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Channel: Memoria músico-festiva de un jubilado tocapelotas
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NOTA PERSONAL

Al poco de la entrada del ejército rebelde en Madrid el 28 de marzo de 1939, Juana Marín comprobó que los pocos billetes de la República de una, cinco y veinticinco pesetas que guardaba en casa y que constituían su escasa fortuna no le servían para nada. No obstante, no fue aquella pequeña circunstancia la peor consecuencia que para ella tuvo la pérdida de la guerra civil, como consecuencia de la cual su familia acabo dispersa y su vida trastocada.

Nacida en un pueblo soriano, ya rondaba por aquellos tiempos la sesentena y pocos de sus hijos habían escapado de la represión de los vencedores. Sólo su hijo mayor, bautizado, curiosamente, como Franco, mucho antes de que tal nombre ocupara su lugar siniestro en la historia de España, había permanecido en el pueblo, ya mayor para participar en la contienda, aunque republicano de antiguo, y dos de sus hijas, Carmina, poco más que una adolescente, que vivía con ella, y la mayor, Pilar, portera en un edificio de inquilinos adinerados, habían podido hurtarse a la desgracia. Otras dos hijas, Teresa y Villar, habían salido de España y vivían en Francia, aunque Juana no tuviera noticias de su destino. Severino, uno de los dos hijos restantes, había pasado brevemente por el improvisado presidio del estadio del, ya de nuevo, Real Madrid, y Antonio había sido detenido en Alicante cuando intentaba exiliarse en uno de los barcos que partían hacia Argelia o América desde el último puerto libre de la República.

Antonio, comunista de comienzos de los años treinta que en la guerra había sido comisario de tanques, pasó cuatro años en prisión. Primero en el Reformatorio de Adultos y el Campo de los Almendros en Alicante, luego en Aranjuez y, finalmente, en la improvisada cárcel de Porlier, en Madrid. Mucho tuvo que viajar Juana hasta el mar en aquel primer año de postguerra, aunque seguramente no tanto como ella hubiera deseado, para llevarle al hijo preso las pocas viandas que podía comprar con el escaso dinero que ella y su hija Carmina conseguían cosiendo y remendando ropa para las vecinas y conocidas y el que podía darles Pilar, cuyo marido, Ramón, también había pasado una temporada encerrado. Largos, molestos y dolorosos viajes. Apenas 300 kilómetros que se tardaba casi una jornada en recorrer en los viejos trenes de la época. Horas y horas sentada en algún banco de listones de madera de aquellos vagones abarrotados; si había suerte y no se veía obligada a pasar parte del viaje de pie, en los pasillos o en la plataforma exterior al aire libre. Asfixiada de calor humano porque se cerraban las ventanillas, o cubierta de carbonilla y humo porque se abrían.

Pasados los años, el hijo recordaba, sobre todo, aquellas enormes naranjas que la madre le llevaba en algunas visitas. Naranjas salidas del ahorro diario, del trabajo agotador, del esfuerzo incansable. Naranjas salidas de quitárselas ellas de la boca.

El día de Navidad de 1939 Juana había hecho un sacrificio especial para llevarle a Antonio algo con lo que pudiera cenar de acuerdo a la fecha, pues ella, pese al ateísmo de la mayor parte de sus vástagos era cristiana fervorosa y respetuosa. “Con la religión, no con los curas”, decía alguna vez ya en su vejez cuando se le recordaba el tema.

Navidad, pues de 1939. Ahí estamos. Día santo y santificado en el santoral de los vencedores. Día de celebración de la natividad de dios hijo, que vino al mundo enviado por el padre y engendrado por una paloma, para salvar a los pobres y a los humildes del orgullo de los poderosos. Juana llegó a Alicante junto a otras mujeres que, como ella, habían hecho el viaje desde Madrid u otros lugares con la misma intención de dar una alegría para la Noche Buena a los familiares encarcelados. Se acercaron a la puerta de la prisión. Un guardia les dijo que no hacía falta que dejaran los paquetes que llevaban. Preguntaron por qué y el soldado de la garita llamo al superior de guardia, quien explicó a las reunidas que no tenían que dejar nada a los presos porque se los habían llevado en un barco al mar y allí les habían tirado.

El militar mentía. No por oficio ni por necesidad, caridad, interés o malicia. Sólo por crueldad. A Antonio y a algunos cientos de sus compañeros los habían montado aquella misma mañana en un tren, sin decirles nada, y les habían trasladado a la cercana estación de Elche, donde les tuvieron hasta el 26 de diciembre. Para celebrar aquella Noche Buena que tan mala era, Antonio compartió con dos camaradas unos cuantos dátiles que compraron a los miembros de la guardia mora que les vigilaban con cinco duros que entre los tres atesoraban. Un manjar que a partir de entonces nunca dejó de estar en la mesa familiar la noche del 24 de diciembre en una cena que nunca fue ya una celebración.

Juana Marín volvió a Madrid aterrorizada. Sólo unos días después pudo enterarse a través de una carta de que había sido un engaño aquella muerte que ella había vivido con el desgarro que siempre supone para una madre la pérdida de un hijo. Pasaron los años y Juana acabó por ser una anciana cariñosa y mandona, comprensiva y religiosa, que nunca más volvió a misa. Nunca hablaba de lo pasado, y si le preguntaban cambiaba de conversación con un “estos hijos que siempre dan muchos disgustos”.
Aquel Antonio era mi padre. Aquella Juana era mi Abuela.





UNA HISTORIA POR CONTAR


En los últimos años se ha publicado una amplia y variada bibliografía sobre los más diversos temas relacionados con el franquismo y la resistencia antifranquista. En forma de memorias, investigación histórica, entrevistas, novelas o reportajes se ha escrito sobre la guerrilla, el exilio, la clandestinidad, la cárcel, el trabajo esclavo, los niños desaparecidos, los asesinados en las cunetas, los intelectuales, la vida cotidiana, los políticos, la universidad, los maestros, el movimiento obrero, el universitario y otras muchas cuestiones. Curiosamente, tal amplitud de estudios y estudiosos se ha olvidado hasta prácticamente ayer mismo de una parte significativa de los que sufrieron la represión: las mujeres de los presos, que desde fuera de los muros de las cárceles jugaron un papel fundamental, no solo en apoyar y sostener a sus maridos encarcelados, sino también en mantener la resistencia, colaborar con ella y jugar un papel político importante, aunque silencioso y silenciado, en la lucha contra la dictadura. Todo ello, como se verá a costa de una vida de permanentes sacrificios cotidianos y familiares no siempre evaluables en términos de rentabilidad histórica.  

Uno de aquellos presos, Pedro Vicente, dejó en sus memorias testimonio claro de la labor de sus mujeres (entendiendo por ello tanto esposas como madres, novias, hermanas o hijas): “Capítulo aparte merece el extraordinario y altamente ejemplar comportamiento de nuestras madres, esposas, hermanas y novias, auténticas heroínas y protagonistas infatigables de la prolongadísima tragedia de nuestro cautiverio durante la larga noche del régimen de dictadura franquista. Mi homenaje más sentido y profundo a todas las mujeres que durante tantos años lo dieron todo, permaneciendo fieles hasta el sacrificio en ayuda de sus seres más queridos. Trabajando tanto como podían en trabajos duros y pesados; las que tenían hijos, para darles de comer, y encima ayudar al marido; las que no les tenían, reservando todo cuanto ganaban trabajando, porque sabían que ayudando al marido o al novio, ayudaban también a los demás compañeros, algunos de los cuales no tenían familia o, si la tenían, carecían de medios para hacerlo. Ellas fueron nuestro mejor sostén, nuestro orgullo y estímulo permanente, que nos hacía sentirnos más seguros y confiados, sabiendo que su total entrega y compenetración con presos era el inquebrantable baluarte de la lucha, que ningún obstáculo por grande y poderoso que fuera lograría separarlas de sus presos, de nosotros”.

Tiene razón Pedro Vicente, pero se quedó corto en el elogio, porque esas mujeres de preso, además de dar apoyo material y moral a sus maridos encarcelados hicieron mucho más: contribuyeron de manera decisiva desde su personal lugar en la vida al mantenimiento de la lucha contra la dictadura, por lo que merecen una reivindicación histórica.

Fueron ellas, ciertamente, las que trabajaron en los más duros oficios para poder llevar algo de comida al familiar encarcelado; las que se tuvieron que encargarse solas del mantenimiento y la educación de los hijos, las que debieron realizar largos recorridos en las peores condiciones, atravesando a veces España en vagones de tercera o destartalados autocares, para estar puntualmente a la puerta de los presidios los días de comunicación; las que hubieron de someterse a la vigilancia policial (o de las asociaciones religiosas o falangistas, no menos inquisitoriales y delatoras) y a la exclusión social. Pero, además, también fueron las que se ocuparon de mantener los contactos entre los encarcelados y las organizaciones políticas del exterior en los momentos represivos más duros, las que entraron propaganda en los penales y sacaron informes en tarteras de doble fondo o en latas de sardinas manipuladas, las que se encerraron en iglesias para protestar, las que visitaron a obispos, periodistas, intelectuales o políticos para pedir la libertad de sus maridos, y con ella las de los demás presos políticos; las que organizaron las primeras protestas y manifestaciones por la amnistía y fundaron las primeras asociaciones; las que denunciaron en el exterior la represión. En definitiva, las que sostuvieron e hicieron posible, desde el silencio y el sacrificio, como heroínas invisibles o transparentes, la lucha clandestina de sus maridos, hijos o hermanos.

Josette, esposa de Pedro Vicente,
ante la puerta del penal de Burgos con una amiga
Ser mujer de preso es una condición sobrevenida, que no depende de la voluntad ni de la libre elección de quien cae en ella. No se es mujer de preso por contravenir ninguna ley, sino por  haberlo hecho el marido, el hermano, el novio, el hijo o el padre. Pese a ello, las personas afectadas no pueden huir de su condición, y sobre sus espaldas recae una tarea, cuidar y atender al encarcelado, y, además, hacerse cargo de la familia si la hay, que resulta dura y esforzada. Esta situación es común a las mujeres de todos los presos, estén encarcelados por el motivo que sea. Lo que distingue a las protagonistas de esta historia es que, en situación de dictadura, su normal apoyo al marido, máxime cuando la mujer era también militante, se convertía en una lucha solidaria y política específica que conjugaba una cantidad de aspectos y facetas difícilmente resumible a una sola. La actividad de esas mujeres, que asumieron las responsabilidades solidarias y políticas de sus maridos presos, ha sido fundamental para la lucha por las libertades y para el mantenimiento de la dignidad del ser humano. A ello hay que añadirle condiciones específicas de su lucha, que ha dado como resultado unas vidas calladas, anónimas, nunca reflejadas en los libros de historia, ocultas bajo el sacrificio y la lucha de sus compañeros, por las que jamás han recibido pago alguno ni reconocimiento social digno de tal nombre.

¿Cómo fueron aquellas vidas? ¿Qué les tocó hacer en aquella situación que no habían elegido? ¿Cómo consiguieron sobrellevar la ausencia de sus seres queridos y vivir en soledad? ¿Qué apoyos recibieron? ¿Cómo se organizaron? ¿Qué peligros corrieron? Estas son algunas de las preguntas pertinentes hoy en día, pero hay otras: ¿cómo les ha pagado la historia su sacrificio? ¿De qué manera se ha reconocido su papel histórico en esta sociedad democrática en la que dice que vivimos, a cuya consecución ellas tanto contribuyeron?

Sin embargo, aunque los comunistas constituyeron quizás la mayor parte de los presos políticos del franquismo, sobre todo en algunas épocas, y fueron los de mayores condenas, junto a los anarquistas, especialmente en los años más duros, la ideología de los encarcelados y también las de sus mujeres fue variando con el paso del tiempo y los cambios internos del régimen. Desde la represión indiscriminada de los primeros años, que no respetó ideologías concretas y que a todos los metió en la cárcel sin distinción de ideologías, hasta la masiva detención de militantes de las numerosas tendencias comunistas que fueron apareciendo en la universidad y el mundo obrero desde finales de los sesenta, bien formadas por disidencias y escisiones del propio PCE, bien continuación del troskismo, bien resultado de la evolución a posiciones marxistas de grupos originariamente católicos. En todo ese proceso de evolución cronológica del Régimen la composición y origen de los encarcelados, así como sus condiciones de vida en el penal y sus relaciones con el exterior, fueron variando, cambiando igualmente el papel a jugar por sus familiares femeninos, las esposas en primer lugar. Pese a ello, su situación familiar y política de estas mujeres no cambió sustancialmente, condicionada por los vaivenes represivos de la dictadura según aumentaba o disminuía la intensidad de las protestas.

Como comprobará fácilmente quién sea capaz de llegar hasta el final de estas notas, incluidas las que mañana concretarán la historia general en historias personalizadas, faltan aquí referencias e historias de mujeres de presos de militancia distinta a la comunista que también sufrieron represión, muerte y cárcel: anarquistas, socialistas, masones, republicanos, o simples demócratas sin apellido ideológico. Atribúyase esa ausencia no a voluntad discriminatoria, sino a lo provisional del trabajo, simple proyecto irrealizado, y a mis propios, personales e intransferibles orígenes familiares y políticos. También --y no es ni opinión ni sectarismo ni simpatía ideológica, sino dato histórico-- porque las mujeres de los presos comunistas fueron las que debieron enfrentarse a esta situación en mayor número, con la excepción de la inmediata postguerra, afrontar encarcelamientos más largos y haberlo hecho de una manera continuada, una generación tras otra pasándose el relevo sin un respiro en los cuarenta años de fascismo.


FUENTES/BIBLIOGRAFÍA DIRECTA

Aparte de la copla que encabeza estas notas, prácticamente nada se ha dicho, cantado o escrito sobre las mujeres de los presos políticos en la España franquista. Tan solo una novela: “Dona de pres”, que Teresa Pamies, conocedora del tema en carne propia, publicó, en catalán, en 1975, y otra más en la que las mujeres de preso forman parte importante de la trama; “Gente de abajo”, de Juana Doña (AZ Ediciones. Madrid, 1992). El resto, que yo sepa, únicamente breves alusiones en obras generales sobre las mujeres en la resistencia (o en alguna novela, como “La voz dormida”, de Dulce Chacón), y apenas un par de artículos o algún libro parcial, como “Mujeres canarias contra la represión”, de Arturo Cantero Castillo (CCPP, Santa Cruz de Tenerife, 2003), que se circunscribe a las islas. O expurgar en los textos sobre la resistencia femenina, como “Silencio roto”, de Fernanda Romeu Alfaro, para encontrar pequeñas historias sobre el tema entre otras más extensas y detalladas sobre actuaciones aparentemente más relevantes.

Atención aparte merece el trabajo de la historiadora zaragozana Irena Abad Buil, autora de las monografías “Las mujeres de presos republicanos: movilización política nacida de la represión franquista”, que fue su tesis doctoral, o “Las mujeres de los presos políticos en Aragón”, debidamente consultadas para estas notas-proyecto, a las que en el 2011, ya cerrado el plazo de admisión de nuevos datos, realizó junto a Eva Abad el documental “Fuimos mujeres de preso” y en 2012 publicó en la editorial catalana Icaria el libro “En las puertas de la prisión. De la solidaridad a la conciencia política de los mujeres de presos del franquismo”, ambos por desgracia, de poca difusión y complicada compra.  

Naturalmente, están también los testimonios dejados por algunos de los propios presos en sus respectivos libros de memorias, como sucede en los de Simón Sánchez Montero (“Camino de libertad”, Temas de Hoy, Madrid, 1997), Marcelino Camacho (“Confieso que he luchado” Temas de Hoy, 1990), Marcos Ana (“Decidme cómo es un árbol”. Umbriel, 2007), Miguel Núñez (“La revolución y el deseo”. Península, 2002), Melquisidez Rodríguez Chaos (“24 años en la cárcel”. Editorial Ebro, París, 1976) o Pedro Vicente (“Por qué luchamos”. Endymión, 1992), entre otros.

Esta es la bibliografía básica que he utilizado para escribir estas líneas, aparte de la propia memoria familiar y militante y las entrevistas realizadas a Tomasa Cuevas y Manolita del Arco, que en su momento reproduciré enteras por el interés que creo que tienen, como mujeres de preso que fueron, además de presas ellas mismas.


LA HISTORIA

Josefina Samper Camacho
A simple vista, las protagonistas de nuestra historia apenas se diferencian en la actualidad de cualquiera de las numerosas mujeres de su edad con las que se puede uno encontrar por las calles de las ciudades españolas. Podrían ser la vecina anciana que recibe a la familia los domingos, sale al mercado, juega en el parque con los nietos, realiza con esfuerzo las labores de la casa o pasea por el barrio al atardecer, sola o con su marido, tan anciano como ella misma si es que aún vive. Y sin embargo, bajo esa apariencia de sencillez, son diferentes a quienes les rodean. Se trata de mujeres de expresos políticos del franquismo, que en los duros años de la dictadura supieron dar con su esfuerzo, su lealtad, su lucha y su solidaridad un ejemplo de dignidad humana que a menudo se ha ignorado y que, en cualquier caso, nunca se ha reconocido suficientemente.

Presos políticos en el penal de Burgos, años 60
Es difícil calcular el número de presos políticos que pasaron por las cárceles franquistas durante los casi 40 años de dictadura. Se tomen datos de un lado u otro, las cifras ascienden siempre a cientos de miles de personas, y aunque con el paso del tiempo fue bajando el número de encarcelados, las prisiones españolas no dejaron de renovarse permanentemente con los miles de detenidos de los años posteriores, en una cadena continuada de represión que no acabó sino con el final del régimen.

Como no podía ser de otra manera, la propia dictadura fue evolucionando conforme pasaban los años e iban apareciendo nuevas circunstancias sociales, económicas, sindicales e internacionales que la condicionaban, una evolución a la que no podía ser ajeno el sistema penitenciario, y con él la situación de las mujeres de los presos y las formas de su ayuda, lucha y solidaridad.

Las circunstancias más duras se vivieron en la primera década tras la guerra civil, cuando las cárceles estaban llenas de presos encarcelados durante o al final de la contienda, a los que se añadieron los llamados “de delito posterior”, normalmente condenados por intentar reconstruir los partidos de la República, prohibidos y perseguidos, y los participantes en la lucha guerrillera o sus colaboradores. Las madres, esposas o hermanas de aquellos primeros presos debieron hacerse cargo del mantenimiento de las familias en una España en la que la mujer, y más la campesina o la de clase obrera, apenas tenían formas de ganarse la vida. También debían sacar para poder llevar al preso alguna comida, pues el rancho carcelario era claramente insuficiente para la supervivencia, procurarle prendas de abrigo para los duros inviernos, y aportarle el apoyo moral de las visitas, que en muchas veces implicaban atravesar media España en largos viajes que duraban días enteros. Esos esfuerzos cotidianos debían hacerlos, además, sometidas a una vigilancia especial, mayor quizás en los pueblos que en las ciudades, ejercida directamente por la policía o por organizaciones religiosas o estatales, como las Propagandistas de la Fe o el Patronato Para la Protección de la Mujer, que, so pretexto de ayuda, constituían eficaces medios de vigilancia y control.

Ya desde comienzos de los cincuenta, la sociedad comenzó a cambiar, y a partir de la espontanea huelga de tranvías de Barcelona de 1951 se incrementaron los paros y protestas obreras en las más importantes zonas industriales de España y en Madrid misma. Paros pequeños, escasamente coordinados, pero que llevaron a las cárceles a sus más destacados dirigentes, que pronto se integraron en las organizaciones políticas correspondientes que seguían existiendo en los presidios. Sus mujeres, que en muchos casos se conocían ya por encierros anteriores de los maridos o a través de sus comunes pertenencias a los partidos clandestinos, comenzaron por prestarse pequeñas ayudas --un sitio donde dormir a la que llegaba de lejos, por ejemplo—para pasar a organizarse en grupo, desarrollando trabajados relacionados especialmente con la liberación de sus maridos y las condiciones de vida en las cárceles.

De aquellos iniciales gérmenes organizativos femeninos surgió la primera manifestación por la amnistía que las mujeres celebraron en el invierno de 1960 en Burgos, convertido ya entonces en el principal penal para presos políticos. Durante estos años, la labor realizada por muchas mujeres pasó de lo asistencial y solidario a lo directamente político, organizándose, pero también y principalmente, implicándose en el mantenimientos de los contactos entre las organizaciones políticas en el interior de las cárceles y en el exterior, en el exilio en muchos casos.
                                                                                                             
El nacimiento a comienzos de los sesenta de Comisiones Obreras, y especialmente las huelgas de la minería asturiana de 1963, unido al auge de los movimientos estudiantiles de protesta, marcó la tercera etapa de esa evolución del universo carcelario español. Los presidios se llenaron de nuevos presos, obreros, estudiantes, universitarios, intelectuales e incluso curas, las organizaciones políticas represaliadas se multiplicaron, y, sobre todo, la lucha interna en los presidios se intensificó lográndose importantes mejoras. Las mujeres de los presos dejaron de ser sustanciales en la comunicación con el mundo exterior, papel que pasaron a ocupar los abogados, y ellas se centraron en la organización de la solidaridad, cada vez más política que material, a través de organizaciones creadas al efecto o de asociaciones que incluían la amnistía entre sus principales puntos reivindicativos. De ahí viene el nacimiento del pionero Movimiento Democrático de Mujeres en 1965.

Catedral de Las Palmas
Pese a los cambios en la lucha, la composición ideológica de los encarcelados y la vida interna en las cárceles, la represión siguió siendo dura, y la lucha de las mujeres pasó a ser abierta y masiva; como cuando en 1968 las mujeres de un numeroso grupo de presos canarios se encerraron en la Catedral de Las Palmas como signo de denuncia y pidiendo la libertad de sus maridos o hijos, inaugurando así y e aquel momento un método de protesta que después se repetiría en España y en todo el mundo hasta la saciedad. Las mujeres de los presos, como la sociedad en general, dejaron de estar a la defensiva para pasar a la ofensiva.

A partir de los setenta, cuando comenzó la agonía del régimen junto a la de su fundador, las condiciones de los presos, y en consecuencia las de sus familias habían cambiado sustancialmente. Aunque los últimos coletazos de la dictadura fueron de una especial y cruel violencia y las cárceles se llenaron de presos, esta propia abundancia de perseguidos movilizó las fuerzas del cambio. Se consiguieron derechos, no sin duras huelgas de hambre, las condenas eran en muchos casos más breves (si excluimos las correspondientes al proceso 1.001 contra dirigentes de Comisiones Obreras, las del proceso de Burgos, o las que condujeron a los últimos fusilamientos del 25 de septiembre de 1975), y se contaba ya con organizaciones nacionales e internacionales solidarias y por la amnistía que funcionaban con gran repercusión. También había cambiado la sociedad española y ser preso político ya no constituía un estigma que condenara también a sus familiares. Al contrario, en muchos casos era ya una medalla que los ennoblecía.

Simón Sánchez Montero y Santiago Álvarez
saliendo de Carabanchel tras la amnistía.
Muerto Franco y agotada la dictadura en unos estertores espasmódicos y sanguinolentos, llegó la democracia, o este algo parecido que vivimos, y aunque algunos de los que habían sido presos políticos tuvieron un cierto papel representativo en los últimos setenta, la mayoría de ellos siguieron con sus vidas cotidianas como si la cárcel hubiera sido sólo una anécdota en su vida, luchando, pero sin ponerse medallas para escalar sillones.

Sus mujeres, que sólo en casos excepcionales habían salido del anonimato, siguieron en él, como la vecina del piso de abajo, que sale a la compra, juega con sus nietos o riega las macetas del balcón. Nadie les ha reconocido su historia, pero ellas siguen ahí: rebeldes, críticas, orgullosas de su pasado, preocupadas por el presente y esperanzadas por el futuro.

en primer plano, Vicenta Camacho, presa y hermana de preso

Mañana, segunda parte: Once historias de una historia






Article 3

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DIEZ HISTORIAS DE UNA HISTORIA



una

El 27 de octubre de 1939 fue un mal día para Carmen Rodríguez Campoamor, que tenía entonces 19 años, aun considerando los muy dramáticos que todavía le quedaban por vivir en los siguientes treinta y seis años. La policía se presentó en su casa a las dos de la madrugada y se la llevaron detenida junto a su amiga Rosalía, con la que vivía en el barrio de Cuatro Caminos. Las interrogaron con violencia durante horas en un chalet de la calle Jorge Juan convertido en checa franquista, y cuando, ya de madrugada, no habían conseguido sacarles lo que buscaban, las subieron a un coche y las llevaron a las tapias del cementerio del Este. Acercaron a Carmen a la pared, y el policía, con la pistola en la mano, le repitió la pregunta que le venía haciendo toda la noche, ¿dónde está tu marido? La mujer no contestó, el policía amartilló la pistola. Carmen supo que ese podía ser el último momento de su vida. En realidad lo había sabido desde que reconoció el lugar: las siniestras tapias agujereadas del Cementerio de Este donde cada madrugada eran fusilados docenas de perdedores de la guerra. El muro donde tan sólo el agosto anterior habían sido asesinadas las trece rosas. Sus camaradas. Sus amigas.

El policía finalmente no disparó y nunca supo el sitio donde se escondía Simón Sánchez Montero, el marido y camarada de Carmen, que juntos intentaban reconstruir lo que aún sobrevivía de la organización del PCE. La dictadura conocía, o suponía, el trabajo que realizaba el marido, aunque ignoraba la militancia de la mujer, y eso quizás la salvó en aquella ocasión. Ella no sabía aún que le quedaban por vivir diecisiete años como mujer de preso. Diecisiete años que empezarían muy pronto, el 11 de septiembre de 1944, cuando Simón fue detenido por primera vez para pasar siete años encarcelado.

70 años después de aquel simulacro criminal, Carmen Rodríguez Campoamor es una anciana de 89 años, viuda desde hace tres, que aún sigue viviendo en la misma casa del popular barrio madrileño de Campamento. De cuerpo menudo, sufre los males de la edad, que a veces son algo más que simples achaques, pero su fuerza interna, la que le hizo resistir en los tiempos más duros, todavía se nota en sus ojos despiertos, su aspecto siempre cuidado y su actitud insobornable. De vez en cuando Carmen se sienta en el viejo despacho de Simón que conserva en su casa, aquel en el que siguen sus libros, aquel al que acudían los camaradas a charlar o discutir, y recuerda. ¿Qué se puede hacer en ciertas edades que no sea recordar? Pero ella sabe que el recuerdo es estéril si no sirve como ejemplo del presente. "Si no hubiera sido por la solidaridad y la ayuda de la gente, ni mi marido ni yo hubiéramos llegado a los 90", dijo aún hace unos años en un homenaje a las mujeres antifranquistas, y dirigiéndose a los jóvenes añadió: "os pido que sigáis luchando porque mejore nuestra situación, la de los hombres y la de las mujeres, pero sobre todo la de las mujeres".


dos

También gusta del recuerdo Vicenta Camacho Abad, que a sus más de 90 años ya tiene problemas al subir las escaleras, pero sigue vistiendo con la elegancia natural de quien sabe que la edad no es una enfermedad, sino un accidente cronológico que hay que afrontar con dignidad. Con la misma dignidad con que Vicenta se ha enfrentado siempre a la vida; siempre atenta a la actualidad, siempre rebelde, siempre solidaria. Aún hoy en día da conferencias, participa en jornadas por la memoria y frecuenta a los antiguos compañeros. Desde muy joven vivió la condición de mujer, hija y hermana de preso. Al acabar la guerra fue detenido su padre, simpatizante socialista, al regresar al pueblo soriano en el que había sido guardabarreras ferroviario, pasando año y medio en la cárcel. También su hermano Marcelino, que años después sería el preso político más conocido de España, fue detenido en aquellos primeros días de la derrota, encerrado en presidio y enviado luego a un campo de trabajo en el Marruecos español, del que consiguió evadirse en 1943 y pasar a Orán, donde vivió hasta su regreso a España años después y donde se casó con su compañera de toda la vida, Josefina Samper, también presente en esta historia.

Las detenciones del padre y el hermano, que obligaron a Vicenta y a su hermana Pepita, fallecida poco después, a trabajar duramente como costureras y a viajar a los distintos penales por donde uno y otro fueron pasando, no sólo no atenuaron la rebeldía de Vicenta, sino que la acentuaron. Detenida en 1943, pasó sesenta y cuatro días en las celdas de los sótanos de la Brigada Político Social, con frecuentes interrogatorios y palizas que no la hicieron confesar. Finalmente la condenaron a doce años y un día, de los que cumplió nueve en las cárceles de Ventas, en Madrid, y Segovia. Tenía 22 años de edad cuando entró y no volvió a ver la calle hasta los 31.

Los presos políticos que salían en libertad en los años cincuenta después de haber cumplido una larga condena no volvían normalmente a la militancia activa, a no ser que se tratase de dirigentes, que pasaban directamente a la clandestinidad o salían al exilio. Los recién liberados estaban fichados y eran bien conocidos por la policía, que les vigilaba estrechamente, por lo que su pertenencía directa a una organización clandestina estaba desaconsejada. Para ellos y para la organización. En esas se encontró Vicenta Camacho cuando salió en libertad en 1952, y ante la imposibilidad de la militancia directa se volcó en aquello que tenía más cercano: el apoyo y la solidaridad con los que habían quedado en las cárceles.

En aquella España, en la que las huellas de la guerra seguían latentes y el miedo continuaba imperando entre la población, los perdedores --conscientes de que sólo entre los suyos podían tener la libertad de cantar “En el frente de Jarama” en las fiestas familiares; bajito, eso sí-- constituyeron una especie de sociedad cerrada sobre sí misma, unida por los lazos del pasado que les protegían de la represión del régimen. La mayor parte de ellos no tenían actividad militante, pero se seguían manteniendo en contacto, se pasaban unos a otros los periódicos ilegales o los panfletos, comentaban y discutían sobre política nacional e internacional y colaboraban en lo posible con la causa. En esos círculos de camaradas y ex-camaradas, amigos, compañeros de regimiento o de presidio, familiares y perdedores de la guerra en general encontraron Vicenta Camacho y quienes se dedicaron a ese trabajo las primeras redes de ayuda a los presos que ya no estaban formadas únicamente por las propias familias. Unos daban una parte de su sueldo para los encarcelados, otros entregaban algo de comida cuando recibían un paquete del pueblo. Otro se asociaba al Club de Amigos de la Unesco para luchar por la cultura y la libertad casi legalmente. Éste compraba el bono de una rifa cuya recaudación ya se sabía a dónde iba, y aquel, o aquella, prestaban una habitación de su casa a quien la necesitaba porque vivía lejos y tenía que viajar a Madrid, Soria o El Dueso a visitar a su marido preso. De aquel germen de organización solidaria saldrían luego los grupos pro-amnistía de toda condición.


tres

Ana Castillo, madre de Marcos Ana
El poeta Marcos Ana, más de veinte años ininterumpidos de presidio, relata sobre su madre en sus memorias: “A veces, cuando volvíamos de los interrogatorios, tullidos y esposados, pasábamos por delante de una fila de familiares que aguardaban en un pasillo para entregarnos ropa o a pedir información sobre los detenidos, pero los verdugos ni se inmutaban, pasaban sonrientes, exhibiendo su crueldad, nada les importaba.

Tras una de las sesiones, cuando acababan de torturarme y me devolvían a mi “apartamento” con las manos esposadas a la espalda y la sangre fresca todavía, descubría a mi pobre madre, menuda y pequeña, arrebujada en su toquilla oscura, con su eterno pañuelo negro sobre la cabeza. Estaba esperando junto a otros familiares, para entregarme un pequeño paquete de comida.

Al verme llegar, al reconocerme y ver lo que habían hecho conmigo, echó a correr y de rodillas se abrazó a las piernas de uno de los policías llorando.

--Por favor, por favor, tengan piedad, están matando a mi hijo, me lo están matando –repetía.
--Levántese, madre –sólo pude decir, con el corazón destrozado.

Con los pies la empujaron y se la quitaron de encima y allí quedó llorando, tirada en el suelo…


cuatro

Pese a los condicionantes de ser una radio de partido, comunista y clandestino para mayor abundancia, y que, además, emitía desde Bucarest para un país sometido a una dictadura, Radio España Independiente, la mítica Pirenaica, fue el medio que mayor atención prestó a los presos antifranquistas. En sus emisiones se denunciaron las condiciones de vida en las prisiones, se condenaron las torturas, se biografió a los presos y se hicieron campañas por su libertad, se transmitieron sus cartas, documentos y poemas y se pusieron en la picota los comportamientos más crueles de los funcionarios. En sus 36 años de existencia, de 1941 a 1977, no hubo un solo día que no se hablara de ellos, hasta tal punto de que entre 1961 y 1963 se emitió semanalmente el espacio “Antena de Burgos”, dirigido y escrito íntegramente desde el interior del penal. Y eso hubiera sido totalmente imposible sin la colaboración, la entrega y el sacrificio de las mujeres de los encarcelados, que se constituyeron en los correos que permitieron cruzar los muros a todo tipo de documentos, noticias y cartas.

Fueron muchos los métodos que utilizaron las mujeres de los presos en esta peligrosa labor, que de ser descubierta por la policía les podía acarrear largos años de cárcel, y algunas de nuestras protagonistas se sirvieron de diversos de ellos. El más sencillo y el más utilizado era la información directa de la mujer al marido en las comunicaciones. Carmen Alvarado Janina aún recuerda cómo por la noche escuchaba La Pirenaica y tomaba notas con un bolígrafo en su brazo de todo lo que decían, para contárselo al día siguiente a su hermano en la cárcel. Éste, a su vez, se lo transmitía al resto de compañeros, que así estaban al día de lo que ocurría y recibían las orientaciones políticas del momento.

En casos más organizados, los sistemas de pasar información a las cárceles eran más sofisticados, aunque más peligrosos. Finos metalúrgicos, por ejemplo, construían ingeniosas tarteras de doble fondo, que aún se conservan y en las que todavía hoy es imposible distinguir la juntura que separa ambas partes. Lo sé porque Tomasa Cuevas conservaba una y me la enseñó. Entre ambas partes se introducían los documentos o cartas correspondientes, escritas en papel muy fino y en una letra extremadamente pequeña, que a veces precisaba de la lupa para leerla. También se usaban latas de conservas trucadas, que se vaciaban y limpiaban escrupulosamente. En el fondo se introducían los documentos y luego se les soldaba una chapa por la mitad, se volvían a llenar con una capa de sardinas y se cerraban como si llegaran directamente de la fábrica. En otras ocasiones, los documentos salían en las lámparas metálicas que los presos fabricaban en los talleres de la prisión, con uno de los brazos hueco en cuyo interior se habían introducido los papeles. Las que entraban y salían delante de los guardias con todos estos peligrosos objetos eran las mujeres, que luego los reenviaban a la dirección del exilio a través de un contacto más o menos fijo o por correo anónimo a una estafeta de París o alguna otra ciudad europea.

