradez política en ti, que lo cumplirás.

Y respecto a ti sólo dos palabras: si no lo has hecho ya, rehaz tu vida. Eres joven todavía. Pero que nada, ni aun los más fuertes sentimientos personales, te aparten jamás del recto camino que emprendiste al ingresar en el Partido. Esto por encima de todo. Con toda mi alma te deseo que goces de la felicidad que no supe o no pude ofrecerte. Aleja lo antes posible de tu mente mi recuerdo como compañero y si piensas en mi hazlo como en un camarada. No quiero que por mi sufras. Alcanzar un bien tan preciado como es la liberación de nuestra Patria exige muchos sacrificios. ¿Que ahora me tocó a mí? ¡Paciencia y entereza! En la brecha quedan miles de comunistas, queda el pueblo, este pueblo por que debes trabajar y luchar incansablemente. Sólo quiero pedirte una cosa. Si diera tiempo, que me mandaras una foto de Pepito y tuya. Tenía una, pero hace dos años me la cogió la policía. Quiero ver aunque sólo sea en fotografía a mi hijo por última vez y también a ti.

¿Para qué despedidas? que seas muy feliz, tanto como yo te hubiera querido y sabes que quería lo fueras. Da a nuestro hijo el último beso de padre y, para ti, Conchi, el cariño eterno de tu Pepe.

Prisión Provincial. Primera Galería. Celda 4. La Coruña.

José Gómez Gayoso
Fusilado en octubre de 1948


Mi más querido hermano: A tu regreso de Francia al hogar quiero darte mi postrer saludo y abrazo concentrando en él todo el odio a nuestro enemigo. Voy a morir dentro de breves horas. Me asesinan por haber cumplido siempre con mi deber ya que siempre y como tú sabes fui consecuente de él, porque nuestro P. me enseño a serlo con sus orientaciones y sus teorías de las cuales jamás dudé y siempre observe porque entre todas las demás siempre las consideré las más justas y las más prácticas para llegar al fin del enemigo que hoy me asesina. No dejes impune este asesinato, procura dar el castigo a todos sus causantes.

No la puedo terminar.

Un abrazo ¡Viva el P.! ¡Viva la I.C.! ¡Viva el ejército rojo!

Hasta siempre. En capilla. 30.1.1943

J. Chamorro
Fusilado 30.1.1943






NOTA 2013. Todas las cartas que se reproducen se encontraban, y aún se encuentran, en el Archivo Histórico del PCE, en estos momentos depositados en la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense‎ de Madrid. (Calle del Noviciado, 3). Aunque en el momento de escribir este libro, hace alrededor de 15 años, permanecían inéditas, en la actualidad pueden encontrarte en internet la mayor parte de ellas, excepto la de J. Chamorro, que aquí se incluye al final y de la que se reproduce la fotografía del original.

En aquellas fechas no tuve acceso a ninguna carta similar escrita por alguna mujer, por lo que tuve que renunciar a incluirlas. Con el tiempo han salido a la luz algunas, como las estremecedoras e inocentes líneas que enviaron a sus familiares las jóvenes militantes de la JSU conocidas como “las trece rosas” la noche antes de ser fusiladas la madrugada del 5 de agosto de 1939 en las tapias del cementerio del Este de Madrid. No puedo aquí sino traer el recuerdo personal de la primera vez que oí hablar de ellas, cuando apenas tenía yo 17 años y acababa de ingresar a mi vez en las Juventudes Comunistas, de boca de la abogada María Luisa Suárez. Copio el texto del libro de Carlos Fonseca "Trece rosas rojas" (Temas de hoy, Madrid, 2004.

La carta que sigue la escribió Dionisia Manzanero. Tenía 20 años.

Queridísimos padres y hermanos:

Quiero en estos momentos tan angustiosos para mí poder mandaros las últimas letras para que durante toda la vida os acordéis de vuestra hija y hermana, a pesar de que pienso que no debiera hacerlo, pero las circunstancias de la vida lo exigen.

Como habéis visto a través de mi juicio, el señor fiscal me conceptúa como un ser indigno de estar en la sociedad de la Revolución Nacional Sindicalista.

Pero no os apuréis, conservar la serenidad y la firmeza hasta el último momento, que no os ahoguen las lágrimas, a mí no me tiembla la mano al escribir. Estoy serena y firme hasta el último momento.

Pero tened en cuenta que no muero por criminal ni ladrona, sino por una idea.

A Bautista le he escrito, si le veis algún día darle ánimos y decirle que puede estar orgulloso de mí, como anteriormente me dijo.

A toda la familia igual, como no puedo despedirme de todos en varias cartas, lo hago a través de ésta. Que no se preocupen, que el apellido Manzanero brillará en la historia, pero no por el crimen.

Nada más, no tener remordimiento y no perder la serenidad, que la vida es muy bonita y por todos los medios hay que conservarla.

Madre, ánimo y no decaiga. Vosotros ayudar a que viva madre, padre y los hermanos. Padre, firmeza y tranquilidad.

Dar un apretón de manos a toda la familia, fuertes abrazos como también a mis amigas, vecinos y conocidos.

Mis cosas ya os las entregarán, conservar algunas de las que os dejo.

Muchos besos y abrazos de vuestra hija y hermana que muere inocente.

Postdata: Queridísimo hermanillo:

Recibe muchos besos de tu hermana, que en estos momentos pierde la vida, pero no te preocupes, yo tengo tranquilidad. Tú tienes diez años y te queda mucho por vivir y ver, por esto sé que no debéis sufrir, y tú menos. Me vengarás algún día, cuando tú te enteres por qué muere tu hermana.

Cuídate mucho, cariño, recibe besos de tu hermana con todo el corazón. Salud.

Dioni








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Fernando Castedo es el único director general de TVE que perdió el puesto por hacer precisamente aquello para lo que le habían nombrado: convertir la cadena en una televisión pública a la europea, equidistante de los partidos políticos e independiente del Gobierno. Y no lo dice este cronista. “Pienso que algo importante ha cambiado desde que se me nombró, pues se me exige la dimisión por haber hecho aquello para lo cual se me nombró”, escribió el propio Castedo en la carta de despedida que le mandó al presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, la noche del 22 de octubre de ese mismo año. Apenas había estado 10 meses en el sillón.

El que habría de ser el más breve de los directores generales de Radio Televisión Española había sido nombrado para el cargo el 2 de enero de 1981, y fue uno de los últimos nombramientos efectuados por un consejo de ministros presidido por Adolfo Suárez, justo 17 días antes de presentar su propia dimisión como presidente del Gobierno. Castedo fue el primer responsable de la televisión estatal nombrado tras la aprobación el año anterior del estatuto, y llegó al cargo aupado, además, por un acuerdo previo entre el partido centrista en el gobierno y los socialistas, que encabezaban la oposición. De nada le servirían ambos avales, dada la crispada etapa que le tocó vivir ese año al partido que teóricamente le había propuesto, la UCD, que enfrentada en mil batallas intestinas buscó su destitución casi desde los primeros momentos de su mandato. El propio afectado ha contado en numerosas ocasiones que a los pocos días de llegar a La Moncloa Leopoldo Calvo Sotelo, el 25 de febrero, dos días después del tejerazo, ya le llamó por teléfono para pedirle su dimisión.

Es un lugar común entre los veteranos de TVE recordar los apenas 10 meses de Fernando Castedo como la única etapa en la que no existió manipulación progubernamental en los informativos de la cadena. El que era director de informativos, Iñaki Gabilondo, se encargó de garantizarlo, rodeándose de un grupo de jóvenes periodistas que habrían de sonar en el futuro: PedroErquicia, Luis Mariñas, Elena Martí, Carlos Estévezy una larga nómina. Fue otro a quien el cumplimiento de su deber le costó el puesto.

Dos reportajes sobre el paro en Andalucía y Extremadura, emitidos los días 20 y 21 de mayo, en los que los encuestados criticaban abiertamente al Gobierno, levantaron la ira de los criticados y de parte de la UCD, que pidieron la cabeza de periodista que dirigía los servicios informativos, una presión a la que hubo de someterse Castedo, que destituyó a Gabilondo.

Aparte de este punto negro en su historia, en los 293 días que duró el director general en su puesto aprovechó bien el cargo y realizó un buen número de cosas que marcaron un antes y un después en la historia de TVE. Redujo a menos de la mitad los más de 1.200 cargos que había en la empresa cuando llegó, saneó la economía, incrementó la producción propia, creando un área de especial a cuyo frente puso a José Luis Balbín, promovió acuerdos con la industria cinematográfica para la producción de series y largometrajes, e inició el proceso de institucionalización de las tres sociedades que entonces componían RTVE (TVE, RNE y RCE), en consonancia con los modelos europeos de la televisiones públicas al objeto de independizarlas de los gobiernos de turno. Además, Castedo superó con nota el duro examen del intento del golpe de Estado del 23 de febrero. Nada de ello le sirvió de mucho, o, por el contrario, todo se le tomó en cuenta. El hecho es que las luchas intestinas de una UCD que se derrumbaba a pasos agigantados se le llevaron por medio antes de su hundimiento definitivo en las elecciones del año siguiente.

Récord de longevidad

Si Fernando Castedo marcó un récord de brevedad en la dirección de RTVE, “Verano Azul”, la serie de Antonio Merceroque se estrenó el 11 de octubre de aquel año, 11 días antes de la dimisión del director general, sin duda ha batido la marca de las series que más veces se han repuesto en la historia de la televisión en España.

Antonio Mercero, un guipuzcoano entonces de 45 años que ya venía precedido por una importante carrera televisiva, siempre había sabido mezclar en sus trabajos humor, ternura y un cierto sentido social, hasta el punto de haber logrado en 1971 darle tensión dramática y estructura de comedia nada menos que al Fuero de los Españoles, que ya es saber manejar los encargos. Habilidad de especial valor si se tiene en cuenta que la idea salió directamente de la mente del Almirante Carrero Blanco. El resultado de tan arriesgado intento había sido “Crónicas de un pueblo”, un retrato costumbrista y amable de la vida en una pequeña aldea castellana, con su cura, su médico, su cartero, su conductor de autobús y su alcalde, papeles con los que consiguieron la intensa pero fugaz fama que siempre da la televisión actores como Emilio Rodríguez, Jesús Guzmán, Francisco Vidal, Rafael Hernández o Fernando Cebrián.

Crónicas de un pueblo” había estado tres años en antena, y su éxito, que fue destacado desde el principio, permitió a Mercero abordar en 1972 el más arriesgado de sus trabajos televisivos, el mediometraje “La cabina”, en el que un aterrorizado José Luis López Vázquez veía como, tras entrar en una cabina telefónica para hacer una llamada se veía imposibilitado de salir de ella, pese a los intentos de los viandantes, la policía y los propios bomberos, que al final le cargaban en un camión y le llevaban a un depósito en el que se almacenaban otras muchas cabinas similares con humanos en diferente grado de descomposición. La obra tenía un tufo de las viejas “Historias para no dormir” de Narciso Ibáñez Serrador; de “El asfalto” (1966), más en concreto. No en vano el autor del cuento original utilizado por Mercero, cuyo guión escribió un jovencísimo José Luis Garci, era en ambos casos Juan José Plans, colaborador habitual de Ibáñez Serrador. No obstante, aquel retrato amargo de la angustia del hombre moderno, solitario en medio de una ciudad asfixiante, gustó a los espectadores, y especialmente a los jurados de los premios estadounidenses Emmy, los Oscar de la televisión, que en 1973 le otorgaron su máximo galardón al mejor mediometraje.

En “Verano azul”, Mercero no intentó ni ilustrar con oficio y gracia un texto legal del franquismo ni analizar la agonía existencial del ser humano contemporáneo. Su pretensión era menor, pero no era ajeno a ella el interés del director por hablar de los problemas de la gente. Con un esquema de comedia amable y la historia de las vacaciones veraniegas de un grupo de familias, el director se planteó, con  un guión de él mismo, Horacio Valcárcel y José Ángel Rodero hacer una radiografía bienintencionada de las relaciones generacionales de la nueva España que había llegado con la democracia. Los mayores, apegados a sus costumbres, los jóvenes descubriendo un mundo nuevo y exigiendo su reconocimiento como personas en el seno de la sociedad y la familia.

Aunque criticada por los de siempre, que no veían bien que los personajes dijeran tacos, “Verano azul” supuso, sobre todo, la mitificación del anciano Chanquete, con el que resucitó como actor Antonio Ferrandis, una especie de representantes de la España inmortal: sensato, bondadoso, original y desprendido. A su alrededor, los chiquillos, interpretados por un grupo de jóvenes actores de  los que sólo ha sobrevivido para la actuación Juan José Artero, eran los que iban dando forma a las pequeñas anécdotas con las que el director intentaba retratar la España de 1981.

La serie tuvo un gran éxito en España, e incluso en países tan lejanos como Angola, Croacia o Bulgaria. Algo debía tener aquella producción de Antonio Mercero pera que no sólo triunfara en tierras ignotas y distintas, sino que con el paso del tiempo siguiera teniendo éxito en la misma España, a través las múltiples reposiciones que desde 1981 se han repitiendo en TVE hasta hace relativamente pocos años.




UN CÁMARA CON VALOR

Además de Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, hubo el 23 de febrero de 1981 otras dos personas que reaccionaron con rapidez y dignidad cuando el guardia civil de los bigotes que respondía al nombre de Antonio Tejero asaltó a gritos y tiros el Congreso de los Diputados en un intento de golpe de estado. Se llamaban Manuel Barriopedro y Pedro Francisco Martín, y eran periodistas gráficos, uno de prensa y el otro de televisión. Gracias a su pericia y sangre fría las imágenes del atrabiliario asalto recorrieron el mundo dejando testimonio de su barbarie.

Nada más entrar en el hemiciclo, los sublevados dieron orden de apagar todas las cámaras de televisión, y fueron obligando uno a uno a los profesionales a que lo hicieran. Pedro Francisco Martín, al cargo de una de ellas, se la jugó, y en lugar de apagarla sólo movió al máximo el botón de brillo, por lo que el guardia la creyó fuera de funcionamiento y echó al reportero de allí. De esa manera fueron llegando las imágenes del golpe a Prado del Rey, donde el director general, Fernando Castedo, se encargó personalmente de recogerlas, montarlas junto al periodista Jesús Picatoste y hacer una copia, guardando el original debajo del propio sillón de su despacho. Los militares que ocuparon Prado del Rey no las descubrieron, y la infamia quedó grabada para la historia.



           



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Albert Pla. Sexo, amor y macguffin (1)







1990. Concierto en el Palau



En octubre de 1988 se celebró la cuarta convocatoria del Certamen de Jóvenes Cantautores, que desde 1985 organizaba en Jaén el Instituto de la Juventud y que en años anteriores habían ganado Javier Batanero, Javier Bergia e Isabel Montero y Paco Ortega. En aquella ocasión también me invitaron a formar parte del jurado, lo que hacía con sumo gusto, porque los organizadores eran los viejos amigos del histórico Club de Música del San Juan Evangelista, con Alejandro Reyes a la cabeza, y porque en los cuatro años que ejercí de juzgador de alevines de cantautor no sufrí la menor presión, invitación o simple sugerencia.

Aquel año, nada más llegar al hotel en el que nos hospedábamos los festivaleros, tropecé en la puerta con Quico Pi de la Serra, que se acercó a mí, asombrado, con unos papeles escritos a multicopista en la mano y me soltó algo así como ¿Has visto las barbaridades que dice este tío?. Y me enseñó las letras de uno de los participantes en el certamen. La verdad es que aquello, escrito en catalán y traducido al lado en castellano, tenía tela: obscenidades, procacidades, palabras soeces, versos escatológicos… Vamos, una verdadera barbaridad. Recuerdo que inmediatamente le debí comentar a Quico algo así como qué burrada, como sea un cantante punk vamos apañados. Me imaginé el horror de escuchar a voz en grito, acompañada por ruidosas guitarras y batería insistente, una letanía como la de “enculat / penetrat / desvirgat  / desflorat / fustigat / violentat / ultratjat / deshonrat / humiliat / rebolcat / grapejat / escaldat / maltractat / desgraciat / violat / rebentat / flajelat / destrossat / contra violació castració”, que figuraba bajo el título de La violació en negro sobre blanco.

Aquel año habían acudido al certamen algún imitador de Llach o de Sabina, como solía ser habitual, y unos cuantos jóvenes de obra en general inmadura y no muy sobrada de originalidad. El caso es que los miembros del jurado (entre los que también estaban Antonio Resines, Ricardo Cantalapieda, Ricardo Solfa, José Manuel Gómez, el malogrado Xavier Rekalde, y alguno más) decidimos instalarnos en la platea, que había quedado vacía, porque en el patio de butacas nuestros comentarios podrían resultar molestos para el público, y poco respetuosos con algunos cantantes, y no queríamos dar la nota.

En estas anunciaron al de las letras bestias, al que ninguno conocíamos. En lugar de salir sobre el escenario un joven con tachuelas hasta en las orejas, como habíamos temido, apareció un veinteañero (22 tenía desde septiembre) con apariencia apocada, acompañado de un teclista (que luego sabríamos que era Pep Bordas, con el que Albert colaboró en todos sus primeros discos) y de un cachorro de perro que se paseaba por el escenario mientras que el cantante nos explicaba que se lo habían encontrado en la carretera. En aquel momento pensé, y no debí ser el único, en la tremenda naturalidad del chaval. A la vista de su trayectoria posterior no puedo por menos que reconocer que nos la metió doblada. En realidad nos estaba ofreciendo su más intuitiva interpretación de tímido postadolescente, pantalonero de Sabadell que no había roto un plato en tu vida, por mucho que nos hablara de asesinas y violadores.

Albert se sentó en una pequeña silla de anea, que había sacado en la mano, reduciendo aún más su figura en el enorme escenario, y lo primero y único que dijo para anunciarse fue algo así como “esta canción cuenta la historia de una asesina y un violador que se encuentran en una playa y follan”. Ni más de menos. Y luego interpretó con su voz frágil y su aspecto indefenso esa hermosa y desgarradora canción que es “La platja”.

La platja (letra castellano)


Empezó a cantar y nosotros nos miramos sorprendidos. Cuando acabó alguno comentó: “como la segunda sea igual, ya podemos ir pensado en el segundo premio”. Y la segunda era, creo recordar, La nana de l’Antonio o “L’home que ens roba les novies” o “Papá, yo vull ser torero” o “El legat el pastor[1]. Da igual el orden, porque todas esas y más cantó y en cada una nos quedamos boquiabiertos y palmiagotados. Inmediatamente nos pusimos a buscar al subcampeón.

Cuento esta anécdota no tanto para darme pisto por aquello yo le vi el primero, sino para intentar explicar la sorpresa que todos sentimos el carácter absolutamente original, transgresor y personalísimo de la obra de Albert Pla, que desde aquel momento no ha dejado de crecer y sorprender. Naturalmente sé que la originalidad no es por sí misma un valor artístico, aunque siempre está más cerca del arte un original que un copista.


Naturalidad y representación

Personalmente, lo que me provocó el deslumbramiento y la intuición de que Albert era un artista de primera categoría fue, entre otras cosas, ese contraste que había en su obra entre la brutalidad de los textos y el relajamiento o la alegría de sus músicas, junto a la manera totalmente alejada de los tópicos de interpretarlas, desapasionada, neutra. Aquellas primeras canciones, berreadas y acompañadas a todo trapo por guitarras rasposas, hubieran resultado algo patético. Susurradas como si fueran nanas desapasionadas alcanzaban, a través de ese contraste, una profundidad dramática que las hacía (y las hacen hoy todavía) totalmente rompedoras.

Es en esa contradicción dramática entre el texto y la música e interpretación de donde nacían las múltiples lecturas posibles que permiten las canciones de Pla y los mil matices que destilan. “La platja” no es únicamente el encuentro de un violador y una asesina que follan, que lo es, sino, ante todo, una metáfora sobre la imposibilidad de realizar el amor, sobre las dificultades para amar, una de las constantes esenciales de la obra de Pla, que ya estaba en temas de aquella primera etapa en catalán (“La sequía”, por ejemplo,) y que ha repetido posteriormente en numerosas composiciones, que aparentemente hablan de cosas peregrinas pero que inciden una y otra vez en el mismo tema: hay tal distancia entre los amantes, son tan complejas las circunstancias que les rodean, que su amor resulta imposible.

Lo que personalmente me pareció y me parece una aportación fundamental de Pla era esa mezcla de violencia de las letras (tanto formal como de contenido) con la limpieza y levedad de las melodías y la "desdramatización" de la interpretación, todo lo cual confiere a sus canciones una cierta ambigüedad que obliga a la reflexión (¿Vito Corleone es un héroe o un canalla? ¿O las dos cosas? ¿O ninguna de ellas? ¿Existen los héroes y canallas en estado puro?). Además les insufla una corriente subterránea de ternura que al leer simplemente las letras es imposible detectar.

De aquel primer recital salí convencido de que lo que se nos había mostrado desde el escenario era expresión de la absoluta naturalidad con la que se expresaba Pla. Una natural que desprendía sinceridad, haciendo creíble la imagen de inocencia y candidez que quería dar ante las barbaridades que contaba. Parecía como si se sorprendiera realmente ante lo que hacían sus propios personajes, algo que sólo se podía transmitir desde la absoluta naturalidad. O, por el contrario, desde el más elaborado artificio.

A la vista de su carrera posterior, no queda sino convenir que aquella primera actuación fue también la primera puesta en escena, aunque sólo fuera de manera intuitiva, de su espectáculo. El chico inocente que cuenta terribles historias de sexo y muerte que les han pasado a otros resultó totalmente creíbles en su naturalidad, que venía dada por su bisoñez, es cierto, pero a la que también contribuían los mínimos elementos escenográficos con que contó: la pequeña silla de anea, como si se la hubiera pedido prestada a un niño o como si la hubiera encontrado en el viejo hogar de la chimenea de algún pueblo perdido, y el perrillo encontrado en la carretera, correteando y poniendo un fondo de alegría y retozo inocente a las tremendas canciones.

Aquella primera escenificación probablemente espontánea e inconsciente del recital inicial de Jaén se convirtió en premeditada ya en el concierto de presentación de sus dos primeros discos en catalán del Palau de la Música en 1990, con la sustitución de la sillita de anea por el sillón de orejas, en el que se continuaría sentándose durante años y al que pronto acompañaría el sayón desastrado con que se cubría el magro cuerpo en las actuaciones (¿se atrevería a no llevar calzoncillos, como parecía?).

A partir de ese momento la obra de Pla, en los discos y en los escenarios, no ha hecho formalmente sino insistir en ese carácter teatral de sus canciones, y aunque a veces haya bordeado ese peligro terrible de la sobreactuación --siempre cargante y en ocasiones mortal--, lo ha sorteado con gallardía y descaro. En sus canciones hay drama, que puede ser irónico, tierno, cruel, obsceno o truculento; lo que nunca hay es melodrama, en la medida en que las canciones están contadas e interpretadas con distanciamiento y sin moralina de ningún tipo, que no sin moral. Más Brecht que Stanislavski, de suerte que el contador de historias que es se convierte en un narrador que interpreta todos los papeles, a la manera de un viejo juglar medieval que recitase impasible algún grotesco crimen y se desmelenase en los versos en los que el criminal recordaba extasiado a su perdido amor. O a la de un más moderno Darío Fo. “Es el heredero de los narradores, de los cuentistas: es el heredero de la tradición oral. Está próximo a quienes narran sus viajes. Está próximo a quienes narran sus viajes y sus aventuras en los zocos; es compañero de quienes narraban sus viajes a los peregrinos por el camino de Santiago”, escribió de este último el ensayista teatral Miguel Bilbatua, considerando, en una frase que bien podía aplicarse a Albert Pla, que el Nobel italiano sitúa su trabajo “en un humanismo que se enfrenta a las hipocresías, a los antifaces que cada uno lleva cada día, a las burocracias… Yo os cuento historias, saquemos juntos la moraleja”.


Añoro[2]


Lenguaje y significados

A propósito del primer recital de Albert Pla en 1989 en el Elígene de Madrid, Pedro Calvo escribió en Diario 16 “Me soplaron que debía ir a ver a un catalán muy raro que actuaba en el Elígeme. Allí fui y me encontré con una sorpresa que no podré olvidar nunca, con una conmoción de estigma indeleble, con un mundo inequívocamente original, de humores sangrantes y confesionales inconfesables”. Ricardo Cantalapiedra, que ya le conocía, porque era uno de los jurados del certamen de Jaén, publicó en El País una crítica titulada “Toda la noche se oyeron pasar espías” en la que sentenciaba: “Su canto es un susurro al oído, un silencio, un escalofrío de belleza y de crudeza”. Una conocida me comentó cuando salíamos de aquella actuación: “Esto es heavy mental”. Pienso que los tres tenían razón.