Sin embargo, no solo papeles entraban las mujeres a sus maridos. Simón Sánchez Montero y Luis Lucio Lobato, otro preso de larga duración también fallecido, pasaron varios años juntos en el penal de El Dueso, donde eran los únicos presos políticos. Ambos tenían largas condenas a sus espaldas y allí estaban aislados de toda información exterior aparte de la que sus esposas, Carmen Rodríguez y Dulcinea Bellido, también fallecida, que les transmitían las noticias en sus dificultosos viajes desde Madrid. El caudal de información aumentó cuando consiguieron hacerles entrar una radio con onda corta, lo que permitió a los dos encarcelados escuchar directamente La Pirenaica, Radio París o Radio Praga. Fue la primera radio clandestina que entró en una cárcel, luego entrarían muchas otras.

cinco

Las vidas de las mujeres, y de los hombres, que de una forma u otra decidieron enfrentarse a la dictadura franquista estuvieron llenas de sacrificio, lucha y esfuerzo, pero algunas de esas vidas alcanzaron una dimensión dramática difícil de encontrar en una obra de ficción. Tal es el caso de las que les toco vivir a Manuela del Arco, Manolita, y Ángel Martínez, ambos ya fallecidos, cuya historia deberé contar algún día en sus propias palabras, pues charle con ella durante unas cuantas horas que quedaron registradas en cinta magnetofónica. O el de Tomasa Cuevas, con la que también charle, presa ella misma durante largos años, esposa del dirigente comunista Miguel Núñez y autora de la primera recopilación de testimonios orales de mujeres represaliadas por el franquismo. En 1996 recordaba:

Posteriormente volvieron a detener a Miguel y me convertí en mujer de preso, con todo lo que eso representa. De Burgos se sacaban las cosas de mil maneras: con una tartera de doble fondo, en las asas de los bolsos, y para entrar también, en latas de conserva, a las que también les hacían en Francia un doble fondo. Con una de estas me pasó a mí una vez que se conoce que habían dejado un pequeño poro abierto y por él se pudrieron las sardinas en aceite que iban en la lata y había un olor horrible. Yo fui echándome colonia de Barcelona a Zaragoza, y allí fui a la persona que iba a pasar la lata, la familia de Vicente Cazcarra. Ellos me ayudaban a meter y sacar las cosas de Burgos (como también me ayudaba desde Vitoria la familia de Rosell), y les dije: Marujina, el coche y arreando a Burgos que mira lo que llevo, trilita va ahí. Como olía tanto, le dije al padre de Cazcarra: Vicente, que también se llamaba Vicente, vamos a abrir la lata en el campo. El no quiso. Llegamos a Burgos y nos quedamos de pensión. Bajamos al río, abrimos la lata, tiramos las sardinas y sacamos los papeles que había en ella. Me tuve que buscar un apaño para meter las cosas y le expliqué a Miguel lo que había pasado, porque era imposible meter la lata, lo hubieran descubierto todo”.


seis

Poco suponía Josefina Samper cuando regresó en 1957 a España, donde había nacido 30 años antes pero de donde había salido con cinco años siguiendo a su padre emigrado a Orán, que en las dos décadas siguientes le iba a tocar visitar a tantos curas, políticos, diplomáticos y periodistas. En aquel momento sólo sabía que Marcelino Camacho --con el que se había casado en Orán en 1948 y con el que ya tenía dos hijos: Yenia y Marcel-- volvía, como ella misma, para seguir luchando contra la dictadura en la organización del movimiento obrero, que por aquellos años comenzaba a realizar importantes, aunque descoordinadas, movilizaciones, que cuajaban en huelgas que siempre se saldaban con detenciones. Primero se instalaron en La Rasa, el pueblo soriano en el que había nacido Marcelino, hasta que fijaron su residencia en Madrid, donde había más posibilidades de encontrar trabajo como oficial fresador de primera, el oficio del marido, y donde había más posibilidades de organizar la lucha obrera y sindical.

Los primeros años fueron difíciles, viviendo toda la familia, a la que se había añadido Vicenta, la hermana de Marcelino, salida de la cárcel cinco años antes, en casa de una prima con un hijo. En aquella vivienda de escasos 40 metros cuadrados convivían diariamente siete personas: el matrimonio, que por las noches apenas podían llegar a su cama de un metro y diez centímetros a través de los obstáculos durmientes, Yenía, que dormía en una cama mueble en el comedor, Vicenta y el pequeño Marcel, que tenían reservado el pasillo de la entrada, y la prima Felia, que descansaba por la noche en la misma cama en la que su hijo, taxista de profesión, lo hacía por el día. La buena cualificación profesional de Marcelino le consiguió trabajo en la fábrica Perkins, en la que pronto fue elegido enlace sindical y desde donde comenzaría a contactar con otras empresas de diversas provincias hasta acabar creando Comisiones Obreras.

Tras el desconcierto del régimen ante la aparición de un movimiento de trabajadores que funcionaban en asamblea, criticaban al Sindicato Vertical desde dentro y planteaban reivindicaciones que siendo indudablemente laborales nadie ignoraba que escondían un trasfondo político, llegó la represión. Las múltiples detenciones de Marcelino obtuvieron una extraordinaria repercusión en todo el mundo, donde no podían entender que en España se encarcelara a un hombre que defendía cosas perfectamente legales en sus propios países, lo que le convirtió en el preso más conocido del franquismo. Josefina se vio obligada a asumir, en su doble papel de esposa y militante, el papel de portavoz de su marido y, por extensión, de todos los presos políticos y sindicales españoles.

Por ese camino llegó Josefina --habitualmente acompañada por mujeres de su misma situación y temple, como Carmen Rodríguez, Tomasa Cuevas, su cuñada Vicenta, Dulcinea Bellido y tantas otras-- a pisar kilómetros de moqueta oficial persiguiendo ministros o subsecretarios a los que presentar cartas y peticiones y cientos de metros cuadrados de alfombras episcopales en busca de comprensión y solidaridad. Igualmente participaban en una asamblea en un barrio, daban charlas en el estudio de un intelectual y acudían a los despachos de los corresponsales en España de la prensa extranjera que presentaban peticiones en las embajadas extranjeras en Madrid. Recibían a delegaciones sindicales y a observadores extranjeros, comían con políticos liberales del franquismo y establecían contactos con antiguos falangistas descontentos con el régimen. Presentaron recursos, peticiones, cartas, manifiestos, solicitudes, reivindicaciones. En todos los casos venían a decir lo mismo: Nuestros maridos, hijos, hermanos están en la cárcel por defender derechos reconocidos en todos los países del mundo. Es necesaria la amnistía, es necesaria la libertad.

De una de aquellas reuniones con un grupo de periodistas catalanes, ha dejado escrito Manuel Vázquez Montalbán: “Comienza la década de los setenta. Reunión en un piso de Barcelona para que algunos abogados informen sobre la situación de los dirigentes de Comisiones Obreras encarcelados y procesados en el proceso 1001. Junto a los abogados dos esposas de los detenidos: la de Acosta y la de Marcelino Camacho. Será difícil de explicar a las generaciones futuras, si no pasan por experiencias parecidas, cómo eran las compañeras de los perseguidos por el franquismo. Tenían la doble militancia: la que les comprometía con la gran causa general y universal de la emancipación humana, y la causa de primer plano, la sentimental, que les ligaba por un cordón umbilical invisible con el hombre a quien querían, frágil objeto de su de su deseo y de su memoria… Lo cierto es que aquellas dos mujeres supieron transmitirnos su serena angustia por los rehenes del franquismo en su frase terminal… Josefina Samper transmitía un temple histórico verdadero. No había retórica en sus palabras, ni siquiera la retórica superviviente que utilizaba la prensa del partido o las emisiones de Radio España Independiente”. ¿Qué piensa hoy Josefina de todas aquellas visitas? ¿Hablaba de ellas con Marcelino mientras recorren despacio cada mañana el parque del barrio? ¿Merecieron la pena? ¿Alguien las ha apuntado en una esquina de la historia de la lucha contra la dictadura?


siete

Entre los cientos de miles de mujeres de presos del franquismo las había de toda condición. Algunas, muchas, ya eran activistas políticas antes de la detención de sus maridos, pero otras se enteraban de su militancia cuando la policía llamaba a la puerta, siempre de noche, y se llevaba a sus hombres a la comisaría después de haber puesto la casa patas arriba. Y allí se quedaban ellas, militantes o no, enfrentadas a una situación que les superaba pero a la que en su mayor parte no dejaron de responder con valor y dignidad, adquiriendo entonces, si es que no la tenían ya, la conciencia de vivir en una dictadura y la necesidad de enfrentarse a ella.

Un día de 1973 un grupo de mujeres canarias ascendían la cuesta que llevaba a la prisión de Barranco Seco, en Las Palmas de Gran Canaria, en la que tenían familiares encarcelados, y una frase de una mujer de 68 años que subía fatigosamente se haría famosa con el tiempo y se recordaría a menudo como resumen de su vida: “He subido esta cuesta para visitar a mi marido, luego para visitar a mis hijos y ahora para visitar a mi nieto. ¿Habrá alguien que haya visitado a tres generaciones seguidas de presos políticos?”.

Quien pronunció la frase se llamaba María del Carmen Sarmiento Valle,  Doña Cármen, y nada en su infancia y origen social permitía adivinar el destino que luego tendría en la vida como mujer, madre y abuela de presos. Había nacido en 1905 en el seno de una familia de la burguesía liberal de Las Palmas, y desde niña demostró una gran fe religiosa, cargada con fuertes tintes sociales, que mantuvo hasta su muerte. La guerra civil la pilló en las islas, separada de su marido, Ernesto Cantero Arocena, un ferviente republicano, con el que se había casado en 1927, que se encontraba en Madrid opositando a una cátedra de instituto, que obtuvo pero que no pudo ocupar por la contienda, al final de la cual se exilió en Francia, donde fue internado en un campo de concentración. Repatriado por motivos de salud a Las Palmas, fue depurado y denunciado por un cura, lo que le llevó a la cárcel de Barranco Seco, la de la misma cuesta que Doña Carmen volvió a subir en 1962 cuando encarcelaron allí a dos de sus seis hijos, Arturo y Jesús, por pertenecer al movimiento Canarias Libre. El nieto que motivó el comentario sobre las tres generaciones era José Luis Gallardo Cantero, que tan sólo tenía 15 años al ser detenido.

La necesidad, la lealtad y la capacidad de rebelarse contra la injusticia le otorgaron a Doña Carmen un papel que, en buena ley, nunca hubiera debido jugar. Quienes la recuerdan, que son muchos entre los luchadores antifranquistas canarios, porque a todos ayudó, cuentan de ellas anécdotas extraordinarias. Con motivo de la actuación de la orquesta de la televisión soviética en el Teatro Pérez Galdós de Las Palmas la policía había detenido a tres jóvenes que había tirado claveles rojos al escenario, detención que se amplió posteriormente a otros dos más. Unos y otros fueron torturados en la comisaría, llegando incluso a aplicar descargas eléctricas a alguno de ellos. La noticia se corrió por toda la ciudad, y Doña Carmen, indignada por el trato que habían dado a aquellos amigos de sus hijos y conocedora del policía que lo había hecho, se vistió con sus mejores galas y se dirigió a la comisaria. A los guardias de la puerta ni se les ocurrió parar a aquella señora, ya con más de sesenta años y tan bien vestida que entró decidida por la puerta. Lentamente y sin hablar con nadie recorrió pasillos y habitaciones hasta encontrar al torturador sentado en la mesa de su despacho. “Eres un canalla y un hijo de puta”, espetó la anciana al policía, al que conocía personalmente porque en una ciudad pequeña, como entonces era Las Palmas, se conocían todos. Doña Carmen dio la vuelta pausadamente y salió por dónde había entrado sin que les diera tiempo a retenerla, pese a que el policía tan bien calificado se puso a pedir a gritos que la detuvieran.

ocho

María del Carmen Campos Alonso, más conocida como Mela Campos, tenía mucho contacto con Doña Carmen, entre otras cosas porque eran prácticamente de la familia: su cuñado, José Luis Gallardo, estaba casado con María del Carmen Cantero Sarmiento, Nena, hija de la anciana. Mela se había casado con poco más de 20 años con el entonces aprendiz de pintor y escultor Antonio, Tony, Gallardo, con el que había emigrado en 1958 a Venezuela, donde el contacto con los exiliados les llevó a politizarse afiliándose al Partido Comunista Venezolano, compromiso que mantuvieron al volver a Canarias en 1961.

El 15 de septiembre de 1968 un grupo de unos 200 militantes y simpatizantes del PCE se reunieron en Sardina del Norte, una pequeña y abrigada playa al norte de Gran Canaria, con la excusa de una excursión pero con la intención de, además de comer, discutir en asamblea problemas sindicales y políticos. Enterada la Guardia Civil, rodearon la playa, dispararon (“al aire”, según la prensa de la época) causando dos heridos, uno de ellos de gravedad, y detuvieron a unos 50 reunidos, de los cuales fueron juzgados 25, recibiendo 22 de ellos condenas de entre tres y 11 años de cárcel. A Tony, que dirigía el partido clandestino en la isla, le cayeron seis, que pasó en los penales de Soria y Segovia, primero, y finalmente en Tenerife.

La lejanía de las ciudades en que encerraron a Tony enfrentó a Mela con las dificultades de los traslados de Canarias a la península, que apenas fueron tres en dos años. Aún recuerda la ayuda y atención que en esos viajes, especialmente en el que realizó para visitar a su marido enfermo, le prestaron las mujeres de otros presos, que la recogían en el aeropuerto y la acompañaban hasta el penal correspondiente. La detención de su marido también la llevo a ser involuntaria pionera de una forma de protesta política que hasta entonces no se había utilizado nunca y que luego se practicaría con profusión en todo el mundo, España en primer lugar: los encierros reivindicativos en las iglesias.

Cuando se conocieron las importantes condenas que les habían caído a los juzgados por la reunión de Sardina del Norte, ocho de las mujeres de los condenados, Mela Campos entre ellas, decidieron exigir su libertad encerrándose en la Catedral de Las Palmas, donde permanecieron durante cuatro días, consiguiendo hablar con el Obispo de la diócesis, que les prometió su ayuda. La acción, que se realizaba por primera vez en el mundo, tuvo una inmensa repercusión nacional e internacional.


nueve

A veces las historias más dramáticas toman inesperadamente un cierto tinte de comedia. De comedia pícara, en este caso. A comienzos de 1972 Tony Gallardo se había roto una pierna en la prisión de Segovia, donde iba ya por su tercer año de condena, lo que ayudó a que, por fin, se decidiera su traslado a Canarias, Tenerife en concreto, una reivindicación que atenuaría el alejamiento de su mujer, que vivía, no obstante, en otra isla: Gran Canaria. Por una casualidad, la ya citada Mela Campos se enteró del día en que su marido embarcaría en Cádiz para el viaje que le llevaría en barco a su nueva cárcel, y ella, que nadie puede decir que sea mujer que se achanta ante las dificultades, tomó el avión y se presentó en el puerto.

Con las artimañas que fuera, sólo ella puede ya contarlo, Mela convenció al capitán del buque, un paisano llamado Ravelo, de que aquella era la única oportunidad que tenía en tres años de estar a solas con Tony, consiguiendo que la máxima autoridad en alta mar les entregara las llaves del camarote de la enfermería, en el que el matrimonio realizó sin molestias y en compaña toda la travesía. Tres días con sus noches, nada menos.

Pese al feliz suceso que vivieron Mela y Tony, las relaciones entre el marido en la cárcel y la mujer libre fueron, en algunas ocasiones, motivo de conflicto, personal o político. La inaccesibilidad del ser amado, la dureza de la vida cotidiana, el miedo o el cansancio llevaron a algunas de estas mujeres a descuidar la relación con el marido preso, a abandonar la lucha, o, lo que aún resultaba peor, a enamorarse de otro hombre. Tantas al menos como hombres hubo que en la cárcel, la clandestinidad o el exilio sintieron que se les acababa el amor por sus mujeres. Estas situaciones podían convertirse en verdaderas tragedias en el mundo de los presos y sus familiares, camaradas y amigos, que habitualmente condenaban sin paliativos estas actuaciones, especialmente el de las mujeres que cambiaban de pareja, y aislaban a quienes las realizaban. Fueron una minoría, pero en cualquier caso su existencia plantea la cuestión de los límites de la resistencia humana y también, ¿por qué no?, la de los rígidos principios morales y políticos que regían el colectivo y su inflexibilidad, quizás necesarios en una situación crítica, siempre a la defensiva y con desconfianza en la posible traición, en la que sólo la unidad férrea permitía pensar en la posibilidad de la supervivencia, pero que en cualquier caso subordinaban la acción femenina a las necesidades masculinas.


diez

En el verano del 2009 Josefina Samper y Marcelino Camacho dejaron su viejo y pequeño piso en una colonia popular en el barrio de Puerta Bonita en Carabanchel, en el que han vivido desde 1960. A él ya le costaba subir los cuatro pisos de empinadas escaleras y buscaron una nueva vivienda con ascensor, cerca de donde vivían sus dos hijos, que les hiciera más fácil salir a la calle. Ahora, ya viuda, quizás Josefina vuelva a pasar por delante de la vieja casa, quizás habitada por extraños, cuyas ventanas ya no dan a los tejados de otras viviendas más bajas sino a las fachadas de enormes edificios, y recuerde el tiempo en que aquellas paredes albergaron el principal centro de suministro de alimentos a los presos de la cercana cárcel de Carabanchel, donde estaba encerrado su marido junto a tantos otros.

No todos los presos de Carabanchel recibían visitas todas las semanas, pues procedían de lugares lejanos y sus familias no disponían del dinero necesario para hacer viajes frecuentes. De su alimentación extra, con la que completaban la nauseabunda pobreza del rancho carcelario, también se ocupaba Josefina, entre otras mujeres. Las noches de los sábados se tocaba a rebato en la casa de Puerta Bonita. Vicenta, la hermana de Marcelino, Yenia y Marcel, los hijos, que aún no habían cumplido los 20 años, la propia Josefina y alguna amiga o vecina solidaria pelaban guisantes, cortaban patatas o zanahorias, preparaban la carne y alrededor de las cinco de la mañana ponían a cocer el guiso para que aún estuviera caliente cuando a las 12 del domingo llegaran los primeros cubos a las galerías.

Cada vez hacían comida para más de 20 personas, que tenían que trasladar hasta la cárcel en el coche de un amigo o en un taxi, que en ocasiones  no cobraban la carrera al enterarse del objetivo del viaje. Había que llegar a Carabanchel casi de madrugada, para ocupar los primeros puestos de la cola y que la comida entrara pronto. El contenido de las ollas había que echarlo en unos cubos de plástico con etiquetas con el nombre y galería del preso, cuyo contenido revisaban los funcionarios, que a veces rechazaban la entrega de los alimentos a sus destinatarios. Esa semana la comuna tendría menos comida.

Luego venía la comunicación: 20 minutos de conversación a gritos con una tupida reja metálica entremedias, en una enorme sala con un eco desmesurado que hacía casi imposible la charla. Pero además de comunicar, Josefina también se dedicaba a otros menesteres en esos momentos. Lo cuenta su marido en sus memorias: “Mientras hablábamos, y cuidando de que no nos vieran los funcionarios que vigilaban, pasábamos canutillos de papel finamente liados con informaciones de Comisiones o del PCE. Pacientemente, comunicación tras comunicación, se habían abierto algunos agujeros entre las mallas, pero solo en algunos de los puestos de las comunicaciones. Cuando se entraba en la sala había que coger aquellos sitios si queríamos pasar nuestras notas…


epílogo

Hoy en día, décadas después de aquellos acontecimientos que les tocó vivir, algunas de aquellas mujeres ya han fallecido, otras, Josefina, Carmen, Vicenta, Mela y tantas otras son ya mayores, ancianas en su mayor parte. Viudas en muchos casos, siguen siendo personas autosuficientes, que hacen una vida cotidiana y familiar que en poco se diferencia de la de otros españoles de su edad y condición, aunque no hayan dejado su pensamiento crítico ni su actividad solidaria y militante. No hay en ellas nada que las distinga de los demás sino sus recuerdos. ¿Sienten que hay un reconocimiento social satisfactorio a sus luchas? ¿Piensan que los ideales por los que lucharon están presentes en la sociedad actual? ¿Volverían a hacer lo que hicieron en caso de nueva necesidad? ¿Afrontan el futuro del mundo con esperanza o con pesimismo?... Hay que averiguarlo. Hay que oírselo contar. Hay que escribirlo. ¿Les debemos algo, aunque sólo sea reconocimiento? Deberíamos pagárselo. Ahora.



"No olvidemos sus nombres" 
Homenaje a las mujeres de presos del franquismo
Música: Antonio Resines. Texto: Antonio Gómez


Article 2

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Luis Pastor. Programa de televisión. 1987










Aprovechando que ayer cumplió años el maestro, sobre el que ya he escrito por aquí, e incluso he reproducido alguna entrevista, voy a colgar hoy el fruto de un trabajo conjunto que hicimos con Antonio Resines en 1987. Se trata del programa que bajo el título de “Metro del Lunes” se le dedicó en “La Buena Música / Más o menos nuestro” de TVE. Él puso el talento y nosotros intentamos servírselo al espectador de la manera que creímos más interesante; para el espectador, y para nosotros, que teníamos ganas de darle una vuelta de tuerca a la idea original del programa. Creo que fue el trabajo que más se acercó con lo que pretendíamos hacer, fuera mucho o poco.

“La Buena Música” era un espacio de La 2 ya en marcha, que cada semana estaba dedicada a un género, el jazz, la música de cámara, el ballet y el flamenco, a los que cuando llegamos nosotros se incorporó la música popular. Teniendo en cuenta que estuvimos en aquello algo así como cuatro años y que se emitía un “Más o menos nuestro” cada cinco semanas, debimos hacer como cuarenta programas en los que cupo de todo, básicamente cantautores y folk revisitado. Sólo como información adicional, téngase en cuenta que en aquel año de 1987, aparte de la Buena Música, se emitían programas semanales en la segunda cadena como “Jazz entre amigos”, que dirigía el viejo compañero Juan Claudio Cifuentes, o “Música y músicos”, dedicado a la clásica, además de, en la primera, la historia del rock español que hizo Miguel Ríos en “Qué noche la de aquel año”, monográficos en “A media voz”, música en directo todos los días en el magazine de sobremesa y actuaciones no siempre despreciables en cualquier espectáculo nocturno que se preciara. Si te pones a comparar con el hoy en día es realmente de grima.


Sea como sea, la “Buena música” se caracterizaba por partir siempre de un concierto o actuación en directo e ilustrarla con imágenes más o menos relacionadas, normalmente paisajes y similares. Resines y yo pensamos que se podía dar un paso más (ligado quizás a la ola de viodeoclips que nos invadía por aquellas fechas) y ahí le fuimos dando vueltas a las cosas hasta que ya con tres años de experiencia afrontamos el programa de Luis Pastor (al final incluyo los enlaces de los programas ya colgados aquí).

Siempre habíamos tenido en mente las posibilidad de que las imágenes no sólo ilustraran las canciones, sino que de alguna forma  sirvieran para explicarlas utilizando esquemas narrativos, y en esta ocasión no se nos ocurrió otra idea más original de la del viaje, tan antigua como el nacimiento de la literatura, que quizás por ser una idea tan vieja resulta de siempre y de nunca. Y ahí salió un trayecto de metro de Luis Pastor desde Vallecas a un supuesto local de actuaciones del centro (que no era otro que Elígeme) a lo largo del cual se fuera encontrando a los personajes e historias de las canciones. Lo que quedó es lo que va más abajo.

Visto ahora hay cosas que me gustan y otras que menos. Por ejemplo, me sigue gustando (y ahora me emociona más que entonces, pues la muerte de los amigos siempre le da a su recuerdo un sentimiento de ausencia) la adecuadísima presencia de Paco Almazán en “Recordándote”, o de Rufo al final, en su papel de siempre, el único que, con Luis y Pablo, pone cara de sí mismo. Me parecen excesivos, en cambio, algunos trucos técnicos (“Nada es real”, “Puerto de Mar para Vallecas”) que no sólo resultan primitivos, al fin y al cabo se hacía lo que se podía, sino algo fáciles y repetitivos.

Sin embargo, donde creo que el programa puede resultar interesante es en retratar un momento de giro de la carrera de Luis Pastor, del que pienso que no queda un testimonio en directo más completo que la grabación del recital que le dio origen, realizada en la sesión final del Festival de Nuevos Cantautores, que cada año se celebraba en Jaen (y sobre el que algo se ha dicho aquí), de noviembre de 1986.

Si la obra de Luis Pastor fuera como una novela y tuviera planteamiento, nudo y desenlace, podríamos convenir que este recital marca el final de nudo de su carrera y abre un periodo que desembocará en el esplendido desenlace final que explota con la aparición del deslumbrante “Diario de a bordo”, etapa ya actual en la que ha destilado todo su trabajo y formas musicales anteriores hasta conseguir una voz absolutamente personal y propia.

En 1987 Luis Pastor tocaba con un grupo bajo la batuta de Jonny Galvao, guitarrista y arreglista, un músico de prestigio en los ambientes del pop y del rock, buen conocedor del escenario musical. En una búsqueda de un lenguaje apropiado a los tiempos que corrían, Luis se había acercado al rock, tomando al modelo (saxo, voz femenina) que de alguna manera había impuesto el éxito de la fórmula “sabianiana”, que tantos siguieron. Con Jonny Galvao había grabado su anterior disco, “Por la luna de tu cuerpo” (luego escribiría una “por el mar de tu mano”). Era el nudo de un recorrido estético en el que parecía haber sobrepasado los modelos que habían hecho posible su obra anterior, sin sombra de ecos negroides o portugueses ni adaptación de poema alguno, elementos sustanciales de su obra anterior que luego recuperaría fundidos en otro estadio de madurez estética. Aunque seguía utilizando textos ajenos, ya no eran poemas previos, sino letras escritas específicamente para cada canción, que son cosas muy distintas. Además, Luis había empezado a escribir de manera regular sus propios textos, de los que en el recital queda la excelencia de los de “Recordándote”. “Certeza” o “Sale hoy”, método que seguiría utilizando casi en exclusiva y con inmejorables resultados artísticos cuando llegara al tercer acto del desenlace, aunque en los últimos años haya recuperado el gusto por musicalizar poemas (Saramago, Hernández o los poetas canarios que está a punto de grabar).

Sin haberlo pretendido en aquel momento, al volver a ver ahora el programa, encuentro que hay una secuencia que creo marca muy bien ese punto de fin de acto, de algo que queda atrás y algo que se abre delante sin saber muy bien qué es. Es el de “A contramano” (que, como “Metro del lunes” cuanta con un texto de Cástor que me hubiera gustado firmar a mí y que considero, en ambos casos, se encuentran entre aquella letras “narrativas” cumbres de la historia de la canción popular, a la altura de “Pedro Navaja”, de RubénBlades, “Tom Joad” de WoodyGuthrieo “Veneno Blanco” de GatoPérez, por hablar solo de algunas de las grandes). En la secuencia, que está aislada en youtube. Luis sale del metro, escucha algo a lo lejos, se acerca y es él mismo en su papel de el ciego cronista de la actualidad que años antes se había hecho famoso en televisión en un programa que diría Alfredo Amestoy y que todavía estaba en la memoria de los espectadores. El ciego canta “A contramano”, una historia de marginación juvenil, de dónde viene y a qué conduce, que concluye con la evocación de un atraco a una farmacia a cargo de un joven que encarna con convicción el entrañable “Huesos”, tan viejo y querido amigo de Vallecas. Al final, el “Luis” del momento acaba de escuchar al “Luis” del pasado, da media vuelta y sigue el viaje. Como dato anecdótico y desde luego impremeditado, pero metafóricamente significativo, la secuencia se grabó en los aledaños de la casa dónde entonces vivía Luis, al lado de la M-30, pero no ya en el lado de Vallecas, sino en el que da a Pacífico.

Sobre el rodaje muy poco. El metro cedió una estación, que tras cerrarse en el horario normal quedó a disposición del programa no recuerdo cuantas noches, y se puso en movimiento a toda la masa de amigos que hacía falta para cubrir la cantidad de actores sin frase, figurantes y extras que hacían falta. Por el morro, claro, que había presupuesto pero no para tanto. Fueron tantos los que acudieron a la llamada que al final nos salió una especie de “La vuelta a Madrid en 80 días”, sin Cantinflas, pero, como en la original, con tantas “estrellas invitadas” que te podías encontrar una cara conocida a la vuelta de cualquier esquina. Para facilitar la labor de identificación, incluyo en los títulos de crédito que siguen lo que hace cada uno de los que localizo, pues hay varios de los que no ligo cara y nombre. Por ejemplo, Carlos Tena o Ricardo Solfa, que figuran en los títulos de crédito pero no sé donde salen.

Según veo en internet, que en esa botica hay de todo, “Metro del lunes” se estrenó el 17 de mayo de 1987 y volvió a emitirse, en agosto de 1989.

CANCIONES:
Recordándote (L. Pastor). Nada es real (C. Santonja/L. Pastor). Cristina (A. Gómez-L. Pastor/L. Pastor). Evohé (Pablo Guerrero). Cantada con Pablo Guerrero. Queriendo vivir (L. Pastor). A contramano(Cástor/L. Pastor) Certeza (L. Pastor). Metro del Lunes (Castor/L. Pastor). Puerto de mar para Vallecas (B. Fuster/L. Pastor). Vengan a ver (L. Pastor). Sale hoy (L. Pastor).

MÚSICOS
 Guitarra: Jonny Galvao. Batería: Julio Cano. Teclados: Álvaro Peire y Emilio Robalo. Bajo: Luis Pérez. Vientos: Brian Quince. Voces: Mercedes Doreste.

INTERVIENEN

Pablo Guerrero (viajero en el metro y canta “Evohe”), Luis Eduardo Aute (taquillero pornógrafo en “Cristina”), Ricardo Solfa, Javier Bergia (cura libidinoso en “Cristina”), Javier Batanero (camello en “Vengan a ver”, Carlos Tena, Natalia Millán (prota en “Cristina”). Francisco Almazán (prota en “Recordándote”). Víctor Claudín y Pedro Sahuquillo (policías en “Recordándote”). Carlos Cidoncha, Fernando Medina, “Huesos” (joven en “A contramano”), Cástor (espectador en “A contramano”).

Elvira Torrero (monja en “Cristina”, Angelines Villegas, Carmen Peire (clienta de bar en “Recordándote” y mujer de vida disoluta en “Vengan a ver”), Soledad Merida, Agustín Martínez, Fernando Medina, Gelson, Francisco Hernández, Brian Quince Fletcher, Fernando Estevez. Antonio Gómez (señora agresiva con bata en "Recordandote" y paseante en "Cristina"). Antonio Resines (señor que pasea y mira escaparate en "Cristina"). José Renovales (mano de policía que dispara en "A contramano")

Javier Martínez, Juan Alberto Arteche (espectador de trilero con “su” niña en “Cristina”), Victorio Herrero, Luis Suárez Rufo (Rufo), Socorro Vázquez (la otra disipada de “Vengan a ver”, Jesús Aparicio (ciego con niños en “Cristina”). Iván y Diego (niños con ciego en “Cristina”).

Guión y dirección: Antonio Gómez y Antonio Resines. Realización: José Renovales.



OTROS PROGRAMAS DE LA BUENA MÚSICA:





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Bruce Springsteen a propósito de Nebraska. (1982)






Cuando lo escuché por primera vez en 1982 me pareció que “Nebraska” era lo mejor que hasta la fecha había hecho Bruce Springsteen, un cantautor con el que siempre he tenido mis más y mis menos. Así lo escribí entonces en EL DIARIO DE LAS PALMAS y treinta y un años después me lo sigue pareciendo. No el más espectacular, pero desde luego sí el más hondo, Su retrato más nítido y descarnado de esa América que no está representa por el genuino sabor americano de Winston.






Bruce Springsteen es un ídolo del rock, probablemente el más poderoso cantante y compositor de canciones rock surgido en los últimos diez años. Nacido en 1949 en el Estado de Nueva Jersey, comenzó muy joven su andadura musical cantando en el Greenwich Village neoyorkino de mediados de los años sesenta, hasta que en 1972 con la edición de su primer disco («Greetings from Ashbury Park, N.J.», CBS) obtuvo el primer espaldarazo de la crítica que se confirmaría a nivel popular con las magníficas ventas de su segundo LP editado dos años después («The wild, the inocent, the E-street shuflee», CBS).

Desde entonces hasta hoy, cada disco de Bruce Springsteen, cada gira y cada concierto, ha sido un éxito y una confirmación de su valor artístico. Su último trabajo discográfico, el doble álbum «The river», editado en 1980, fue la culminación de esta carrera artística que batió records de venta en todos los países del mundo. Ahora, cuando la mayor parte de los rockeros mundiales esperaban con impaciencia una nueva entrega, aparece «Nebraska», un álbum sorprendente y gratificante por todos los conceptos.



Para un cantante que se encuentra en la cima cada nuevo disco es un desafío. La industria discográfica, y los comentaristas de música popular tan íntimamente ligados a ella, parecen esperar siempre que el artista rice el rizo de lo posible y así cada LP que se publica ha de ser, a la vez, igual y distinto que el anterior. Igual, para que manteniendo las mismas constantes que dieron al anterior, en un intento de conseguir ventas siempre mayores; distinto, para poder decir que el cantante evoluciona y se renueva cada vez. Es un truco del mercado que pocos, sólo los absolutamente grandes, son capaces de evitar. Que Springsteen lo haya hecho, no es sino la confirmación de su seriedad.

Cuando Bruce Springsteen apareció en el mercado discográfico fue inmediatamente comparado con Bob Dylan, y la comparación no era gratuita en absoluto. Como el cantante de Minesota, aunque sin su profundidad, Springsteen había sabido crear un idioma adulto para el rock y había logrado hacer músicas fuertes, de impacto, complejas y rockeras, con textos inspirados, que nos daban la versión de unos Estados Unidos muy distintos a los que tradicionalmente había hecho llegar hasta nosotros un cine y una literatura escapista, que la industria y el sistema se empeñaban en hacer representativa. Era la suya una América suburbial, de violencia y represión, una América triste, aunque vitalista. Ahora, con el nuevo álbum, esa visión se ha vuelto más que triste. Es una realidad amarga la que narra Springsteen desde su pesimista perspectiva.



Esa profundización en la amargura que representa el disco «Nebraska» viene dada, fundamentalmente, por una inmersión completa en un mundo de obreros sin perspectivas, parados, asesinos ocasionales, prostitutas, policías venales, ex-combatientes y perdedores en general. Un mundo que vive una violencia irracional, como ese asesino que pasa revista a su múltiple e irracional crimen en el momento de ser puesto sobre la silla eléctrica y no encuentra respuesta:

«Querían saber por qué hice lo que hice.
Bueno, señor, me parece que hay algo de maldad en el mundo»

Nebraska»)

Un mundo sofocante, en el que el paro sólo conduce a la desesperación y el delito:

«Cerraron  la  fábrica  de  coches  de Mahawah a últimos de mes.
 Ralph se puso a buscar trabajo pero no encontró ninguno.
Llegó a casa demasiado borracho de tanto mezclar Tanquera y vino.
Consiguió una pistola de un vigilante nocturno y ahora lo llaman Johnny 99»

Johnny 99»)

Un mundo en el que se viven dramáticamente las secuelas de la guerra de Vietnam, en el que la miseria es un hecho cotidiano:

«En una chabola blanqueada muere un hombre,
 llevan el cuerpo al cementerio y sobre él rezan.
Señor dinos, dinos qué significa»
Reason to believe»)

Un mundo, además, sin aparentes soluciones, en el que las utópicas emigraciones a las tierras donde hay oro (ese viejo mito de la miseria americana que, por lo visto, todavía se mantiene) se presenta como un viaje imposible al fondo de la desesperación:

«Vamos a ir donde la arena se convierte en oro,
así que ponte las medias
 porque la noche se está poniendo fría
 y quizás todo muera...

He buscado trabajo, pero es difícil de encontrar.
Aquí todo es cosa de perdedores y ganadores
y hay que tener cuidado para no caer en el agujero.
Estoy cansado de ser perdedor».