Tengo que reconocer, sin embargo, que las opiniones positivas sobre Pla no fueron unánimes ni lo son, De haber unanimidad, seguramente sería porque su trabajo no tendría la intensidad que tiene. Recuerdo que en el mismo Jaén había un concursante, otro catalán imitador de Llach que luego publicó algún disco, que estaba indignadísimo de que se hubiera premiado a un personaje tan insultante y malhablado, que no sabía cantar y que sólo decía barbaridades. Una opinión que luego sustentaron también las capas mejor pensantes del catalanismo y que se han seguido manteniendo, aunque con menos polémicas, las muy mucho mejor pensantes de toda España.
Es comprensible, porque dice tacos y obscenidades, pero si los argumentos para descalificar a Pla son los de la violencia verbal de sus canciones --que intentaré explicar que sólo es aparente--, la crudeza de sus historias, la obscenidad y escatología de sus temas y letras, no me parecen consistentes. O como dijo el cura de Bilbao del pecado, no soy partidario.

En este aspecto, la obra de Pla cuenta con tantísimos antecedentes reconocidamente artísticos en la historia de la cultura occidental que sólo se puede criticar al cantautor por su inmoralidad desde el moralismo más rancio. 

Dentro de la música popular, por ejemplo, y sin salir de España, Pla sería la continuidad de tantas coplas obscenas y transgresoras que existen en el folklore tradicional –aquellas, por ejemplo, de los versos de “escarnio y mal decir” de las benditas Cantigas de Santamaría--, en una línea, bien es verdad que poco transitada, en la que se podrían apuntar (sin tanta obscenidad pero similar poder transgresor) la obra de Pi de la Serra, Sisa o Pau Riba. Y, por supuesto, Kiko Veneno (insisto, sin acudir explícitamente al sexo como elemento provocador, pero con permanentes alusiones a otras constantes temáticas de Pla, como la irreverencia o la droga). ¿No habría podido firmar Pla hace 30 años “San José de Arimatea”, por ejemplo? Y por supuesto, todo el punk, y Jim Morrison, que no era de aquí y podía permitirse el lujo de sacársela en el escenario, entre otros muchos ejemplos.

En otras formas de arte la lista de posibles maestros, o de simples referencias inconscientes de Pla sería extensísima. ¿No tienen que ver sus canciones con las pinturas de ancianas desnudas de Lucien Freud, los dibujos porno de Picasso o las caricaturas de Grotzs y las fotografías de Mapplethorpe? ¿Resultan más desvergonzads que las obscenas figuras que los canteros lograron colar en los arcos de entrada de tanta iglesia gótica, más dedicadas al parecer al dios Priapo que al altísimo? ¿Tan lejos están de él los hermanos Bécquer cuando parieron a cuatro manos las láminas deliciosas, insultantes, obscenas y descarnadas de “Los Borbones en pelotas”? ¿Es más escalofriante y duro cualquiera de sus versos que la cuchilla que rebana el ojo en “El perro andaluz”? ¿Son más escatológicos que algunos sonetos de Quevedo? ¿Más obscenos que los de Aretino? ¿Más ofensivos que algunas películas del undreground americano de Mekas, Cassavettes o Warhold? ¿Más políticamente incorrectas que las novelas de Bukowski?

Pepe botica


Entre las críticas de arte de Baudelaire, que de eso de marginalidades y transgresiones sabía lo suyo, se encuentra un lúcido ensayo sobre Goya, y más en concreto sobre sus “Caprichos”. Al releerlo para el caso pensé que parte de lo que había escrito el poeta y crítico francés sobre esa serie de grabados tremendamente transgresores, con esas brujas fornicando con machos cabríos, esas orgías y aquelarres, esos monstruos que produce el sueño de la razón, esos tormentos crueles y sangrientos de la inquisición, podía servir para entender mejor mi opinión sobre Pla.

Goya --escribe Baudelaire-- es siempre un gran artista, frecuentemente horripilante. Une a la alegría, a la jovialidad, a la sátira española de los buenos tiempos de Cervantes, el amor por lo inasible, el sentimiento de los contrastes violentos, de los espantos de la naturaleza y de las fisonomías humanas, extrañamente animalizadas por las circunstancias… Es curioso observar como este artista, que odia a los monjes, ha soñado tantas brujas, sábados negros y seres demoniacos; todas las perversiones de los sueños y todas las hipérboles de la alucinación, y, además, esas blancas y esbeltas españolas a quienes unas viejas sempiternas limpian y prepara para la noche sabática, o para la prostitución nocturna… La luz y las tinieblas se unen al través de esos grotescos horrores. ¡Qué singular jovialidad!”. Y más adelante, concluye su análisis del maño sordo: “El gran mérito de Goya consiste en crear monstruos verosímiles. Sus monstruos nacen viables, armónicos. Nadie se ha adentrado más que Goya en el sentimiento de lo absurdo posible. Todas esas contorsiones, esos rostros bestiales, esas muecas diabólicas, están penetradas de humanidad”.

No es que quiera hacer comparaciones, siempre odiables, pero una adaptación de este texto de Baudelaire, con el cambio de alguna palabra, podrían servir perfectamente para expresar lo que para mí supone el sustrato artístico y creativo de Pla, que a mi entender se sustenta en cinco puntos básicos.

1.- Creador de un mundo propio: la marginalidad como refugio e ideología.

2.- Reivindicación como material creativo del lenguaje cotidiano de los personajes que forman parte de ese mundo propio.

3- Provocación y transgresión: alternativa de un nuevo orden moral y social, y por extensión, político y económico. Es decir, una puesta en cuestión del sistema de valores dominante.

4.- Diversas y sucesivas posibilidades de lectura de sus canciones: Los textos de Pla no son lo que a primera vista aparentan, sino que expresan un universo de valores subterráneo, aunque fácilmente rastreable. En buena parte de su obra el último tema al que se llega inevitablemente, su preocupación más honda, es el de la imposibilidad del amor y las dificultades de las personas para relacionarse en un medio hostil.

5.- Cantautor puro: en él es imposible separar la faceta literaria con la musical y la interpretativa, cada una de ellas se complementa y contribuye a aportar nuevos sentidos a sus canciones. En este sentido resultaría interesante darle un repaso, cosa que no voy a hacer, a las distintas formas musicales que Pla ha ido adsorbiendo a lo largo de su carrera, cómo las ha asimilado a su propio lenguaje y de qué manera ha ido adoptando unas u otras de acuerdo a lo que pretende contar. Desde aquellos ambientes relajados que le creaba Pep Bordas en el principio a lo que, más elaborados, le ha procurado su último colaboración con Pascal Comelade, pasando por la rumba y los ritmos aflamencados, el punk o la música electrónica.

6.- Ruegos y preguntas.



Continuará…




[1]Prácticamente todas ellas se pueden escuchar en la grabación que abre estas líneas.
[2]La letra de “Añoro” corresponde a un poema de José María Fonollosa, personaje singular y poeta de raza cuya obra tiene más de un punto de confluencia con la de Pla, que no por nada musicalizó sus poemas. Sin embargo, aún compartiendo temas y lenguaje, hay una diferencia sustancial en el sentido último de su trabajo. Los personajes de Fonollosa no tienen redención posible y están condenados de antemano. En los de Pla hay siempre un horizonte de salvación, el amor, aunque generalmente este sea imposible y solo pueda realizarse plenamente en momentos muy concretos. En Fonollosa no hay utopía ni esperanza, en Pla sí. 

Article 1

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Albert Pla. Sexo, amor y macguffin (2)





Provocación, transgresión, subversión

Hablando de Albert Pla no queda otra que traer a colación el concepto de provocación y el papel que juega en su trabajo. Qué duda cabe que el culo, caca, pedo, pis, a la manera en que a menudo fue utilizado, por ejemplo, por algunos provocadores vocacionales de lo que fue la movida o, sin ir más lejos, el propio punk, no es nada, un espejismo. Todo lo más una algarabía gratuita que no va más allá del eco del exabrupto y que no tiene otro valor que su posible ingenio.

Desde mi punto de vista, el artista debe “provocar”, en el sentido de crear una respuesta en el espectador u oyente, pero esa provocación tiene que tener otras connotaciones que le den sentido, además, por supuesto, de la del talento creativo, que, o existe, o para qué estamos hablando.

Hemos visto que el sexo, la escatología, la obscenidad o la truculencia, entendidas como material artísticas que acaban deviniendo en ideológicas, han nutrido las obras de algunos de los más importantes artistas de todos los tiempos, todos los países y todos los géneros. ¿En qué consiste pues la diferencia entre un chiste guarro y una obra de arte? Evidentemente en la capacidad del artista para trascender esa provocación elemental de las palabras y las formas, convirtiéndola primero en transgresión y posteriormente en subversión, hablemos de normas sociales, prejuicios morales, idearios políticos o formas artísticas.

Una muestra de la alta jerarquía artística que puede alcanzar la provocación estética y moral son las dos primeras películas de Luis Buñuel: “Un perro andaluz” (con Dalí) y “La edad de oro”. Aparte de lo que ambas significan, junto a buena parte de la obra de otros surrealistas, de paso adelante en la evolución del arte contemporáneo, con la introducción como materiales creativos de los sueños, la fantasía y las obsesiones (algo que se había hecho antes –El Bosco o Goya-- pero que ellos llevan a sus últimas consecuencias), el trabajo de Buñuel tenía también la pretensión confesada de agredir las buenas costumbres y la moral pacata de aquella burguesía provinciana que gobernaba España y el mundo (y que en buena medida aún siguen presentes en la actualidad). 

Las dos películas tienen algo de combate de David contra Goliat, de Buñuel contra los putrefactos, ese concepto insultante que inventaron en la Residencia de Estudiantes de Madrid el propio cineasta, Dalí, Lorca y Pepín Bello --el artista sin obra de la generación del 27--, que en el reciente libro de entrevistas que con él han realizado David Castillo y Marc Sardá define claramente: “Un putrefacto era para nosotros un individuo o cosa que reunía una serie de cualidades decadentes: lo que rayaba en lo cursi, lo anacrónico, lo provinciano, lo engolado. Para nosotros un putrefacto era una persona muy convencional, muy antigua, católica, con cuello alto, duro y corbata. Un señor gordo que llevaba corbata y un gran bigote era un putrefacto. En fin, todo lo tradicional y conservador era putrefacto”. Sin duda, cualquier personaje de estos, tras los que se ocultaba una sociedad igualmente putrefacta, se debía sentir “provocado” por aquella imagen de “Un perro andaluz” en la que dos hombres fantasmales arrastran un piano sobre el que hay una vaca (o un burro) muerto, destripado y pudriéndose, cubierto de gusanos. Le parecería repugnante y cerraría los ojos para no verla porque denunciaba su propia miseria moral. Porque Buñuel, como todo buen transgresor, es un moralista, aunque sea su moral de una categoría muy diferente al “moralismo” que denuncia.

En el tema que nos ocupa, Albert Pla pertenece a esta categoría de fustigadores de putrefactos, transgresores de sus normas que subvierten. Y moralistas, pues Pla, como buen subversivo, también tiene un estricto sentido moral que aplica en sus canciones, por mucho que sea contrapuesto a la moralidad dominante.


El mundo con el que Pla se ha identificado y cuyo punto de vista ha adoptado para contar sus historias es el de la marginación y la exclusión, y desde él, y desde su lenguaje, nos muestra su particular visión de la sociedad y de las personas y sus actos. Sus canciones están llenas de personajes que se mantienen en ese extrarradio de la sociedad bienpensante y con segunda residencia en la sierra. Sus personajes son chorizos, drogotas, mendigos, malvividores, ocupas, mendigos, putas, maricones, macarras, chaperos, inmigrantes, lisiados, gitanos: seres sometidos a un acoso permanente por la sociedad y sus representantes, que les rodean, les agraden, les ignoran, les desprecian, les explotan y les persiguen.

No es de extrañar que una vez adoptado ese lugar de referencia en la sociedad y ese punto de vista moral, el lenguaje escogido por Pla sea el de los personajes que retrata, del que proceden las expresiones malsonantes, obscenas y procaces de que hace gala en sus canciones, convirtiendo ese lenguaje callejero, casi jerga, de la marginalidad en material artístico de valiosos quilates.

Hay muchas composiciones de Albert Pla que podrían ejemplarizar lo que digo, pero me centraré en una en la que creo que resulta evidente esa ecuación provocación-transgresión-subversión.

Se trata de “Joaquín el Necio”, incluido en “No solo de rumba vive el hombre” (1992), que aparentemente cuenta una de esas historias tremendistas que tanto le gustan a Pla, dignas de un crimen crapuloso de un pliego de cordel del XIX: un hombre, celoso porque su mujer le ha dejado por un negro, entra en el bar donde se encuentran, saca un cuchillo y se la corta al inmigrante. ¿Un simple chiste gamberro o una reflexión sobre el machismo y el racismo?