Atlantic City»)

Hay también en el disco una especie de nostalgia hacia los tiempos pasados, un mirar hacia atrás intentando encontrar los restos de una infancia feliz en una vida absolutamente insatisfactoria. Pero tampoco esta salida ofrece oportunidades, y las dos canciones en las que se recuerdan otros tiempos («Mansión on the hill» y «My father's house») acaban de manera desesperada, como esa visita a la antigua casa de su padre, que cuente en la segunda de ellas, y que termina sin haber podido encontrar a nadie que le recuerde otros tiempos, como si el cordón umbilical de su propio pasado se hubiera cortado de manera irreparable.



Parecía difícil que esta historia de la otra América deprimida por la pobreza pudiera ser contada con el lenguaje habitual del rock, y Bruce Springsteen ha escogido, con singular acierto, un ascetismo expresivo que lo vuelve a los orígenes del folk americano; a Bob Dylan, naturalmente, pero también y sobre todo a la magna obra de Woody Guthrie --el gran padre de la canción popular estadounidense--, cuya máxima creación, las «Baladas de la cuenca del polvo» (en las que cuenta con descarnado realismo las repercusiones del «crack» del 29 entre la clase obrera americana), tienen más de un punto de contacto con este «Nebraska».

Springsteen ha retomado la herencia de los cantautores folk, y para ello ha huido de los grandes y sofisticados estudios discográfícos y se ha refugiado en su propia casa, en la que frente a un simple cassettede cuatro pistas y con la exclusiva ayuda de una guitarra y una armónica ha grabado, él solo, todo el disco. Un método autogestionario que remite a los viejos mitos de la generación perdida y de los beatniks, una galería de personajes asolados por una tragedia personal y social frente a la que se encuentran desarmados y una constante referencia a la autopista como punto de encuentro, de diversión, de robo, de huida o de muerte.

Quizás algún día sería el momento de estudiar la importancia de la autopista y del viaje en un país tan grande y tan nuevo como los Estados Unidos a través de su constante referencia en la música popular. En este disco de Bruce Springsteen es otra constante más, significativa sin duda, de un panorama social en el que las crisis se repiten con regularidad cíclica. Un panorama que, de vez en cuando, tiene a un artista de la talla de Bruce Springsteen para ser cantado. Tal vez éste no sea el más comercial de los discos de Springsteen, desde luego; lo que sí se puede afirmar es que es uno de los más hermosos y, por supuesto, el más maduro.


De esto me emociona realmente 
cómo la estrella da un paso atrás para dejar al maestro 
que dirija el coro mientras recuerdan al más maestro. 
Por cierto, a la izquierda, Tao, el nieto. 
Lástima de la nueva decepción.



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Historias de la tele cuando la tele era una. 1 (1956/66)






En 2008, ayer mismo, desde Ediciones del Prado me propusieron escribir una historia de TVE en los tiempos del monopolio y del franquismo que formaría parte de una colección de fascículos titulada “Las canciones de tu vida. Años 60, 70, 80” que dirigía José Ramón Pardo. Me puse a ello y aquí está el capítulo uno de lo que salió.

Intente, pese a la brevedad de espacio disponible, mostrar la relación entre aquella televisión y la sociedad en la que se desarrolló, no sé si lo conseguí, pero en cualquier caso al releerlo ahora ha habido cosas que me han gustado, así que lo iré colgando aquí por orden de aparición. Al menos los capítulos que conservo, pues algunos se han perdido por el camino y la editorial ha quebrado, por lo que resulta imposible recuperarlos y yo me declaro absolutamente impotente para reescribirlos. Lo iré acompañando con las muestras de programas que vaya encontrando, que hoy se concreta en la pequeña joya histórica con que se cierra esta primera década de la tele cuando la tele era una.






Con todo lo que le gustaban las inauguraciones, Francono acudió el 28 de octubre de 1956 a la puesta en marcha oficial de Televisión Española en un pequeño chalet del madrileño Paseo de La Habana 77. Eso sí, mandó al acto a su ministro del ramo, Rafael Arias Salgado, y al director general correspondiente, Jesús Suevos, que echaron sendos discursos. También envió a su confesor particular, monseñor Bulart, para santificar la ceremonia con la celebración de la Santa Misa. El resto de la programación, que duró poco más de tres horas a partir de las 18.30, fue una buena mezcla de lo que el nuevo medio ofrecería a los españoles durante aquellos primeros años: dos entregas de NODO, otros tantos documentales, bailes de la Sección Femenina y la actuación de la Orquesta de Roberto Inglez, con el pianista José Cubilesy la cantante chilena Mona Bell. El Caudillo siguió la fiesta desde su casa en el Pardo, y aquello, que al principio parece ser que no le ofrecía mucha confianza, debió gustarle, porque pronto se convirtió en el primer teleadicto del país. Él y su señora, doña Carmen, que a golpe de telefonazo al ministro correspondiente preservaba la moralidad de sus paisanos cuidándose de las caídas de los escotes y la longitud de las faldas.

La inauguración no es que tuviera demasiada repercusión, aparte de lo que los días siguientes contaron los periódicos. Apenas recibieron la primicia 600 familias, que se habían gastado alrededor de 30.000 pesetas de las de entonces para tener un televisor en el salón y asistir atónitos al acontecimiento. Quienes protagonizaron aquella primera emisión tiemblan al recordarlo. “Fue un sufrir --contó en alguna ocasión el realizador Pedro Amalio López, que formó parte de la plantilla inicial-- no salía nada bien, nada. Llegaron tarde los micrófonos, una grúa estuvo a punto de romperle la cabeza al ministro, que tuvo que repetir cuatro veces su discurso, uno de los documentales se emitió en francés porque alguien se olvidó de doblarlo al castellano…” 

Aunque la nueva televisión se llamara “española”, en realidad era poco más que una emisora local, que no llegaba a más de 70 kilómetros de Madrid, círculo del que tardo en salir y sólo lo hizo poco a poco. Era un país centralista y se notaba. Hasta febrero de 1959 no llegó la tele a Zaragoza y Barcelona, que pronto aportaría su propia cantera de estrellas. En el 60 ya se veía en Valencia y Bilbao, en el 61 en Galicia y Sevilla y en el 64, por fin, cruzaría el océano para alcanzar Canarias.

Como había sucedido con la revolución industrial y sucedería con la democracia, la televisión llegó tarde a España, aunque también entonces hubo españoles que, dignos congéneres de la estirpe pionera de los Colón, De la Cierva o Monturiol, se adelantaron a su tiempo. Un ingeniero, industrial y deportista catalán, don Vicente Griñau Moreno, trajo a España el primer televisor, aunque, aparte de para decorar el salón, el novedoso aparato apenas le sirviera para ver de vez en cuando, entre rayas y “nieves”, alguna emisión experimental británica. Casi todos los países europeos habían realizado ya pruebas televisivas en los años 20 y 30, y a partir de la II Guerra Mundial el nuevo medio evolucionó a velocidad de vértigo. La BBC británica empezó a emitir regularmente en 1946 y la televisión pública francesa en 1947. En España, las primeras pruebas se hicieron en Madrid y Barcelona en 1948, y aún hubieron de pasar ocho años para que la primera emisión saliera al aire.

Los profesionales que enfrentaron aquellos primeros años televisivos españoles constituían una amalgama de orígenes y concepciones del medio que darían lugar en cada caso a distintos tipos de programas. Una parte importante procedían de la radio oficialista y envarada de la época. Eran los David Cubedo, Juan Martín Navas, Alfonso Lapeña o Matías Prats, que aportarían su verbo florido a las retransmisiones deportivas y a los informativos, que no empezarían hasta 1957, cuando TVE tenía ya una plantilla de unos 200 empleados. Cómo sería la cosa, que al principio, el locutor leía directamente las noticias, como en la radio, sin apoyo de imágenes, o ilustradas por las fotos de que les proveía la agencia EFE.

Procedentes del teatro universitario o de la Escuela de Cine llegaron los primeros realizadores. Jóvenes y un tanto inconformistas eran Alfredo Castellón, Juan Guerrero Zamora, Gustavo Pérez Puigo Pedro Amalio López, que estuvieron allí desde el principio, seguidos poco después por Alberto González Vergel, Adolfo Marsillach o Jaime de Armiñán, que dignificaron aquellos primeros años televisivos con sus teatros, series y telenovelas. Los más politizados intentarían meterle goles al régimen, como el que coló Pedro Amalio López al final de este periodo, ya en 1965. Un gol desde medio campo y por la escuadra que atravesó la red, al montar el alegato por la libertad y contra la delación que Arthur Miller había plasmado en “Las brujas de Salem” como una sutil parábola antifranquista.

Conviviendo con ellos estaban los jóvenes aspirantes a estrellas televisivas. Savia nueva para un invento nuevo. Se llamaban Laurita Valenzuela, que a sus 20 años ya estuvo en la inauguración de 1956, Blanca Álvarez, Joaquín Prat o Javier Álvarez, y acertaron de pleno en su decisión, porque en aquellos primeros años de emisiones, pese a lo escueto del parque de televisores, consiguieron entrar en las casas de muchos españoles y acompañarles en sus cenas hasta alcanzar una enorme popularidad.

Párrafo especial merecen los fichajes foráneos. En los años 40, tras la guerra incivil, las ondas radiofónicas se habían llenado de inmigrantes de lujo, desde Boby de Glané, que entró en Madrid en 1939 a lomos de un tanque victorioso, hasta el cómico Pepe Iglesias, El Zorro, que contribuyó a sublimar la hambruna de sus oyentes con su esperpéntico Finado Fernández. La televisión no podía ser menos, e incorporo profesionales de allende las fronteras que ya conocían el nuevo medio. Primaron los centroeuropeos. Arthur Kaps, que llevaba años triunfando en la revista barcelonesa con su compañía Los Vieneses, aterrizaría en los estudios de Miramar en 1961, y con él sus incondicionales Franz Joham y Gustavo Re, con los que triunfaría en innumerables espacios de variedades. También Herta Frankel y su insufrible perrita Marilyn, que tanto gustaría a niños y mayores. Entretanto había asentado sus reales en las “Galas del martes”, o de cualquier otro día de la semana, que casi todos tuvieron sus galas propias, un italiano bajito y con una guitarra blanca enorme, o quizás es que el instrumento parecía más grande por la menudencia del instrumentista, de nombre Torrebruno, que se convertiría en una institución.



Aquella ridícula cantidad de 600 televisores de 1956 se había agrandado en tan sólo un año hasta llegar a los 25.000 aparatos, para alcanzar los 50.000 a finales de 1958. La velocidad del crecimiento aumentó exponencialmente conforme se iba extendiendo el invento por todo el territorio, alcanzando en 1965, fecha que nos hemos marcado como final de este primer periodo, nada menos que la cantidad de 1.425.000. Pese a ello, ver la televisión fue durante todos aquellos años todavía una actividad que se hacía en común, en las casas de los vecinos, a las que se acudía después de cenar para disfrutar de las hazañas siempre asombrosas de Elliot Ness y su grupo del FBI en “Los intocables” o de las canciones de “La goleta”, que en 1958 presentaban los actores Tony Leblanc y Fernando Sancho.

La televisión cambió la vida de los españoles en aquellos años pioneros. De igual manera que, cual rutilantes signos de modernidad, el seiscientos estaba sustituyendo al biscuter, las ventas a plazos al estraperlo y en las playas las turistas en biquini empezaban a ocupar el lugar de las nativas en pololos, la televisión llegó para quitar a la radio la preponderancia informativa y entretenedora. Los ministros del Opus Dei ocupaban carteras anteriormente en manos de falangistas y el desarrollismo le daba la puntilla a la autarquía. Cada símbolo de los nuevos tiempos tuvo su importancia, y la de la televisión no fue poca. Las palabras de la radio, llegadas a través del oído, permitían al oyente de aquella España de grises contrastados imaginar un mundo a su gusto, fantaseando con sus carencias o sublimando sus miserias. Las imágenes televisivas que llegaban hasta las casas en ese extraño aparato de pantalla curva eran, en cambio, una realidad en sí mismas, porque ya se sabe que lo que se escucha permite interpretaciones mientras que lo que el ojo ve no puede engañar. O así se creía entonces. Bajo esa premisa, la televisión fue creando una nueva realidad, paralela y sustitutiva de la otra, de la que de verdad vivía la gente. Era todavía la eterna confrontación de las dos Españas. Ya no, quizás, la machadiana lucha del cincel y de la idea frente a la de cerrado y sacristía, sino la del retrete de tablas en la cuadra contra la de “La casa de los Martínez”, por la que pasó toda la España de charanga y pandereta de la época. Ganaría la segunda, como se sabe, aunque la popular serie familiar que protagonizó Julita Martínez, acabaría evolucionando hasta convertirse con el tiempo en “Gran Hermano”.

Consciente del poder alienante y unificador de esa realidad paralela de la pantalla, don Manuel Fraga Iribarne, portentoso estudiante, precoz profesor, joven delfín del régimen nombrado ministro de Información y Turismo en 1962 creó los Tele Clubs. En cada pueblo de España, colgado en lo alto de la pared del centro parroquial, recreativo o de Auxilio Social correspondiente, el televisor colectivo mostraba en blanco y negro a una audiencia igualmente en blanco y negro una gris realidad a la que así podían tener acceso hasta el tío Paco o la tía Crescencia. Aquella utopía de “frigidaires” y aspiradoras eléctricas que nos traían series como “Patrulla de carreteras”, "Los intocables", “Te quiero Lucy” (la madre de todas las comedias de situación posteriores) o “Perry Mason”  no era la suya, que ya eran viejos, pero quizás pudiera llegar a vivirla su hijo pequeño, Marcelino, el que se fue a Madrid y trabajó en la Perkins. Pero eso llegaría mucho más tarde. De momento estábamos aprendiendo aquel sudamericano neutro de los doblajes, en el que las “golpisas” de los personajes sonaban tan gracioso como el “finado” de Pepe Iglesias.



 De momento, entre 1956 y 1966 sucedieron muchas cosas en España y la menos importante no fue el auge de la televisión, siempre discriminatoria con lo que sucedía fuera de la pantalla. Aquel año de la inauguración se independizó Marruecos y Juan Ramón Jiménez ganó el premio Nobel, y haciendo una elipsis temporal, en diciembre de 1965 la IV asamblea de ETA ratificó la táctica de la lucha armada, que todavía no había provocado su primera víctima, momento histórico que traería cola pero del que en aquel momento no se informó en TVE, que estaba para otras cosas.

Los rectores del invento ya habían descubierto que los actos de masas --los favorables al régimen, naturalmente-- tenían su prolongación natural en la pantalla y se volcaron en las retransmisiones en directo. Era como estar en la calle misma, pero sentados en un sillón de orejas y caldeados por el brasero de la mesa camilla. Inauguradas el 21 de diciembre de 1959, con la visita a España del presidente Eisenhower, que vino a traernos el queso de bola que nos había negado el plan Marshall y a darle a Franco el espaldarazo internacional que en aquel momento más necesitaba, la primera apoteosis del género del directo tuvo como protagonista a una joven madrileña de 32 años, pudorosa y recatada, de nombre Fabiola Fernanda María de las Victorias Antonia Adelaida Mora y Aragón, o simplemente Fabiola, que el 15 de diciembre de 1960 se casó con el rey belga Balduinoy cuya boda fue el primer gran acontecimiento televisivo del país, abriendo una moda que en el futuro obtendría gran predicamento. Desde 1963 los españoles pudieron ver un partido de fútbol cada domingo a las siete de la tarde, y no a las cinco, hora torera que fue perdiendo protagonismo ante la balompédica.

Coincidiendo con el 18 de julio de 1964 se inauguraron los nuevos locales de TVE que se habían construido a las afueras de Madrid, junto a unos cuarteles, en un descampado conocido como Prado del Rey. Se dijo entonces que el estudio era el más grande de Europa, y en aquella ocasión sí acudió el Caudillo a la inauguración. El futuro estaba escrito y ya nada volvería ser lo mismo. ¡Con decir que el mismo 1965 se hicieron las primeras pruebas para el segundo canal!

Lo anterior fueron los tiempos heroicos del Paseo de la Habana, cuando todo se hacía en un solo plató de apenas 100 metros cuadrados. Aquellos en que la publicidad se comenzó dando en directo y locutor hubo que anunciando maletas no consiguió abrirlas delante de la cámara porque no funcionaba la cerradura, haciendo el ridículo ante toda la España televisiva hasta que el realizador enfocó el rótulo salvador siempre dispuesto: “VOLVEMOS EN UNOS MOMENTOS. PERDONEN LAS MOLESTIAS”.


En 1965 Pedro Amalio López metió un gol por la escuadra 
a la rígida censura del régimen con esta versión de “Las Brujas de Salem”, 
que por estas cosas de internet está accesible y completa. 
No sólo un testimonio de la historia, sino un ejemplo paradigmático 
del trabajo de Pedro Amalio y sus compañeros en aquella tele del franquismo. 
Se puede ver en este enlace de TVE, donde también están otros Estudio 1 históricos.


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Una historia de mi yo canario al hilo de Los Sabandeños







Algún día tendré que explicar cómo y por qué me nacionalicé canario, pero fueron aquellos unos años tan intensos en mi vida personal, política y profesional que la historia concita fantasmas emocionales con los que debo lidiar poco a poco, que uno ya está jubilado y no es cosa de abusar de las pilas del marcapasos.

Pero esa historia os la debo y esa historia os la voy a contar… poco a poco. No avasallemos. De momento empecemos por los preliminares, los “antes de”, que en su inicio, o poco menos, tuvieron a Los Sabandeños. Antes de seguir, no obstante, permitidme que nos lo tomemos con calma y dejadme que os proponga escuchar y ver el vídeo siguiente, que he encontrado, como todos los demás, en este mar proceloso lleno de internet, lleno de botellas con mensajes que buscan destinatario. Es una grabación aficionada de una reunión privada y se corresponde a una cena en 1984 con motivo de la celebración del festival que el grupo organizaba anualmente en La Laguna. No me he encontrado entre los presentes, pero podía haberlo estado, porque ese año, aunque ya había vuelto a Madrid el anterior, asistí al festival, y de hecho publiqué en EL DÍA de Tenerife, del que Elfidio Alonso era subdirector o algo así y Enrique Martín (¡Ay!) fotógrafo, el artículo que cierra estas notas. No es eso, sin embargo, lo que quería destacar del video, sino el hecho de que en una reunión como esa pude haber estado perfectamente, y de hecho lo estuve, cuando llegué a Canarias a finales del verano de 1977.  



Como no he conseguido subir el vídeo, 


Es complicado conocer desde Madrid, más desde Valladolid, Vitoria o Granada, lo que sucede en las lejanas Canarias. Y más en aquellos años setenta y en aquella España todavía gris que acababa de quitarse de encima el peso de la dictadura. El mar une a las islas con el mundo pero también las distancia. Personalmente creo recordar que lo primero que supe de la cultura canaria fue el nombre de Agustín Millares y algunos de sus poemas, que me llegaron de la mano de un estudiante isleño que en 1967 o 1968  se había quedado unos meses en Madrid antes de regresar a casa tras una temporada en la cárcel. Aún antes, ya me había deslumbrado en 1963 el escaparate que el hermano del poeta, Manolo Millares, le hizo al Corte Inglés junto a otros artistas de vanguardia (Cesar Manrique, Pablo Serrano y otros). Pero entonces era un crío y no tenía ni puñetera idea de Manolo Millares y sus arpilleras, ni de cultura, ni de Canarias, pues entonces ni se veraneaba allí ni teníamos en casa televisor que nos permitiera ver el mapa de España con las islas transatlánticas metidas en un recuadro, como un muro en medio del océano. Luego llegó lo demás, y lo primero, Los Sabandeños, a través, creo, de su Misa, que no sé cómo había caído en mis manos en los primeros setenta.

A partir de mi boda en 1973 con una canaria, Carmen Rosa Saavedra, que a la sazón trabajaba en Radio Popular de Las Palmas, mi relación con las islas se incrementó. A Manolo Millares le siguieron Chirino, César Manrique o Tony Gallardo; a su hermano Agustín, Pedro García Cabrera, Pedro Lezcano y los poetas de “Paloma Atlantida Poesía”, la colección que Manuel Padorno y Josefina Betancor publicaban en su editorial Taller de Ediciones JB, en la que también accedí, aparte de a los trabajo de lingüística de Todovov, a “Crónica de la nada hecha pedazos”, la primera novela de Juan Cruz, cuyo anunció fue el primero que llegó a Radio Popular FM y debíamos leerlo en directo. 

Por lo que aquí corresponde, de Los Sabandeños pasé a los cantautores que de ellos salieron tras las primeras escisiones, como Julio Fajardo o Manuel Luis Medina, el memorable “Minuto”, Gofiones, Chincanayros y, sobre todo, a Totoyo Millares, el maestro del timple. También Caco Senante, que pronto se trasladó a Madrid, Suso Junco, el grupo Palo, con los estupendos Javi Moreno y Manolo Grimaldi dentro, luego desgraciadamente malogrados para la canción, José Manuel Abreu y el resto de los nuevos cantautores de los que hablaba el periodista Diego Talavera Alemán en el primer  libro sobre el tema, editado precisamente por Taller de Ediciones, y con quien luego me correría alguna buena.

No obstante con Los Sabandeños era distinto. Ellos fueron los primeros en romper la barrera del mar y la distancia y hacer llegar a Madrid las isas, folias y malagueñas junto a sus versiones de canciones sudamericanas. Cada vez que viajaban nos veíamos, aprendía de folklore con Elfidio, y alguna noche acompañamos servidor y señora a Enrique y otros compañeros a algún bar de la Gran Vía cercano al hostal del callejón entre Hortaleza y Fuencarral en el que solían quedarse, que acababan cerrando a toque de timple. Fuimos con ellos varias veces a Segovia, donde establecieron su íntima relación con El Nuevo Mester de Juglaría. No nos lo pasamos mal, la verdad.

En aquellos años trabajaba en “Para vosotros jóvenes”, el programa de Radio Nacional que dirigía Carlos Tena y en el que estaban también Gonzalo García Pelayo, Adrián Vogel, Julio Palacios, Jorge de Antón y otros descerebrados que proveníamos de la radio en frecuencia modulada, más alternativa. Como locutora de la casa estaba Aurora de Andrés, que tan descerebrada como nosotros entró inmediatamente en el juego. Quizás la influencia de Carmen Rosa y la mía hizo que el programa tuviera desde el principio una buena relación con Canarias. En él emitieron su primera entrevista radiofónica, su primer trabajo periodístico, Martín y Carmelo Rivero, luego premios Canarias de Comunicación, que entonces formaban equipo con Zenaido Hernandez, excelente periodista. ¿El Tema? Los Sabandeños, claro, faltaría más. Fue aquel el programa que comenzó a decir eso de “en Canarias una  hora menos” al dar las señales horarias y que patrocinó el primer disco de Taburiente presentándolo a una cosa que se llamaba “European Pop Jury”, que parece ser que garantizaba la difusión en todo el continente.

En 1976 Carlos decidió que había que emitir el programa desde Santa Cruz de Tenerife durante los carnavales y allá nos fuimos unos cuantos. El carnaval chicharrero. Un deslumbramiento. Un estallido de libertad, aunque todavía siguiera vigilando el ojo del policía pese a que el generalísimo chusquero ya hubiera doblado el gorro. Estaba previsto emitir toda la semana y ofrecer los fines de semana dos conciertos desde el Teatro Guimerá de Santa Cruz, con la actuación, además de cantautores y grupos canarios, de Aguaviva el primer día y Lluis Llach el segundo. Algún policía con buena vista pensó que aquello podía acabar mal y se prohibió el último recital, en el que también tenían que actuar Los Sabadeños.

En ese viaje tuve también mi primer contacto político canario. Una tarde, Carlos Tena (que en esos día me pidió una noche a la puerta del hotel ingresar en el PCE) y yo nos reunimos con unos compañeros de la Junta Democrática de Tenerife en los cuales estaba, ¿cómo no en esta historia?, Elfidio Alonso, que en aquella época militaba en el PASC (Partido Autonomista Socialista Canario), lo que sería el equivalente insular del PSP de Enrique Tierno Galván.

Con este prólogo y la presencia a mi lado de Carmen Rosa (y de mi hija, que ya había nacido) emigré a Las Palmas, en donde inmediatamente conocí a compañeros como Pepe Orive, Diego Talavera, Adrián Déniz, Maribel Lacave, Tony Gallardo y Mela Campos, Antonio Cabral y Aída Salvadores, José María Betacort, Manolito Suárez, Pepe del Toro, Enrique Caro, Pepe Alemán, o aquellos dos memorables vetranos, Agustín Millares y Germán Pirez, aparte de la familia, que me hicieron la vida más leve.

En aquel momento el nacionalismo de izquierdas estaba en auge a partir de la unión de varios grupos en lo que se llamó Pueblo Canario Unido, que en las elecciones había conseguido situar a Fernando Sagaseta en el Congreso madrileño, motivo por el que quizás algún amigo se alarmó cuando al poco de llegar Diego Talavera me propuso presentar un festival de música canaria que había organizado en Telde. Pensaba, y no sin razón, que mi evidente acento godo, que ni siquiera era el godo-canarión que se me quedaría después, podía motivar algún rechazo de parte del público. Con cierta prevención subí aquella noche al escenario. No debí haberla tenido, porque la gente reaccionó estupendamente y no hubo ningún problema. Desde ese momento me sentí como en casa.

Otra vez a finales de agosto, seis años después volví a emigrar, esta vez en sentido inverso. Un par de meses antes, en el transcurso de un recital de Los Sabandeños en el Teatro Pérez Galdos de Las Palmas, Elfidio me colgó en la solapa la insignia de Sabandeño de honor, condición que también le otorgaron ese mismo día a Agustín Millares. Dos honores: la confianza y la compañía.



Y vamos ya con los textos, que esto va pareciendo el cuento de nunca acabar. Incluyo tres. El primero, publicado en la revista madrileña Posible, es anterior al traslado. Para el segundo, del diario de Las Palmas El Eco de Canarias, ya estaba allí. El tercero se publicó en la isla de enfrente, en EL DÍA, en el viaje que hice a Tenerife en 1984, viviendo ya en Madrid, con motivo del Festival de Los Sabandeños de ese año.

He buscado ilustraciones musicales adecuadas y me llama la atención que lo que hay colgado de Los Sabandeños corresponde sobre todo a grabaciones y recitales posteriores a aquella fecha y a su faceta de intérpretes de éxitos internacionales, en detrimento de su obra anterior a los años noventa y especialmente a su trabajo originario sobre el folklore de las islas, la parte que a mí personalmente más me interesa de su obra y la que me parece más inaugural y creadora. Por fortuna he tropezado con algunas grabaciones del programa de televisión “Tenderete” de aquellas fechas, en las que están Los Sabandeños en su esplendor. Las utilizo con gusto, porque, además, me permiten recordar con cariño y respeto a su director y presentador, Nanino Díaz Cutillas, una figura fundamental en la recuperación del sentimiento canario en las islas. 














POSIBLE. 19 JUNIO 1976

Los Sabandeños devuelven al canto popular su amplío sentido colectivo. Con ellos, más que con otros grupos de folklore, se puede sentir al escucharles y al verles encima de un escenario que el canto del pueblo nos concierne a todos, y que es una forma integral, completa, de expresar el conjunto de las vivencias populares.

Ahora, que en España proliferan los grupos que de una forma u otra se dedican al "folklore" (así, entre comillas), la antigua presencia en las Islas Canarias (hace más de ocho años que llevan cantando) de Los Sabandeños supone un poner los pies en la tierra y un saber cuáles son los límites y cuáles las limitaciones del canto popular.

Porque Los Sabandeños son difícilmente catalogables, no se encierran en definiciones fáciles, y en su doble faceta de intérpretes de música canaria y sudamericana, saben perfectamente encontrar las canciones que mejor sirven a su concepción integral de la música del pueblo: canciones de diversión, de borrachera, de paisaje, cantos de amor y canciones comprometidas, denunciantes, todo ello se encuentra en su repertorio que, al igual que su forma de interpretar, se sale de lo común en este tipo de grupos.

Música artesanal

Hay una gran cantidad de rasgos en la obra de este grupo que demuestran mi afirmación primera de "devolver al canto popular su amplio sentido colectivo". En primer lugar, su abultado número de miembros, siempre rondando los veinticinco, lo que les confiere, además de su contundencia sonora, ese sentido anónimo, artesanal, tan ligado al canto popular, y que hace que el solista, incluso los directores del grupo, se integren perfectamente en la propia colectividad. También el carácter amateur, no profesional, de sus integrantes del conjunto. Como auténticos bardos populares, Los Sabandeños no viven de su canto, no han profesionalizado su palabra, todos ellos trabajan en mil oficios ajenos a la canción, y cuando cantan, devuelven al canto popular su carácter de fiesta colectiva, de celebración pública. (Con esto no quiero en absoluto despreciar a los cantantes "profesionalizados" que viven de la canción, muy por el contrario, pretendo únicamente mostrar que en unas condiciones particulares --las que presentan las Islas Canarias-- es posible la supervivencia de la canción como una celebración popular.

Basta acudir a Canarias y hablar con cualquier persona, para comprender inmediatamente la repercusión pública de la labor de Los Sabandeños. Desde que ellos aparecieron en escena, la canción popular de las Islas (sus Isas, Folias. Malagueñas. Polkas, etc.), han alcanzado su auténtica dimensión, porque han dejado de ser alimento de turistas o entretenimiento de señoritas sin ocupación, para convenirse en patrimonio cultural del pueblo.

Pocas veces Los Sabandeños vienen a la Península a cantar, la última vez ha sido este pasado mes de mayo, para actuar en Madrid y Segovia. En sus recitales ante los más diversos públicos (han actuado en el Teatro Español de Madrid, en la Feria del Campo, en un colegio mayor y en una discoteca de Segovia) nos han demostrado la rotundidez de su canto y la espléndida realidad que significan dentro de la canción popular de nuestro país.

No faltan, naturalmente, aquellos folklorófogos, antropólogos, etnólogos, antropófagos (como diría Horacio Guarany) que tachen a Los Sabandeños de poco puros, de salirse de la normativa del más ortodoxo folklore para hacer otras cosas. Lo que seguramente no piensan los folkloetcéteraes que quizá los márgenes de esa ortodoxia ya no sean validos ni siquiera para guardarlos en tos museos, y que el canto popular ha de mantenerse vivo aún a costa de romper diez o doce tradiciones, o más si es necesario, para acudir puntualmente a su cita con la realidad del pueblo. Estoy convencido de que Los Sabandeños sí que piensan que deben romperse estas encorsetadas tradiciones y, también por eso, entre otras muchas cosas, me gustan.

También autores

Sí  bien los Sabandeños comenzaron cantando casi exclusivamente temas folkóricos anónimos, su obra se decanta cada vez más visiblemente hacia la composición propia, siguiendo siempre la pauta del ritmo y la forma popular, pero tratando también cada vez más temas específicamente canarios y actuales, y por ello mismo con una gran carga de universalidad.

En esta línea evolutiva de su canto, se integra su último disco, "Cantata del Mencey Loco", una obra integral de veinte minutos aproximadamente, en la que a través del recurso de la historia del último rey guanche, muerto en la lucha por conservar la libertad de su pueblo, se hace una eficaz y hermosa reivindicación de la cultura, la lengua y la historia del pueblo originario de la isla: los guanches. Esta cantata, que coincide con un renacer del sentido regionalista y nacionalista no sólo de Canarias, sino de muchos otros sitios del territorio español, es, además, una magnífica pieza musical, en la que la construcción formal, su complejidad, su belleza y su inteligencia, supera con mucho cualquier otro intento que se haya hecho en el país por actualizar el folklore y el canto popular.



Dacio Ferrera está en la mayor parte de los vídeos que he seleccionado, 
pero quiero destacarle con este, 
porque aunque aquí ya había dejado Los Sabandeños y ya estaba enfermo de la garganta,  
canta en él unas folias y unas isas tan hondo 
como el más viejo de los flamencos, con tanto feeling como el bluesmen más negro.



ECO DE CANARIAS. 27 JULIO 1981

QUINCE ANOS DE HISTORIA DE LA MÚSICA CANARIA

En el panorama de esterilidad artística que suponía el «bom» turístico, con la música folklórica convertida en reliquia de museo, o manipulada y tergiversada hasta perder su razón de ser por mor de alegrar el ocio del turista, la aparición pública de «Los Sabandeños» supuso un hito fundamental para la recuperación de la canción popular canaria.

Formados en 1.967, en la finca «La Sabanda», de Punía Hidalgo, por un grupo de jóvenes estudiantes y profesionales, entre los que se encontraba Julio Fajardo, los hermanos Bacallado, Domingo Martín, Rafael Perera, Gonzalo Abreu, González Abreu, González Alonso Cambreleng, Ramón Torres, Manuel Luis Medina, Quique Martín y, naturalmente. Elfidio Alonso. «Los Sabandeños» devolvían al canto popular su más amplio sentido colectivo, pudiendo sentirse, al escucharlos, que ese canto de todos nos concierne a todos, y que es una forma integral, completa, de expresar el conjunto de las vivencias populares.

Cuando en Madrid o Barcelona  proliferan los autollamados «conjuntos folklóricos», para los que la música popular no era sino una forma de seguir la moda o de ganar dinero, el nacimiento de «Los Sabandeños» supuso una renovación importante. Desde su primer disco, un EP de cuatro canciones grabado para el sello Tan-Tan de Tenerife, que fue presentado con gran éxito en el Ateneo de La Laguna por Alfonso García Ramos, hasta hoy, han sido editados diecisiete álbumes con su nombre en la portada. Observando esta extensa discografía, y muy especialmente sus discos canarios, se puede seguir fácilmente la evolución del grupo, porque no son «Los Sabandeños» un conjuntoque haya permanecido estancado, siempre igual a sí mismo; antes bien, entre los primeros y los últimos discos hay diferencias remarcables, tanto en la manera de cantar como en el contenido y la forma de las canciones que interpretan.

Después de una primera etapa, que podríamos definir como «canarista», y en la que incluiríamos la Misa Sabandeña y los dos primeros volúmenes de su antología del folklore canario, en la que centraron su trabajo en recuperar ritmos, formas y sentimientos del acervo popular, intentando un acercamiento al folklore desde una perspectiva de dignidad y de dar cumplida cuenta de la música de las diferentes islas; y una segunda, centrada fundamentalmente en el tercer volumen de la antología del folklore canario, caracterizada por el acercamiento a la realidad social de las islas --con temas como las «Malagueñas del Luciano», la «Polka frutera» o la «Isa de la borrachera», entre otras--, acercamiento que coincide con una mayor libertad a la hora de tratar los ritmos folklóricos, fruto, tal vez, de la necesidad por completar sus presupuestos musicales y por definir su estilo interpretativo, llegaron, con «La cantata del Mencey loco», a la plena madurez creativa, abriendo un camino en el que todavía se encuentran.

LA CANTATA DEL MENCEY LOCO,
UNA OBRA MAESTRA QUE ABRIÓ CAMINO

La «Cantata del Mencey Loco», que cierra esta etapa y abre la siguiente, es, a mi entender, la obra maestra en el trabajo de «Los Sabandeños» y una de las más bellas creaciones que se han dado en la música popular del Estado Español. En ella, a través de unos versos del poeta tinerfeño de comienzos de siglo Ramón Gil Roldan, se narra la historia de la resistencia, lucha y derrota del Mencey guanche Beneharo, utilizándola como una reivindicación de la cultura, la historia, la lengua y el ansia de libertad del pueblo guanche, y, por extrapolación, del canario actual.

Aunque guardando una estructura formal muy similar a la utilizada por Luis Advis en su famosa «Cantata Santa María de Iquique», a base de temas instrumentales, narrador, solista y coro, en el trabajo de «Los Sabandeños» hay suficientes elementos valiosos propios, como la mezcla de ritmos folklóricos canarios y peninsulares (la petenera que se utiliza en la narración dramática de los coros), que crea una tensión dialéctica entre la cultura colonizada y la colonizadora, que recorre corno una espiral dorsal el trabajo, confiriéndole a la obra una complejidad y una grandiosidad que son su principal hallazgo. En este sentido es de destacar el carácter épico que alcanzan los ritmos folklóricos, malagueñas, isas, folias y tajarastes y, muy especialmente, los fragmentos de los cantos canarios de Teobaldo Power, que ya habían sido utilizados anteriormente por «Los Sabandeños» al menos en una ocasión: la «Estampa tinerfeña», de Elfidio Alonso y Julio Fajardo, incluida en el tercer volumen de su antología del folklore canario, y que habría de constituir posteriormente su disco monográfico «Cantos Canarios», editado el año pasado.

Encontrar el camino a seguir después de una obra como esta «Cantata del Mencey loco» era un camino difícil, sí no imposible. Y aunque el siguiente disco («Seguidillas del Salinero» 1.977) constituyó un trabajo de excelente factura, se tenía que notar una cierta crisis de creatividad que alcanzó su punto más conflictivo en el álbum «Guanche» (1.978), un disco de búsqueda a mi entender no plenamente logrado. Crisis que coincidió también con el camino democrático en España y con la situación crítica que este tipo de canción sufrió en el conjunto del Estado. «Los Sabandeños» han encontrado una vía de salida en la profundidad de los caminos que se apuntaban en la cantata: la búsqueda de las señas de identidad más profundas del pueblo canario, la elaboración culta e intelectual de los ritmos folklóricos, la creación de sus propias canciones. Así se suceden tres álbumes que van perfeccionando estas constantes: «Canarios en la independencia de América» (1.979), «Cantos canarios» (1.980) y estos «Romances canarios» que acaban de editarse y que dan pie a este comentario.

“SAN BORONDÓN, ROMANCES CANARIOS”, ÚLTIMO TRABAJO

El romancero es una forma literaria idónea para la expresión popular, y no es casualidad que en España y América haya sido una de las más utilizadas. Sería un apasionante trabajo de erudición folklórica rastrear las idas y venidas del romancero a través del océano de América a España y comprobar cómo, en unas y otras, ha ido dejando su huella en Canarias.-De eso trata el último trabajo de «Los Sabandeños». Pero, claro está, el grupo no es un conjunto de eruditos, sino un grupo artístico, y aunque la erudición está presente, como en todos sus trabajos en la selección de temas, en las notas que acompañan el disco y, sobre todo, en el excelente trabajo de base que justifica cada una de sus aventuras musicales, la principal virtud del disco consiste en su actualidad, a pesar de los años que muchos de los romances tienen, y en su manera de hacernos sentir vivo lo que es historia.

El disco se compone de siete romances populares, musicales por José María Gil, Carlos García y Elfidio Alonso, y dos más escritos por este último, en los que. lógicamente, las cotas de actualidad son más claras, aunque aderezadas en la envoltura popular que Elfidio otorga a sus textos. Leyendas, descripciones geográficas y paisajísticas, costumbrismo, temas picarescos (como expresión de esa «moral diferente a la oficial» de que hablaba Gramsci coMo definitorio del canto popular), componen este ramillete de canciones, sin faltar las alusiones a una tierra castigada por mentiras .(«San Borondón»), miserias («Ensalada») y falta de libertad («La canción del perenquén»).

Un trabajo, en definitiva, en el que se muestra la continuidad de un conjunto fundamental para nuestra música canaria. Que ha pasado malos momentos, indudablemente, pero que ha sabido superarlos con imaginación. Que ha sufrido infinidad de cambios en su fromación, pero que ha sabido mantenerse durante casi diecisiete años en candelero, mientras que los que salieron de él han sido incapaces de crear algo duradero. Que a veces puede parecer que se repite y que sin embargo, ha sabido crear una escuela de la que han salido tantos conjuntos, algunos valiosísimos, como hoy pululan por las islas, que han sabido llevar su influencia más allá de los límites geográficos insulares.




EL DÍA. 11 SEPTIEMBRE 1984

LA primera vez que vine a Canarias hace ya diez años, lo que primero y más profundamente me impresionó fue la profunda vinculación de la gente que iba encontrando con un grupo musical y sus canciones, Los Sabandeños. De ellos me hablaba de ellos cada vez que yo, con esa deformación profesional que acaba por dominarle a uno, me interesaba por la música de las islas. Pero también cantaban sus canciones cuando no preguntaba, cuando querían mostrarme lo que de más rico, representativo y popular había en esta tierra, cuando querían hacerme participes de su hospitalidad, de su amistad, de su cariño, siempre salía a relucir una isa o una folia que cantaban Los Sabandeños en sus primeros discos de la Antología del Folklore Canario.

Ese es un fenómeno casi único en España. En la península había y hay muchos grupos de raíz folklórica, algunos excelentes, otros simplemente buenos y muchos malos, como en cualquier sitio. Pero no hay ninguno que tenga esa imbricación en su pueblo, pese a que unos cuantos cuentan con importantes auditorios. Los Sabandeños son un fenómeno musical, pero también son mucho más. Sin quitar prendas a otros hechos culturales importantes, visto desde fuera, en visitas esporádicas, o desde dentro, viviendo largos años en las islas, lo que se puede comprobar en el grupo lagunero es que han sabido encontrar ese difícil punto de simbiosis que debe unir a la canción popular y al pueblo. Además de cantar, bien, muy bien, naturalmente, Los Sabandeños han contribuido de manera muy relevante a devolver al pueblo canario y a algunos forasteros que en algún momento hemos decidido hacer de esta también nuestra tierra, el orgullo y la responsabilidad de ser canarios.

Ellos han sabido alcanzar ese punto irrepetible, y eso es algo que no se consigue por casualidad ni como resultado de la buena voluntad, sino que requiere el esfuerzo del trabajo bien hecho, de saber lo que se quiere y buscar los medios artísticos y humanos para encontrarlo. Los Sabandeños han sabido que el folklore no es una realidad muerta para guardar en los museos en toda su pureza y añorar los viejos tiempos pasados en noches de desesperación patriotera. Han sabido, lo que es muy importante, que la canción sirve para unirse, para encontrarse en el canto colectivo, para desentrañar los orígenes y las raíces, para vivir el presente como un entramado de complicadas relaciones y apuntalar las conciencias y las sensibilidades para enfrentarse al futuro. Por eso son imprescindibles, además de grandes artistas.

Hay quien dice, a mi parecer con buenas dosis de cerrazón, que ellos son un problema para la música canaria; que todos los grupos que han venido después, que son muchos, cada día más, los imitan o se basan en ellos, en su formación, en su visión del folklore y en su formulación artística. Es verdad que en Canarias hay probablemente más grupos de raíz folklórica que en ningún otro sitio de España, y que esos grupos han mamado de Los Sabandeños muchas cosas aunque ninguno haya superado todavía el modelo original. Pero todo ello no es culpa de Los Sabandeños ni es su problema que así suceda, sino de quienes se encuentran en esa encrucijada.

Porque ciertamente, la música canaria de raíz folklórica tiene un problema: el de seguir adelante después de lo que han hecho Los Sabandeños. Es un problema y un desafío, porque una música que pretende ser expresión popular ha de estar en constante evolución y transformación, creando nuevas alternativas artísticas, elaborando propuestas creativas que lleven cada vez más adelante. Los Sabandeños han hecho su revolución, y cada disco suyo es un paso adelante en su propio código estético y comunicativo, incluso han creado discípulos fuera de las islas. (Recientemente he podido asistir en Segovia y Burgos a las actuaciones de dos grupos, La Ronda Segoviana y Los Trovadores de Castilla, que han tomado de ellos el formato y el estilo vocal e instrumental).  Sería injusto pedirles un cambio distinto al que ellos se han propuesto hacer. Son los grupos nuevos, los artistas más recientes, quienes tienen que esforzarse por encontrar esas señas de identidad como grupos o como cantantes, que les de sello propio y contribuya a la diversificación de la oferta musical que ofrecen las islas.

Algunos lo han intentado y no lo han conseguido. Porque las circunstancias no eran buenas o porque su propuesta no resultaba   totalmente   válida, pero es un hecho que ni cantautores, ni rock, ni las fórmulas mixtas de folklore y rock han encontrado el eco qué buscaban. Naturalmente yo no sé la respuesta a este problema, pero sí hay una cosa clara: Los Sabandeños son un ejemplo no paró copiar, que ellos ya hacen su trabajo  suficientemente bien,  sino para estimular la imaginación de los nuevos grupos, que los hay, y buenos (citemos tan sólo a tres que me parecen punteros: Añoranza, Verode y Mestisay), en la búsqueda de nuevos caminos que el grupo de La Laguna lleva desbrozando sobradamente desde hace ya tantos años.    

Un bonito encuentro de chicharreros y canariones.
El señor de pelo blanco que toca el timple a la derecha
es Enrique Martín. 




Otros temas canarios en el blog:

Greta, Sueño de mujer

Diálogo de las cárceles

Polémica sobre el top-less con Juan Rodríguez Doreste, Alcalde de Las Palmas

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Bill Haley, con él nació el rock and roll





Ni su físico de vendedor de seguros juerguista y jaranero, ni su caracolillo capilar que ya hubiera querido Estrellita Castro ni sus chaquetas de mercadillo chino parecían apropiadas para que Bill Haley se convirtiera en una estrella del rock adolescente; ni siquiera su condición de depredador musical, aunque eso ayudara. Sin embargo, ahí está en la historia del rock and Roll.







DIARIO DE LAS PALMAS. 1 FEBRERO 1983

No fue el más famoso, papel que le correspondió a Elvis Presley, ni el más alborotador, que podrían ser Little Richard o Jerry Lee Lewis, ni siquiera fue el mejor compositor del rock, lugar que ocupa por derecho propio Chuck Berry, pero sin duda fue el primero, y eso se recordará siempre. Además era divertido. ¿Qué más se puede pedir?

Bill Haley, de verdadero nombre William John Clifton Haley, nació en marzo de 1927, en los suburbios de Detroit, y desde muy joven estuvo tocando la guitarra y cantando por poco dinero en cafetuchos de mala muerte. En 1942 formó su primer conjunto de Country and Western, con el que estuvo actuando sin descanso en todo el medio Oeste americano, hasta que decidió que resultaba más comercial adaptar títulos de Rithm and blues copiando su ritmo, aligerando sus textos de toda provocación sexual y mezclando todo ello con una buena porción de country.

Se juntó con un grupo al que llamó The Comets, y en 1951 obtuvo un pequeño éxito comercial con «Rock the Joint», un antecedente inmediato del rock and roll. Al año siguiente grabó «Crazy man crazy». En 1954 obtuvo por fin el éxito con «Shake, Rattle and roll», una versión dulcificada de la canción negra de Joe Hunter, y ese mismo año se lanzó definitivamente con un cover de un tema de Rithm and blues compuesto por Amos Millboum, que se titulaba originalmente «Let's Rock Awhile» y al que rebautizó como «Rock around the clock».

Bill Haley no daba en absoluto la imagen de teeneager, para los cuales cantaba y a los cuales pretendía representar. En primer lugar tenía demasiada edad --había cumplido ya los 27 años cuando consiguió su primer éxito--, vestía horrorosas chaquetas a cuadros que le hacían parecer más un probo oficinista que un joven descarriado, y lo único que le acercaba a la juventud era el engominado tupé que lucía. Sin embargo él fue el encargado de abrir el camino a otros rockers más auténticos.

En 1955 participó en la película de Richard Brooks«Blackboard jungle» (“semilla de maldad”), que incidía, como otros productos cinematográficos de la época («Salvaje», con Marlon Brando, o «Rebelde sin causa», con James Dean, por ejemplo) en la temática de la adolescencia desclasada, rayando la delincuencia. En la primera secuencia se veía a unos jóvenes de aspecto ambiguo bailando en el patio de un colegio canciones de Bill Haley. Esta película tuvo una enorme repercusión, lo que le ayudó a mantenerse en el candelero con canciones de éxito, como «See you later alligator» («Hasta luego, cocodrilo»), e interpretando otras películas, como «Don't Knock the rock» (1956), o el mismo «Rock around the clock», que Fred Sears llevó al cine en el cincuenta y nueve.

Pero a partir de la llegada de Elvis Presley estaba todo perdido para Haley. Las nuevas generaciones ofrecían algo que él no tenía: juventud y descaro. Y su estrella comenzó a apagarse. En 1957 hizo una gira por Inglaterra en olor de multitudes, pero a la vuelta a los Estados Unidos las cosas ya no volvieron a ser lo que eran. Las fans ya no le recibían gritando y desgarrándose las ropas, sus discos ya no eran los más escuchados ni los que más copias vendían y a sus shows ya no acudía tanto público como antes. En el escenario se movían nuevos nombres que tenían algo más que ofrecer que simples imitaciones, aunque estuvieran hechas con tanta gracia como las de Bill Haley.
Porque el éxito verdadero de Haley estuvo basado en las imitaciones y en las copias. El fue, en realidad, un saqueador del patrimonio musical de los negros, a los que esquilmó descaradamente, como, por otra parte, hicieron la gran mayoría de los rockers blancos. Si algo puede ilustrar la figura de Bill Haley es la manera en que la industria discográfica de los blancos se enfrentó con las creaciones de los negros, que permanecían semiocultas en sus propias casas discográficas «race», para extraerles todo lo que fuera vendible a cambio de dólares. En ese proceso de comercialización se fueron perdieno algunas de las mejores virtudes que ilustran la música popular americana: su garra, su fuerza y ese ambiente realista, crudo y sensual que embarga tantas y tantas composiciones.

Tal vez esa expoliación fuera necesaria para satisfacer las exigencias del nuevo público que estaba conformando la juventud blanca sin romper demasiado con el mundo y los conceptos de sus mayores. De esta forma se consiguió mantener en unos márgenes de libertad controlada la rebeldía juvenil de los años cincuenta.

Bill Haley fue un agente, junto a otros muchos, de esta expoliación. Su fruto fue el rock and roll, pero en el camino, Bill fue destruido por esa maquinaria. A partir de los últimos anos cincuenta dejó prácticamente de actuar, aunque se siguió manteniendo en segundo lugar, participando en giras secundarias, viajando de vez en cuando a Inglaterra, engordando, envejeciendo y grabando unos discos que eran la sombra de los anteriores. De todas maneras, cuando quería poner en pie al público cantaba alguno de sus viejos éxitos y, a veces, lo conseguía, aunque sus actuaciones no fueron sino la repetición mecánica de los viejos clichés.

El 6 de agosto de 1972 Bill Haley volvió a actuar en Londres en un gran espectáculo junto a otros ídolos del rock. Tenía ya cuarenta y .cinco años, y una buena parte de los cincuenta y seis mil espectadores que se dieron cita en el estadio deportivo de Wembley no le habían visto actuar jamás. Un testigo de aquel suceso musical, el español Celestino Coronado, narró asi la actuación de Haley en la revista «Triunfo»: «Para muchos fue una sorpresa el que Bill Haley and his Comets, más veterano que nadie, tocaran y sonaran muy bien. Su actuación fue simple, sin complicaciones o intentos de renovación, consiguiendo, no obstante, una inmediata réplica de sus miles de fans, y dando a todo el mundo una versión blanda quizás, pero no menos feliz y representativa, del género».

Bill Haley había vuelto con éxito, pero fue efímero. Hizo algunas actuaciones, grabó y reeditó viejas canciones que fueron apreciadas por el público y la crítica en justa medida, pero ya no habría forma de que volviera a retomar la antorcha del triunfo. Este viejo rocker estaba ya demasiado cansado para iniciar un nuevo camino. De todas formas sirvió para recordarnos que una vez hubo un ídolo que se llamó Bill Haley, que inventó el rock and roll y que murió un 9 de febrero de 1981.





Búsquense, sin malevolencia,
las siete diferencias













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Historias de la tele cuando la tele era una. 2 (1967)







Aunque se llama Narciso, todos le conocen por Chicho, y de niño se alimentó con zumo de escenario, como corresponde a quien es hijo de actores tan ilustres como Doña Pepita Serrador y Don Narciso Ibáñez Menta. 1967 fue un año de cosecha venturosa para TVE, pero sobre todo para este Chicho, de apellidos Ibáñez Serrador, como corresponde, en el que con tan sólo 32 años le dio a la tele española sus dos primeros premios internacionales importantes, dos galardones que demostraron al mundo que en España había algo más que guardias civiles que, como dijera el poeta, tenían “de charol la calavera”.

Pese a que ya en 1965 Chicho Ibáñez Serradorllevaba tiempo trabajando en televisión española realizando los más diversos espacios y había sido galardonado internacionalmente por “El último reloj” y “N.N.23”, dos capítulos de sus “Historias para no dormir”, fue la Ninfa de Oro del Festival de Montecarlo que recibió en febrero de 1967 por “El asfalto”, otro de los episodios de la serie que aterrorizaría a los españoles durante 17 años, le consagró como creador televisivo.

           
Durante algo más de media hora, un hombre --un caballero, más exactamente, pues lo interpretaba Narciso Ibáñez Menta, que siempre supo darle empaque a sus papeles-- se iba hundiendo lentamente en medio de la calle mientras sus conciudadanos pasaban a su lado sin socorrerle ni tan siquiera fijarse en su tragedia. Así, poco a poco, minuto a minuto, la anécdota original de Carlos Buizaadaptada por Chicho bajo el seudónimo de Luis Peñafiel, que transcurría en unos irreales decorados dibujados por Mingote, se convertía en una angustioso retrato del hombre contemporáneo, en la opresiva tragedia de la insolidaridad, la incomunicación, el egoísmo y  la indiferencia, un tema tan universal que también se llevó en Montecarlo el premio UNCA, que entregaba la Asociación Católica Internacional, sendos premios Ondas a la mejor realizador y el mejor actor, y el galardón de la crítica al mejor programa extranjero en el Festival de Buenos Aires.
           
Chicho Ibáñez Serrador, que había nacido en 1935 en Montevideo, asegura que vio la televisión por primera vez en Brasil, de adolescente, y que le fascinó. Comenzó a trabajar en Argentina como actor, guionista y realizador, facilitando el debut televisivo de Margarita Xirgu, la gran diva del teatro español republicano, exiliada en Uruguay al final de la guerra civil. Cuando llegó a TVE en 1963 ya estaba bregado en las técnicas de mover las cámaras y colocar los focos, un conocimiento que pronto le otorgaría la categoría de maestro, y la fama de hacer triunfar cualquier proyecto que iniciara. Tanto fue su éxito, sobre todo desde que en 1972 se inventó el “Un, dos, tres…”, que si no le llevó a morir de sobredosis, hay que reconocer que le impidió desarrollar otras facetas de su creatividad: el cine, al que dio películas tan recomendables como “La residencia” (1972) o “¿Quién puede matar a un niño?” (1976. Ver completa, merece la pena), y el teatro, en el que triunfó como actor y autor nada más llegar a España con “Aprobado en Inocencia”, que cuando se repuso en el 2001 recobró su título original de “Aprobado en castidad”.
           
Pero para llegar a eso aún quedaba tiempo, y en 1967 Chicho vivía una auténtica edad de oro en su carrera. Al reconocimiento internacional recibido por “El asfalto” aún habría de sumarse el que a lo largo de ese año y el siguiente recogería con “Historia de la frivolidad”, un  hito en el que merece detenerse dos o tres párrafos, porque con ese programa quedaron marcados los límites de la libertad en aquella España que se abría a la modernidad pero aún no había llegado a ella.
           
Cuentan quienes dicen saberlo de primera mano que la idea se le ocurrió a Adolfo Suárez, entonces director general de TVE, que siempre fue un buen criadero de políticos. Se lo comentó a su segundo de a bordo, Juan José Rosón, que inmediatamente le pasó el encargo al multipremiado Chicho: “haz lo que quieras, pero invéntate algo que sea un éxito internacional”, pidió. Ibáñez Serradorse juntó con el guionista Jaime Armiñáne idearon una desternillante comedia musical sobre la historia de la censura desde las cuevas de Altamira hasta nuestros días.

Fraga Iribarne era ministro de Información y Turismo desde 1962 y el año anterior había parido una Ley de Prensa que, aseguraba, era un paso hacia la libertad. ¿Por qué no se iba pues a poder abordar la censura en tono jocoso en la televisión? debieron pensar ambos creadores. Pero la realidad es tozuda y el censor cotidiano, el que decía sí o no a los programas, de nombre Francisco Gil Muñoz, no estaba para alegrías. Se cambió el primer título de “Historia de la censura” por el más suave de “Historia de la frivolidad”, el propio Rosón se encargó de cortar personalmente lo que consideraba pecaminoso, subversivo o sobrante, y como el festival de Montecarlo, al que se pensaba presentar el programa, exigía su previó estreno, se programó la noche del 9 de febrero, tras la finalización de las emisiones, después de la bandera, el retrato y el “chunta-chunta” de cierre. Además, por si quedaban dudas, se clarificó con un cartel indicando que la obra era “no apta para todos los públicos”.


Pocos españoles la vieron en aquella ocasión, y el resto tuvieron que esperar un rato, pero más allá de los Pirineos arrasó y algunas de sus escenas han permanecido para la historia: la estricta dominanta que figuraba ser la conductora del espacio, la siempre impecable Irene Gutiérrez Caba, más dura que el ama de llaves de “Rebeca”, cantando el himno de la Liga Femenina Contra la Frivolidad, en la que militaba junto a  Rafaela Aparicio, Lola Gaos y Margot Cottens; el implacable Felipe II que hacía Luis Sánchez Polack, Tip; o la irrepetible escena del balcón con Jaime Blanch como lindísimo Romeo y una tímida Julieta con la cara de José Luis Coll, no por capricho de los guionistas o por gracia, sino como parodia cultista de la costumbre victoriana de que las figuras femeninas del teatro las interpretaran machos.
           
Esa visión de la historia, que se adelantaba en su ironía y disparate a la que luego darían Monty Python en sus películas, cautivó a los jurados internacionales, e “Historia de la frivolidad” fue Ninfa de Oro y otra vez premio de la UNCA en Montecarlo, Rosa de Oro y premio de la prensa en Montreux y Targa d’Argento en Milán. El objetivo de Adolfo Suárez estaba cumplido de sobra, aunque la obra premiada quedara casi en la clandestinidad hasta que se pudo emitir y el tiempo le hizo justicia: un jurado de 20 reconocidos expertos televisivos consideraron el 2002 que “Historia de la frivolidad” había sido el programa más innovador de toda la historia de la televisión en España.
            

A esas alturas del siglo pasado España se había llenado ya de turistas, casi al mismo ritmo que enviaba emigrantes a Francia, Alemania, Suiza y otros países más prósperos, a los que en la década de los sesenta tuvieron que irse a ganarse la vida más de millón y medio de españoles. Preludio de los varios mayos que tendría el año siguiente, en 1967 se vivieron en España situaciones conflictivas que, pese a su importancia, pasaron misteriosamente desapercibidas para los responsables de la tele. 500 intelectuales pidieron libertades al régimen en una carta. Comisiones Obreras era ya una alternativa masiva a los sindicatos verticales y su dirigente principal, Marcelino Camacho, fue detenido. Vizcaya vivió una agitación laboral que llevó a un estado de excepción de tres meses, 20 sacerdotes vascos fueron detenidos y en Madrid nació oficialmente el Sindicato Democrático de Estudiantes.
           
De ninguno de estos hechos se enteraron los protagonistas de “La casa de los Martínez”, una especie de reality show adelantado que se estrenó en 1967 y continuaría cuatro años en antena encabezando los gustos de los espectadores. Creados por un veterano de la casa, Romano Villalba, los Martínez, encarnados por Julita Martínez y Carlos Muñoz, sus hijos y el servicio, en el que despuntaban las personalidades arrolladoras de Rafaela Aparicio y Florinda Chico, representaban la cara feliz y desarrollista de España. Eran una pretendida familia media española con televisor, lavadora, picup y frigidaire, que compraban en el emergente Corte Inglés y veraneaban en el Valle del Tietar. Además, eran ciertamente muy acogedores, tanto que cada emisión se les llenaba el salón de la casa de famosos de la época que, ya que estaban allí, aprovechaban para contar sus proyectos artísticos o personales. Marcelino Camacho no fue invitado a ninguna sobremesa, pero seguro que fue tan sólo porque estaba en la cárcel, de donde no saldría hasta 1972, cuando ya “La casa de los Martínez” había cerrado sus puertas un año antes.
  

TELESPECTADORES SIN SHARE




En 1967 no existían las mediciones de audiencia, ni los shares, ni los ratings, lo cual no quiere decir que los responsables de TVE no se interesaran por saber quiénes, y sobre todo cuántos, veían sus emisiones. Según una encuesta realizada el año anterior, los hombres eran más aficionados que las mujeres a la tele, que veían normalmente el 60% de los varones y el 46% de las hembras. El interés decrecía con la edad. Eran ya teleadictos el 63% de los jóvenes de entre 18 y 29 años, frente al 58% de los de 30 a 49 o el 42% de los mayores de esa edad. Por profesiones, primaban los profesionales, gerentes y directivos (70%) frente a los comerciantes, empleados y funcionarios (66%), los trabajadores especializados (59%), y así hasta llegar a los trabajadores agrícolas, pescadores y mineros, de los que sólo el 36% se asomaban a la pantalla. No es raro que los más enganchados fueran los que tenían más dinero para comprar un televisor: veían la tele habitualmente el 72% de los que ganaban más de 20.000 pesetas al mes, porcentaje que entre los que a fin de mes no llegaban a las 5.000 se quedara en el 40%. 







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Benito Lertxundi. Crítica y reacción en Eguin (1984)






Ya he colgado por aquí, en el más exacto sentido del término, un par de reseñas de Raphaely la Orquesta Mondragón que merecieron sus correspondientes réplicas, en el primer caso de Emilio Romero y en el segundo del propio Gurruchaga. No es por echarme laureles, pero no siempre ha sido así. En 1984 un comentario en EL PAÍS sobre Benito Lertxundi, un cantautor por el que siempre he sentido una profunda fascinación a más de un indisimilado respeto, motivó un comentario en euskera que se publicó en el diario EGIN y que no era del todo desaprobatorio. Se titulaba “Kritico bat” (“Un crítico”) y lo reproduzco más abajo, tras la crítica a que se refiere.

Sobre Benito Lertxundi me gustaría contar una anécdota que me parece significativa de la manera en que este cantautor vasco entiende su trabajo y lo que ello conlleva (o lo entendía en aquel momento, que ha pasado mucho tiempo). Debió ser alrededor de 1987. Benito nos había invitado a Álvaro Feito y a mí, junto a nuestras respectivas, a un recital en no recuerdo ahora qué pueblo vasco. Fuimos, y tras la actuación, que naturalmente fue excelente, aunque no recuerdo en qué pueblo vasco tuvo lugar, con llevaron a comer a una sociedad gastronómica; mixta, claro.

Después de cenar opíparamente nos juntamos en un rincón y le propuse que hiciera uno de los espacio de La Buena Música con los que entonces andábamos a vueltas Resines y yo. Podía ser como él quisiera, cantar lo que considerara más conveniente, ilustrarlo como le apeteciera y, por supuesto, con la posibilidad de que todo el programa fuera en euskera, como ya habíamos hecho en los que habíamos dedicado a Mikel Laboa y a Oskorri.

Le pareció estupendo, tenía plena confianza en nosotros, podía quedar, efectivamente algo bonito…, pero no. Y me dio dos argumentos: Él no tenía demasiado interés en salir en televisión; cantaba para su gente y ya conseguía llegar a ellos en los recitales; por otra parte, ser conocido fuera de Euskadi no le llamaba demasiado la atención. No es que lo rechazara, pero vamos, tampoco hacía mucho para conseguirlo. Sobre todo, vino a decir, si era a costa de dejar unas canciones grabadas en manos de televisiones que las podían usar posteriormente, trocearlas, emitirlas en medio de otras cosas, incluso, y eso parece ser que le aterrorizaba, incluirlas en algún anuncio electoral de cualquier partido. 

Me pareció tan sorprendente, tan fuera de lo común, que en unos tiempos en los que la gente se pegaba por salir en televisión hubiera alguien que se negara porque hacerlo podía interferir el sentido de su trabajo, que no se me ocurrió ni argumentar en contrario. Seguimos la noche a base de un pacharán casero que quitaba el hipo y al día siguiente regresé a Madrid pensando que aquel Benito era una persona aparte. También es un artista aparte.





EL PAÍS. 4 MAR 1984

Ante un público entregado y convencido, que casi llenaba el Alcalá Palace de Madrid, en una convocatoria que se puede suponer a golpe de teléfono por la falta de publicidad observada, el cantante vasco Benito Lertxundi dio uno de los recitales con mayor carga mágica que se han celebrado en los últimos meses en Madrid, demostrando que, pese a ser prácticamente desconocida, la canción vasca se ha venido desarrollando a lo largo de los años en la búsqueda de unas formas de expresión propias de las que Lertxundi es uno de los más brillantes y veteranos practicantes.

Entender desde Madrid el fenómeno de la canción en euskera es difícil y complejo. Se trata de una música y unos músicos que se mueven casi exclusivamente en su mundo. A primera oída el resultado musical e idiomático del recital puede resultar duro, pero la calidad de Benito Lertxundi, su capacidad para crear ambientes, sus arreglos cuidadosos y medidos, plenamente inspirados, sus líneas melódicas cargadas de belleza nostálgica y su voz espléndida, que utiliza con absoluta modernidad, envuelven al oyente, incluso al que no entiende el euskera, en una atmósfera de sutileza mágica que lo engancha y lo va llevando de un lado para otro de ese universo desconocido y austero que es la realidad de la cultura y la historia vasca.

Tanto cuando canta con una melodía de Donovan unos versos del padre de la canción vasca contemporánea, Michel Laberguerie, como cuando interpreta su particular versión de dos pavanas del renacimiento o cuando se introduce a través de melodías de bellísima construcción y reposada reflexión en los caminos de la historia para contarnos los sucesos de la fábrica de Orbaizeta o la batalla de Roncal, hay en las canciones de Benito Lertxundi una clara intención de evitar el himno y la proclama para centrarse en una reflexión sobre la esencia misma del pueblo vasco, sus tradiciones, sus luchas, sus alegrías y sus derrotas, todo ello con un lenguaje musical que sin dejar de ser clásico -en los arreglos, la instrumentación- no es nunca ortodoxo.

Mezcla Lertxundi en sus composiciones muy diversas influencias, desde la anglosajona del foIk, que podría venir tanto de Donovan como de Dylan o Leonard Cohen, hasta la rica tradición de los bersolaris, pasando por el inagotable caudal de los ritmos celtas, como en esa larga  suite instrumental en la que nos sumerge en el viaje de los primeros druidas que, desde el golfo de Vizcaya, viajaron a las costas irlandesas.






KRITIKO BAT- UN CRÍTICO
EGUIN, 11 de marzo de 1984

A los euskaldunes el periódico El País no nos ha hecho nunca un gran favor. Desde siempre hemos podido ver la contramanifestación que tiene el sabor vasco y se evidencia que esa agresión se ha intensificado en los últimos meses. Hace varias semanas, en cambio, despidieron al crítico musical (Costa) y en su lugar pusieron a Antonio Gómez. El cambio que ha acontecido se puede decir, hasta ahora, completamente provechoso, y para esto no hay sino que leer esta referencia que hizo en la crítica de Benito Lertxundi. Antonio Gómez no ha hecho nada del otro mundo, ha hecho su trabajo y ese es la información y la crítica. Pero los temas vascos, cuando se dejan en manos de extranjeros, no suelen tener esa suerte.

Los críticos no tienen la mínima información y todos nuestros esfuerzos se deforman, también en esa tarea, como si quisieran demostrar que estamos retrasados.

De todas maneras la referencia de este crítico nos hace pensar que podemos tener un poco esperanza. ¿Por qué? Mira:

--El apellido de Lertxundi no lo ha escrito con ch.
--Se ha escuchado los discos de Benito.

--No hace valoración y comparación general acerca de “euskal kantagintza” (¿cantante vasco?).
--Cita los valores que tienen los idiomas.

--Conoce la existencia y el nombre de Labeguerie.

--Ha escrito “orbaizeta” con zeta, aunque no sabe la palabra para denominar al “Roncal”.

--No ha descalificado el trabajo de Lertxundi llamanadóle “muermo folki” ni términos similares.

Sería demasiado felicitarle, pero le diríamos a Antonio Gómez que siga así, si parece que sabe sobre el trabajo de Lertsundi tanto como acerca de un grupo de Nueva York, y eso no es tan fácil en los críticos de fuera, algunas veces ni tampoco en los de aquí.

No es mucho lo que ha hecho Gómez, ni poco, es una crítica.

Las razones por las que pareció haberle gustado mi trabajo fueron peculiares, pero me satisfizo la razón última del comentario. "No ha hecho nada del otro mundo, ha hecho su trabajo", escribió, y me parece suficiente, pues creo que la mayor aspiración de cualquiera en el terreno profesional es, precisamente, hacer su trabajo con seriea y responsabilidad. No se nos olvide nunca lo que cantaba La Bullonera: "venimos simplemente a trabajar, a arrimar como uno más el hombro al tajo".

Pero ado que hoy vamos de medallas propias, he de reconocer que la canción vasca me ha dado algunas alegrías aparte de escucharla. A raíz de la emisión en TVE del programa que hicimos con Mikel Laboa (que lamento no conservar, porque no quedó mal y porque, como dice Javier Martín más abajo fue el primer programa de TVE íntegramente en euskera, declaraciones de Mikel incluidas) se publicó el siguiente comentario en EL PAÍS:


ELPAÍS.COMPantallas

CRÍTICA:'LA BUENA MÚSICA'

Increíble, un cantante vasco en TVE

Veinticinco años después de la llegada de la televisión a Madrid, TVE tuvo a bien dedicar 50 minutos al santón de la canción vasca: Mikel Laboa. El accidente ocurrió a las once de la noche del martes, en el programa de la segunda cadena La buena música. Apenas hay testigos.La atención a la canción vasca en TVE es inversamente proporcional al espacio que ocupa la actualidad de Euskadi. El otro extremo es Andalucía: las escasas noticias sobre ella se compensan con la abundante presencia del flamenco en televisión. O sea, que de los vascos nos tenemos muy sabidos a Garaikoetxea, Arzalluz, Idígoras,Artapalo..., y de los andaluces, a Lebrijano, Habichuela o Camarón.
Quien apareció en la noche del martes era un apacible médico cincuentón, donostiarra de nacimiento, que a los veintitantos años se quedó impresionado con un disco de Atahualpa Yupanqui. Armado con una guitarra, Laboa desgranó, con singular encanto, un tango en vasco y melancólicas melodías de amor y de muerte; también se introdujo en la imitación fonética de otras lenguas, algo ya clásico en su repertorio.
La cámara recorrió los escenarios de su vida mientras Laboa, siempre en vasco, recordaba su biografía, Prohibido durante cinco años, cuando ya pudo volver a un escenario Laboa se retiró otro lustro, Porque los recitales se convertían en manifestaciones políticas. En ese tiempo grabó un disco doble que ha hecho historia.