Tras escuchar la canción, el esqueleto de la historia sigue siendo el mismo: un hombre celoso corta el pito del emigrante amante de su mujer. Sin embargo, al escucharla vamos encontrando nuevas lecturas, que no vienen solo de la letra, sino también de la música que le ha puesto, de los arreglos y la propia interpretación. El texto avisa de qué va, pero lo demás profundiza en los significados como un bisturí.  

El Joaquín Manosnavaja de la canción, bastante necio, eso sí, “celoso el macho, muy hombre que era”, corta por lo sano, pero apenas cercena la virilidad del inmigrante comprende que ha sido inútil y, sobre todo, que sigue sin saber el por qué del abandono. ¿Cómo le puede hacer eso a él, que ya “estaba acostumbrado a dormir acompañado” tras 10 años de casados y haberla querido tanto. El coro final le responde en un estallido de alegría flamenca: porque el negro es más “bondadoso”, más “vacilón”, mas “bonachón”, “honrado y trabajador”, no tiene “malicia” ni “perfidia” ni “mal corazón”.

El elemento antirracista de la canción es evidente, pero la canción incide en un concepto moral igualmente pernicioso pero quizás más profundo. O más oscuro. “Será que tiene un pollón grandote” es lo primero que se le ocurre pensar a Joaquín en lo que se convierte en una obsesiva inseguridad: “¿Qué tendrá el negro que yo no tengo?”, se pregunta en la primera estrofa, “que puta que eres, Rosa, mi vida, perder el culo por un cipote”, insiste en la segunda, y aún sigue con el aparato de color en la tercera y la cuarta. Por eso se lo corta, quizás pretendiendo recuperar a la mujer ahora que no solo el suyo es el más grande, sino el único. Pero justo cuando ha completado la ablación, con el “pollón” en la mano, comprueba y descubre que la suya propia “es más grande, aquí no hay color”. Osea, que no era eso, y nos remitimos al coro final para explicar los porqués del amor y el deseo según Pla.

Joaquín el necio” es una guillette rebanando la yugular de la esencia machista del carácter masculino, forjado a lo largo de siglos y siglos de supuesta superioridad. Cuestionar que la virilidad sea la cualidad principal del macho y poner en duda el derecho del más potente a poseer a la mujer que desee es algo más que una provocación, es una subversión profunda de los más oscuros miedos masculinos y de los más arraigados privilegios que impone la moral social más rancia e hipócrita.

Para acabar con este necio que revela tantas cosas, destacar un elemento fundamental en la canción, en este caso literario, que es la manera tan perfecta en que ha construido la estructura de la historia y lo complejo de su escritura.

Joaquín el Necio”, como buena pieza narrativa que cuenta una historia, está estructurada impecablemente de acuerdo a los cánones de planteamiento, nudo y desenlace, haciendo que cada una de sus partes de un paso adelante en el dramatismo de la pieza, incrementando su tensión interna, hasta aclararla por completo.

En la primera estrofa presenta a los personajes (Joaquín, su mujer, el negro) y establece las razones del protagonista para sus celos, temores e intenciones. En la segunda se produce el crimen, brutal, irracional y revelador de los miedos del personaje. En la última se establece la inutilidad del acto y Joaquín tiene que escuchar las verdaderas razones por las que su mujer prefirió al negro y dejó de amarle a él. Tesis, antítesis y síntesis, que nos explicaría el camarada Politzer si pudiéramos encontrar todavía su manual en las estanterías.

Además, Pla maneja en la canción varios puntos de vista distintos que se van alternando; tres en concreto, lo que no es tan fácil, utilizando para distinguirlos voces diferentes y sutiles variaciones melódicas, rítmicas y de tono interpretativo. En primer lugar el subjetivo del propio Joaquín, que habla a su mujer o piensa en primera persona, que Pla se ha reservado para sí mismo. Despues, el narrador, que se reparten él y el coro y que cuenta la historia de manera neutra y objetiva, sólo hechos. Para acabar, el coro, que va comentando y punteando la historia y al final le canta las verdades a Joaquín, destacando los valores morales de la historia.

No puedo resistirme a destacar la exactitud narrativa del texto, escueto, fotográfico, desdramatizado, digno, a mi entender, de la descripción inicial de “Pedro Navaja” o la de “Veneno blanco” de Gato:

Una vez que el último zapato estuvo arreglado
salió a la calle navaja en mano, sol de verano.
En un bar del centro los encontró,
Y entro en el bar y se hizo el silencio.
La clientela apuró los vasos,
y sin dar tiempo Joaquín el Necio
le cortó al negro su falo entero.
Rosa lloraba sobre la barra.
El negro en el suelo se desangraba.
Joaquín se limpiaba su navaja.
La clientela volvió a beber”.



Sexo, amor y macguffin

Ya he hablado sobre el lenguaje que utiliza Pla, todas esas expresiones y versos provocadores, procaces, obscenos o escatológicos que aparecen en sus canciones, en cuanto a la reproducción de la forma de hablar de los personajes y el mundo que ha escogido como ubicación artística y como punto de vista. En ese microcosmos de marginados y excluidos en el que habita su trabajo nadie diría “voy a hacer de cuerpo”, sino “voy a cagar”, ni se les ocurriría pedirle a su amada “¿Vamos a hacer el amor?”, sino “¿echamos un polvo?”, y así hasta el infinito. Al tomar estas expresiones para sus textos, pienso que Pla está reivindicando el lenguaje callejero que es más coherente con sus personajes, y además está estableciendo una batalla lingüística (y por consiguiente ideológica, porque las palabras expresan concepciones del mundo) contra lo políticamente correcto y la ocultación de la realidad que eso significa. Su apuesta es fuerte, porque reclama categoría artística para lo que habitualmente es considerado de “mal gusto”, y desde mi punto de vista sale ganador: la utilización de esta terminología no es nunca gratuita, sino que siempre cumple una función íntimamente ligada a lo que quiere decir con sus canciones.

Por ejemplo, la abundancia de alusiones sexuales, a veces crudas y brutales, que aparecen en sus canciones creo que revelan una concepción del sexo (y también del amor, en la medida en que en a menudo mezcla ambas cosas) profundamente liberadora y desinhibida.

Veamos un ejemplo de su disco “Veintegenarios en Alburquerque” (1997).



Está claro que podía ser más fino y en lugar de “después de corrernos” podría haber escrito algo más tópicamente lírico, menos crudo, algo así como “cuando la pasión termina” o “consumado el amor” o, si se encontraba en pleno ataque de sentimentalismo: “Tras escalar el cielo…”; hasta es posible que funcionara si encontraba la metáfora adecuada, pero en ningún caso la canción tendría la tensión que produce esa contraposición entre el “corrernos”, que a cualquiera nos remite al sexo más crudo y pasional, y los versos que siguen, que inciden en la calma posterior del amor. 

En otras canciones incide en los aspectos más carnales, casi hiperrealistas del sexo, por ejemplo, en “La sequía”, un tema en catalán en el que narra la odisea de una pareja de enamorados encerrados en una casa en medio de una terrible falta de agua. La pareja folla desaforadamente mientras todo a su alrededor se va enguarrando: las sábanas están sucias, el retrete atascado, los cacharros con moscas en el fregadero sin agua, etc, etc… lo cual crea una situación realmente cerda a la pareja.

En esas y otras canciones, Albert Pla viene a reconocer, y reivindicar, un hecho incuestionable, un principio del realismo más directo: el sexo no son las imágenes desvaídas de hermosos cuerpos fragmentados que pueden aparecer en películas como “Nueve semanas y media” u otras similares, etiquetadas bajo la políticamente correcta etiqueta de “erotismo”, ese eufemismo con el que se pretende hacer accesible el sexo a las personas finas, educadas y sensibles, para distinguirlo de la pornografía, propia de seres toscos y primarios.

Para Pla, el sexo, el acto sexual, follar, echar un polvo está muy lejos de las estilizadas imágenes eróticas de la publicidad. En sentido estricto es algo sucio, pegajoso, en el que se mezclan semen, sudor y saliva, en el que se adoptan posturas que vistas desde fuera pueden parecer ridiculas si no patéticas, y en el que se hacen cosas que ninguno nos atreveríamos a confesar una vez pasado ese momento de la exaltación pasional, también llamada calentura. Los cuerpos de los amantes rara vez son estilizados y ebúrneos. Más bien suelen ser defectuosos, con michelines colgando, pieles sobrantes, defectos corporales, calvas incipientes, manchas en el cuerpo, culos caídos, en fin, todo lo contrario que los que aparecen en las películas eróticas. Y Pla no sólo piensa que es así, sino que quiere demostrárnoslo y utilizarlo. El sexo es sucio en ocasiones, ciertamente; si lo consideramos en frío puede resultar repugnante y asqueroso, pero, pese a ello, --viene a decirnos Pla-- también es bonito y placentero y no hay nada de vergonzoso en él, lo practiquen quienes lo practiquen y en las formas que más placer les dé, por muy extrañas que le puedan parecer a cualquier ajeno.

Además, explica Pla en “El camión de la basura”, ese sexo tan guarro que nos lleva a esa guarrería que es la corrida --que nos ensucia y a los espíritus sensibles les obliga a levantarse inmediatamente para ponerse debajo de la ducha y hacer así que el agua les lave no sólo el cuerpo, sino también la culpa del alma y puedan regresar amorosos a sus costumbres de inmaculada pureza-- es el caldo en el que se alimentan el reposo, la tranquilidad, el cariño y el amor.

En el mundo de contrastes que son las canciones de Pla, sexo y amor no sólo no son conceptos diferentes e incluso antagónicos (algo que suele suceder cuando canta los poemas de Fonollosa, sino que se complementan y forman parte de la misma condición humana. Sus canciones recuerdan aquella cueca de Violeta Parra, más comedida: “No me gustan los amores/ ay, ay, ay, del alma sola / cuando el cuerpo es un río/ de bellas olas”.

Una novela, una película, un cuadro o una canción que se agotan en la primera lectura, visión o audición y luego ya no tienen nada nuevo que decirnos cuando volvemos a ellas son realmente obras simples que se cierran sobre sí mismas. La posibilidad de que un artista sea capaz de insuflar distintos contenidos a un trabajo, que se superponen, se complementan o se enfrentan, que se van desvelando cada vez se repite el contacto, es sin duda ejemplo de complejidad y a un artista capaz de hacer que cada nuevo regreso a su obra sea fuente de descubrimientos y sensaciones que hasta entonces habían pasado inadvertidos hay que tenerle un poco de respeto.

En Pla esto es evidente. Lo hemos visto ya en algún tema, pero donde queda más claro en su manera de escribir algunas de sus canciones que, bajo una apariencia u otra, todas provocativas, nos están hablando desde sus ecos más profundos del tema preferido de Pla, casi una obsesión: el amor. O, mejor aún, de la imposibilidad del amor, porque si hay un tema importante en las canciones de Albert, que atraviesa buena parte de su obra es el de las dificultades para que las personas se relaciones, se amen y sean felices.

Hay artistas, incluso en las antípodas estilísticas de Pla --como Hilario Camacho, sin ir más lejos--, que también tomaron el amor como tema nuclear de su obra. Pero mientras en el madrileño (y esta es una diferencia más sustancial que las formales) las razones por las que suelen salir mal los amores son de índole interior, personal, relacionadas con las actitudes de los propios amantes, lo que convierte la búsqueda de la felicidad en el terreno en una tragedia íntima, en Pla esa dificultad nace de causas externas, ante las que, además, los protagonistas se muestran impotentes: la diferencia de clases, los prejuicios, las dificultades económicas, las convenciones morales, las obligaciones vitales por causa de la ubicación social, la situación de los personajes, etc… Es decir, el desamor es obligado y social. En “La platja”, es la persecución de la justicia la que hace que el posible amor dure tan sólo un polvo; en “La sequía” son las condiciones sanitarias; en “Joaquín el necio” los prejuicios sociales y morales… En “Carta al Rey” y en “La dejo o no la dejo”, el doble mensaje es de nota.

Ambas han sido consideradas sus provocaciones políticas más evidentes y escandalosas, a la par que polémicas y políticamente (nunca mejor dicho) incorrectas. Y lo son, pero bajo ellas transcurre una corriente subterránea que las convierten en sendas historias desgarradoras de amor fou(perdóneseme el gabachismo). Constituyen un ejemplo paradigmático de esa palabra que le hemos copiado a Hitckock para el título de este capítulo: mcguffin. Es decir, un elemento llamativo que aparece en todas sus películas y que no tiene otro sentido que el de atraer la atención del público, sin ninguna importancia dramática real, para a través de él contar con libertad lo que realmente le interesaba expresar.