Un cuidado programa

El programa tuvo el acierto de ofrecer unas cuidadas imágenes y una exposición lo más amena posible de un programa íntegramente en vasco, a lo que el telespectador no está nada habituado. Sólo cabe, pues, felicitar a TVE por la osadía del martes y desear que en los próximos 25 años tenga otro hueco para la canción vasca.
El resto del tiempo puede seguir dedicándose al flamenco, la zarzuela, la ópera, la danza, los aniversarios de la nova cançó, la prehistoria del pop español y a películas extranjeras. Por ello, el subtítulo del programa de Mikel Laboa fue lo mejor: Más o menos nuestro.



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Amancio Prada en el Teatro Real (1984)







El 24 de septiembre de 1984 el Teatro Real de Madrid se abrió por primera vez a la canción de autor de la mano de Amancio Prada, probablemente la persona más adecuada para el caso. Fue un acontecimiento que venía a conferir una cierta respetabilidad a la canción popular del que di cuenta en El País con una entrevista previa y la correspondiente reseña posterior.
Como información anecdótica, pero significativa de algunos prejuicios que todavía regían el funcionamiento del tempo madrileño de la música clásica, diré que estaba previsto grabar el recital de Amancio para el programa de TVE “La Buena Música/Más o menos nuestro”, del que ya se ha colgado aquí alguna emisión, grabación que al final resultó imposible ante las duras restricciones que el local, imponía para colocar las cámaras donde el realizador las necesitaba, y no donde se colocaban habitualmente en la retransmisión de conciertos de música clásica.



EL PAÍS. 22 SEPTIEMBRE 1984.

EI próximo lunes, dentro del Festival de Otoño madrileño, se presenta por primera vez en el teatro Real un cantante compositor de canciones populares. Es Amancio Prada, quien va a hacer que este loca, de historia y tradición ligada a la música clásica, se abra a una nueva forma artística, como antes lo hiciera al flamenco o al jazz. Un dato apenas anecdótico, pero que viene a corroborar la idea de que, cada vez más, la música no se divide en géneros o estilos, sino tan sólo en buena o mala.

Nacido hace algo más de 35 años en El Bierzo, esa zona fronteriza entre las culturas castellana y gallega, Amancio Prada es un hombre que a través de sus canciones y su presencia en escena, austera y reposada, ofrece una imagen que, no obstante, deja presentir un fondo más apasionado y sensual de lo que podría parecer a primera vista. "Cuando salgo a cantar", confiesa, "siento que mi vida adquiere pleno sentido, pero ai mismo tiempo mi personalidad se desvanece, no soy yo, con mi biografía, mi familia, mis amigos, quien canta, es simplemente una energía que se levanta y adquiere forma sonora. Esa despersonalización, o esa especie de enajenación etérea, puede justificar cierta imagen mística que se dice que yo tengo y que durante un tiempo rechacé de plano. Aunque, cuando la gente habla de imagen mística, se refiere quizá más a mis musicalizaciones de san Juan de la Cruz, pero, desde luego, lo místico no está en contradicción con lo sensual. Nada más sensual y erótico que la poesía de ese santo".

De familia campesina, vocalista en su juventud de una orquesta de baile, su traslado a París y la convivencia con el ambiente cultural que allí se vivía le abrió a la canción desde otra perspectiva. Hace ahora 10 años que publicó en Francia su primer disco, Vida e morte. "En aquel tiempo, por 1974, yo andaba metido en aquellas cavas tan misérrimas como gloriosas, y ahora aquí, entre tanto pan de oro. Pero, en fin, lo esencial no varía: es un escenario, un hombre que acude a cantar y un público que lo escucha. Todos los escenarios son importantes, cada actuación es para mí la primera y tal vez la última, por lo menos con ese estado de ánimo salgo a cantar".

Musas

De obra artística inspirada y minuciosamente elaborada, detallista y varia, la atención de Amando Prada se volcó desde el principio hacia la musicalización de poemas, aunque de cuando en cuando escriba sus propias letras, que sólo graba en escasas y contadas ocasiones: "Es que las musas no me son propicias en este sentido", indica, sin darle demasiadas vueltas al asunto, y añade: "Tampoco tengo mayor interés en afirmar mi identidad escribiendo letras. Soy bastante irreverente con la autoría de los poemas. Creo que, en definitiva, una canción es de quien la escucha, y más todavía de quien la canta".

Juan de la Encina, Rosalía de Castro, Luis López Álvarez, Celso Emilio Ferreiro, san Juan de la Cruz o Agustín García Calvo son algunos de los poetas a los que, con mayor o menor asiduidad, ha musicalizado. "Es una suerte partir de unos textos con una gran calidad poética. Si una canción está compuesta por música y letra, cuanta más altura tenga la letra y más acorde esté con tu temperamento, tanto mejor. La poesía es un punto de partida envidiable y comprometido, en la medida en que te obliga a componer una música a la altura de ese poema, acompañado por una interpretación exigente".

El 'Cántico'

Compositor e intérprete de ocho álbumes discográficos, el último de los cuales aparece estos mismos días en el mercado, Amancio Prada cantará en el teatro Real su obra más extensa y compleja, el Cántico Espiritual, de san Juan de la Cruz. En la segunda parte de su recital hará un recorrido por el resto de su obra, acompañado por un grupo instrumental que incluye piano, violín, violonchelo, guitarra, bajo y percusión. En su música se mezclan resonancias e influencias populares y cultas. Del folklore, que en el siglo XX considera ya muerto, ha extraído, como demostró en su álbum Caravel de caraveles, un sentido estético de ancestral resonancia que se enriquece y hace más complejo con las aportaciones de la música de este siglo, de las que toma elementos camerísticos instrumentales.

Ante esta actuación del teatro Real, que en cualquier caso sería importante para todo cantante, se siente seguro y tranquilo: "Todo depende de la importancia o de la consideración que uno le dé. Actuar en el teatro más prestigioso, hoy por hoy, de la música considerada seria infunde un cierto respeto y un cierto temor de Dios, que nunca viene mal. Pero con una actuación como la mía también se está haciendo, de alguna forma, que se fuercen esos moldes a veces demasiado estrechos a la hora de considerar lo que es música seria y lo que no lo es”.



EL PAÍS. 26 SEPTIEMBRE 1984

El éxito obtenido por Amancio Prada en su recital del teatro Real de Madrid fue evidente, tanto en lo que se refiere al número de asistentes, una buena parte del cual se quedó en la calle sin poder entrar, como a la reacción calurosa del que llenaba la sala. Los datos aparentemente anecdóticos que rodearon la presentación por primera vez de un cantante popular en el teatro Real muestran, no obstante, algunas realidades a tener en, cuenta: la discusión, tan innecesaria como frecuente, sobre lo que es y no es música seria; la relación que necesariamente existe entre el tipo de música que se hace y el escenario desde el que se muestra; las diversas actitudes de los públicos que normalmente acuden a distintos recitales y su reacción ante un local como el Real. Aun que sólo sea citándolos, creo que es necesario prestar atención a estos puntos.

Amancio Prada interpretó dos obras de distinta factura: su musicalización del Cántico Espiritual, de san Juan de la Cruz, con el que abrió el recital, y un recorrido por sus canciones en el que cantó poemas de Rosalía de Castro, Luis López Álvarez, Juan del Encina, Agustín García Calvo y los trovadores galaico-portugueses. Más nervioso e inseguro en la primera parte, en la segunda se fue reafirmando hasta un final espléndido, demostrando una vez más que la suya es música simple y llanamente buena, sin jerarquización de géneros.

Claridad

Los dos ejes claves de la obra de Amancio Prada se mostraron con claridad en este recital. Por una parte, la musicalización de poemas, camino que muchos cantantes han intentado, pero que pocos han tratado con tanto rigor. Musicalizar poemas ha sido en muchos casos un socorrido recurso ante la incapacidad para escribir canciones. Amancio Prada es de los pocos que han solucionado el problema de la dispersión formal y temática y la difuminación de la propia personalidad artística que esto suele originar, creando una obra coherente y personal, en la que hay una íntima imbricación entre cantante, música y texto, apropiándose, con pleno derecho, las palabras ajenas para desarrollar su original discurso, lo que es su mayor virtud.

El otro eje sería el que establece ese terreno fronterizo en el que se mueve entre la música clásica, en su forma camerística, y la popular, con la asimilación de cierto sonido y estructura de origen folklórico. Otro experimento de múltiples intentos en la música popular y de irregulares y en general poco satisfactorios resultados. Amancio Prada ha sabido encontrar una fórmula de absoluta validez en su acercamiento a los modos y las formas de la canción trovadoresca, partícipe de la corte y de la aldea, de corte contemporáneo.

Su sensibilidad creativa, la seriedad con que se plantea su trabajo y los excelentes músicos, en general, con que se acompaña fueron las bazas que le permitieron triunfar en un escenario tan condicionado como el del Teatro Real.






Article 16

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Chicho Sánchez Ferlosio, Teresa Cano y Amancio Prada. Dos versiones de “Canción adultera” para comparar







Ayer, después de colgar el texto sobre Amancio Prada seguí buscando canciones y encontré una que creo que merece la pena colgar, pues, además de mostrar una faceta poco conocida de Amancio, me permite traer aquí a Chicho Sánchez Ferlosio, sobre el que no he encontrado ningún artículo, y, además, proponeros un tema que me apasiona: la comparación de distintas versiones de una misma canción.

Pese a su fama de exquisito y un tanto místico, Amancio tiene una vena vital que se podría definir como anarco-gamberra que públicamente se ha mostrado a través de una amistad de largos años con Agustín García Calvo, del que ha musicalizado con maestría algunos poemas como “Libre te quiero”, “Las moras negras” y otros, y Chicho Sánchez Ferlosio. Los tres presentaron en 1982 un espectáculo conjunto en el Teatro Español de Madrid y en 2005, tres años después de la muerte de Chicho, Amancio dedicó un álbum a sus canciones (entre las que no está la que colgamos aquí), que también ha incluido en sus recitales. En el primero de los vídeos, grabado en Cuba, Amancio habla de esa relación, así que mejor escucharle a él.

Además, lo que aquí me interesa es la canción y sus versiones. Se trata de “Canción adultera”, un tema perteneciente a las etapas más irónicas de Chicho, cuando recién desengañado del comunismo, al que había dejado para su uso y disfrute algunas memorables canciones, y antes de su acercamiento militante al anarquismo, con el que haría otro tanto. Es lo bueno de los grandes creadores, que cuando se van siempre nos dejan algo en herencia.

La canción es un diálogo entre dos amantes en el transcurso, o en los inicios, de un polvo clandestino en esa hora de la tarde a la que se suelen echar los polvos clandestinos. Un tema ligero e intrascendente como dice Amancio en la presentación, es cierto, pero engañosamente ligero e intrascendente. Chicho, que era un maestro en el manejo de las palabras y los conceptos introduce al final la moraleja de la fábula, pues eso es en realidad la canción, en la que con sólo dos versos confiere sentido y significado a todo lo anterior, cargando además ese simple polvo en una declaración ideológica, que no podía ser otra que la de la necesidad de libertad. Libertad en general, y en este caso concreto en el terreno del sexo. Aunque ese llamamiento que hace a “no aplicar los principios con rigidez” sea aplicable siempre, habría que recordar que cuando se escribió la canción cualquier sexualidad fuera de la norma reproductiva era pecado y el adulterio del cónyuge (la cónyuge mayoritariamente) pillada in fraganti era eximente del asesinato. Frivolidad sí, pero menos. Intrascendencia sí, pero la justa.

Cuenta Amancio en la presentación las dificultades para localizar la canción cuando pensó interpretarla, dificultades que no debieron haber sido tantas, pues el tema estaba perfectamente en el disco “Si las cosas no fueran tan enojosas” (título tomado de otra canción de Chicho), grabado en 1987 por Teresa Cano, que ya había cantado en los dos primeros discos de Antonio Resines en los que yo había trabajado en las letras (“Canciones de cárcel de Ho Chi Minh” y “Cuandollegaremos a Sevilla / Cantata del exilio”) y que después seguiría por otras rutas profesionales. En este caso llamó al propio Chicho para dialogar con él en la canción. Los arreglos son del grupo Malasaña, que también había hecho los de los dos trabajos citados. La he cogido, le he puesto unas fotos de los dos protagonistas y unos frescos de Pompeya y listo el segundo vídeo.

Aparte de algunas discrepancias en el texto, llama la atención las dos interpretaciones tan distintas, hasta el punto que podrían parecer canciones diferentes. Amancio, del que no se puede decir que la ironía sea el fuerte de su estilo, la canta con una cierta vergüenza, interiorizando la ironía, sin atreverse siquiera a proferir el “laiiii” del final de algunas estrofas, que los otros dos, más desvengonzados, lanzan al aire sin ningún rubor.

Disfrutadlas.


Como no he conseguido subir aquí el vídeo previsto y anunciado, 
vaya esta versión también de Amancio, con La Shica, 
que aunque ella no se sepa el texto, para el caso sirve.




Article 15

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En tiempos tan indecentes como estos, cuando los modelos de vida y los ejemplos morales los establecen unos medios de comunicación vendidos al esto es lo que vende, no viene mal echar la vista atrás para recordar personas e historias que muestran otra forma de enfrentar la existencia.

A finales del siglo pasado intenté que algunas de esas vidas quedaran fijadas en un libro a través de las propias palabras de quienes las habían vivido, y me puse a hacer entrevistas con veteranos militantes que se habían dejado la piel en la pelea por un mundo mejor en años en los que esa lucha suponían mil sacrificios, entregas y esfuerzos que podían costar la libertad o incluso la propia vida. Aunque no se ha publicado (y seguramente acabará aquí colgado del cuello), el libro se terminó. Lo titulé “Comunistas”, porque no se puede huir de la familia, y en él están, en negro sobre blanco, de mi padre a Simón Sánchez Montero, de Tomasa Cuevas a Santiago Álvarez, de José Gros a Teresa Pámies, de la muerte de Cristino García hasta los 18 años de amor de cárcel a cárcel que vivieron Manolita del Arco y Ángel Martínez.

Manolita del Arco, que falleció en 2006, había nacido en Bilbao en el año 20, aunque fue educada en Madrid por unos tíos de ideas liberales y republicanas. El estallido de la guerra civil radicalizó sus ideas políticas, haciéndola ingresar en las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), en las que permaneció tras el final de la contienda realizando diversos trabajos clandestinos. En 1942, con 22 años, fue detenida en La Coruña, acusada de apoyo a la guerrilla, y trasladada a Madrid para ser juzgada. La noche anterior al juicio, todos los acusados, hombres y mujeres, fueron recluidos juntos en una misma celda…


Javi Larrauri . Retrato de Manolita del Arco,
perteneciente a la serie “Mujeres republicanas”


El año 42 me detuvieron en San Sebastián y no salí de la cárcel hasta el 60. Todavía no conocía a Ángel, aunque creo que le había visto una vez, en un viaje que hice a Madrid desde San Sebastián, cuando estaba allí clandestina, pero sólo fue un contacto; él me dio algo, yo le di algo y eso es todo lo que le había visto hasta que caí. No sabía ni como se llamaba.

Cuando me detuvieron y llegué a Gobernación, se enteraron los camaradas que estaban en Porlier. En Gobernación, encargada de la limpieza de los sótanos, había alguna mujer que era falangista, pero que tenía un hermano en la cárcel. y un día me preguntó que cómo me llamaba. Le pregunté que porque quería saberlo y me contestó que por curiosidad. Se lo dije, porque como ya estaba detenida no tenía importancia, y al cabo de unos cuantos días me echaron un papelito por debajo de la puerta. Era un papel de fumar. El que lo escribía era Ángel, no porque me conociera, que él tampoco se acordaba de que nos habíamos visto antes en aquella cita clandestina, sino porque debía tener algún tipo de responsabilidad en la cárcel y me decía que los camaradas de Porlier estaban muy preocupados por mi situación. También me comunicaban algunas cosas que la policía sabía de mí y estaban acumuladas en mi expediente, para que yo lo supiera y buscara una explicación para la defensa. Así que yo subía a declarar y me preguntaban cosas, algunas de las cuales sabía de que iban y otras no.


Cuando llegué a la cárcel de Ventas iban obreros a hacer pequeñas reparaciones de fontanería o de albañilería. Solían ser presos políticos que tenían condenas pequeñas, de cuatro o seis años, y siempre iban cargados de notas. A través de ellos Ángel empezó a comunicarse conmigo, preguntándome qué tal me había ido y diciéndome que utilizase el mismo conducto para comunicarles como me encontraba de salud y cosas de esas. Yo todavía no le conocía, pero ya sabía que se llamaba Ángel. Luego ya, cuando vino el juez a leemos los cargos, me enteré que él iba en el mismo expediente. Yo no conocía a ninguno del expediente, porque a mí me habían incluido ido en él debido a que los del mío ya estaban juzgados, que por cierto, mataron a la mayoría.

Fuimos a juicio y allí estaba Ángel, naturalmente. Yo soy Ángel Martínez, me dijo; que ni me acordaba de él, y venga a hablar y a hablar sobre las cosas del expediente. Nos juzgaron y a cinco mujeres nos condenaron a muerte y también a cuatro hombres, entre ellos Ángel, que luego sería mi marido. La noche anterior al juicio dormimos todos en las Salesas, a donde nos habían trasladado el día anterior.

Recuerdo que yo llevaba un traje blanco que me había hecho unas amigas y menos mal que algún familiar me había llevado una bata, porque sino cómo iba a dormir yo allí con el traje nuevo, que se podía arrugar y al día siguiente no me serviría para el juicio, al que queríamos ir todos de punta en blanco. Aquella noche, por medio de uno de los que iban a juzgar que tenía cierta influencia, pasaron mucha comida a los hombres, y le dijeron a la guardia que por qué no llevaban a las mujeres a su mismo calabozo para cenar juntos. Pasamos y cenamos con ellos y yo me senté junto a Ángel. Estuvimos cantando y cenando, igual comíamos un trozo de tortilla que un trozo de queso, y lo pasamos muy bien. Luego ya regresamos cada uno a nuestro calabozo y nos juzgaron al día siguiente. Nos condenaron a muerte.


Cuando nos llevaron de vuelta a las cárceles íbamos todos en el mismo camión. Primero dejaron a los hombres en Porlier y luego nos llevaron a nosotras a Ventas. Me acuerdo que Ángel me dio un abrazo muy fuerte y me dijo: bueno, Manoli, hasta muy pronto, hasta muy pronto. Nunca se me olvida aquello y se lo he recordado a menudo. Hasta muy pronto, decía, y tardamos dieciocho años en volver a vernos.

El era viudo, su mujer había muerto a finales del 38. Siguió escribiéndome de cárcel a cárcel y cada vez me decía que teníamos que normalizar nuestras relaciones. No se si porque las mujeres somos más desconfiadas o porque nos lo pensamos todo más, yo le contestaba que había que esperar un poco, que no sabíamos cuando íbamos a salir en libertad. Todo eso después de habernos conmutado la pena de muerte, que estuvimos cinco meses esperándola. Una espera horrorosa, que en el caso de mi marido fue especialmente dura, porque les llevaron a capilla con otros diecinueve y a las seis de la mañana llega el funcionario con una lista, la lee y a Ángel y a otro camarada no les cita. Oiga, que faltamos dos, dijeron, que estamos aquí y se ha olvidado usted de nosotros. Ustedes dos, contestó el funcionario, han sido conmutados, llegó la orden a las tres de la mañana. Pero tuvieron que esperar toda la noche pensando que aquella madrugada les fusilaban. Nosotras no; a nosotras nos comunicaron al día siguiente que se había anulado la ejecución, pero no nos metieron en capilla, aunque pasamos toda la noche sin dormir.


Cada uno en su cárcel, seguimos en comunicación. Como no nos íbamos a ver en unos años, seguimos carteándonos. El escribió a mi madre y a mi familia, la suya me visitaba a mí durante los cuatro años que estuve en Ventas. A Ángel le mandaron una vez castigado a Guadalajara y mi madre fue a verle. Es decir, que ya había una relación familiar inclusive. Pero no nos veíamos nunca, entonces no había los vises a vises y esas cosas. Nos escribíamos, nos íbamos haciendo mayores escribiéndonos. Yo todavía conservo algunas de las cartas que están ya amarillas. Las que no se han perdido, que muchas desaparecieron en los cacheos. Algunas de ellas eran preciosas, cartas de mi marido que son realmente poemas. A partir de unos ciertos años, las cartas eran legales, pego también nos escribimos muchas clandestinas, sobre todo al principio, que sacaban los familiares en las visitas, o incluso alguna funcionaría, en paquetes en los que se escondían las cartas que no querías que censuraran, porque todas pasaban censura y yo he recibido cartas con renglones enteros tachados.

Ángel escribió a la dirección General de Prisiones diciendo que tenía a su mujer presa en Segovia, donde yo estaba entonces, y pidió permiso para escribirnos al director de la cárcel de Burgos, amparándose en que permitían una carta al mes de cárcel a cárcel, pero tenían que ser de madres a hijos, de esposo a esposa, de hermano a hermana, siempre entre familiares directos. Se lo dieron y ya nos escribíamos con regularidad y legalmente, aunque no dejábamos de escribirnos fuera de ese conducto. Yo escribía a su familia, que vivía en Burgos, y ellos se las pasaban, y al revés también, para poder escribirnos más, pero lo normal era una carta al mes. Había una funcionaría, que tenía mi misma edad o un poco menos, que me decía: Manoli, tiene usted carta de su marido, y ponía cara de boba, porque las cartas, que leía, le gustaban mucho y le parecían muy bonitas.


Una vez me castigaron sin correspondencia por una tontería. No me metieron en celdas, sino que me dejaron sin cartas, sin paquetes y sin comunicación porque discutí con una funcionaría, y la jefe de servicio, que era una mujer bastante buena, de izquierdas, me dijo que sentía mucho castigarme, pero que no podía enmendar la plana a la funcionaría a la que yo había contestado. Durante ese tiempo, cuando me llegaban las cartas de Ángel, que alguna me llegó en aquel mes, me llamaba a su despacho y me decía: Manolita tiene usted carta de su marido, yo me quedo con el sobre y le voy a dar la carta. Porque estaban enamoradas de ellas. Si, en serio, es que son poemas, decía. Y es que Ángel escribía bien.

Cuando le pusieron en libertad, que él salió un poco antes que yo, estaba presa en Alcalá de Henares y se armó un gran revuelo. Allí había voceadoras, que eran reclusas, y si había un telegrama no esperaban a dártelo a la hora del correo, sino que te lo daban inmediatamente, después de que lo leían, claro. Un día llegó una de ellas como loca llamándome y anunciándome que había llegado un telegrama para mí. Era de un sobrino de mi marido que me decía: Ángel indultado, próximamente en libertad. Hay que ver el revuelo que se armó en la cárcel. Las monjas, las funcionarías y, naturalmente, las compañeras mías sobre todo. Todo el mundo tan contento diciendo que salía mi marido. A los tres días recibí otro telegrama directamente de Ángel en el que me decía "ya soy libre".


Inmediatamente que salió en libertad fue a verme a Alcalá. Yo ya tenía cuarenta años, no los veintidós de cuando él me conoció en el juicio, y no me había visto desde entonces, excepto por alguna foto que nos hacíamos el día de la Merced. Yo no sabía que hacer ni que ponerme, las compañeras me dejaron una blusita blanca para que me la pusiera debajo de la bata que llevábamos. No podía ser nada más que blanca, porque nos estaban prohibidas las de colorines, pero así, por lo menos, me saldría un poco de blanco por encima del cuello de la bata. De lo que no había forma era de pintarnos, porque no teníamos pintura ni nada, y el pelo lo tenía mal cortado, que me lo arreglaba alguna reclusa; primero había tenido trenzas, pero luego tuve que cortármelas porque se me caía mucho el pelo. Y los nervios. Y ya cuando me llaman: Manolita del Arco, a comunicar.

Entré al locutorio y detrás de mi estaban todas mis compañeras, unas quince que debíamos quedar en aquella época, todas llorando. Y la funcionaría que apuntaba para comunicar, que era un bicho venenoso, ¡pero que elegante estás!, decía, he visto a su marido -porque todas estaban convencidas que era mi marido, aunque aún no lo era- y que elegante va. A pesar de las fotos casi no le reconocí. Tenía el pelo blanco, porque encaneció muy joven. Pero yo ni sabía cómo hablaba. Sólo le había visto el día del juicio y ya habían pasado dieciocho años. Cuando salí nos fuimos enseguida a vivir a casa de una tía mía y a los siete días ya estábamos casados.

Menos de tres años después de salir de la cárcel, en la que habíamos pasado dieciocho años, detuvieron a Ángel de nuevo. Nuestro hijo tenía dieciséis meses. El salió en abril del 60 y le detuvieron el día 20 de enero del 63 y tuvimos que volver a las cartas. Yo le escribía todos los días y él me escribía una vez a la semana, que era lo que le autorizaban. Estuvo otros siete años encerrado.

Entonces tuve que vivir algo que he comentado muchas veces, que fue estar a la puerta de la cárcel, más aun sabiendo lo que sucede dentro, como era mi caso. En la cárcel te castigan un montón de veces por lo que sea. Recuerdo que una vez, al principio de estar yo en la cárcel, me llamaron a comunicar porque había llegado mi madre, y una funcionaría, que era tan mala que le llamábamos la Drácula, me paró, ¡Quieta! me dijo, porque iba corriendo. Mi madre no me pudo ver aquel día. Aquella funcionaría me castigó por lo menos quince días a fregar las galerías, de rodillas, porque entonces no había fregona. Sólo por correr al ir a comunicar.

Cuando después estuve en la puerta de la cárcel de Burgos para ver a mi marido y nos han dicho que no salían a comunicar porque estaban castigados, era una angustia horrorosa. Yo, que sabía lo que era la cárcel, tenía menos angustia, porque sabía lo que es la sicología del preso, que sabe que la causa por la que está castigado es una causa injusta, pero que sin embargo él, como tal preso, se ha portado justamente, en ese momento tú estás tranquilo y están bien y estás hasta contenta. Estando preso te preocupa la familia, pero hasta cierto punto, porque crees que todo se acaba cuando se marcha, pero no, la familia está ahí.

Estar a la puerta de la cárcel también es muy duro. El funcionario o funcionaría te suele tratar a patadas, vas con los niños y tienes que estar con en brazos, con el paquete en la otra mano y sin que te hagan ni lindo caso. Los funcionarios, en vez de decir: que vayan pasando y den los paquetes para que luego pasen a comunicar, te tienen allí en la calle con el tiempo que haga, con sol o lloviendo a cántaros. Recuerdo que en la puerta de Burgos se me helaba toda la cara y no podía ni hablar, aunque fuese muy abrigada, y a mi hijo la de veces que le he tenido que llevar en brazos aunque tuviese ya cuatro años, para que no se helase por el camino, que había que andar un kilómetro desde el autobús hasta la cárcel, porque nosotros no teníamos ni coche ni nada, claro. Y estás allí en la puerta para que te digan que ese día, un día de la Merced , por ejemplo, los niños no podían pasar, después de haberles llevado de Madrid a Burgos para que estuvieran un rato con sus padres.

Pero ese día los niños no pasaron, porque los presos habían dicho que los niños no pasaran, ya que habían castigado a dos compañeros, que estaban luchando por no ir a misa, para conseguir que desapareciera del reglamento la clausula que obligaba a ir a misa a todos los presos. Como pensaban que para el día de la Merced les levantarían el castigo, porque ese día solían levantar los castigos, y ese año no lo habían hecho, los presos dijeron que como no salían de celdas esos dos camaradas ellos no recibían a sus hijos.

A todo esto, la puerta del penal estaba llena de madres con niños. Yo tenía uno, pero había camaradas que tenían tres o cuatro. Allí, a la puerta de la cárcel, preguntando los niños que cuándo iban a entrar a ver a papá, y una diciéndoles que no, que ese día no entraban. El funcionario de prisiones me llamó. Era bastante mala persona pero a mí me tenía bastante respeto, pues aunque me había enfrentado con él varias veces, le hablaba con bastante diplomacia y me respetaba. Yo estaba allí con todo el grupo de mujeres enfrente del penal, y me llamó. Llegué a la ventanilla de paquetes y me dijo que mi marido había dicho que pasara al niño. Le pregunté ¿mi marido ha dicho que pase el niño? Sí, sí, ha dado recado de que pase al niño. Pues dígale a mi marido que el niño no pasa. Pero bueno, señora, es que su marido quiere ver al niño y si él dice que le pase tiene usted que pasarle. Dije: sí, pero como resulta que el hijo está conmigo en este momento no pasa, dígale usted a mi marido que el niño no pasa, a menos que dejen pasar a todos los niños que están aquí con el mío, o que salga él mismo a buscarle aquí a la calle. Yo sabía que era mentira, porque Ángel no dice que pase el niño si han tomado la decisión contraria. Lo que sucedió es que el funcionario quería ver si así rompía la unidad que teníamos, tanto las mujeres de los presos como los presos mismos. Además, que salvajada, que yo pasara a mi niño mientras el resto de las madres no podían.

Se ha hablado mucho de los que hemos estado presos, pero poco de los familiares que esperan en la puerta. Las que más han ido a las puertas de las cárceles han sido las mujeres: hermanas, esposas, madres. En muchos casos porque los hombres eran los que estaban dentro; en otros , porque aunque no fuera el marido, sino el hijo o el hermano, el hombre de la casa, el padre, es el que trabajaba y no podía dejar el trabajo. El caso es que la que iba siempre a la puerta de la cárcel y tenía que aguantar los malos humores del funcionario, a veces hasta el mal humor del familiar que salía a verla, las horas de espera a la puerta de las cárceles, que son a veces interminables, para que luego llegues y te digan que está castigado. O como sucedió en muchos casos, sobre todo en los primeros dos o tres años de la terminación de la guerra, que llegara una mujer a la cárcel, preguntara por fulano de tal para verle y le dieran el petate del hijo o el marido o el hermano, que le han fusilado esa mañana.


Las mujeres fueron las que estuvieron siempre al pie del cañón, sin desfallecer nunca,únicamente con el sufrimiento de saber qué les pasaría dentro y qué no les pasaría, que quisieran llevarles más de lo que llevan y no pueden porque económicamente no se lo permiten sus circunstancias, y que quisieran, claro está, sacarle a través de las rejas y que tampoco pueden. La impotencia por un lado y la angustia por otro, y que, además, es una vida tronchada, porque hay esposas que han estado a la puerta de la cárcel muchos años. Yo tengo una amiga, que el marido está ahora muy enfermo, muy enfermo, ya con ochenta años, que entre las dos etapas que él estuvo preso ha pasado veinticuatro años a la puerta de la cárcel esperándole. ¿Qué juventud ha tenido esta mujer? De una lealtad extraordinaria, porque ha podido haber excepciones, pero normalmente la mujer ha mantenido en estos casos una lealtad extraordinaria al marido.

Entre las mujeres de los presos había buenas relaciones, aunque las hubiera que no eran del Partido. Las que estábamos en el Partido éramos una piña. En la década de los sesenta hemos estado muy organizadas las mujeres de los presos. Hemos ido a ver a personalidades, al Primado de España, por ejemplo, pidiendo la amnistía, a otros obispos, políticos, a quien fuera necesario. Cuando hacíamos una petición de amnistía no era para uno en particular, sino globalmente, para todos los presos políticos, aunque teníamos que decir que lo pedíamos porque éramos esposas de presos determinados. Por ejemplo, la mujer de Simón, hasta fotos tengo de haber ido a viajes con ella y con otras. Hemos hecho manifestaciones en Madrid pidiendo la amnistía, aunque íbamos cuatro en aquella época.

Estábamos muy unidas, se creó entonces una relación muy fuerte que hemos seguido manteniendo, aunque ahora se anda de otra manera y nos vemos menos, pero mantenemos una amistad entrañable. Tengo grandes amigas que hice en las puertas de las cárceles. Ahora voy a ver si encuentro una residencia donde pueda estar una de estas amigas que tiene ochenta años, aunque no hay manera, porque las residencias son muy caras y en las de la comunidad no hay plazas. Es muy difícil, pero ahí tengo dos direcciones y a ver si el lunes puedo ir y enterarme de lo que cuestan, esta amiga tiene dos pensiones, porque los dos eran sastres y trabajaron, pero no es suficiente. También tienen dos millones y pico que les han correspondido por haber estado el marido en la cárcel, y ella lo dice así, fríamente: si yo supiera que Julián se muere en cinco meses, yo esos dos millones --que ella los ha puesto para que le renten-- me los gastaba íntegros en él, pero si le meto en una residencia de doscientas mil pesetas al mes, ¿cuánto me duran los dos millones? ¿diez meses? ¿y luego que hago? Es triste la cosa. Es un matrimonio que vive en una casa vieja por ahí por la calle de las Huertas en un cuarto piso sin ascensor y ya tienen ochenta años, con artrosis. Es una mujer con una moral estupenda, pero ahí están, él con la cabeza casi perdida y ella sin dinero para poder ayudarle. Ha sido una mujer muy valiente, veinticuatro años a la puerta de cárcel, al Puerto de Santa María, a Chinchilla, ese penal que hay en Albacete, y a Burgos, claro.

No teníamos mucha relación orgánica con el Partido, porque al ser mujeres de preso éramos muy conocidas, pero manteníamos contacto a través de un camarada que representaba al Partido y nos orientaba siempre. Era la forma de luchar como mujeres de presos, que teníamos mucha más autoridad moral para ir a hablar con gente, por ejemplo con Solis , que nos llamaba camaradas, nunca se me olvidará, íbamos Carmen, la mujer de Simón, y yo, y nos decía camaradas. Nuestra tarea en este tiempo, hasta que ellos salieron, era luchar por la libertad de los presos. En eso estaba centrado nuestro trabajo político. Nos daban con la puerta en las narices muchas veces, como es natural, pero nuestra tarea natural era pedir la amnistía.

La noche de la muerte de Franco yo estaba trabajando en el sanatorio Los Nardos. Yo era auxiliar de farmacia y me acuerdo que bajó un médico con una botella de champán y me dijo: Manolita, Manolita, que se ha muerto Franco. No se había muerto todavía, pero nos tomamos la botella de champán. Se murió a los cuatro días.

Me recuerdo en aquellos meses con una ilusión tremenda en la democracia, pensando que era tan bonito para la juventud, para los que vienen detrás de nosotros. Y además ahora ya podíamos trabajar para el Partido de una forma abierta, sin clandestinidad. Era una esperanza tremenda que, por desgracia, no se ha cumplido del todo. Ángel pensaba igual.

Lo que recuerdo con más ilusión de ese tiempo, de llorar, es la fiesta de Torrelodones que se hizo cuando la legalización. Ángel ya estaba enfermo y un camarada, que había estado con él en la cárcel y era muy amigo nuestro, le llevó a Torrelodones en coche porque mi marido ya estaba muy delicado. Yo me fui en autobús y mi hijo se fue por otro lado, también en autobús. Aquel acto fue algo inenarrable para mí. La lluvia, aquella carretera de la Coruña con los coches con banderas y las pancartas. Lo veo todavía, creo que ahí es cuando me di más cuenta de que Franco se había muerto. Y luego el nombramiento del rey, que me acuerdo que Ángel decía: vaya hombre, mira que hacernos monárquicos ahora, con todo lo que he luchado por la República. Y la vuelta de Dolores, que fue un poco antes.

Un día había ido yo al local de Castelló y una camarada me dijo que Dolores estaba en su despacho. Pues la quiero ver, dije yo. No sé si podrá, me contestó. Anda que tú puedes conseguirlo, insistí, porque la camarada era la mujer de Modesto  y había estado en todas partes. Me dio una llantina al ver a Dolores. Abrazada a ella y llorando. Dolores estaba muy bien, muy bien de la cabeza y de salud, y me tuvo allí una hora hablando con ella.

Había conocido a Dolores en la guerra, cuando yo trabajaba en la delegación del comité central del Partido. Yo estaba en el primer piso y ella en el tercero, y había ido veces a verla por cosas de los vascos, que éramos muy chovinistas, yo ahora lo soy menos, pero entonces todavía lo era. Además me había criado de chiquitina en Gallarla, su pueblo. Hablando esta última vez con ella no sé si me reconocería o no, pero como era suficientemente sensible, me preguntó cuando la había conocido, se lo conté y ella se acordaba de todo. Me pregunto sobre mi vida y le empecé a contar por encima. ¿Qué has hecho? me preguntó. No he hecho nada, le contesté, he estado en la cárcel. Cuando oigo decir a alguien que en el exilió lo hemos pasado mal, me contestó, los que habéis estado tantos años aquí en la cárcel si que lo habéis pasado mal. Luego otro día, saliendo con Ángel, comentó que le gustaría mucho ver a Dolores, que la había conocido mucho en la guerra, y también estuvimos con ella un buen rato. Para Ángel fue muy importante, porque como estaba enfermo se encontraba muy sensible. El había sido su traductor en París en el 37, cuando Dolores fue a hablar con León Blum  para que dejaran entrar las armas y ayudas que mandaban de Rusia a España. Dolores se acordaba perfectamente. Venid más a menudo, nos dijo, pero Ángel estaba enfermo y no podía ir solo, tenía que acompañarle yo, que trabajaba todo el día. Ángel murió poco después.










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Historias de la tele de cuando la tele era una. 4 (1969)



Si el cineasta Godard consideraba que el zoom es un problema moral, el televisivo Lazarovconvirtió este elemento del lenguaje cinematográfico en un arma arrojadiza. Con el realizador rumano y su nerviosa utilización del zoom llegó la modernidad televisiva a España, lo que convirtió a su descubridor en el profesional del medio más conocido del país junto a Narciso Ibáñez Serrador. Ambos fueron, y aún son en gran medida, los únicos realizadores del medio que consiguieron imponer un estilo propio --aunque bien distintos el de uno y otro--, claramente identificable por los espectadores. Y de ahí viene su grandeza.
Aunque llegó a España en 1968 con un contrato para dos programas, por los que le pagaron 200.000 dólares de los de entonces, fue en 1969 cuando los españoles supieron que Valerio --Valeriu en su lengua rumana original-- Lazarov estaba aquí para dar lustre y esplendor a la televisión patria. En la edición de ese año del festival de Montecarlo su programa “El irreal Madrid” se llevó de  calle la correspondiente Ninfa de Oro, reafirmando el reconocimiento europeo que el año anterior había logrado Ibáñez Serrador con su “Historias de la frivolidad”.
Para la España oficial de finales de los 60, Valerio Lazarov añadía todavía un mérito más a sus cualidades profesionales, el que le daba haber conseguido salvarse del terror rojo y atravesar el telón de acero, una hazaña sólo igualable a la que había realizado Kubalaunos años antes. Lazarov, criado en la Rumanía socialista, donde estudió cinematografía, se había convertido en el niño bonito de la televisión de su país, consiguiendo éxitos internacionales, lo que le permitió obtener un permiso para salir al extranjero en 1968. La aprovechó y no volvió nunca más. En el mismo festival de Montecarlo en el que triunfaría un año después le descubrió un tal Juan José Rosón, entonces director coordinador de Televisión Española, y se lo trajo a Madrid, donde aterrizó en agosto de 1968.
El irreal Madrid”, que tanto éxito obtuvo era una ligera crítica a los excesos de la afición futbolística realizado con los ingredientes que habrían de constituir las señas de identidad posteriores de Lazarov: la música pop --compuesta para la ocasión por Augusto Algueró-- como base de la historia, los artistas invitados, el humor disparatado, el montaje rápido y la movilidad de los planos, acercando y alejando las imágenes, como quien tiene prisa por llegar al final del camino. Aunque estuviera vacía de contenido, tanta velocidad deslumbró a los españoles, que acabarían por conferirle en no reconocido titulo de “Mister Zoom”.


La carrera posterior de Valerio Lazarovacabaría por justificar cualquier exceso formal de sus primeras obras. Creador de programas de gran éxito, emigrado a Italia, en donde aprendió las artes de la televisión de manos nada menos que de Berlusconi, una de cuyas cadenas dirigió, volvió de nuevo a España para ponerse al frente de Tele 5, la empresa del magnate italiano en nuestro país --donde inventó las inolvidables Mama-Chicho--, aún sigue produciendo nuevos programas.

Éxito político
En 1969, no sólo Lazarov reverdeció el triunfo del año anterior de Chicho en Montecarlo, sino que también Salomé siguió la estela de Massiel ganando el festival de Eurovisión, que se celebró en Madrid. Aunque, como nunca segundas partes fueron buenas –excepto en “El Quijote” y “El Padrino”--, la cantante catalana tuviera que compartir galardón con la francesa Frida Boccara, el holandés Lenny Kuhr y la inglesa Lulú en el premio más repartido de la  historia del certamen.

La tarde de aquel 29 de marzo, día del Festival, dos entonces jóvenes reporteros, que cubrían la información para una revista catalana, habían conseguido atravesar la puerta del madrileño Teatro Real tras haber comprado sendas pajaritas en una mercería cercana con la intención de que el elegante adorno sirviera para contrarrestar sus largas melenas y barbas frondosas. En algo se equivocaron, porque si bien las pajaritas les sirvieron para entrar al teatro, cuando uno de ellos se encontraba aliviando los nervios en el mingitorio se vio de pronto agarrado por dos señores grandes como armarios que le colocaron contra la pared con las piernas abiertas y sólo le soltaron tras hacerle un minucioso cacheo corporal. Únicamente después le enseñaron las placas policiales y le sometieron a un breve interrogatorio tras el que le permitieron entrar en la sala de prensa. Le habían confundido con un terrorista, o un manifestante, o un boicoteador, las tres cosas que más podía temer el régimen en aquel preciso día en el que tanto se jugaba.
Los premios televisivos internacionales servían para asentar al régimen en el extranjero, prestigiarle y hacerle aceptable en un mundo democrático en el que pretendía integrarse manteniendo, no obstante, los elementos básicos de la dictatura que en realidad era. El triunfo de Massielen Londres con “La, la, la” no fue sólo un éxito musical o televisivo, sino, ante todo, un gol político que permitía organizar el festival al año siguiente y dar a los participantes de toda Europa una imagen idílica y pacífica de una España que era cada vez más conflictiva.
1969 fue un año agitado: la muerte de un estudiante en enero desató la huelga en diversas facultades lo que provocó el cierre de varias universidades, complicado además por las luchas de las ya asentadas Comisiones Obreras. Unas cosas y otras obligaron a la declaración de tres meses de estado de excepción, que sólo se levantó poco antes del festival. Para mostrar la mejor cara a los delegados extranjeros, no sólo se vigiló la entrada de posibles perturbadores en el teatro donde se celebraba el festival, que los periodistas no siguieron en la propia sala, sino en una habitación anexa, sin contacto con el público y los invitados, sino que se cuidó a los visitantes como si quisieran venderles el Retiro. Así, se les organizó un calendario de viajes, festejos y saraos que costó a las arcas de TVE nada menos que 100 millones de pesetas, un auténtico derroche para la época. Como el joven periodista no era un loco asesino ni siquiera un comando suicida al servicio del rojerío internacional, el festival transcurrió en paz, y así pudieron comprobarlo los 200 millones de europeos que vieron la retransmisión. Quedaron contentos los organizadores, que se sintieron bien pagados con el 25% del premio que les correspondió en el reparto.

De la Luna al cielo
Cuando a las 3.56 horas –según los relojes españoles-- del 21 de julio de 1969 el astronauta estadounidense Neil Amstrong puso por primera vez un pie humano en la superficie de la Luna, en Cabo Cañaveral había un español para contarlo. Se llamaba Jesús Hermida, era de Huelva, y el año anterior había llegado a Nueva York de corresponsal de TVE. Aquella retransmisión, que con el tiempo todos los españoles asegurarían haber visto en directo, marcó su carrera, y aunque en años posteriores hiciera muchas y meritorias cosas en televisión, siempre sería “el que contó la llegada del hombre a la Luna”, una imagen que le otorgaba carácter de pionero y que le hizo saltar directamente al cielo de los dioses televisivos.
Flequillos aparte, el verbo del nuevo periodista resultaba novedoso para el espectador de la época y bien distinto al que habían practicado hasta entonces los locutores de retransmisiones televisivas. Frente a los modos torrenciales, barrocos y apasionados de un Matías Prats, él ofrecía un relato sobrio, meditado y lleno de silencios, características que conformarían con los años el estilo Hermida, escuela de comunicadores televisivos.
A un lado los sucesos excepcionales, la vida continúo en TVE durante 1969 con estrenos de programas, concursos, galas, divulgativos, retransmisiones y musicales que pasaron y de los que apenas queda memoria actual que los recuerde. Sin embargo, entre tanta cotidianeidad televisiva, un debut dual marcó aquel año para la historia: Luis Sánchez Polack, un madrileño alto, desaliñado y surrealista que había triunfado en la radio con el sobrenombre de Tip, debutó en televisión en el programa “Galas del Sábado” formando pareja con José Luis Coll, un conquense bajito y atildado que había dado por cumplido su viaje de novios con un recorrido en el metro madrileño. Durante muchos años harían juntos el humor más corrosivo, inteligente y disparatado que se podía ver en televisión y fuera de ella. Gilaaparte.




DE PRADO DEL REY A LA MONCLÓA
En la historia de TVE son muchos, durante el franquismo y en la democracia, los directores generales que hicieron luego carrera en la política, pero sólo uno llegó a vivir en La Moncloa tras ocupar el despacho principal de Prado del Rey.
El 7 de noviembre de 1969, Sánchez Bella, el ministro del ramo, nombró director general de RTVE a Adolfo Suárez, un ambicioso abogado abulense que desde niño se había venido labrando una carrera política ocupando diversos cargos burocráticos en el seno del Movimiento Nacional.
De su paso por la tele, que duró hasta el verano del 73, se recuerda especialmente la cantidad de nativos de Ávila que lograron un puesto fijo en la plantilla, aunque todos reconocen que le tocó lidiar con una situación complicada, en la que comenzaron las primeras protestas de los trabajadores y en la que los nuevos profesionales presionaban por hacer una televisión más crítica, más cerca de la realidad.
Suárez aprendió allí a lidiar con quienes exigían más y con quienes querían menos practicando el benéfico deporte de nadar entre dos aguas. Aquellas enseñanzas le servirían en la tormentosa agonía del franquismo para llegar a la presidencia del Gobierno el 7 de julio de 1976 y mantenerse en ella conduciendo una transición política que le convertiría para la Historia en demócrata de toda la vida.






Article 13

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Adolfo Celdrán. Papeles encontrados en una carpeta (1977)




Desde hace tiempo quería recuperar aquí alguna cosa sobre Adolfo Celdrán, al que tanto me unió durante aquellos primeros años de canción de autor en Madrid desde que me tocó presentar el primer recital del grupo Canción del Pueblo, del que ya he hablado aquí. No lo he encontrado, así que recurro al texto que le dediqué a él en aquel libro de 1977 que quedó inédito e inconcluso y del que se puede leer aquí la parte correspondiente a José Antonio Labordeta.

Como el texto es largo procuraré ser breve aquí. Al escribirlo no podía pensar que de alguna manera se trataba de una despedida; física, en cuanto mi traslado a Canarias y su residencia en Alicante nos iba a tener alejados durante un porrón de años, pero sobre todo musical, por cuanto el final de la dictadura no sólo no iba a permitir el florecimiento de las 100 canciones anunciado por el camarada Mao (¿o eran cien flores?) sino que iba a suponer una condena por lucha democrática prematura, que no acabó con los cantautores porque quien lleva la rebeldía en la sangre es duro de roer, pero que para Adolfo supuso un paulatino retiro de la canción hasta que reapareció en 2001 con un esplendido CD. “Jazmizaer, jazmizaer”, como si de un decíamos ayer se tratase, da contestación, 22 años después, a la pregunta sobre el futuro de su música que yo planteaba al final de estas notas que reproduzco.

Ni que decir tiene que Adolfo Celdrán no permaneció inactivo durante todos esos años ni fueron olvidadas sus canciones, que surtieron todos los recopilatorios de canción de autor editados durante ese tiempo, como se puede comprobar en su página web. Sin embargo, su actividad principal derivó de nuevo hacia la poesía (“Entrevidas”), el teatro (“Como un leve dolor en las sienes”), o el cine, dirigiendo varios cortos y mediometrajes (“Al fondo a la derecha”, “Azahara”, “Aventura en Tabarca.

Sin embargo, su principal ocupación fuera la dirección del Taller de Imagen de la Universidad de Alicante desde que lo creó en 1987. En él produjo numerosos documentales cinematográficos y televisivos, especialmente de naturaleza submarina, tema en el que se especializó el Taller, que se emitieron en cadenas de todo el mundo, incluyendo TVE, y recibieron numerosos premios internacionales.

Pero no quiero extenderme, que lo que sigue tiene lectura para un buen rato. En otra ocasión colgaré la canción que hicimos juntos, “Doña Rosita”, que se incluyó en el álbum “4.444 veces por ejemplo” y procuraré darle al recuerdo en lugar de a la teoría o el análisis que intenté en este texto.   











El cantante popular es el representante, el oficiante de una fiesta que se transmite de pueblo en pueblo; nos encontramos aquí, somos todos nosotros, por fin nos hemos podido reunir y estamos a gusto; podemos decir las cosas que queremos, y podemos cantarlas, o escuchar a alguien que las cante. El cantante es, pienso, portavoz; y en algunas ocasiones él se convierte en el espectáculo, pero otras, el espectáculo y el protagonista es el pueblo, la gente conquista y vive su libertad. Y si el cantante es a veces un motivo para que la gente realice eso, pues mejor. Pero el cantante no es sólo portavoz y vocero, también debe ser un artista preocupado por su quehacer y por mejorar. Cuanto más trabaja uno en ese sentido, más podrá comunicar, mejor se podrá expresar, más libre seré en definitiva

Adolfo Celdrán: Ha llegado el momento de cantar fuerte
Entrevista con Álvaro Feito
Triunfo. 20.11.76

"Lo fundamental para mí, tanto en canción como en poesía, es comunicar sensaciones. Y para ello es necesario, evidentemente, la letra, pero también la música. Porque, en definitiva, es la música la que matiza, la que da fuerza, emotividad, ternura o rabia. Naturalmente es importante también la interpretación en el sentido vivo, porque las canciones las siento delante de la gente. Y cuando no siento lo que canto no puedo interpretar. En definitiva, lo importante es comunicar al público aquello que yo mismo siento al cantar, tanto en mis propias composiciones como en las ajenas, porque cuando leo un poema de otro escritor siento ganas de explicar a la gente las sensaciones que me ha aportado ese poema. De ese modo transmito, a través de otros autores, mis propios sentimientos y emociones. En realidad, todo va unido -música, letra, interpretación- para hacer sentir y comunicar cosas a la gente. Y eso es lo importante. Ahora bien: ¿Que se le comunica a la gente? Evidentemente lo que a mí me afecta, lo que yo vivo y lo que yo creo que puede afectar y afecta a otras personas, a la gran mayoría".

Al borde del principio con Adolfo Celdrán
Entrevista con Fernando Sánchez
La Jaula. 18.2.77

Quizás sea Adolfo Celdrán uno de los cantantes del Estado Español que mayor atención haya prestado a la autoreflexión sobre su trabajo, y esto no solamente  porque en sus entrevistas haya una muy interesante valoración teórica del hecho en sí del canto y del cantante (y de ahí las citas que encabezan este apartado), sino porque esa misma reflexión llega hasta sus propias canciones y hasta la planificación global de su trabajo musical y discográfico. La forma de hacer de Adolfo Celdrán no se caracteriza por el espontaneísmo o a la improvisación, sino por la reflexión y la sensibilidad elaborada, lo que confiere a sus canciones como principal virtud la coherencia, lo que no sería demasiado en una obra artística si no se completara con un alto grado de inspiración.

Esa coherencia, además, es fruto de una gran variedad y amplitud de criterios y formas que rompen en la figura de Adolfo Celdrán la imagen clásica y tópica del "cantautor". Adolfo música y canta sus propios textos, pero también interpreta textos propios y ajenos musicalizados por su hermano Fernando o por otros amigos (Hilario Camacho, Carmina Álvarez, etc.); ha puesto en canción poemas de otros autores (Nicolás Guillen, Jesús López Pacheco, Miguel Hernández, León Felipe, Bertold Brecht, Machado...), y ha adaptado canciones de otros idiomas y autores (Luis Cilia, Pete Seeger, Malvina Reynolds, populares norteamericanas, italianas y griegas, etc.), así como ha interpretado y grabado canciones compuestas en letra y música por otras personas (Jesús López Pacheco, Fernando Brassó, Luis Eduardo Aute). Con estos variopintos materiales ha sabido crear una obra madura, inspirada y, como he dicho más arriba, coherente, en la que destaca por encima de cualquier otra consideración, la personalidad rigurosa del cantautor.

Adolfo Celdrán Mallol nació en 1.943 en Alicante. Su formación y su influencia musicales, no obstante, son meramente castellanas, más concretamente de Madrid, ciudad a la que se trasladó muy joven para estudiar Ciencias Físicas, carrera que terminó a los 23 años, y donde dio sus primeros pasos como cantante, influenciado en primera instancia por las canciones italianas, entonces de  moda, y posteriormente, cuando ya estaba metido en la problemática universitaria de aquellos años, por Raimon , del que en aquella primera época tradujo alguna canción al castellano (Como también hizo Luis Leal, igualmente miembro fundador del grupo Canción del Pueblo).

En aquellos años (1.966/67) comenzó a componer sus propias canciones y a escribir sus primeros poemas, dentro de una estricta línea amatoria al principio, aunque pronto evolucionó hacia una temática de tipo humano-existencial que daría inmediatamente paso a un compromiso más concreto con la realidad, primero ideológico y después político, que caracteriza su obra desde entonces. A esta época correspondan canciones como "Hoy", "Un hombre" o “Canción a las seis de la mañana” que ilustran perfectamente aquel momento:


En estas canciones (las dos primeras han permanecido inéditas y la tercera fue grabada en su primar L.P.) se pueden observar las preocupaciones primeras de Adolfo Celdrán que han quedado señaladas más arriba: el interés por el hombre, la conciencia del momento histórico, la confianza en el cambio social, y una clara influencia de las canciones de la primera época de Raimon; a nivel temático en primer lugar, pero también en algunos aspectos formales, visibles tanto en la estructura musical, simple y marcada, de las composiciones, como en la utilización estética del grito, formula típicamente "raimoniana", como elemento de comunicación directa y de catarsis emocional. Incluso es perceptible en Adolfo Celdran una simbología tan habitual en la obra de Raimon como es la de la noche, en su dobla sentido: noche física y temporal concreta y noche como alegoría política de los años oscuros del franquismo. Noche como el momento en que se hace el amor o efectuaba sus detenciones la policía, pero también como metáfora de un país sumergido en las tinieblas del franquismo.




Ya en su primer disco single (Movieplay, 1969) aparecen, todavía en estado primario, algunas de esas características señaladas. En él se incluían tres canciones ya históricas: la versión castellana de la italiana “Bella Ciao”, una versión inmejorada en español por otros cantantes, la adaptación de “Little Boxes”, de la norteamericana Malvina Reynolds (que Adolfo titulo “Cajitas” y que Víctor Jara cuando también lo hiciera la llamaría “Casitas del barrio alto”) y la adaptación de dos poemas de Bertold Brecht uniéndolos en una sola canción: “General”. A pesar de la precariedad de grabación de este primer disco se encuentran en él, aparte de canción y versión memorables, algunos rasgos que se van a concretar totalmente en su siguiente grabación, el álbum "Silencio" (Movieplay, 1970.) que es probablemente uno de los mejores discos que se editaron en aquellos años, y con el que inicia una trilogía que habría de completarse, con cinco años de distancia, con sus dos discos siguientes: "4.444 veces por ejemplo" y "Al borde del principio".

De las once canciones que componen el álbum, cuatro llevan texto de Jesús López Pacheco: "Canción de la novia del pescador", "La mala pesca", "Canción bailable" y "Una canción", las dos primeras con música de Adolfo y de Hilario Camacho respectivamente, y las últimas concebidas ya directamente como canciones por el propio poeta que, incluso, les puso la música que ahora canta Adolfo. Dos poemas con texto de Berltod Brecht y música del cantante: "El sastre de Ulm" y "La cruzada da los niños" (una magistral narración épica en forma de canción que siempre emociona); un poema de León Felipe con música de su compañera de “Canción del Pueblo” Carmina Álvarez: "Que pena"; y sendos poemas de Nicolás Guillen y Carlos Álvarez musicalizados por Adolfo: "Doña María" y "Canción del pescador". En el álbum se incluyen también dos canciones con letra y música propias: "Canción a la seis de la mañana", de la ya hemos reproducido un fragmento, y "A la voz de un pueblo":


Esta canción, que abre el disco, constituye una  declaración expresa de admiración de Adolfo Celdrán hacia Raimon, al que estaba dedicada inicialmente, aunque a la hora de llevarla al disco decidiera incluir en la dedicatoria, además, a una nutrida representación de intelectuales antifascistas cuyas voces habían contribuido a romper, de una u otra forma, el criminal silencio: "Raimon, Bardém, Luis Martín Santos, Pi de la Serra, Berlanqa Paco Ibañez, Gabriel Celaya, Ángel González, Blas de Otero, Ovidi Montllor, Alfonso Sastre,  Saura...", todos ellos de inequívoca orientación cultural y política.

La importancia de este primer álbum de Adolfo Celdrán es significativa. Por una parte se trata, y este es un dato del que no se debe prescindir, del primer disco L.P. grabado por un cantante castellano dentro del Estado Español , pues los trabajos de Paco Ibáñez se publicaron originalmente en Francia. La acogida de público y critica a este primer disco fue contradictoria: mientras que un pequeño número de críticos (Moncho Alpuente, Tina Blanco, Álvaro Feito, Mercedes Arencibía, Jordi García Soler, Gabriel Jaraba, José Ramón Pardo, Carlos Tena y el que suscribe) se refirieron a él como un hito importante en la canción castellana, el grueso de los comentaristas musicales que dominaban los mas importantes medios de comunicación se limitaron simple y llanamente a ignorarlo, de acuerdo a los criterios meramente industriales que todavía prevalecen en la difusión de la música popular. Como consecuencia de ello,  la férrea censura y autocensura, y el momento político que se vivía aquel año, ciertamente complicado,el disco apenas accedió al gran público, teniendo que esperar varios años para ser realmente conocido. Y reconocido.

Con este primer disco se muestra ya Adolfo Celdrán como un cantautor en plena madurez, con un magnifico dominio de las técnicas interpretativas y, sobre todo, con un alto grado de creatividad musical, una gran facilidad en la composición de líneas melódicas sencillas y pegadizas en las que aparecen plenamente asumidas y personalizadas las influencias de que hablábamos antes. Los arreglos, debidos a la mano de Carlos Montero, son de gran belleza y claridad, alejados de los grandes arreglos orquestales al uso, basados fundamentalmente en la guitarra, que toca el propio arreglista, y el chelo. Pese a esa simplicidad, la textura sonora es de una gran riqueza armónica, como corresponde al buen hacer musical de Carlos Montero, que ya había realizado la misma función en los discos de Luis Eduardo Aute y posteriormente en muchos otros, que supo encontrar la envoltura musical y el ambiente sonoro que exigían las canciones de Adolfo.

Como si el disco hubiera sido premonitorio, a partir de "Silencio" hubo una larga etapa en la que Adolfo Celdrán se enfrentó necesariamente con la perspectiva da abandonar la canción, aunque esta es, como ya hemos visto en el capítulo dedicado a este periodo, 1.970/75, una elección a la que hubieron de enfrentarse buena parte de los cantautores de ese momento. Las causas de este alejamiento fueron fundamentalmente políticas, y el propio Adolfo lo explicó así, relacionándolo directamente con el disco que acababa de editar; "...Luego vino el silencio, no el disco, sino el de verdad. Yo esperaba, cuando salió el Long-Play, un frenazo, un corte. De alguna manera lo titulamos así por dos cosas: porque antes había habido silencio y seguía habiéndolo; y también porque, haciendo un poco de humor negro, yo temía que después continuase, como así ocurrió... Por esa época hubo un gran retroceso. Algunos compañeros se fueron a Francia, otros se fueron a su casa; otros seguían cantando cuando podían y como podían, lo mismo que yo, viviendo naturalmente de otra cosa, condición indispensable para seguir haciendo la canción que nos apetecía. Así pasaron muchos años. Yo me había ido a Alicante en septiembre del setenta y uno..." (entrevista con Álvaro Feito. Triunfo. 20.11.76)




Durante estos largos cinco años en que Adolfo se apartó de la canción por razones de fuerza mayor --pues los esporádicos recitales que en este tiempo consiguió dar deben ser considerados hechos margínales-- no dejó, no obstante, de componer canciones, y también se dedicó a otras actividades creativas, escribiendo dos novelas, con una de las cuales quedó finalista en el premio "Café Marfil" de 1.975; dos obras de teatro, quedando finalista del VIII Premio Nacional de Teatro de Sitges en 1.974 con “La Virgen roja", y publicó un libro de poemas "Todas las caras de su ausencia" en la colección Saco Roto de editorial Helios.

Todas estas actividades no le apartan, no obstante de su interés por la canción, grabando en 1.975,a petición de su casa discográfica que habla visto aumentar las ventas de su anterior LP, su segundo álbum "4.444 veces por ejemplo" (Movieplay,1.975).

Este disco, junto al siguiente, completa una trilogía que inconscientemente había iniciado en "Silencio”. El propio Adolfo ha dado algunas constantes que marcan los tres trabajos: “… varios motivos, el primero, claro, su unidad; desde las carpetas, de tres pintores (Genovés, Candela Vicedo y Arcadio Blasco), pasando por los arreglos (Carlos Montero),  terminando en el proceso del que hablaba; pero el motivo más importante es que ese proceso termina en "Al borde...", puesto que en ese disco llego a la meta que yo mismo buscaba. Asi pues, el próximo ha de ser diferente si no quiero repetirme, no sé cómo, pero diferente..." (Entrevista con Luis Suárez Rufo. Ozono. Diciembre 1976)

El proceso a que hace referencia Adolfo en esta entreviste es fruto de un trabajo riguroso y serio, realizado básicamente en soledad y sin confrontación directa con el público, pero en todo caso, ha contribuido a cimentar un estilo personal y fácilmente reconocible. La critica así lo reconoce: "...Este nuevo álbum de Adolfo Celdrán nos lo confirma como cantautor de raza, coma verdadero cantor popular. Todo el disco es una magnifica prueba de ello. No se trata ya de un trabajo da interés, sino de una obra cuajada de momentos de gran brillantez y con una fuerza comunicativa realmente extraordinaria. Quizás por aquello de que, en arte, la sinceridad constituye una base imprescindible para poder crear con verdadera libertad, y sincero es Adolfo como el que más, como es también hombre lucido e inteligente, artista sensible, músico experto y poeta nada fácil, aunque sí del pueblo. Todo ello se advierte  en "4.444 veces por ejemplo" que constituye una antología de canciones de gran interes..." (Jordi García Soler. “Vibraciones”)

El disco está compuesto por cuatro musicalizaciones de poemas de Miguel Hernández, León Felipe, Antonio Gómez y Nicolás Guillén, todos adaptados por Adolfo excepto el ultimo, que lleva música de su hermano Fernando, dos variaciones sobre temas populares, una canción compuesta en música y letra por Fernando Brasó, antigul compañero del grupo Canción del Pueblo y técnico de sonido en este disco, y temas con texto propio, una de ellas con música de su hermano. La temática y las formas musicales a las que recurre tienen su origen en "Silencio" y su culminación posterior en "Al borde del principio (Movieplay, 1.976), por ello es difícil disociar un disco de otro pues en realidad se trata de dos álbumes (de tres,  seguimos con la idea de la trilogía, aunque en el caso de "Silencio" el tiempo transcurrido hace que aparezca como un eslabón más remoto de esa cadena) perfectamente relacionados como peldaños de una misma escalera. 

Si "4.444 veces por ejemplo" es todavía un trabajo con una cierta dispersión en autores, temas y orígenes musicales, “Al borde del principio” se presenta, en cambio, como un trabajo cerrado, dedicado a un tema único: la reivindicación y el recuerdo de Miguel Hernández, pues aunque tan solo se incluyan en el álbum tres textos del poeta de Orihuela y un poema de Adolfo a él dedicado, todo el trabajo destila un ambiente "hernandiano" plenamente coherente y detectable. El disco es una obra cerrada sobre sí misma en un triple sentido: como obra con un tema único y una estructura musical circular que comienza y acaba en el mismo punto; como obra que cierra la trilogía de que venimos hablando, en el sentido de agotar unas formas y unas constantes temáticas, y como obra que testimonia el cierre de una etapa histórica, como queda claramente especificado en el tema principal del disco: un hermoso poema recitado de Adolfo, que cierra el álbum sobre la misma música de fondo que había servido para iniciarlo:

 
                                         .........
         
Tres son les características fundamentales que enmarcan el proceso interno de estos tres discos que han ido definiendo progresivamente su estilo:




1º.- El acercamiento a la canción popular. Acercamiento que se da a dos niveles. Por un lado en cuanto a variaciones sobre temas folklóricos o en cuanto utilización libre de estos temas; variaciones y utilización que Adolfo Celdrán asume de manera absolutamente libre y sin ningún tipo de juicio previo ni condicionantes, sino marcadas en todo momento por sus propias y personales necesidades expresivas, tanto cuando canta directa y fielmente una canción popular ("Bella Ciao" o "Canción de las recogedoras de lentisco") como cuando utiliza alguna frase para introducirla en su propia composición ("Canción pequeña”) o añade estrofas propias a otras populares:


 Pero hay otra forma de aproximación de Adolfo Celdrán a la canción popular más sutil todavía, como es la asunción de temas y estilos (mas que de formas concretas) que manteniendo su aire popular, no pueden ser identificadas con ninguna forma folklórica definida y llevan un marcado sello personal. Composiciones corno "Canción de la novia del pescador", "Doña María", "La mala pesca", "Canción bailable" o "Una canción" (del primer álbum), "El despintador", "Doña Rosita", "El pueblecito", "El acontecimiento" (del segundo), o "Resiste" (del tercero), qué duda cabe que toman algunos elementos de la música popular no folklórica (prescindiendo de quienes sean los autores de la letra o la música de alguna de estas canciones, que al ser interpretadas por Adolfo Celdrán de alguna manera las hace propias), pero también es indudable que todas ellas muestran una visión del mundo personal y meticulosamente elaborada.

La frescura, la espontaneidad, el sentido del juego que caracterizan las canciones que hemos citado y que marca su acercamiento a la música popular se dan, fundamentalmente en los dos primeros discos, siendo prácticamente inexistentes en el tercero, que es un trabajo mucho más reflexivo, mas intelectual y conceptual si así quiere llamársele, volviendo a aparecer , como veremos después, de manera más definida en su último álbum.



2º.- La musicalización de poemas.Como hemos visto, Adolfo Celdrán es quizás el único caso de cantante castellano que siendo un magnifico constructor de textos presta especial atención a la obra poética de otros autores para adaptarla y cantarla. Dentro de los poetas escogidos para la incorporación a su repertorio, hay diferencias sustanciales entre la manera que tiene de musicalizar y cantar textos de autores con los que le une cierta relación personal (especialmente en el caso de Jesús López Pacheco, amigo del que interpretaba algunos poemas en su primer L.P.), y aquellos otros autores a los que ha llegado exclusivamente a través de su obra (Bertold Brecht, Nicolás Guillén, León Felipe, Machado, y muy especialmente, Miguel Hernández). En el primer caso, la relación que se da entre cantante y poeta es, básicamente, de colaboración, sin ninguna sacralización previa del texto, sin ninguna subordinación al poema. De ahí que la mayor parte de estas canciones estén incluidas en el apartado anterior como temas propios.

Sin embargo, en el segundo caso, el de los poetas ya fallecidos cuya obra está fijada en el tiempo, Adolfo Celdrán  muestra un gran respeto ante el texto original a la hora de ponerle música, siguiendo la pauta marcada por el autor. Este respeto no es ni mejor ni peor que otras formas más irreverentes de afrontar la conversión de una poema en canción, es tan solo una de las posibles, la que ha elegido Adolfo Celdrán y a partir de la cual ha ido creando su propio estilo, que culmina por ahora con las adaptaciones de Miguel Hernández de su tercer álbum. Un estilo propio evidente incluso en casos de músicas ajenas, como "La canción del esposo soldado", adaptada por Luis Cilia, o "Bocas de ira", cuya música esta sacada de una antigua canción de su compañera del grupo Canción del Pueblo Carmina Álvarez, a la que Adolfo ha sustituido la letra original por el poema actual. Porque no se trata tan solo de la melodía o el ritmo con que se canta el poema, sino, ante todo, de la postura del adaptador ante la obra poética, de la interpretación que realiza y del ambiente creado para acompañar el texto.

Esta actitud de respeto parte de una previa identificación con el poeta, no solo de un perfecto conocimiento de su vida y de su obra, sino también de hacer propias las motivaciones qua la han hecho posible, los sentimientos e ideas que destilan, y de una imbricación total con ellas. No se trata pues tan solo de la simple atracción por un texto más o menos brillante y que exprese mejor o peor lo que se quiere decir. No es: tengo cuatro ripios bonitos y tres acordes resultones, voy a ver si me sale algo chulo; sino de algo más profundo, que no excluye la investigación y el estudio, pero que pertenece al terreno de la identificación e interiorización creativa con lo ya existente para convrtirlo en algo nuevo y distinto. Adolfo no musicaliza un poema, lo asimila como propio en “su” composición. De alguna forma el poeta deja de ser el creador único para convertirse en una especie de colaborador necesario, aunque involuntario, del cantautor.

El mantenimiento literal del poema como base de la canción implica, necesariamente una actitud de cierta subordinación de la música hacia el texto (de ahí, por ejemplo, los pocos estribillos de las canciones de Adolfo Celdrán, ni siquiera en las propias), aunque en él esa servidumbre se convierta en una fuente de variedad, en tanto en cuanto al elegir poemas de diversos autores, de estructuras, temáticas y versificación diferentes, las canciones resultantes tiene características diversas. Por ejemplo, en “Doña María”, el poema de Nicolás Guillén, la música y la interpretación festivas, ligeras, vienen a acentuar la aparente alegría con que el texto habla de esa madre que sin saberlo tiene un hijo policía y represor, extremando así la contradicción básica del poema: que tu propio vástago traicione a los suyos pero siga siendo tu hijo. De otra forma, en “La cruzada de los niños”, una historia de Brecht en la que la emoción nace de la relación prolija y casi prosaica de un dramático éxodo infantil, a la manera de un romance épico, la melodía casi salmodiada que se le ha dado, y la interpretación lineal de Adolfo potencian la profundidad emotiva del poema. Eso es lo que convierte los poemas en canciones, confiriéndoles una dimensión más abierta, más amplia que la que tienen en las páginas del libro.