Por un lado está “Carta al rey”, que la pacatería de BMG-ARIOLA le obligó a titular “Carta al rey Melchor” (“No sólo de rumba vive el hombre”, 1992) y para la que le compuso la música Pi de la Serra.


A primera audición podría considerarse una boutade atimonarquica ante la que el comentario evidente sería “qué barbaridades escribe este chico”. Sin embargo el tema más profundo está presente ya desde los dos primeros versos: “Mi majestad: espero no ofenderlo ni irritarlo, majestad, / pero mi deseo es casarme con su hija”. A partir de ahí, Pla escribe en primera persona al rey contándole las razones y las dificultades que ve para la realización de su amor. Le pide que sea comprensivo, pues, al fin y al cabo “aunque sea soberano/ supongo que será humano/ como el resto de sus siervos/ también tendrá sentimientos/. Yo sé que vos realmente también os cagáis y folláis y sudáis como yo. Esto es real…” y le confiesa que él es republicano (“Seria mentirle si digo que tengo respeto por la monarquía/ siempre me he cagado en las dinastías/ y en las patrias Putas, las banderas sucias,/ los reinos de mierda y la sangre azul, mi majestad…”

Pla es consciente de las abismales distancias que les separan, pero aún así aspira a la mano de la princesa, porque ahora manda “el real decreto del corazón”, que le arrastra y le lleva a renegar “por amor” de sus firmes principios políticos. El enamorado sabe que “hasta el más consecuente ante el amor pierde su honor”, y él está dispuesto a arrastrase por el suelo para conseguir el objeto del amor:

“…Sólo pensar que quisierais ser mi suegro, majestad,
Yo ya le adoro, yo le adulo y hasta le beso el culo.
Le prometo ser bueno, un digno yerno, majestad.
Si me caso me transformo como en ese cuento
Aquel sapo que por un beso se convirtió en príncipe encantado
Y así por un beso de su princesita también
Me vuelvo todo lo que usted quiera.
Seré su súbdito amado, su sumiso esclavo,
Su obediente criado, su subordinado y devoto lacayo.
Le juro ante dios y ante el cielo y la Biblia:
Qué viva el rey, viva el rey.
Qué viva la monarquía.”

Naturalmente, a estas alturas de la canción ya todos sabemos que ese amor entre un republicano tan mal hablado y una idealizada princesa es imposible. Y eso es lo realmente es lo que sale del fondo de la canción, como una espuma de verdad imposible de contener en el fondo del vaso. El rey, el republicano y la princesa son tan solo el MacGuffin que utiliza Pla para tenernos enganchados y hacernos pensar.

Igualmente significativa es “La dejo o no la dejo” (“Veintegenarios en Alburquerque”, 1997), aunque en ella Pla juegue directamente con fuego. Literalmente y desde el principio:



Tu novia es un encanto y tú estás tan enamorado, /por eso no le perdonas sus/ deslices, sus engaños,/ pero tu cariño es tan ciego./ Ves tan claro su secreto./ Ella tiene otra vida, más siniestra y clandestina: /Tu novia es una terrorista…”

Desde este comienzo, el enamorado conoce y afronta la terrible maldad de su novia, que acribilla a tres policías, coloca una bomba en los retretes del Congreso y se carga a tres diputados; incluso, en la estrofa más dolorosa y dolorida de la canción, le pega cuatro tiros en la calle a un militar, al que mata delante de su hijo, que en un momento estremecedor canta, con la voz más triste e inocente de Pla, “Jesusito de mi vida, que eres niño como yo, di por qué han matado a mi papa. Toy solito”.

Una vez más, llegando hasta el fondo de las concesiones, renuncias, complicidades y silencios que uno debe afrontar para amar y ser amado. No es otra que el dilema entre conciencia y felicidad:



“…me siento responsable y cómplice de su barbarie,
por celoso y por cobarde,
pero es que me horroriza estar sin ella,
no sabría hacerme a la idea
de que le ocurra una desgracia o caiga en acto de servicio.
El día menos pensado me despierto y estoy viudo.
Y sin ella estoy perdido, ya nada tiene sentido…”

Y hasta aquí hemos llegado. Hay muchos temas que se podrían abordar y que he dejado fuera. Por ejemplo, el de los artistas con los que ha cantado y colaborado a lo largo de 25 años de carrera recién cumplidos, y que muestras cuáles han sido sus puntos de referencia y de contacto con el mundo de la canción. Son muchos y no siempre responden a lo que se podría esperar: Pep Bordas, Pi de la Serra, Diego Cortes, Jorge Pardo, Estopa, Manolo Cabezabolo, Robe Iniesta o Kike Veneno por citar solo a unos cuantos de distintos palos. Sin embargo, quizás su colaboración más inesperada para quienes sólo miran la hojarasca de su trabajo sea esta interpretación de “Euskal Herrian euskaraz”, del grupo de folk vasco Oskorri, a los que acompañó en 1996 en el frontón de Getxo (con, entre otros Mikel Laboa, Albert Pla, Pedro Guerra y Antón Reixa) para celebrar el 25 aniversario del grupo. No sólo folk, sino en euskera.



NOTA. Las ilustraciones corresponden a pinturas, dibujos, fotos y fotogramas de (por riguroso orden de aparición): Cantero anónimo del Medievo; Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer; Lucian Freud; Pablo Picasso; Luis Buñuel; Francisco de Goya; Jeroen Anthoniszoon van Aeken, conocido como El Bosco, Juan Hidalgo; George Grosz; Robert Mapplethorpe; Josep Renau; Guido Crepax; Eric Kroll y Andy Warhold.








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De carreras con Machado en Baeza. 1
1966. Homenaje a Antonio Machado. Prohibido, pero realizado




NOTA en 2013
El homenaje a Antonio Machado que intentó celebrarse en Baeza en febrero de 1966 fue, sin ningún género de dudas, el primer acto de masas político-cultural de oposición al franquismo. Lo que sigue es una narración de aquellos hechos que vio la luz por primera vez en el libro “TANTAS VIDAS, TANTAS LUCHAS”, en el que conté en 2011 la apasionante historia colectiva del Club de Amigos de la Unesco de Madrid, que, cómo se verá, jugó un papel decisivo en la organización de aquel homenaje, previsto como un paseo con Machado por los campos en los que el poeta había vivido varios años de su vida y que acabó en carreras, palos y detenciones.
Teniendo en cuenta el objetivo del libro del que forma parte, no es de extrañar que el texto que sigue esté escrito desde el punto de vista del CAUM, aunque ha sido precisamente los archivos del Club los que me permitieron contar la historia de una manera más completa que como lo han reflejado en sus respectivas memorias Carlos Castilla del Pino o José Manuel Caballero Bonald, dos de los protagonistas del conflictivo homenaje, o como lo dejaron escrito Fernando Jáuregui y Pedro Vega en su muy completa “Crónica del antifranquismo”[1]. Los tres me sirvieron como documentación fundamental, así como los trabajos que cito procedentes de internet.
También me ha ayudado a la hora de escribir el haber sido uno de los más de dos mil participantes en aquel homenaje. Recién cumplidos los 17 años, recién asociado del CAUM, recién estrenada militancia en las Juventudes Comunistas y recién sufrida la primera detención policial en la manifestación ante la embajada de EEUU que protestaba por la caída de tres bombas atómicas en el pueblo de palomares apenas un mes antes, aquel viaje supuso una experiencia que resulta difícil de olvidar, Memoria que he aprovechado especialmente para el relato del viaje de Madrid a Baeza.
A la hora de encontrar ilustraciones sonoras que aportar, pensé primero en algunos de los numerosos poemas que se han convertido en canción. Me pareció, no obstante, que resulta más conveniente convertir en vídeos algunos de los poemas que se grabaron en el disco que sirvió para sufragar los gastos del homenaje, que desde entonces me ha acompañado de casa en casa y de mudanza en mudanza. En él, Fernando Fernán Gómez, Fernando Rey y Francisco Rabal, probablemente los tres mejores actores de su generación y de muchas otras, leían textos de Antonio Machado. Al ser una edición privada sin distribución comercial, se trata sin duda de grabaciones históricas de las que no he encontrado rastro alguno en internet.