3º.- Las mil formas del compromiso con la realidad. Es evidente la postura de implicación con la problemática social y política adoptada desde el principio por Adolfo Celdrán. Pocos cantantes como él han estado siempre a pie de cañón, dispuesto a acudir al sitio necesario en el momento en que se le ha necesitado, o a dejar testimonio en sus canciones del momento histórico que nos ha tocado vivir. Ese compromiso ha tomado las más variadas formas, según las necesidades de cada momento.

Adolfo no ha dejado nunca de cantar canciones circunstanciales, pegadas al terreno, fruto del variable rumbo de la lucha política. Para ello, ha adaptado canciones extranjeras ("Bella Ciao", "Me gusta la casa de campo" o "¿que te enseñó el maestro", las dos últimas versiones de sendos temas interpretados por  Pete Seeger que nunca llego a grabar. Otras son de composición propia  ("El despintador", "Vota bien y mira a quien”, “Canción pequeña”), o están tomadas de otros autoras ("Pueblo de España ponte a cantar" de Jesús López Pacheco, o la versión del "No nos moverán" que hizo en los orígenes de Canción del Pueblo Ignacio Fernández Toca). Son canciones coyunturales, pero no aparecen en su obra como algo forzado, aunque sí más perecedero, sino integrado en el conjunto de su obra, caracterizada, incluso en estos temas de circunstancias, por una perfecta construcción literaria del texto.

Pese a ello, no es muy dado Adolfo Celdrán a las canciones simples y excesivamente coyunturales. Por e1 contrario, incluso en sus temas más abiertamente comprometidos, es posible encontrar lo que podríamos denominar "reflexión sobre la historia", por el sentido meditativo y profundo que llevan, expresado en versos bien construidos y --como decía Jordi García Soler más arriba-- nada fáciles, aunque populares.


Todas estas características configuran el estilo de Adolfo Celdrán en sus tres primeros discos; como se ve, un estilo nada simple ni univoco, sino complejo y variado, pero también profundamente coherente. Coherencia en cuya parte musical ha desempeñado un papel fundamental el trabajo del arreglista con el cual ha colaborado en estos tres álbumes, el argentino Carlos Montero, que ha sabido crear los arreglos orquestales que la complejidad de las canciones de Adolfo requerían, lo que ha contribuido a configurar la unidad de los tres trabajos como esa trilogía de la que  hemos hablado. 

A partir de la edición de "Al borde del principio", Adolfo Celdrán ha vuelto a tomar la canción como la principal de sus actividades y a ella dedica atención prioritaria, dando de nuevo recitales de forma continuada, que al coincidir con el momento político de comienzo de la liquidación del franquismo y primeros balbuceos democráticos, ha dado a esta actividad una significación y unas características especiales, con el resultado de un salto de los pequeños locales casi clandestinos a los actos masivos, los festivales multitudinarios y los mítines políticos, que han constituido los nuevos escenarios, incluidas algunas prohibiciones sonadas, como la de la Trovada dels Pobles, de Valencia, de la canción de autor española desde finales de 1976 hasta este verano de 1977.

En estas circunstancias y con estas obligaciones Adolfo se ha planteado y grabado su cuarto álbum: "Denegado” (Movieplay-Gong, 1.977), en el que ha dado un repaso a las canciones quo durante los diez años de su carrera musical hablan tenido problemas con la censura.

Se recoger en el canciones que fueron totalmente prohibidas ("Te lo prometió Martí" (N. Guillén/Adolfo Celdrán), "Canción de visperas" (N.Guillén/  A.Celdrán), "La diana" (N. Guillen/Fernando Celdrán) o "Dia de Fiesta" (Luis Cilia/Adap. de A. Celdrán); otras que no pudieron grabarse completas, debiendo acudir en su momento a subterfugios para cantarlas: "No nos moverán”, "Canción del esposo soldado" y "Pueblo de España ponte a cantar (una canción)"; dos más que si bien en 1.969 fueron autorizadas y grabadas, con posterioridad sufrieron mil problemas de censura a la hora de  interpretadas en directo: "General" (prohibida la emisión en la radio desde su grabación en 1969)y "Bella Ciao", y por último, una canción propia que pese a ser reciente, había tenido repetidos problemas para ser interpretada en las fechas cercanas al referéndum de noviembre del 76: "Vota bien y mira a quien (canción lección para una elección)" (A. Celdrán). Como se puede ver un resumen representativo de una parte de su trabajo (y también del de los señores censores) en estos diez años anteriores en el que se puede encontrar de todo: adaptaciones de canciones ajenas, musicalizaciones de poemas y composiciones totalmente propias, en general marcadas, eso sí, por el signo del testimonio y la circunstancialidad.




Para acentuar esa característica, Adolfo ha reunido en el disco a varios compañeros con los que ha compartido algunos momentos de esos diez largos años, y en las canciones encontramos, especialmente en "No nos moverán", en la que cada uno canta una estrofa, los nombres de su hermano Fernando, Elisa Serna, Carmina Álvarez, Manuel Tonaría y Pablo Guerrero, que le hacen voces y que confirman el carácter de rememoración colectiva del disco. Es como el telón final de una obra de teatro que va a caer en cuanto los actores salgan del escenario.

Al tratarse mayoritariamente de canciones antiguas y, sobre todo, conocidas, es difícil apreciar con claridad la ruptura de estilo que este disco supone, aunque es evidente que se da. No tanto en el terreno compositivo, como, especialmente, en el ambiente, arreglos y concepción general del trabajo. Debemos destacar en primer lugar que el hecho de grabar canciones antiguas no reduce el disco a una dimensión exclusivamente histórica, sino que Adolfo intenta aportar, a partir de breves y sutiles variaciones, una interpretación actual de la historia que esas canciones representan. Así, por ejemplo, la manera desdramatizada y un tanto distanciada de interpretar los temas más combativos ("No nos moverán", "Pueblo de España ponte a cantar", "Bella Ciao"), les confiere un valor no sólo en función de su significación histórica, sino de su propia calidad como canciones en sí. No se trata de repetir por recordar, aunque también, ni de una revancha contra la censura, sino de la obra que no ha perdido valor con el paso del tiempo.

Por otro lado, y en este sentido podemos hablar de "ruptura estética" con respecto a los tres discos anteriores, No hay en este trabajo ese carácter de obra cerrada, rígidamente estructurada, que caracterizaba sobre todo, "Al borde del principio", por el contrario podemos encontrar en “Denegado” la espontaneidad, la frescura, el sentido de comunicación popular que ya estaba también en "Silencio", y que de alguna forma se había ido orillado en trabajos posteriores. Una concepción del canto abierto a la participación colectiva y a la improvisación, a la que no son ajenos los arreglos de las canciones, que en este caso no son de Carlos Montero, sino colectivos de los músicos que participan en el disco. Podríamos pues referirnos a este trabajo como el de la vuelta a las raíces, aunque también parezca tener un cierto carácter de transición, de una mirada atrás que permita plantearse, en estos momentos en que la situación política ha cambiado, cuál es el camino que hay que tomar.


Ayer, o anteayer, Fernando González Lucini publicó en su blog una entrada sobre "Cajitas", la canción de Malvina Reynolds que Adolfo Celdrán adaptó y grabó en 1969 y de la que se han hecho numerosas versiones, de las que habla Fernando. Aparte de recomendar su lectura, aquí os dejo para vuestro disfrute el tebeo que sobre la versión de Adolfo realizó Juan Carlos Eguillor y publicó aquel mismo año la revista MUNDO JÓVEN





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Julio Iglesias. Un vacío de superlujo (1984)

 

 

 

Si he de hacer caso a lo que en 1984 escribí sobre Julio Iglesias debo concluir que me pasa con él lo mismo que al cura vasco con el pecado, que no soy partidario. De Julio Iglesias, del pecado sí.




EL PAÍS. 22 SEPTIEMBRE 1984

El último disco de Julio Iglesias se presenta como su definitivo lanzamiento en el mercado norteamericano. No ya entre hispanos, negros, sudacas y otras subculturas, sino en el mismo corazón de la América wasp, blanca, anglosajona y protestante. Una meta que si muchos cantantes de origen latino han intentado, prácticamente ninguno ha logrado. Cuando en los años treinta el tango privó en las salas de baile, o cuando en los cincuenta los percusionistas caribeños aportaron al jazz la fuerza de su ritmo, la cosa era diferente. Se trataba todavía de un ingrediente de exotismo que con mayor o menor profundidad no dejaba de ser un añadido. La popularidad de estos músicos no pasó de ser efímera y anecdótica. Lo que ahora se pretende con Julio Iglesias es mucho más ambicioso: convertirlo, según proclama su sello discográfico, en algo tan americano como el tabaco con genuino sabor, el refresco que es la chispa de la vida o la estatua de la libertad. Casi nada.

El caso es que se está a punto de conseguirlo. Al menos no se han ahorrado medios para ello. Hay en el álbum canciones melódicas y rítmicas, estrellas invitadas, compositores destacados, músicos casi a centenares, fragmentos en francés, italiano y español --además del inglés que domina el álbum--, instrumentistas de prestigio..., y sobre todo dinero, mucho dinero. Dianna Ross le da el sofisticado toque de la música negra; Willie Nelson, veterano cantante de country, aporta el atractivo que supone para un amplio sector del público tradicional blanco; los Beach Boys unas gotas de nostalgia pop; el saxo de Stan Getz coloca unas notas para aficionados poco exigentes al jazz, y así una larga lista que hace de este disco un producto de elegante factura, producción perfecta, sonido impecable y eficacia garantizada. Nada se deja a la suerte y, por consiguiente, pocas sorpresas caben esperarse.

Todo ello contribuye a la existencia de un producto de irreprochable presencia industrial, pero de eso a ser el Frank Sinatra de los años ochenta hay una considerable distancia. Porque en los años ochenta ya no hay Sinatras, y porque entre Sinatra y Julio Iglesias hay la misma distancia que entre un cuadro de Murillo y su fotocopia, por mucho que se utilice para hacerla la más avanzada máquina inventada por la moderna tecnología.

La inteligencia y la perspicacia para los negocios, la imagen elaborada y exactamente transmitida, la voz agradable y los ambientes sofisticados no son suficientes para definir la obra de un cantante, por mucho que cumplan su objetivo y tengan un valor propio. El problema es que el atractivo artístico de este disco ofrece pocos alicientes mas que esos, y uno piensa que si el disco y la canción es, además de industria, cultura y arte, debe haber otras exigencias y otros resultados. Cuando se habla de cigarrillos, bebidas refrescantes o incluso estatuas, se está haciendo, una referencia exacta: éste es un producto con envoltura de superlujo bajo el que se esconde una profunda vacuidad cultural.

Julio Iglesias es ciertamente un fenómeno, algo que se sale de lo normal, en la medida en que la normalidad implica, al menos en la música española, una larga lista de objetivos no cumplidos, de frustraciones no tanto artísticas como comerciales. Inscrito plenamente y por voluntad propia en los parámetros establecidos por la industria discográfica, su voluntad ha sido conseguir el éxit, desde sus lejanos inicios como cantante, cuando dejó de ser un futbolista mediocre para intentar ser un cantante de éxito y ya pedía que se le fotografiara únicamente por su lado bueno. Triunfar en el paraíso de la clase media, en la América de cartón piedra de las todopoderosas amas de casas y el no menos poderoso presidente Reagan, constituyó sin duda su sueño dorado, al fin parece que cumplido.

La carrera seguida para conseguirlo ha sido trabajosa y cuidadosamente preparada. Lograrlo evidencia una serie de valores que no se trata de discutir --son evidentes--, aunque su catalogación resulte confusa y su apreciación discutible. El mayor de ellos es, indudablemente, su capacidad para dar una imagen mayoritariamente aceptable por el público al que quiere dirigirse y la inteligencia con que ha planeado cada paso de su ascensión, desde que se lanzó a la conquista del mercado suramericano, con versiones anodinas de conocidas canciones, hasta está culminación de clarines y trompetas. Un punto de secreto tiene su éxito: saber ofrecer una música y una presencia agradables, armoniosas, sin aristas ni riesgos. Un aséptico glamour de niño bueno que nunca ha roto un plato pero que puede ofrecer a su público ensoñaciones de eróticos finales imprevistos. Otra cosa es dónde colocamos cada uno el listón de nuestros sueños y hasta dónde llevamos el baremo de nuestras exigencias.


EL PAÍS. 7 OCTUBRE 1984

Ambos han entrado ya en esa edad prometedora en que la sabiduría y la experiencia comienzan a suplir los arrebatos de la pasión juvenil. Son educados, elegantes, moderadamente descarados y descaradamente moderados. Les gusta el éxito, el dinero y los aplausos, y los encuentran en las grandes multitudes allá donde actúan. Inteligentes, cuentan de ellos que son sus mejores agentes de relaciones públicas: saben hacerse simpáticos y agradables. Atentos y amables con la Prensa, cariñosos y distantes a un tiempo con el público, serían los hijos soñados por cualquier madre de buena familia que guste del triunfo de su prole.

Son españoles y cantantes. Uno es la sensación del año en Norteamérica; su disco en inglés sube a velocidades sorprendentes en las listas de éxitos del país más poderoso de la Tierra; no tiene mucho que decir, pero sabe decirlo de manera persuasiva. El otro es uno de los cantantes más importantes de ópera, aunque sus incursiones en la música popular muestren un desconocimiento sorprendente y un notable confusionismo. También es, como su compañero de programa una sensación en todo el mundo. Televisión Española los junta en un especial musical que se sabe de interés abrumador para la gran mayoría. Julio, en España, y Plácido, en la República Dominicana, han grabado cada uno por su parte. El primero, sus canciones de siempre; el segundo, sus versiones de Siboney, Muñequita linda o La paloma. Todavía no se han atrevido a hacer un dúo; ese día, que sin duda llegará, se van a romper muchos corazones. Sigan esperando.

El viernes 12, a las 21.05 horas, por la primera cadena, se emitirá el programa Especial Plácido Domingo y Julio Iglesias, grabado en Palos de Moguer (Huelva) y en Santo Domingo.

Supongo que escribí el siguiente comentario con motivo del Festival de Benidorm, aunque no recuerdo nada de él. Dado que tiene que ver con el protagonista de hoy, lo reproduzco.

Aromas de antaño

EL PAÍS. 23 MAY 1985

Aquellos eran tiempos de penuria y de aburrimiento, de españolitos que venían al mundo sin otro aliciente que un desarrollismo que nos enseñaba por la puerta de Francia las vajillas de Duralex y las cafeteras a vapor. La música española se debatía entonces entre la agonizante influencia de las baladas italianas y la pujanza aún incomprendida del rock. Como fórmula pos-imperial de realzar la autarquía se buscaban artistas españoles que dieran brillo e internacionalidad a nuestra canción. Se inventó el festival de la canción de Benidorm en una ciudad que se lanzaba a copar un turismo de medio pelo.
La vida sigue igual
Julio Iglesias triunfaba afirmando, con una razón a medias que no preveía los tiempos que estaban por llegar, que la vida sigue igual, y Raphael hacía patria con sus posturas de showman congelado. Los guateques eran el único recurso para una sexualidad juvenil insatisfecha y quienes quedábamos relegados al papel de poner los discos en el pickup nos agotábamos en las infinitas vueltas de canciones triviales.
La televisión española hacía un acontecimiento de cada nadería, los cantantes latinoamericanos acudían a Benidorm con la esperanza de triunfar en la Madre Patria. Junto a las demostraciones sindicales del Primero de Mayo, el festival de la canción de Benidorm permanece en la memoria con un aroma de flores muertas.

 Y al fin se juntaron sobre el mismo escenario. Dios proteja a los cantantes y multiplique, como si de panes y peces se tratara, los tapones de cera para las orejas. El fiscal se opuso a la tramitación de la querella correspondiente.



Article 11

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“Como todos los días”. Una canción con Hilario Camacho (1968)




1968. De izquierda a derecha: Adolfo Celdrán, Mari Laly Salas, Hilario,
pareja desconocida y  Antonio  Gómez.
(Observese como Hilalio coge a Mari Laly, y como Mari Laly mira a Adolfo)



Tal vez porque con los años la memoria remota se va acercando cada vez más, como si de cerrar un círculo se tratase, o quizás porque fueron tiempos tan intensos que resultan difíciles de olvidar, el caso es que recuerdo perfectamente cómo Hilario y yo compusimos “Como todos los días”. Era la primera vez que yo, compulsivo emborronador de cuartillas desde la infancia, me metía en la aventura de escribir la letra de una canción y también la primera que Hilario componía un tema con una letra que no hubiera escrito el mismo, práctica que abandonó pronto, o que no fuera un poema previo.

Me doy cuenta según voy escribiendo que “Como todos los días” marcó de alguna manera un punto de inflexión en el trabajo de Hilario, cerrando una primera etapa de aprendizaje, que quedaría marcada por la edición, ese mismo 1968, de su primer single con los poemas de NicolásGuillén, y abriendo el camino que estallaría públicamente cinco años después con la publicación del primer álbum “A pesar de todo”, del que era, con “Los cuatro luceros”, el tema más antiguo. Para entonces, su anterior repertorio había pasado al olvido (excepto por “El agua en tus cabellos”, el poema de Machado que había musicalizado en 1967 y que no grabó hasta 1975 en “De paso”), y a partir de ese momento su música adoptaría un lenguaje expresivo propio y definitivo que seguiría puliendo hasta el final. También a partir de entonces abandonaría la musicalización de poemas, aunque aún adaptaría alguno, cada vez de forma más libérrima, para pasar a colaborar con letristas con los que trabajaba estrechamente: Moncho Alpuente, Francisco Escalada, Jaime Compaire, Pablo Guerrero, Joaquín Sabina y otros. Ni que decir tiene que esto no le confiere a la canción otro valor que no sea el cronológico, pero como se me ocurre, lo cuento.

Decía que 1968 Hilario compuso pues los dos temas más antiguos que aparecen en A Pesar de Todo, su primer disco LP cinco años después: “Como todos los días“y “Los Cuatro Luceros”. Por la parte que me tocó en ello lo puedo contar con un cierto detalle, aunque tampoco abusaré.

1968. Mari Laly, Hilario y Elisa Serna.
Igual que a Adolfo Celdrán, a Elisa Serna o a Cachas, conocí a Hilario en noviembre de 1967 con motivo del recital de presentación del grupo Canción del Pueblo que me tocó presentar y en el que ellos debutaban de manera más o menos oficial tras haberse estrenado en pequeños recitales universitarios. Con todos ellos establecí pronto una relación de amistad que con Hilario fue íntima desde el primer momento, pues teníamos muchas cosas en común, desde la edad, yo acababa de cumplir 19 y él me llevaba cinco meses, hasta vivir relativamente cerca, él al final de Fuencarral y yo en General Sanjurjo (Abascal ahora, después de recuperar el nombre que la calle había tenido antes de que la dictadura rebautizara las calles con los nombres de sus santos y sus militares).

Las canciones (incluyo Los Cuatro Luceros en el lote) se escribieron en la habitación que había a la entrada de su casa familiar de Hilario, a la izquierda, creo recordar, al inicio de un largo pasillo. Allí nos sentamos unos cuantos días y allí fueron saliendo los dos temas, que fueron de creación bastante rápida.

Como todos los díasnació de la coincidencia de que los dos habíamos trabajado brevemente en empleos similares. Él creo que en una gestoría o algo así, y yo en un banco, en el que he de decir que tuve el honor de entrar como auxiliar administrativo y salir un año después tras haberme degradado a botones. Pensamos que en aquellas oficinas siniestras se reflejaba el mundo gris, triste y conformista en el que vivíamos, y nos planteamos reflejarlo utilizando la forma del talking-blues o blues hablado, una base rítmica de blues sobre la que va el recitativo de la letra, a la manera en que habíamos oído que lo hacían en EEUU Woody Guthrie, Julius Lester o el propio Dylan del principio.

El método de trabajo era que yo escribía unos versos, los discutíamos, cambiábamos lo que era necesario y sobre la marcha Hilario los iba encajando en la música. Recuerdo que fue bastante rápido todo y la canción estuvo pronto preparada. El tema, que está divido en dos partes bien diferenciadas, tenía inicialmente una tercera parte más, que fue eliminada en la grabación y sustituida por ese ritmo que simula las palmas de una manifestación con que acaba la grabación. Fue una supresión acertada, pues era una especie de infantil llamada a la rebelión demasiado explícita, que no le añadía nada a lo anterior y que podría haber tenido problemas con la censura. Alain Milhaud, que produjo el disco y de quien debió ser la idea, hizo un estupendo uso de las tijeras.

Los Cuatro Luceros partió de un poema de José Batlló, poeta catalán que escribe en castellano y que dirigía la colección de poesía más importante del momento: El Bardo. A Hilario le gustaba el poema, que es en el fondo es una alegoría sobre la guerra y la postguerra civiles, pero no acababa de cuadrarle para ponerle música, porque estaba escrito en verso bastante libre, así que, como hizo con otros textos ajenos, lo cambió a su gusto, tarea en la que le ayudé y cuya responsabilidad comparto ahora, especialmente frente a Batlló, que parece ser que no quedó muy satisfecho, dado que él imaginaba música clásica mientras lo escribía. También fue una composición rápida.

Cuando regresé en 1983 de Canarias, uno de los primeros recitales a los que acudí a uno de Hilario que daba cerca del Viaducto con ocasión de alguna fiesta popular, o San Isidro o La Paloma. Él no sabía que estaba en Madrid y no le avisé, quería darle una sorpresa, pero quién me la lleve fui yo. Una sorpresa alegre y envanecedora, porque comprobé que Hilario todavía seguía interpretando en directo Como todos los días.




Un par de años antes del fallecimiento de Hilario pensamos que podíamos escribir una especie de “Como todos los días-2” situando al personaje en aquel momento de comienzos del nuevo milenio. Nos pusimos a la tarea, nos reunimos varias veces, pero no salió nada, excepto unos versos deslavazados y unos cuantos rasgueos de guitarra. Años después me di cuenta que en realidad Hilario ya había escrito esa segunda parte en “Taxi”, que hizo en colaboración con Joaquín Sabina y que se editó en 1986 en el álbum “Subir, subir”. Ambas retratan las reacciones interiores y los sentimientos de un individuo personalizado en un momento histórico concreto, y, aunque las letras sean ajenas, reflejan los pensamientos y las ideas del propio Hilario, lo que añadido a que las dos están en primera persona les confiere un cierto carácter de autorretrato íntimo ante la sociedad (carácter que también las relaciona con la magistral “Volar es para pájaros”, que compuso con Pablo Guerrero y que igualmente tiene esas características).

Ambas canciones tratan del mismo tema y tienen un formato narrativo equivalente: una persona (el propio Hilario) se levanta por la mañana y encuentra pocos alicientes para levantarse. El mundo al que se enfrenta no le gusta, le aburre, y ante ello se subleva, aunque sea de distinta manera. Las cosas que le molestaban en esos dos momentos respectivos eran distintas, pero similares. En el 68, en pleno franquismo, era la mentira política, claro, pero también la rutina de la oficina, el levantarse a una hora temprana para nada, los prejuicios morales, la frustración sexual, etc… En el 86, ya en plena época de aquello que se llamó el desencanto, lo que le ofendía era la inanidad de la vida en general, la repetición de gestos vacíos de contenido, la vacuidad de la tele, el aburrimiento…; en suma, la misma grisura moral de la sociedad.

También tienen una cierta similitud en la manera en que Hilario interpreta ambas canciones, como si fueran una letanía repetitiva que canta con frialdad, casi sin emoción, sin levantar la voz ni tensar el tono. Hasta que llega el grito que estalla al final de “Como todos los días” o en los estribillos de “Taxi”. Y es en ese grito donde yo encuentro la mayor diferencia entre el Hilario de 1968 y el de 1986.

En ambas fechas despreciaba y odiaba el mundo en el que vivía, pero si en 1968, todavía un joven de 20 años, en pleno momento de conciencia crítica con la dictadura que le aplastaba, el grito de Hilario apuntaba a la rebelión (aún planteado como una posibilidad de toma de conciencia): “y salgas a gritarlo por las calles” (en alusión, claro, a las manifestaciones), en 1986, cuando ya se ha visto que la llegada de la democracia no ha sido lo que se esperaba, Hilario ya no creía en cambios (“Comprendes por qué/ no hay nada que hacer”), y en lugar de optar por una posible salida colectiva, gritarlo por la calle en unión de otros, lo que buscaba era algo (o alguien) que le ayudura a huir (“¡Sácame de aquí!/ ¡No puedo,/ no, no, seguir así!/ ¡Lléveme por la ruta de la paz/ dirección prohibida sin parar hasta el mar”). En 1968 se planteaba el enfrentamiento con el sistema; en 1986 lo que quería era simplemente escapar de él, una tentación que uno mismo ha sentido en más de una ocasión y que Hilario practicó en diversos momentos de su vida. Yo también.



Dibujo de Poni Micharvegas
PD.- A raíz de la muerte de Hilario participé muy activamente durante tiempo en un foro de internet que se creó, y en él escribí numerosos textos biográficos y sobre su obra. Al sacarlos ahora del archivo en el que los conservaba, aunque veo que falta alguno, y ordenarlos, compruebo que suman algo así como unos 120 folios. Si soy capaz de trabajar un poco sobre ellos, igual los voy colgando aquí, en la confianza que puedan servir como documentación para una posible futura biografía de Hilario, que no existe como tal y que se merecería.  



Article 10

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En elogio y defensa de Yoko Ono (1981)







No es que sea una estrella del rock ni que su obra haya servido de simiente artística para las nuevas generaciones, pero sin duda Yoko Ono tiene una personalidad fascinante y su trabajo ha estado siempre en ese terreno indefinido de la obra de arte que hurga en el fondo de los seres humanos.

Si alguien encuentra que en los artículos parece que me alegro de que The Beatles se rompieran, sea cual sea la causa que provocó la ruptura, tiene razón. La verdad es que no me hubiera gustado ver a los chicos de Liverpool convertidos en unos ancianitos retozones, sombra patética de sí mismos, solo movidos por la necesidad de llenar la caja. Adivinanza ¿De quienes hablo?

En las ilustraciones musicales incluyo enlaces con las letras en castellano. Las traducciones son tan que así (vamos, totalmente así), pero para la ocasión valen. ¿Qué más se le puede pedir a una maquina?





EL ECO DE CANARIAS. 12 JULIO 1981

El firmante de estas líneas nunca consideró que Yoko Ono terminara con los Beatles, como afirman conocidos fans del conjunto de Liverpool; antes al contrario, su presencia en el cuarteto británico contribuyó, desde mi punto de vista, a acelerar un proceso de descomposición y de cambio que ya estaba apuntando en el grupo y que conducía, inevitablemente, a la superación de los esquemas en los que habían basado su éxito o al aniquilamiento artístico. Sin embargo se insiste en esa tesis, que muestra, a mi entender el desconcierto y los prejuicios ante una mujer como Yoko Ono, de una presencia física poco común, tan alejada de los cánones de lo que debe ser una mujer guapa, capaz de enloquecer a un ídolo del rock con una personalidad humana y artística fuerte, que da la sensación a cada momento de ser igual o superior al hombre que se encuentra junto a ella. La crítica musical, tan dependiente de los prejuicios de la sociedad en la que viven y de la industria discográfica a la que sirven, se sintió agredida por la arrivista, y reaccionó echándole la culpa del fallecimiento por muerte natural del conjunto musical más importante de la historia del rock.

Indudablemente sin Yoko Ono los Beatles se hubieran roto también; lo que es de dudar es que la ruptura hubiera sucedido de la manera en que la llevó a cabo John Lennon: aceptando de forma autocrítica su significación artística, social y política, superando sus propias contradicciones y planteando una alternativa tan radical como la que se apunta en sus primeros discos en colaboración con Yoko («Two Virgins» (1968) y «Amsterdam» (1969) o en la cara B del espléndido y esclarecedor «The Plástic Ono Band-Live peace in Toronto» (1969). Ante la desaparición de los Beatles se plantearon dos posturas, una reformista, representada por Paul McCartney, y la segunda rupturista, llevada a cabo por Lennon. Este segundo camino era más difícil, significaba el escándalo, el compromiso, la incomprensión, resultaba más descarado y definitivo. Yoko Ono tuvo mucho que ver con él. Por ello comencé a admirarla.

Luego vinieron sus trabajos musicales, tanto en solitario como en compañía de Lennon. Primero aquel admirable doble álbum «Sometime in New York City» (1972), con el que además de continuar su camino de rupturas artísticas, se internaba por los caminos del compromiso radical, escribiendo y cantando algunas de las canciones más rabiosamente políticas de aquellos años, precisamente cuando los cantantes tradicionalmente comprometidos aflojaban la marcha. Temas como «Sisters o sisters». «Born in a Prison», y, sobre todo, «Woman is the nigger of the world» rebelaban ya el talento de una cantante que no se quedaba en los simples caminos del escándalo. También en este álbum comenzaba la colaboración de la pareja como tal con Phil Spector, dato a tener en cuenta para más adelante.

En 1973 Yoko publicó el que era hasta ahora su único álbum en solitario. Acompañada por la Plástic Ono Band y la gente de Elephans Memory, sacó a la luz este «Feeling in the space», un disco con el que daba en las narices a cuantos «listos» habían escrito, jurado y firmado que sólo sabía dar gritos de gato inaguantable. En este álbum hay canciones, muy buenas canciones, temas que plantean crudamente la situación de las mujeres el mundo, que hablan de amor sin sensiblería, que son rock sin concesiones y que no sienten vergüenza en convertirse en baladas cuando hace falta. Lástima que ese álbum no fuera editado en España por unos mercaderes que lo debieron considerar poco comercial, así el público español se ha perdido una de las experiencias más ricas, interesantes y hermosas que ha visto el rock.

Luego el silencio, el replanteamiento de toda una vida, el amor, John, Yoko y la familia. De repente un álbum conjunto, «Double Fantasy», en el que las canciones de ella son tan buenas como las de él. Luego la muerte brutal y criminal en una calle de Nueva York, y después aún, la soledad.

Y de soledad trata el recién editado álbum de Yoko Ono «Season of glass»; desde la portada y la contraportada, estremecedoras, hasta las hermosas canciones cuyas letras se incluyen en el interior. Con la muerte de John los cazadores de corazones, los que comencian con la vida de las personas desde publicaciones más o menos amarillistas, han vuelto a intentar desenterrar los viejos fantasmas anti-Yoko y han hablado ni se sabe de cuántas tonterías sin sentido. Esta es la contestación de Yoko: un álbum que es el resumen y la cima de su historia de amor, un amor irresistiblemente condenado al dolor y a la belleza, un fatalista amor sin otra salida que la muerte o la felicidad. La suerte deparó lo peor, y en este disco se vierte la soledad tras el asesinato pero también la necesidad de sobrevivir, de luchar por la vida.

Además hay otras muchas cosas que valorar en álbum: catorce canciones, cosa siempre de agradecer en unos momentos en que los discos apenas si duran lo que se tarda en tomar un café, que esté producido por la propia cantante, otra vez junto a Phil Spector, que han sabido crear un ambiente distendido y perfecto. Temas de amor, baladas tranquilas y canciones en las que de repente surge, como siempre, la ruptura, la sorpresa. No sabemos si Yoko Ono va a seguir cantando, si este disco será un éxito o no. Tampoco importa mucho, es hermoso y eso basta, escuchándolo se siente la idea de tener un trozo de amor entre las manos. Es más que suficiente.





MUNDO OBRERO. 10 FEBRERO 1984

La publicación de las últimas canciones de John Lennon, que nos llegan como maquetas, grabaciones inacabadas, en un disco en el que también se publican seis temas de su compañera y colaboradora Yoko Ono, ha vuelto a plantear de manera indirecta la voracidad insaciable de las compañías discográficas y de la parafernalia consumista que las acompaña.

Se hicieron intentos para que las últimas canciones de Lennon fueran retocadas y completadas con sus antiguos compañeros de los Beatles, y eso había recibido los parabienes de "disc-jockeys", empresarios y comentaristas al uso. Estaban más pendientes del indudable éxito económico que tal aventura "revival" hubiera supuesto que del propio interés artístico y, sobre todo, ideológico que había presidido los últimos diez años, años largos, de vida y abra del cantante, y de paso, han aprovechado para reiterar sus invectivas contra Yoko, a la que han acusado desde oportunista y manipuladora hasta gritona.

“Rock” por derecho

Nada más lejos de la realidad. Ante la audición de este "Milk and Honey" ("Lechey miel") se comprueba que Yoko Ono no solo no es gritona, sino una compositora y cantante de indudable talento e inteligencia y, sobre todo, una fiel conservadora de la obra le su compañero. Le ha dado la edición que sin duda él mismo hubiera elegido de seguir con vida. John y Yoko llevaban colaborando suficientes años para darse cuenta de que su unión era algo más que un accidente casual.

Las seis canciones de Lennon le muestran en un momento de especial madurez expresiva, en el que, una vez pasados los agobios tanto de su etapa comprometida (no hay que olvidar que juntos escribieron algunas de las más contundentes canciones que se han escrito en la música popular anglosajona contra el sistema) como la anterior vanguardista, se replanteaba la expresión de una cotidianeidad tranquila, reflexiva, en la que el amor ocupaba un primer plano. Canciones como "Nobody told me" o "Borrowed times" son un ejemplo de "rock" contemporáneo, simple, directo, sin sofísticaciones, pero también sin subterfugios ni trucos; "rock" por derecho que confiere a este estilo musical su auténtico sentido de "popular".

Dios salve a Yoko

Párrafo aparte y reflexión final merece el trabajo de la denostada Yoko Ono. Artista y mujer inteligente, su talento como compositora y cantante no alcanza las cotas de "genialidad" de John, indudablemente, pero a pesar de ello, o quizá precisamente por ello, su obra resulta más apreciable, pues muestra un claro proceso de consolidación de un lenguaje propio. Sus canciones se aproximan más a los esquemas del "rock" con influencias caribeñas de buen cuño que algunos de sus trabajos primerizos. Aun teniendo en contra a todos los beatlemaniacos de pro, esta japonesa tozuda y rebelde está demostrando que se puede hacer buena música sin caer en las trampas de la industria, sin dejarse abrazar por los brazos de la comercialidad, simplemente porque tiene algo que decir y lo dice.






EL PAÍS. 31 enero 1984

Algo más de dos años después de la muerte de John Lennon se acaba de editar en todo el mundo el nuevo disco del ex beatle asesinado, en el que colabora también, como sucedió en ocasiones anteriores, Yoko Ono. Un álbum largamente esperado por los aficionados, que viene precedido de una extraña historia que incluía la posibilidad del reagrupamiento de George, Paul y Ringo para completar las canciones que había dejado inacabadas John, en un póstumo homenaje a su memoria y a su obra. Solución que, al final, no ha sido la que se ha adoptado.

La historia de la edición de este álbum póstumo del cantante, a pesar de ser anecdótica no deja de ser significativa. Frente a la posibilidad de resucitar el mito musical de los sesenta, Yoko Ono, heredera de John Lennon, compañera en su vida privada y colaboradora musical en numerosos proyectos, ha preferido hacer las cosas de la manera más cercana a como lo hubiera hecho posiblemente el propio John de estar vivo, y ha producido un disco en el que se reúnen seis canciones de cada uno, respetando escrupulosamente las grabaciones originales de Lennon tal como quedaron en el momento de su muerte.

Se podría argumentar, y así se ha hecho, que la artista japonesa utiliza en beneficio propio el mito de su compañero y la leyenda de su muerte. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Reproducir el éxito de los Beatles con un nuevo álbum, que se aprovecharía además de los avalares de la muerte de John, sería no sólo especular sobre una reunión bastante improbable, que no se había dado en vida y que tenía pocas posibilidades de darse, sino también resucitar un mito cuya continuidad había roto el propio Lennon al separarse del grupo e iniciar una carrera en solitario que cuestionaba fundamentalmente la imagen y utilización del éxito que habían tenido.

Y ese no es un elemento secundario en la carrera en solitario del ex beatle, sino una constante conscientemente asumida y radicalmente desarrollada. Tanto en su etapa de experimentación sonora como en la de claro compromiso político, o en esta última de placidez hogareña y madurez vital, John Lennon había intentado --y, en buena medida, conseguido-- romper la imagen de ídolo mesiánico y carismático, realizarse como artista creativo en su relación adulta con el público. Yoko Ono lo sabía y por eso ha elegido, al margen de otras consideraciones, la salida más coherente.

Canciones de amor

En Milk and honey reproduce la fórmula adoptada en el anterior disco de la pareja, incluyendo la portada, en la que repite una imagen similar a la de Double fantasy, una foto de ambos besándose.

Los temas de Lennon son apenas maquetas, realizadas sumariamente con pocos instrumentos: guitarras, bajo, batería y, alguna vez, piano. En ellas aparece su capacidad creativa en plena gestación, canciones construidas con todo rigor, a las que sólo superficialmente afecta lo incompleto de los arreglos y la grabación. El sonido es correcto, y aunque no se puedan buscar sofisticaciones auditivas, el rock directo, vivencial, de John Lennon llega en toda su pureza y vigor. Canciones como Nobody told me, que se ha extraído en single, o sus incursiones por ritmos caribeños, como en Borrowed time, con su ligero aire de calipso, demuestran el inmejorable momento artístico en que se encontraba.

La participación de Yoko Ono es apreciable, aunque desde luego su genio creativo no esté a la altura del de su compañero. Sin embargo, no es desechable en absoluto el talento de una cantante y compositora que, contra tirios y troyanos, ha creado un estilo que, cuando menos, debe ser calificado de inteligente y arriesgado.




Article 9

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Hablé largo y tendido con Tomasa Cuevas durante toda una tarde-noche de algún verano de mediados de los noventa en su casa de Vilanova i la Geltru, una ciudad que me traía buenos recuerdos porque 25 años antes había estado allí con Castañuela 70 y había pasado una noche estupenda bebiendo y conspirando con Pere Tapies. Ya sabía entonces de Tomasa, porque había leído sus estupendos libros de testimonios de mujeres presas en el franquismo, los primeros que se escribieron sobre el tema, y conocía su larga relación con Miguel (Miquel) Núñez, un dirigente comunista que, como Simón, Marcelino o Fernández Inguanzo contaban con el respeto y la admiración generalizada de cuantos habían tratado con él, no sólo sus camaradas. Ella, que ya tenía cerca de los 80 años me recibió como si fuera el sobrino que regresaba de un largo viaje. Me puso un café, luego trajo algo para merendar, el día se fue marchando y acabamos cenando cualquier cosa que preparó antes de que tuviera que salir corriendo para coger el tren de vuelta a Barcelona.

Entre café, merienda y cena me enseñó una de aquellas tarteras trucadas con que se palabra la información clandestina a las prisiones, que todavía conservaba y en la que era imposible distinguir las junturas del doble fondo, pero sobre todo hablamos, habló ella. Lo que me contó es la demostración de que aquella frase de Brecht que cantaba Silvio de los hay que lucha un día… y etcétera no es sólo un tópico.


Retrato de Tomasa Cuevas. 
Javi Larrauri, de su serie "Mujeres Republicanas"



Soy de un pueblecito de la Alcarria que se llama Brihuega, donde nací en el año 17. Mi familia era de origen obrero, mi padre repartidor de harina y mi madre lavaba ropa por las casas y cosas así. Mi padre se cayó debajo del caballo con el que repartía la harina y a consecuencia de ello estuvo dos años en el hospital, dejando a mi madre con cinco hijos. Yo era la pequeña. En el transcurso de los años, mi madre trabajaba limpiando casas y también haciendo pan, porque como mis abuelos eran los dueños del horno no le cobraban la hornada. Dos de mis hermanos murieron en esos años que mi padre estuvo enfermo.

La consecuencia de todo esto, la enfermedad y los años de hospital, fue que emigramos a Guadalajara, donde mi hermana mayor ya había ido a servir. El trabajo de mi padre fue de blanco a negro, pasó de repartidor de harina a repartidor de carbón.

Yo empecé a trabajar a los nueve años en una fábrica de punto, que la llamaban fábrica aunque hoy la llamaríamos pequeño taller, porque era una tiendecita pequeña que tenía en la trastienda tres máquinas con las que se hacían refajos, calzoncillos de punto, medias de algodón o de lana, calcetines y todo eso. Mi trabajo consistía en coger puntos a las medias de seda que llevaban las mujeres para arreglar. Me pagaban muy poco y yo cada vez pedía más aumento, contestándome la patrona que ya ganaba suficiente. Cuando iba a cumplir once años, tras una discusión de aquellas, en las que ella siempre decía que no me podía subir porque no me lo ganaba, apunté durante toda una semana lo que ella cobraba con los puntos que yo cogía. Según los cogía, tenía el precio y lo apuntaba en un papelito. Cuando llegó el sábado le dije que me subiera el sueldo y me volvió a decir que no, que cobraba lo suficiente para la edad que tenía y que además no lo ganaba. ¿Que no lo gano? contesté, mire lo que ha sacado usted conmigo esta semana, y le enseñé mis cuentas. Se puso tan furiosa que me echó.

Me echó y me marché, claro. Pero tenía que trabajar y me puse a coger puntos en mi casa. Puse un anuncio pequeñito en un periódico de la UGT que se llamaba Flores y Abejas, donde trabajaba un primo mío que era presidente de la Unión de Agricultores, un chupatintas, y comencé a tener clientes. Luego, muchas de las que iban a la tiendecita se enteraron que yo trabajaba por mi cuenta y me trajeron sus arreglos, por lo que me llamo la dueña y me dijo: Yo te puedo denunciar ¿a ti le parece bonito que me hayas quitado la clientela? Yo no le he quitado la clientela a nadie, a quien llama a mi puerta le hago los trabajos, contesté. Ya no pasó nada más, pero lo que sacaba con aquello era poco, no podía trabajar sólo cogiendo los puntos en casa, era imposible, porque la vida se iba desarrollando de distinta manera.

Mi madre estaba enferma, mi hermano solo tenía trabajo de vez en cuano, así que, además de coger los puntos, encontré empleo en una fábrica para sopa, de donde viene la pensión que cobro ahora. Todavía era pequeña, y las panderas que había que subir, unas bandejas en las que se ponía el fideo, eran muy grandes y había que llevarlas desde el obrador, que estaba abajo, hasta arriba, donde estaba el tendido, y para subir esas panderetas me las veía moradas. Mis brazos están torcidos desde entonces. Había un muchacho trabajando allí que era muy majo y que, sin que le viera el jefe, que era un hijo de su puñetera madre, me ayudaba con las panderas. Me esperaba en la escalera y me las subía corriendo. Se llamaba Santos Puerto, que vive por Francia y no le he podido localizar. Por mi contacto con él acabé por hacerme comunista.

Un buen día, hacía el año 34, aquel amigo me dijo: pequeña, tengo que pedirte un favor. Me llevó a una ventana que daba a la calle y me dijo: ¿ves aquellos tíos que hay allí? pues son policías, están esperando a que salga y me van a detener, ¿por qué?, le pregunté. Ya te lo explicaré, me contestó, yo tengo aquí un paquetito, te lo vas a llevar, pero guárdalo y no le digas nada a nadie, a nadie, eso es solo para ti y para mí.
Efectivamente, cuando salió le detuvieron y yo me llevé el paquetito a mi casa y lo escondí. Entonces todavía no estaba metida en política. Al día siguiente vino a verme el que era el secretario general del Partido en Guadalajara, que se llamaba Raimundo Serrano, y me dijo: oye peque --que aquello de peque todavía me queda como mote-- ¿Santos te ha dado algo para mí? Ni para ti ni para nadie, le contesté yo, a mi no me ha dado nada Santos. El venga a insistir y yo venga a negarme, porque Santos me había dicho que no se lo diera a nadie. Así durante varios días en los que Raimundo me salía al camino y me pedía el paquete. Yo seguía negando que me hubieran dado nada para él, hasta que un buen día se presentó con una nota de Santos, porque como entonces teníamos guardias de asalto que eran nuestros, a través de uno de ellos habían sacado la nota de la cárcel. Solo así cedí y le entregué el paquete, pero aquella fue mi perdición de comunista, porque a partir de entonces ya todo era: peque guarda esto, peque esconde esto otro, peque ve a ver a fulano de tal y dile que le espero en tal sitio, te dará una cosa y me la das a mí.


Así pasó el tiempo hasta que me detuvieron por primera vez a finales del 34. Acababa de suceder lo de los mineros de Asturias, cuando lo de octubre, y por Guadalajara pasó una expedición de niños hacia Madrid donde les cuidarían mientras los padres estaban en la cárcel. Con otros compañeros de la fábrica fui a la estación y un guardia de asalto dio un meneo a un crio. Le dije: no toqué usted a ese crío porque como lo haga le voy a dar una hostia y me voy a cagar en su madre ¡A un guardia de asalto! Me detuvo, claro.
Me llevaron al calabozo de la Dirección General de Seguridad y me preguntaron que quién me había mandado ir a la estación. Nadie, contesté, yo he visto niños allí y he ido a ver qué pasaba. ¿Y no te ha mandado nadie? No, yo he visto niños allí y he ido a ver. Pero tú has amenazado a un guardia y te has cagado en su madre. Bueno, yo le he amenazado, pero no me he cagado en nadie, le he dicho que si tocaba al niño, pero como no le ha tocado, ni le he dado la hostia que le había prometido, ni me he cagado en nadie. Estuve tres días en el calabozo.

En esa época ya tenía yo el carnet de las Juventudes, el número siete. Raimundo me había reunido un día con otros para proponernos formar las Juventudes Comunistas, porque hasta entonces sólo existía el Partido, y nos explicó lo que significaba: las consecuencias son estas y estas, todo lo que me podía pasar siendo comunista. No pasa nada, le dije yo, si hay que luchar, se lucha; si a los once años tuve que ir a trabajar, justo es que luche yo con vosotros por mis derechos y si hay que ir a la Juventud, pues a la Juventud.

Cuando salí de aquella primera detención fui a mi casa. Vivíamos en una planta baja y cuando llegué, mi padre estaba con una zapatilla esperándome, porque su idea era darme una paliza para que no repitiera. Entra, entra, me decía. El iba retrocediendo mientras me lo decía y yo iba entrando. Teníamos la puerta a la calle y un pasillo, una comuna, un retrete comunal de los de entonces, donde yo tenía el carnet de las Juventudes escondido, y cuando llegué a él abrí la puerta, lo saqué y le dije a mi padre: mire, soy comunista, tengo que luchar por mis derechos y como ya sé ganarme el coscurro, con esto estaré en la casa, pero sin esto me voy. Mi padre dejo la zapatilla y dijo: mira hija, yo no supe luchar por lo mío, lucha tú por lo tuyo. Mi madre dijo: ¿esa era la paliza que le ibas a pegar?

Yo seguía cogiendo puntos y trabajando en la fábrica, porque la vida nuestra era muy puñetera. Mi padre gañaba veinticuatro pesetas y mi madre estaba enferma del estómago con una úlcera sangrante, así que seguía cogiendo puntos por la noche. Como no teníamos una luz suficiente me subía en la mesa con una silla, me sentaba debajo de la bombilla y allí cogía los puntos.

Mi madre tenía que tomar mucha leche, así que por las mañanas me busqué un trabajo para repartir leche por las casas con dos cántaras. Me daban quince pesetas. En invierno se me quedaban las manos agarrotadas de llevar las cantaritas de leche y las clientas se la tenían que servir ellas mismas porque yo no podía, pero a mí me daban dos litros. En la casa donde vivíamos pagábamos quince pesetas de alquiler y como las dueñas de la casa no tenían agua corriente y había que llevarla con un cántaro, un día sí y otro no yo iba también a llevarles el agua por las tardes, cuando salía de la fábrica, y me pagaban con el recibo de la casa. Así íbamos trampeando.

En esa época también me eché novio, era un muchacho muy majo y muy guapito y nos queríamos. Un día vino y me dijo que no podíamos salir porque tenía que hacer una chapuza, yo le dije que de acuerdo, y en cuanto él se fue me marché yo también, porque tenía una reunión de las Juventudes, que se celebraban en una casa que teníamos en la plaza de la Concordia, en Guadalajara. En la puerta había un grupito de gente, entre los que estaba mi novio, que miraba a los que entraban. Yo le vi, pero entré en la casa. Cuando empezó la reunión entró el grupito que estaba fuera y mi novio con ellos. Así me enteré que él también estaba en las Juventudes y él se enteró de que estaba yo, porque hasta entonces, como éramos clandestinos, no lo sabíamos.


Al acabar la guerra, que pasé en Madrid, y después de varias peripecias, llegué a Barcelona, donde volví a tomar contacto con el partido, colaborando con la guerrilla como correo. En la agrupación guerrillera yo viajaba desde Barcelona hasta la frontera en busca de armas. Iba con un bolso grande que a veces cabía una metralleta, algún cajetín con balas, una pistola, cualquier cosa. Llegaba hasta la frontera, a algún pueblecito cerca, pasando ya de Gerona, a la zona de la montaña y allí me cargaban con lo que fuera. Luego me venía hacia Barcelona y lo entregaba, no sabía más. Era curioso, porque yo, en los viajes en tren me iba a donde estaba la guardia civil. Mire, les decía, me vengo aquí porque tengo más confianza con ustedes que por ahí sola. Nunca pasó nada.

Como no teníamos dinero ni para coger un taxi, en la estación de Francia tenía que tomar un tranvía y en uno de los viajes me costaba tanto trabajo subir el bolso a él que había dos grises y uno de ellos me lo cogió y lo puso en la plataforma. Me dijo: señora, ¿qué lleva usted aquí que pesa tanto? Bombas, contesté. Qué cosas tiene usted señora. Bueno, pues no se lo crea. ¿Qué pensaron? pues con veintinueve años que tenía yo, debieron suponer que tenía niños pequeños y que llevaba botes de leche o cosas así del mercado negro y me dejaron estar. Yo les hice la broma y me dejaron. ¿Por qué les dijiste eso? me preguntaban luego los camaradas. Porque era lo único que no se iban a creer.

Yo mantenía contactos con los responsables de la dirección del Partido y los responsables de las guerrillas, uno de ellos era José Bruch y otro José Aymerich; Miguel Núñez  era el instructor político militar. Los responsables del Partido con los que tenía contactos eran Moisés Hueso y Celestino Carrete. Pero los contactos eran de los de traer y llevar, decirles que iba a haber una reunión en tal lugar o que fulano iba a estar en tal lugar para encontrarse con ellos. Las armas me las llevaba yo a casa, y después de saber a quién tenía que dárselas volvía a salir y las entregaba. A veces no salían de casa porque se las llevaba Miguel directamente a donde fuera. Así hicimos varios viajes hasta la detención.


Nos detuvieron el día 4 de abril del 45, después de haber dado doce tiros por la espalda a Juanito Cuadrado. Nos habían seguido a algunos, a mí también. A Juanito Cuadrado le siguieron y le dieron doce tiros. El llevaba pistola, pero no la utilizó. No pudo utilizarla porque le dispararon por la espalda, aunque dijeron que lo habían hecho en defensa propia, pero era mentira, no le dejaron ni siquiera sacarla. Le llevaron al depósito de cadáveres y uno de los hombres que había por allí vio que se movía. Entonces llamaron a los médicos, bajaron, se lo llevaron, empezaron a sacarle balas, a hacerle operaciones y a curarle y ahí está, todavía vive.

A raíz de eso comenzaron todas las caídas. A mí me cogieron cuando volví a casa. Vi a un tío con mala pinta al pie de un árbol y con el zapaterito remendón que trabajaba en el portal había otro. Al del árbol le pase de largo, pero cuando vi al que estaba con el zapatero me dije: te han copado maja. Efectivamente, el que estaba fuera me puso una pistola en la espalda y me detuvo.

Arriba, en la casa, estaban el famoso Creix y otro más. Yo vivía en casa de una hermana de Antonio del Amo, el director de cine, porque ya me había ido de la barraca en la que viví hasta entonces con mi amiga Bene. A ella le había prohibido terminantemente que supiera donde vivía yo, porque estaba mal de salud y no quería meterla en ningún lío. Entonces Creix me preguntó que de dónde venía. De trabajar. ¿Qué más? Nada más. En esto empiezan a registrar la habitación. Debajo del colchón, en la parte del medio de la cama, tenía escondido el tampón de la organización militar, siempre con un miedo terrible de que me lo cogieran.

Días antes había traído dos metralletas y también las había escondido debajo del colchón, pero ya se las habían llevado. Quedaba sólo el tampón, que utilizaba para hacer las documentaciones falsas de los camaradas que estaban en edad militar. Levantaron el colchón de una punta y de otra, pero siempre se quedaba el centro de la cama sin ver. Yo estaba indispuesta y cada vez que levantaban el colchón me decía: madre mía, como aparezca el tampón ese la vamos a liar. Ya les dije: me perdonen, pero me voy a sentar, porque estoy indispuesta! vengo de trabajar ocho horas y me encuentro mal. Me senté en la cama y ya no la levantaron más.

Mis interrogatorios fueron muy duros. Lo que ellos querían saber es a qué me dedicaba los fines de semana, porque como era cosa de la guerrilla eran los fines de semana cuando hacía mi trabajo. Yo no les decía nada, y era golpe va y golpe viene. Al final conseguí tener una breve entrevista en el pasillo de las celdas con Miguel, hablamos y me comunicó que podía decir que esos días iba a una pensión en la que no iban a descubrir nada. Así lo hice, dije que los fines de semana trabajaba en una pensión a repasando ropa, pero que como era de una mujer viuda con una hija y yo sabía el lío en que les iba a meter no había querido decir nada, pero que como ya no aguantaba más se lo decía. Fueron a la pensión, donde les confirmaron la historia.


Salí en libertad provisional y me tenía que presentar a la policía cada quince días. Quedé clandestina desde que salí de la cárcel. Contactos con las guerrillas otra vez y vuelta a empezar. Con los que trabajé directamente en esta ocasión fue con Pedro Valverde, Puig Pidemunt, Ángel Carrero y otro, los cuatro que los fusilaron después. Yo trabajaba dilectamente con ellos, encontrándoles lugares para que se reunieran, haciendo de estafeta y todo eso. Me acuerdo que Pedro Valverde me decía: tú esperas un minuto en la cita. Yo no espero nada, si no estás sigo, le decía yo, porque había que saber lo mal que se pasaba esperando, aunque sólo fuera un minuto, sin saber por qué era el retraso. Si yo llegaba al sitio y no había nadie me metía en un portal, subía unas escaleras, contaba un minuto y volvía a salir, o me metía en una tienda pendiente del reloj. Así hasta que ellos cayeron, en abril del 47. Nos enteramos por el abogado que les atendía, que avisó a Miguel y le dijo que nos escondiéramos.


Yo estaba embarazada y tenía un barrigón enorme; más barrigón que tiempo de embarazo. Intentaron sacarme de España para llevarme a parir al hospital Varsovia, que estaba en Tolouse, pero aunque llegué hasta la frontera decidí al final quedarme en España. Volví a Barcelona y me escondieron con Miguel en una casa en construcción, con un taller abajo y un piso arriba sin terminar.

No había servicios, el piso no tenía mosaico y el suelo era de tierra, en la que yo hacía pipí durante el día. Miguel y yo dormíamos en un sofá, él en la parte de la pared y yo en la de afuera, con la barriga encima de un cajón para no caerme. Había una terraza a la que subíamos sin poder ponernos de pie, porque nos podían ver desde las terrazas de enfrente, y allí hacíamos nuestras necesidades en papeles, lo envolvíamos y lo tirábamos a la calle. En algunas ocasiones oíamos decir a las mujeres que pasaban al mercado: no sé qué pasa en esta calle, que hace una temporadita que no hay más que papeles con mierda por los suelos. Por cierto, que por eso del mercado supongo que el piso estaba en el barrio de Gracia, porque nunca lo supe, nos metieron de noche y nos sacaron de noche.

Allí estuvimos dos meses. Cuando los detenidos pasaron de jefatura a la cárcel dijeron que a Miguel no le diera ni el aire, porque le buscaban, y también que yo podía ir a parir a casa de Luisa, que era la estafeta particular de Pedro Valverde y no había aparecido para nada en los interrogatorios. Por lo que sabían era una casa segura. Yo parí en casa de Luisa, que para mí es como mi madre, ayudada por un ginecólogo, que había sido de la CNT y había pasado al Partido, que también estaba clandestino. Clandestino él y clandestina yo, allí tuve a mi hija, en la calle Urgel 72 nació Estrella.

A los ocho días apareció Miguel, todo teñidito de rubio, porque el Partido pensaba sacarnos de Cataluña. Fuimos a Madrid. Desde allí mandaron a Miguel para Sevilla, a disolver la guerrilla, Porque el Partido había decidido acabar con la lucha armada. Yo me quedé en Madrid, pero en diciembre me dijeron que tenía que pasar a Sevilla porque Miguel necesitaba ayuda para el trabajo que estaba haciendo, así que en enero del 48 me fui al pantano con mi hija de seis meses. Aquello era algo tremendo, porque casi todos los obreros eran o ex-presos o gente que había huido, y estaban mal pagados. No les habían hecho ni viviendas, sus casas eran una cueva dentro de la montaña, y allí vivían con niños y con todo. La mortalidad de los niños era terrible. Comían muy mal, claro, y no podía marcharse de allí aunque quisieran, porque la empresa, Agromán, tenía un almacén al que debían comprar por obligación y siempre le debían dinero. La persona que llevaba el almacén, hecho de madera, con unas rendijas terribles, era un camarada y Miguel había ido como contable. Los únicos edificios que había allí eran una pequeña capilla y los chalets de los ingenieros, la casita del cura y los demás. Los obreros vivían en las cuevas.

En una ocasión pasé una vergüenza enorme. Los abuelos, los padres de Miguel, le habían regalado a la niña una capita de piel blanca y como era invierno me la llevé. Un día me dijeron que subiera a donde vivían los obreros para darle unas cosas a uno de ellos, así que tomé a mi niña, la envolví en la capa y subí. Cuando llegué allí dije: mierda de capa, con la miseria que hay aquí. Metí la capa en una maleta y desde entonces subía a los cerros con la niña envuelta en una manta. Pasé vergüenza de verdad. Robaba caramelos del almacén para los niños, pero el primero al que fui a darle uno no me lo quiso coger. La madre me dijo: es que no sabe lo que es un caramelo porque no lo han comido nunca. ¡Un niño que no había comido nunca un caramelo! Yo siempre subía con el bolsillo lleno para esos niños.

Tuvimos que irnos de allí porque no había nada que hacer. Miguel cayó con unas fiebres espantosas y no paraba de delirar. El hablaba y yo le tapaba la boca. Se había hecho amigo de la guardia civil y querían subir a visitarle. No, no, les decía yo, que las fiebres son terribles y no sea que vayan a cogerlas ustedes también.

El viaje a Sevilla tuvo mucha gracia, porque me subieron en un camión y a la salida de Sevilla subió también la guardia civil con las metralletas. Me vieron sentada con la niña y les pregunté ¿pasa algo? No, no, es que por aquí hay mucha guerrilla y tenemos que ir preparados, pero mire usted, ellos tienen hijos y nosotros también tenemos hijos, así que pasamos de largo. Si supierais vosotros, pensé, que los lleváis también aquí. Miguel dejó contactos con gentes muy responsables para que hicieran lo que pudieran y nosotros salimos hacía el norte, donde nos mandó el Partido. Yo me quedé en Vitoria y Miguel fue muy cerca de Bilbao, a trabajar en una fábrica de tornillos. Allí les hizo un desfalco para sacar dinero para el Partido que luego yo llevé a Barcelona. Fueron cincuenta mil pesetas, que en aquella época era mucho dinero. De nuevo hubo una detención en Barcelona en la que también nos metían a nosotros. Miguel salió para un sitio y yo para otro.


Dejé a la niña con la abuela y me vine para Barcelona otra vez.Estuve con la mamá Luisa, mi madre adoptiva. Yo no veía a ningún camarada, era Luisa la que tocaba las teclas. Me puse a servir, siempre me ponía a servir, era la única forma de no ir a casa de nadie. Estuve sirviendo en una ferretería, otra vez con el truco de que me había escapado de casa. Luisa cogió el contacto con el Partido y yo seguía viéndome con ella. Para poder dejar aquel empleo sin despertar sospechas me mandaron a un camarada, que hizo el papel de un supuesto primo que había venido a buscar unos tejidos a Barcelona y los padres le habían dicho que se llevara a la chica al pueblo, quisiera o no quisiera. Fue a la ferretería preguntando por mí, dijo que me tenía que ir y me fui. A Reus, todavía disolviendo guerrilla.

Miguel estaba allí, pero yo no lo sabía. Para la primera cita con él me recogió un camarada por la noche y me llevó a un paseo que le llaman el paseo de los enamorados y me dijo que allí me iba a encontrar con el responsable y que así él me dejaba ya en sus manos porque era con él con quien tenía que trabajar.Íbamos los dos paseando, con un frió que pelaba, pues sólo llevaba puesta una chaquetita de lana muy finita, cuando veo venir a Miguel. Mira, me dijo el camarada que me acompañaba, vamos a pasar de largo, pero es aquel camarada, tu como si no le conocieras, pero fíjate bien en él, porque yo te voy a dejar ahí abajo y me voy, él va a volver y os vais a encontrar.

De esa manera volví a verme con Miguel, del que no sabía dónde estaba desde que nos separarnos en Barcelona. Miguel llevaba una bolsa grande y saco de ella un chaquetón y lo primero que hizo fue ponérmelo. El sí sabía que era yo con quien se iba a encontrar. En Reus estuvimos muy poco tiempo, porque a él le sacaron casi inmediatamente para Francia y pasamos cinco años sin saber nada uno del otro.


Posteriormente volvieron a detener a Miguel y me convertí en mujer de preso, con todo lo que eso representa. De Burgos se sacaban las cosas de mil maneras: con una tartera de doble fondo, en las asas de los bolsos, y para entrar también, en latas de conserva, a las que también les hacían en Francia un doble fondo. Con una de estas me pasó a mí una vez que se conoce que habían dejado un pequeño poro abierto y por él se pudrieron las sardinas en aceite que iban en la lata y había un olor horrible. Yo fui echándome colonia de Barcelona a Zaragoza, y allí fui a la persona que iba a pasar la lata, la familia de Vicente Cazcarra, que me ayudaba a meter y sacar las cosas de Burgos (también me ayudaba desde Vitoria la familia de Rosell), y les dije: Marujina, el coche y arreando a Burgos que mira lo que llevo, trilita va ahí. Como olía tanto, le dije al padre de Cazcarra: Vicente, que también se llamaba Vicente, vamos a abrir la lata en el campo. El no quiso. Llegamos a Burgos y nos quedamos de pensión. Bajamos al río, abrimos la lata, tiramos las sardinas y sacamos los papeles que había en ella. Me tuve que buscar un apaño para meter las cosas y le expliqué a Miguel lo que había pasado, porque era imposible meter la lata, lo hubieran descubierto todo.

Cuando la muerte de Franco ya llevábamos un añito o casi dos que estábamos bastante bien, porque este hombre andaba medio moribundo y las cosas habían cambiado bastante, pero claro, la muerte de Franco fue muy importante, sobre todo para los que estábamos clandestinos fuera de casa, porque yo tenía a mi hija y a mis nietos, que los tenía que ver casi a escondidas. Fue como una liberación, tanto como salir de la cárcel o más.






















Article 8

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Historias de la tele cuando la tele era una. 5 (1970)









En la  historia de Televisión Española hay dos bigotes míticos, que quedaron marcados a fuego en la memoria de quienes los contemplaron en la pantalla. Uno fue el de Eugenio Martín Rubio, entrañable y coherente hombre del tiempo que se apostó su adorno capilar si no llovía, y como el día fue seco, su siguiente aparición televisiva la realizó a labio descubierto. Profesionales con ese pundonor ya no quedan,

El otro bigote era más frondoso, acompañado de unas patillas abultadas que fueron adelgazando con el tiempo, y tras el se escondía una de las figuras televisivas que marcaron época. José María Íñigo, que había basado su carrera hasta entonces en ser un yeyé que había vivido en Londres, desde donde colaboró en la radio y en la prensa musical, pasó a ser en 1970 el representante de la modernidad, que luego se vería que no era tanta, en una televisión que se caracterizaba, precisamente, por el carácter rancio de su imagen pública.
           
El programa que hizo dar a Iñigo un salto cualitativo en su carrera, que le convirtió en un icono de la televisión en España se titulaba “Estudio abierto” y se estrenó el 12 de marzo de 1970 con una jovencísima Rocío Jurado como invitada. La verdad es que la novedad sólo lo era en España, pues el espacio era similar a los que desde años atrás hacían en Estados Unidos Dick Cavert y Johnny Carson, o en Inglaterra David Frots, pero el bigotudo comunicador, que era como ya se empezaba a llamar a este tipo de periodistas televisivos, pudo apuntarse el mérito de haber introducido el modelo en nuestro país.


           
Estudio abierto” era lo que ahora se llama un talk-show o magazín, es decir, una mezcla de entrevistas y actuaciones musicales (que ahora han sido sustituidas por las tertulias), pero en aquellos años resultaba totalmente novedoso. El secreto del éxito del programa, que fue extraordinario, estaba en varios factores. La personalidad del presentador, que a poco del estreno sería también director, su aspecto de moderno que, sin embargo, era capaz de plegarse a las exigencias más antiguas, fue un factor importante, pero también hubo otros. El más decisivo, sin duda, la existencia de un equipo de guionistas casi debutantes, que en un principio estaba compuesto por Manuel Leguineche, Jesús Picatoste y Julián García Candau, luego todos ellos periodistas ilustres, a los que irían sustituyendo figuras emergentes como las de Alejandro Heras Lobato o, sobre todo, el novelista Jesús Torbado, que firmaba con el seudónimo de Jesús Carro.
           
Con lo que ellos escribían y con la conocida labia de Iñigo supieron hacerles radiografías precisas a los invitados al plató, que fueron de todo tipo y condición. Acudieron a “Estudio Abierto” figuras del cine internacional como Gina Lollobrigida, Rita Hayworth o Anthony Quinn, escritores como Vargas Llosa o Delibes, el boxeador Urtain o el payaso Charlie Rivel; unos pocos nombres entre los casi cuatro mil personajes que Íñigo entrevistó en los cerca de cinco años que duró el programa. Eso sí, no todos los invitados lo eran por sus propios valores profesionales. También los hubo que fueron allí porque eran domadores de burros que competían en carreras marcha atrás, niños inventores, tontos de pueblo o pastores que se ponían ante las cámaras con sus ovejas.


          
El programa, que apenas costaba 300.000 pesetas, rompió moldes y se convirtió en un éxito en toda la regla, hasta el punto de que, pese a emitirse (excepto en su última etapa) en la segunda cadena, el UHF, llegó a estar entre los programas más vistos, siempre, eso sí, según los estudios poco rigurosos de la época. Aún así, su repercusión fue enorme y una de sus consecuencias, quizás imprevista, fue la de dar carta de visibilidad a una televisión alternativa, que, esa sí, se abría al futuro.


La otra televisión

La segunda cadena, nacida el 15 de noviembre de 1966, había sido concebida como un hueco televisivo para la experimentación, la cultura, lo diferente y lo minoritario, todo ello dentro de los límites de lo posible, y en 1970 seguía siendo así. De todas formas su importancia todavía era mínima. No comenzaban las emisiones hasta las siete de la tarde y tan sólo estaba tres horas y media en el aire, lo que no daba para mucho. Sin embargo, en su seno encontraron su sitio una camada de nuevos profesionales, muchos de ellos procedentes de la Escuela Oficial de Cine, algunos de los cuales alcanzarían la mayoría de edad televisiva años después en “Curro Jiménez”. Indirectamente, a todos ellos les ayudó el triunfo de "Estudio abierto", que consolidó la nueva cadena.
           
En ese rincón de la televisión innovadora pudieron verse series y programas como “Fiesta”, que hizo Julio Caro Baroja en 1967, “La Víspera de nuestro tiempo” (Jesús Fernández Santos, 1967), o el “Si las piedras hablaran”, que escribió Antonio Gala, y realizaron diversos realizadores precisamente en 1970. En estos espacios, y en otros, como los dramáticos “Teatro de siempre”, “Hora 11 o “Ficciones”, velaron sus primeras armas profesionales directores como Josefina Molina, Pilar Miró, José Luis Borau, José Antonio Páramo, Sergi Schaff, Antonio Drove o el malogrado Claudio Guerín Hill, que debido a su temprana y trágica muerte se convirtió en el más significativo de aquella generación de directores televisivos.
           
Guerín Hill falleció en febrero de 1973, al caer desde lo alto de la torre de una iglesia desde la que rodaba su segunda película para el cine. Nacido en Alcalá de Guadaira (Sevilla) en 1939, se había licenciado en la Escuela de Cine en 1965, y al año siguiente comenzó a trabajar en la segunda cadena. Su primera obra, una versión de “Ricardo III”, la obra de Shakespeare que adaptó Antonio Galay protagonizó José María Plaza, fue todo un bombazo. Duraba 116 minutos e incluía fragmentos de la película de Orson WellesCampanadas a media noche”.

 El impacto logrado por este trabajo permitió a Claudio Guerín convertirse en uno de los realizadores estrellas de los espacios dramáticos, en los que mostró un especial gusto por las adaptaciones de los clásicos, sin desdeñar los musicales ni olvidarse que también realizó obras de rabiosa vanguardia, como el monólogo de Samuel BeckettLa última cinta”, interpretado por Fernando Fernán Gómez, que en el cine había sido el último trabajo de Buster Keaton.




EL IMPERIO DE LA PUBLICIDAD




Cuando TVE se creó en 1956 se consideró una especie de juguete para unos miles de prohombres del régimen, pero dada la velocidad con que se extendió entre la población, pronto fueron conscientes del doble potencial que ofrecía el nuevo medio. Por un lado, poseía unas cualidades únicas para servir como vehículo de adoctrinamiento político; por otro, aunque eso llegó después, las tenía todas para convertirse en un buen negocio, a través de los anuncios, que paliara los costes a que obligaba el tener que ser subvencionada por las arcas estatales.

En 1970, con Adolfo Suárez en la dirección general, el ascenso publicitario era evidente. Las cuentas de ese año muestran unos ingresos de 3.936.000 millones de pesetas, 700 millones más que el ejercicio anterior. Por las Memorias de los Planes de Desarrollo de cada año se sabe que en 1959 TVE tuvo un ingreso de 16 millones de pesetas, que en 1963 se convirtieron en 521. En 1975 los ingresos serían ya de 7.800 millones.

La publicidad, y con ella el dinero, creció rápidamente en la etapa del monopolio televisivo, creando el optimismo que siempre crean los beneficios. Hasta tal punto, que José María Calviño, que llegó a la dirección general en 1986, renunció en un gesto torero a todo tipo de subvención pública, sin darse cuenta que la llegada de las privadas estaba a la vuelta de la esquina y con ellas el reparto del pastel publicitario y la reducción de los ingresos. Ahí empezó el endeudamiento de la televisión estatal, que al llegar en el 2005 a superar el billón de pesetas obligó a una reforma radical, reduciendo a la mitad la plantilla y gestionándola como una empresa privada.









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