1.- La preparación
Desde 1939, y durante toda la dictadura, Antonio Machado fue, sin ninguna duda, el referente moral, cultural y político más importante para los españoles antifranquistas de cualquier signo y condición. Su poesía, su inquebrantable adhesión a la legalidad republicana, la dignidad de su actitud personal a la hora del exilio y su muerte en Colliure el 22 de febrero de 1939, apenas unos días después de haber salido de España por los Pirineos como un soldado más de la República, le habían hecho ganar el respeto y la admiración de los españoles que habían perdido la contienda; por encima, incluso, de partidos, ideologías o corrientes estéticas concretas. Y, además, en un ejemplo para las nuevas generaciones.
Machado fue un referente para intelectuales, artistas y gente de la cultura, por supuesto, pero su magisterio superó con mucho ese ámbito. Españoles de toda clase de oficios o profesiones, letrados y personas humildes, que en muchos casos habían tenido que aprender todo lo que sabían, que a veces era mucho, en las escuelas de la calle y de la vida, asumieron su poesía y actitud vital como un magisterio ético. En cuántas casas populares, igual que se escuchaba la Pirenaica para pensar que no todo estaba perdido, se guardaban como oro en paño las obras completas del poeta publicadas en Argentina en 1943, una edición poco accesible entonces en España pero que en el Club circulaba de mano en mano, junto a la posterior antología también editada al otro lado del Atlántico, precisamente porque en ellas se podían leer algunos de sus más célebres y combativos versos, para soñar que un mundo mejor tenía que llegar.
La exteriorización de ese magisterio machadiano quedó patente, entre otras muchas muestras privadas de admiración, en los dos homenajes históricos que se le realizaron en aquellos años, similares en su intención pero de muy distinto significado y repercusión.
El 22 de febrero de 1959, coincidiendo con el XX aniversario de la muerte del poeta, en el cementerio de Colliure, ante la tumba donde aún hoy reposan sus restos y los de su madre, Ana Ruiz, fallecida apenas tres días después que su hijo, tuvo lugar el primero de ellos. Fue un acto íntimo, recoleto y lleno de emoción en el que un importante grupo de jóvenes poetas y escritores llegados de la España de Franco, entre los que figuraban Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente, José Manuel Caballero Bonald, Luis Rosales, Jaime Gil de Biedma, Buero Vallejo, Sastre, Alfonso Costafreda y Carlos Barral, compartieron homenaje con destacadas figuras intelectuales de las generaciones anteriores, como Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón, Vicente Aleixandre o Jorge Guillén, que leyeron poemas y recordaron la figura del maestro; alguien que, además de por su condición de extraordinario poeta, se había convertido también, por la fidelidad de su vida, en un símbolo de resistencia a la dictadura, lo que transformaba el homenaje en una reivindicación y el respeto en una toma de partido ético. Ese mismo día también se había convocado un homenaje complementario en Segovia, que fue prohibido, aunque Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren y Dionisio Ridruejo pudieran dirigir brevemente la palabra a los reunidos pese a la censura.
Siete años después las cosas habían cambiado en España y el momento parecía oportuno para volver a intentarlo. En 1965 el fiscal José Vicente Chamorro visitó Baeza tras las huellas de Machado, que había vivido allí siete años, entre 1912 y 1919, como catedrático de francés del instituto de bachillerato del pueblo. Se reunió Chamorro con el juez del lugar, compañero de facultad, y juntos divagaron sobre la posibilidad de un homenaje al poeta. Al regresar a Madrid, el fiscal lo comentó con varios amigos, entre los que estaban buena parte de los participantes en el anterior encuentro de Colliure, y decidieron poner en marcha la iniciativa, que se convertiría en el primer acto de resistencia político-cultural de masas que tendría lugar en España, la primera vez en que numerosos ciudadanos de todas las capas y condiciones sociales y profesionales coincidirían en una convocatoria de origen cultural pero de significado claramente político.
Aunque ya se habían realizado en el país actividades de protesta que tomaban como punto de partida la cultura, como el homenaje que en noviembre de 1955, pocos días después de su muerte, le dedicaron a Ortega y Gasset un grupo de estudiantes en la Universidad de San Bernardo de Madrid, que acabó como el rosario de la autora, o el Congreso Universitario de Jóvenes Escritores en 1956, finalmente suspendido, el homenaje a Antonio Machado en Baeza del 20 de febrero de 1966 resultó algo muy distinto. El número masivo de asistentes, procedentes del mundo intelectual y universitario, ciertamente, pero también de las capas populares de la población, empleados y obreros, hombres y mujeres de toda condición, implicó un salto cualitativo y cuantitativo de la protesta, en la que la participación del Club resultó determinante.
En aquellos años ya eran una realidad movimientos de masas como Comisiones Obreras o el Sindicato Democrático de Estudiantes, que daba organización a la lucha universitaria, y de ellos salieron muchos de los asistentes al homenaje. No obstante, quienes organizaron y coordinaron todo ese flujo de gente fueron los socios del los Clubs Unesco, que en aquel momento, y durante toda la dictadura, estaban sólo legalizados en Madrid, Barcelona, Alicante y Alcoy, pero que contaba con grupos no oficiales en ciudades como Oviedo, Las Palmas, Zaragoza, Sevilla y varias otras, de la mayoría de las cuales acudieron grupos de personas para participar en el homenaje. En aquellos momentos se dio por buena la cifra de 2.500 concentrados en Baeza, que pudiera ser exagerada, a la vista de la alegría con que se han seguido contando posteriormente los asistentes a manifestaciones y concentraciones políticas, pero que da idea del alcance de la convocatoria. En Madrid se organizaron charlas previas en colegios mayores, e incluso rifas en la universidad y en las fábricas, en las que el premio eran libros de Machado, el disco editado para la ocasión y el viaje a Baeza. Todo ello se canalizó a través del CAUM, que fue quien alquiló los cinco o seis autocares, el número exacto varía según el recuerdo de quienes lo vivieron, lo que, unido a los muchos coches particulares que trasladaron familias enteras o grupos de amigos, puede llegar a sumar entre 300 y 400 las personas que viajaron a Baeza desde el CAUM aquel 20 de febrero.
Para montar el homenaje se formó una comisión organizadora que componían, aparte del fiscal Chamorro, los poetas José Manuel Caballero Bonald y Jesús López Pacheco, la ensayista Aurora de Albornoz, el crítico de arte Valeriano Bozal, el ginecólogo José Antonio Hernández y el arquitecto Fernando Ramón, además del juez de Baeza y el titular de la cátedra de francés del instituto del que Machado había sido profesor. Todos ellos, excepto los jienenses, eran socios o colaboradores del Club, en cuyas salas celebraron buena parte de sus reuniones. La comisión de honor era aún más impresionante, y en ella figuraban Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, José Luis López Aranguren, Blas de Otero, Camilo José Cela, Antonio Buero Vallejo, Gabriel Celaya, Joan Fuster, Jaime Gil de Biedma, Pere Quart, María Aurelia Capmany, José Hierro, Salvador Espriu y Francesc Valverdú, algunos de los cuales, especialmente los residentes en Madrid, estaban igualmente relacionados con el Club.
Joan Miró, que, pese a su falsa fama de hombre con poco interés por la política, estaba realizando en aquellos momentos su serie de litografías del dictador Ubu, claro trasunto de Franco, pintó gratuitamente el cartel, que también se imprimió como tarjeta postal y que sirvió de portada al disco que se editó. En él Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez y Fernando Rey leían, que no declamaban, poemas de Machado, incluso algunos prohibidos entonces: “Españolito que vienes/ al mundo, te guarde Dios”, “Una España implacable y redentora, /España que alborea/ con un hacha en la mano vengadora, /España de la rabia y de la idea”, “…Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda/ la malherida España, de carnaval vestida/ nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda,/ para que no acertara la mano con la herida”.
Para cerrar el homenaje se planeó lo que se llamó Paseos con Machado, que iban a consistir en la colocación el 20 de febrero de una escultura de la cabeza del poeta, realizada por Pablo Serrano, socio del Club desde hacía un año y considerado ya entonces una de las figuras fundamentales del arte contemporáneo español, que se colocaría sobre un pedestal, del que se había encargado el arquitecto Fernando Ramón. El monumento había de situarse a las afueras de Baeza, en el camino sobre el valle por el que Machado había dado a menudo largas caminatas, pensando quizás en alguno de los textos de Los complementarios, un libro que escribió allí y que ese mismo año de 1966 acababa de ser editado por primera vez en España por la Editorial Ciencia Nueva, creada por varios socios del CAUM.
Una buena parte del homenaje se fraguó en el Club”, recuerda todavía Armando López Salinas, “Yo no participé en la comisión organizadora, dada mi condición militante y que había sido detenido recientemente, pero sí estuve en algunas reuniones, que se hicieron, aparte de en el Club, en las casas de José Vicente Chamorro y Pablo Serrano. Todo se preparó de forma muy abierta, conquistando la legalidad desde la práctica y desde los hechos. Queríamos que quedara claro que era un acto legal porque lo decíamos nosotros. Y punto y se acabó”.
Las primeras reacciones oficiales ante el encuentro de Baeza fueron de silencio por parte gubernativa y de aceptación en la prensa, que informó de él cumplidamente. ABC y otros periódicos se hicieron eco del homenaje y la revista Triunfo publicó, la semana antes, una fotografía a toda página de la escultura de Pablo Serrano con un largo texto de José María Moreno Galván que explicaba el significado y la gestación de la cabeza y su relación con la obra del escultor. En Barcelona, donde se había celebrado ya un homenaje el día 7 de febrero en el Colegio de Arquitectos, la Vanguardia fue la primera en dar la noticia el día anterior, en un artículo que, pese a su brevedad, no dejaba lugar a la ambigüedad: “Paseos con Antonio Machado es el título que lleva esta celebración, por la que será honrado por primera vez de manera pública en España el altísimo espíritu de Antonio Machado. La categoría de los artistas que en el homenaje colaboran es testimonio del amor y la admiración de los hombres de artes y letras españoles y de todos los amantes de la poesía a quien con tan pura inspiración cantó la fisonomía y el alma de las tierras de España”. Hasta a los voceros del régimen les parecía evidente la oportunidad del homenaje, aunque, como se verá, las cosas no fueron tan simples.
Entre tanto el Club hervía de actividad alrededor de Machado. A principio de mes se había enviado a los socios una carta en la que se les indicaba que se pondrían a disposición de los socios “autocares que saldrán de nuestro domicilio social el sábado 19 a las horas que posteriormente informaremos”. Ángel Sánchez, que era quien se estaba ocupando de las reservas no paró ni un solo día de repartir asientos y solicitar nuevos vehículos, mientras que por los pasillos se hablaba de los avances de la organización y se vendían el disco y la postal que debían financiar los gastos del homenaje. En el último y prohibido número del boletín, publicado ese mismo mes de febrero de 1966, se incluyeron seis páginas sobre el poeta, escritas por Aurora de Albornoz y Mariano Herrero, quien en el último párrafo de su artículo resumía a la perfección el sentir común sobre Machado: “Desde este casi ignorado Club de Amigos de la Unesco muchos españoles seguimos como tú, soñando realizar ese hombre, ese pueblo. Por ello, desde esta pequeña nave anclada en la antigua plaza del Progreso, empujada sólo por el viento del pueblo, de tu pueblo, deseamos ¡salud y ánimo! admirable Machado, para que desde ella un futuro y próximo vigía, encarado a toda la rosa de los vientos, pueda gritar que “España no es diferente”, que sentimos y queremos igual que otros pueblos, que queremos un mundo en paz, justo y consciente. Y que el más noble destino del hombre es luchar por conseguirlo. Y el más grande homenaje a tu memoria. Machado bueno, Machado inolvidable”. Antes, había tenido tiempo y espacio para poner los puntos sobre la íes, que no hubiera lugar a equivocación sobre por dónde iban las cosas ni de en qué campo se jugaba el homenaje: “Hoy, a más de 25 años de tu muerte, --que gloria, pero qué pena-- siguen tus versos aún más vigentes que cuando tu pluma les dio vida; hoy, tras 25 años de una paz dudosa, sigue esa España injusta, hiriente. Esa España que pregona como espíritu de un pueblo, para atraer al fácil extranjero, la España del burdo taconeo, del torito, de la reja y los lunares, de la greña y cinturita feminoide, de las casas y hoteles elegantes; esa España del desplante y del flamenco, fabricado en confortables oficinas de turismo. Pero también hay otra España, la auténtica: esa España dolorosa, abandonada, que se cruza, al salir de su patria, en la frontera, con esa riada de gentes atraída por los cromitos que oficialmente les pregonan: “España es diferente”. Esa España que sale --leve ropa, tortilla, maleta de madera-- y sus familias, que aquí quedan, quizás, aunque quisieran, no podrían leer tus versos, Machado. Hoy hay, en tu patria, oficialmente, más de dos millones de hombres que no saben ni poner su nombre, ni leer en el mapa el nombre de su patria; hombres que no pueden gozar, entre tantas otras cosas, de todo ese claro torrente de clara poesía, empezando por Berceo y los viejos, populares romanceros, y siguiendo con Manrique, con Fray Luis, con Bécquer, con Alberti, con Hernández, vertebra con recio espinazo del alma de un gran pueblo. Y tus versos, Machado, esos versos que en duro y eterno castellano esculpieron los perfiles, tan humanos, de Baroja, de Giner, de Líster, de Unamuno. Tú, Machado, marcaste un camino: el hombre. Hay que salvar al hombre”. Estaba claro: una vez más era la España del trabajo y de la idea frente a la devota de Frascuelo y de María.
A todas estas, se acercaba el día del homenaje y alguien del Régimen, tal vez Fraga, que seguía firme en su sillón ministerial, debió darse cuenta de que las cosas comenzaban a salirse de madre. Por una parte, claro, estaba el renombre de los intelectuales y artistas convocantes, lo que ya suponía por sí solo darle al acto una resonancia internacional, que bien pudiera redundar en beneficio de la imagen de evolución que el régimen pretendía ofrecer de cara al exterior. Pero por otra, estaba resultando que la convocatoria había sobrepasado los límites del mundo de la cultura para movilizar a una parte considerable de la sociedad civil. Sus confidentes en el seno del Club --que los había, como se comprobará cuando le toque el protagonismo a alguno de ellos[2]-- y de otras organizaciones así se lo indicaban, y frente a eso no estaban dispuestos a transigir. En un principio buscaron una forma indirecta de impedir la celebración. Dos días antes los periódicos publicaron que los organizadores del homenaje lo habían suspendido ante el mal tiempo que hacía en el sur de España y las lluvias que habían caído en la misma Baeza.
La noticia era falsa, naturalmente, inventada por el ministerio amparándose en que aquel febrero resultó, efectivamente, lluvioso, pero cualquier cosa servía para sembrar el desconcierto y evitar la afluencia de gente al pueblo jienense, que cada vez se preveía más numerosa. Contradictoriamente, el día anterior a la convocatoria, 19 de febrero, el periodista y poeta Miguel Pérez Herrero, de breve memoria, pues no quedó rastro de él ni en internet, publicó en “la tercera” de ABC, la página de honor del diario, un largo artículo en el que destacaba la importancia del acto: “realizar el propósito de rendir honor al poeta con dos manifestaciones, una solemne --los monumentos, incluso los más sencillos, implican solemnidad, sobre todo en el momento de inaugurarlos--, y otra diremos más poética, pasear imaginariamente con él, solo puede despertar el aplauso. Aducir razones que lo abonen nos parece innecesario”. Aunque nadie sabía muy bien lo que podía acabar sucediendo, tanto los organizadores como los que habían pensado viajar a Baeza no estaban dispuestos a ceder en sus pretensiones, por muchas maniobras de distracción que se intentaran. 



[2]El confidente policial de aquel momento, o al menos el que fue descubierto, se llamaba Ángel Sierra y posteriormente acumularia un siniestro historial. Tras abandonar el Club al ser descubierto, fue dirigente del grupo derechista Fuerza Nueva, y fue juzgado y condenado por el atentado contra galerías de arte y librerías marileñas. Entre ellas la Antonio Machado, en la que en el momento en que rompió sus escaparates y derramos con pintura roja los libros expuestos, se encontraba escondida la cabeza que para el homenaje había esculpido Pablo Serrano y que no se pudo colocar en Baeza en su momento. También estuvo implicado en el asesinato de Arturo Ruiz García el 23 de enero de 1977.

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De carreras con Machado en Baeza (y 2)
1966. Homenaje a Antonio Machado. Prohibido, pero realizado







El sábado 19 de febrero amaneció en Madrid nublado y oscuro, y así estaba cuando, dos o tres autocares por la mañana, que ha sido imposible precisar el número, y otros tres después de comer, salieron hacia Baeza, alquilados por el Club, del final de la calle de Santa Isabel, frente al viejo Hospital de San Carlos, hospital de sangre durante la guerra civil que para entonces estaba cerrado y que luego sería el Museo de Arte Reina Sofía.
Fedor Adsuar, que hacía menos de un mes había sido detenido por última vez con motivo de una manifestación ante la embajada estadounidense protestando por el accidente que había hecho caer dos bombas atómicas en el pueblo almeriense de Palomares el 17 de enero, recuerda perfectamente aquella partida, de la que desde el principio conoció un dato que el resto de los viajeros ignoraba. “Nada más llegar al autocar el conductor, al que conocía porque ya habíamos hecho excursiones con él y era de confianza, me avisó de que la policía había preguntado allí mismo por mí, y que sabían perfectamente a qué íbamos a Baeza, así que se puede decir que hicimos el viaje controlados y vigilados desde el primer momento”. Victoria, que entonces era su novia con poco más de 19 años y que luego sería su esposa, conserva otra visión totalmente diferente de aquel momento de la partida: “Si digo la verdad, cuando salí de Madrid no sabía que allí se iba a montar un pitote. Yo era muy inocente entonces y estaba convencida de que íbamos simplemente a poner una escultura en homenaje a Machado, que acudirían muchos intelectuales y que algunos actores, como Rabal o Fernán Gómez iban a recitar poemas, como habían hecho en el disco que se había vendido mucho en el Club y que yo había comprado. No me cabía en la cabeza que aquello tuviera nada de malo, por eso me sorprendió mucho lo que sucedió luego y me sirvió para ir planteándome las cosas de la política de otra manera”.
En uno de aquellos autocares viajaba el poeta y novelista catalán Vicente Molina Foix, que entonces era un simple estudiante de filosofía y letras en Madrid pero que en 2007 obtendría el Premio Nacional de Narrativa. “El Club de Amigos de la Unesco fletaba autobuses para acudir al acto, y yo, en compañía del poeta Antonio Martínez Sarrión y de Terenci Moix, que a la sazón vivía una bullente temporada madrileña, viajé en uno de los que, saliendo de Madrid el sábado día 19 por la mañana, permitían pernoctar en Baeza antes del homenaje del domingo”, rememoraba en un artículo publicado en El País en 1983. “En el autocar me encontré con varios compañeros de la Complutense, y hubo cantos amortiguados y eslóganes durante el trayecto. Sarrión, que en aquellos días era vecino y comensal mío, viajaba poseído por una sensación, supongo que no menos desconcertante: la de ser funcionario público camino de un acto ilegal. Terenci estaba taciturno, tocado con una hermosa boina; se había rapado la cabeza días antes, en un gesto de amor contrariado que había impresionado hondamente al destinatario de acción tan radical”.
También se acordaría después de las canciones de aquel viaje el luego periodista José Antonio Martínez Soler, que entonces, con 19 años,  era  delegado de curso en la facultad de Arquitectura de Madrid y que también viajó a Baeza en uno de aquellos autocares: “íbamos contentos como unas pascuas, después de haber dado algunas cabezadas, y nos despertamos con un cosquilleo de emoción, al acercarnos al lugar del homenaje sin haber sufrido ningún percance político ni policial. Nos dábamos ánimos y/o espantábamos el miedo -¡cómo no!- cantando. Entonces se decía: “Cuando el español canta, está jodido o algo le pasa”. Las canciones republicanas de rigor (“¡Ay Carmela!”, “Si los curas y monjas supieran…”, “Cuando canta el gallo negro…”, etc.) sonaban, sin orden ni concierto, en aquel oasis de libertad rodante, en aquel autobús cargado de hombres y mujeres, unos demócratas, otros aún partidarios de la dictadura del proletariado, todos antifranquistas ilusionados, arrobados por la adrenalina del peligro, de todas las edades y clases sociales, con trencas gruesas, barbas descuidadas y pelos largos, pero también con respetables calvas de doctos intelectuales y artistas, armados con largas bufandas y abrigos de postín”.
En aquellos años, como ahora, la distancia entre Madrid y Baeza rondaba los 400 kilómetros, sólo que entonces recorrer ese camino suponía bastante más tiempo y cansancio, sobre todo si se viajaba a bordo de un destartalado autocar que aún no había vivido la renovación de parque automovilístico nacional. Eran horas y horas por carreras estrechas y mal asfaltadas, flanqueadas cada pocos kilómetros por desvencijadas casas de peones camioneros, entre campos yermos en los que sólo de vez en cuando se veía pastar algún rebaño de ovejas, apretadas alrededor de los olivos ya descargados de fruto, buscando en el contacto físico huir del relente del día. A su lado, acompañado de su perro, a veces frente a una mínima fogata, el pastor. La carretera por la que iban los autobuses envueltos en plena canción revolucionaria atravesaba los pequeños pueblos vacios, en los que la dureza del clima parecía haber obligado sus habitantes a invernar en sus nichos. Nadie en las calles. Sólo la escasa iluminación de algún colmado o taberna permitía saber que estaban habitados. O una mujer enlutada y tapada la cabeza con un pañuelo que doblaba una esquina. O un hombre con boina, pantalón de pana y abarcas que conducía una mula cargada de leña hasta el corral.
Quienes salieron en la mañana del sábado pudieron llegar esa misma noche a Baeza, antes de que se dictara la prohibición de entrar en el pueblo que se establecería la mañana siguiente. “Al llegar, a última hora de la tarde, a Baeza, anduvimos un buen rato por sus bonitas calles, observados, con una mezcla de curiosidad y presentida fatalidad, por los habitantes. Nosotros dormíamos en una pensión local, pero los más pudientes y los maestros estaban en el cercano parador nacional de Úbeda, y allí acabamos yendo después de cenar. Ese rato de confraternidad en el hermoso palacio restaurado fue para nosotros, sobre todo a la vista de lo que sucedió 12 horas más tarde, lo más emocionante y cálido del viaje. Sastre, Celaya, Moreno Galván, Raimon, por citar sólo algunos de los que entonces eran indiscutibles héroes de una lista civil de escritores y artistas, estaban en Úbeda y, de forma improvisada, se organizó una reunión en uno de los salones del parador, donde se recitaron poemas de ocasión y Raimon interpretó canciones cuyas estrofas todos conocíamos”, ha rememorado Molina Foix.
Los autocares que partieron por la tarde entraron ya de noche en la provincia de Jaén, y los viajeros decidieron quedarse a dormir en Úbeda o en alguno de los pueblos cercanos a Baeza. Una parte, los de mayor edad y por consiguiente poder adquisitivo, buscaron pensiones en las que pernoctar; otros, los más jóvenes, decidieron quedarse en el mismo autocar, en el que sólo el cansancio consiguió hacerles dormitar unas horas antes del amanecer, después de infinitos cuchicheos y canciones en voz baja. Hubo, incluso, quien enfermó y acabó en el hospital, parece ser que como consecuencia de una úlcera que tenía, “o algo así, que ya no lo recuerdo con el tiempo que ha pasado”, rememora Fedor, en cuya memoria lo que sí permanece imborrable es que al día siguiente, por la mañana, cuando se acercaban a Baeza, “en un cruce de carreteras”, la guardia civil paró el autocar e impidió que siguiera adelante.
Éramos jóvenes y teníamos un entusiasmo que ya querríamos ahora”, asegura Victoria, “así que cuando pararon el autobús nos dijimos ¿Por qué no vamos a ir? Si no nos dejan pasar en los autocares, pues andando”, y ahí se pusieron en camino, con un frío que pelaba, a una distancia de Baeza que desconocían, “hasta que empezaron a llegar coches desde el pueblo, porque a los transportes particulares sí les habían dejado entrar, y fueron recogiéndonos según nos encontraban: primero a los que iban delante, con los que se tropezaban antes, y luego a los que iban más atrasados. Nada más llegar a Baeza lo primero que hicimos fue entrar a tomar algo en un café y calentarnos delante de una estufa de hierro, porque estábamos agotados, helados y sedientos”. Los viajeros fueron llenando poco a poco las calles, los bares y cafés del lugar, que por lo demás estaban vacios de lugareños, pues el día anterior el alcalde había difundido un bando anunciando que una banda de rojos y subversivos iba a invadir el pueblo a la mañana siguiente. Un anuncio amenazador y difamante que encerró a los vecinos en sus casas, desde las que observaban, con mayor o menor descaro o valor, a la extraña comitiva que dichosa y dicharachera iba formando grupos por todo el pueblo. José Antonio Martínez Soler ha escrito sobre ese mismo momento del encuentro con los que habían llegado antes y esperaban desperdigados por el pueblo o en la plaza: “Nos abrazamos. No estábamos solos ni perdidos en aquella aventura político/poética… No puedo expresar la emoción que sentí al ver que, sin teléfonos móviles ni palomas mensajeras, otros habían decidido seguir a pie, como nosotros”.
Cuando se pensó que había llegado el momento de iniciar el paseo, los que estaban en los bares salieron de ellos, quienes se habían refugiado del frío en los soportales de la plaza los abandonaron y los que habían ido formando grupos por las esquinas confluyeron en una gran marea que se dirigió a la salida del pueblo, al empinado camino que tanto utilizara antaño el poeta.
De hecho, el momento de más intensa participación colectiva de la jornada fue ese recorrido por las estrechas calles de Baeza… Pese a la diversidad de grupos interiores y exteriores y las dificultades de acceso, se fue formando una marea unitaria que llegó finalmente a su destino”, ha dejado escrito Molina Foix. Su colega de profesión Carlos Álvarez, que había viajado en el coche de su hermano Fernando, estaba en primera línea: “Al llegar arriba apareció un teniente que paró la manifestación. Primero inició una conversación con Carlos Castilla del Pino, que se enfrentó con él con mucha cortesía y total firmeza. Incluso recuerdo que le exigió al guardia su documentación cuando este le pidió el carnet de identidad”. 
Carlos Castilla del Pino, a la sazón psiquiatra en Córdoba, donde se había encargado de coordinar el homenaje, confirmó punto por punto los recuerdos del poeta en el segundo tomo de sus memorias, Casa del Olivo, en las que cuenta cómo “el teniente cedió su lugar al sargento. Al minuto volvió a paso ligero, se colocó ante nosotros, y a la voz de ‘¡Esto se ha acabado!’, ordenó a sus huestes que nos disolvieran”.
Adela Parrondo, la bibliotecaria del Club, había viajado en coche hasta Baeza con su marido, el pintor Juan Genovés, y aquella mañana se encontraban hacia la mitad de la multitud que subía al lugar del homenaje, en compañía de varios amigos, entre los que estaba la hija de José Bergamín. Cuando tropezaron con los grises, intentó dialogar con uno de ellos, pero no le sirvió de nada. “Me acuerdo de dos cosas: de que Teresa Bergamín, que era una chica muy elegante, muy afrancesada, me aconsejó que nos pusiéramos el bolso en la cara, para que así, si nos pegaban, no nos dejaran marcas, y de que a Juan le entro el terror de que al ir corriendo alguien se pudiera caer por los terraplenes enormes que había al borde del camino”. En aquel momento de carreras no dejó de pensar que muchas de las situaciones e imágenes a las que se estaba enfrentando le traían a la cabeza algún cuadro que había aprendido a apreciar en el Museo del Prado o en la Escuela de Bellas Artes, en la que había estudiado: “Mientras corría hacia el pueblo, miré hacia arriba, porque aquello era una cuesta enorme, y vi a uno de los hermanos Gallifa, no recuerdo cual, pues eran dos y se parecían, que se abría la camisa y enfrentado a los guardias les gritaba: “pegarme si queréis”. Parecía justamente la imagen de Goya. Un poco más abajo también encontré algo que parecía un cuadro. Era una pareja, a la que conocía mucho del Club pero de la que no recuerdo el nombre, que se habían abrazado en medio de la gente que corría y se quedaron quietos, aguantando los palos que les daban así abrazados”.
Dos semanas después, el 3 de marzo, la revista italiana Il Ponte, de Florencia, publicó una crónica anónima, que bien podría haber sido escrita por Andrés Sorel, que, además de colaborar en Mundo Obrero y La Pirenaica, también escribía en publicaciones europeas, sobre el abortado paseo con Machado, y no sin un cierto tremendismo, aunque en concordancia con el resto de testigos sobre los hechos, describía el final de los acontecimientos, con el añadido ventajoso de haber sido escrito no en la distancia del recuerdo y los años, sino nada más acabar el fragor de la confrontación: “Todo el resto fue violencia y brutalidad. La multitud gritaba: "¡Asesinos! ¡Asesinos!". Muchos cayeron bajo los golpes; se oían gemidos, gritos y muchos niños lloraban aterrorizados. Los "grises" persiguieron, implacables, a los pocos que al comienzo echaron a correr y golpearon brutalmente a los que se paraban enfrentándose para ayudar a los que se habían caído. La gente, en masa, tras una carrera de dos kilómetros, llegó a la Plaza en un clima de cólera, exasperación y terror. Algunos se refugiaron en un bar, pero los policías los sacaron violentamente a la calle de nuevo, siendo recibidos con una violencia todavía más terrible: golpes, insultos y todo tipo de brutalidad. Muchos fueron detenidos y después comenzaron las redadas, la caza del hombre por todas partes: nuevas detenciones. El pueblo asistió atónito a este horror. Los "grises" gritaron "A los coches", empujando a todos con violencia y siendo ayudados por los "sociales". Aquellos que no disponían de coche para alejarse de Baeza fueron sacados de cualquier modo. Un grupo huía por la carretera. Los que llegaron a Úbeda (una ciudad próxima) vieron que en el cuartel de la Guardia Civil los oficiales esperaban órdenes para dirigirse a Baeza”.
El homenaje se saldó con muchas carreras, algún lesionado y 27 detenidos, de los que ese mismo día quedaron en libertad 16 tras tomarles declaración a todos en la misma Baeza. Los once restantes fueron trasladados a Jaén, donde les soltaron al día siguiente con multas de entre 5 y 20.000 pesetas. Entre ellos estaban el crítico de arte José María Moreno Galván, el dramaturgo Alfonso Sastre, el pintor Eduardo Úrculo, el maestro Pedro Dicenta, el ingeniero J. A. Ramos Herranz, el abogado Alfredo Flores, el editor Manuel Aguilar y el poeta Carlos Álvarez. A este último, incluso le detuvieron dos veces: “La primera vez en realidad fue un intento, porque me escapé. Cuando estábamos arriba, al comienzo de la carga, unos cuantos guardias intentaron agarrarme y llegaron a cogerme de la manga, pero yo salí corriendo y me solté. Fue luego, cuando iba con mi hermano a recoger el coche para volver a Madrid cuando finalmente me rodearon y me detuvieron”.
El colofón poético lo puso Gabriel Celaya, que andaba por allí y reflejó el ataque policial en un poema, no quizás de los mejores entre los suyos, pero sí de los que debió escribir más pegados a los hechos de los que trataba. Titulado significativamente “20-2-66”, con no poca ironía y una cierta mala conciencia por haberse escapado de rositas, describía lo sucedido: “En la mitad de la calle, ya no queda nadie./ Son los Guardias de la Porra quienes la limpian y barren./ Todo el mundo se esconde en los portales,/ y yo, como soy tonto, les pregunto: "¿Qué pasa?"/ Dos amigos me cogen de golpe por la solapa,/ me meten en un rincón, a empujones/, y mal, me explican cosas raras en voz baja./ Es difícil de entender, porque no hablan en inglés,/ y aunque citan a Machado, no emite la BBC./ Es difícil de aceptar, escondido en un portal,/ que otros aguanten lo malo de la vergüenza mortal/ mientras algunos, cobardes, nos tratamos de salvar/ de los palos arbitrarios y el diluvio general”.
La historia, no obstante, trajo cola y no acabaron las cosas en esas rimas poéticas. Ojalá. La concentración de Baeza dejó flecos sueltos que se fueron recogiendo en los meses, e incluso años posteriores. De momento, el régimen debió lamentar que la represión del homenaje hubiera alcanzado, en España y en el extranjero, una resonancia que ensuciaba la imagen de prístina democratización que pretendían ofrecer de cara al exterior, así que decidieron intentar neutralizarlo organizando el suyo propio, uno que no se les escapara de las manos y dejara claro que ellos también eran seres civilizados y sensibles a las metáforas poéticas. Así lo anunciaron al menos los diarios ABC y La Vanguardia los días 18 de marzo y 2 de abril respectivamente, en sendos sueltos, tan parecidos que no podían sino haber salido ambos de la misma nota oficial.
El programa que se anunciaba, a celebrar el 7 y el 8 de mayo, coincidiendo con la celebración del Día de la Provincia, no tenía desperdicio. Habría misa solemne en la Catedral, colocación de una lápida conmemorativa en el Instituto, festival artístico y el acto cultural más importante: un recital “en el que intervendrán los principales poetas españoles y los Cantores de Madrid”, seguido a las once de la noche de “una fiesta poética, en la que será mantenedor de la misma don Blas Piñar”. Nada menos. ¿Cómo era posible que pretendieran homenajear a Machado de esa manera? ¿Dónde se había visto que el criminal rindiera homenaje al asesinado en el aniversario del crimen?
También las multas trajeron cola y fueron motivo de nuevos enfrentamientos entre la dictadura y los multados. En la España franquista no pagar las multas gubernativas se había convertido también en un arma de resistencia y denuncia, por eso eran muchos los que elegían la medida alternativa de sufrir embargos o encarcelamientos. Había para ello dos motivos: no contribuir a las arcas del estado con el dinero antifranquista y rechazar con el impago la idea de que la multa respondía a un acto de legalidad, poniendo así en evidencia la arbitrariedad represiva del régimen. La Vanguardia, que todavía añadía “Española” a su título, publicó el 25 de noviembre de ese mismo 1966 un suelto de la agencia Fiel en el que daba noticia de que “en la mañana del jueves, la comisión  judicial del Juzgado Municipal número 23, de Madrid, se personó en el domicilio particular del señor Moreno Galván, crítico de arte, y procedió al embargo de sus bienes para cubrir la responsabilidad que tenía pendientes con el gobernador civil de Jaén, quien le había impuesto una multa de 15.000 pesetas por su participación en un homenaje al poeta don Antonio Machado, en la localidad jienense de Baeza, el pasado 22 de febrero (en realidad había sido el 20), acto que no fue autorizado por las autoridades gubernativas”.
Los resultados del impago de Carlos Álvarez fueron más chuscos. Al poco del homenaje, el poeta, dadas la persecución y censuras que sufría, decidió viajar al extranjero y permanecer una temporada fuera de España respirando aires menos viciados. “A la vuelta–recuerda ahora--, un día que había acudido al entierro de un camarada, se me acercó la policía recordándome que tenía una multa pendiente, y me dijeron que o la pagaba o me llevaban 30 días a la Dirección General de Seguridad. Ellos querían que pagara, no encerrarme, porque encarcelar a alguien que tenía una cierta relevancia social les perjudicaba, así que me hicieron una oferta insólita, que la pagara en cómodos plazos. Me volví a negar, porque de ninguna manera quería darles el gusto de verme pasar por el aro, así que me detuvieron, aunque al final sólo pasé un día en el calabozo. Los amigos que tenía fuera de España, especialmente en Escandinavia, donde me habían dado un importante premio de la Asociación de Escritores Escandinavos y era bastante conocido, protestaron airadamente, y no les quedó más remedio que ponerme en la calle”.
En el Club, el frustrado homenaje fue tema de conversación y debate durante meses, y la figura de Machado siguió siendo objeto de diversos actos, internos y sólo para socios en la mayor parte de los casos, como los celebrados en 1967, con una conferencia de Aurora de Albornoz, o en 1970 y en 1973, para los que se editaron sendos folletos con una selección de su obra. No obstante, la inquina de la dictadura contra el poeta seguía siendo once años después tan fuerte como lo había sido en 1966, por mucho que ya intentaran disimularlo. En fecha tan tardía como enero de 1977, quince meses hacía ya que había muerto el dictador, sucedió que en un acto organizado por el Club en recuerdo de Machado --que debería tener lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense, y en el que se había anunciado la participación, entre otros, de Andrés Sorel, Sabina de la Cruz (en representación de Blas de Otero), Rafael Montesinos, Félix Grande, Rafael Soto Vergés, Carlos Álvarez y Celso Emilio Ferreiro--, se autorizó la celebración del acto en sí, pero se prohibieron las intervenciones de Álvarez y Ferreiro. Estaba claro: se permitía porque Franco ya se había muerto, pero se censuraba porque el franquismo seguía vivo y peleón, aunque fuera en los estertores de la agonía.
A todas estas ¿qué pasó con los 90 kilos de peso y los 80 centímetros de altura de la cabeza que Pablo Serrano había tardado un año en esculpir? La escultura había entrado y salido de Baeza en el portaequipajes del dos caballos de Fernando Ramón, el arquitecto que había construido el pie del monumento, en el que permaneció escondida todo el día, hasta que fue depositada nada más volver a Madrid en el estudio del escultor, de donde la sacaron en 1970 para que presidiera la nueva librería Antonio Machado que se acababa de abrir. Sin embargo, los tres atentados de la extrema derecha que sufrió la librería en 1971, en los que se rompieron los escaparates y se tiró pintura roja sobre los libros, recomendaron dejar de exponerla en público y pasarla, de alguna manera, a la clandestinidad, depositándola en el sótano de José Vicente Chamorro.
En ese tiempo que estuvo escondida la escultura de Pablo Serrano --“como el símbolo de que la cabeza de Machado aún no tenía sitio en este país”, en palabras de Chamorro a el diario El País en abril de 1981--, el escultor realizó varias réplicas de su obra, con pequeñas variaciones, que aún se encuentran en el Museo de Arte Moderno de París, el Moma de Nueva York y la Universidad de Brown (EEUU), además de en la Biblioteca Nacional, la Academia de Bellas Artes y la Ciudad de los Periodistas, en Madrid, y en el Museo Pablo Serrano de Zaragoza.
La original, la de Baeza, no salió de su escondite en el sótano de José Vicente Chamorro hasta que regresó a su destino inicial en el pueblo jienense en abril de 1983, esta vez con todos los honores, para ser instalada en el mismo lugar de donde había sido expulsada 17 años antes, en un homenaje organizado prácticamente por los mismos que habían puesto en marcha el de 1966 y en el que también participó activamente el CAUM. En su programa de actividades de mayo de aquel año se puede leer: “El 10 de abril hemos vuelto a Baeza más de cien compañeros del Club, para celebrar, al fin, los proyectados “PASEOS CON ANTONIO MACHADO”. Paseos que hace 17 años fueron interrumpidos violentamente… En esta mañana de abril, unos miles de personas, chicos y grandes, procedentes de toda España, en tropa alegre y familiar, sin presidencias ni fórmulas rituales, se agrupó frente a la casa donde “El humilde profesor de un Instituto rural” vivió; después, atravesando la plaza y tras detenerse un momento en el Instituto, pasando al pie de la Catedral, salió al campo. Calor de verano, alegría, y alrededor del monumento una multitud que oye las palabras de Chamorro y los versos de Machado en las voces de Alberti y de Rabal”.




Article 6

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Un divorcio en la familia Pepera





La manifestación del pasado domingo contra la sentencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos escenificó un divorcio entre el PP y buena parte de su electorado, que resulta significativo y puede acarrear consecuencias indeseadas para el partido en el poder. No es la primera vez que les abuchean, pero esta vez fue diferente. Ya en la manifestación posterior a los atentados de Atocha los asistentes gritaron a Aznar –ya sabéis, el mayordomo bajito y servil de “La conspiración de las Azores”, aquella sangrienta película que dirigió un tal Bush--, pero los insultos al Gobierno y su partido no vinieron el domingo del enemigo, como en aquella ocasión, sino directamente de las filas propias. Y eso les preocupa o debería preocuparles.

Si es verdad, y yo lo creo, que la baza que permitió a Aznar llevar al PP al gobierno y a la hegemonía política fue su habilidad para hacer desfilar al mismo paso de la oca a todos los sectores de la derecha, desde los tímidos reformistas, que se olvidan de toda reforma en cuanto resuenan las campanas de las catedrales, hasta los franquistas residuales y sus alevines, que no se olvidan de Franco ni aunque les aspen, la actual situación de divorcio entre unos y otros  podría romper ese equilibrio y reducir sustancialmente la mayoría parlamentaria que aún sustenta al Gobierno.

Enfrentados a una pérdida de clientela, que hastiada por la corrupción, la desinformación y la mentira se está marchando a pasos agigantados hacia esa derecha con mala conciencia que es UPD, una sangría ahora del ala neo-franquista sería para el PP como una patada en ojo de boticario, que no sé exactamente lo que quiere decir pero que lo decía mi madre y no debe ser nada bueno. Sé que la marcha de los chicos (y no tan chicos) de la gallina en bandera bicolor facilitaría el surgimiento de una formación de extrema derecha, que hasta ahora ha sido como la caricatura de un falangista en chándal. Pero es que esa extrema derecha ya existe, y es poderosa e influyente precisamente porque milita en las filas peperas. Independizada y radicalizada en casa propia sería un problema, pero no un poder.

Claro que la derecha, extrema o timorata, es sólo una parte del problema. La otra es la izquieda, real o maquillada. Mi padre sentenciaba siempre explicando los triunfos históricos de la reacción: “A la derecha la une los intereses, a la izquierda la desunen las ideologías”. ¿Sería demasiado pedir, compañeros de izquierda, que por una vez los unidos fuéramos nosotros y los dispersos los de la acera de enfrente?



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